
PARTE 1
Capítulo 1: El Agarrote de la Hierbabuena
El sol de la Ciudad de México se estaba rindiendo, y el aire en la calle ya se sentía más fresco, pero en mi pecho el calor era puro pánico. Estaba ahí, parada en el umbral de lo que se suponía era mi refugio, con una mujer que olía a hierbabuena y a tierra mojada sujetándome la muñeca como si yo fuera a desintegrarme si me soltaba.
Y mi padre…
“Mi padre” me acababa de contestar el teléfono.
El eco de su frase—No des ni un paso más… tu esposo no está en casa, y el hombre que te está esperando detrás de esa puerta te está observando ahora mismo—era un zumbido eléctrico en mi cerebro. No podía ser. La voz era áspera, sí, pero el ritmo, la cadencia, el tono bajo y controlador… era él. El hombre que habíamos enterrado, el que yo había visto en su ataúd, el que me había dejado sola en este mundo cruel, me estaba hablando.
Me quedé muda, la mandíbula trabada. Maisie, la pobre, se despertó con mi tensión y empezó a quejarse, un lloriqueo suave que rompió el hechizo. El sonido la trajo de vuelta a la realidad.
—¿Quién es? —pregunté al teléfono, mi voz apenas un susurro que se mezcló con el llanto de mi bebé.
La anciana, doña Chuy, supongo que se llamaba, me apretó más la muñeca, acercando su rostro al mío. Sus ojos, profundos y llenos de arrugas, me suplicaban que no hablara fuerte.
—¡Shhh! —siseó ella, mirando de nuevo la puerta de madera— ¡Cuelgue, mija, y camine! ¡Camine sin ver atrás!
Pero yo no podía. Mi cuerpo estaba conectado por un cable invisible a esa voz.
—Estoy… estoy asustada —balbuceé al teléfono.
La voz al otro lado, “la voz de mi padre”, se hizo más grave, más lenta, como si estuviera midiendo cada palabra que me lanzaba.
—Lo sé, Elena. Por eso debes escucharme. No es la casa. Es lo que hay en la casa. Cuelga ahora mismo y vete de ahí. Tienes un minuto antes de que él se dé cuenta de que no estás entrando.
—¿Quién está ahí? —mi voz ya era un hilo de aire. —¿Quién eres tú? ¡Papá murió! ¡Yo estuve ahí!
Hubo una risa amarga y seca al otro lado de la línea. Era una risa que me quemó la piel, una risa que no era la de mi padre. El padre que yo conocía era un hombre estoico, un hombre que no se permitía la alegría ruidosa, y mucho menos el cinismo. Pero esta risa… era de alguien que sabía demasiado y estaba disfrutando de mi terror.
—Tu padre… —dijo con un tono de burla que me revolvió el estómago—… tu padre siempre fue mejor en la logística que en la lealtad. Ahora, escúchame bien: ese hombre te está esperando para algo que él cree que le robaste. No vayas a tu auto. No corras. Simplemente camina hacia la casa de la señora de al lado. Ella está sola. Ella no está contigo.
Me congelé. ¿Cómo sabía que el vecino de al lado estaba solo? ¿Cómo sabía que mi esposo estaba de viaje?
“Ella no está contigo.”
Mi mente dio un giro. Miré a la anciana. ¿Quién demonios era esta mujer? ¿Una cómplice? ¿Una aliada? Sentí náuseas, mi cabeza daba vueltas entre el fantasma de mi padre y el terror de la calle vacía.
—¿La señora de al lado? —pregunté al teléfono.
—Sí. La señora de los rosales. Ve hacia su puerta. Y si te pregunta algo, dile que la vas a invitar a un café. Actúa normal. ¡Pero hazlo ahora!
Colgó.
El silencio fue un golpe seco. Me quedé con el teléfono pegado a la oreja, el aliento caliente de Maisie en mi cuello, el agarre de la anciana en mi brazo.
La anciana, al ver mi rostro lívido, me jaló con una fuerza que no correspondía a su cuerpo.
—¡Te lo dije! ¡Vámonos! ¡El tiempo!
Me di cuenta de que no tenía opción. El miedo me estaba paralizando, pero la voz al teléfono había sonado real de una forma terrible. Actuar normal. Ir con la vecina.
Empecé a caminar, sin correr, con la calma forzada de quien camina al patíbulo. Pero no hacia mi casa, sino hacia la casa de la señora que vivía justo al lado, Doña Lupe, la de los rosales.
Y cuando pasé frente a mi ventana, lo vi. Un par de ojos oscuros, un reflejo fugaz en el cristal. Me estaban observando. Y esos ojos…
No eran los de mi esposo.
Eran los ojos de un depredador.
Capítulo 2: Los Rosales de Doña Lupe
Caminé los escasos cinco metros hasta la puerta de Doña Lupe. El miedo me hacía sentir cada paso como un esfuerzo heroico, y el peso de Maisie era insoportable. Doña Chuy, la anciana, me seguía de cerca, respirando con dificultad.
Actúa normal.
Toqué el timbre de Doña Lupe. El sonido me pareció estruendoso, como un grito en el silencio. Esperé, el corazón latiéndome en los oídos. La puerta de mi casa parecía ahora un portal a una dimensión de pesadilla. Sabía que el hombre seguía ahí, observando.
