ÉL NO LLEGÓ A LA CITA, PERO ALGUIEN MÁS CRUZÓ LA PUERTA Y ME CAMBIÓ LA VIDA PARA SIEMPRE

PARTE 1

CAPÍTULO 1: LA ESPERA EN COYOACÁN

Miré la pantalla de mi celular por séptima vez en menos de tres minutos. 6:47 PM. Diecisiete minutos tarde.

El número brillaba en la pantalla con una luz burlona, recordándome por qué había dejado de intentar estas cosas. Estaba sentada en la mesa más alejada de la entrada, en esa cafetería famosa de la calle Higuera, en el corazón de Coyoacán. Mis dedos envolvían una taza de cerámica con té de manzanilla que, para estas alturas, ya estaba más frío que un abrazo de mi ex.

Afuera, la típica lluvia de la Ciudad de México había decidido caer justo a tiempo para arruinarme el alaciado, aunque por suerte ya estaba bajo techo. Lo que normalmente hacía que este lugar se sintiera como un refugio cálido, con olor a café tostado y pan de elote, ahora se sentía sofocante. Las paredes parecían cerrarse sobre mí.

A mi alrededor, el mundo seguía girando con una normalidad insultante. Había parejitas en las otras mesas, inclinadas en conversaciones susurradas, compartiendo churros o mirándose con esa intensidad que te da el inicio del enamoramiento. El suave jazz que salía de las bocinas se mezclaba con el sonido de la lluvia golpeando el empedrado de la calle.

Y yo… bueno, yo era la única persona sentada sola. La única con una silla vacía enfrente, como un monumento a la soledad.

Me dije a mí misma, con esa falsa firmeza que usamos para proteger el orgullo: “Le doy cinco minutos más, Karla. Cinco. Ni uno más”.

Si el reloj marcaba las 6:52 y esa silla seguía vacía, iba a sacar el celular, abrir el chat de Diana —mi colega y supuesta amiga que me metió en esto— y escribirle un mensaje muy claro: Las citas a ciegas son una estupidez. Tenía razón en no querer salir. Gracias por nada.

Llevaba dos años así. Dos años enfocada en cuerpo y alma a mi clínica veterinaria, curando perritos y gatitos porque los animales, a diferencia de los hombres, no te dicen que van a llegar a las 6:30 y te dejan esperando. Había construido mis muros, ladrillo a ladrillo, y me sentía segura detrás de ellos.

—Ándale, Karlita, solo es un café —me había insistido Diana hace tres días, arrinconándome contra la cafetera de la oficina mientras yo intentaba huir—. Se llama Mateo, tiene 34, es ingeniero civil o arquitecto, algo así de edificios. Es un tipazo. Confía en mí.

Pero la confianza es un recurso escaso cuando tienes treinta y tantos y un historial de decepciones. Y ahí sentada, viendo la puerta de madera vieja cada vez que alguien entraba, sintiendo ese ardor familiar de la vergüenza subiendo por mi cuello, confiar se sentía como una misión imposible.

El miedo no era solo que no llegara. El miedo era confirmar lo que una voz insidiosa en mi cabeza me repetía: que tal vez, solo tal vez, mi oportunidad ya había pasado.

CAPÍTULO 2: LAS PEQUEÑAS INTRUSAS

A las 6:51 PM, justo un minuto antes de mi fecha límite autoimpuesta, la campana sobre la puerta tintineó.

Levanté la vista de golpe, con el corazón dando un vuelco traicionero. La esperanza es lo último que muere, dicen, y la mía estaba dando patadas de ahogado.

Pero no entró un hombre de treinta y tantos años. No entró un “Mateo” con cara de arquitecto.

Quienes cruzaron el umbral fueron dos niñas. Y no cualquier par de niñas. Eran idénticas. Gemelas.

No tendrían más de seis años. Tenían el cabello castaño lleno de rizos rebeldes que rebotaban con cada paso que daban y unos ojos verdes, brillantes y enormes, que escaneaban la cafetería con una determinación que daba miedo. Llevaban puestos unos abrigos rojos idénticos sobre lo que claramente era un uniforme escolar de falda a cuadros.

Se quedaron paradas en la entrada un segundo, con sus manitas entrelazadas, ignorando al mesero que se acercaba a preguntarles si venían con alguien. Sus ojos barrieron el lugar como un radar.

Y entonces, el radar me encontró.

Sus miradas se clavaron en mí. Antes de que mi cerebro pudiera procesar qué demonios estaba pasando, las niñas marcharon directo hacia mi mesa. No caminaban con timidez; caminaban con la confianza de quien es dueño del lugar.

La que parecía ligeramente más alta, quizá por medio centímetro, se detuvo justo frente a mí, al otro lado de la mesa. Inclinó la cabeza hacia un lado y me preguntó con una seriedad absoluta:

—¿Tú eres la señorita Karla?

Pestañeé, aturdida. Miré a los lados para ver si alguien más estaba viendo esto. —Sí… soy yo.

—¿Y tú quién eres? —pregunté, bajando la voz.

—Soy Dalia —anunció la niña, y luego señaló a su hermana con un gesto teatral—. Y ella es Violeta. Y nuestro papá… siente mucho haber llegado tarde.

Sentí como si el piso de la cafetería se hubiera inclinado unos grados. Esas eran las hijas de Mateo. Tenían que serlo. Los ojos verdes eran inconfundibles, aunque yo nunca había visto a Mateo, Diana me había dicho que tenía “ojos bonitos”.

Pero Diana jamás mencionó hijos. Y definitivamente no mencionó gemelas.

—Él no sabe que estamos aquí —susurró Violeta. Su voz era mucho más suave que la de su hermana, más dulce, pero cargada de una culpa evidente.

—Espera… ¿qué? —Logré articular—. ¿Su papá no sabe?

—Tuvo una emergencia en la obra —se apresuró a explicar Violeta, retorciéndose las manos—. Pero él quería venir, de verdad.

Dalia, la líder evidente de la operación, le puso una mano en el hombro a su hermana para calmarla y luego me miró con una intensidad de adulto atrapado en cuerpo de niña. Soltó un suspiro largo, un suspiro que sonó a cansancio del mundo, y jaló la silla que estaba destinada para Mateo.

