PARTE 1
CAPÍTULO 1: LA OFERTA IMPOSIBLE
Las palabras me golpearon como un puñetazo directo al pecho, dejándome sin aire. Me quedé congelado detrás del mostrador de mi tienda insignia, “El Reino Mágico”, ubicada en la zona más exclusiva de Polanco. Mis manos, acostumbradas a firmar cheques de seis cifras y cerrar tratos millonarios, temblaban ligeramente mientras miraba hacia abajo.
Frente a mí estaba una pequeñita, no mayor de seis años. Sus tenis estaban desgastados, con las suelas pidiendo clemencia, y su uniforme escolar le quedaba un poco chico, como si hubiera dado un estirón que la economía de su casa no podía acompañar.
—Señor, quiero comprar un papá —repitió la niña, con una voz inocente pero cargada de una determinación que me asustó.
Su piel morena brillaba bajo las luces halógenas de la tienda. En su pequeño puño, apretaba con fuerza un billete de 20 pesos tan arrugado que parecía haber sobrevivido a una guerra, junto con unas cuantas monedas de a peso y cincuenta centavos.
Mi garganta se secó instantáneamente.
—¿Q-Qué dijiste, pequeña? —balbuceé, sintiendo cómo mi fachada de “empresario intocable” se desmoronaba.
—Un papá —dijo ella de nuevo, colocando el dinero sobre el cristal inmaculado con una precisión quirúrgica, alisando el billete con sus deditos—. Mi hermana Fer dice que esta es la juguetería más grande de todo México. Dice que usted tiene todo lo que un niño puede soñar. Así que… quiero comprar un papá.
El silencio que cayó sobre la tienda fue absoluto.
Los otros clientes, mujeres envueltas en perfumes caros y hombres hablando por celular sobre acciones, dejaron de curiosear. El sonido habitual de juguetes electrónicos y risas se desvaneció, reemplazado por una tensión incómoda y pesada. Sentí cada mirada en la tienda clavada en este momento, juzgándome, esperando mi reacción.
—Cariño… aquí solo vendemos juguetes —logré decir, mi voz apenas un susurro ronco—. No vendemos personas. Eso no se puede.
La carita de la niña se arrugó en una confusión dolorosa. Sus ojos grandes y oscuros se llenaron de lágrimas que amenazaban con desbordarse.
—Pero necesito uno. Mi mami se fue al cielo el año pasado —explicó, y cada palabra era una daga—. Y mi hermana trabaja todo el tiempo. Veo a otros niños con sus papás en el parque los domingos, y se ven tan felices. Los empujan en los columpios, los cargan en los hombros para que vean mejor y les leen cuentos antes de dormir.
Su voz se hizo más pequeña con cada palabra, encogiéndose bajo el peso de su propia tristeza.
—Pensé que si ahorraba suficiente dinero, podría conseguir uno también. He guardado mis domingos por mucho tiempo.
Sentí que mis propios ojos ardían. Detrás de la niña, noté que la tienda estaba completamente quieta. Incluso mis empleados, jóvenes universitarios que usualmente estaban en su propio mundo, habían dejado de acomodar las cajas de Lego para escuchar.
Esto no era una travesura. Esto era pura y desesperada esperanza envuelta en el paquete más inocente imaginable.
Salí de detrás del mostrador y me arrodillé para quedar a su altura. Mis rodillas crujieron al tocar el piso de mármol, un recordatorio de que, a mis 32 años, me sentía más viejo de lo que debería.
—¿Cómo te llamas? —pregunté suavemente.
—Lupita —dijo, limpiándose la nariz con el dorso de su mano—. Lupita Sánchez. ¿Y usted es el dueño, verdad? El que decide qué se vende.
—Sí, soy Marcelo. Marcelo del Valle —mi voz se quebró ligeramente—. Cuéntame sobre tu hermana.
El rostro de Lupita se iluminó un poco, como si el sol saliera entre las nubes.
—Fer es la mejor hermana del mundo. Es muy bonita y lista, y me cuida ella solita. Pero siempre está cansada porque tiene tres trabajos. Se va antes de que yo despierte y llega a casa después de que ceno con Doña Chuy, la vecina. A veces… a veces la escucho llorar en la noche cuando cree que estoy dormida.
Mi corazón se contrajo dolorosamente.
Pensé en mi propia infancia, en el agujero enorme que la muerte de mi padre había dejado cuando yo tenía siete años. Recordé haberle hecho preguntas similares a mi madre, preguntándome por qué otros niños tenían papás que iban a los partidos de fútbol y yo no.
—Lupita… tener un papá no es algo que se pueda comprar —dije, tratando de ser lo más gentil posible—. Es algo que sucede cuando las personas se quieren mucho. Como cuando la gente se casa en las telenovelas o en las películas.
Lupita me miró con los ojos muy abiertos, una nueva esperanza brillando en ellos.
—¿Entonces… si mi hermana Fer se casara con alguien, yo tendría un papá?
Asentí, sin confiar en mi voz para hablar.
A nuestro alrededor, varios clientes se limpiaban las lágrimas abiertamente. Una señora mayor, cargada de bolsas de marca, había sacado un pañuelo y sollozaba en silencio.
—¿Cuánto dinero costaría eso? —preguntó Lupita, mirando sus billetes arrugados—. Tengo 27 pesos con 50 centavos. ¿Es suficiente para que Fer encuentre a alguien bueno?
Antes de que pudiera responder, la puerta principal de la tienda se abrió de golpe, haciendo sonar las campanas con violencia.
Una joven mexicana entró corriendo, con el rostro hermoso pero marcado por el pánico absoluto. Llevaba el uniforme de una cafetería económica, con el delantal manchado de café y el cabello recogiéndose en una coleta que se había soltado por correr.
—¡Lupita! —gritó, escaneando la tienda frenéticamente—. ¡Lupita, dónde estás!
—¡Fer! —Lupita saludó emocionada—. ¡Estoy aquí! Estoy comprándonos un papá.
La mujer, Fernanda, se congeló cuando vio a su hermanita parada junto a mí, el dueño de la tienda, arrodillado en el piso. Sus ojos se movieron de Lupita al dinero en el mostrador, y luego a mi cara, que seguramente estaba surcada por lágrimas.
Las piezas encajaron en su mente al instante.
—Ay no, Dios mío —susurró Fernanda, corriendo hacia nosotros—. Lupita, ¿qué hiciste?
