
PARTE 1: El Espejo del Pasado
Capítulo 1: El Ascenso al Piso 35
El ascensor subía con una velocidad que cortaba la respiración por el edificio de cristal, un gigante que reflejaba el cielo azul y caótico de la Ciudad de México. Era el Piso 35. La sede de Arteaga y Asociados, el bufete más prestigioso y temido de la capital.
Sofía Méndez, a sus veintitantos, apretó la carpeta con su currículum. Sentía un hueco en el estómago. Este trabajo no era solo un escalón profesional; era la única esperanza para pagar las medicinas de su madre. La única.
“Piso 35. Arteaga y Asociados,” anunció la voz metálica del elevador.
Sofía respiró hondo, alisó su falda negra —la única formal que tenía— y caminó sobre el mármol, donde sus tacones resonaron, un sonido minúsculo en aquel templo de poder. El lujo era discreto, pero lo gritaba todo: éxito, dinero, influencia.
“Buenos días, soy Sofía Méndez, la nueva secretaria del licenciado Arteaga,” dijo con una seguridad que estaba a kilómetros de distancia de lo que sentía.
La recepcionista, una mujer de peinado impecable, la miró por encima de sus lentes. “Llegas justo a tiempo. El licenciado detesta los retrasos. Carmen te está esperando. Ella te explicará tus funciones.”
Sofía siguió a Carmen, una mujer de rostro amable pero con una mirada que ya había visto mucho, a través de pasillos donde abogados con trajes de miles de pesos susurraban sobre casos que cambiaban fortunas. Era un mundo completamente ajeno al suyo, donde cada quincena era una batalla para subsistir en su modesto barrio.
“El licenciado Fernando Arteaga es muy, muy exigente,” le explicó Carmen mientras le mostraba un escritorio impecable. “Puntualidad perfecta, organización impecable y discreción absoluta. Nunca, jamás, le interrumpas cuando esté en una llamada importante.”
Sofía asentía, grabando cada instrucción. “¿Cuándo lo conoceré?”
“Ahora mismo te está esperando para darte tus primeras instrucciones.” Carmen bajó la voz hasta un susurro. “No te asustes si parece frío. Así es con todos. Pero es justo.”
El despacho del licenciado Fernando Arteaga era la materialización de la intimidación: grandes ventanales con una vista que abarcaba toda la ciudad, libreros de madera oscura y un escritorio imponente.
Detrás de él, un hombre de 53 años firmaba documentos sin levantar la mirada. Su cabello entrecano y su traje a medida gritaban autoridad.
Cuando finalmente alzó los ojos, Sofía sintió un escalofrío inexplicable. Eran ojos grises, penetrantes, y curiosamente, tristes.
“Señorita Méndez,” dijo con voz grave, “siéntese, por favor.”
Sofía obedeció, notando que él apenas la miraba directamente. “Su currículum es modesto, pero las referencias de la universidad son excelentes. Espero que demuestre la misma dedicación aquí.”
“No le fallaré, licenciado.”
Fernando comenzó a explicar sus responsabilidades, pero Sofía ya no podía concentrarse. Sus ojos se habían fijado en algo sobre el escritorio, algo que le robó el aliento.
Capítulo 2: La Foto que lo Detuvo Todo
En un elegante marco de plata, descansaba una fotografía descolorida por el tiempo.
Una niña de unos cuatro años, con un vestido blanco de encaje, sostenía un girasol gigante.
Era ella.
El mundo pareció detenerse, y el sonido de la ciudad en el Piso 35 se apagó. El mismo vestido blanco que su madre guardaba como un tesoro. El mismo girasol que había recogido aquel día en el parque. La misma, idéntica, foto que su madre atesoraba, hasta la pequeña mancha en la esquina inferior.
“¿Está escuchando, señorita Méndez?” La voz del licenciado la devolvió bruscamente a la realidad.
A Sofía le faltaba el aire. Sus piernas temblaban bajo el escritorio. “Disculpe, yo…” balbuceó, incapaz de apartar la mirada del marco.