—Ok —dijo Dalia, trepándose a la silla y jalando a su hermana para que se sentara junto a ella en el mismo asiento—. Tenemos que decirte la verdad. Si no, vas a pensar mal de él. Y él no es malo, solo… tiene mucha chamba.

—¿La verdad? —repetí, sintiéndome como un personaje secundario en mi propia vida.

—Papá no sabe que nos escapamos —admitió Dalia, bajando la voz como si estuviéramos conspirando para robar un banco—. Bueno, no nos escapamos solas. Convencimos a la señora Ferguson.

Miré por la ventana. Efectivamente, estacionado en doble fila bajo la lluvia, había un sedán gris. Adentro, una señora mayor con cara de “no puedo creer que accedí a esto” nos miraba fijamente. Cuando vio que la miré, me saludó con la mano, con una mezcla de disculpa y resignación.

—¿Cómo sabían que yo estaba aquí? —pregunté, una sonrisa empezando a luchar contra mi confusión.

—Somos muy listas —dijo Dalia con obviedad—. Y porque papá lo anotó en el calendario de la cocina. Escribió: “6:30, Café de Coyoacán”. Y le puso un círculo rojo tres veces.

—Y dibujó una carita feliz —añadió Violeta, asomando la cabeza por detrás del hombro de su hermana.

Algo cálido, algo que no había sentido en mucho tiempo, floreció en mi pecho. —¿Una carita feliz?

—Sí —dijo Violeta—. Estaba muy emocionado. Ayer en la noche planchó su camisa azul. Papá nunca plancha, siempre anda con las camisas arrugadas porque dice que “el concreto no juzga”. Pero ayer planchó.

No pude evitarlo. Solté una risa suave, genuina. La imagen de un arquitecto peleándose con la plancha solo para venir a tomar un café conmigo era… enternecedora.

—Escuchamos que lo llamaron anoche —continuó Dalia, retomando el control de la narrativa—. Hubo un problema grande en la biblioteca nueva que están construyendo. Algo de los cimientos. Se oía muy preocupado. Decía: “No puedo creer que esto pase hoy, tengo algo importante a las 6:30”.

—Así que nosotras hicimos un plan —dijo Violeta—. Porque no queremos que esté triste.

Me quedé observándolas. Debajo de esa valentía y esa audacia de interrumpir una cita, había algo más. Una preocupación genuina. Un amor feroz por su padre que les salía por los poros.

—¿Les gustaría sentarse bien conmigo un ratito? —les ofrecí, ignorando por completo que mi cita real no estaba—. ¿Quizá tomar un chocolate caliente con bombones?

Sus caras se iluminaron como si les hubiera ofrecido las llaves de Disneylandia. Dalia saltó de la silla y corrió a la ventana para hacerle señas frenéticas a la señora Ferguson, quien suspiró visiblemente aliviada y apagó el motor del coche.

Cuando las niñas volvieron a acomodarse, pedí dos chocolates calientes con extra crema batida y bombones. Mientras esperábamos, decidí indagar un poco más.

—Cuéntenme de su papá —dije suavemente—. ¿Sale a muchas citas?

La pregunta quedó flotando en el aire un momento. Las gemelas intercambiaron una mirada rápida, un tipo de comunicación telepática que solo los hermanos tienen. Dalia negó con la cabeza lentamente.

—Nunca —dijo en voz baja—. Eres la primera. Desde que mamá se fue al cielo.

El ruido de la cafetera espresso, las risas de la gente, el jazz… todo se apagó de golpe para mí. Sentí un hueco en el estómago.

—¿Cuándo pasó eso? —pregunté, con la voz hecha un hilo.

—Hace dos años —respondió Violeta, jugando con el borde de su abrigo—. Justo cuando entramos al kinder. Se enfermó muy rápido.

—Aneurisma —dijo Dalia. La palabra sonó extraña, demasiado clínica y dura en la boca de una niña de seis años—. Papá nos ha cuidado solito todo este tiempo.

—Aprendió a peinarnos viendo videos de YouTube —dijo Violeta con un orgullo que me rompió el corazón—. Al principio me dejaba chipotes, pero ahora ya le salen bien las trenzas.

Llegaron los chocolates. Las montañas de crema batida amenazaban con desbordarse. Las niñas levantaron las tazas con sus manitas, intentando beber sin mancharse, pero fallaron espectacularmente. En dos segundos, ambas tenían bigotes blancos de crema batida que las hacían ver como dos viejitos adorables.

Me reí. Me reí de verdad, y sentí que algo dentro de mí se aflojaba.

—Hace los mejores sándwiches de queso —dijo Violeta, lamiéndose el bigote de crema—. Y nos canta en la noche. Las canciones favoritas de mamá. Su voz es fea, no canta bonito como ella, pero no le decimos.

—Papá estaba muy nervioso por hoy —confesó Dalia—. Practicó qué decirte frente al espejo. Lo espiamos por la rendija de la puerta. Decía: “Hola, soy Mateo, mucho gusto”. Luego decía: “Qué tal, Karla, soy yo”. Al final dijo una grosería y decidió “ser él mismo”.

—Él diseña edificios para que la gente esté segura —explicó Violeta—. Dice que la seguridad es su responsabilidad. Por eso no pudo venir, porque si los cimientos están mal, el edificio se cae.

Empezaba a entenderlo todo. Estas niñas no solo eran unas tiernas metiches. Eran las protectoras de su papá. Lo cuidaban a él tanto como él las cuidaba a ellas.

—¿Saben qué? —les dije, mirando la hora. Eran las 7:25 PM. Si Mateo estaba en la obra desde la tarde, seguro no había comido nada. Y yo tampoco.

Una idea salvaje, impulsiva y totalmente fuera de mi carácter se formó en mi mente. Pero al ver esos cuatro ojos verdes mirándome con esperanza, supe que no tenía opción.

—Tengo una idea —dije, inclinándome hacia adelante—. Si su papá está trabajando tan duro… seguro tiene mucha hambre. ¿Qué les parece si le llevamos la cena?

La transformación fue instantánea. —¿De verdad? —gritaron al unísono, haciendo que varias personas voltearan a vernos.

—De verdad —confirmé—. ¿Qué le gusta comer?

—¡Tacos! —gritó Dalia—. Tacos al pastor. Con mucha piña y salsa de la que pica poquito.

