PARTE 1: EL ABISMO Y EL ENCUENTRO
Capítulo 1: El Grito en el Piso 40
—¡Quiero morirme como mi papá!
El grito desgarró el aire acondicionado estéril y perfumado del consultorio improvisado. No era el berrinche de una niña malcriada; era el aullido de un animal herido, un sonido que helaba la sangre.
Sofía Sandoval, de siete años y apenas 23 kilos de peso, se lanzó contra la Doctora Peralta. Sus pequeñas uñas se clavaron en la mejilla de la terapeuta, arrancando un grito de dolor y una línea de sangre roja y brillante que contrastaba con la bata blanca impoluta.
—¡Seguridad! ¡Ahora! —gritó la doctora, retrocediendo y tropezando con una silla de diseño exclusivo.
Dos guardias de seguridad, hombres corpulentos acostumbrados a lidiar con manifestantes y ladrones, entraron a la habitación con el miedo pintado en los ojos. No miedo al daño físico, sino miedo a tocar a la “Princesita de Cristal”, la única heredera del imperio farmacéutico Sandoval.
Sofía estaba de pie sobre una mesa de caoba volcada. Tenía los ojos desorbitados, el cabello castaño revuelto y la respiración entrecortada.
—¡No me toquen! —bramó, con una voz que parecía demasiado grande para su pequeño cuerpo—. ¡Nadie me toque! ¡Quiero a mi papá!
—Sofía, mi amor, tranquilízate —suplicó la doctora Peralta, cubriéndose la herida del rostro—. Tu papá no…
—¡Tú no eres mi papá! ¡Nadie es él! ¡Quiero estar muerta como él!
El guardia uno intentó sujetarla por el brazo, con delicadeza excesiva. Sofía, poseída por una furia ciega, le mordió la muñeca hasta que el hombre tuvo que reprimir un alarido. El segundo guardia la envolvió desde atrás. La niña pataleó, se retorció y aulló.
—¡Sedante! ¡Traigan el sedante! —ordenó una enfermera que entró corriendo.
El pinchazo fue rápido. Los gritos de Sofía se convirtieron en gemidos, luego en susurros, y finalmente, su cuerpo se quedó flácido, como una muñeca de trapo a la que le han cortado los hilos.
Silencio. Un silencio pesado, culpable.
A cuarenta pisos de distancia, en la oficina principal que dominaba la vista de Santa Fe y los volcanes, Victoria Sandoval vio todo a través de la pantalla de alta definición.
Sintió una arcada violenta. Apenas tuvo tiempo de correr hacia el bote de basura de acero inoxidable antes de vomitar el café negro y la bilis que eran lo único que tenía en el estómago desde hacía dos días.
Su asistente, Margarita, tocó la puerta con timidez.
—Señora Sandoval, la Doctora Peralta está solicitando su liquidación inmediata y…
—¡Lárgate! —rugió Victoria con una voz que no reconocía como suya.
—Pero señora, la junta directiva empieza en veinte minutos, los inversores de Monterrey están…
—¡Dije que te largues!
La puerta se cerró de golpe. Victoria se limpió la boca con el dorso de la mano. Se miró en el espejo de cuerpo entero que había en la esquina. La mujer que le devolvía la mirada no era la “Dama de Hierro” que la revista Forbes había puesto en su portada el mes pasado. No era la empresaria que negociaba con senadores sin pestañear.
Era una madre viendo a su hija ahogarse en un mar donde sus millones no servían de salvavidas.
Abrió el cajón de su escritorio con manos temblorosas. Allí, sobre un pañuelo de seda, descansaba el reloj de David. Un Rolex sencillo, rayado por el uso, el que llevaba puesto el día que el helicóptero se desplomó en la Sierra Madre. Se lo habían entregado en una bolsa de plástico marcada como “Efectos Personales”.
Victoria lo apretó contra su pecho, clavándose la corona del reloj en la piel hasta hacerse daño.
—No sé qué hacer, David —susurró, y su voz se quebró en un sollozo seco—. Se me está yendo. Se está muriendo frente a mis ojos y no puedo alcanzarla.
Miró por el ventanal. La Ciudad de México se extendía abajo, caótica y viva. Ella tenía cuatro mil millones de dólares en activos, pero se sentía más pobre que la gente que pedía monedas en los semáforos allá abajo.
—Tú siempre sabías qué decir —continuó hablándole al reloj—. Tú le espantabas las pesadillas. Tú eras su mundo. Y ahora… ahora ella quiere seguirte. Y yo estoy aquí, sola, inútil.
El teléfono rojo de su escritorio, la línea directa con la junta, comenzó a sonar. Una vez. Dos veces. Tres veces.
Victoria gritó y lanzó el teléfono contra la pared. El aparato estalló en pedazos de plástico y cables.
En ese momento exacto, cuarenta pisos más abajo, en el pasillo este del nivel de servicios, Marcos Colmenares estaba trapeando el suelo de mármol. Escuchó el golpe sordo, lejano, que vibró a través de las tuberías del edificio.
No levantó la vista. No era asunto suyo. Nada era asunto suyo desde hacía mucho tiempo.
Eran las 6:47 de la mañana. El gigante de cristal y acero apenas despertaba. Los ejecutivos, con sus trajes italianos y sus autos blindados, empezarían a llegar a las 7:30. Marcos tenía exactamente 43 minutos para terminar de abrillantar este pasillo antes de volverse invisible.
Llevaba 23 meses trabajando ahí. 23 meses siendo un fantasma.
—¡Ey, Colmenares!
Marcos se giró lentamente. Era Jaime, el otro conserje del turno matutino, un hombre chismoso pero inofensivo que siempre olía a tabaco barato.
—¿Te enteraste de lo de la niña? —preguntó Jaime, bajando la voz como si las paredes oyeran.
—¿Qué niña?
—La hija de la Patrona. La loquita.
Marcos frunció el ceño ligeramente y siguió pasando el trapeador.
—Atacó a otra doctora hace rato. Dicen que le sacó sangre. Tuvieron que dormirla como a un perro rabioso.
Marcos se detuvo. Sus manos, ásperas y callosas, apretaron el palo del trapeador.
—Doce terapeutas, güey. Doce —siguió Jaime, negando con la cabeza—. Esa escuincla está poseída o algo. Escuché que a la niñera anterior le cortó el pelo mientras dormía.
—No está poseída —dijo Marcos con una voz suave, casi ronca por la falta de uso.
—¿Ah no? ¿Entonces qué?
—Está en duelo.
Jaime soltó una risotada sarcástica.
—¿Duelo? Está loca, mano. Problemas de ricos. Se muere el papá, la niña se vuelve psicópata y la mamá le avienta dinero al problema. —Jaime escupió en un pañuelo—. Debe ser bonito tener problemas tan caros. A uno se le muere alguien y al día siguiente tienes que estar chingándole aquí para comer.
El agarre de Marcos en el trapeador se volvió blanco por la presión.
—¿Alguna vez perdiste a alguien, Jaime?
Jaime parpadeó, sorprendido por la intensidad repentina en la voz de su compañero.
—Pues… mi abuelita se murió hace unos años, pero…
Marcos levantó la vista. Sus ojos eran oscuros, profundos, pozos de una tristeza tan antigua que hizo que Jaime diera un paso atrás instintivamente.
—Me refiero a perder a alguien de una forma que te hace querer arrancarte el corazón con las manos solo para dejar de sentir —dijo Marcos.
El silencio se estiró entre ellos, tenso y frío.
—No… supongo que no —murmuró Jaime, incómodo.
—Entonces no llames psicópata a una niña que está sufriendo —dijo Marcos. Se dio la vuelta y siguió trapeando, con movimientos rítmicos, hipnóticos.