Fernando siguió su mirada y, al darse cuenta de lo que observaba, su rostro se endureció. Una sombra de dolor cruzó fugazmente por sus ojos grises.
“¿Se siente bien? Está pálida.”
Sofía señaló la fotografía con dedos temblorosos. “Esa foto… ¿puedo preguntar quién es?”
El licenciado Arteaga guardó silencio unos segundos. Cuando habló, su voz sonaba diferente, casi rota. “Es una fotografía personal. No tiene importancia.”
Pero la tenía, y ambos parecían saberlo.
“Puede retirarse. Carmen le explicará el resto de sus funciones,” dijo Fernando, dando la reunión por terminada.
Sofía pasó el resto del día en piloto automático. Al salir del edificio, ya anochecía. Tomó el Metro repleto de gente, luego un “pesero” que la dejó a tres cuadras de su modesto hogar. Durante todo el trayecto, la imagen del marco de plata no abandonó su mente.
Encontró a su madre, Isabel, de 51 años, en la cocina. El cansancio de la enfermedad se disimulaba con una sonrisa dulce.
“¿Cómo te fue, mi hijita?” preguntó.
“Bien, creo,” respondió Sofía dejando su bolso sobre la mesa.
Isabel la miró detenidamente. Conocía cada gesto de su hija. “¿Qué pasó? Te noto rara.”
Sofía se sentó y aceptó la taza de té. “El licenciado Arteaga tiene una foto mía en su escritorio.”
La taza que Isabel sostenía se estrelló contra el suelo, rompiéndose en pedazos.
“¿Qué dices?” Susurró Isabel, el rostro blanco como el papel.
“La foto del girasol, mamá. La que tienes guardada en tu caja. Es exactamente la misma.”
Isabel se apoyó en la mesa. Sus ojos se llenaron de lágrimas. “No es posible,” murmuró. “No puede ser él.”
“¿Conoces al licenciado Arteaga, mamá?” preguntó Sofía, cada vez más confundida.
Isabel no respondió. Se levantó lentamente y caminó hasta su habitación. Sofía la siguió mientras su madre sacaba una pequeña caja de metal de debajo de la cama. Abrió la cerradura con una llave diminuta. Dentro, junto a cartas amarillentas y un mechón de cabello infantil, estaba la fotografía. Idéntica.
Isabel tomó la foto. “Hay algo que nunca te he contado sobre tu padre, Sofía,” dijo finalmente con la voz quebrada por 26 años de silencio. “Es hora de que sepas la verdad.”
Sofía se sentó en el borde de la cama, observándola. Nunca la había visto tan frágil.
“¿Mi padre?” Sofía apenas podía pronunciar la palabra. “Siempre me dijiste que murió antes de que yo naciera.”
Isabel negó con la cabeza, las lágrimas brotando. “Era más fácil decir eso que explicarte la verdad, mi amor. Tu padre no murió, Sofía. Tu padre es Fernando Arteaga.“
El silencio que siguió fue un grito mudo.
Sofía se levantó de golpe. “¡El licenciado Arteaga! ¡Mi jefe! ¡No puede ser!” exclamó. “¿Cómo es posible? ¿Por qué nunca me lo dijiste?”
“Porque Fernando Arteaga me lo quitó todo, menos a ti,” respondió Isabel con una amargura que Sofía jamás había escuchado. “Y temía que si lo buscabas, también te perdería a ti.”
Isabel respiró hondo y comenzó a relatar una historia que había mantenido enterrada. “Yo tenía 24 años y trabajaba como empleada doméstica en la mansión de los Arteaga, allá en las Lomas. Fernando acababa de casarse con Verónica Montero, hija de una familia adinerada. Un matrimonio arreglado. Él estaba construyendo su carrera y necesitaba los contactos de los Montero.”
Sofía la observaba. Las luces de la ciudad parpadeaban afuera.
“Su matrimonio era una farsa. Ella tenía sus amantes, y él me encontró a mí. Nos enamoramos… o eso creí. Casi un año vivimos en una burbuja. Me hacía sentir que importaba, que no era solo la muchacha que limpiaba su casa.”
