“TU MAMÁ LAVA BAÑOS, NO ES CIENTÍFICA”: La Maestra la Humilló por su Color de Piel, y la Respuesta de la NASA Paralizó a Todo México

PARTE 1: LA HUMILLACIÓN Y LA LLEGADA

Capítulo 1: El Peso de la “Realidad”

El calor en San Pedro era de esos que se te pegan a la piel como chicle. Eran las once de la mañana y el ventilador del salón de 1º B de la Secundaria Técnica 45 apenas lograba mover el aire viciado que olía a torta de jamón y sudor adolescente. Yo, Ximena Torres, sentía que me derretía, pero no por el clima, sino por el miedo.

Habíamos llegado al pueblo hacía tres semanas. Mi mamá, la Dra. Elena Torres, había aceptado una transferencia temporal para supervisar la instalación de un telescopio de radiofrecuencia en la sierra, un proyecto conjunto entre la NASA y la Agencia Espacial Mexicana. Para mí, significaba dejar mi escuela en Houston y aterrizar en este pupitre rayado donde todos me veían como “la gringa prieta”, la niña rara que hablaba español con acento y usaba camisetas de planetas.

—A ver, Ximena —la voz de la Maestra Berta sonó como un latigazo. Era una mujer bajita, de cabello teñido de un rojo intenso y con una amargura que se le notaba en las arrugas de la boca—. Ya deja de temblar y preséntanos tu tarea. ¿A qué se dedican tus papás?

Me puse de pie. Mis rodillas chocaron contra el metal del pupitre. “Tú puedes, Xime”, me dije. “Eres una Torres”.

Caminé al frente con mi cartulina. Había pegado las mejores fotos que tenía: Mamá en la sala de control de Houston, Mamá en el simulador de gravedad cero, y mi favorita, Mamá y yo frente al modelo del cohete SLS.

—Mi mamá es la Doctora Elena Torres —empecé, tratando de que no se me quebrara la voz—. Es astrofísica y jefa de proyecto en la misión Artemisa. Ella diseña los motores que…

—¡Ay, por favor! —interrumpió la Maestra Berta, soltando una carcajada seca que hizo eco en el salón. Se quitó los lentes y me miró con esa expresión de “¿a quién quieres engañar?”.

El salón entero se quedó en silencio. Luis, el chico que se sentaba atrás y siempre me aventaba bolitas de papel, soltó una risita nerviosa.

—Ximena, mijita —dijo la maestra, acercándose a mí—. Este ejercicio es sobre profesiones reales. Sobre la realidad de México. Aquí, la gente como nosotras… —señaló mi piel morena y luego la suya—, no trabajamos en la NASA. Esas historias déjaselas a los güeritos de la tele.

Sentí como si me hubiera dado una bofetada.

—Es verdad —susurré, apretando la cartulina.

—Mira —continuó, bajando la voz a un tono condescendiente que dolía más que los gritos—, no tienes que avergonzarte si tu mamá se fue al norte a limpiar casas o a lavar baños. Es trabajo honrado. Pero venir aquí a inventar que es astronauta… eso es querer vernos la cara de tontos. Es una historia demasiado ambiciosa para una niña de este pueblo, ¿no crees?

—¡Mentirosa! —gritó Luis desde el fondo. —¡La mamá de Ximena limpia cohetes con el trapeador! —se burló otro.

Las risas estallaron como cohetes. Sentí la cara arder. Quería llorar, pero recordé lo que mamá siempre me decía: “Las Torres no lloran porque alguien dude de ellas. Las Torres lloran cuando se les acaba el oxígeno, y hoy nos sobra aire”.

—Siéntate y tienes cero —sentenció la Maestra Berta, dándome la espalda para escribir en el pizarrón—. Y agradece que no te mando a la dirección por mentirosa.

Caminé a mi lugar con la cabeza baja, sintiendo las miradas clavadas en mi espalda como agujas.

Capítulo 2: El Aterrizaje Forzoso

Lo que la Maestra Berta no sabía era que el destino tiene un sentido del humor muy particular. Y que mi mamá tiene un sentido de la puntualidad aún más estricto.

