Mi hija de 6 años le susurró al oído a Santa Claus: “Es la última Navidad de mi mami”… No sabía que detrás de nosotras estaba el CEO más poderoso de México y lo que hizo después nos cambió la vida para siempre.

PARTE 1

Capítulo 1: El peso de las luces

Las luces fluorescentes del centro comercial Plaza Norte zumbaban sobre mi cabeza como un enjambre de avispas furiosas. Sentí que mis rodillas se doblaban, como si fueran de gelatina. Todo el mundo a mi alrededor veía colores brillantes, adornos navideños gigantes y renos de plástico que se movían mecánicamente, pero yo… yo solo veía manchas borrosas rojas y verdes que daban vueltas.

Intenté aferrarme al barandal dorado que separaba la fila de “La Villa de Santa”, pero mis dedos, huesudos y pálidos, resbalaron por el metal frío. El piso de loseta, pulido hasta parecer un espejo, se abalanzó hacia mi cara.

—¡Mami! ¡Mami, despierta!

La vocecita de Sofía atravesó la niebla espesa que inundaba mi cerebro. Podía sentir sus manitas sacudiendo mis hombros, escuchar el pánico subiendo por su garganta como un nudo apretado. A nuestro alrededor, el murmullo de las compras navideñas se detuvo. La gente, esos desconocidos cargados de bolsas de tiendas caras, se arremolinaron formando un círculo de curiosidad y lástima.

—¡Llamen a seguridad! —gritó una señora con un abrigo de piel. —¡Traigan un doctor! —exigió otra voz masculina.

No. Esto no podía estar pasando. No así. Yo le había prometido a Sofi un día mágico, no este espectáculo denigrante. Había pasado tres meses ahorrando cada peso, saltándome comidas, reciclando latas, todo para juntar los 500 pesos del “Paquete Mágico” de la foto con Santa. Sofi había estado tan emocionada esa mañana, saltando por nuestro diminuto cuarto en la vecindad, haciendo girar su vestido rojo de lunares blancos que le compré en el tianguis. Había ensayado su lista de deseos toda la semana frente al espejo roto del baño.

Pero ahora, tirada en el suelo frío, con mi hija de seis años llorando sobre mí, supe que había cometido un error terrible. Debí haberme quedado en cama. Debí haber descansado. Las quimioterapias en el hospital general me habían dejado vacía, hueca, como una cáscara seca. El Doctor Jiménez me había advertido: “Tania, tus defensas están en el suelo, cualquier esfuerzo es peligroso”.

—Señora, ¿me escucha?

Un guardia de seguridad se arrodilló a mi lado. Su radio sonaba con estática. —La ambulancia ya viene en camino, señora.

—¡No! —La palabra salió de mi garganta como un graznido doloroso. Forcé mis ojos a abrirse.

—No… ambulancia no. No puedo pagarla. —Mi voz temblaba. En México, una ambulancia privada te cobra lo que ganas en tres meses solo por subirte, y las del gobierno tardarían horas en llegar.

El guardia me miró con duda, incomodo. —Señora, se desmayó. Necesita atención médica. Está muy pálida.

Hice un esfuerzo sobrehumano para sentarme. El mundo giró como un trompo. —Solo… ayúdeme a llegar a una banca. Estaré bien. Se me bajó la presión, es todo.

Mentira. No estaba bien. Nunca volvería a estar bien. El cáncer se había extendido a mis ganglios, a mi hígado, a mis huesos. Etapa cuatro. Terminal. Hacía tres semanas que los especialistas me habían dado la sentencia: seis meses, con suerte. Desde entonces, vivía en una pesadilla de la que no podía despertar.

Unas manos fuertes me ayudaron a levantarme. El guardia y un empleado de limpieza me guiaron hasta una banca cerca del área de comida rápida, donde el olor a hamburguesas y café me revolvió el estómago vacío. Sofi se pegó a mi costado como una lapa. Sus deditos retorcían la tela de mi abrigo azul, que ahora me quedaba dos tallas más grande. Había perdido casi veinte kilos desde agosto. Me veía en los reflejos de los aparadores y no reconocía a la mujer que me devolvía la mirada: un fantasma con ojeras profundas y piel grisácea.

—Mi amor, estoy bien —le dije a Sofi, alisando sus trencitas y tratando de sonreír, aunque sentía que la cara se me quebraba—. A mami solo le dio un mareo. Ya sabes, por no desayunar bien.

—Prometiste que veríamos a Santa —sus ojos grandes y cafés estaban llenos de una mezcla de preocupación y esa decepción infantil que rompe el corazón.

—Y lo haremos, nena. Solo dame un minuto.

Pero incluso sentada, sentía que la vida se me escapaba. Cada respiración era una batalla. Mis huesos ardían. Las pastillas para el dolor del seguro social se habían acabado hacía dos días y no tenía dinero para comprar más en la farmacia de la esquina. La niebla en mi cerebro se hacía más espesa. ¿Qué clase de madre lleva su cuerpo moribundo a un centro comercial en Navidad? ¿Qué clase de madre hace promesas que sabe que no va a poder cumplir?