—Le pedí al señor que me vendiera un papá —explicó Lupita con orgullo—. Dice que no funciona así, pero que tal vez si te casas con alguien bueno, entonces puedo tener uno. ¿Crees que podrías casarte con alguien, Fer? Por favor.
El rostro de Fernanda pasó por una docena de emociones en un segundo: vergüenza, angustia, agotamiento y algo que parecía una derrota total. Cayó de rodillas y abrazó a Lupita con fuerza, enterrando su cara en el hombro de la niña.
—Mi amor, lo siento mucho —susurró en el cabello de Lupita—. Lo siento tanto, tanto.
Observé la escena sintiéndome como un intruso en un momento intensamente privado, pero no podía apartar la mirada. Había algo en la protección feroz de Fernanda y su amor obvio por su hermana que me golpeó profundamente. Y había algo en la forma en que se mantenía erguida a pesar de todo. Orgullosa a pesar de su uniforme manchado. Fuerte a pesar de estar abrumada.
—Tengo que volver al trabajo —dijo Fernanda, poniéndose de pie y evitando mis ojos, roja de vergüenza—. Vámonos, Lupita. Doña Chuy está preocupadísima. Casi me da un infarto cuando me dijo que te habías escapado.
—Pero, ¿y el papá? —preguntó Lupita, mirando entre Fernanda y yo.
Los hombros de Fernanda se hundieron.
—Así no funcionan las cosas, bebé. Vámonos. Perdónenos, señor. De verdad, disculpe las molestias.
Tomó el dinero del mostrador y se lo guardó en la bolsa a Lupita. Mientras se daban la vuelta para irse, tomé una decisión impulsiva, una decisión que cambiaría nuestras vidas para siempre.
—¡Esperen! —grité.
Pero ya habían cruzado la puerta automática, perdiéndose en el bullicio de la Avenida Masaryk.
Me quedé allí parado, rodeado de millones de pesos en mercancía, sintiéndome más pobre que nunca.
CAPÍTULO 2: LA VIDA INVISIBLE
Esa noche no pude dormir en mi ático de las Lomas. El silencio de mi mansión, usualmente mi refugio, ahora se sentía como una tumba. Mientras yo daba vueltas en sábanas de hilo egipcio, no dejaba de pensar en Fernanda y Lupita.
No sabía entonces lo que descubriría después, pero mi mente no dejaba de recrear lo que debía ser su vida.
La alarma de Fernanda sonaba a las 4:30 a.m., ese sonido estridente que marcaba el inicio de otra batalla diaria. Se deslizaba fuera de la cama angosta que compartía con Lupita en un departamento de interés social en una colonia brava, tal vez la Doctores o la Guerrero, con cuidado de no despertar a su hermana.
En la penumbra que se filtraba a través de las cortinas delgadas, podía ver la cara tranquila de Lupita, abrazada al elefante de peluche que su madre le había dado antes de morir de cáncer en el Hospital General. El departamento era minúsculo: una recámara, una salita y una cocina donde la estufa servía a veces para calentar el ambiente. Pero estaba limpio. Fernanda luchaba contra el polvo y la miseria con la misma ferocidad.
Para las 5:00 a.m., Fernanda ya estaba en el microbús, apretada entre cientos de cuerpos dormilones, rumbo a su primer trabajo.
El edificio de oficinas en Reforma era un gigante de cristal y acero. Ella pasaba tres horas limpiando las oficinas de abogados y contadores que ganaban en una hora lo que ella hacía en un mes. Vaciaba botes de basura, limpiaba inodoros y aspiraba alfombras. Era trabajo honesto, pero invisible. Era un fantasma que preparaba el escenario para los “importantes”.
A las 8:30 a.m., corría de nuevo al transporte público para llegar a la cafetería donde trabajaba el turno del almuerzo. Ese era su trabajo “bueno”, donde le daban propinas.
—¡Buenos días, Fer! —le gritaba seguramente el cocinero—. ¿Cómo está la chamaca?
—Bien, Don Beto —respondía ella, amarrándose el delantal—. Empezó a preguntar por qué otros niños tienen papá y ella no.
Esa era la daga en su corazón. Ver a Lupita tratando de entender por qué su mundo estaba incompleto.
El turno del almuerzo la mantenía de pie hasta las 3:00 p.m. Luego, corría a su tercer trabajo: acomodar estantes en un supermercado hasta las 10:00 p.m. Doña Chuy recogía a Lupita de la escuela pública y la cuidaba hasta que Fernanda llegaba, agotada, con los pies palpitando.
Esa noche, después del incidente en mi tienda, imaginé a Fernanda llegando a casa.
—¿Cómo te fue en la escuela? —le habría preguntado a Lupita, tratando de ignorar el incidente de la tarde.
—Bien —dijo Lupita distraída—. Fer… ¿por qué no tenemos dinero? Tommy, el de la escuela, dice que su papá los va a llevar a Disney. Y Jessica tiene tenis nuevos. ¿Por qué nosotros no?
La pregunta directa, tan brutal en su inocencia.
Fernanda debió sentar a Lupita en sus piernas, tratando de encontrar palabras que tuvieran sentido para una niña de seis años.
—¿Recuerdas que mami se enfermó? Todo el dinero se fue en doctores para tratar de que se curara. Ahora solo somos tú y yo, y tengo que trabajar muy duro para pagar la renta y la comida.
—¿Por eso siempre estás cansada?
—A veces me canso —admitió Fernanda—. Pero cuidarte me hace feliz, aunque esté cansada.
Lupita se quedó callada un momento. Luego dijo:
—Desearía que tuviéramos un papá que ayudara.
Esa frase debió romper a Fernanda por dentro. No se trataba de romance. Se trataba de supervivencia. Un compañero significaría gastos compartidos, alguien que cuidara a Lupita, alguien que ayudara a cargar el peso aplastante de la responsabilidad.
Pero, ¿quién querría cargar con una mesera en quiebra y una niña pequeña? Fernanda se miró al espejo esa noche, viendo las ojeras, la piel pálida por la falta de sol y vitaminas. Tenía 24 años, pero se sentía de 50.
Al día siguiente, yo no podía concentrarme en las proyecciones financieras de “El Reino Mágico”.
