Nadie soportaba a la hija del millonario más poderoso de México. Decían que era un monstruo, pero yo descubrí la verdad que su tía intentó ocultar incriminándome.

PARTE 1

Capítulo 1: El Huracán en Reforma

Lo que acabas de escuchar no fue solo un plato rompiéndose; fue el sonido de mi paciencia colapsando, valuada en una propina que necesitaba desesperadamente. Era el quinto plato esa semana en el “Bistró de la Esquina”, un lugar en la Roma Norte que fingía ser más elegante de lo que era.

Serafina Vance. Solo decir el nombre provocaba escalofríos en las agencias de niñeras de toda la Ciudad de México. A sus diez años, la hija del magnate tecnológico Alistair Vance tenía una reputación que haría temblar a un cartel. Había hecho llorar a ex-militares contratados como guardaespaldas y había provocado la renuncia de psicólogas egresadas de la UNAM y del Tec de Monterrey en su primer día.

Era un huracán vestido con ropa de diseñador, un problema que ni todos los pesos del mundo podían resolver. La prensa de sociales la llamaba “La Heredera Indomable”. Su padre, Alistair, el rey de las telecomunicaciones, estaba al límite. Lo había intentado todo. Todo, excepto toparse conmigo: Clara, una mesera de 23 años que vivía al día, debía dos meses de renta en un departamento compartido en la Doctores y que, francamente, estaba demasiado cansada para tener miedo.

Yo no sabía quién era Alistair Vance más allá de verlo en las portadas de Expansión que dejaban los clientes olvidadas. Sabía que era rico, que había construido un imperio desde un garaje en la colonia Del Valle y que se había vuelto un recluso desde que su esposa, Isabella, murió en un accidente de equitación en Valle de Bravo hace dos años.

Pero Serafina… ella era una leyenda urbana entre los que trabajamos en el servicio. El señor Hernández, un cliente habitual que manejaba una agencia de staff de lujo, se sentaba en mi barra a tomarse un tequila y llorar sus penas. —Esa niña es una víbora, Clara —me dijo la semana pasada—. Inteligente como el diablo, pero puro veneno. Vance ofrece medio millón de pesos al año. Nadie acepta. Ya nadie quiere ir a ese penthouse en Lomas.

Era un martes lluvioso y chilango, de esos que inundan las calles y ponen a todos de mal humor. La puerta se abrió y entró un hombre de traje negro, impecable pero con ojos de quien no ha dormido en años. Detrás de él, una niña que parecía vibrar de furia contenida.

Alistair Vance no parecía un rey; parecía un hombre secuestrado. Serafina, con su uniforme de colegio privado, miraba el lugar como si oliera a basura.

—Mesa para dos —dijo Alistair en voz baja. —Por aquí —dije yo, guiándolos a un reservado.

En cuanto se sentaron, comenzó el show. —Este asiento está húmedo —anunció Serafina. —No lo está, Sara —suspiró Alistair. —Lo está. Y esta luz zumba. Me duele la cabeza. No puedo comer aquí. Vámonos.

Yo observaba. No con molestia, sino con fascinación clínica. Estudio psicología en la noche en la UNAM, y lo que veía no era un berrinche; era un guion. La niña no estaba enojada; estaba trabajando. Estaba ejecutando una campaña de control.

Me acerqué. —¿Puedo traerle agua embotellada, señorita? Serafina me miró, entrecerrando los ojos. —Quiero agua de manantial, pero no de esa marca comercial. Quiero la que traen de los Alpes. Esta es de la llave. —Es agua filtrada triple, la mejor de la ciudad —respondí tranquila. —Mi nombre es Clara —continué, ignorando su cara de odio—. ¿Qué van a pedir?

—Quiero un sándwich de queso a la parrilla —dijo ella, retándome—. Pan integral de nueve granos, queso gruyere joven, sin orillas, cortado en cuadrados exactos. Y si está tantito quemado, lo devuelvo. —Anotado —dije sin pestañear—. ¿Y para usted? Alistair me miró como si viera a un fantasma. —Solo café negro. Por favor.

Capítulo 2: El Arte de la Guerra (y del Queso)

Diez minutos después regresé. El sándwich era una obra de arte. Pan de nueve granos, dorado perfecto, cuatro cuadrados simétricos.

Serafina lo inspeccionó como un perito forense. Tomó uno, lo olió y luego, con un movimiento rápido y violento, barrió con el brazo toda la mesa. El plato, el sándwich y el vaso de agua volaron y se estrellaron contra el piso de loseta.