Jaime se quedó allí un momento, murmuró algo sobre “gente rara” y se alejó empujando su carrito.
Marcos se quedó solo de nuevo. Justo como lo quería. Justo como lo necesitaba para sobrevivir un día más.
Capítulo 2: El Oso de Retazos
Once horas después, Marcos estaba sentado en su pequeño cuarto en una vecindad de la colonia Doctores. Las paredes estaban desnudas, salvo por la pintura descascarada que formaba mapas de humedad. Un solo foco amarillo colgaba del techo, proyectando sombras largas.
El ruido de la ciudad se filtraba por la ventana: cláxones, cumbias lejanas, el grito del vendedor de tamales. Pero Marcos no escuchaba nada de eso.
Estaba sentado frente a una mesa coja, cosiendo.
En sus manos grandes y toscas, un oso de peluche estaba tomando forma. No era un oso comprado en Liverpool ni en el Palacio de Hierro. Estaba hecho de una tela café, cortada de un suéter viejo que Marcos había rescatado de la basura. Los ojos eran botones desparejados: uno negro, uno azul marino. Una oreja era ligeramente más grande que la otra.
—A Lucas le hubiera gustado —susurró.
Sus manos empezaron a temblar. Marcos soltó la aguja y respiró hondo, cerrando los ojos.
En la pared, encima de su colchón en el suelo, había un santuario. No era un altar religioso, sino un altar a la memoria. Dozenas de fotos pegadas con cinta adhesiva.
Lucas en Acapulco, lleno de arena. Lucas soplando cinco velas en un pastel chueco. Lucas en su primer día de kínder, con una mochila de Spider-Man que le quedaba enorme, sonriendo como si fuera el dueño del mundo.
Y en la esquina, doblada y vuelta a desdoblar mil veces, una carta. Una hoja de cuaderno arrancada. Marcos no necesitaba leerla. La tenía tatuada en el cerebro.
“Querido Marcos: No puedo más. Cada vez que cierro los ojos, veo su carita. Cada vez que escucho a un niño reír en el mercado, quiero gritar. Fue mi culpa. Yo iba manejando. Debí ver el camión. Sé que tú dices que fue un accidente, pero los dos sabemos la verdad. Maté a nuestro hijo. No puedo vivir con eso y no puedo mirarte sin ver lo que te quité. Perdóname. Te amo, pero me tengo que ir.”
Sara. Seis años atrás, ella había dejado esa nota en la mesa de la cocina y había desaparecido en la noche. Marcos la buscó por dos años. Hospitales, morgues, refugios desde Tijuana hasta Tapachula. Nada.
Se había quedado solo. Completamente solo en un universo que le había quitado todo.
Terminó de dar la última puntada al oso y lo levantó. Era imperfecto, chueco, feo para los estándares del mundo, pero estaba hecho con algo que no se podía comprar.
—¿Qué opinas, campeón? —le preguntó a la habitación vacía.
Silencio.
Marcos guardó el oso en una caja de cartón bajo su cama. Había otros 37 juguetes ahí dentro. 37 muñecos que había hecho a mano para un niño que nunca jugaría con ellos. Su terapeuta del Seguro Social, antes de que Marcos dejara de ir, le había dicho que era “duelo patológico”. Marcos lo llamaba supervivencia.
Se acostó en el colchón y miró las manchas de humedad en el techo. En cinco horas sonaría su alarma. Se bañaría con agua fría, comería algo que no le sabría a nada, tomaría el metro atiborrado y volvería a ser invisible.
Otro día de existir. Otro día de no vivir.
A la mañana siguiente, Marcos estaba limpiando los vidrios del pasillo ejecutivo, fuera de la oficina de Victoria Sandoval.
Fue entonces cuando la vio.
No a Victoria. A Sofía.
La niña estaba sentada en un rincón de la sala de espera privada, una zona convertida en una especie de búnker de lujo. Estaba hecha un ovillo contra la pared, abrazando una muñeca cara pero destrozada.
Una enfermera joven, con cara de no haber dormido en una semana, estaba sentada a un metro de ella, intentando hablarle.
—Sofía, corazón, ¿me puedes decir cómo te sientes hoy?
Nada. La niña miraba al vacío.
—La Doctora dijo que te gusta dibujar. ¿Quieres que te traiga tus colores?
Nada.
—Tu mami va a venir pronto. Está en una junta importante. Ella te ama mucho.
La cabeza de Sofía se levantó de golpe. Sus ojos estaban hundidos, rodeados de ojeras moradas, vacíos de luz.
—Mi mamá no me ama.
—Eso no es cierto, mi vida.
—Si mi mamá me amara, me dejaría ver a mi papá.
La enfermera dudó, tragando saliva.
—Cielo, tu papá… tu papá está en el cielo.
—Entonces quiero ir al cielo.
Marcos dejó de limpiar el vidrio. El trapo se quedó inmóvil en su mano.
La cara de la enfermera palideció.
—Sofía, no digas eso.
—Sí lo digo —la voz de la niña era plana, sin emoción, lo cual era mil veces peor que si estuviera gritando—. Papá está en el cielo. El cielo es para la gente muerta. Así que si me muero, puedo verlo otra vez.
—Sofía, por favor…
—Ya lo intenté —dijo la niña.
La enfermera se congeló.
—¿Qué? ¿Qué quieres decir con que ya lo intentaste?
Sofía se subió la manga de su sudadera de marca. En su antebrazo, había marcas rojas, tenues pero visibles. Rasguños hechos con desesperación.
—Me dolió mucho —dijo Sofía con una naturalidad aterradora—. Así que paré. Pero voy a intentar otra vez cuando sea más valiente.
Marcos sintió que su corazón se detenía. Conocía esas palabras. Las conocía como conocía las líneas de sus manos.
Porque seis años atrás, tres meses después de enterrar a Lucas, Marcos Colmenares se había parado en la orilla de un puente peatonal sobre la Calzada de Tlalpan, mirando los autos pasar a toda velocidad, pensando exactamente lo mismo.
Si me muero, puedo verlo otra vez.
No había saltado porque un vendedor ambulante le había gritado: “¡No te toca, carnal! ¡Todavía no te toca!”.
Ahora, estaba paralizado, viendo a una niña rica de siete años expresar el mismo deseo oscuro que casi lo mata a él.
La enfermera estaba buscando su celular con manos torpes.
—Tengo que llamar a la Doctora Peralta. Esto es… esto me supera.
—No.
Marcos no se dio cuenta de que había hablado en voz alta hasta que tanto la enfermera como Sofía se giraron para mirarlo.
La enfermera frunció el ceño, confundida al ver al hombre del uniforme azul.
—Disculpe, ¿quién es usted?
—Marcos Colmenares. Limpieza.
—Necesita irse. Esta área es restringida.
—Deme cinco minutos.
—¿Qué? ¡Absolutamente no! Esta niña necesita ayuda profesional, necesita…
—La ayuda profesional no ha servido —Marcos la miró a los ojos. No había desafío en su mirada, solo una certeza absoluta—. Usted lo sabe. Yo lo sé. Lleva doce terapeutas. Ninguno pudo llegar a ella. ¿Y cree que usted puede? ¿Un conserje?
—No —Marcos miró a Sofía. La niña lo observaba con algo parecido a la curiosidad. Quizás porque era la primera persona que no la miraba con miedo o con lástima—. Pero creo que la entiendo.
La enfermera negó con la cabeza, tomando el teléfono.
—Voy a llamar a seguridad.
—¡Espera! —la voz de Sofía detuvo el dedo de la enfermera.
Ambos adultos voltearon.
—Quiero que se quede —dijo la niña.
—¿Sofía? —la enfermera estaba atónita.
—Él se ve triste —dijo Sofía, señalando a Marcos—. Como yo.