Miré la fila. Había crecido. Familias enteras esperaban, niños con suéteres nuevos, papás cargando a sus hijos en hombros, mamás acomodando moños perfectos. Familias normales. Familias con futuro. Yo nunca volvería a ser normal. Y Sofi… en unos meses, esa niña del vestido rojo sería huérfana. El pensamiento me golpeó más fuerte que el cáncer: la idea de dejarla sola en esta ciudad monstruosa, sin nadie que la cuidara.

—Mami, mira. La fila avanza —Sofi tiró de mi mano.

Me obligué a ponerme de pie. Un pie delante del otro. Podía hacerlo. Tenía que hacerlo. Sofi merecía al menos un recuerdo mágico más antes de que todo se volviera oscuridad. Nos formamos de nuevo. Sofi parloteaba sobre lo que le diría a Santa: una bicicleta, unas muñecas, quizás un perrito. Cosas de niños. No mencionó las visitas al hospital, ni la medicina que me hacía vomitar, ni las noches que la escuchaba llorar bajito en su cama. Pero yo sabía. La había oído hablar con sus peluches, usando palabras que ninguna niña de seis años debería conocer: “Terminal”, “Hospicio”, “Funeral”.

La fila avanzaba lento. Luis Miguel cantaba villancicos por las bocinas. Yo quería tantas cosas. Quería tiempo. Un milagro. Dinero para la renta. Alguien que amara a Sofi cuando yo no estuviera. Quería no estar muriéndome a los 32 años.

—Siguiente —gritó el duende que organizaba la fila.

Sofi vibró de emoción. Ahí estaba él. Santa Claus, sentado en su trono dorado, rodeado de nieve falsa y luces parpadeantes. Era un señor mayor con barba real y una sonrisa que parecía genuina.

—Jo, jo, jo. ¿Y cómo te llamas, pequeña? —Santa ayudó a Sofi a subir a su regazo.

—Sofía Morales. Tengo seis años y tres cuartos.

—Bueno, Sofía Morales, ¿has sido una niña buena este año?

—Sí, señor. Ayudo mucho a mi mami. Hago mi tarea y me lavo los dientes.

—Eso es maravilloso. ¿Y qué te gustaría para Navidad?

Sofi se inclinó hacia él. Yo miraba desde un lado, intentando sonreír para la cámara que sostenía la fotógrafa, pero entonces vi cómo cambiaba la cara de mi hija. La emoción se drenó de su rostro. Sus hombros se hundieron. Su voz bajó a un susurro. No pude escuchar las palabras, pero vi la expresión de Santa. Su sonrisa se borró. Sus ojos se abrieron con espanto. Me miró a mí, luego a Sofi, luego a mí otra vez. Fuera lo que fuera que mi hija le dijo, lo había sacudido hasta la médula.

La sesión de fotos terminó rápido. Demasiado rápido. Santa le dio algo a Sofi en la mano y le susurró algo de vuelta, con los ojos vidriosos. Nos indicaron la salida.

—¿Qué le dijiste a Santa, mi amor? —le pregunté mientras nos alejábamos, tomándola de la mano.

—Nada… cosas de Navidad.

Pero no me miró a los ojos. Y cuando miré su puño cerrado, vi que apretaba un bastón de caramelo con tanta fuerza que sus nudillos estaban blancos.

Capítulo 2: El extraño del traje gris

No llegamos ni a la mitad del pasillo principal cuando tuve que detenerme otra vez. Mi visión se nubló. Una ola de náuseas recorrió mi estómago. Me recargué en una columna de mármol falso, respirando con dificultad, como un pez fuera del agua.

—Mami…

—Solo dame un segundo, corazón.

Pero no fue un segundo. Fueron varios minutos de luchar para no desvanecerme ahí mismo. La gente pasaba a nuestro lado, desviando la mirada. Nadie quiere ver la miseria en medio de las compras navideñas. Nadie quiere ver a la mujer moribunda arruinando la atmósfera festiva.

—Disculpe.

Levanté la vista. Un hombre alto estaba parado frente a nosotras. Llevaba un traje gris que gritaba dinero, una corbata roja impecable y zapatos de cuero que brillaban más que el piso. Su cabello oscuro estaba perfectamente peinado. Todo en él irradiaba poder y riqueza, de ese tipo de gente que no se preocupa por el precio de la gasolina o la renta.

—Soy Vicente Herrera.

Se agachó primero al nivel de Sofi, sin importarle arrugar sus pantalones de casimir. —Hola. Tienes un vestido muy bonito.

Sofi logró esbozar una pequeña sonrisa tímida. —Gracias.

Luego, Vicente se puso de pie y se dirigió a mí. Su altura era intimidante, pero sus ojos… sus ojos azules tenían algo diferente. No había juicio, había… ¿dolor?

—Estaba formado detrás de ustedes —dijo sin rodeos—. Escuché lo que tu hija le dijo a Santa.