El restaurante se quedó en silencio total. —Estaba quemado —siseó ella.

Alistair se hundió en su silla, derrotado. —Lo siento… lo siento mucho —murmuró, sacando la cartera—. Pagaré todo. La comida de todos.

Vi a mi gerente salir de la cocina hecho una furia. Iba a despedirme o a correrlos. Levanté la mano para detenerlo. No limpié el desastre. Me agaché y tomé un pedazo de pan mojado del suelo.

—Tienes razón —dije, mi voz resonando en el silencio—. Este lado está un tono más oscuro. Mi error.

Serafina levantó la vista, sorprendida. Esperaba gritos, llanto o sumisión. No esperaba validación técnica. —Pero tengo una duda —seguí, mirándola a los ojos—. El lanzamiento… ¿fue un 10 o un 7.5? El plato tuvo buena distancia, pero el agua salpicó demasiado. Fue un poco… desordenado.

Alistair levantó la cabeza. Serafina se quedó muda. —Solo digo —continué recogiendo los pedazos—. Si vas a hacer un escándalo, que sea épico. Eso fue un cliché de telenovela. Pareces inteligente. Inventa algo original.

Una micro-sonrisa apareció en los labios de Serafina y desapareció al instante. —Cállate —murmuró. —Hablas en serio —dije poniéndome de pie—. Tanta energía desperdiciada para mojar un piso. Patético. ¿Tienes hambre o solo era teatro? —No tengo hambre. —Bien, entonces siéntate y espera a que tu papá termine su café, que se está enfriando.

Limpié todo. Le traje un café nuevo a Alistair y un vaso de agua a ella. No me disculpé, no la mimé. Solo existí. Y por primera vez, Serafina se quedó callada, observándome como si fuera un espécimen raro.

Al salir, Alistair me dio las gracias con la voz rota. Una hora después, mi gerente me pasó el teléfono. —Es para ti. La oficina de Vance. Dicen que es urgente.

Sentí el pánico. ¿Me iban a demandar? Llamé. —Señorita Jenkins, el señor Vance quiere verla. Su auto está afuera.

Un Mercedes Clase S negro estaba esperándome en la banqueta de la Roma. Me llevaron a Reforma, a la torre de cristal de Industrias Vance. Subí en un elevador privado hasta el penthouse.

Alistair estaba frente al ventanal, dominando la ciudad. —Seré directo, Clara. Lo que vi hoy… nadie lo había logrado. No la complació, no le gritó. La vio. —Solo hacía mi trabajo, señor. —Quiero contratarla. No como niñera. Como… compañera. Mentor. Lo que sea. Le pagaré 400,000 pesos al año y cubriré sus estudios de maestría y doctorado donde quiera.

Dejé de respirar. Eso era libertad. Era el fin de mis deudas. —¿Por qué yo? —Porque es la primera persona en dos años que no la mira con miedo ni con lástima. Porque la llamó patética.

PARTE 2

Capítulo 3: La Habitación Sellada

Acepté. No tenía opción, y en el fondo, sentía curiosidad. El penthouse de los Vance era un museo frío. Lujo por todas partes, pero cero calor de hogar.

Los primeros días fueron difíciles. Serafina me ignoraba o intentaba hacerme la vida imposible, pero yo aplicaba la técnica de la “señora Petro”, mi vecina rusa de la Doctores: calma absoluta y observación.

Una tarde, escuché música. Alguien estaba tocando el piano, y no era cualquier cosa; era un estudio de Chopin complejo, apasionado, pero lleno de errores causados por la furia. Seguí el sonido hasta una habitación en el segundo piso, cubierta de sábanas blancas, excepto por un piano de cola Steinway.

Era Serafina. Tocaba con una intensidad que daba miedo. Tropezó en una nota, golpeó las teclas con los puños y gritó de frustración. Me vio en el reflejo de la tapa del piano.

—¡Sal de aquí! —gritó, cerrando la tapa de golpe—. ¡Nadie puede entrar aquí! —Eso fue increíble, Sara. No sabía que tocabas. —¡Vete! —Me lanzó un metrónomo que se estrelló contra la pared.