Mientras yo me hundía en mi silla, deseando volver a Houston, afuera de la escuela se escuchó el motor de un vehículo que no sonaba como los Tsurus oxidados de los otros maestros.

—Disculpe, Maestra —la puerta se abrió tímidamente. Era el Director Gómez. Se veía pálido, sudoroso y se estaba acomodando la corbata chueca con manos temblorosas—. Tenemos… eh… una visita inesperada.

—Estoy en clase, Director —respondió la Maestra Berta sin voltear—. ¿No puede esperar? Le estoy enseñando a estos niños a tener los pies en la tierra.

—Creo que va a querer ver esto —insistió el director, haciéndose a un lado.

Y entonces, entró.

No entró caminando; entró despegando. Mi mamá, la Dra. Elena Torres, cruzó el umbral de la puerta. Llevaba su uniforme de vuelo azul oficial de la NASA, con los parches de la misión bordados en el pecho y la bandera de México en el brazo derecho. Sostenía un maletín metálico en una mano y un casco de simulación bajo el otro brazo.

El silencio fue absoluto. Fue como si alguien hubiera succionado todo el aire del salón.

La Maestra Berta giró lentamente. El gis se le cayó de la mano y se rompió en el suelo con un click que sonó como un disparo.

Mamá no dijo nada al principio. Solo se quedó ahí, parada frente a los treinta alumnos y la maestra, irradiando esa energía que tiene cuando algo sale mal en la sala de control. Sus ojos escanearon el salón rápidamente. Me encontró. Vio mis ojos rojos. Vio mi postura encorvada.

Su mandíbula se tensó. Yo conocía esa mirada. Era la mirada de “Houston, tenemos un problema”.

—Buenas tardes —dijo mamá. Su voz era tranquila, pero tenía el peso de una tonelada de acero—. Soy la Doctora Torres. Lamento la interrupción, pero mi hija olvidó su maqueta del módulo lunar en el auto y…

Se detuvo. Notó el ambiente denso. Miró a la Maestra Berta, quien parecía haberse convertido en una estatua de sal.

—¿Pasa algo? —preguntó mamá, dando un paso adelante. Sus botas tácticas resonaron en el concreto.

La Maestra Berta intentó hablar, pero solo salió un chillido.

—N-no… es que… —la maestra miró a mamá, luego a mí, y luego otra vez a mamá—. Estábamos… Ximena nos estaba contando…

—Les estaba contando sobre su trabajo, Doctora —intervino el Director Gómez rápidamente, tratando de salvar la situación—. La Maestra Berta estaba… eh… expresando su incredulidad ante tal honor.

Mamá arqueó una ceja. Una sonrisa fría, peligrosa, apareció en sus labios.

—Incredulidad —repitió mamá, saboreando la palabra—. Curioso. En la ciencia, el escepticismo es bueno. Pero hay una línea muy delgada entre el escepticismo y el prejuicio. —Mamá caminó hasta el escritorio de la maestra y colocó el casco sobre la mesa. El objeto brilló bajo la luz del sol que entraba por la ventana, un objeto de tecnología punta en medio de un salón con pintura descascarada.

—Escuché risas desde el pasillo —dijo mamá, girándose hacia la clase—. ¿Alguien quiere compartir el chiste?

Nadie respiraba. Luis estaba hundido en su asiento, tratando de hacerse invisible.

—Maestra —dijo mamá, clavando sus ojos en los de la profesora—, ¿sería tan amable de decirme qué es lo que le parece tan gracioso sobre la ingeniería aeroespacial? Porque le aseguro que cuando estamos calculando la reentrada a la atmósfera a 28,000 kilómetros por hora, nadie se ríe.

La Maestra Berta tragó saliva. —Yo… pensé que la niña mentía. Ya sabe cómo son… a veces inventan cosas para sentirse importantes. No creí que alguien… como usted…

—¿Como yo? —interrumpió mamá suavemente—. ¿Una mujer? ¿Una mexicana? ¿O una mujer mexicana con la piel del color de la tierra mojada?

La pregunta quedó flotando en el aire, pesada y tóxica.

PARTE 2: LA LECCIÓN Y EL DESPEGUE

Capítulo 3: La Clase Maestra

La Maestra Berta no supo dónde meterse. Su cara pasó del pálido al rojo en dos segundos.