—Y gringas —añadió Violeta—. Le encantan las gringas con queso.

Saqué mi celular y busqué la taquería más cercana con buenas reseñas. —Pues vamos a comprarle una orden gigante de tacos, gringas y refrescos. Y vamos a caerle de sorpresa en la obra.

Las niñas aplaudieron. Yo sentí una mezcla de adrenalina y terror. ¿Qué estaba haciendo? Iba a irrumpir en el trabajo de un desconocido, acompañada de sus hijas y una niñera, cargando bolsas de tacos.

Pero mientras pagaba la cuenta y veía cómo Dalia y Violeta saltaban hacia la salida, supe que esta ya no era una cita a ciegas. Era una aventura. Y por primera vez en dos años, no quería estar en ningún otro lugar.

PARTE 2

CAPÍTULO 3: OPERACIÓN TACOS AL PASTOR

Veinte minutos después, me encontraba apretada en el asiento trasero del sedán gris de la señora Ferguson, con dos bolsas enormes de papel llenas de tacos al pastor, gringas y cebollitas cambray sobre las piernas. El olor a carne adobada, piña y cilantro inundaba el coche, mezclándose con el olor a lluvia mojada que entraba cada vez que abríamos la puerta.

La señora Ferguson, que resultó ser una mujer británica encantadora que llevaba treinta años viviendo en México y hablaba español con un acento curiosísimo, me miraba por el retrovisor de vez en cuando. Tenía esa expresión de quien ha visto de todo, pero que todavía se sorprende de la capacidad humana para hacer locuras por amor… o en este caso, por una cita fallida.

—Es usted muy valiente, querida —me dijo mientras maniobraba con destreza entre el tráfico de Avenida Revolución—. El señor Mateo se va a caer de espaldas. Literalmente, espero que no, porque hay muchas varillas sueltas.

Dalia y Violeta iban en sus asientos de seguridad, cantando canciones de Disney a todo pulmón, completamente ajenas al nudo de nervios que se me estaba formando en el estómago.

“¿Qué estoy haciendo?”, pensé. “Soy una veterinaria respetable. Tengo una hipoteca. Tengo un gato diabético que depende de mí. Y estoy aquí, secuestrada voluntariamente por dos niñas de seis años, llevando tacos a una obra en construcción en medio de la noche”.

Pero luego miraba a las niñas. Veía cómo se susurraban secretos y se reían, y recordaba lo que me habían contado en la cafetería. Un papá que aprende a hacer trenzas con tutoriales de YouTube. Un hombre que dibuja caritas felices en el calendario porque tiene la esperanza de conocer a alguien.

La ciudad pasaba rápido por la ventana, luces de neón borrosas por la lluvia. Llegamos a la zona de la construcción, un área en desarrollo cerca de Santa Fe donde los edificios crecían como hongos de concreto.

La obra de la biblioteca se alzaba ante nosotros como un esqueleto gigante bajo la luz cruda de los reflectores. Era una estructura masiva de vigas de acero y concreto gris, proyectando sombras largas y dramáticas sobre el terreno lodoso. Parecía el set de una película de acción, todo ángulos duros, ruido de maquinaria lejana y hombres con cascos amarillos moviéndose como hormigas.

La señora Ferguson se detuvo frente a la caseta de vigilancia. El guardia, un señor mayor con bigote poblado, se asomó con cara de pocos amigos, pero al ver a las niñas en el asiento de atrás, su expresión se transformó en pura dulzura.

—¡Las patronas! —exclamó, abriendo la pluma—. Pásenle, pásenle. El Arqui sigue en el remolque, no ha salido en todo el día. Pobre hombre, trae una cara de que no lo calienta ni el sol.

—Gracias, Don Beto —dijo Dalia con esa autoridad natural que ya me empezaba a parecer adorable.

El coche avanzó despacio por el camino de terracería, esquivando charcos que parecían lagunas. Nos estacionamos cerca de una serie de remolques blancos que servían como oficinas temporales. La lluvia había amainado un poco, quedando en esa llovizna molesta que en México llamamos “chipi-chipi”.

—¿Lista? —me preguntó Violeta, desabrochándose el cinturón de seguridad.

Respiré hondo, agarré las bolsas de tacos como si fueran un escudo y asentí. —Lista.

Bajamos del coche. El aire olía a tierra mojada, cemento fresco y ahora, gracias a nosotras, a pastor y salsa verde. Caminamos hacia el remolque principal, el que tenía la luz encendida. A través de la ventana pequeña, pude ver una silueta.

Era él.

Estaba inclinado sobre una mesa llena de planos, con el teléfono pegado a la oreja y una mano pasándose por el cabello desesperadamente. Incluso desde lejos y de espaldas, se notaba la tensión en sus hombros. La postura de un hombre que lleva el peso del mundo encima y siente que se le está resbalando.

Dalia no esperó. Subió los tres escalones de metal del remolque y golpeó la puerta con su puño pequeño pero firme.

Toc. Toc. Toc.

Adentro, la silueta se congeló. Mi corazón latía tan fuerte que sentía que iba a competir con el ruido de los generadores eléctricos de afuera.

CAPÍTULO 4: CENA ENTRE PLANOS Y VARILLAS

La puerta se abrió de golpe.

Mateo estaba allí. Y tengo que admitir, incluso con el ceño fruncido, ojeras marcadas y el cabello hecho un desastre, era guapo. Llevaba la famosa camisa azul, ahora arremangada hasta los codos y un poco arrugada, y tenía una mancha de polvo gris en la mejilla.

Su mirada bajó primero a la altura de sus rodillas. Al ver a sus hijas, su expresión fue un poema: pasó de la confusión al shock, y del shock al terror puro en cuestión de un segundo.

—¿Dalia? ¿Violeta? —Su voz sonó ronca—. ¿Qué hacen aquí? ¿Pasó algo? ¿Están bien?

—Sorpresa —anunció Dalia, levantando los brazos como si acabara de ganar una medalla olímpica.

—Trajimos la cena —añadió Violeta con su vocecita dulce—. Porque sabíamos que tenías hambre.

Mateo parpadeó, incapaz de procesar la información. Y entonces, levantó la vista. Sus ojos verdes, idénticos a los de las niñas pero llenos de cansancio, se encontraron con los míos.