Me retiré, pero mi corazón latía a mil. Esa no era la niña calculadora del restaurante; era una niña herida. Bajé y encontré a Alistair llegando del trabajo. —Señor Vance, Serafina estaba tocando el piano en la habitación del segundo piso. Alistair se puso pálido. Se tuvo que apoyar en la pared. —¿La sala de música? —susurró—. Esa era la habitación de Isabella, mi esposa. Era concertista. La cerré cuando murió. No sabía que Sara tenía la llave.

—No solo tiene la llave, Alistair. Ha estado practicando sola. Su dolor vive en esa habitación. Alistair se cubrió el rostro. —Pensé que la protegía cerrando ese lugar. Todo este tiempo ha estado ahí, sola con el recuerdo de su madre.

Capítulo 4: Entra la Víbora

El descubrimiento de la música cambió las cosas, pero también atrajo a los buitres. Tía Genoveva, la hermana de Alistair, apareció tres días después para una cena “familiar”.

Genoveva era elegante, con esa vibra de señora de las Lomas que te juzga por tus zapatos. Me encontró en la cocina intentando que Sara comiera. —Vaya, vaya. La milagrosa mesera —se burló—. Sé lo que haces. Crees que puedes salvarla. —Solo hago mi trabajo. —Eres un fraude. Tropezaste con lo de la música por suerte. Pero te advierto: vas a fallar. Alistair está ciego por la culpa, pero yo no. Esa niña necesita mano dura, un internado militar, no una estudiante muerta de hambre. —¿Es eso lo que quiere? —le pregunté—. ¿Que esté sola? —Lo que quiero es estabilidad. Y tú eres un obstáculo. Cuando falles, y vas a fallar, yo estaré ahí para tomar el control.

Genoveva no era una tía preocupada; era una depredadora tras el fideicomiso de la niña. Fui a la habitación de Sara. —Tu tía está aquí —le dije a través de la puerta—. Dice que soy un fraude y que voy a fallar. La puerta se abrió un poco. —Es una bruja —dijo Sara. —Lo sé. Pero escucha, ella quiere que pierdas el control. Quiere que hagas un berrinche en la cena para decirle a tu papá: “¿Ves? Te lo dije”. —Siempre lo hace —admitió Sara—. Le dice al chef que me haga cosas que odio y luego le dice a papá que soy imposible. —Entonces, el movimiento inteligente es no darle el gusto. Vamos a cenar.

Esa noche, sirvieron pato. —Tu favorito, querida, como lo hacía tu madre —dijo Genoveva con una sonrisa falsa. Alistair se tensó. Mencionar a la madre era tabú. Sara apretó los puños. Iba a estallar. La miré y le hice un gesto sutil: Movimiento inteligente.

Sara respiró hondo. —En realidad, tía Genoveva, mamá odiaba el pato. Tú eras la que siempre lo pedía. Pero gracias, se ve aceptable. La sonrisa de Genoveva se congeló. Alistair miró a su hermana con sospecha por primera vez. Ganamos esa batalla, pero la guerra apenas empezaba.

Capítulo 5: La Confesión y la Culpa

La confianza creció. Sara empezó a hablarme de sus cómics, de la escuela. Pero el piano seguía siendo un tema delicado. Un día le pregunté por el accidente. —Tu papá dice que fue un accidente de caballo. Sara se derrumbó. —Fue mi culpa —confesó llorando—. Estábamos en el rancho. Ella quería que viera su salto. Yo le dije que la odiaba, que me aburría, que quería irme a jugar videojuegos. Ella se rió y dijo “Te voy a impresionar, monstruito”. Saltó, el caballo tropezó y… ella nunca se levantó. Me abrazó, temblando. —Lo último que le dije fue “Te odio”. Y papá no habla de ella porque me culpa. Genoveva me dijo que él nunca me perdonaría.

La sangre me hirvió. Genoveva había implantado esa culpa. Llamé a Alistair y le exigí que viniera. Esa tarde, en la sala, todo salió a la luz. —¡No te culpo, Sara! —lloró Alistair abrazando a su hija—. Nunca hablo de ella porque me duele demasiado a mí, porque fui un cobarde. No porque te culpe a ti.

Lloraron juntos por primera vez en dos años. Esa noche, Alistair me dio una llave maestra. —Abre la sala de música —me dijo—. Que la casa se llene de vida otra vez.

Capítulo 6: La Trampa Maestra

Las cosas iban demasiado bien. Y cuando eso pasa, el golpe es más duro. Un jueves llegué y el ambiente estaba pesado. El personal no me miraba a los ojos. —El señor Vance te espera en el despacho —dijo el ama de llaves.