Mi oficina en el piso 15 tenía una vista espectacular de la ciudad, pero solo veía smog y vacío. A mis 32 años, Marcelo del Valle tenía más dinero del que podía gastar en diez vidas. Mi cadena de jugueterías era un imperio. Pero no recordaba la última vez que había sido feliz.
La visita de Lupita había movido algo dentro de mí. Una placa tectónica emocional que llevaba años dormida.
Llamé a mi asistente.
—Cancela todas mis juntas de hoy.
Abrí el cajón de mi escritorio y saqué una foto vieja. Yo, a los siete años, de la mano de mi padre. Él sonreía. Tres meses después de esa foto, un infarto fulminante se lo llevó. Recordé ofrecerle a mi mamá mis juguetes a cambio de que papá volviera. Recordé que ella me dijo: “El dinero no lo compra todo, mijo”.
Pero yo había decidido que ella estaba equivocada. El dinero compraba seguridad. Si hubiéramos tenido más dinero, papá habría ido a mejores doctores. Me pasé la vida probando mi teoría. Compré casas, coches, viajes. Pero el dinero no pudo llenar el hueco.
Hasta ayer.
Tomé mi celular y marqué el número de mi investigador privado, un hombre que usaba para checar antecedentes de socios comerciales.
—Rogelio, necesito que encuentres información para mí. Discreta. Muy discreta.
—¿Qué necesitas, Jefe?
—Busca a una joven llamada Fernanda… creo que se apellida Sánchez. Trabaja en una cafetería cerca de Polanco, tiene una hermana de seis años llamada Lupita. Necesito saber su situación. Dónde viven, qué necesitan, qué deudas tienen.
—¿Esto es personal?
—Sí, Rogelio. Es personal.
Dos días después, el informe llegó a mi correo encriptado.
Los datos eran fríos, pero la realidad que pintaban era desgarradora.
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Nombre: Fernanda Sánchez.
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Edad: 24 años.
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Estudios: Preparatoria terminada. Becada en la UNAM pero abandonó en 3er semestre cuando su madre enfermó.
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Situación: Madre fallecida hace 13 meses. Padre desconocido.
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Empleos: Tres (Limpieza, Cafetería, Supermercado).
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Ingreso mensual total: Aprox. $9,000 pesos.
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Renta: $4,500 pesos en la Colonia Doctores.
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Deudas: $150,000 pesos en préstamos personales y tarjetas de crédito (gastos médicos y funerarios).
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Activos: Ninguno.
Leí el informe tres veces. Fernanda se estaba ahogando. Trabajaba hasta el hueso por $9,000 pesos al mes, de los cuales la mitad se iba en renta. Con lo que sobraba tenía que vestir, alimentar y educar a Lupita, además de pagar una deuda impagable.
Esa noche, manejé mi Mercedes hacia su colonia. No era un lugar para un auto como el mío. Me estacioné a dos cuadras, viendo el edificio viejo, con la pintura descascarada.
Vi a Fernanda llegar caminando, arrastrando los pies. Subió las escaleras como si llevara el mundo en la espalda. Quise bajarme, ofrecerle un cheque, resolverle la vida en un segundo. Pero, ¿qué iba a decir? “¿Hola, te espié y sé que estás en la ruina?”
Regresé a mi casa, a mi comedor para doce personas donde cenaba solo.
Me di cuenta de que mi dinero no servía de nada si solo se acumulaba en el banco. Tal vez era hora de probar si el dinero podía comprar algo después de todo. No felicidad, no un papá… pero sí una oportunidad.
A la mañana siguiente, llamé a Recursos Humanos.
—Necesito crear un puesto nuevo —dije—. “Directora de Experiencias Infantiles”. Y ya tengo a la candidata.
—¿Cuáles son las credenciales, señor del Valle?
Sonreí, pensando en el abrazo protector de Fernanda a su hermana.
—Alguien que sabe que las cosas más importantes de la vida no tienen precio de etiqueta.
El plan estaba en marcha. Pero no tenía idea de que Fernanda era mucho más orgullosa y fuerte de lo que mi dinero podía manejar. Iba a ser la negociación más difícil de mi vida
Aquí tienes la Parte 2 de la historia, continuando con la narrativa adaptada al contexto mexicano, manteniendo el suspenso y la emoción.
—————-HISTORIA COMPLETA (CONTINUACIÓN)—————-
PARTE 2
CAPÍTULO 3: LA PROPUESTA EN LA TORRE DE CRISTAL
Las manos de Fernanda temblaban visiblemente mientras estaba parada frente a la imponente Torre Virreyes, ese edificio que parece un dorito gigante al borde del Bosque de Chapultepec. Era un mundo completamente ajeno al suyo. Aquí, el aire olía a perfume caro y a ambición; en su colonia, olía a escape de camión y aceite quemado.
Se alisó la falda azul marino que había comprado en una paca de ropa americana en el tianguis para el funeral de su mamá. Era su “ropa de domingo”, lo único decente que tenía.
—Vengo a ver al Licenciado del Valle —le dijo a la recepcionista, una mujer rubia con una sonrisa tan perfecta que parecía hecha por inteligencia artificial.
—¿Fernanda Sánchez? —preguntó la mujer sin dejar de teclear—. El señor del Valle la espera. Piso 15.
Fernanda subió al elevador sintiendo que se le revolvía el estómago. Tres días atrás, Marcelo del Valle había aparecido en la cafetería donde ella trabajaba. Había esperado pacientemente a que terminara su turno, se había tomado un café americano sin azúcar y luego, con una seriedad que le heló la sangre, le pidió que fuera a su oficina para una “propuesta de negocios”.
Ella había pensado lo peor. Los hombres ricos no buscan a meseras pobres para negocios lícitos. Pero había algo en sus ojos… la misma mirada triste que había tenido cuando Lupita le pidió comprar un papá.
Las puertas del elevador se abrieron y Fernanda entró en una oficina que era más grande que todo su departamento. Ventanales de piso a techo mostraban la Ciudad de México como una maqueta brillante y lejana.
—Fernanda, gracias por venir —dijo Marcelo, levantándose detrás de un escritorio de caoba que probablemente costaba más de lo que ella ganaría en diez años.
Aquí, en su terreno, se veía diferente. Más imponente, más “patrón”. Pero su sonrisa fue genuina.
—Señor del Valle, le agradezco que me reciba, pero sigo sin entender qué puedo hacer yo por una empresa como esta —dijo ella, sentándose en la orilla de la silla de cuero, lista para salir corriendo si era necesario—. Soy mesera y limpio oficinas. No terminé la universidad.