Marcos sintió que algo se rompía dentro de su pecho. La enfermera miró a Sofía, luego a Marcos, evaluando la situación. Sabía que si la niña empezaba a gritar de nuevo, rodarían cabezas.
—Cinco minutos —susurró la enfermera—. Estaré justo afuera de la puerta de cristal. Al primer grito, llamo a los guardias y usted pierde su trabajo.
—Entendido.
La enfermera salió, dejando la puerta entreabierta.
Marcos se quedó allí, con su uniforme gastado y sus zapatos de trabajo pesados, en medio de una sala que costaba más que toda su vecindad.
No se acercó. No habló. Simplemente, con movimientos lentos y cuidadosos, se sentó en el suelo. Se recargó contra la pared opuesta, poniéndose al mismo nivel que ella.
Un minuto pasó. Dos.
Sofía rompió el silencio.
—¿Por qué te ves triste?
Marcos consideró la pregunta. Podría mentir. Podría decir que le dolía la espalda o que estaba cansado. Pero los niños huelen las mentiras, especialmente los niños que han conocido el dolor.
—Porque perdí a alguien —dijo con la verdad.
—¿A quién?
—A mi hijo.
Los ojos vacíos de Sofía parpadearon. Hubo una chispa.
—¿Tu hijo se murió?
—Sí.
—¿Cómo?
—Un accidente de coche. Hace seis años.
—¿Cuántos años tenía?
—Cinco.
Sofía se quedó callada, procesando la información. Sus deditos jugaban con el dobladillo de su pantalón.
—Entonces era más chiquito que yo.
—Sí.
—¿Cómo se llamaba?
—Lucas.
—¿Lo extrañas?
La garganta de Marcos se cerró. Sintió el nudo familiar, el peso de mil toneladas.
—Cada segundo de cada día.
Sofía se desenroscó un poco. Soltó ligeramente su muñeca rota.
—Yo también. Extraño a mi papá cada segundo.
—Lo sé.
—Los doctores no saben —dijo ella con un repentino enojo—. Dicen que entienden, pero no es cierto. Ellos se van a sus casas con sus familias. Ellos no saben qué se siente tener un agujero adentro que nada puede llenar.
Marcos asintió lentamente.
—Tienes razón. La mayoría no sabe.
—¿Pero tú sí?
—Sí. Por Lucas.
Sofía lo estudió. Por primera vez desde que su padre murió, estaba mirando a alguien realmente, en lugar de mirar a través de ellos.
—¿Alguna vez deja de doler? —preguntó.
La misma pregunta. La pregunta del millón. Marcos sabía que la respuesta correcta, la respuesta de “adulto responsable”, era decir que sí, que el tiempo lo cura todo.
Pero Marcos no le mintió.
—No.
La cara de Sofía se arrugó, lista para llorar.
—¿Entonces para qué? —su voz se quebró—. Si nunca deja de doler, ¿para qué seguir aquí?
Marcos metió la mano en el bolsillo amplio de su pantalón de trabajo. Sus dedos tocaron la tela suave del oso que había terminado anoche. Lo sacó lentamente y lo puso en el suelo, a medio camino entre ellos.
—Porque a veces —dijo suavemente—, encuentras algo por lo que vale la pena cargar el dolor.
Sofía miró el oso. Las puntadas chuecas, los ojos de botón, la oreja grande.
—¿Qué es eso?
—Lo hice para Lucas —Marcos hizo una pausa—. Pero creo… creo que a él le gustaría que tú lo tuvieras.
Sofía no se movió. Marcos esperó. Treinta segundos. Un minuto.
Entonces, muy despacio, Sofía estiró la mano. Sus dedos tocaron la oreja del oso.
—Es suave —susurró.
—Lo hice de un suéter viejo. De esos que se sienten bien cuando tienes frío.
Sofía jaló el oso hacia ella. Lo abrazó contra su pecho y hundió la nariz en la tela.
—Huele… huele a persona. No a tienda.
—Lo sé.
—Huele a alguien real.
—Sí.
Sofía apretó el oso más fuerte. Su cuerpo se relajó visiblemente. Los hombros, que habían estado tensos por tres meses, bajaron.
—¿Vas a venir mañana?
Marcos parpadeó, sorprendido.
—¿Qué?
—¿Vas a venir a sentarte conmigo otra vez?
—Sofía, soy el conserje. Tengo que trabajar.
—No me importa —su voz tembló—. Eres el único que entiende. Eres el único que no me miente diciendo que todo va a estar bien.
Marcos sintió que las lágrimas le picaban en los ojos. Se las tragó.
—Voy a venir —prometió—. A esta misma hora.
Sofía asintió. Luego, con una voz tan pequeña que casi desaparece en el aire acondicionado:
—Gracias.
Marcos se levantó lentamente. Le dolían las rodillas. Caminó hacia la puerta. Antes de salir, se giró.
—Sofía.
Ella levantó la vista, abrazada al oso chueco.
—No deja de doler, pero cambia. El dolor se vuelve como una cicatriz. Siempre está ahí, pero aprendes a llevarlo. Aprendes a caminar con él sin que te tire.
Sofía abrazó al oso más fuerte.
—Yo no sé cómo llevarlo. Pesa mucho.
—Yo te enseño —dijo Marcos—. Si tú me dejas.
Por primera vez en tres meses, en la cara de Sofía Sandoval se dibujó el fantasma de una sonrisa.
Marcos salió. La enfermera estaba afuera, con el teléfono en la mano, pálida.
—¿Qué hizo ahí adentro? —preguntó ella.
—Nada —dijo Marcos, recogiendo su cubeta—. Nada.
—Ella… ella está tranquila. Está abrazando esa cosa fea y está tranquila. No ha estado tranquila en noventa días.
Marcos se encogió de hombros.
—Solo me senté con ella.
—Eso es imposible. El mejor psicólogo de México no pudo…
—Tal vez no necesitaba un psicólogo —Marcos exprimió el trapeador—. Tal vez solo necesitaba a alguien que supiera lo que es estar roto.
Se alejó por el pasillo, dejando a la enfermera boquiabierta.
Dos horas más tarde, Victoria Sandoval irrumpió en la oficina de seguridad como una tormenta.
—¡Muéstrenme la grabación!
El jefe de seguridad casi se cae de la silla.
—Señora Sandoval, ¿qué grabación?
—El ala privada. El cuarto de mi hija. Las últimas tres horas.
El hombre tecleó con manos temblorosas. El video apareció en la pantalla gigante.
Victoria vio. Vio a la enfermera fallar. Vio a Sofía mostrar sus rasguños. Vio al conserje, un hombre humilde en uniforme azul, sentarse en el suelo. Vio el oso de peluche.
Vio a su hija calmarse.
Las piernas de Victoria fallaron. Se tuvo que agarrar del escritorio para no caer.
—¿Quién es ese hombre? —susurró.
El guardia revisó sus archivos.
—Marcos Colmenares. Personal de limpieza. Lleva dos años aquí. Es muy callado, señora. Nunca da problemas.
—Quiero todo sobre él —ordenó Victoria, con los ojos fijos en la pantalla, en la imagen congelada de Marcos entregándole el oso a su hija—. Antecedentes, dirección, familia, deudas. Todo.
—Sí, señora.
Victoria tocó la pantalla, justo sobre la cara borrosa de Marcos.
—¿Qué hiciste? —le preguntó a la imagen—. ¿Qué sabes tú que ninguno de nosotros sabe?
Su hija estaba abrazando un oso hecho de basura por un conserje. Y por primera vez en tres meses, Sofía Sandoval no quería morir.
Victoria no lo entendía, pero iba a averiguarlo. Aunque tuviera que poner su imperio de cabeza para hacerlo.