Isabel volvió a sentarse, con la voz apenas un susurro. “Cuando quedé embarazada, todo cambió. Al principio, Fernando parecía feliz. Hablaba de divorciarse, de empezar una nueva vida. Hasta me llevó a tomar esa fotografía, la del girasol. Fue el día que me prometió que seríamos una familia.”
“¿Qué pasó después?” preguntó Sofía, con un nudo en la garganta.
“Verónica descubrió lo nuestro. No le importaba la aventura, sino el escándalo. Que su marido prefiriera a la sirvienta, y menos aún que esa sirvienta esperara un hijo suyo. Me enfrentó. Me dijo que si no desaparecía, se encargaría de que Fernando perdiera todo: su carrera, su reputación, todo por lo que había trabajado. Luego le dio el mismo ultimátum a él.”
“Y él eligió su carrera en lugar de nosotras,” concluyó Sofía con rabia.
“Sí,” asintió Isabel. “Fernando vino a verme esa noche. Estaba destrozado, pero su decisión estaba tomada. Me entregó dinero suficiente para comenzar en otro lado. Dijo que lo sentía, que no podía arriesgar todo por lo que había luchado.”
“¡Qué cobarde! Nos abandonó,” estalló Sofía.
“Yo tampoco fui valiente,” confesó Isabel. “Acepté el dinero y me fui sin luchar. Estaba asustada, embarazada y sola. Después de que naciste, le escribí. Le envié tu fotografía, la misma que tiene en su despacho. Le supliqué que al menos te conociera. Pero nunca recibí respuesta. Varias cartas más durante los primeros años y nada. Dejé de intentarlo. Decidí que era mejor decirte que tu padre había muerto.”
Sofía se dejó caer en una silla, abrumada. Toda su vida había sido una mentira.
“No puedo creerlo. Y ahora trabajo para él. ¡Me vio hoy y ni siquiera me reconoció!”
“Han pasado 26 años, mi hijita. Eras una bebé. Y llevas un apellido diferente. No hay forma de que supiera quién eres,” dijo Isabel.
“Pero tiene mi foto,” insistió Sofía. “La conservó todos estos años.” Una pequeña chispa de esperanza se encendió en los ojos de Isabel. “¿De verdad, después de tanto tiempo?”
“Sí. Y cuando la señalé, su mirada era de un dolor terrible. Ahora todo tiene sentido.”
“¿Qué debo hacer ahora, mamá?”
Isabel le tomó las manos. “Eso depende de ti, mi amor. Puedes renunciar mañana mismo y olvidar todo esto… o…”
“¿O qué?”
“O puedes quedarte y descubrir quién es realmente Fernando Arteaga. Necesitamos el dinero para mis medicinas, y quiero entender por qué conservó esa foto si fue capaz de abandonarnos.”
“No busques venganza, Sofía. El rencor te envenena.”
“No es venganza, mamá. Es justicia. Merezco saber la verdad completa.”
Mientras tanto, en una lujosa mansión, Verónica Arteaga miraba pensativa por la ventana. El chófer había comentado sobre la “nueva secretaria guapa” y cómo Fernando se había quedado “como piedra” al verla. “Sofía Méndez,” murmuró el nombre. Se dirigió al despacho de su marido. Tenía un presentimiento y sus presentimientos rara vez fallaban. Mañana, haría una visita. Quería conocer a esa tal Sofía Méndez.
PARTE 2: La Confrontación de la Verdad

Capítulos 3 y 4: Un Juego de Sombras y Secretos
La mañana siguiente, Sofía llegó temprano. Cada paso en aquel edificio tenía un nuevo significado. No era una empleada, era la hija secreta.
Carmen la recibió con una sonrisa y un folder. “El licenciado quiere que organices estos expedientes. Son casos importantes, así que ten cuidado.”
“El licenciado ya llegó?”