—No, no… no quise decir eso —balbuceó, retrocediendo hasta chocar con el pizarrón—. Es solo que… en este pueblo… no es común.

—Lo común no lleva al hombre a la Luna, profesora —cortó mamá. Luego, su expresión se suavizó al mirarme—. Ximena, ven acá.

Me levanté. Mis piernas ya no temblaban. Sentí una oleada de calor, pero esta vez era orgullo. Caminé hasta el frente y me paré al lado de ella. Me tomó del hombro con firmeza.

—Hijos —dijo mamá, dirigiéndose a la clase, ignorando por completo a la maestra que ahora parecía querer fundirse con la pared—. Lamento que su primera lección sobre la NASA haya venido acompañada de dudas. Así que vamos a empezar de nuevo.

Mamá abrió su maletín metálico. Adentro no había papeles, había una tablet holográfica (bueno, un iPad Pro con un proyector portátil, pero para mis compañeros parecía magia).

—Director, ¿puedo? —preguntó mamá. —¡Por favor! —exclamó él, encantado.

Mamá proyectó en la pared blanca, justo encima de las sumas mal hechas de la maestra, un video impresionante del lanzamiento del Artemis I. El sonido de los cohetes retumbó en las bocinas portátiles que sacó. El suelo vibró.

—Este es el sistema en el que trabajo —explicó mamá, su voz llena de pasión—. Se necesitan más de tres millones de litros de hidrógeno líquido para levantar esto. Un error de cálculo, una duda, un prejuicio sobre un número, y todo explota.

Caminó entre las filas. Los chicos la miraban como si fuera una superheroína de Marvel.

—Luis —dijo mamá, leyendo la etiqueta en la camisa del chico que se había burlado—. Escuché que te reíste. Cuéntame, ¿qué te gusta hacer?

Luis se puso rojo como un tomate. —Me… me gustan los videojuegos, señora. Digo, doctora.

—Excelente. Los videojuegos requieren coordinación y lógica. Los pilotos de drones en Marte usan controles muy parecidos a los de tu consola. ¿Crees que podrías manejar un rover en Marte?

Los ojos de Luis se abrieron como platos. —¿Yo? Pero… soy de aquí.

—Yo también soy de aquí —dijo mamá, señalando el piso—. Nací a dos horas de este pueblo. Mi abuela vendía tamales para pagarme los libros. La geografía no define tu destino, Luis. Tu mente sí.

Luego se volvió hacia la maestra.

—Profesora Berta, venga, por favor. Necesito una voluntaria para demostrar la tercera ley de Newton.

La maestra se acercó, rígida. Mamá le entregó una pequeña esfera de metal que giraba sobre un eje magnético.

—Sosténgalo. Si aplica presión con prejuicio —dijo mamá, usando una metáfora que todos entendimos—, el sistema se desestabiliza. Si lo sostiene con equilibrio y apertura, gira eternamente.

La maestra sostuvo el giroscopio. Le temblaban las manos.

—Lo siento —susurró la maestra, tan bajo que solo nosotras escuchamos—. Lo siento, Ximena.

Mamá asintió. —Aceptamos la disculpa. Pero la verdadera disculpa será cambiar la forma en que enseña a estos niños a soñar.

Capítulo 4: El Reto de la Feria

La campana del recreo sonó, pero nadie se movió. Todos querían seguir escuchando a la Dra. Torres.

—Tengo que irme —dijo mamá, guardando sus cosas—. Pero antes, tengo una propuesta.

Miró al Director Gómez.

—La NASA está buscando escuelas piloto en México para el programa “Jóvenes Exploradores”. Normalmente buscamos en la Ciudad de México o Monterrey. Pero… —me miró y me guiñó un ojo—, creo que aquí hay potencial sin explotar.

Un murmullo de emoción recorrió el salón.

—Sin embargo —continuó mamá—, para entrar al programa, la escuela debe ganar la Feria Regional de Ciencias el próximo mes. Y el proyecto debe ser de propulsión.

—¡Nosotros lo haremos! —gritó una niña llamada Sofía, que nunca hablaba en clase.