—Por favor, dime Marcelo. Y creo que eres exactamente lo que necesitamos.
Él se inclinó hacia adelante, entrelazando las manos.
—He estado pensando mucho en lo que pasó en la tienda con Lupita. En lo que dijo. En lo que necesita. Me di cuenta de que, por mucho éxito que tengamos vendiendo juguetes, no entendemos a los niños. No como lo hace alguien como tú.
Fernanda frunció el ceño, confundida.
—¿No entiende?
—Quiero crear un puesto nuevo: “Directora de Experiencias y Conexión Emocional”. Necesito a alguien que diseñe actividades, eventos y programas que conecten de verdad con los niños. Alguien que sepa lo que es luchar, que entienda que no todas las familias pueden gastar cinco mil pesos en un juguete, pero que todo niño merece sentirse especial al entrar a mi tienda.
—¿Quiere que organice fiestas? —preguntó Fernanda, incrédula.
—Más que eso. Quiero que crees recuerdos. Cuentacuentos los sábados para niños cuyos papás trabajan. Talleres de manualidades donde puedan hacer cosas mientras sus padres compran. Un espacio donde se sientan seguros.
Fernanda lo miró fijamente. ¿Era una broma cruel?
—Marcelo… con todo respeto, no tengo experiencia en marketing. No tengo título. Soy la chica que le sirve el café a la gente importante, no la que toma las decisiones.
—Tú criaste a una niña de seis años sola, trabajando tres turnos, después de perder a tu madre —dijo Marcelo con firmeza—. Sabes más sobre las necesidades emocionales de un niño que cualquier graduado del Tec de Monterrey con maestría.
Sacó una carpeta azul y la deslizó sobre el escritorio hacia ella.
—Investigué un poco. Es un contrato base.
Fernanda abrió la carpeta. Sus ojos recorrieron el papel hasta llegar a la cifra del salario mensual. Se le cortó la respiración.
—Esto… esto debe ser un error —susurró, señalando el número—. Esto es cinco veces lo que gano en mis tres trabajos juntos. Más prestaciones superiores a la ley, seguro de gastos médicos mayores para mí y… ¿para Lupita?
—Es un sueldo competitivo para un puesto directivo —dijo Marcelo como si fuera lo más normal del mundo—. El seguro médico es vital. No quiero que tengas que preocuparte si Lupita se enferma. Y el horario es flexible. Quiero que estés en la tienda cuando los niños salen de la escuela, pero tus mañanas son tuyas. Podrás llevar a Lupita a la escuela y recogerla.
Fernanda sintió que las lágrimas picaban en sus ojos. No era solo el dinero. Era el tiempo. Le estaba ofreciendo recuperar su vida. Le estaba ofreciendo dejar de ser una máquina de supervivencia para volver a ser una hermana, una mujer.
—¿Por qué? —preguntó, con la voz quebrada—. ¿Por qué hace esto por mí? No me conoce.
Marcelo se giró hacia la ventana, mirando el tráfico de Reforma.
—Cuando tenía siete años, mi papá murió de un infarto. Mi mamá hizo lo que pudo, pero estaba abrumada. Yo pasaba mucho tiempo solo, preguntándome por qué mi vida se había roto. ¿Te suena familiar?
Fernanda asintió. Era la historia de Lupita.
—Construí esta empresa pensando que si traía alegría a otros niños, llenaría ese hueco. Pero cuando vi a Lupita intentando comprar un papá con sus ahorros… me di cuenta de que lo he estado haciendo mal. He estado vendiendo plástico, no felicidad. He estado atendiendo a los papás ricos y olvidando a las familias reales.
Se volvió hacia ella, y sus ojos brillaban con una intensidad dolorosa.
—Esto no es caridad, Fernanda. Es negocios. Buenos negocios. Hay miles de familias como la tuya. Si creamos un lugar donde se sientan bienvenidos, ganamos lealtad. No me estarías haciendo un favor; me harías el honor de ayudarme a construir algo que valga la pena.
Fernanda miró de nuevo el contrato. Pensó en las botas rotas de Lupita. Pensó en la dueña de la casa amenazando con echarles si se atrasaba otra vez con la renta. Pensó en el dolor de espalda crónico por trapear pisos ajenos.
Pero sobre todo, vio en los ojos de Marcelo la misma soledad que ella sentía cada noche. Ese reconocimiento silencioso de dos personas que han tenido que ser fuertes por demasiado tiempo.
—¿Puedo pensarlo? —preguntó, aunque su corazón ya gritaba que sí.
—Tómate el tiempo que necesites. Pero Fernanda… hagas lo que hagas, quiero que sepas algo: lo que estás haciendo por Lupita, los sacrificios que haces, el amor con el que la cuidas… ese es el trabajo más importante del mundo. Que nadie te diga lo contrario.
Esa tarde, Fernanda llegó temprano a recoger a Lupita a la escuela. Compraron dos helados de limón y se sentaron en la banqueta.
—Lupita… ¿qué pensarías si consigo un trabajo nuevo? —preguntó.
Lupita la miró con la boca manchada de verde.
—¿Un trabajo donde no llegues cuando ya estoy dormida?
—Sí. Uno donde pueda estar contigo en las tardes. Y tal vez… tal vez nos alcance para ir al cine los domingos.
Lupita sonrió, mostrando el hueco donde le faltaba un diente.
—Creo que sería padrísimo, Fer.
Fernanda sonrió. Sacó su celular, que tenía la pantalla estrellada, y marcó el número de la oficina de Marcelo.
—Acepto —dijo cuando él contestó—. Empiezo el lunes.
CAPÍTULO 4: DRAGONES Y DIBUJOS DE FAMILIA
Tres semanas después, la tienda “El Reino Mágico” no parecía la misma. Y Fernanda tampoco.
Ya no tenía las ojeras profundas que parecían moretones bajo sus ojos. Había subido un par de kilos, su cabello brillaba y, por primera vez en años, no sentía ese nudo constante en el estómago por el miedo a no tener qué comer.
Marcelo le había dado carta blanca y un presupuesto generoso. Fernanda transformó una esquina estéril de la tienda en “El Rincón de los Sueños”. Puso alfombras suaves, cojines de colores en forma de nubes y estanterías bajas llenas de libros abiertos.