PARTE 2: LA ALIANZA DE LOS ROTOS
Capítulo 3: El Expediente de un Fantasma
El archivo aterrizó sobre el escritorio de caoba de Victoria Sandoval a las 9:47 a.m. del día siguiente. El golpe seco del papel contra la madera resonó como un disparo en la oficina silenciosa.
Paco Morales, su investigador privado desde hacía quince años, un excomandante de la policía judicial con cara de pocos amigos y cicatrices que contaban historias violentas, estaba de pie frente a ella. Tenía las manos cruzadas detrás de la espalda. No se sentó. Paco nunca se sentaba cuando traía malas noticias.
—No te va a gustar lo que hay ahí, Jefa —dijo con su voz grave, rasposa por años de cigarro.
Victoria abrió la carpeta color manila. Sus manos, perfectamente cuidadas, temblaban ligeramente.
La primera página era una fotografía. Una imagen granulada, sacada probablemente de un anuario escolar viejo o de un Facebook olvidado. En ella aparecía un Marcos Colmenares mucho más joven, sin las ojeras profundas y la barba de tres días que llevaba ahora. Estaba sonriendo, una sonrisa amplia y luminosa que Victoria no reconocía.
Sobre sus hombros cargaba a un niño. Un pequeño de unos cinco años, con el cabello revuelto color paja y una sonrisa chimuela. Al niño le faltaba un diente frontal. Sus ojos brillaban con esa inocencia que solo tienen los que nunca han conocido el dolor.
—Su hijo —dijo Paco—. Lucas Colmenares. Nacido en marzo de 2013. Fallecido en octubre de 2018.
Victoria sintió un golpe en el estómago.
—¿Cómo? —preguntó apenas en un susurro.
—Accidente automovilístico. Iztapalapa. Cruce de Ermita y Periférico. —Paco recitó los datos con frialdad profesional, aunque sus ojos mostraban una pizca de lástima—. La madre, Sara, iba manejando un Chevy viejo. Un microbús se pasó el alto. Los embistió por el lado del copiloto. Justo donde iba el niño.
Victoria cerró los ojos un instante. Podía imaginar el sonido del metal retorciéndose, los vidrios rotos, el silencio posterior.
—Lucas murió tres horas después en el Hospital Pediátrico de Moctezuma —continuó Paco—. Hemorragia interna. No pudieron pararla. Se les fue en la mesa de operaciones.
Victoria miró la foto otra vez. La sonrisa del niño. Tan lleno de vida. Tan ajeno a que un conductor imprudente le robaría el futuro por ahorrarse un semáforo.
—¿Y la madre? —preguntó Victoria.
—Sobrevivió físicamente. —Paco hizo una mueca—. Costillas rotas, contusiones. Pero la cabeza… esa no se recuperó. La ingresaron dos veces en el psiquiátrico Fray Bernardino en los seis meses siguientes al accidente. Depresión mayor, intentos de suicidio.
Paco pasó la página del informe.
—Y luego, en abril de 2019, se esfumó.
—¿Desapareció?
—Dejó una nota en la mesa de la cocina y se fue en la madrugada. Marcos la buscó por dos años, Jefa. Gastó cada peso que tenía en pegarla de carteles, contrató gente como yo, visitó cada morgue del Estado de México. Nada. O está muerta, o no quiere que la encuentren.
Paco se inclinó ligeramente sobre el escritorio.
—De cualquier forma, ese hombre perdió a su hijo y a su esposa en un lapso de seis meses. Se quedó sin nada.
El peso de la revelación aplastó a Victoria. Ella había perdido a David, sí, y había sido terrible. Pero le quedaba Sofía. Le quedaba el imperio. Le quedaba su identidad. Marcos Colmenares lo había perdido todo. Absolutamente todo.
—¿Qué más? —preguntó, temiendo la respuesta.
—Antes del accidente, Marcos no era conserje. Era maestro de kínder.
Victoria levantó la vista, sorprendida.
—¿Maestro?
—Sí. En una escuelita privada en la Del Valle. Cinco años trabajando ahí. Tenía reseñas impecables. Los papás lo adoraban, los niños lo seguían como si fuera el flautista de Hamelín. Tenía un don.
Paco señaló otro documento en el archivo.
—Después de que Lucas murió, pidió una licencia. Nunca regresó. No podía estar cerca de niños. Dijo que ver la cara de cualquier niño le recordaba a su hijo. Así que buscó el trabajo más solitario y miserable que pudo encontrar. Se volvió conserje. Empezó cargando bultos en la Central de Abastos, luego repartidor, hasta que llegó a la empresa de limpieza que contratamos hace dos años.
—Pidió el turno de la noche al principio —añadió Paco—. Quería contacto humano mínimo. Pero hace seis meses lo pasaron al día por falta de personal. Nunca se quejó. Solo agachó la cabeza y siguió trapeando.
Victoria miró la foto de nuevo. Marcos Colmenares. Un hombre que lo tenía todo: una familia, una vocación, una vida. Ahora empujaba un carrito de limpieza por los pasillos de su edificio, invisible, roto, cargando un duelo que aplastaría a cualquier otro ser humano.
—Hay una cosa más, Jefa —dijo Paco, y su tono se volvió más sombrío.
—Dime.
—Tres meses después de enterrar a su hijo, hubo un reporte policial. Encontraron a Marcos Colmenares parado en la orilla de un puente peatonal en Tlalpan. Estaba mirando hacia los coches. Iba a saltar.
El aire se detuvo en los pulmones de Victoria.
—Un indigente que vendía dulces lo jaló de la camisa antes de que se dejara caer —dijo Paco—. Le salvó la vida. Marcos se internó voluntariamente en una clínica esa misma noche. Estuvo seis semanas.
Paco señaló la última hoja del reporte.
—Cuando salió, empezó a hacer juguetes. Osos de peluche, conejos de fieltro, carritos de madera. Tiene cajas llenas en su cuarto de azotea en la Doctores. Docenas de ellos. Nunca los vende. Nunca los regala.
—Hasta ayer —susurró Victoria.
—Hasta ayer.
Victoria cerró la carpeta. Se presionó las palmas de las manos contra los ojos, sintiendo el ardor de las lágrimas que querían salir.
Ese hombre, ese “nadie” que limpiaba sus pisos, había sobrevivido a lo insobrevivible. Había perdido a su hijo, había perdido a su mujer, había estado al borde de un puente listo para acabar con todo, y sin embargo, ayer había tenido la fuerza para arrodillarse y darle un oso de peluche a su hija.
—Gracias, Paco. Eso es todo.
—¿Quiere que hable con Recursos Humanos? —preguntó Paco—. ¿Que lo saquemos del edificio por riesgo potencial?
Victoria levantó la cabeza. Sus ojos brillaban con una determinación feroz.
—No. Nadie toca a Marcos Colmenares. Si alguien lo mira feo, quiero saberlo.
Paco asintió, entendiendo que algo había cambiado, y salió de la oficina.
Victoria se quedó sola. Miró por el ventanal hacia la ciudad gris y contaminada. Y por primera vez desde la muerte de David, lloró por alguien que no era ella misma.
Capítulo 4: El Trato en el Cuarto de Limpieza
El reloj marcaba las 2:47 p.m.
Victoria tomó una decisión. Se puso de pie, se alisó el saco de diseñador y salió de su oficina con paso firme.
Su asistente, Margarita, saltó de su silla como si tuviera un resorte.
—¡Señora Sandoval! Los inversores de Shanghái llegan en diez minutos. Ya están en el lobby. Es la fusión más importante del año.
—Cancélala.
Margarita se quedó con la boca abierta.
—¿Perdón? Señora, son los chinos. Si cancelamos hoy, van a ofenderse. Podríamos perder el contrato de distribución en Asia.
—Dije que la canceles. Limpia mi agenda de la tarde.
