“POR FAVOR, DI QUE ERES MI ESPOSO”: El Grito Desesperado de una Sirvienta que Destapó el Experimento más Atroz de la Élite Mexicana.

PARTE 1

CAPÍTULO 1: El Vals de los Monstruos

El viento de la Ciudad de México soplaba frío sobre las laderas de las Lomas de Chapultepec, pero dentro de la mansión de los Whitmore, el ambiente era pesado y cálido, cargado con el olor a perfumes caros y gardenias frescas. Para Mariana, el lujo siempre había tenido un aroma a peligro.

Llevaba cinco horas de pie, sirviendo canapés de salmón y copas de champaña a personas cuyos relojes valían más que la casa de sus padres en Veracruz. Su meta era simple: no ser vista. En México, si eres del servicio, eres parte de los muebles, y para Mariana, esa invisibilidad era su única protección.

Pero el destino tiene un sentido del humor retorcido.

Al girar en una esquina del gran salón, el mundo se detuvo. Roberto Caín estaba ahí, rodeado de senadores. Lucía un traje de sastre italiano que ocultaba perfectamente la maldad que ella conocía tan bien. Cuando él la vio, no hubo sorpresa en sus ojos, solo una satisfacción depredadora. El choque fue inevitable. Caín se movió apenas unos centímetros para interceptarla, y Mariana terminó en el suelo, rodeada de cristales rotos.

—¡Fíjate, inútil! —gritó Caín, atrayendo la atención de todos.

Mariana, arrodillada entre los vidrios, sintió el aliento de Roberto en su nuca cuando él fingió ayudarla.

—Te encontré, palomita —susurró él en un español castizo y refinado que le heló la sangre—. Mañana volverás a la jaula. Esta vez no habrá escapatoria.

El gerente de la casa, un hombre que vendía su dignidad por propinas, se acercó a Mariana y la humilló frente a la élite. La amenazó con la calle. Mariana sabía que estar en la calle significaba ser vulnerable. Necesitaba un escudo. Un escudo de oro.

Vio a Gerardo Whitmore a unos metros. El soltero de oro, el hombre que movía los hilos de la economía nacional. Sin pensarlo, con el corazón martilleando en sus oídos como un tambor de guerra, se acercó a él y soltó la mentira que iniciaría el incendio:

—Por favor, di que eres mi esposo.

Gerardo no era un hombre que se dejara sorprender fácilmente. Había negociado con sindicatos corruptos y tiburones de Wall Street, pero la desesperación en los ojos de esa mujer era algo que no figuraba en sus hojas de cálculo. Al ver a Roberto Caín observando desde la distancia con una sonrisa de dueño, Gerardo entendió que esto no era un capricho. Era una ejecución en curso.

—Aquí estás, mi vida —dijo Gerardo, alzando la voz para que todo el salón lo escuchara—. Te dije que no te esforzaras tanto esta noche.

La mano de Gerardo en la cintura de Mariana fue como una descarga eléctrica. El salón quedó en un silencio sepulcral. Las señoras de la alta sociedad dejaron caer sus abanicos. Los políticos intercambiaron miradas confusas. ¿La empleada doméstica y el dueño de la fortuna Whitmore?

Caín apretó su copa hasta que sus nudillos se pusieron amarillos. Gerardo lo miró fijamente, con esa calma peligrosa de quien sabe que tiene más poder de fuego. Mariana, por primera vez en años, sintió que el aire entraba en sus pulmones. El monstruo había retrocedido, al menos por unos instantes.

CAPÍTULO 2: Sombras en el Mármol

Gerardo guio a Mariana hacia la terraza, lejos de las miradas juiciosas. El aire de la noche los recibió con un abrazo gélido. Ella seguía temblando, una vibración fina que parecía nacer desde sus huesos.

—Ya no estamos frente a ellos —dijo Gerardo, soltándola suavemente—. Ahora dime la verdad. ¿Quién es ese hombre y por qué crees que fingir un matrimonio conmigo te va a salvar?

Mariana se abrazó a sí misma. El uniforme gris le quedaba grande ahora, la hacía ver pequeña contra las columnas de mármol de la terraza.