Era sábado por la mañana. Fernanda estaba sentada en un sillón orejero, rodeada de quince niños que la miraban hipnotizados.
—Y entonces, el dragón se dio cuenta de que no necesitaba escupir fuego para ser valiente —narraba Fernanda, haciendo voces diferentes para cada personaje—. A veces, ser valiente significa decir “tengo miedo” y pedir un abrazo.
Los niños escuchaban con la boca abierta. Entre las estanterías de Lego, Marcelo observaba.
Había empezado a bajar de su oficina corporativa cada vez más seguido. Al principio decía que era para “supervisar la inversión”, pero Fernanda notaba cómo se quedaba escuchando los cuentos, con una taza de café en la mano y una expresión de nostalgia en el rostro.
Cuando la sesión terminó y los niños corrieron con sus papás, Marcelo se acercó.
—Tienes un don —dijo él, entregándole una botella de agua—. Nunca había visto a esos niños tan quietos. Ni con las iPads se quedan así.
—Solo necesitan que alguien los vea a los ojos —respondió Fernanda, acomodando los libros—. La mayoría de los adultos estamos siempre corriendo, en el celular, pensando en la tanda o en la junta. Los niños saben cuándo estás presente de verdad.
Marcelo asintió, pensativo.
—Yo nunca aprendí a hacer eso. Estar presente. Después de que papá murió, mi mamá se volvió… ausente. Estaba ahí físicamente, pero su mente siempre estaba en las deudas, en el trabajo. Aprendí a no molestar. A ser invisible.
Era la cosa más personal que le había dicho desde la entrevista. Fernanda sintió una punzada de empatía. Detrás del traje italiano y el reloj de marca, había un niño herido que nunca había sanado.
—Nunca es tarde para aprender —dijo ella suavemente—. Los niños son maestros muy pacientes si les das chance.
Esa tarde, la rutina cambió. Como parte del acuerdo, Lupita llegaba a la tienda después de la escuela. Se sentaba en una mesita del área infantil a hacer su tarea mientras Fernanda terminaba de organizar los talleres de la siguiente semana.
—¡Fer! —gritó Lupita—. ¡Mira! La maestra me puso una estrellita en el dibujo.
Fernanda se acercó, pero antes de que pudiera llegar, Marcelo salió de detrás de un exhibidor de muñecas.
—¿A ver? —dijo Marcelo, agachándose junto a la niña—. ¡Wow! Esa es una estrella muy grande. ¿Qué dibujaste?
Lupita le extendió la hoja con orgullo.
—Es mi familia —explicó.
Fernanda sintió que el corazón se le detenía. Se acercó despacio, con miedo de lo que pudiera haber en ese papel.
El dibujo mostraba tres figuras de palitos, coloreadas con crayolas intensas, paradas frente a un edificio grande que claramente era la juguetería. Una figura tenía cabello largo y decía “YO”. Otra era más alta, con una coleta, y decía “FER”.
Y la tercera figura era un hombre alto, con traje azul, que sostenía la mano de la figura de Lupita. Decía: “SEÑOR MARCELO”.
El silencio se extendió por unos segundos. Fernanda quería que la tierra se la tragara. Era inapropiado. Era demasiado. Marcelo iba a pensar que ella le estaba metiendo ideas a la niña, o peor, que era una táctica para engancharlo.
—Lupita, eso… —empezó Fernanda, nerviosa—. El señor Marcelo es mi jefe, no es…
Pero Marcelo levantó la mano para detenerla. Tomó el dibujo con una delicadeza reverente, como si fuera un Picasso original. Sus ojos recorrieron las líneas infantiles y se detuvieron en la figura que lo representaba a él, sonriendo y sosteniendo la mano de la niña.
—Es un dibujo increíble, Lupita —dijo Marcelo, y su voz sonaba extrañamente ronca—. ¿Te gusta que esté en tu dibujo?
—Sí —respondió Lupita con esa honestidad brutal de los niños—. Porque tú siempre estás aquí ahora. Y nos diste trabajo para que Fer ya no llore en las noches. Y el otro día me invitaste unas galletas. Así que eres parte de la familia de la tienda.
Marcelo miró a Fernanda. Y en ese momento, algo cambió en el aire. La tensión profesional se rompió, dejando paso a algo más cálido, más peligroso.
—Me siento muy honrado de estar en tu dibujo, Lupita —dijo él, mirándome a los ojos por encima de la cabeza de mi hermana—. De verdad. ¿Te lo puedo comprar? Te doy dos galletas de chocolate a cambio.
Lupita rió.
—¡Trato hecho!
Esa noche, Marcelo se ofreció a ayudar a Lupita con las matemáticas mientras Fernanda cerraba el inventario de materiales. Los observó de lejos. Vio cómo Marcelo, el empresario temido, contaba con los dedos y hacía muecas graciosas cuando Lupita se equivocaba en una suma.
—Señor Marcelo —escuchó que preguntaba Lupita—. ¿Usted tiene familia?
—No mucha, pequeña. Mis papás están en el cielo, como tu mami. Y no tengo hermanos.
—Eso es muy triste —dijo Lupita—. ¿Se siente solito en su casa grandota?
—A veces —admitió él.
Lupita pensó un momento, mordiendo la punta de su lápiz.
—Bueno, puede compartir la nuestra si quiere. Nosotras no tenemos papá y usted no tiene a nadie, así que podemos juntarnos. Como un rompecabezas.
Fernanda sintió que las mejillas le ardían. Se acercó rápidamente.
—Lupita, no seas imprudente. El señor Marcelo tiene su propia vida.
—Está bien, Fernanda —dijo Marcelo, levantándose. Sus ojos se encontraron con los de ella, y por un segundo, Fernanda olvidó que él era millonario y ella su empleada. Solo vio a un hombre mirando a una mujer como si fuera la respuesta a una pregunta que no sabía formular—. Creo que la lógica de Lupita es impecable. Los rompecabezas se arman con piezas diferentes, ¿no?
—Supongo que sí —susurró ella.
—Me gustaría… —Marcelo titubeó, perdiendo su habitual confianza empresarial—. La escuela de Lupita organiza un picnic familiar el próximo viernes. Vi el volante en su mochila. Sé que es para padres, y sé que usualmente vas tú sola… pero me preguntaba si… ¿les molestaría si voy con ustedes? Digo, para apoyar. Como amigo.