Se quedó de piedra.

Abrió la boca para decir algo, pero no salió nada. Me miró a mí, luego a las niñas, luego a las bolsas de tacos que yo sostenía, y luego otra vez a mí.

—Tú eres… —empezó, y tragó saliva—. Tú eres Karla.

No fue una pregunta. Fue una afirmación llena de incredulidad.

—Hola, Mateo —dije, intentando sonar casual, como si irrumpir en obras de construcción fuera mi pasatiempo de los viernes—. Escuché que te gustan las gringas con queso.

—No queríamos que la señorita Karla pensara que la dejaste plantada —explicó Violeta, entrando al remolque sin pedir permiso—. Así que fuimos por ella. La rescatamos.

—No la “rescatamos”, Violeta —corrigió Dalia—. “Interceptamos el objetivo”. Suena más profesional.

Detrás de Mateo, dos hombres con cascos y chalecos reflejantes que estaban revisando unos papeles se empezaron a reír. Eran ingenieros o maestros de obra, con esa vibra relajada de quien ya terminó su turno.

—Uy, Arqui, ya le cayeron las dueñas del quinceno —bromeó uno de ellos, guiñándole un ojo a Mateo—. Y traen refuerzos.

El otro hombre olfateó el aire. —Huele a pastor del bueno. Nosotros mejor nos vamos, jefe. Ahí le encargamos que apague la luz.

Los dos hombres tomaron sus cosas rápidamente, saludaron a las niñas con un choque de puños y pasaron a mi lado murmurando un “buenas noches, señorita” con una sonrisa cómplice, dejándonos solos en el pequeño remolque.

El silencio que siguió fue denso. Mateo se pasó la mano por la cara, poniéndose aún más rojo de lo que ya estaba.

—Karla, yo… —Empezó, y su voz temblaba un poco—. No tengo palabras. Estoy tan, tan apenado. Iba a salir… te juro que iba a salir, pero colaron una losa mal y tuvimos que apuntalar todo de emergencia y… se me fue la señal del celular y…

—Respira —le dije, entrando al remolque y poniendo las bolsas de comida sobre el único espacio libre en su escritorio, encima de unos planos enrollados—. Tus hijas me explicaron todo.

—¿Te explicaron todo? —Mateo miró a las gemelas con pánico—. ¿Qué es “todo”?

—Lo de la camisa azul —dije, señalando su pecho con una sonrisa.

Mateo gimió y se tapó la cara con las manos.

—Y lo del espejo —añadió Dalia, trepándose a una silla giratoria y empezando a dar vueltas.

—Y la carita feliz en el calendario —remató Violeta.

Mateo parecía querer que la tierra se lo tragara ahí mismo, o que el concreto fresco de afuera lo absorbiera. Bajó las manos y me miró con una vulnerabilidad que me desarmó por completo.

—Soy un desastre —admitió, soltando una risa nerviosa y cansada—. Quería causar una buena impresión. Quería ser… no sé, un tipo normal que llega a tiempo a una cita y huele a colonia cara, no a cemento y estrés.

—Bueno —dije, sacando los tacos y las salsas de las bolsas—, el tipo normal y puntual suena aburrido. El tipo que es un superhéroe para sus hijas y se preocupa porque un edificio no se caiga… ese suena más interesante.

Mateo me miró fijamente. Hubo un momento, un pequeño instante suspendido en el tiempo, donde el ruido de la lluvia afuera desapareció. Vi la gratitud en sus ojos, pero también vi algo más. Una chispa. Interés. Esperanza.

—Además —agregué, rompiendo la tensión mientras le pasaba una gringa envuelta en papel aluminio—, traje salsa de la que pica.

Mateo sonrió. Fue una sonrisa real, amplia, que le transformó la cara por completo. Las arrugas de preocupación se suavizaron y, de repente, entendí por qué Diana insistía tanto en que lo conociera.

—Papá —dijo Violeta, jalándole la manga de la camisa—, ¿ya podemos comer? Me estoy muriendo de hambre.

—Sí, mi amor —dijo él, agachándose para darle un beso en la frente—. Vamos a comer.

Improvisamos un picnic en la oficina de obra. Usamos planos viejos como manteles (Mateo aseguró que eran versiones anteriores que ya no servían) y nos sentamos alrededor del escritorio.

Mientras comíamos, las niñas no paraban de hablar. Le contaron con lujo de detalle nuestra “aventura”: cómo convencieron a la señora Ferguson, cómo me encontraron en la cafetería, y cómo Violeta casi tira su chocolate caliente.

Yo observaba a Mateo. Veía cómo escuchaba a sus hijas con una atención absoluta, a pesar de estar agotado. Cómo limpiaba la salsa de la barbilla de Dalia antes de que ella se diera cuenta. Cómo me miraba de reojo, con una mezcla de timidez y curiosidad, como si todavía no pudiera creer que yo estuviera ahí, comiendo tacos en su remolque en lugar de haber huido despavorida.

—Entonces… —dijo él, después de terminarse su tercer taco—, ¿practiqué mi saludo cuatro veces?

—Cinco —corrigió Dalia con la boca llena.

—Y dijiste una grosería al final —le recordé, riendo.

Mateo negó con la cabeza, riendo también. —En mi defensa, estaba muy nervioso. Hace mucho que no… bueno, tú sabes.

—Lo sé —dije suavemente. Las niñas me habían contado lo de su esposa, pero sentí que no era mi lugar mencionarlo todavía.

—Ellas son mi mundo —dijo él, mirando a las gemelas que ahora estaban dibujando mariposas en el reverso de un plano—. Y a veces mi vida es un caos. Como verás.

Señaló el remolque desordenado, su ropa sucia, las niñas con bigotes de salsa.

—Me gustan los caos —respondí, y lo decía en serio—. En mi clínica, a veces tengo tres perros ladrando, un loro cantando ópera y un gato escapándose por la ventana al mismo tiempo. El silencio me pone nerviosa.

Mateo me sostuvo la mirada. —Gracias por venir, Karla. De verdad. No tenías por qué hacerlo. La mayoría de la gente se hubiera ido a los diez minutos.

—Iba a irme a los veinte —confesé—. Pero llegaron los refuerzos.

—Son buenas negociadoras —dijo él con orgullo—. Sacaron eso de su mamá.