Entré. Alistair estaba de pie, frío como el hielo. Genoveva estaba sentada, luciendo falsamente triste. —¿Qué pasa? —Falta un collar de diamantes de la caja fuerte —dijo Alistair—. El favorito de Isabella. —¿Y qué tengo que ver yo? —Genoveva sugirió revisar… y encontró esto en el bolsillo de tu abrigo. Puso sobre el escritorio un ticket de empeño de una tienda en el Centro Histórico, fechado ayer. —Llamamos. Tienen el collar.

Sentí que el suelo se abría. —¡Yo no fui! ¡Es una trampa! Alistair, por favor, estábamos progresando. —Las cámaras de seguridad de mi vestidor fueron desactivadas por un “error de red” —dijo Alistair con voz muerta—. Eres muy buena, Clara. Ganaste nuestra confianza para robarnos. —¡No! ¡Ella lo plantó! —señalé a Genoveva. —Alistair, está histérica —dijo la tía—. Deberíamos llamar a la policía. —No —dijo Alistair—. Solo vete, Clara. Devuelve las llaves. No quiero volver a verte.

Me corrió. No me denunció, pero me destrozó. Me fui llorando, sintiendo la traición más profunda. Genoveva había ganado.

Capítulo 7: Hackeando la Verdad

Pasé el día siguiente en mi cama, deprimida. Había perdido mi oportunidad, mi beca, y a la niña que empezaba a querer. Sonó el timbre insistentemente. —¡Abre, idiota! Era Serafina. Estaba sola en mi puerta en la Doctores. —¿Sara? ¿Qué haces aquí? —Vine en taxi. Mi papá es un tonto y mi tía es una mentirosa. —¿Me crees? —Obvio. Robar es un movimiento ruidoso y estúpido. Además, olvidan que soy hija de un genio tecnológico.

Sacó su laptop. —Puse mis propias cámaras espía en la casa hace meses para vigilar a las niñeras y al chef. Genoveva apagó las cámaras de seguridad de la casa, pero no sabía de las mías. Giró la pantalla. Ahí estaba el video: Genoveva entrando al vestidor, tomando el collar. Y otro video de ella metiendo el ticket en mi abrigo en el recibidor. —Me incriminó —susurré. —Sí —dijo Sara con una sonrisa depredadora—. Ahora vamos a hacer el movimiento inteligente.

Capítulo 8: Jaque Mate

Una hora después, Alistair irrumpió en mi departamento buscando a su hija, furioso. —¡Sara! ¿Qué haces aqu…? —¡Mira! —gritó ella, poniendo el video en su cara. Alistair vio la traición de su hermana. Su rostro pasó de la ira a una palidez mortal. —El movimiento inteligente, papá —dijo Sara.

Esa noche, Genoveva llegó al penthouse esperando celebrar su victoria. En su lugar, nos encontró a los tres sentados. —¿Qué hace esta ladrona aquí? —preguntó indignada. —Es una testigo, Genoveva —dijo Alistair con una calma aterradora—. De tu crimen. Le mostró el video. Genoveva se derrumbó. Intentó excusarse, dijo que lo hacía “por la familia”, para proteger el patrimonio de una extraña. —Lo hiciste por avaricia —dijo Alistair—. Sal de mi casa. Si vuelves a acercarte a mi hija, estos videos van directo a la Fiscalía. Te voy a destruir.

Genoveva huyó como la rata que era. Alistair se volvió hacia mí, avergonzado hasta el alma. —Clara… no hay palabras. —No las digas —le dije—. Solo no pares. Sara te necesita. —Voy a crear una fundación —dijo él—. “Proyecto Isabella”. Para niños con talento musical sin recursos. Y necesito a alguien que la dirija. Alguien que entienda que el dinero no lo es todo. El trabajo es tuyo, si puedes perdonarme.

Seis meses después, entré al penthouse, ya no como mesera, sino como Directora Ejecutiva. En la sala de música, Alistair tocaba una base torpe en el piano y Sara improvisaba una melodía hermosa sobre ella. Reían. Desafinaban, pero reían. Dicen que el dinero no compra la felicidad, y es cierto. El dinero de los Vance no pudo arreglar su familia. Fue necesario que una mesera quebrada, con un pedazo de pan tostado en la mano, les enseñara que a veces, para arreglar lo que está roto, primero tienes que dejar de fingir que eres perfecto

Capítulo 9: No es solo un vestido

Tres años. Parece poco tiempo, pero en el calendario de la familia Vance, es una vida entera.