“Siempre es el primero. Nunca se casa, nunca tiene hijos,” Carmen bajó la voz. “Solo vive para este despacho y para complacer a esa mujer, Doña Verónica, la reina del hielo. Un témpano con joyas. Nunca los he visto darse un beso de verdad. Pero no andes repitiendo eso si quieres durar aquí.”
A las 10, Fernando la llamó a su despacho. Sofía entró con el corazón desbocado.
“Buenos días, licenciado.”
“Siéntese, señorita Méndez. Carmen me dice que ha organizado los expedientes Montero en tiempo récord. Me gusta ser eficiente.”
Ella lo observó con nuevos ojos. Ahora podía ver el parecido: los mismos ojos grises, la forma de su nariz. ¿Cómo no lo había notado antes?
“Hay un caso importante que requiere atención inmediata,” continuó Fernando. Sus dedos se rozaron brevemente cuando él le entregó el expediente, un contacto que envió una corriente eléctrica por la columna de Sofía. Su padre. Su sangre corría por sus venas, y él ni siquiera lo sabía.
A la hora del almuerzo, un hombre joven, atractivo, se presentó: “Soy Joaquín Vega, socio junior.”
“Mucho gusto,” respondió ella.
“Veo que estás con el caso Rivera. Es complicado. ¿Te gustaría discutirlo durante el almuerzo? Conozco un lugar aquí cerca.”
Sofía aceptó. Quizás Joaquín podría darle información sobre Fernando.
En el restaurante, Joaquín comentó: “Fernando nunca contrata a nadie sin experiencia, pero pareces haberlo impresionado.”
“El licenciado Arteaga es tan exigente como dicen?” preguntó Sofía.
“Es una leyenda legal, pero un hombre solitario. Todos lo respetan, pocos lo conocen realmente. Excepto, quizás, Doña Verónica. Ella es influyente. Su familia aportó el capital inicial y ella nunca deja que nadie lo olvide. Te daré un consejo: mantente en su lado bueno. Ha destruido carreras con una simple llamada.”
Al regresar a la oficina, la conmoción los recibió. Una mujer elegante, de unos 50 años, avanzaba por el pasillo como si fuera la dueña del lugar.
“Doña Verónica,” murmuró Joaquín, tensándose.
Sofía sintió que el aire abandonaba sus pulmones. Ahí estaba la mujer que había roto a su familia, la causante de 26 años de ausencia. Alta, delgada, con una elegancia fría.
“Licenciado Vega,” saludó Verónica con una sonrisa que no llegaba a sus ojos. “¿Y esta jovencita es Sofía Méndez, la nueva secretaria?”
“Así es, señora,” dijo Joaquín.
Los ojos de Verónica examinaron a Sofía con una intensidad perturbadora. Por un instante, Sofía temió que la reconociera. “Interesante,” murmuró. “Fernando no suele contratar caras nuevas. Espero que aprecie la oportunidad, señorita Méndez. No todos tienen la suerte de empezar desde tan arriba.”
Había un veneno sutil, amenazador, en su tono.
Cuando Verónica se alejó hacia el despacho de Fernando, Carmen apareció. “Veo que ya conociste a la Reina de Hielo. Y parece que te ha notado. Ten cuidado, muchacha. Doña Verónica no visita el bufete a menos que huela sangre. Y nunca se fija en las secretarias, a menos que representen una amenaza.”
Días después, la tormenta empezó a gestarse. Sofía notó que los documentos desaparecían, que las reuniones se cancelaban sin avisar. Un día, un informe crucial apareció con errores de transcripción que ella no había cometido.
“Alguien quiere que parezca incompetente,” le confió a Carmen.
“Doña Verónica ha estado visitando más seguido. Y siempre pregunta por ti,” susurró Carmen.
Esa tarde, Fernando la llamó a su despacho. “Señorita Méndez, ¿ha notado algo inusual?”
La pregunta la tomó por sorpresa. “¿No entiendo a qué se refiere?”
Fernando se acercó, bajando la voz. “Los documentos extraviados, las reuniones canceladas, los errores misteriosos. Llevo 30 años dirigiendo este bufete. Reconozco un sabotaje cuando lo veo. Y conozco a mi esposa.“
Un silencio cargado. “¿Por qué me dice esto?”