El ambiente cambió sutilmente. La mención de ella no se sintió triste, sino como un reconocimiento necesario. Una pieza del rompecabezas que acababa de caer en su lugar.

—Me dijeron que era maravillosa —dije.

—Lo era —asintió Mateo. Su voz no se quebró, pero se volvió más suave—. Se hubiera reído mucho de esto. De hecho, probablemente ella hubiera planeado algo así. Le encantaban las sorpresas y odiaba las cenas formales.

Terminamos de cenar entre risas y anécdotas. Cuando recogimos la basura y nos preparamos para salir, la lluvia había parado por completo. El cielo de la Ciudad de México, usualmente anaranjado por la contaminación y las luces, se veía extrañamente claro.

Caminamos hacia los coches. Mateo cargó a Violeta, que ya se estaba quedando dormida, y tomó a Dalia de la mano.

—Entonces… —dijo él cuando llegamos al auto de la señora Ferguson—. Supongo que esta cuenta como nuestra primera cita. Aunque técnicamente fue un secuestro culinario.

—Técnicamente —acordé—. Pero los tacos estuvieron buenos.

—Los mejores —dijo él—. Pero me gustaría… me gustaría tener una segunda oportunidad. Una donde yo llegue a tiempo. Y donde no haya aserrín en la comida.

Me recargué en la puerta del coche. —¿Estás seguro? Mira que mis expectativas ahora son altas. Superar una cena en una obra va a estar difícil.

—Tengo un as bajo la manga —dijo Mateo, bajando la voz para que las niñas no escucharan, aunque Dalia estaba muy atenta—. Hago unos hot cakes los sábados… dicen los críticos culinarios de mi casa que son legendarios.

—¿De figuras? —pregunté, recordando el dato de inteligencia que me habían dado las gemelas.

Mateo sonrió de lado. —Mariposas. Dinosaurios. Lo que pida el cliente.

—¿Este sábado? —pregunté.

—Este sábado. A las 9:00 AM. En mi casa. Te mando la ubicación. Y prometo, prometo por la vida de mis planos, que estaré ahí. Con la camisa azul planchada otra vez.

—Es una cita —dije.

Mateo acomodó a las niñas en el coche de la señora Ferguson, les dio un beso de buenas noches y luego se volvió hacia mí. Por un segundo, pensé que me iba a besar. Se inclinó ligeramente, invadiendo mi espacio personal de esa forma eléctrica que te hace contener la respiración.

Pero se detuvo. —Ve con cuidado, Karla.

—Tú también, Mateo. Descansa.

Me subí al coche. Mientras nos alejábamos, miré por la ventana trasera. Mateo seguía allí, parado bajo la luz del único farol de la calle, viéndonos partir. Y aunque la noche estaba fría, yo sentía un calorcito en el pecho que me decía que esta historia apenas estaba empezando.

CAPÍTULO 5: HOT CAKES DE MARIPOSA Y EL CÓDIGO SECRETO

El sábado llegó con ese sol brillante y engañoso de la Ciudad de México, de esos que queman la piel pero no calientan el aire.

A las 8:58 AM, estaba parada frente a la puerta de una casa antigua pero bien cuidada en la colonia Del Valle. Sentía un nerviosismo diferente al de la cafetería. Aquella vez eran nervios por lo desconocido; esta vez, eran nervios porque quería que esto funcionara. Traía en las manos una caja de galletas de la pastelería “El Globo”, porque mi mamá me enseñó que nunca se llega a una casa con las manos vacías.

Antes de que pudiera tocar el timbre, la puerta se abrió de par en par.

—¡Llegaste! ¡Llegaste! ¡Llegaste!

Dalia y Violeta estaban ahí, todavía en pijama (unas de unicornios idénticas), gritando como si acabaran de ver a Taylor Swift. Me agarraron de las manos, ignorando la caja de galletas, y me jalaron hacia adentro con una fuerza sorprendente para su tamaño.

—Llevamos despiertas desde las 7:00 —confesó Violeta sin aliento—. Papá dijo que no podíamos llamarte para despertarte, pero nosotras queríamos.

La casa olía a gloria: mantequilla, vainilla y café recién hecho. Era un olor a hogar, cálido y vivido. Había dibujos pegados en el refrigerador con imanes de letras, una canasta con ropa limpia a medio doblar en el sofá y mochilas escolares colgadas en la entrada. No era una casa de revista de arquitectura minimalista; era una casa llena de vida.

Y ahí, en la cocina, estaba Mateo.

Traía la famosa camisa azul, recién planchada otra vez, pero ahora combinada con unos jeans gastados y pantuflas. Tenía una mancha blanca de harina en la mejilla izquierda y el cabello un poco húmedo.

Cuando me vio, sonrió. Y no fue la sonrisa tímida y avergonzada de la obra en construcción. Fue una sonrisa de alivio, de bienvenida.

—Llegaste —dijo él, volteando un hot cake en el sartén.

—Llegué —confirmé, dejando las galletas en la barra—. Y vengo con hambre y altas expectativas sobre esas mariposas comestibles.

—Son las mejores —aseguró Dalia muy seria—. A veces a papá le salen chuecas y parecen murciélagos gordos, pero saben rico.

La mañana fluyó como si nos conociéramos de toda la vida. No hubo silencios incómodos ni esa tensión rara de las “segundas citas”. Mateo servía los hot cakes (que, en efecto, tenían forma de mariposa… más o menos) y las niñas nos contaban sobre sus maestras y sus amigos imaginarios.

Desayunamos en la mesa de la cocina, con los dedos pegajosos de miel maple y risas llenando los espacios vacíos. Yo veía a Mateo en su elemento. La forma en que le limpiaba la cara a Violeta sin dejar de platicar conmigo. Cómo cortaba los hot cakes de Dalia en pedacitos triangulares, aunque ella insistía en que ya era grande y podía sola. La suavidad en sus ojos cada vez que las miraba era algo que no se puede fingir.

Al terminar, Violeta apareció a mi lado con un cepillo rosa y una liga para el cabello. Me miró con esos ojos verdes enormes.

—Los peinados de papá ya son buenos… pero, ¿tú podrías intentar?

Mi corazón se derritió ahí mismo, esparciéndose por el piso de loseta. —Me encantaría.