Fernanda contuvo el aliento. El picnic familiar era su pesadilla anual. Ver a las familias completas, sentir las miradas de lástima de las otras mamás. Llevar a Marcelo, el soltero de oro de las revistas de sociales, a un picnic de escuela pública en una colonia popular… era una locura.
Pero luego miró a Lupita, que estaba conteniendo la respiración con los ojos brillantes de esperanza. Y miró a Marcelo, que parecía aterrorizado de que le dijeran que no.
—Tienen que llevar sándwiches de jamón —dijo Fernanda, con una media sonrisa—. Y sentarse en el pasto. Y probablemente lo llenen de tierra.
Marcelo sonrió, y fue una sonrisa que le llegó a los ojos, transformando su rostro serio en algo juvenil y radiante.
—Llevaré el mejor jamón que encuentre. Y no me importa la tierra.
—Entonces… sí —dijo Fernanda—. Nos gustaría mucho.
Mientras cerraban la tienda esa noche, Fernanda sintió una mezcla de emoción y pánico. Estaba cruzando una línea. Estaba dejando que su jefe, un hombre de otro universo, entrara en su pequeña y frágil vida. Sabía que si esto salía mal, la caída sería devastadora.
Pero por primera vez desde que su madre murió, se permitió soñar con que tal vez, solo tal vez, la vida le estaba dando un respiro. No sabía que el picnic sería el inicio de algo maravilloso, pero también el detonante de un escándalo que pondría en riesgo todo lo que acababa de conseguir.
Porque en el mundo de Marcelo del Valle, las cosas buenas nunca venían sin un precio, y había ojos envidiosos observando cada movimiento que hacían
PARTE 3
CAPÍTULO 5: EL ESCÁNDALO Y LA SALA DE JUNTAS
El picnic de la escuela primaria “Héroes de Chapultepec” era exactamente el tipo de evento que Fernanda solía temer. Familias extendidas en mantas sobre el pasto seco, padres empujando a sus hijos en los columpios oxidados, y el olor a tortas de jamón y papas fritas en el aire. Era un recordatorio visual de todo lo que ella y Lupita no tenían.
Pero este año era diferente.
Marcelo del Valle, el hombre que aparecía en las revistas de negocios, caminaba a su lado cargando una hielera de OXXO, vistiendo jeans y una camisa polo que, aunque sencilla, costaba más que la renta de Fernanda.
—¿Es aquí donde juegan? —preguntó Marcelo, señalando las resbaladillas.
—Sí —dijo Lupita, saltando de emoción—. Y ahí fue donde me raspé la rodilla la semana pasada, pero no lloré porque soy valiente.
—Eres muy valiente —coincidió Marcelo—. A veces demasiado para tu propio bien. Me recuerdas a alguien.
Miró a Fernanda de reojo. Ella se sonrojó, sintiendo una calidez en el pecho que no tenía nada que ver con el sol del mediodía.
Se sentaron bajo un árbol. Marcelo sacó sándwiches gourmet que había intentado hacer pasar por caseros, aunque el pan era artesanal y el jamón era serrano. Comieron entre risas. Por primera vez en su vida adulta, Fernanda sintió que encajaba. No era la hermana soltera y pobre; era parte de algo completo.
—Oye, ¿ese es tu esposo? —susurró una de las mamás del salón, acercándose con el pretexto de ofrecer servilletas. Era la señora Gómez, la reina del chisme en el grupo de WhatsApp de la escuela.
—Eh, no… es un amigo —dijo Fernanda rápidamente.
—Pues qué amigo tan guapo y acomedido. Mira cómo juega con Lupita. No lo dejes ir, mija. Esos ya no se fabrican.
Fernanda miró hacia los columpios. Marcelo estaba empujando a Lupita, con la corbata imaginaria desabrochada, riéndose a carcajadas. Se veía feliz. Se veía… real.
Pero la burbuja de felicidad estaba a punto de reventar.
El lunes siguiente, la realidad golpeó la puerta de Marcelo en la Torre Virreyes.
La sala de juntas estaba fría, dominada por una mesa de mármol negro y doce miembros del consejo de administración que lo miraban como si hubiera cometido un crimen capital.
—Marcelo, tenemos que hablar de tus prioridades —dijo Doña Elena, la inversionista principal, una mujer de 65 años con perlas y una mirada de acero—. Tu asistencia a las juntas trimestrales ha sido… decorativa. Te has saltado reuniones con proveedores para ir a “cuentacuentos” en la tienda.
—Esos programas han aumentado el tráfico en la tienda un 30% —defendió Marcelo, enderezándose en su silla—. Estamos construyendo comunidad.
—Sí, vimos los números —interrumpió Roberto, el director financiero—. Pero también nos han llegado rumores. Marcelo, estás pasando demasiado tiempo con una empleada. Una empleada que, según entiendo, era mesera hace un mes.
El silencio en la sala fue sepulcral.
—Fernanda Sánchez es la Directora de Experiencias y es brillante —dijo Marcelo, sintiendo que la ira le subía por el cuello—. Su pasado no define su talento.
—No se trata de talento, se trata de riesgo —dijo Doña Elena—. Es una madre soltera, joven, necesitada económicamente. Tú eres un millonario. Si esto sale mal, si terminan mal, ella podría demandarnos por acoso, por abuso de poder. Es una bomba de tiempo de relaciones públicas, Marcelo. “El Rey del Juguete se aprovecha de su empleada”. ¿Te imaginas los titulares?
—No es así. Nuestra relación es profesional.
—¿Seguro? —Elena arqueó una ceja—. Porque tu asistente dice que cancelaste una cena con el Embajador de Francia para ir a un picnic escolar en una colonia popular. Marcelo, estás confundiendo la caridad con el negocio. Y estás poniendo en riesgo el legado de tu padre.
Esa mención dolió más que cualquier otra cosa. Marcelo salió de la junta furioso, pero con una duda sembrada en su mente. ¿Estaba haciendo lo correcto? ¿O estaba, como decían ellos, jugando a la casita y poniendo en riesgo a todos?
Necesitaba ver a Fernanda. Necesitaba ver la realidad.
Manejó hasta la tienda, pero al llegar, encontró el área infantil vacía. Fernanda no estaba organizando los materiales como siempre.
—¿Dónde está Fernanda? —le preguntó a uno de los empleados.