Las palabras me golpearon como un puñetazo en el estómago. Mi visión se cerró en un túnel. Dios mío. No. ¿Qué había dicho?

—Escuché que le susurró que es tu última Navidad. Que estás muy enferma. —La voz de Vicente era grave, pero llena de una preocupación genuina que me desarmó—. ¿Es verdad?

Quise mentir. Quise decirle que se fuera al diablo, agarrar a Sofi y correr hacia la salida. Pero estaba tan cansada… tan harta de ser fuerte, de fingir que todo estaba bien cuando mi mundo se estaba incendiando.

—Sí —la palabra salió rota, como un cristal pisado—. Cáncer etapa cuatro. Me quedan unos seis meses.

A nuestro alrededor, la plaza seguía su caos alegre. Pero en nuestra pequeña burbuja, el tiempo se detuvo.

Vicente asintió lentamente, procesando la información como quien analiza un negocio complicado, pero con humanidad. —¿Quién está cubriendo tus gastos médicos?

Solté una risa amarga que sonó más a sollozo. —¿Gastos? El Insabi cubre lo básico cuando hay medicinas. Ya no puedo trabajar, así que vivimos de milagro.

—¿Qué hay del tratamiento? ¿Estás recibiendo lo que necesitas?

—El tratamiento que necesito cuesta más de tres millones de pesos. Recibo lo que puedo pagar, que básicamente es paracetamol y oraciones.

Sofi se apretó contra mi pierna. La abracé, odiando que este extraño estuviera presenciando nuestro fondo, nuestra miseria.

—Quiero ayudar —dijo Vicente. Metió la mano en su saco y sacó una cartera de piel negra—. Por favor, déjame pagar tu tratamiento.

Las palabras no tenían sentido en mi cabeza. Lo miré fijamente, preguntándome si el cáncer ya había llegado a mi cerebro y estaba alucinando. —No entiendo…

—Soy empresario. Tengo más dinero del que podría gastar en diez vidas. Y acabo de ver a una niña pequeña decirle a Santa que lo único que quiere para Navidad es más tiempo con su mamá. —La voz de Vicente se quebró ligeramente, perdiendo su compostura ejecutiva—. Así que, por favor, déjame ayudar. Déjame pagar lo que sea necesario.

Esto era una locura. La gente no va por ahí ofreciendo salvar la vida de extraños en Plaza Norte. Estas cosas no pasan en la vida real, mucho menos en México. Aquí te asaltan, no te salvan.

Pero bajé la mirada hacia Sofi. Vi su cara llena de esperanza, aferrada a mi abrigo. Vi a la niña que podría tener una oportunidad de no quedarse sola en el mundo. Y recordé algo que mi abuela decía: “Cuando Dios te manda un salvavidas, no le preguntas de qué color es, te agarras y ya”.

—Está bien —lágrimas calientes empezaron a rodar por mis mejillas, llevándose el poco maquillaje que traía—. Sí. Gracias. Dios mío, gracias.

Vicente sonrió. Y esa sonrisa transformó su cara por completo. Lo hizo ver más joven, menos intimidante, más humano.

—¿Tienen cómo irse a casa?

—El pesero pasa en cuarenta minutos…

—De ninguna manera. Mi chofer está afuera. Por favor, déjenme llevarlas. Y en el camino, podemos hablar de conseguirte una cita con los mejores oncólogos de la ciudad. El Hospital Ángeles tiene especialistas increíbles.

Asentí, incapaz de hablar. El nudo en mi garganta era demasiado grande. Un completo extraño acababa de ofrecerme un boleto de lotería: mi vida.

Mientras caminábamos hacia la salida, Vicente cargó a Sofi en sus hombros para que no se cansara. La escuché reír, un sonido que no oía desde hacía meses. Sentí algo en el pecho que creí muerto y enterrado junto con mi diagnóstico. Esperanza.

El auto de Vicente era exactamente lo que esperaba: una camioneta negra, blindada, enorme. Los asientos de piel olían a nuevo y eran más suaves que mi cama. Sofi pegó la cara a la ventana, viendo la ciudad pasar como si fuera una película.

—¿Dónde viven? —preguntó Vicente.

—En la Colonia Doctores, cerca del metro Niños Héroes. —Me dio vergüenza decirlo. No era un lugar bonito. Era una vecindad vieja, con pintura descascarada y una puerta que tenías que patear para que abriera.

Pero Vicente no juzgó. Simplemente le dio la dirección a su chofer y se giró hacia mí. —Háblame de tu diagnóstico. ¿Cuándo te lo detectaron?

Respiré hondo. —Cáncer de mama. Me encontré una bolita en febrero. Para cuando el seguro me dio la cita en mayo, ya se había extendido. Dijeron que era etapa tres. Empecé la quimio, pero… no funcionó. Hace tres semanas me dijeron que es etapa cuatro. Metástasis en ganglios, hígado y huesos.

—¿Qué recomendaron los doctores? ¿Hubo alguna otra opción?