Me senté en el sofá y Violeta se acomodó entre mis piernas. Empecé a cepillar sus rizos con cuidado. Al otro lado de la sala, Mateo estaba lavando los platos, pero sentí su mirada. Cuando levanté la vista, nuestros ojos se encontraron en el espejo de la sala.

Hubo un intercambio silencioso, tierno y profundo. Él me estaba dejando entrar. No solo a su casa, sino a la rutina sagrada de sus hijas. Peinar a una niña es un acto de intimidad, de confianza.

—Te quedaron bonitas —dijo Violeta tocándose las trenzas francesas que le hice—. Casi tan buenas como las de papá.

—Yo creo que mejores —susurró Mateo, acercándose y secándose las manos con un trapo—. Pero no le digan a mi ego.

Dalia apareció brincando. —¿Podemos llevar a Karla a la fortaleza?

Mateo me miró, dudando un segundo. —Si quieres ir… advertencia: es solo una casita del árbol en el jardín trasero. Las niñas la venden como si fuera el Castillo de Chapultepec.

—¡Es un castillo! —insistió Dalia ofendida.

Salimos al jardín. El aire estaba fresco. En un enorme fresno al fondo del patio, había una casita de madera. Se notaba que estaba hecha a mano, con amor, tabla por tabla. Tenía una escalera de cuerda y una ventanita chueca.

—Tienes que saber la contraseña —me susurró Violeta al pie del árbol.

Me agaché a su altura. —¿Cuál es la contraseña?

Las gemelas se miraron, decidiendo si yo era digna de tal secreto de estado. Finalmente, Dalia se acercó a mi oído.

Los ángeles de mamá.

Repetí la frase en voz baja, sintiendo el peso de esas palabras. —Los ángeles de mamá.

Las niñas sonrieron y subieron como changuitos por la cuerda. Yo las seguí, y Mateo subió al último. Adentro era pequeño pero acogedor, con cojines en el suelo y dibujos pegados en las paredes, casi todos de mariposas y arcoíris.

Y en una esquina, en un pequeño estante hecho a medida, había una foto enmarcada.

Era una mujer hermosa, joven, con el mismo cabello rizado y los mismos ojos verdes que las niñas. Sonreía a la cámara con una luz que traspasaba el papel.

—Esa es mamá —dijo Dalia con sencillez.

Sentí un nudo en la garganta. —Era preciosa.

—Papá construyó esto el verano después de que ella se fue —explicó Violeta—. Trabajaba todos los fines de semana martillando. Nosotras le pasábamos los clavos.

Mateo estaba recargado en el marco de la puerta, mirando la foto, y luego a mí. —Necesitaba construir algo —dijo con voz suave—. Algo que se quedara. Algo sólido donde ellas pudieran sentirse seguras cuando yo sentía que todo se derrumbaba.

Nos quedamos en silencio un momento, los cuatro en esa casita de madera suspendida entre las ramas. No se sentía triste. Se sentía… completo. Como si el amor que esa mujer dejó hubiera sido tan grande que todavía alcanzaba para llenar los espacios, incluso para darle la bienvenida a alguien nuevo.

CAPÍTULO 6: EL PRIMER BESO Y LAS OFRENDAS

Pasaron tres meses. Tres meses que se sintieron como pasar las páginas de mi libro favorito, donde cada capítulo es mejor que el anterior.

Ya no eran solo citas de café. Eran partes de una vida compartida. Fui a verlas al festival de primavera de la escuela. Me senté en primera fila junto a Mateo, y los dos gritamos como locos cuando salieron vestidas de abejitas, bailando descoordinadas pero felices. Sentí la mano de Mateo buscar la mía en la oscuridad del auditorio, apretándola suavemente en un “gracias por estar aquí” que no necesitó palabras.

Empecé a llevarle café y tortas a sus obras. Sus albañiles y maestros de obra ya me saludaban por mi nombre: “¡Ya llegó la patrona!”, gritaban, y Mateo se ponía rojo, pero sonreía como un adolescente.

Llegó noviembre, y con él, el Día de Muertos. Esa fue la prueba de fuego.

Fui a su casa el 1 de noviembre para ayudar a poner la ofrenda. Era un territorio sagrado. Las niñas estaban emocionadas, cortando papel picado naranja y morado. Mateo sacó las cajas con las decoraciones.

—¿Te molesta? —me preguntó él, sosteniendo la foto de su esposa antes de ponerla en el altar. Me miraba con miedo, miedo a que yo sintiera celos de un fantasma.

Le tomé la mano, esa mano grande y rasposa de arquitecto. —Mateo, ella es parte de quienes son ustedes. Si no la amaras todavía, no serías el hombre del que me estoy… —me detuve, sintiendo que me sonrojaba—, el hombre que me gusta tanto.

Mateo exhaló, como si hubiera estado conteniendo la respiración por dos años. Colocamos la foto juntos, en el nivel más alto, rodeada de flores de cempasúchil que inundaban la casa con su aroma inconfundible. Las niñas pusieron calaveritas de azúcar con sus nombres y un plato con el mole que, según me contaron, era el favorito de su mamá.

—Ella te hubiera amado —me dijo Mateo esa noche, mientras veíamos las velas parpadear en la ofrenda—. Le caías bien a muy poca gente al principio, era muy selectiva. Pero contigo… contigo hubiera hecho una excepción.

Esa noche me quedé a cenar pan de muerto con chocolate caliente. Vimos la película de Coco (por enésima vez, según las niñas) y las dos se quedaron dormidas en el sofá, una encima de la otra, con las bocas manchadas de chocolate.

Mateo y yo nos quedamos ahí, en la penumbra de la sala, iluminados solo por la luz de la ofrenda y la televisión. Él pasó su brazo por encima de las niñas para tomar mi mano. Entrelazamos los dedos. Se sentía correcto. Se sentía como llegar a casa después de un viaje muy largo.

Nuestro primer beso no fue en una cena romántica en Polanco, ni bajo la Torre Eiffel. Fue dos semanas después, en una noche helada de diciembre, de esas que calan en la Ciudad de México por los frentes fríos.

Habíamos ido al parque a pasear a mi perro y a que las niñas corrieran. Al volver a su casa para dejarlos, las niñas subieron corriendo porque les urgía ir al baño.