—Su nombre es Roberto Caín —comenzó ella, con la voz rota—. Pero ese es solo el nombre que usa ahora. Hace siete años, él dirigía un “estudio médico” en una bodega en las afueras de Querétaro. Me prometieron trabajo, me prometieron lana para ayudar a mi familia.

Gerardo frunció el ceño. Sabía que en México desaparecían personas todos los días, pero Mariana hablaba de algo más sistemático, más frío.

—Me encerraron —continuó ella, y las lágrimas finalmente rodaron—. Éramos doce mujeres. Nos inyectaban cosas. Querían ver cuánto dolor podíamos aguantar antes de que nuestra mente se “reiniciara”. Decían que estaban buscando la cura para el miedo, pero lo que estaban creando eran soldados sin alma. Yo fui la única que escapó.

Gerardo sintió un escalofrío. Él conocía el nombre de Caín. Estaba vinculado a empresas de biotecnología que financiaban las campañas de sus amigos en el Senado.

—Si él está aquí, en mi casa —dijo Gerardo con voz sombría—, es porque alguien muy poderoso le dio el pase de entrada.

—Me tiró a propósito hoy —dijo Mariana—. Quería ver si alguien saltaba por mí. Si nadie lo hacía, mañana yo sería solo otra cifra en las noticias de desaparecidos.

Gerardo miró hacia el interior del salón. La fiesta seguía, ajena al horror que se acababa de confesar en la terraza. Vio a su propio asistente, un hombre leal, observándolo con preocupación.

—No vas a volver a esa cocina —sentenció Gerardo—. Y no vas a volver a Ecatepec. A partir de hoy, bajo este techo, eres mi responsabilidad. Si el mundo cree que eres mi esposa, que así sea. En México, el apellido Whitmore es más fuerte que cualquier ley, y voy a usarlo para aplastar a ese tipo.

Mariana lo miró con incredulidad.

—¿Por qué? Ni siquiera me conoces.

Gerardo apretó la mandíbula. Recordó a su hermana, Lucía, que había desaparecido hacía diez años en un viaje a Valle de Bravo y de la cual nunca encontraron ni el rastro. La policía dijo que se había ido con un novio. Gerardo sabía que era mentira.

—Porque alguien tiene que empezar a escuchar a las mujeres que este país decidió olvidar —respondió él—. Y porque Caín tiene un tatuaje en el antebrazo, ¿verdad? Un círculo negro con tres puntos rojos.

Mariana se quedó petrificada.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque ese mismo símbolo estaba en el último mensaje que recibí de mi hermana antes de que se la tragara la tierra.

La liebre se había convertido en cazadora. La mentira del matrimonio ya no era solo para proteger a Mariana; era el anzuelo para atraer a los demonios que gobernaban México desde las sombras

PARTE 2

CAPÍTULO 3: El Archivo de los Olvidados

La oficina de Gerardo en su edificio de Reforma era un búnker de cristal y acero. Desde ahí, las luces de la Ciudad de México parecían una alfombra de diamantes, pero para Mariana, cada luz representaba un lugar donde alguien podía estar sufriendo lo mismo que ella.

Gerardo no perdió el tiempo. Linda, su jefa de seguridad y mano derecha, ya estaba trabajando. Linda no era la típica secretaria; era una ex-agente de inteligencia con una mirada que podía desarmar a cualquiera.

—Encontramos el rastro, Gerardo —dijo Linda, proyectando una serie de documentos en la pantalla gigante de la pared—. Roberto Caín no opera solo. Está vinculado a una empresa llamada “BioSintech México”, con sede en Querétaro. Oficialmente, hacen investigación genética. Extraoficialmente, reciben fondos de paraísos fiscales que terminan en las cuentas de varios funcionarios del Senado.

Mariana se acercó a la pantalla. Su dedo tembló al señalar un nombre:

Amelia Caroway. Ella estuvo en la bodega. Recuerdo su voz, era fría como el hielo. Nos hablaba como si fuéramos ganado, no personas.

—Amelia es la vicepresidenta de BioSintech —explicó Linda—. Y aquí está lo peor: han estado comprando terrenos en zonas aisladas del Estado de México y Guerrero. Lugares donde la ley no entra.