—¿Están seguros? —preguntó mamá—. Es difícil. Requiere matemáticas avanzadas. Y mucha gente les dirá que es “demasiado ambicioso”.

Todos voltearon a ver a la Maestra Berta. Ella se enderezó, se ajustó los lentes y, por primera vez, vi un brillo diferente en sus ojos. No de amargura, sino de vergüenza transformada en determinación.

—Lo haremos, Doctora —dijo la maestra con voz firme—. Y Ximena será la capitana del equipo. Si ella acepta, claro.

Todas las miradas cayeron sobre mí. Ya no sentía el calor agobiante. Sentía electricidad.

—Acepto —dije sonriendo.

Cuando mamá salió del salón, escoltada por el director como si fuera una celebridad, mis compañeros se abalanzaron sobre mi pupitre.

—¡No manches, Xime! ¡Tu jefa es una crack! —¿De verdad diseña cohetes? —Oye, perdona por lo de “la que trapea”, era broma…

Pero la batalla apenas comenzaba. La Maestra Berta me detuvo en la puerta cuando todos salían.

—Ximena —dijo. Ya no había burla en su voz. Había algo más pesado: arrepentimiento—. Tu madre tiene razón. Fui… fui injusta.

—Sí, lo fue —le respondí sin bajar la mirada.

—No voy a pedirte que me perdones ahorita —dijo ella, tomando un gis nuevo—. Pero te prometo que vamos a ganar esa feria. Aunque tenga que reaprender física yo misma.

Esa tarde, en mi casa, mamá y yo cenamos quesadillas.

—¿Fuiste muy dura con ella? —pregunté.

Mamá tomó un sorbo de café de olla. —A veces, mija, hay que sacudir el árbol para que caigan las manzanas podridas… o para que las verdes maduren de golpe. Lo que hiciste hoy, pararte ahí y defender tu verdad, eso fue más valiente que cualquier lanzamiento que yo haya dirigido.

Me abrazó. Pero las cosas no iban a ser fáciles. La noticia de la visita de la “Dra. de la NASA” corrió por el pueblo como pólvora. Y con la fama, llegó la envidia. La escuela privada del otro lado de la ciudad, el “Instituto Cumbres”, siempre ganaba la feria de ciencias. Y no les gustó nada saber que la escuela pública “de los pobres” quería retarlos.

Dos días después, mi casillero apareció pintado con aerosol: “Sigue soñando, frijolera”.

Mamá lo vio cuando fue a recogerme. Apretó la mandíbula.

—Parece que vamos a necesitar refuerzos —dijo, sacando su celular—. Hola, ¿Comandante Hernández? Sí, habla Elena. Necesito un favor del escuadrón aéreo…

Aquí tienes la continuación de la historia, retomando justo donde nos quedamos, con la llamada de la Dra. Torres pidiendo refuerzos tras el acto de vandalismo.

—————-HISTORIA COMPLETA (PARTE 2)—————-

Capítulo 5: Operación “Fénix Azteca”

El “Comandante Hernández” no llegó en un avión de combate, pero su entrada fue igual de impresionante. Al día siguiente, una camioneta de la CFE (Comisión Federal de Electricidad) se estacionó frente a la escuela. De ella bajó el Ingeniero Roberto Hernández, un viejo amigo de mi mamá de la universidad que ahora supervisaba la red eléctrica de alta tensión del estado. Y no venía solo; traía a dos pasantes de ingeniería mecatrónica del Politécnico.

—¿Así que estos son los futuros astronautas que tienen a los del Cumbres temblando? —dijo Roberto, bajándose los lentes oscuros y mirando nuestro pequeño taller improvisado en el salón de usos múltiples.

La Maestra Berta, que había estado barriendo los vidrios rotos de una ventana (otra “cortesía” anónima), se acercó secándose el sudor. —Son ellos, ingeniero. Y tenemos tres semanas para construir un propulsor iónico con un presupuesto de… bueno, con lo que juntamos de la kermés.

Roberto sonrió y abrió la parte trasera de su camioneta. —No se preocupen por el presupuesto, maestra. Trajimos “basura espacial”.