—Mencionaron un protocolo experimental en el Hospital ABC, algo de inmunoterapia. Pero el seguro no lo cubre y cuesta una fortuna. Me ofrecieron cuidados paliativos en su lugar. Básicamente, irme a morir a mi casa.

Vicente apretó la mandíbula. Se veía molesto, no conmigo, sino con la situación. —¿Cómo se llama el tratamiento?

—Algo de NeoTech… Inmunoterapia dirigida.

Vicente asintió. —Lo conozco. Una de mis empresas invierte en investigación médica. Los resultados han sido prometedores.

Por supuesto. Este hombre tenía sus manos metidas en todo.

—¿Cuándo puedes empezar? —preguntó.

—No puedo. Ya le dije, es impagable.

—Yo lo pago. —Lo dijo tan fácil, como si invitara los tacos—. Todo. El tratamiento, las consultas, las medicinas, el transporte.

—Es demasiado dinero. No puedo aceptar tanto…

—Sí, sí puedes. —Vicente miró a Sofi, que seguía distraída con las luces de la ciudad—. Tienes que aceptarlo por ella.

Tenía razón. El orgullo no servía de nada cuando la vida de mi hija estaba en juego. —Está bien. Acepto su ayuda.

—Bien. Llamaré a la Doctora Patricia Chin el lunes a primera hora. Es la mejor. Te meteremos en ese programa inmediatamente.

La camioneta se detuvo frente a mi vecindad. El edificio se veía aún más deprimiente al lado del lujo del vehículo. Sentí pena, pero Vicente bajó como si estuviera llegando a Polanco.

—Déjenme acompañarlas hasta la puerta —ofreció.

Subimos los tres pisos por las escaleras estrechas y mal iluminadas. Abrí la puerta de nuestro pequeño cuarto. Todo lo que teníamos cabía en esa habitación: una cama matrimonial que compartía con Sofi, una parrilla eléctrica, un baño minúsculo. Pero estaba limpio. Había un arbolito de Navidad de plástico sobre la mesa, con esferas que Sofi había hecho con papel.

—No es mucho —dije—, pero es un hogar.

Vicente miró alrededor, observando las grietas en el techo y la humedad en las paredes. —Me gustaría ayudar con más que solo los gastos médicos. ¿Qué hay de la renta, la comida?

—No puedo pedirle más…

—No estás pidiendo. Estoy ofreciendo. —Sacó su celular—. Dame tu cuenta de banco. Voy a programar depósitos para que no tengas que preocuparte por si comen o no mientras luchas contra el cáncer.

Quise negarme. Quise decirle que podía trabajar, que podía lavar ropa ajena como antes. Pero miré el aviso de desalojo sobre la mesa. —Está bien… gracias.

Le di los datos. Tecleó rápido. —Listo. Deberías ver el depósito el lunes. Renta, luz, gas, súper. Todo cubierto.

—No sé cómo pagarle esto.

—Cúrate. Así me pagas. —Vicente se agachó frente a Sofi—. Y tú, señorita, tienes que ayudar a tu mamá a obedecer a los doctores. ¿Puedes hacer eso?

—Sí, señor. Soy muy buena ayudante.

—Se nota. —Le despeinó las trenzas—. Las veo el lunes. Vamos a salvar a tu mamá.

Cuando se fue, me dejé caer en la cama y lloré. Sofi se subió a mi regazo y me abrazó fuerte. —¿El señor Vicente te va a curar, mami?

—Espero que sí, mi amor. Espero que sí.

Esa noche, revisé la aplicación del banco en mi celular viejo. Vicente había depositado 50,000 pesos. “Para gastos inmediatos”, decía la nota. Lloré otra vez, pero esta vez eran lágrimas de alivio. Por primera vez en meses, no tuve miedo de cerrar los ojos.

Aquí tienes la continuación y el desenlace de esta historia, escrita con todo el corazón y el estilo narrativo que solicitaste.

—————-HISTORIA COMPLETA (PARTE 2)—————-

PARTE 2

 

Capítulo 3: El coche rojo y la sala de cristal

El lunes llegó más rápido de lo que esperaba. A las 8:00 a.m. en punto, mi celular sonó. Era Vicente. —Tengo todo listo —dijo sin preámbulos—. Cita con la Doctora Patricia Chin en el Hospital Ángeles del Pedregal a las 11:00. Paso por ustedes a las 10:30.

—Sí, está bien. Gracias.

Colgué y miré nuestro pequeño cuarto. Había intentado arreglarme lo mejor posible, pero mi ropa estaba gastada y mi piel tenía ese tono grisáceo que el cáncer te regala. Sofi, en cambio, estaba radiante. Le había puesto su mejor blusa y peinado sus trenzas con moños nuevos que compré con el dinero que Vicente depositó.

A las 10:30, un claxon sonó abajo. No era la camioneta negra de la otra vez. Cuando salimos a la banqueta rota de la colonia, vimos un auto deportivo rojo brillante que parecía una nave espacial aterrizada en medio de los baches.