—Pero la junta directiva…
Victoria se detuvo y giró sobre sus talones. Sus ojos estaban rojos, pero su voz era acero puro.
—Margarita, mi hija habló ayer. Por primera vez en tres meses, tuvo una conversación con un ser humano y no gritó. Eso me importa más que Shanghái. Eso me importa más que Asia entera.
Hizo una pausa, suavizando el tono.
—Cancela la reunión. Di que tuve una emergencia familiar. No estarás mintiendo.
—Sí, señora.
Victoria caminó hacia el elevador privado y presionó el botón del lobby.
Encontró a Marcos cerca de la entrada principal, limpiando las puertas giratorias de cristal con un atomizador y un trapo viejo. Sus movimientos eran metódicos. Spray, limpiar, spray, limpiar. Como un monje realizando un ritual sagrado. La gente pasaba a su lado ignorándolo, como si fuera parte del mobiliario.
—Señor Colmenares.
Marcos se giró. Su rostro registró sorpresa, luego cautela. La dueña del edificio, la mujer más rica de México, no bajaba al lobby a hablar con los conserjes.
—Señora Sandoval —dijo, bajando el trapo—. Si es por la mancha en la alfombra del piso 30, ya puse el reporte y…
—Necesito hablar con usted. En privado.
Marcos miró a su alrededor. Dos guardias de seguridad los observaban desde el mostrador. Un grupo de ejecutivos se había detenido a media conversación para mirar el espectáculo: La Patrona hablando con el de la limpieza.
—Señora, no creo que sea apropiado. Estoy en mi turno y…
—No me importa lo que sea apropiado. Me importa mi hija.
La voz de Victoria tembló en esa última palabra. Marcos la miró a los ojos y vio la desesperación cruda, desnuda.
—Hay una bodega de limpieza al final del pasillo —dijo él—. Es el único lugar privado que tengo llave.
Caminaron en silencio. Las miradas de los empleados se clavaban en la espalda de Victoria, pero a ella no le importaba. Dejen que miren. Dejen que chismen en los pasillos. Su hija había sonreído ayer. Nada más importaba.
La bodega era pequeña, un armario glorificado lleno de cubetas, escobas y estantes con galones de cloro y Fabuloso. Olía a químicos baratos y humedad.
Marcos cerró la puerta y se recargó contra un estante metálico.
—Usted dirá.
Victoria no perdió el tiempo.
—Sé lo de Lucas.
Marcos se tensó. Su rostro no cambió, pero sus ojos se cerraron un instante, como si hubiera recibido un golpe físico. Una muralla invisible se levantó alrededor de él.
—No sé de qué me habla.
—Su hijo. Cinco años. Accidente en Iztapalapa, octubre de 2018 —la voz de Victoria era suave pero implacable—. Sé lo de su esposa Sara. Sé que se fue. Sé lo del puente en Tlalpan. Lo sé todo.
La mandíbula de Marcos se apretó.
—Me mandó investigar.
—Sí.
—Eso es ilegal. Es una invasión a mi privacidad.
—Probablemente. Y no me voy a disculpar por ello. —Victoria dio un paso hacia él, ignorando el olor a trapeador sucio—. Usted interactuó con mi hija. Una niña que ha estado en crisis suicida por tres meses. Necesitaba saber quién era usted.
—Y ahora ya sabe. Soy el conserje loco que hace muñecos. ¿Me va a despedir?
Hubo un silencio tenso bajo la luz parpadeante del fluorescente.
—Lo siento —dijo Victoria finalmente—. Lamento lo de Lucas. Lamento lo de Sara. Lamento que el mundo haya sido tan cruel con usted.
Marcos desvió la mirada hacia las botellas de limpiador.
—Nadie debería sobrevivir a sus hijos —dijo él con voz ronca—. Es antinatural.
—Yo perdí a mi esposo —dijo Victoria—. Y eso casi me mata. Pero usted… usted perdió todo. Y sigue aquí. De pie.
—Apenas.
—Pero está de pie. Eso cuenta. —Victoria respiró hondo—. Ayer ayudó a mi hija. Hizo algo que nadie más pudo hacer.
—No hice nada especial. Solo me senté con ella.
—¡Eso es exactamente lo especial! —la voz de Victoria subió de volumen, resonando en el pequeño cuarto—. Doce terapeutas, Marcos. Gente con doctorados, especialistas de Houston y de la UNAM. Todos fracasaron. Trataron de “arreglarla”. Usted solo la acompañó.
Victoria agarró el brazo de Marcos, manchando la manga de su saco Chanel con polvo, pero no le importó.
—Sofía habló conmigo anoche. Fue a mi cuarto con ese oso feo que usted le dio y me dijo: “Mami, un señor triste me dio esto. Él perdió a su hijito. Creo que él me entiende” .
El rostro de Marcos se contorsionó de dolor por un segundo.
—Me alegra haber ayudado, señora. Pero soy el conserje. Trapeo pisos. Saco la basura. Esa es mi chamba.
—Quiero cambiar eso.
Marcos frunció el ceño.
—¿De qué habla?
—Quiero que siga viendo a Sofía. Todos los días. No como conserje, sino como… como un compañero. Un amigo. Alguien en quien confíe.
—No estoy calificado.
—Tampoco lo estaban los doce doctores que le fallaron. —Victoria fue tajante—. No necesito títulos colgados en la pared, señor Colmenares. Necesito resultados. Y usted logró en quince minutos lo que 400 mil dólares no pudieron comprar.
Marcos negó con la cabeza lentamente.
—Usted no me quiere cerca de su hija. Estoy roto, señora. Apenas me mantengo unido con pegamento barato. Hay días que no puedo ni levantarme de la cama porque el dolor me aplasta el pecho.
—Entonces entenderá los días en que ella tampoco pueda levantarse.
Él la miró fijamente.
—Le pagaré lo que quiera. Triple sueldo. Prestaciones, seguro médico privado, un contrato real.
—No quiero su dinero.
—¿Entonces qué quiere?
Marcos guardó silencio un largo momento. El zumbido de la lámpara parecía ensordecedor.
—No sé qué quiero. No lo he sabido en seis años.
Victoria sintió las lágrimas amenazando de nuevo. Se obligó a tragárselas.
—Entonces déjeme decirle lo que yo quiero. Quiero a mi hija de vuelta. Quiero que vuelva a reír, que dibuje, que crea que la vida vale la pena aunque su papá no esté. David se fue. No puedo cambiar eso. Pero todavía puedo salvar a Sofía. Y creo… creo que usted es el único que puede ayudarme.
Marcos miró al suelo sucio.
—No puedo reemplazar a su padre.
—No le pido que reemplace a nadie. Le pido que sea su amigo. Alguien que se siente con ella en la oscuridad. —Victoria hizo una pausa—. ¿No fue eso lo que le dijo? ¿Que a veces la gente solo necesita a alguien que se siente con ellos en lo oscuro?
La cabeza de Marcos se levantó de golpe.
—¿Escuchó eso?
—Cámaras de seguridad. Micrófonos. Vi la conversación entera. Cincuenta veces.
Marcos soltó un suspiro cansado.
—Claro. Cámaras.
—Usted le dijo que el dolor nunca se va. Que se vuelve una cicatriz. Que se aprende a cargar.
—Es la verdad.
—Es la primera cosa honesta que alguien le dice desde que murió David. Todos le dicen: “Ya pasará”, “Él está en un lugar mejor”, “Échale ganas”. Todas esas mentiras que decimos los adultos porque nos da miedo el dolor de los niños.
Victoria apretó el brazo de Marcos.
—Pero usted le dijo la verdad, y ella lo escuchó.
Marcos se soltó suavemente del agarre de Victoria.