—Salió corriendo, jefe. Le llamaron de la escuela. Parece que su hermanita se puso mal.
El corazón de Marcelo se detuvo.
CAPÍTULO 6: LA CUENTA DE HOSPITAL Y EL ADIÓS
Lupita se había desmayado en el recreo.
Cuando Marcelo llegó al Hospital Español, encontró a Fernanda en la sala de espera de urgencias. Estaba pálida, temblando, con las manos apretadas en su regazo. Parecía haber encogido, volviendo a ser la chica asustada que había entrado en su tienda semanas atrás.
—¿Cómo está? —preguntó Marcelo, sentándose a su lado.
—Es apendicitis —susurró Fernanda, con los ojos rojos—. Se le reventó. Tuvieron que meterla a cirugía de emergencia. Dijeron que era grave, Marcelo. Muy grave.
Marcelo la rodeó con un brazo y ella se derrumbó contra él, llorando todas las lágrimas que había contenido para ser fuerte frente a los doctores. Esperaron tres horas eternas. Marcelo no se movió, sosteniéndola, ignorando las llamadas perdidas del consejo de administración.
Cuando el cirujano salió y dijo que Lupita estaba fuera de peligro, el alivio fue tan intenso que Fernanda casi se desmaya.
—Gracias a Dios —dijo ella—. Gracias a Dios.
Pero el alivio duró poco. Dos días después, llegó la cuenta.
Fernanda estaba en la habitación de Lupita, viendo a su hermana dormir, cuando una enfermera de administración entró con un sobre. Fernanda lo abrió y sintió que el piso se abría bajo sus pies.
Incluso con el seguro básico que Marcelo le había dado al contratarla, había deducibles, coaseguros, gastos de honorarios médicos externos y materiales que no cubría la póliza por ser un padecimiento preexistente o alguna cláusula de letra chiquita que ella no entendía.
La cuenta total a pagar era de $185,000 pesos.
Fernanda miró el papel. Podía vender sus riñones y no juntaría esa cantidad. El pánico frío de la pobreza volvió a atacarla, más fuerte que nunca. Iba a perderlo todo. La iban a demandar. Iba a ir a la cárcel por no pagar.
Salió al pasillo a tomar aire, sintiendo que se ahogaba.
—Fernanda.
Marcelo venía caminando por el pasillo, con dos cafés en la mano.
—Marcelo, la cuenta… no sé qué voy a hacer. Son casi doscientos mil pesos. No tengo…
—Ya está resuelto —dijo él tranquilamente, extendiéndole el café.
Fernanda parpadeó.
—¿Qué?
—Pasé a caja hace un rato. Pagué el saldo. No te preocupes por eso, lo importante es que Lupita esté bien.
El tiempo se detuvo. En lugar de gratitud, Fernanda sintió una oleada de calor subir por su cuello. Una mezcla de vergüenza, humillación y rabia.
—¿Pagaste la cuenta? —preguntó, con la voz temblorosa—. ¿Sin preguntarme?
—Fernanda, es mucho dinero. Sabía que te ibas a agobiar. Quería quitarte ese peso de encima.
—¿Y quién te crees que eres para decidir eso por mí? —Su voz se elevó, atrayendo las miradas de algunas enfermeras—. ¿Crees que porque tienes dinero puedes llegar y arreglar mi vida como si fuera uno de tus juguetes rotos?
—Solo quería ayudar —dijo Marcelo, confundido por su reacción—. Lo hice porque me importan. Porque te quiero.
—No —dijo ella, dando un paso atrás—. Lo hiciste porque me ves como una pobrecita. Como un caso de caridad. Igual que tu consejo de administración, ¿verdad? La mesera pobre que necesita al salvador rico.
—Eso no es justo, Fernanda.
—¡Lo que no es justo es que me quites mi dignidad! —gritó ella, y las lágrimas de impotencia brotaron—. He luchado toda mi vida para no deberle nada a nadie. Para que nadie pueda decir que soy una mantenida o una interesada. Y tú, con un tarjetazo, me acabas de convertir en eso. Me acabas de recordar que no somos iguales. Que tú tienes el poder y yo solo soy la que recibe las sobras.
—Fernanda, por favor…
—No puedo trabajar para ti —dijo ella, limpiándose las lágrimas con furia—. No puedo verte a la cara sabiendo que compraste mi tranquilidad.
—¿Vas a renunciar? ¿Por orgullo? —Marcelo estaba incrédulo—. Piensa en Lupita.
—Estoy pensando en ella. Quiero que crezca viendo a una mujer que se vale por sí misma, no a una que depende del humor de un millonario.
Fernanda sacó una libreta de su bolsa, arrancó una hoja y escribió rápidamente.
—Aquí tienes mi renuncia. Y te voy a pagar. Cada centavo. Me tardaré diez años, pero te voy a pagar esos 185,000 pesos.
Le puso el papel en el pecho y entró a la habitación de Lupita, cerrando la puerta en la cara del hombre que amaba.
CAPÍTULO 7: LA FUNDACIÓN Y EL PERDÓN
Pasaron tres semanas.
Fernanda había vuelto a su antigua vida, pero ahora era peor, porque sabía lo que era vivir sin miedo. Trabajaba turnos dobles en una fonda diferente, lejos de Polanco. Lupita se recuperaba en casa de la vecina. La tristeza en el pequeño departamento era palpable.
—Fer, ¿ya no vamos a ver al Señor Marcelo? —preguntaba Lupita cada noche.
—No, mi amor. Somos de mundos diferentes.
Mientras tanto, Marcelo era un fantasma en su propia empresa. Los números seguían subiendo, pero él se sentía vacío. Las palabras de Fernanda resonaban en su cabeza: “No somos iguales. Tú tienes el poder”.
Ella tenía razón. Había usado su dinero como un arma, aunque fuera con buenas intenciones. Había ignorado su autonomía.
Una tarde, Marcelo entró a la oficina de su abogado personal.
—Quiero abrir una Fundación —dijo, sin preámbulos.
—¿Para deducir impuestos? —preguntó el abogado.
—No. Para cambiar vidas. Y necesito que se llame “Fundación Arturo del Valle”, en honor a mi padre. Y necesito que redactes unos estatutos muy específicos. No va a ser caridad. Va a ser inversión social.