—¡Guau! —gritó Sofi, corriendo hacia el coche—. ¿Es un Ferrari?

Vicente bajó la ventanilla y sonrió. Llevaba gafas de sol y una camisa blanca arremangada. —Algo así, pequeña. Sube, hoy viajamos con estilo.

El trayecto hacia el sur de la ciudad fue silencioso de mi parte. Veía cómo cambiaba el paisaje: de los puestos de tacos de canasta y cables enredados, a los edificios de cristal, jardines perfectos y calles limpias del Pedregal. Sentía que me colaba en un mundo al que no pertenecía.

El hospital no olía a cloro barato ni a enfermedad como al que yo estaba acostumbrada. Olía a café recién hecho y a flores. Los pisos brillaban. No había gente durmiendo en las sillas de espera ni filas interminables.

La Doctora Chin era una mujer menuda, de unos cincuenta años, con una mirada que te escaneaba el alma. Revisó mis expedientes viejos que llevé en una bolsa de plástico arrugada.

—El cáncer es agresivo, Tania —dijo sin rodeos, mirando las tomografías en la pantalla de alta resolución—. Pero tú eres joven. Tu corazón está fuerte. Eres la candidata perfecta para el protocolo NeoTech.

—¿De verdad? —pregunté, sintiendo que el corazón se me salía del pecho. En el otro hospital solo me decían “ya veremos” con cara de lástima.

—Combina inmunoterapia dirigida con un medicamento nuevo que enseña a tu cuerpo a atacar las células malas. Hemos tenido un 70% de éxito reduciendo tumores. Algunos pacientes han entrado en remisión completa.

Setenta por ciento. Esos números me sonaban a gloria. —¿Cuándo empezamos? —preguntó Vicente desde el rincón, cruzado de brazos, dominando la habitación con su presencia.

—Hoy mismo —respondió la doctora—. Si los análisis salen bien en una hora, le ponemos la primera infusión esta tarde.

Las siguientes horas fueron un torbellino. Me sacaron sangre, me hicieron placas, me revisaron cardiólogos. Sofi esperaba con Vicente, quien había sacado una tablet y le enseñaba a jugar ajedrez digital. Ver a ese hombre poderoso inclinado sobre mi hija, explicándole pacientemente cómo se mueve el caballo, me hizo un nudo en la garganta.

A las 3:00 p.m., estaba instalada en una sala privada de infusión. Nada que ver con la sala común donde recibía la quimio antes, rodeada de veinte personas vomitando. Aquí tenía un reposet de piel, televisión por cable y vista a los jardines.

—Esto va a tardar unas cuatro horas —me explicó la enfermera mientras conectaba la bolsa de líquido transparente a mi vía.

Vicente se sentó a mi lado. Sofi se quedó dormida en el sofá de visitas. —¿Por qué haces esto? —le pregunté en un susurro, mientras el medicamento empezaba a entrar en mis venas—. De verdad, Vicente. ¿Por qué? No somos nadie.

Vicente miró por la ventana un momento, su mandíbula se tensó. —Mi hermana, Rebeca… murió de cáncer hace siete años. Tenía 30. Dejó dos hijos.

El silencio se hizo pesado. —Yo tenía todo el dinero del mundo, Tania. Pagué los mejores doctores de Nueva York, de Alemania… y no sirvió de nada. El tratamiento que tú estás recibiendo hoy, no existía entonces. Ella se me fue en seis meses. —Se giró hacia mí y vi que sus ojos estaban húmedos—. Cuando escuché a Sofi en el centro comercial… vi a los hijos de Rebeca. Vi el mismo miedo. Y me prometí que si la vida me daba otra oportunidad de pelear contra esta maldita enfermedad, no la iba a desperdiciar.

—Lo siento mucho —dije, y le tomé la mano. Su piel estaba caliente contra la mía que siempre estaba fría.

—No lo sientas. Cúrate. Esa es la única gracias que quiero. Haz por tu hija lo que Rebeca no pudo hacer por los suyos. Quédate.

—Voy a pelear —prometí, apretando su mano—. Te juro que voy a pelear con uñas y dientes.

Cuando terminó la infusión, ya era de noche. Vicente nos llevó a casa. Antes de irse, me dio una tarjeta. —Mi celular personal. Llámame a la hora que sea si te sientes mal. Si necesitas algo. Lo que sea.

Esa noche, pegué la tarjeta en el espejo del baño. “Vas a vencer esto”, había escrito él al reverso. Lo leí hasta quedarme dormida.

Capítulo 4: Caldo de pollo y verdades a medias

El tratamiento no fue un paseo por el parque, pero tampoco fue el infierno de la quimio tradicional. Tenía náuseas, sí, pero eran olas que venían e iban, no ese mareo constante que te hace querer arrancarte la piel.

Vicente cumplió su palabra. Iba por nosotras todos los miércoles y viernes. Y no solo era el chofer; se convirtió en mi compañero. Aprendió que después del tratamiento, lo único que mi estómago toleraba era gelatina de limón y galletas saladas, así que siempre traía una hielera con eso en el coche.