Sacaron bobinas de cobre, imanes de neodimio recuperados de generadores viejos y una fuente de poder industrial. Para el Instituto Cumbres, eso sería chatarra. Para nosotros, era oro puro.

Durante las siguientes dos semanas, mi vida se convirtió en una mezcla de escuela, tacos de canasta y física avanzada. El equipo “Fénix” (así nos bautizamos) estaba conformado por mí, Luis (el ex-bravucón que resultó ser un genio para soldar circuitos), Sofía (la chica callada que hacía los cálculos matemáticos en servilletas) y, sorprendentemente, la Maestra Berta.

Berta cambió. Dejó de usar sus trajes sastres anticuados y empezó a venir en jeans y tenis. La veía quedarse hasta tarde, leyendo libros de electromagnetismo que mi mamá le prestaba. Una noche, la encontré llorando de frustración porque no entendía una fórmula de la Ley de Lorentz.

—No puedo, Ximena —me confesó, aventando el lápiz—. Soy una farsa. ¿Cómo voy a guiarlos si apenas entiendo esto?

Me senté a su lado y le pasé mi mitad de una torta. —Mamá dice que no se trata de saberlo todo, maestra. Se trata de saber dónde buscar la respuesta. Además… usted es la única que sabe cómo controlar a Luis cuando se pone a jugar con el cautín.

Berta sonrió, una sonrisa genuina y cansada. —Gracias, mijita. A ver, explícame otra vez lo del campo magnético.

Mientras tanto, la rivalidad con el Instituto Cumbres crecía. Nos los encontramos en la papelería del centro. Eran chicos altos, de uniformes impecables y autos del año.

—Miren, ahí van los de la técnica —se burló uno de ellos, un tal Santiago—. Escuché que su proyecto es un ventilador hecho con latas de refresco.

—Cuidado, no se vayan a cortar —rio otro.

Luis dio un paso al frente, con los puños apretados, pero yo le puse la mano en el pecho. —Déjalos, Luis. Ellos compran sus proyectos en Amazon. Nosotros estamos construyendo el nuestro.

Santiago me miró de arriba abajo con desprecio. —Tu mamá podrá ser de la NASA, prietita, pero tú sigues siendo de pueblo. La feria la ganamos nosotros, como cada año. Mi papá ya donó las nuevas tablets para el jurado, así que haz las cuentas.

Ese comentario me heló la sangre. ¿Sobornos? ¿Así funcionaba el mundo “real” del que tanto hablaba Berta al principio?

Le conté a mamá esa noche. Ella estaba revisando los planos de nuestro propulsor. —El dinero compra cosas, Ximena —me dijo sin levantar la vista—. Pero no compra el ingenio. En el espacio, si algo se rompe, no puedes pedir uno nuevo por paquetería. Tienes que arreglarlo con lo que tienes. Eso es lo que buscan los jueces de verdad. Y si hay trampa… bueno, déjame la diplomacia a mí.

Capítulo 6: David contra Goliat en el Centro de Convenciones

El día de la Feria Regional de Ciencias llegó con una tormenta eléctrica que parecía un presagio. Cargamos nuestro proyecto en la camioneta del Ingeniero Hernández, cubierto con lonas y bolsas de basura para que no se mojara.

El Centro de Convenciones estaba lleno de stands brillantes. El del Instituto Cumbres parecía un set de película: pantallas LED gigantes, edecanes regalando plumas y un robot humanoide que, evidentemente, habían comprado armado en Japón. Su letrero decía: “Inteligencia Artificial Aplicada a la Domótica”.

Nuestro stand era… humilde. Una mesa plegable, nuestra cartulina (ahora hecha profesionalmente, pero a mano) y nuestro dispositivo: “El Colibrí I”. Parecía un motor de coche desarmado envuelto en tubos de vidrio, pero era hermoso a su manera.

La Maestra Berta estaba nerviosa. Se alisaba la camisa cada cinco minutos. —Pónganse derechos, fajen sus camisas —nos ordenaba—. Que vean que tenemos disciplina.

La ronda de jueces comenzó. Eran académicos de universidades locales y, para sorpresa de todos, dos invitados especiales de la Agencia Espacial Mexicana que mi mamá había gestionado.