Gerardo apretó los puños. La red era más grande de lo que imaginaba. No se trataba solo de un loco con un bisturí, sino de una maquinaria diseñada para triturar vidas humanas en nombre del “progreso”.

—Mariana, necesito que confíes en mí —dijo Gerardo, mirándola a los ojos—. Mañana vamos a ir a esa bodega en Querétaro. Sé que es volver a tu pesadilla, pero es la única forma de encontrar pruebas físicas antes de que las quemen.

—No tengo miedo de volver —respondió Mariana con una firmeza que sorprendió incluso a Linda—. Tengo miedo de que sigan ahí afuera, haciendo lo mismo con otras niñas.


CAPÍTULO 4: Regreso al Infierno

El viaje a Querétaro fue silencioso. Viajaban en una camioneta blindada, evitando las carreteras principales. El paisaje cambiaba de la urbe al semidesierto, y con cada kilómetro, el trauma de Mariana parecía materializarse en el aire.

Llegaron a una zona industrial abandonada. La bodega era un cascarón de lámina y cemento, rodeado de maleza y olvido. El olor a humedad y químicos viejos golpeó a Mariana en cuanto bajaron del vehículo.

—Es aquí —susurró ella.

Entraron con linternas. El haz de luz reveló camillas oxidadas, frascos de vidrio rotos y restos de equipo médico que nunca debió salir de un hospital. Gerardo encontró un panel oculto detrás de una estantería volcada. Al abrirlo, hallaron cajas de archivos que el tiempo no había logrado destruir.

—Son los expedientes —dijo Gerardo, pasando las hojas rápidamente—. Nombres, fechas de ingreso, dosis de fármacos experimentales… y fotos.

Mariana sollozó al ver la foto de una joven. —Selena. Ella estaba conmigo. Me ayudó a escapar, pero ella no pudo correr tan rápido. Me dijo que corriera por las dos.

De pronto, un ruido de llantas sobre la grava los puso en alerta. Dos hombres con uniformes tácticos bajaron de un auto negro, portando bidones de gasolina. Venían a borrar la evidencia.

—¡Atrás de mí! —ordenó Gerardo, sacando un arma que Mariana no sabía que llevaba.

El enfrentamiento fue breve pero intenso. Gerardo se movió con una precisión militar que delataba un pasado que Mariana aún no conocía. Lograron reducir a los hombres antes de que encendieran el primer cerillo.

—¿Quién los mandó? —ladró Gerardo, presionando a uno de ellos contra la pared.

—La patrona… Caroway —balbuceó el hombre—. Dijo que si quedaba un solo papel, nosotros seríamos los siguientes en la lista de “sujetos de prueba”.

Gerardo y Mariana salieron de ahí con las cajas de archivos. La guerra ya no era secreta; ahora era una carrera contra el tiempo.


CAPÍTULO 5: El Reencuentro de las Sombras

Gracias a los archivos, Linda logró rastrear un nombre que Mariana creía perdido: Selena Miles. No estaba muerta, pero vivía como un fantasma en una colonia popular de Ecatepec, trabajando en una fonda bajo un nombre falso.

Llegar a esa colonia fue como entrar a otro mundo. Calles estrechas, cables enredados y un sol que quemaba el pavimento. Mariana entró sola a la fonda. Al fondo, una mujer de cabello corto y mirada alerta limpiaba una mesa.

—¿Selena? —susurró Mariana.

La mujer se congeló. Al darse la vuelta, las lágrimas brotaron de inmediato. El abrazo entre ambas no fue de alegría, sino de reconocimiento del dolor compartido.

—Pensé que te habían matado, Mariana —dijo Selena, con la voz quebrada.

—Gerardo nos está ayudando —explicó Mariana, señalando al hombre que esperaba afuera—. Él tiene las pruebas. Vamos a hundirlos, Selena. A todos.

Selena los llevó a su pequeño departamento. Ahí, les entregó la pieza que faltaba del rompecabezas: un gafete que le robó a una enfermera antes de escapar de una segunda instalación en Cuernavaca.

—Siguen operando —dijo Selena—. Se mudaron a una clínica que finge tratar adicciones, la “Clínica Santa Fe”. Pero lo que hacen ahí es mucho peor. Están usando a las pacientes para probar una nueva droga que borra la voluntad. La llaman “Proyecto Fénix”.