Hoy no soy Clara, la mesera que cuenta las propinas para ver si le alcanza para el Metrobús. Hoy soy Clara Jenkins, Directora Ejecutiva de la Fundación “Proyecto Isabella”. Estoy parada frente al espejo de un camerino en el Palacio de Bellas Artes, el escenario cultural más importante de México, intentando que mis manos dejen de temblar.

Llevo un vestido azul noche que Alistair insistió en pagar. “Es el uniforme de trabajo para hoy”, me dijo con esa media sonrisa que ha empezado a usar más a menudo. Pero yo me siento disfrazada. Afuera, en la sala principal, hay 1,500 personas: políticos, empresarios de Polanco, críticos de arte y, lo más aterrador, la prensa. Todos esperando ver si la “mesera maravilla” realmente puede manejar una fundación millonaria o si todo esto fue un capricho de un viudo rico.

La puerta se abrió de golpe. No hubo toquidos, lo que significaba una sola cosa: Serafina.

A sus 13 años, Serafina Vance ya no era la niña pequeña que tiraba sándwiches. Ahora era una adolescente con una inteligencia afilada como una navaja y un sentido de la moda que intimidaba a las editoras de Vogue. —Te ves pálida, Clara —dijo, entrando con su celular en la mano—. Y estás encorvada. Si vas a salir así, mejor ponte un letrero que diga “tengo miedo”.

—Estoy nerviosa, Sara. Es la primera gran gala. Si esto sale mal, los donantes se van. Serafina rodó los ojos, pero se acercó y me arregló un tirante del vestido con una delicadeza sorprendente. —No va a salir mal. El programa es sólido. Los becarios son geniales. Y si alguien se pone pesado, tengo videos incriminatorios de la mitad de los invitados en mi nube privada.

Me reí. Era su forma de decir “te cubro la espalda”. —¿Cómo está Mateo? —pregunté. La cara de Serafina cambió. Una sombra de preocupación real cruzó sus ojos. —Ese es el problema. Mateo no aparece.

Mateo era nuestra estrella. Un niño de 11 años de Iztapalapa que tocaba el violín como si los ángeles le dictaran las notas. Iba a cerrar el concierto. Si Mateo no tocaba, el clímax de la noche se caía. —¿Cómo que no aparece? —sentí el pánico subir por mi garganta. —Nadie lo ha visto en una hora. Su mamá está llorando en el lobby. Los técnicos dicen que lo vieron correr hacia los sótanos. —Tengo que ir a buscarlo —dije, levantándome y casi tropezando con los tacones. —No —Serafina me detuvo, poniendo una mano en mi hombro—. Tú tienes que salir a dar el discurso de bienvenida en cinco minutos. Alistair te está esperando. Yo iré por Mateo.

—Sara, el sótano de Bellas Artes es un laberinto. —Conozco los planos del edificio, Clara. Los descargué ayer por aburrimiento. Haré el movimiento inteligente. Tú haz el tuyo: sonríe y véndeles la fundación.

Me miró a los ojos, y vi a la líder en la que se estaba convirtiendo. Ya no necesitaba que yo la salvara; ahora ella nos estaba salvando a nosotros. —Tráelo de vuelta, Sara. —Dalo por hecho.

Capítulo 10: El discurso y el sótano

Salí al escenario. Las luces me cegaron por un segundo. Vi a Alistair en la primera fila, mirándome con una intensidad que hizo que se me olvidara el discurso por un microsegundo. Respiré hondo. No hablé como una CEO corporativa. Hablé como Clara.

—Buenas noches. Muchos de ustedes saben quién soy. Soy la chica que le sirvió café al señor Vance. Pero esta noche no se trata de dónde vienes, sino de lo que puedes hacer cuando alguien cree en ti.

Mientras yo hablaba de segundas oportunidades, tres pisos abajo, Serafina corría por los pasillos de concreto y tuberías viejas de Bellas Artes. Su vestido de seda crujía mientras bajaba las escaleras de metal. —¡Mateo! —gritó su voz resonando en la oscuridad—. ¡Sé que estás aquí! ¡Sal, es un movimiento estúpido esconderse!