Un martes, tocaron a la puerta de la vecindad. Era Vicente, cargando tres bolsas enormes de supermercado. Y no de cualquier súper, eran bolsas de City Market. —¿Qué haces aquí? No es día de tratamiento —le dije, abriendo la puerta en pijama.

—Necesitas comer bien. Proteína, verduras orgánicas, nada de procesados. La doctora Chin me dio una lista. —Entró como si fuera su casa y empezó a llenar mi refrigerador viejo y ruidoso.

Sacó salmón, pechugas de pollo sin hormonas, kale, aguacates, nueces. Cosas que yo solo veía en revistas. —Vicente, esto cuesta una fortuna. —Es medicina, Tania. Es parte del tratamiento.

Sofi salió del baño y corrió a abrazarlo. —¡Tío Vicente! Me quedé helada. ¿Tío? ¿Desde cuándo? Él solo sonrió y la cargó. —Hola, princesa. Te traje esos cereales que te gustan, pero también tienes que comerte el brócoli, ¿trato hecho?

Después de guardar todo, se sentó en mi mesa coja. —Contraté a alguien —dijo—. Se llama Doña Ruth. Es de total confianza, trabajó con mi mamá años. Va a venir tres veces por semana a limpiar, lavar ropa y cocinarte. No quiero que muevas un dedo que no sea para sanar.

—Es demasiado intrusivo… mi casa es un huevo, no necesito sirvienta. —No es sirvienta, es ayuda. La semana pasada casi te desmayas lavando los platos. Lo vi. No discutas conmigo.

Doña Ruth llegó el viernes. Era una señora bajita, redonda y con una sonrisa que iluminaba el cuarto. En dos horas, mi departamento brillaba y olía a caldo de pollo con hierbabuena, un olor que me recordó a mi infancia. —Usted descanse, mi hija —me decía mientras me acomodaba las almohadas—. El señor Vicente me tiene amenazada si no la cuido como a una reina.

La vida empezó a tomar un ritmo extraño. Lunes y jueves de hospital con Vicente. Martes y viernes de Doña Ruth y comida casera. Los fines de semana, Vicente venía “a checar” y terminábamos viendo películas en su iPad o ayudando a Sofi con la tarea.

Empecé a notar cosas. Cómo me miraba cuando creía que yo estaba dormida en el reposet del hospital. Cómo su mano tardaba un segundo más de lo necesario en soltar la mía cuando me ayudaba a bajar del coche. Y yo… yo empecé a esperarlo no solo por la medicina, sino porque su risa grave se había convertido en mi sonido favorito.

Pero me frenaba. Él era un multimillonario. Yo era una mujer enferma, pobre y con una hija, viviendo en la Doctores. Él lo hacía por culpa, por su hermana. No podía confundir gratitud con amor. Eso sería patético.

A las tres semanas, llegaron los primeros estudios de control. La Doctora Chin entró al consultorio con una sonrisa. —Bueno… esto es impresionante. Vicente me apretó el hombro. —Los tumores se han reducido un 20%. Para tan poco tiempo, es un milagro.

Rompí a llorar. Vicente me abrazó y yo hundí mi cara en su camisa de seda, mojándola con mis lágrimas y mocos, pero no le importó. Me sostuvo fuerte. —Te lo dije —susurró en mi oído—. Te dije que íbamos a ganar.

Esa noche, para celebrar, Vicente pidió pizzas gourmet. Estábamos sentados en el suelo de mi cuarto (porque no cabíamos todos en la mesa), comiendo y riendo. Sofi se quedó dormida con la cabeza en las piernas de Vicente. Él le acariciaba el pelo distraídamente. —Tania… —dijo, bajando la voz—. No pueden seguir viviendo aquí. —Es lo que puedo pagar, Vicente. Incluso con tu ayuda, no quiero abusar. —No se trata de dinero. Se trata de salud. Hay humedad en las paredes, entra frío por las ventanas, hay mucho ruido. Necesitas paz.

—¿Y qué sugieres? —Quiero que se muden. Ya encontré un lugar. —Vicente, no… —Solo ven a verlo. Mañana. Es sábado. Si no te gusta, no volvemos a hablar del tema. Por favor.

¿Cómo decirle que no al hombre que me estaba salvando la vida?

Capítulo 5: Una casa con columpios

El sábado, Vicente nos llevó a Coyoacán. No al centro turístico lleno de gente, sino a esas calles empedradas y tranquilas, llenas de árboles gigantes. Se detuvo frente a una casa pintada de color ocre, con buganvillas cayendo por la barda.

No era una mansión intimidante. Era… acogedora. Tenía un pequeño jardín al frente y un porche. —Entren —dijo, dándome las llaves.

La casa olía a madera y a limpio. Tenía una sala amplia con mucha luz, una cocina moderna donde sí cabía un refrigerador grande, y tres recámaras arriba. Pero lo que hizo gritar a Sofi fue el patio trasero: había pasto verde de verdad y un set de columpios de madera.