Mateo y yo nos quedamos en el porche de la entrada. El vapor salía de nuestras bocas al hablar. Yo traía una chamarra gruesa y él se estaba frotando los brazos.

—No quiero que te vayas —dijo él, recargándose en el marco de la puerta.

—Yo tampoco me quiero ir —admití. Mi coche estaba estacionado enfrente, pero mis pies parecían clavados al piso de su entrada.

Mateo dio un paso hacia mí. Levantó la mano y me acomodó un mechón de cabello detrás de la oreja. Su mano estaba fría por el clima, pero su toque quemaba. Se quedó ahí, con la palma rozando mi mejilla, su pulgar acariciando suavemente mi pómulo.

—¿Puedo…? —empezó a preguntar, con la voz ronca.

No lo dejé terminar. Me puse de puntitas y lo besé.

Fue un beso suave al principio, tentativo. Como probando el terreno, pidiendo permiso. Pero cuando sus manos bajaron a mi cintura y me pegaron a él, el beso cambió. Se volvió seguro, inevitable. Sabía a café, a frío de invierno y a promesa.

Mi corazón latía tan fuerte que pensé que él podía sentirlo a través de mi chamarra. Cuando nos separamos, ambos estábamos respirando agitados. Mateo pegó su frente con la mía, con los ojos cerrados.

—Me estoy enamorando de ti, Karla —susurró, y las palabras flotaron en el aire frío entre nosotros—. Y me aterra.

—Yo ya estoy ahí, Mateo —le respondí en un susurro—. Y a mí también me da miedo.

—Dicen que si da miedo es porque vale la pena —dijo él, abriendo los ojos. Esos ojos verdes me miraban con una intensidad que me hizo temblar las rodillas.

—Sí —dije—. Vale toda la pena.

Arriba, en la ventana del segundo piso, ninguna de los dos notó que la cortina se movía ligeramente. Dos pares de ojos nos observaban con sonrisas triunfantes.

—Papá está feliz otra vez —susurró Violeta.

—Lo hicimos bien —confirmó Dalia, chocando la mano con su hermana—. Misión cumplida.

CAPÍTULO 7: EL PLAN MAESTRO DE LAS GEMELAS (Y UN ANILLO)

Seis meses después de que dos niñas chinas irrumpieran en mi vida con la fuerza de un huracán categoría 5, Mateo se encontraba parado en la puerta de esa misma cafetería en Coyoacán.

Pero esta vez, no estaba sucio de la obra. Llevaba un traje gris impecable, se había puesto loción (olía increíble) y tenía una mano metida en el bolsillo, aferrando una cajita de terciopelo azul como si fuera su salvavidas en medio del Titanic. Su corazón latía tan fuerte que temía que se le fuera a notar a través del saco.

Las “autoras intelectuales” del plan, Dalia y Violeta, estaban supuestamente en “noche de chicas” con la señora Ferguson viendo películas. En realidad, estaban escondidas en la cocina del local (porque, por supuesto, se habían hecho amigas del dueño) esperando la señal.

Mateo me había citado ahí con una excusa barata: “Se me quedó la cartera el día que nos conocimos, ¿me acompañas a ver si la tienen en objetos perdidos?”. Una mentira terrible, considerando que habían pasado seis meses, pero yo acepté porque, sinceramente, iría con él hasta al infierno si me lo pidiera.

Cuando entré, la campanita sonó. Ese sonido que seis meses atrás marcó el inicio de mi ansiedad, ahora sonaba a música.

Mateo estaba sentado en nuestra mesa. La de la esquina.

—Hola —dijo, poniéndose de pie tan rápido que casi tira la silla.

—Hola, guapo —le sonreí, sentándome frente a él—. ¿Nervioso por la cartera perdida imaginaria?

Él soltó una risa nerviosa. —Karla, tú sabes que no hay cartera, ¿verdad?

—Lo sospechaba —admití, recargando la barbilla en mi mano—. Pero me dio curiosidad saber por qué me trajiste al lugar del crimen.

Mateo respiró hondo. Sus manos temblaban ligeramente sobre la mesa de madera.

—Hace seis meses —empezó, su voz un poco quebrada—, debía estar sentado aquí a las 6:30. Llegué 17 minutos tarde. O bueno, ni siquiera llegué. Pensé que había arruinado la mejor oportunidad de mi vida antes de que empezara.

Me quedé callada, sintiendo cómo el ambiente cambiaba, cargándose de electricidad.

—Pensé que mi vida ya estaba escrita —continuó él, mirándome directo a los ojos—. Pensé que mi historia de amor ya se había contado y que había tenido un final triste. Que mi único trabajo ahora era ser papá y trabajar hasta caer rendido para no pensar.

Estiró la mano y tomó la mía. Su palma estaba sudada, pero su agarre era firme.

—Pero dos niñas desobedientes tenían otros planes. Ellas cruzaron esa puerta con la misión de salvarme. Y te encontraron a ti.

Sentí que mis ojos se llenaban de lágrimas.

—Karla… ellas me trajeron de vuelta a la vida. Pero tú… tú me enseñaste cómo vivirla. Me diste permiso de ser feliz otra vez sin sentir culpa. Me enseñaste que el corazón no se divide, se expande. Que amar a alguien nuevo no significa traicionar a quien se fue.

Mateo sacó la cajita de terciopelo del bolsillo. Me llevé las manos a la boca, ahogando un sollozo.

—Llegaste a nuestras vidas cuando más te necesitábamos —dijo él, abriendo la caja. Adentro había un anillo sencillo, elegante, con una piedra que brillaba bajo la luz cálida de la cafetería—. Amaste a mis hijas como si fueran tuyas. Llenaste la casa de luz. Hiciste que los hot cakes de mariposa supieran mejor. Tú… tú eres mi segunda oportunidad, Karla. Y no quiero desperdiciar ni un segundo más.

Se levantó, rodeó la mesa y se arrodilló sobre el piso de mosaico. La cafetería entera se quedó en silencio.

—Karla, ¿te casarías conmigo? ¿Con nosotros?

Las lágrimas ya corrían libremente por mis mejillas, arruinando mi maquillaje, pero no me importaba. Asentí frenéticamente, incapaz de hablar. —Sí… ¡Sí! ¡Mil veces sí!