Encontró al niño acurrucado detrás de unas cajas de utilería, abrazando su estuche de violín como si fuera un salvavidas. Estaba temblando, con lágrimas silenciosas corriendo por su cara morena. Serafina se detuvo. Podría haberle gritado. La vieja Serafina le habría dicho que era un cobarde patético. Pero Serafina había aprendido de la mejor.

Se sentó en el suelo sucio, sin importarle su vestido de 20,000 pesos. —Oye —dijo suavemente—. ¿Qué pasa? —No puedo —susurró Mateo—. Hay mucha gente. Son ricos. Me van a juzgar. Si me equivoco, se van a reír de mí. Soy solo un niño de barrio, Sara. No pertenezco ahí arriba.

Serafina suspiró y miró sus propias manos. —¿Sabes? La primera vez que toqué para Clara, le lancé un metrónomo a la cabeza porque tenía miedo de que me escuchara fallar. Pensé que si fallaba, confirmaría que yo era el “pequeño monstruo” que todos decían. Mateo levantó la vista. —Pero tú eres rica. No te da miedo. —Tengo miedo todo el tiempo, Mateo. Miedo de que mi papá se dé cuenta de que no soy perfecta. Miedo de que Clara se vaya algún día. Pero aprendí algo: el miedo es ruido. Y el ruido no te deja escuchar la música.

Mateo se secó las lágrimas con la manga de su traje prestado. —¿Qué hago si me tiemblan las manos? Serafina sonrió, esa sonrisa torcida que heredó de su padre. —Entonces tiembla con ritmo. Haz que parezca vibrato. Ellos no saben la diferencia. Ellos solo ven lo que tú les proyectas. Si tú crees que eres el rey del escenario, ellos también lo creerán.

Serafina se puso de pie y le extendió la mano. —Arriba, violinista. Clara está allá arriba ganando tiempo, pero se le van a acabar las anécdotas inspiradoras. Vamos a hacer un movimiento épico. ¿Jalas o te quedas? Mateo miró la mano de Sara. Respiró hondo, asintió y la tomó.

Capítulo 11: La Improvisación

Yo estaba terminando mi discurso y Mateo no aparecía. El director de escena me hacía señas frenéticas desde bambalinas para que alargara. Empecé a sudar frío. —Y… y por eso, la música es… eh… vital —balbuceé.

De repente, las luces del escenario cambiaron. Un reflector iluminó la entrada lateral. Serafina entró caminando con una seguridad imperial, arrastrando a Mateo con ella. Pero no lo llevó al centro del escenario solo. Ella caminó directo al piano de cola que estaba preparado para el acompañante. Se sentó, ajustó el banco y miró a Mateo. —Tú y yo, niño. Como en los ensayos. Olvida a los viejos de las butacas.

Mateo levantó el violín. Cerró los ojos. Serafina atacó las teclas. No era la pieza programada. Era una variación de “La Llorona”, pero arreglada con una fuerza y una furia que te ponía la piel de gallina. Mateo la siguió. Al principio tímido, pero la fuerza del piano de Sara lo empujó. El violín lloró, gritó y cantó.

Era una mezcla perfecta de técnica clásica y dolor puro. La chica rica y solitaria, y el chico pobre y talentoso, hablando el mismo idioma. Cuando terminaron, hubo un silencio de tres segundos. El tipo de silencio que pesa. Y luego, el teatro se vino abajo. La gente se puso de pie. Vi a señoras de Polanco llorando y a críticos aplaudiendo con fuerza.

Alistair subió al escenario. Abrazó a Sara y a Mateo. Luego me miró a mí y me extendió la mano para que me uniera a ellos. En ese momento, bajo los reflectores, con el aplauso atronador, sentí que por fin había pagado mi deuda con el destino.

Capítulo 12: El Balcón y la Verdad

La fiesta posterior fue un torbellino. Donaciones llovían. Tarjetas de presentación volaban. Pero yo necesitaba aire. Me escapé a uno de los balcones de Bellas Artes que dan hacia la Avenida Juárez y la Torre Latinoamericana. El aire de la noche estaba fresco.

—Hiciste un buen trabajo ahí dentro, Jenkins. Me giré. Alistair estaba ahí, con dos copas de champaña. Se había quitado la corbata y se veía más joven, más ligero. —No fui yo —dije, aceptando la copa—. Fue Sara. Ella salvó a Mateo. Ella salvó la noche. —Ella aprendió de ti —dijo Alistair, acercándose y apoyándose en el barandal de piedra—. ¿Sabes? Hace tres años, pensé que mi vida había terminado. Que solo iba a ser un administrador de mi propio dolor hasta que muriera.