—¡Mami, mira! ¡Puedo volar! —gritó Sofi corriendo hacia los columpios.

Yo me quedé parada en medio de la sala vacía, temblando. —Es hermosa, Vicente. Pero esto debe costar una renta millonaria. —No vas a pagar renta. La compré. —¿Qué? —La compré para ustedes. Está a tu nombre. Las escrituras están en la notaría.

Sentí que me faltaba el aire. —¡Estás loco! No puedo aceptar una casa. El tratamiento es una cosa, pero esto… esto es patrimonio. ¿Qué pasa si me muero? ¿Qué pasa si…? —Si te mueres —me interrumpió, tomándome por los hombros—, Sofi tendrá un techo seguro para siempre. Nadie la podrá echar. Nunca.

Me quedé muda. Pensó en todo. —Pero no te vas a morir —continuó, acercándose un paso más. Podía oler su perfume, una mezcla de sándalo y cítricos—. Vas a vivir aquí. Vas a ver a Sofi crecer en ese jardín. Vas a cocinar en esa cocina.

Me miró a los ojos y el tiempo se detuvo. Ya no había barreras. —¿Por qué? —pregunté en un susurro—. ¿Por qué tanto? —Porque me importan. Porque Sofi se ha robado mi corazón… y tú también, Tania.

El corazón me dio un vuelco. —Vicente… soy una paciente de cáncer. —Eres la mujer más valiente que he conocido. Y me estoy enamorando de ti. Sé que es una locura, sé que es rápido, pero no quiero perder ni un minuto más fingiendo que solo soy tu benefactor.

Se inclinó lentamente, dándome tiempo de alejarme. No me moví. Quería esto. Lo necesitaba tanto como necesitaba el aire. Sus labios tocaron los míos con una suavidad que no esperaba. Fue un beso tierno, lleno de promesas, un beso que sabía a futuro.

Nos mudamos dos semanas después, justo antes de Navidad. Vicente contrató mudanza y decoradores. Cuando llegamos, la casa ya tenía muebles, cortinas y, lo más importante, un árbol de Navidad gigante en la sala, listo para decorar.

Esa Navidad, la de “la última Navidad de mami”, fue la más feliz de mi vida. Cenamos pavo, rompimos una piñata en el jardín y vimos a Sofi abrir regalos hasta cansarse. Nevaba en las películas de la tele, pero aquí en México hacía frío y tomábamos ponche con frutas.

Cuando Sofi se durmió, Vicente y yo nos sentamos en el porche, envueltos en una cobija. —Gracias —le dije—. Por salvarme. —Tú me salvaste a mí, Tania. Estaba muerto en vida desde que murió mi hermana. Ustedes me devolvieron las ganas.

Capítulo 6: La fiebre y el miedo

Enero trajo buenas noticias. Mis tumores se habían reducido un 60%. La Doctora Chin programó la cirugía para remover lo que quedaba. —Si esto sale bien —dijo—, podríamos estar hablando de remisión total.

La cirugía fue el 15 de enero. Vicente estuvo ahí desde las 5 de la mañana, sosteniendo mi mano mientras me llevaban al quirófano. —Te veo en un rato —me dijo, besando mi frente—. Te amo. —Te amo —respondí, antes de que la anestesia me apagara.

Desperté dolorida, pero viva. La cirugía había sido un éxito. Sacaron todo. Pero al tercer día, la pesadilla regresó. Empecé con fiebre. Mi herida se puso roja y caliente. Una infección hospitalaria, resistente y peligrosa.

Me tuvieron que aislar. Sofi no podía entrar a verme. Yo ardía en fiebre, delirando, pensando que la muerte había regresado a terminar el trabajo. Vicente no se separó de la ventana de mi cuarto. Lo veía ahí, sentado en una silla incómoda, con la barba crecida, ojeroso, hablando con los doctores, exigiendo, moviendo cielo y tierra.

—No me dejes —susurraba yo en mis momentos de lucidez—. No me dejes sola. —Nunca —me decía él a través del cristal, usando el intercomunicador—. Estoy aquí. No me muevo.

Fueron dos semanas de terror. Me cambiaron los antibióticos tres veces. Sentía que mi cuerpo me traicionaba justo en la orilla de la playa. Pero Vicente trajo a un especialista en infectología desde Houston. El nuevo medicamento funcionó. La fiebre bajó. El color volvió a mis mejillas.

Cuando por fin me dieron de alta en febrero, estaba débil, pero limpia. —No hay cáncer —dijo la Doctora Chin, revisando los últimos análisis con una sonrisa de oreja a oreja—. Y la infección cedió. Estás limpia, Tania. Estás en remisión.

Lloré tanto que casi me deshidrato. Vicente entró al consultorio y me levantó en el aire, girando conmigo, importándole poco si me lastimaba la herida. —¡Lo hicimos! —gritaba—. ¡Maldita sea, lo hicimos!