Cuando los jueces pasaron por el stand del Cumbres, los chicos recitaron un discurso memorizado perfecto. El robot sirvió agua, saludó y bailó. Los jueces aplaudieron cortésmente, pero uno de los ingenieros de la Agencia preguntó: —¿Cuál fue el mayor reto al programar el código fuente del giroscopio?

Santiago, el líder, titubeó. —Eh… bueno, usamos una librería estándar… la verdad es que el software venía optimizado…

El ingeniero asintió, anotando algo en su libreta. “Comprado”, leí en sus labios.

Luego llegaron a nosotros. —Proyecto Colibrí I —anunció el juez—. Propulsión iónica. Ambicioso.

—Buenas tardes —dije, dando un paso al frente. Mi corazón latía tan fuerte que sentía que se escuchaba en el micrófono—. Nuestro proyecto busca demostrar que la propulsión eléctrica es viable para satélites pequeños usando materiales reciclados y de bajo costo.

—¿Funciona? —preguntó el juez, escéptico, mirando la maraña de cables.

—Sí, señor. Luis, activa la fuente.

Luis presionó el interruptor. Nada pasó.

El zumbido característico no sonó. La luz azul del plasma no se encendió. Mi estómago se fue al suelo. Probé el interruptor otra vez. Nada.

—Parece que tienen problemas técnicos —dijo el juez, mirando su reloj—. Tienen dos minutos para resolverlo o pasamos al siguiente.

Desde el stand del Cumbres, escuché risas. Santiago me hizo una seña de “adiós” con la mano.

—¡Revisen las conexiones! —susurró Sofía, pálida.

Luis y yo nos agachamos bajo la mesa. Todo parecía bien, hasta que lo vi. El cable principal de la fuente de poder no estaba desconectado; estaba cortado. Un corte limpio, hecho con alicates.

—¡Alguien cortó el cable! —grité en susurro.

—Malditos… —masculló Luis—. Fueron ellos cuando fuimos al baño.

—Queda un minuto —dijo el juez.

Mamá estaba detrás del cordón de seguridad. No podía intervenir, eran las reglas. Me miró fijamente y se tocó la cabeza con el dedo índice. Piensa.

Miré el cable. Era demasiado corto para empalmarlo de nuevo. Necesitábamos un conductor, un puente, y rápido. No teníamos más cable.

—¡Maestra! —grité—. ¡Su pasador! ¡El de metal!

La Maestra Berta no preguntó. Se arrancó el pasador que sostenía su chongo, soltándose el pelo rojo en medio de la feria. Se tiró al suelo con nosotros, sin importarle sus pantalones limpios.

—¿Qué hago? —preguntó ella. —Haga puente aquí, fuerte, ¡no lo suelte aunque se caliente! —le dijo Luis.

Berta clavó el metal entre los dos extremos del cable cortado. —¡Ahora, Ximena!

Encendí el interruptor. Una chispa saltó cerca de la mano de la maestra, pero ella no se movió. Apretó los dientes.

Y entonces, sucedió. Un zumbido suave, agudo, llenó el aire. Dentro de la cámara de vacío de vidrio, un hermoso haz de luz violeta cobró vida. El empuje del iones movió una pequeña veleta de prueba que teníamos instalada.

—¡Está funcionando! —exclamó el juez de la Agencia, acercándose fascinado—. ¡Miren la estabilidad del plasma!

—El sistema utiliza una rejilla aceleradora hecha de malla de microondas recuperada —expliqué, recuperando la compostura, aunque me temblaban las piernas—. Lo que reduce el costo en un 90% comparado con los propulsores comerciales.

La Maestra Berta seguía bajo la mesa, sosteniendo el circuito con sus propias manos, sudando, siendo literalmente la corriente que mantenía vivo nuestro sueño.

Cuando terminamos, los jueces no solo aplaudieron. El ingeniero de la Agencia se quitó el sombrero. Luis ayudó a Berta a levantarse. Tenía una pequeña quemadura en el dedo, pero sonreía como nunca la había visto sonreír en mi vida.

Capítulo 7: La Gravedad Cero

La ceremonia de premiación fue tensa. Habían dado menciones honoríficas a proyectos de biología y química.