Miró hacia las luces de la ciudad. —Tú entraste a mi oficina, me gritaste y cambiaste todo. —Solo te dije la verdad, Alistair. —Nadie me dice la verdad, Clara. Solo tú.

Se giró hacia mí. Estábamos cerca. Demasiado cerca para ser solo jefe y empleada. El ruido de la fiesta parecía muy lejano. —Clara —su voz bajó un tono—. Genoveva llamó ayer. Sentí un golpe en el estómago. —¿Qué quería? —Dinero, como siempre. Amenazó con hablar con la prensa sobre… nosotros. —¿Sobre nosotros? No hay un “nosotros”, Alistair. Soy tu empleada.

Alistair dejó la copa en el barandal. —Ella dice que es inapropiado. Que una ex-mesera no debería estar dirigiendo el legado de los Vance. Que la gente va a hablar. —Que hablen —dije, sintiendo esa vieja furia defensiva—. No me importa lo que diga la gente “fresa” de tu círculo. —A mí tampoco —dijo él, dando un paso más hacia mí—. De hecho, quiero darles algo de qué hablar de verdad.

Mi corazón latía tan fuerte que temí que él lo escuchara. —¿Qué estás diciendo? —Estoy diciendo que ya no quiero que seas mi empleada, Clara. Estoy cansado de fingir que solo te admiro profesionalmente. Estoy cansado de ver cómo Sara te mira como a una madre y yo tener que mirarte desde el otro lado del escritorio.

Levantó su mano y, con una suavidad que contrastaba con su poder, tocó mi mejilla. —Renuncia, Clara. —¿Qué? —me quedé helada. —Renuncia a ser mi empleada. Sé mi socia. Sé… algo más.

En ese momento, la puerta del balcón se abrió de golpe. Nos separamos como adolescentes culpables. Era Serafina. Traía una hamburguesa de McDonald’s en la mano (quién sabe cómo la consiguió en un evento de gala) y nos miró con una ceja levantada. —Por favor, díganme que ya se besaron. Llevo tres años esperando esto y me estoy aburriendo. Es el “slow burn” más lento de la historia.

Alistair se rió. Una carcajada real, sonora. —Estamos negociando términos, monstruito. —Pues apúrense —dijo ella, mordiendo su hamburguesa—. Mateo está preguntando si puede tener una beca para el conservatorio de París y necesito que la jefa firme los papeles. Además, papá, estás arruinando el momento romántico con tu cara de pánico.

Serafina se dio la vuelta y se fue, dejándonos solos de nuevo. Alistair me miró, todavía riendo. —¿Entonces? ¿Cuál es el movimiento inteligente, Clara?

Miré la ciudad, miré al hombre que había pasado de ser un tirano triste a un ser humano completo, y pensé en la niña que comía hamburguesas en un vestido de gala. —El movimiento inteligente —dije, tomándolo de la corbata suelta—, es dejar de tener miedo.

Y lo besé. Fue un beso que sabía a champaña, a victoria y a futuro. No fue un beso de cuento de hadas; fue un beso real, con la promesa de problemas, de trabajo duro y de días difíciles, pero también de amor.

Capítulo 13: El Futuro

A la mañana siguiente, la foto de Serafina y Mateo tocando estaba en todas las portadas. “El renacer de los Vance”, titulaban. Pero la foto que tengo en mi escritorio no es esa. Es una selfie borrosa que nos tomamos los tres en el auto de regreso, comiendo tacos en un puesto de la calle a las 2 de la mañana.

Serafina tiene salsa en la barbilla. Alistair tiene el cabello despeinado. Y yo tengo una sonrisa que no me cabe en la cara. Genoveva intentó vender su historia a una revista de chismes la semana siguiente. Nadie la compró. La narrativa había cambiado. El mundo ya no veía a una familia rota y a una advenediza; veían un equipo.

Serafina sigue siendo difícil. A veces rompe cosas (aunque ya no platos en restaurantes). Alistair sigue siendo un trabajólico. Y yo sigo teniendo pesadillas con que no puedo pagar la renta. No somos perfectos. Pero como le enseñé a Sara ese primer día con el pan tostado: la perfección es aburrida. Lo que importa es cómo manejas el desastre.

Y nosotros… nosotros somos expertos en hacer que el desastre sea épico.

FIN DEL EPÍLOGO

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