Mateo deslizó el anillo en mi dedo. Me quedaba perfecto. Se levantó y me besó, y escuchamos los aplausos de los demás clientes.

Pero entonces, el grito de guerra interrumpió el momento romántico.

—¡DIJO QUE SÍ! ¡LO SABÍAMOS!

Dalia y Violeta salieron disparadas de la cocina, con la señora Ferguson intentando (y fallando) detenerlas. Se estrellaron contra nuestras piernas en un abrazo colectivo, una maraña de brazos, risas y llanto.

—¡Nosotras escogimos el anillo! —gritó Dalia, saltando—. ¿Te gusta? ¡Brilla mucho!

—¡Es perfecto! —lloré, agachándome para abrazarlas a las dos—. Las amo, mocosas. Las amo con todo mi corazón.

—Y nosotras a ti, mamá Karla —susurró Violeta.

El tiempo se detuvo. Era la primera vez que me llamaban así. Mateo me miró sobre las cabezas de sus hijas, con los ojos rojos y una sonrisa que iluminaba todo Coyoacán. En ese momento, en esa cafetería donde todo había empezado con una silla vacía, supe que mi vida estaba completa.

CAPÍTULO 8: LA PROMESA DEL JARDÍN

Un año después, en un sábado perfecto de octubre, me encontraba parada en el jardín trasero de la casa de Mateo. Bueno, nuestra casa.

No quisimos un salón elegante ni una fiesta masiva. Queríamos hacerlo ahí, en el lugar donde habíamos construido nuestra rutina, bajo la sombra del fresno y la casita del árbol.

Había unas cuarenta personas: familia, amigos cercanos y, por supuesto, la señora Ferguson, que estaba en primera fila llorando en un pañuelo de encaje.

El jardín estaba decorado con guías de luces y flores blancas. Pero el detalle más importante estaba en la primera fila. Había una silla vacía. Sobre el asiento, Dalia y Violeta habían colocado un ramo de rosas blancas y una foto pequeña.

Era el lugar de su mamá. Fue idea de Mateo, y yo estuve de acuerdo sin dudarlo. Ella siempre sería parte de esto. Ella era los cimientos sobre los que esta familia se había mantenido en pie hasta que yo llegué para ayudar a construir el resto.

La música empezó a sonar. No era la marcha nupcial tradicional, sino una versión acústica de “Remember Me”, la canción que Mateo les cantaba a las niñas para dormir.

Dalia y Violeta caminaron primero hacia el altar improvisado frente al árbol. Llevaban vestidos color lila (porque insistieron en que el blanco era aburrido) y coronas de flores en sus rizos. Se veían hermosas, enormes, felices. Se pararon una a cada lado del juez, esperándonos.

Luego caminé yo. Mi papá me llevaba del brazo, pero mis ojos solo veían a Mateo. Estaba parado ahí, esperándome. Se veía guapísimo, pero lo que me atrapó fue la expresión de su cara. Era de pura devoción. De paz absoluta.

Cuando llegué a su lado, me tomó las manos. —Te ves… wow —susurró.

La ceremonia fue breve, pero cuando llegó el momento de los votos, saqué un papelito arrugado de mi bolsillo.

—Yo no busqué esto —empecé, y mi voz tembló un poco—. Fui a una cafetería buscando una cita y encontré una familia. Encontré a dos pequeñas casamenteras que me rescataron.

Me giré hacia las gemelas. —Dalia, Violeta… gracias por escogerme. Gracias por compartir a su papá conmigo. Prometo amarlas, cuidarlas, y seguir intentando hacer trenzas decentes aunque nunca me queden tan bien como a él. Prometo honrar a su mamá cada día, recordándoles lo mucho que las amaba.

Las niñas corrieron a abrazarme en medio de la ceremonia, rompiendo todo protocolo, y todos los invitados rieron entre lágrimas.

Luego miré a Mateo. —Y tú… tú me enseñaste que el amor no siempre llega a tiempo. A veces llega 17 minutos tarde, con manchas de cemento y dos niñas de la mano. Me enseñaste que las segundas oportunidades existen y que son incluso más dulces que las primeras, porque ya sabemos lo que es perder y valoramos lo que es encontrar. Te amo, Mateo. Para siempre.

Mateo tuvo que tomar aire un par de veces antes de poder hablar. —Karla, tú entraste a una casa donde reinaba la tristeza y abriste todas las ventanas. Me diste permiso de amar otra vez. Me enseñaste que el corazón es una casa con muchas habitaciones, y que siempre hay espacio para más amor. Prometo cuidarte, respetarte y nunca, nunca volver a llegar tarde a una cita contigo.

Cuando el juez nos declaró marido y mujer, y nos besamos, las niñas lanzaron pétalos de flores al aire y gritaron: —¡VIVAN LOS NOVIOS!

La fiesta fue mágica. Comimos tacos al pastor (obviamente, tenía que ser así) y bailamos bajo las estrellas hasta que nos dolieron los pies.

En un momento de la noche, me alejé un poco del bullicio. Me acerqué al árbol, mirando la casita de madera y la silla vacía con las rosas blancas. El viento movía suavemente las hojas.

—Gracias —susurré al viento—. Gracias por criar a estas almas tan bellas. Gracias por enseñarle a él a amar tan bonito. Te prometo que las voy a cuidar con mi vida.

Sentí unos brazos rodearme por la cintura desde atrás. Mateo recargó su barbilla en mi hombro. —¿Hablando con ella?

—Dándole las gracias —dije.

—Ella estaría feliz —dijo Mateo, besando mi mejilla—. Estaría feliz de vernos así.

Nos quedamos ahí un momento, viendo a Dalia y Violeta correr por el jardín con sus vestidos de fiesta, persiguiendo luciérnagas.

A veces, el amor no llega como lo esperas. No llega en un caballo blanco ni en un coche deportivo. A veces llega tarde. A veces llega con caos, con niños, con duelos no resueltos y con miedo.

A veces, las mejores cosas de la vida llegan envueltas en una crisis de cimientos y una cena de tacos fríos en una obra en construcción. Y esa es la cosa con las segundas oportunidades: no siempre llegan cuando las planeas en el calendario. Pero cuando llegan, si tienes el valor de decir que sí al desastre hermoso que traen consigo… ahí es donde empieza la verdadera historia.

Y la nuestra, apenas comenzaba.

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