Dos días después, Marcelo estaba parado afuera de la fonda “La Esperanza”, en la colonia Narvarte, donde Fernanda había conseguido trabajo. Esperó a que ella saliera, con el uniforme oliendo a grasa y cebolla.
Cuando ella lo vio, intentó cruzar la calle para evitarlo.
—¡Fernanda, espera! —gritó él—. No vengo a ofrecerte dinero. Ni a pedirte que vuelvas.
Ella se detuvo, con la guardia alta.
—¿A qué vienes entonces? Ya te deposité los primeros quinientos pesos de la deuda. Es lo que pude juntar.
—No quiero tu dinero —dijo él, acercándose con cautela y mostrándole una carpeta de piel—. Vengo a ofrecerte una sociedad.
—¿De qué hablas?
—Leíste bien. Una sociedad. Creé una fundación para apoyar a familias monoparentales en crisis médica y educativa. Pero no tengo idea de cómo manejarla. Yo sé hacer dinero, pero no sé cómo ayudar sin humillar. Tú sí.
Fernanda miró la carpeta.
—¿Quieres que trabaje para ti otra vez?
—No. Quiero que seas la Directora Ejecutiva. Con autonomía total. Tu nombre en los papeles. Tú decides a quién se ayuda y cómo. Tú mandas. Yo solo pongo los fondos iniciales y me quito de en medio.
Fernanda abrió la carpeta. Leyó los estatutos. Dignidad. Respeto. Empoderamiento. No eran palabras corporativas vacías; eran sus propias palabras, las que le había gritado en el hospital, convertidas en la misión de una organización.
—¿Por qué? —preguntó ella, bajando la mirada.
—Porque tenías razón —dijo Marcelo, y su voz se quebró—. Fui un idiota arrogante. Pensé que el dinero arreglaba todo. Pero tú me enseñaste que la dignidad vale más que cualquier cheque. No quiero ser tu salvador, Fernanda. Quiero ser tu compañero. Quiero estar a tu altura.
Fernanda levantó la vista. Vio al hombre detrás del traje. Vio el arrepentimiento sincero y el amor desesperado.
—Lupita te extraña mucho —dijo ella suavemente.
—Yo la extraño a ella. Y a su hermana… Dios, cómo extraño a su hermana. No puedo dormir, no puedo comer. Soy miserable en mi mansión si tú no estás en mi vida.
Fernanda dejó caer su barrera. El orgullo era importante, sí, pero el amor… el amor real, el que está dispuesto a aprender y cambiar, eso era un milagro que no podía desperdiciar.
—Si acepto el puesto… —dijo ella, con una media sonrisa—. Vas a tener que reportarte conmigo. Yo seré la jefa en la fundación.
Marcelo sonrió, y fue como si saliera el sol en medio de la noche.
—Acepto tus términos. Jefa.
CAPÍTULO 8: EL MEJOR REGALO DEL MUNDO
Seis meses después.
La tienda “El Reino Mágico” estaba cerrada al público, pero adentro había una fiesta como ninguna otra.
No había meseros de guante blanco ni canapés de caviar. Había tacos de canasta, esquites, y una mesa de dulces enorme. Los invitados eran una mezcla extraña: los miembros del consejo de administración (que se veían un poco incómodos pero comían tacos con gusto), los empleados de la tienda, Doña Chuy, y varias familias que habían sido las primeras beneficiadas por la Fundación Arturo del Valle.
Fernanda llevaba un vestido blanco sencillo, bohemio, con flores naturales en el cabello. Se veía radiante, no como la mesera cansada, ni como la ejecutiva estresada, sino como una mujer plena.
Marcelo tomó el micrófono en el centro de la pista, justo en el área donde meses atrás una niña había puesto 27 pesos sobre el mostrador.
—Su atención, por favor —dijo Marcelo, y el silencio se hizo—. Hace un tiempo, una clienta muy exigente entró a esta tienda buscando algo que no teníamos en inventario.
Lupita, que ahora llevaba un vestido de princesa rosa y tenis brillantes, se rió y se tapó la cara.
—Ella me pidió comprar un papá —continuó Marcelo, mirando a la niña con adoración—. Yo le dije que no vendíamos personas. Pero ella me enseñó que estaba equivocado. No se pueden comprar personas, pero se puede comprar el futuro si inviertes amor. Esa niña y su hermana me salvaron. Me salvaron de una vida rica en dinero pero pobre en todo lo demás.
Marcelo se giró hacia Fernanda y tomó sus manos.
—Fernanda Sánchez, tú me enseñaste a ser un hombre de verdad. Me enseñaste que el valor no está en la cartera, sino en el carácter. Prometo respetarte, admirarte y, sobre todo, nunca más intentar arreglar tu vida sin tu permiso… aunque prometo intentar hacerla muy feliz.
Se arrodilló. No hubo duda, no hubo miedo.
—¿Te casarías conmigo?
—Sí —dijo Fernanda, y su voz resonó clara y fuerte—. Sí, mil veces sí.
El beso fue interrumpido por un pequeño misil rosa que se estrelló contra sus piernas.
—¡Abrazo de familia! —gritó Lupita.
Marcelo las levantó a las dos, girando en el aire mientras los aplausos estallaban.
Más tarde esa noche, mientras la fiesta terminaba, Lupita se acercó a Marcelo, que estaba aflojándose la corbata.
—Oye, papá —dijo ella. La palabra salió natural, fácil.
A Marcelo se le llenaron los ojos de lágrimas. Era la primera vez que lo llamaba así.
—¿Qué pasó, princesa?
—¿Te acuerdas de mis 27 pesos con 50 centavos?
—Claro que me acuerdo.
—Todavía los tengo —dijo ella, sacando las monedas de su bolsita—. Creo que hice una buena compra, ¿verdad? Aunque me salió barato.
Marcelo se rió y la cargó en sus brazos, besando su frente. Miró a Fernanda, que reía con Doña Chuy al otro lado del salón.
—No, mi amor —dijo Marcelo—. Tú no compraste nada. Tú me diste el regalo más caro del mundo. Me diste una vida.
Y así, en medio de juguetes y risas, en una ciudad caótica y hermosa, la familia que el destino había unido —un millonario solitario, una guerrera incansable y una niña con sueños grandes— comenzó su verdadero “vivieron felices para siempre”. No como en los cuentos de hadas, perfectos y lejanos, sino como en la vida real: con luchas, con perdón, y con un amor a prueba de todo.
FIN