—Si hago esto… si paso tiempo con Sofía… necesito que entienda una cosa.
—¿Qué?
—No soy terapeuta. No soy sanador. Soy solo un hombre que pasó por el infierno y salió quemado. —La miró a los ojos—. Puede que no la ayude. Puede que empeore las cosas. Puede que yo me rompa enfrente de ella.
—Lo sé.
—¿Lo sabe? Porque si Sofía se encariña conmigo y yo colapso… eso podría destruirla.
Victoria guardó silencio un momento. Luego dijo:
—¿Recuerda lo que ella le dijo a la enfermera ayer? ¿Cuando le enseñó los brazos?
La cara de Marcos se oscureció.
—Sí.
—Dijo que iba a intentar matarse de nuevo cuando fuera más valiente.
La voz de Victoria se quebró.
—Mi hija está planeando su muerte, Marcos. Tiene siete años y quiere morir para ver a su papá. —Victoria sollozó—. No le pido que la arregle. No le pido garantías. Le pido que sea alguien que le diga: “Sé que duele, pero puedes sobrevivir, porque yo sobreviví” .
Marcos cerró los ojos. Vio a Lucas. Vio el puente. Vio al oso de peluche.
—Y si fallo…
—Si falla, fallamos juntos —dijo Victoria—. Pero al menos lo habremos intentado. Al menos no la habremos dejado sola.
El cuarto de limpieza quedó en silencio. A lo lejos sonó el timbre de un elevador.
Finalmente, Marcos habló.
—Todos los días a las 3:00. En el lobby, cerca del puesto de café.
Victoria exhaló, sintiendo que un peso enorme salía de sus hombros.
—Lo hará.
—Lo intentaré. —Marcos tomó una botella de limpiador, nervioso—. Pero con una condición. Nada de cámaras. Nada de grabaciones. Lo que pase entre Sofía y yo, se queda entre nosotros.
—De acuerdo.
—Y no quiero un puesto nuevo. Ni un contrato elegante. Me quedo en el personal de limpieza. Me quedo con mi uniforme. Para el resto del mundo, sigo siendo solo el tipo que trapea.
Victoria frunció el ceño.
—¿Por qué?
—Porque Sofía no necesita otra figura de autoridad con traje. Necesita a alguien normal. Alguien que no tenga poder sobre ella. —Hizo una pausa—. Y porque yo lo necesito también. La invisibilidad. Es lo único que me mantiene cuerdo.
Victoria asintió lentamente.
—Está bien. Si eso es lo que necesita.
—Una cosa más.
—Dígame.
Marcos la miró y, por primera vez, Victoria vio un destello de fuego en esos ojos muertos.
—No me tenga lástima. No me mire como si fuera un héroe trágico de telenovela. No lo soy. Soy un hombre que no pudo salvar a su hijo y terminó trapeando pisos por el salario mínimo. Esa es mi historia. No tiene final feliz.
—Tal vez no —dijo Victoria—. Pero si ayuda a Sofía a salir de la oscuridad… tal vez eso sea suficiente. Tal vez eso es lo que Lucas querría.
Marcos se estremeció como si le hubieran dado una bofetada.
—No diga eso —susurró—. No use su nombre para hacerme sentir bien. No lo merezco.
—Creo que sí lo merece.
Victoria dio un paso adelante e hizo algo que no había hecho en años con nadie que no fuera su hija. Lo abrazó.
Marcos se puso rígido como una tabla. Olía a cloro y a sudor viejo. Ella olía a perfume francés y a dinero. Eran opuestos totales, unidos por la tragedia más antigua del mundo.
Lentamente, torpemente, los brazos de Marcos subieron y rodearon a la mujer más poderosa de México. Dos padres rotos sosteniéndose en un cuarto que olía a lejía.
—Sobreviviremos juntos —dijo Victoria contra su hombro—. Tú, yo y Sofía. Un día a la vez.
Se separaron. Marcos se aclaró la garganta, incómodo, y agarró su cubeta.
—A las 3:00 en el lobby. Dígale a Sofía.
Salió sin mirar atrás.
Victoria se quedó sola en la bodega, con el rímel corrido y el corazón latiendo desbocado. Por primera vez en meses, sintió algo extraño, algo peligroso.
Esperanza.
PARTE 2 (CONTINUACIÓN): LA TORMENTA
Capítulo 5: El Conejo que No Podía Saltar
Al día siguiente, a las 2:58 p.m., Marcos estaba limpiando una mesa cerca del puesto de café del lobby. Escuchó pasos pequeños. Dudosos.
Se giró. Sofía estaba allí, a dos metros de distancia. Llevaba una sudadera gris gigante que Marcos reconoció de las fotos: era de su papá. En sus brazos, apretaba al oso chueco.
—¿Viniste? —preguntó ella.
—Te dije que vendría.
Sofía caminó y se sentó en el suelo, ignorando los sillones de cuero italiano de 50 mil pesos. Marcos dejó su trapo y se sentó frente a ella. Misma distancia. Mismo respeto.
—Mi mamá habló contigo —dijo Sofía.
—Lo sé.
—Dijo que ahora vas a ser mi amigo. Si yo quiero.
Sofía lo miró con sospecha.
—Yo no tengo amigos.
—Yo tampoco —admitió Marcos.
—¿Por qué no?
Marcos pensó en mentir, pero recordó el trato silencioso de honestidad.
—Porque dejé de dejar entrar a la gente después de que Lucas murió.
—¿Te daba miedo?
—Sí. Cuando pierdes a alguien que amas más que a tu vida, sientes que si vuelves a querer a alguien, te va a doler igual cuando se vayan. Así que construyes muros. Muros altos.
Sofía asintió lentamente, sus ojos grandes fijos en él.
—Yo también tengo muros.
—Lo sé.
—Mi mamá trata de romperlos, pero no puede.
—Tal vez no necesita romperlos. Tal vez solo necesita sentarse afuera y esperar a que tú abras la puerta. —Marcos sonrió levemente—. Como estamos haciendo ahorita.
Pasaron unos minutos en silencio. Los empleados pasaban mirando de reojo: la niña millonaria y el conserje. El chisme corría como pólvora, pero nadie se atrevía a interrumpir.
—Cuéntame de Lucas —pidió Sofía de repente.
El pecho de Marcos se apretó.
—¿Qué quieres saber?
—Todo. ¿Era chistoso? ¿Qué le gustaba?
Marcos cerró los ojos. Los recuerdos, que antes eran cuchillos, ahora se sentían como fotografías viejas.
—Olía a shampoo de manzana y a tierra mojada. Tenía el pelo güero, casi blanco en verano, y los ojos azules. Odiaba cortarse el pelo. Gritaba como si lo estuvieran matando cada vez que veíamos las tijeras.
Sofía sonrió un poquito.
—Pero le encantaban los cuentos —siguió Marcos—. Me hacía contarle uno cada noche.
—¿Qué tipo de cuentos?
—Cuentos inventados. Sobre animales que eran diferentes. Un pájaro con miedo a volar. Una tortuga que no sabía nadar.
—¿Por qué eran diferentes?
—Porque Lucas era diferente. —A Marcos se le quebró la voz—. Tardó mucho en hablar. Los otros niños a veces se burlaban. Así que yo le contaba historias de personajes que sufrían, pero que encontraban su forma especial de ser felices.
Sofía abrazó más fuerte a su oso.
—Cuéntame uno. El del conejo.
Marcos respiró hondo. No había contado esa historia en seis años.
—Está bien. Había una vez un conejo llamado Oliver. Oliver no podía saltar porque tenía una patita malita. Mientras todos los conejos brincaban por el campo, Oliver tenía que caminar. Los otros conejos le decían “Oliver el Roto”.
—Eso es cruel.