Esa noche, al llegar a casa, Sofi corrió hacia mí. Me arrodillé (con cuidado) y la abracé. —Mami ya no tiene pupas malas —le dije. —¿Te vas a quedar? —preguntó ella, con sus ojitos llenos de miedo acumulado. —Me voy a quedar, mi amor. Para siempre.

Capítulo 7: Arena blanca y nuevos comienzos

La recuperación fue lenta pero segura. Con Doña Ruth cocinando y Vicente consintiéndome, recuperé mis kilos y mi energía. En mayo, Vicente nos llevó a la playa. No fuimos a Acapulco; fuimos a un resort privado en la Riviera Maya. Sofi nunca había visto el mar. Verla correr hacia las olas turquesas, gritando de alegría, fue el mejor medicamento del mundo.

Una noche, caminando por la arena blanca bajo la luna, Vicente se detuvo. —Tania, hemos pasado por el infierno y regresamos. Ya no quiero esperar. Se arrodilló en la arena. Sacó una cajita de terciopelo. —¿Te casarías conmigo? Sé que somos de mundos diferentes, pero no me imagino mi mundo sin ti.

El anillo brillaba más que las estrellas. —Sí —dije, llorando de felicidad—. Mil veces sí.

Nos casamos en junio, en el jardín de nuestra casa en Coyoacán. Fue una boda pequeña. Solo la familia de Vicente (que al principio eran escépticos pero terminaron amando a Sofi), Doña Ruth, la Doctora Chin y algunos amigos. Sofi fue la niña de las flores, lanzando pétalos amarillos y morados por todo el camino.

En mis votos le dije: “Me encontraste cuando yo era un final, y me convertiste en un comienzo”.

La vida siguió, hermosa y cotidiana. Yo terminé la prepa abierta y empecé a estudiar Nutrición, quería ayudar a otros enfermos a comer para sanar. Vicente trabajaba menos y pasaba más tiempo jugando fútbol con Sofi en el jardín.

Un año después, en la cena de Acción de Gracias (que adoptamos como tradición para agradecer), me sentí mareada. Vicente se puso pálido. —¿Te sientes mal? ¿Llamo a la doctora? —el pánico en su voz era evidente. El miedo al cáncer nunca se va del todo. —No es eso… —dije, sonriendo nerviosa—. Creo que… creo que estoy embarazada.

Vicente se quedó mudo. Luego gritó de alegría. Nathan Vicente Herrera nació ocho meses después. Un bebé gordito y sano que llegó a completar nuestra familia improvisada. Ver a Sofi cargando a su hermanito, cantándole las mismas canciones que yo le cantaba a ella, cerró el círculo.

Capítulo 8: Diez años después

Las cámaras flasheaban mientras subía al estrado. Ajusté el micrófono. Diez años habían pasado, pero las cicatrices de la cirugía seguían ahí, bajo mi vestido elegante, recordándome quién era.

—Bienvenidos a la gala anual de la Fundación Rebeca y Tania —dije con voz firme. El salón estaba lleno. Vicente me miraba desde la mesa principal, con el pelo ya gris en las sienes, sosteniendo la mano de un Nathan de nueve años que no paraba de moverse. A su lado, Sofi, ahora una jovencita de 16 años hermosa y decidida, me sonreía orgullosa. Ella quería estudiar medicina, quería ser oncóloga.

—Hace diez años —continué—, yo estaba tirada en el piso de un centro comercial, pensando que mi vida había terminado. Una niña le susurró a Santa un deseo desesperado. Y un hombre escuchó. Miré a Vicente y le lancé un beso. —Hoy, gracias a esa cadena de milagros, nuestra fundación ha pagado el tratamiento completo de más de 500 familias mexicanas. Hemos dado casas, comida y esperanza. Porque nadie debería morir por ser pobre. Nadie.

Los aplausos resonaron en el salón. Bajé del escenario y fui directo a los brazos de mi esposo. —Estuviste increíble —me dijo él. —Tú hiciste esto posible.

Esa Navidad, como cada año, fuimos a la misma plaza comercial. Ya no era la misma decoración, y el Santa Claus seguramente era otro actor, pero la magia seguía ahí. Nos paramos cerca del barandal, viendo a los niños formados. Sofi se recargó en mi hombro. —¿Te acuerdas, ma? —preguntó. —Cada día, mi amor. —Le dije a Santa que era tu última Navidad. Qué bueno que me equivoqué.

La abracé fuerte, oliendo su cabello limpio, sintiendo la mano de Vicente en mi cintura y escuchando las risas de Nathan corriendo alrededor. —No te equivocaste, Sofi —le dije suavemente—. Fue la última Navidad de esa Tania triste y sola. Esa mujer murió ese día para que esta nueva Tania, la que es amada, fuerte y feliz, pudiera nacer.

Vicente nos rodeó a todos con sus brazos enormes. —Feliz Navidad, familia. —Feliz Navidad —respondimos al unísono.

Y mientras las luces del centro comercial zumbaban sobre nosotros, ya no parecían avispas furiosas. Parecían estrellas. Estrellas guiándonos a casa.

FIN

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