“Porque quiero que sepa que estoy al tanto. Y que no la considero responsable.” Sus ojos se encontraron, una mezcla de protección y remordimiento. “Le daré una semana más. Si estos incidentes continúan, tendremos que reconsiderar su posición.”
Al salir, se encontró con Joaquín. “¿Problemas en el paraíso?”
“Nada que no pueda manejar.”
“Sabes, podría ayudarte. Conozco bien a los jugadores principales. ¿Qué tal si lo discutimos durante la cena?”
“Gracias, pero tengo que visitar a mi madre en el hospital.”
“Lo siento, no sabía que estaba enferma. ¿Cáncer? Es un tratamiento costoso.” Algo en su tono era demasiado directo.
“Sobreviviremos,” respondió Sofía evasivamente.
Esa noche, Isabel le dio una nueva revelación.
“Fernando nunca supo que yo estaba embarazada,” confesó Isabel, con dificultad. “Me fui antes de decírselo. Le escribí después. Le envié tu foto. Pero nunca respondió. Y ahora me pregunto si alguna vez recibió esas cartas… y si Verónica no las interceptó.”
La cabeza de Sofía daba vueltas. El odio se transformaba en duda.
La oportunidad de preguntar llegó al día siguiente. Fernando estaba en su despacho.
“Licenciado, ¿puedo hacerle una pregunta personal? La fotografía en su escritorio. ¿Quién es?”
Fernando la miró. El dolor era puro, sin filtrar. “Alguien que perdí hace mucho tiempo. Alguien a quien nunca llegué a conocer.”
Antes de que Sofía pudiera reaccionar, Verónica entró como una bala.
“¿Interrumpo algo?” preguntó con falsa dulzura.
“La señorita Méndez me entregaba un documento,” respondió Fernando.
“¡Qué eficiente! Aunque parece que últimamente hay muchos errores en tu trabajo, ¿no es así, querida?”
Mientras Sofía se dirigía a la puerta, escuchó a Verónica decir: “¿No crees que deberías reconsiderar su contratación? Quizás cometiste un error.”
Y la respuesta de Fernando, que resonó en el alma de Sofía: “No, Verónica. El único error que cometí fue hace 26 años, y no pienso repetirlo.”
Capítulos 5 y 6: El Sabotaje y la Duda
Las semanas siguientes transcurrieron en una tensión silenciosa. Sofía se había adaptado con una eficiencia que molestaba a sus enemigos. Fernando, a pesar de los incidentes de sabotaje, seguía asignándole tareas cruciales. “Tienes un don natural para esto,” le comentó una tarde, con un tono que sonó a orgullo reprimido. “Deberías estudiar Derecho.”
“Lo pensé,” respondió Sofía, “pero las circunstancias no lo permitieron. Mi madre enfermó.”
Algo se movió en la expresión de Fernando. “Es admirable cómo cuidas de ella,” dijo en voz baja.
Estos pequeños momentos de conexión se volvieron más frecuentes. Sofía lo sorprendía observándola, y ella a él. Buscaba en sus gestos la huella de la cobardía, pero solo encontraba un hombre solitario, con una profunda tristeza.
Pero esta calma era solo la superficie. Una mañana, la recepcionista le informó: “Doña Verónica ha contratado a un investigador privado. La escuché hablar por teléfono. Está buscando conexiones entre usted e Isabel.”
El cerco se cerraba. Pronto, Verónica tendría la prueba de que ella era la hija secreta. “Necesito hablar con Fernando antes de que ella lo haga,” decidió Sofía.
“No, todavía no,” la detuvo Carmen, la secretaria veterana, aliada inesperada. “Necesitamos pruebas de que Verónica interceptó las cartas. Solo así Fernando comprenderá toda la verdad. Y yo conozco esta oficina mejor que nadie.”