—El mundo a veces es cruel, Sofía. Oliver se fue al bosque a vivir solo, para que nadie se burlara. Vivía en una madriguera oscura. Como yo en mi cuarto.
Sofía abrió los ojos.
—Mi mamá me dijo que vives solo en un cuarto chiquito. Como Oliver.
Marcos tragó saliva. Victoria le estaba contando su vida a la niña. Eso era extraño, pero de alguna forma, se sentía bien.
—¿Y qué pasó? —insistió Sofía.
—Un día hubo una tormenta terrible. Truenos, rayos. Oliver escuchó un llanto afuera. Era un zorrito bebé perdido. Los zorros y los conejos son enemigos, se supone. Pero Oliver escuchó que el zorrito tenía miedo. Y Oliver sabía lo que era tener miedo.
Sofía se inclinó hacia adelante.
—¿Lo ayudó?
—Sí. Salió a la tormenta, aunque no podía saltar ni correr, y metió al zorrito a su casa. Le salvó la vida. Y cuando la mamá zorra llegó, le dijo: “Tal vez no somos enemigos. Tal vez solo somos diferentes y nos necesitamos”.
—¿Y luego?
—Luego, Oliver entendió que su diferencia era su regalo. Porque no podía saltar, nunca se iba del bosque, y por eso estaba ahí para salvar al zorrito. Su dolor sirvió para algo.
Sofía empezó a llorar en silencio. Lágrimas gordas que caían sobre el oso.
—Yo soy diferente —susurró—. Todos creen que estoy rota.
—No estás rota, Sofía. Estás herida. Hay una gran diferencia. Lo roto a veces no se arregla, pero lo herido sana.
Marcos extendió la mano y tocó sus dedos.
—Toma tiempo. Pero sana.
Día tras día, la rutina se mantuvo. A las 3:00 p.m., Marcos hacía aviones de papel o contaba historias. Sofía escuchaba.
Tres semanas después, Sofía hizo una pregunta que cambió el juego.
—¿Crees que mi papá nos ve?
Marcos estaba doblando una hoja de papel. Se detuvo.
—No lo sé. A veces quiero creer que sí. A veces… a veces me da miedo pensar que el cielo está vacío.
—Mi mamá dice que sí. Pero yo no lo siento. —Sofía bajó la mirada—. Trato de sentirlo, pero solo siento frío.
—Yo pasé dos años buscando a Lucas en las señales, en el viento. Nunca lo sentí. —Marcos la miró—. Pero luego entendí algo. Lucas no está arriba en las nubes. Está aquí. En mí. En los cuentos que cuento. En los juguetes que hago.
Señaló el oso.
—Un pedacito de Lucas vive en ese oso. Y ahora vive contigo.
Sofía apretó el peluche.
—¿Entonces mi papá vive en mí?
—Claro. Vive en tu risa. En lo terca que eres. —Marcos sonrió—. Tu mamá me contó que le aventaste una silla a la tercera niñera.
Sofía soltó una risita nerviosa.
—Era muy molesta.
—Tu papá hubiera estado orgulloso. Tu mamá dice que él una vez le aventó una laptop a un socio tramposo. No le dio, pero el mensaje quedó claro.
Sofía soltó una carcajada. Una risa real, sonora, infantil. El sonido más hermoso que había retumbado en ese lobby en años.
Se tapó la boca de inmediato, asustada.
—Perdón.
—No pidas perdón. Eso fue música.
—Se sintió raro. Reírme. Como si traicionara a papá.
—Reír no es olvidar, Sofía. Reír es decirle a la muerte que no ganó. Es decirle que sigues viva. Y tu papá querría eso más que nada.
Sofía lo miró con los ojos brillantes. Luego, se lanzó hacia adelante y abrazó a Marcos. El conserje se quedó paralizado un segundo, oliendo el perfume caro de la niña mezclado con tristeza. Luego, sus brazos fuertes la envolvieron.
A lo lejos, Victoria Sandoval bajó su celular. Estaba llorando en silencio detrás de una columna. Su hija estaba viva. Y se lo debía al hombre de la limpieza.
Capítulo 6: El Escándalo y la Traición
La foto estalló en internet un martes a las 7:00 a.m.
Alguien los había fotografiado desde la calle, a través de los vidrios del lobby. Marcos arrodillado, sosteniendo la mano de Sofía, con el oso en medio. El ángulo lo hacía ver íntimo, casi secreto.
El titular en el portal de noticias más amarillista de México gritaba:
“¿LOCURA O DESESPERACIÓN? LA MILLONARIA SANDOVAL CONTRATA A UN CONSERJE SUICIDA PARA CUIDAR A SU HIJA.”
Para el mediodía, era tendencia nacional.
—¡Quiero saber quién tomó esa foto! —gritó Victoria en la oficina de seguridad.
El jefe de seguridad, pálido, negó con la cabeza.
—Fue desde la calle, señora. No tenemos jurisdicción.
El teléfono de Victoria no paraba de sonar. La junta directiva. Roberto Cárdenas, el vicepresidente que llevaba años queriendo su puesto, convocó a una reunión de emergencia.
—Victoria, esto es insostenible —dijo Roberto en la llamada, con esa falsa preocupación que Victoria detestaba—. Las acciones cayeron 8% hoy. Dicen que perdiste el juicio. Que pusiste a un hombre inestable, un hombre que intentó matarse, a cargo de la heredera.
—Ese hombre salvó a mi hija, Roberto.
—La percepción es realidad, Victoria. Tienes una hora para arreglarlo o la junta tomará medidas.
Mientras tanto, en el sótano, Marcos no sabía nada hasta que dos policías judiciales entraron por él.
—¿Marcos Colmenares? Acompáñenos.
—¿Por qué? —Marcos soltó la escoba, sintiendo el frío del miedo en la espalda.
—Tenemos una denuncia anónima. Comportamiento indebido con una menor.
Lo llevaron a la delegación. El cuarto olía a cigarro y desesperación. Un detective gordo le puso la foto en la mesa.
—Se ve mal, Colmenares. Un conserje, cuarentón, solo con una niña rica. Y tus antecedentes… intentaste saltar de un puente, ¿no? ¿Qué clase de enfermo eres?
—No soy un enfermo. Su madre me dio permiso.
—¿La señora Sandoval? —El detective se rió—. Ella está ocupada salvando su empresa. Dicen que tú te aprovechaste de su dolor.
Marcos pasó seis horas ahí. Seis horas de preguntas humillantes. Al final, lo dejaron ir por falta de pruebas, pero el daño estaba hecho. Cuando salió, la prensa estaba afuera.
—¡Señor Colmenares! ¿Es cierto que manipuló a la niña? —¡Señor Colmenares! ¿Cuánto le pagan?
Marcos se cubrió la cara y corrió hacia el metro, sintiéndose más sucio que nunca.
Esa noche, Victoria lo llamó.
—Marcos, perdóname. Fue Roberto. Él filtró la historia. Quiere quitarme la empresa.
—No puedo volver ahí, Victoria —la voz de Marcos temblaba—. Me miran como a un monstruo. Dicen que soy un depredador. Yo solo quería ayudar.
—No te voy a dejar solo.
—Ya estoy solo. Siempre lo he estado. Es mejor que me vaya. Por el bien de Sofía.
Colgó.
Capítulo 7: La Huida al Edificio Viejo
Tres días después, Marcos intentó entrar al edificio solo para recoger sus cosas y renunciar.
Seguridad le negó el paso.
—Lo siento, Marcos. Órdenes de la nueva directiva. Roberto Cárdenas tomó el control temporal esta mañana. Estás vetado.
—¿Y Sofía?
—No sé, mano. Dicen que se la van a llevar a un internado en Suiza mañana mismo.
El mundo de Marcos se detuvo. ¿Suiza? ¿Lejos de todo lo que conocía? Eso la mataría.