—Tercer lugar… Instituto Hidalgo. —Segundo lugar… —el presentador hizo una pausa—. Por su impresionante despliegue tecnológico… Instituto Cumbres.

Hubo aplausos, pero también murmullos. La cara de Santiago era un poema; furia y desconcierto. Recogieron su trofeo de mala gana. No querían el segundo lugar.

—Y el primer lugar —dijo el director de la Agencia Espacial Mexicana, tomando el micrófono—, es para un proyecto que nos recuerda que la ciencia no se trata de presupuesto, sino de pasión, resiliencia y capacidad de resolver problemas bajo presión. Con una invitación directa al programa nacional “Semilleros del Espacio”… ¡La Secundaria Técnica 45 con el Proyecto Colibrí!

El grito que pegamos se debió escuchar hasta Houston. Subimos al escenario. Luis lloraba, Sofía brincaba. Yo busqué a mamá entre el público. Estaba de pie, con los pulgares arriba y los ojos brillantes.

Pero lo mejor fue cuando nos dieron el micrófono.

—Queremos agradecer a nuestra directora técnica —dije, mirando a Berta—. La Maestra Berta. Quien literalmente puso su cuerpo para que esto funcionara.

Berta subió al escenario, empujada por el Director Gómez. El público aplaudió. Ella tomó el micrófono, le temblaba la mano.

—Yo… —empezó, con la voz quebrada—. Yo le dije a esta niña hace un mes que fuera realista. Que las mujeres como nosotras no miran al cielo. —Hizo una pausa, mirando a todo el auditorio—. Estaba equivocada. La realidad no es lo que vemos, es lo que construimos. Y estos niños acaban de construir una nueva realidad para todos nosotros.

Capítulo 8: Despegue Final

Han pasado seis meses desde la feria. Las cosas en San Pedro han cambiado.

La Maestra Berta fue ascendida a Coordinadora de Ciencias del estado, pero se negó a dejar la escuela. Ahora, nuestro salón de usos múltiples es oficialmente el “Club de Astronomía Elena Torres”. Tenemos 40 alumnos, la mitad son niñas.

El Instituto Cumbres intentó impugnar el resultado, alegando que recibimos ayuda profesional indebida. Pero cuando el video de la Maestra Berta tirada en el suelo arreglando el sabotaje se hizo viral en TikTok (gracias a que alguien lo grabó), tuvieron que quedarse callados por la vergüenza.

Luis consiguió una beca para estudiar mecatrónica en la capital cuando termine la secundaria. Sofía ya está calculando trayectorias para la próxima competencia nacional.

¿Y yo? Yo sigo aquí, mirando las estrellas. Pero ya no me siento sola.

Ayer, mamá tuvo que regresar a Houston. La misión Artemisa entra en fase crítica. La despedida en el aeropuerto fue difícil.

—¿Vas a estar bien, mi astronauta? —me preguntó, acomodándome un mechón de pelo.

—Sí, mamá. Aquí tengo a mi tripulación —respondí.

Mamá sonrió y me entregó una caja pequeña. —Ábrela cuando despegue el avión.

Vi su avión perderse entre las nubes y abrí la caja. Adentro había un parche oficial de la misión Artemisa, pero tenía algo diferente. Mamá lo había mandado bordar especialmente. Debajo del logo de la NASA, decía: “Ximena Torres – Comandante Futura”. Y una nota: “Nunca dejes que nadie te diga que la gravedad es demasiado fuerte. Tú tienes tus propios propulsores.”

Caminé de regreso a la salida, con el parche apretado en mi mano. Al salir del aeropuerto, miré al cielo. Ya no veía un vacío negro e inalcanzable. Veía un mapa. Veía mi oficina.

Y sonreí, porque sabía que en algún lugar de ese cielo, mi mamá estaba trabajando para que yo pudiera llegar ahí algún día. Y en la tierra, yo estaba trabajando para que ninguna otra niña tuviera que escuchar que “no es realista” soñar con las estrellas.

La Maestra Berta tenía razón en una cosa: hay que ser realistas. Y la realidad es que los mexicanos nacimos para volar, solo que a veces se nos olvida mirar hacia arriba.

FIN.

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