Mientras Carmen buscaba, Sofía se enfrentaba a Joaquín en la cafetería. “He estado pensando en tu situación,” le dijo él, con un tono de preocupación. “Hay un puesto vacante en el departamento legal de Grupo Montero. El salario es el doble de lo que ganas aquí. Sé que necesitas el dinero para tu madre.”
Sofía sintió un escalofrío. Verónica no solo quería destruirla; quería comprar su silencio, alejarla de Fernando con el dinero que tan desesperadamente necesitaba.
“¿Has estado investigándome?” preguntó Sofía.
“Digamos que me intereso por ti. Es una gran oportunidad.”
“Lo pensaré,” respondió, sintiendo el peso de la tentación.
Esa noche, en el hospital, Isabel le reveló más sobre su culpa. “Nunca le dije a Fernando que estaba embarazada. No tuve el valor. Me fui antes de decírselo.”
“¿Qué estás diciendo? ¡Fernando nunca supo que yo existía!”
“No lo sé con certeza, mi amor. Le escribí después. Pero ahora me pregunto si alguna vez recibió esas cartas. Por eso creo que debes hablar con él. Hay partes de esta historia que ni yo comprendo.”
Sofía regresó al despacho con una nueva determinación. A la mañana siguiente, entró al despacho de Fernando.
“Licenciado, ¿puedo hacerle una pregunta personal? La fotografía en su escritorio. ¿Quién es?”
Fernando tomó el marco entre sus manos. “Alguien que perdí hace mucho tiempo. Alguien a quien nunca llegué a conocer.”
Antes de que pudiera procesar el significado de esas palabras, Verónica entró, letal y elegante.
“¿No crees que deberías reconsiderar su contratación? Quizás cometiste un error.”
Y la respuesta de Fernando: “No, Verónica. El único error que cometí fue hace 26 años, y no pienso repetirlo.”
El cerco se apretó. Días después, un error inexplicable hizo que Fernando la llamara a su despacho. “Señorita Méndez, estos incidentes se están volviendo demasiado frecuentes. Quizás debería…”
“¿Está considerando despedirme?” interrumpió Sofía, sintiendo el pánico.
“No quiero hacerlo. Pero estos errores están afectando el prestigio de la firma.”
“No son mis errores. Alguien está saboteando mi trabajo, y ambos sabemos quién,” afirmó Sofía con firmeza. “Verónica es su esposa. Pero también es la persona que más se beneficiaría si yo desaparezco.”
Fernando suspiró. “Le daré una semana más. Si estos incidentes continúan, tendremos que reconsiderar su posición.”
Al salir, se encontró con Joaquín. “Podría ayudarte. Conozco a la Reina de Hielo. Y tengo mis propios secretos familiares. Mi madre fue empleada doméstica. Si alguien le hubiera hecho a ella lo que Verónica le hizo a tu madre…” Le entregó un sobre. “Verónica ha preparado un contraataque. Planea presentar documentos que prueban que tu madre intentó extorsionarlo. Son falsificaciones. Úsalos.”
Sofía se quedó pasmada. ¿Un aliado?
Esa tarde, Carmen apareció con un sobre manila en su escritorio. “Cuidado, ella lo sabe todo. Busca en el segundo cajón de mi escritorio, C.”
Sofía encontró el sobre. Apenas había regresado a su lugar cuando Joaquín susurró: “Doña Verónica está en el despacho de Fernando. Y parece una corrida de toros ahí dentro.”
La voz de Verónica se elevó, histérica: “¡Una mentirosa y una oportunista, igual que su madre!”
Había llegado el momento.
Capítulos 7 y 8: La Revelación y la Victoria
La puerta del despacho de Fernando se abrió violentamente. Verónica salió, la furia distorsionando su elegancia. Sus ojos se clavaron en Sofía.
“Tú,” siseó. “Debí reconocerte desde el primer momento. Tienes sus ojos. ¿Cuánto dinero quieres para desaparecer esta vez?“
“Mi madre no jugó ningún juego, y yo no estoy aquí por dinero,” respondió Sofía, manteniendo la calma.