Sacó su celular y vio un mensaje de texto entrante. Era de un número desconocido.
“Tío Marcos. Escuché a los hombres malos. Me quieren llevar. Voy a ir a donde está papá. Al edificio viejo. Ven por favor.”
Marcos sintió un escalofrío. El “Edificio Viejo”. Las antiguas oficinas de Farmacéuticas Sandoval, en el Centro Histórico, abandonadas hace años tras el terremoto del 2017. Era un lugar peligroso, en ruinas.
Llamó a Victoria.
—¡Victoria! ¡Sofía se fue! ¡Está en el edificio del Centro!
—¡Voy para allá!
Se encontraron en la calle de Donceles, frente al edificio en ruinas. La fachada estaba cubierta de grafitis. Las ventanas rotas parecían ojos negros.
—Está cerrado —dijo Victoria, bajando de su camioneta blindada, pálida como un fantasma—. No hay guardias.
—Yo sé por dónde entrar.
Marcos rompió una tabla de madera que cubría una ventana del sótano. Entraron. El lugar olía a humedad y ratas.
Subieron corriendo las escaleras. Piso 1, piso 2.
En el quinto piso, en lo que alguna vez fue la oficina de David Sandoval, encontraron una luz tenue.
Sofía estaba sentada en el suelo, con una linterna y su oso. Estaba llorando frente a un viejo retrato de su padre que había quedado colgado en la pared, cubierto de polvo.
—¡Sofía! —Victoria corrió y se lanzó al suelo para abrazarla.
—¡Mami! ¡No dejes que me lleven!
—Nadie te va a llevar.
Marcos se quedó en el marco de la puerta, respirando agitado. Sofía lo vio.
—¡Tío Marcos!
La niña se soltó de su madre y corrió hacia él. Marcos cayó de rodillas y la recibió. Ella se aferró a su cuello como un náufrago.
—Pensé que te habías ido —sollozó ella—. Dijeron que eras malo.
—No soy malo, Sofía. Y no me fui. Estoy aquí.
Victoria los miró. Tres personas rotas en un edificio roto.
—Roberto va a pagar por esto —dijo Victoria, y su voz ya no era de miedo. Era de furia—. Trató de usar a mi hija para quitarme el poder. Trató de destruirte a ti.
Victoria se levantó, se limpió el polvo de las rodillas y miró a Marcos.
—Mañana convoqué a una conferencia de prensa. Iba a renunciar. Pero ya no.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Marcos.
—Voy a quemarlos a todos. Y quiero que tú estés ahí conmigo.
—Yo soy un conserje, Victoria.
—Tú eres el hombre que salvó a mi hija cuando mis millones no pudieron. El mundo necesita saber la verdad.
PARTE FINAL: LA LUZ DE LUCAS
Capítulo 8: La Verdad ante el Mundo
El auditorio estaba a reventar. Cámaras de Televisa, TV Azteca, CNN. Todos esperaban ver caer a Victoria Sandoval. Roberto Cárdenas estaba en primera fila, con una sonrisa de tiburón, esperando su momento para asumir el control.
Victoria salió al escenario. No llevaba sus trajes habituales. Llevaba ropa sencilla, sin maquillaje. De la mano traía a Sofía. Y al otro lado, con su uniforme de limpieza azul, limpio y planchado, iba Marcos.
El silencio fue absoluto.
—Buenos días —dijo Victoria—. Sé lo que esperan. Esperan mi renuncia. Esperan que me disculpe por “perder la cabeza”.
Hizo una pausa y miró a Roberto.
—Pero hoy no voy a hablar de negocios. Voy a hablar de la verdad.
Victoria contó la historia. Contó los gritos, los terapeutas fallidos, el deseo de muerte de su hija de 7 años.
—Estaba perdiendo a mi hija —dijo con voz quebrada—. Y entonces, este hombre… —señaló a Marcos—… este hombre que ustedes llaman “conserje suicida”, hizo lo que nadie más pudo.
Marcos dio un paso adelante. Las cámaras flashearon.
—Me llamo Marcos Colmenares —dijo al micrófono. Su voz retumbó—. Perdí a mi hijo Lucas hace seis años. Un conductor borracho me lo quitó. Perdí a mi esposa por la tristeza. Y sí, intenté quitarme la vida en un puente de Tlalpan.
Hubo jadeos en la audiencia.
—Soy un hombre roto —continuó Marcos—. Pero cuando vi a Sofía, no vi a la heredera de una fortuna. Vi a una niña que se estaba ahogando en el mismo mar que yo. No la curé con títulos ni medicinas. Solo me senté con ella en la oscuridad y le dije: “No estás sola”.
Marcos miró a la cámara.
—Dicen que no estoy calificado. Tienen razón. No tengo doctorado. Pero tengo un corazón que se rompió y volvió a sanar. Y sé que el amor no se acaba cuando alguien muere. Se transforma.
Sofía, que había estado callada, se acercó al micrófono. Se puso de puntitas.
—Él es mi mejor amigo —dijo la niña—. Y mi papá en el cielo me lo mandó.
El auditorio estalló. No en aplausos, sino en lágrimas. Periodistas curtidos se limpiaban los ojos. La narrativa había cambiado en un segundo. Ya no era un escándalo; era un milagro.
Victoria retomó la palabra. Sacó una carpeta.
—Tengo aquí correos electrónicos que prueban que Roberto Cárdenas orquestó la denuncia anónima y filtró la foto para devaluar las acciones y comprar barato. Eso es fraude corporativo y abuso infantil. La policía lo está esperando afuera.
Roberto se puso pálido. Dos agentes entraron y se lo llevaron entre el tumulto.
—A partir de hoy —anunció Victoria—, Farmacéuticas Sandoval lanza la Fundación “La Luz de Lucas”. Un centro gratuito para niños con trauma y duelo. Y el director será el señor Marcos Colmenares.
Marcos miró a Victoria, atónito.
—¿Yo?
—No hay nadie mejor, Marcos. Nadie.
EPÍLOGO: Tres Años Después
El centro “La Luz de Lucas” era un lugar luminoso en la planta baja del edificio. Había alfombras suaves, juguetes de madera hechos a mano y fotos de niños sonriendo.
Marcos estaba sentado en el suelo, rodeado de diez niños. Ya no llevaba uniforme de conserje, pero tampoco usaba traje. Vestía un suéter cómodo y jeans.
—…Y así fue como el conejo Oliver entendió que su patita rota lo hacía especial —terminó Marcos.
Los niños aplaudieron.
Sofía, ahora de diez años, entró corriendo con su mochila de la escuela.
—¡Tío Marcos! ¡Saqué diez en matemáticas!
—¡Eso es, campeona! —Marcos se levantó y la abrazó.
Victoria los observaba desde la puerta. No había romance de telenovela entre ella y Marcos; había algo más profundo. Eran compañeros de trinchera. Eran familia.
Esa tarde, Marcos fue al cementerio de Iztapalapa. La tumba de Lucas estaba limpia, llena de flores frescas.
Marcos se arrodilló.
—Hola, hijo.
El viento sopló suavemente.
—Lo logramos, Lucas. Hay cientos de niños que ya no están solos. Todo gracias a ti. Tu luz sigue brillando.
Marcos dejó un pequeño conejo de madera sobre la lápida.
—Te extraño cada día. Pero ya no quiero irme contigo todavía. Tengo mucho trabajo que hacer aquí.
Se levantó, se sacudió el polvo de las rodillas y miró al cielo. Por primera vez en casi una década, el azul del cielo no le pareció frío ni vacío. Le pareció lleno de esperanza.
Marcos Colmenares, el hombre invisible, finalmente había sido visto. Y al ser visto, había salvado al mundo.
FIN