CAPÍTULO 6: La Caída de Santa Fe

El asalto a la Clínica Santa Fe fue coordinado con un equipo de élite que Gerardo pagó de su propio bolsillo, ya que no podía confiar en la policía local. Mariana insistió en ir. No quería que le contaran la historia; quería ver el fin de sus captores.

Entraron de madrugada. El silencio de la clínica era antinatural. En los laboratorios subterráneos, encontraron lo que Mariana más temía: mujeres en estados de trance, conectadas a máquinas que monitoreaban su actividad cerebral.

Gerardo llegó a la oficina principal y encontró algo que le heló la sangre. En la computadora central, había un archivo marcado con el nombre de su familia.

—No puede ser —murmuró Gerardo.

—¿Qué pasa? —preguntó Mariana, acercándose.

—La financiación inicial de este proyecto… los primeros millones que fluyeron hacia Caín y Caroway… vinieron de una fundación de mi padre. Roberto Whitmore.

El mundo de Gerardo se desmoronó. El hombre que él admiraba, su mentor, era el arquitecto financiero del infierno que Mariana había vivido. La traición familiar era el golpe más duro, pero también el combustible para su rabia.

Lograron rescatar a siete mujeres esa noche. Entre ellas, una niña que apenas recordaba su nombre. Mariana la sostuvo en sus brazos mientras salían del edificio, jurándole que nunca más tendría que tener miedo.


CAPÍTULO 7: La Confrontación Final

Gerardo confrontó a su padre en su despacho. Roberto Whitmore no negó nada. Con la arrogancia de quien se cree un dios, le explicó que “sacrificar a unos pocos por el avance de la ciencia y el control social” era el precio del poder.

—Me das asco, papá —dijo Gerardo, grabando cada palabra con un dispositivo oculto—. Mañana, el país entero sabrá quién eres.

Pero Roberto no se quedaría de brazos cruzados. Esa misma noche, envió a Roberto Caín y a un grupo de mercenarios para recuperar los archivos y eliminar a los testigos en la casa de seguridad de Gerardo.

El enfrentamiento final ocurrió en la casa de Gerardo. Fue una batalla de sombras y balas. Mariana, armada con el valor que solo da la supervivencia, logró acorralar a Caín en el jardín.

—Se acabó, Roberto —dijo ella, apuntándole con la firmeza de quien ya no tiene nada que perder—. Ya no soy la niña que lloraba en la bodega.

Caín intentó atacarla, pero un disparo certero de Selena, que vigilaba desde el balcón, lo detuvo para siempre. El monstruo había caído.


CAPÍTULO 8: El Amanecer de la Justicia

La mañana siguiente, México despertó con una noticia que sacudió los cimientos del gobierno. Gerardo y Mariana entregaron todas las pruebas a una periodista valiente de una cadena independiente.

Los titulares no daban tregua: “EL IMPERIO WHITMORE Y LA RED DE TORTURA: LA VERDAD DETRÁS DEL PROYECTO FÉNICX”.

Roberto Whitmore fue arrestado mientras intentaba huir en su jet privado. Amelia Caroway desapareció, convirtiéndose en la mujer más buscada del país. Los senadores implicados renunciaron uno a uno, tratando de salvar su pellejo, pero las pruebas eran irrefutables.

Mariana y Selena se pararon frente a las cámaras de televisión en la escalinata del Monumento a la Revolución. Miles de personas las rodeaban, gritando sus nombres.

—Mi nombre es Mariana Jasso —dijo ella ante los micrófonos—. Fui una sombra, fui un experimento, pero hoy soy una voz. Y esta voz no descansará hasta que cada mujer en este país pueda caminar sin miedo a ser “seleccionada”.

Gerardo estaba a su lado, no como su protector, sino como su aliado. La mentira del matrimonio se había transformado en algo real: un vínculo forjado en el fuego de la justicia.

La historia de Mariana Adams es un recordatorio de que en México, la justicia a veces tarda, pero cuando llega, tiene el rostro de las que decidieron no rendirse. El silencio se rompió, y con él, el poder de los intocables.

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