“¡Mentirosa! Tu madre intentó extorsionar a Fernando hace 26 años, y ahora tú repites el mismo truco.”
“¡Basta, Verónica!” La voz de Fernando resonó. Estaba pálido, pero decidido. “Esto es entre la señorita Méndez y yo. Te agradecería que no interfieras.”
“¡Que no interfiera! ¡Esto me concierne tanto como a ti! ¿O has olvidado lo que pasó la última vez que una Méndez entró en nuestras vidas?”
“No he olvidado nada, Verónica. Cada día de los últimos 26 años lo he recordado perfectamente.” Luego se volvió a Sofía. “Señorita Méndez, por favor. Entre a mi despacho. Tenemos que hablar.”
Dentro del despacho, Fernando se movió hasta su silla como un autómata. “Verónica ha contratado un investigador. Dice que usted es, que usted podría ser…”
“Su hija,” completó Sofía con voz firme. “Sí, lo soy.”
El impacto de esas dos palabras transformó su rostro. “¡Cómo! Isabel… nunca me dijo que estaba embarazada.”
“Se fue antes de poder decírselo. Y después, cuando intentó contactarlo, sus cartas nunca fueron respondidas.”
“¿Qué cartas? Nunca recibí ninguna carta de Isabel después de que se fue.”
Sofía sacó el sobre que Carmen le había dejado. Dentro, había un recibo de mensajería con la firma de Verónica Arteaga, como la persona que había recibido la correspondencia de Isabel. También copias de cheques a nombre de un investigador privado y una nota manuscrita de Verónica mencionando vigilar a “IM y a la niña.”
“¡Dios mío!” susurró Fernando, pálido. “Ella lo sabía todo este tiempo. Ella sabía que tenía una hija.”
“¿Por qué me contrató?”
“Tu currículum era impresionante. Y cuando te vi… había algo en ti que me resultaba familiar. No sabía qué era, pero sentí una conexión inmediata.”
“La sangre llama,” murmuró Sofía.
Fernando se levantó y la abrazó. Un abrazo torpe, inseguro, pero lleno de 26 años de emoción contenida.
La puerta se abrió de golpe. Verónica, seguida de Joaquín.
“¡Qué demonios está pasando aquí!” exigió.
Fernando se separó, pero mantuvo una mano protectora sobre el hombro de Sofía. “Lo que está pasando, Verónica, es que finalmente conozco a mi hija. La hija que me ocultaste durante 26 años.”
“¡No seas ridículo! Esta mujer es una impostora.”
“Hay una manera simple de resolver esto,” dijo Fernando con calma. “Una prueba de ADN.”
“Estoy de acuerdo,” dijo Sofía. “Quiero que todos conozcan la verdad.”
“Sofía se queda,” declaró Fernando. “Y tú, Verónica, deberías prepararte. Cuando tenga los resultados, vamos a tener una conversación muy larga sobre los últimos 26 años de mentiras.”
La noticia se extendió como fuego. La prueba de ADN tardaría una semana.
Al quinto día, Fernando se acercó a Sofía. “He estado pensando. Me gustaría visitar a Isabel. Le debo una disculpa por 26 años de ausencia, consciente o inconsciente.”
Sofía lo llevó al hospital. Fernando entró con un ramo de girasoles. Sofía les dio privacidad. Cuando Fernando salió, sus ojos estaban húmedos.
“Tu madre es una mujer extraordinaria,” dijo con voz ronca. “Me ha contado todo lo que has sacrificado por ella. Eres increíble, Sofía. Lamento no haber estado ahí para verlo.”
“Todavía está a tiempo,” se encontró diciendo Sofía. “Para conocerme, para que yo lo conozca a usted.”
Fernando sonrió. “Me gustaría eso más que nada en el mundo.”
El sexto día, el laboratorio llamó a Sofía. “El resultado es positivo. 99.9% de compatibilidad. Por cierto, la señora Arteaga vino esta tarde. Quería los resultados anticipadamente.”
La mañana siguiente, Fernando y Sofía recogieron el sobre sellado.
“Es real,” susurró Fernando, leyendo la línea final: “Probabilidad de paternidad: 99.9%.”
“¿Qué hacemos ahora?” preguntó Sofía.
“Ahora, enfrentamos a Verónica con la verdad.”
Al llegar al bufete, Carmen los recibió con pánico. “Doña Verónica convocó a todos los socios a una reunión de emergencia. Dice tener pruebas de un complot en su contra. Está diciendo cosas terribles sobre usted, Sofía.”
Fernando se dirigió a la sala de juntas. Verónica estaba de pie, con la carpeta de documentos falsificados.
“¡Qué oportuno!” exclamó. “Justo estaba explicando a nuestros socios cómo esta joven y su madre han estado conspirando para extorsionarte.”
Fernando avanzó hasta el centro. “Eso es una mentira, y tú lo sabes. Se acaba hoy.”
Colocó el sobre del laboratorio sobre la mesa. “Los resultados de la prueba de ADN. Sofía es mi hija, mi hija biológica, sin lugar a dudas.”
Verónica palideció. “Eso no prueba nada. Siguen siendo unas oportunistas que aparecieron de la nada.”
“No vinimos por dinero,” afirmó Sofía.
Fernando extrajo otro sobre: “Estos son los documentos que Carmen encontró en tus archivos personales, Verónica. Recibos de entregas firmados por ti. Cheques a un investigador privado para vigilar a Isabel. Pagos a un tal Guillermo Soto para interceptar correspondencia.”
“¡No tienes derecho!”
“Y tú no tenías derecho a ocultarme la existencia de mi hija. Durante 26 años me robaste la oportunidad de ser padre,” respondió Fernando con frialdad.
“Lo hice para protegerte,” gritó Verónica.
“Tú no construiste nada, Verónica. Nuestro matrimonio siempre fue un acuerdo comercial. Lo único que realmente construí fue este bufete. Sofía Méndez es mi hija legítima. Si esto presenta un problema para alguno de ustedes, estoy dispuesto a renunciar a mi posición.”
Los socios, liderados por Eduardo Montiel, el más antiguo, miraron a Verónica. “Señora Arteaga, interceptar correspondencia es un delito. Su conducta es indefendible.”
“¡Esto no ha terminado!” amenazó Verónica.
“No habrá más conversaciones, Verónica,” respondió Fernando con calma. “Ya he contactado a mi abogado personal. Los papeles del divorcio estarán listos esta semana.“
La palabra divorcio golpeó a Verónica como un látigo. Con una última mirada de odio, abandonó la sala.
Fernando se desplomó en una silla. “26 años de matrimonio terminados en 5 minutos. Aunque para ser justos, nunca fue un matrimonio real.”
Tomó la mano de Sofía. “No puedo recuperar los años perdidos. Pero si me permites, me gustaría ser parte de tu futuro y del de Isabel.”
“Me gustaría intentarlo,” respondió Sofía, sintiendo el suave alivio de dejar ir el resentimiento.
Seis meses después, Sofía había fundado su propia firma legal, especializada en defender a mujeres vulnerables. Fernando había renunciado al bufete y se había mudado a Cuernavaca, cerca de Isabel, quien estaba recuperada y feliz. Joaquín se había unido al proyecto de Sofía.
Una tarde, mientras cenaban en la terraza, Fernando le entregó un sobre a Sofía. Dentro, documentos legales.
“Me estás cediendo todas tus acciones del bufete,” murmuró Sofía.
“Es tuyo por derecho,” asintió Fernando. “Bajo tu liderazgo, Arteaga y Asociados podría convertirse en algo más justo, más humano.”
Isabel tomó las manos de ambos. “El pasado ya no importa. Lo que importa es el ahora. Y el ahora es perfecto.”
Mientras el sol se ponía sobre los girasoles del jardín, Sofía abrazó a su padre. El pasado había quedado atrás con sus secretos y sus dolores. Ante ellos se extendía un futuro, tan brillante y promisorio como un campo de girasoles bajo el sol del mediodía.