Después de lo que pareció una eternidad, la puerta se abrió un poco, revelando el rostro arrugado y escéptico de Doña Lupe, la dueña de la casa con los rosales más hermosos de la cuadra. Era una mujer solitaria, de esas que prefieren su propia compañía y solo saluda con la cabeza.
—¿Sí, vecina? —preguntó Doña Lupe con un tono cansado.
Tragué saliva. Tenía que sonar convincente. Tenía que fingir que no acababa de recibir una llamada del más allá advirtiéndome de un asesino en mi sala.
—Ay, Doña Lupe, disculpe la hora —dije, forzando una sonrisa que me temblaba en los labios—, pero venía pensando que tengo un café de Chiapas espectacular. ¿No le gustaría que nos tomáramos una taza? ¡Para conocernos bien!
Doña Lupe entrecerró los ojos. Me midió de arriba abajo. Mi ropa desordenada, mi cara de susto, Maisie a medio despertar. Definitivamente no era el mejor momento para socializar.
—¿Ahorita? —dijo, sin moverse de su umbral.
—¡Sí! —dije con un entusiasmo exagerado—. ¡Ahorita, un ratito! No se preocupe, no le quitaré mucho tiempo. Vengo del súper y necesito… un empujoncito.
Doña Chuy, la anciana que me había salvado, se puso a mi lado, respirando con dificultad. Su presencia era una anomalía, pero la ignoré.
Doña Lupe miró detrás de mí, hacia mi casa. Sus ojos se detuvieron en mi puerta, luego en la ventana donde había visto el reflejo. Y por un instante, vi algo en sus ojos. No curiosidad, no enojo… sino conocimiento.
—Pase, Elena —dijo, abriendo la puerta un poco más.
Entré a trompicones, como si una mano invisible me hubiera empujado. Doña Chuy entró detrás de mí, y Doña Lupe cerró la puerta con una rapidez que delató su nerviosismo. Y entonces, jaló el cerrojo, el clack de metal fue como un disparo en el silencio de la casa.
—El café me lo debe para mañana —susurró Doña Lupe, con una seriedad que me heló la sangre. —¿Pero qué demonios hace usted parada afuera, mija? ¿Y usted, Chuy? ¿Qué le dijo ahora?
Me di cuenta. Doña Lupe no estaba sorprendida. Estaba alarmada. Y conocía a Doña Chuy.
—¿La conoce? —pregunté, sintiendo un nudo en la garganta.
—Claro que la conozco —respondió Doña Lupe, rodando los ojos con un gesto que era totalmente mexicano—. ¡Es la que cuida la colonia! Es una adivina o una loca, usted decida. Pero cuando dice que hay problemas, ¡hay problemas! Ahora, suéltela, Chuy, que la pobre ya está pálida.
Doña Chuy me soltó. Su mano se retiró, dejando una marca de presión en mi piel. Se sentó en un sillón, jadeando, y se llevó una mano al pecho.
—El fantasma… —dijo Doña Chuy, recuperando el aliento—… el fantasma se activó. Y el hombre… no está buscando a su marido. La está buscando a usted, mija.
Mi mente regresó a la llamada. A la voz que decía ser mi padre, pero que se reía como un demonio.
—Me llamó —dije, sintiéndome estúpida al verbalizarlo—. El número de mi padre… me contestó alguien.
Doña Lupe, la mujer seria y solitaria, se sentó frente a mí, y por primera vez, su rostro se relajó. No con alivio, sino con resignación.
—Ay, Elena. Mija, mija… —dijo, negando con la cabeza— ¿No le dijeron nada de la casa? ¿De la historia?
La casa. Mi casa. Había sido una ganga, demasiado buena para ser verdad, en una colonia agradable. Mi esposo y yo la compramos sin preguntar demasiado.
—¿Qué historia? —pregunté, aferrando a Maisie como si mi vida dependiera de ello.
Doña Lupe me miró con una mezcla de lástima y reproche.
—Mija, esa casa la habitó una familia muy particular. Los Herrera. Un matrimonio y su hija. El señor Herrera, que era igual de serio que su papá, era un hombre que sabía demasiadas cosas. Dicen que por eso lo mataron. Lo encontraron en el sótano, atado y… bueno. Lo arreglaron para que pareciera un infarto.
—¿Y…?
—Y el señor Herrera, cuando se le fue el aire, dijo que iba a encontrar una manera de seguir cuidando a su hija. Que había escondido su trabajo. Su vida. Su hija se fue del país. Nunca regresó. Y desde entonces… el teléfono de la casa suena. Pero solo para la hija. Y esa hija… se llamaba Elena.
Mi nombre.
Yo me llamaba Elena. Y mi padre… mi padre se llamaba Herrera.
Me di cuenta de que no estaba en la casa de al lado por una coincidencia. Estaba en la casa de la vecina de la otra Elena Herrera, la hija que había huido.
Y mi padre, mi verdadero padre, había tomado el teléfono de otro hombre para advertirme, usando su secreto final para contactarme desde la tumba.
Y el hombre que estaba en mi sala… no me estaba buscando por algo que yo hice.
Me estaba buscando por quién era.
PARTE 2

Capítulo 3: El Tesoro Escondido en el Sótano
El nudo en mi estómago se apretó hasta doler. Todo encajaba con un sonido seco, como el cerrojo de una trampa. Mi padre, el mío, el hombre que me crio y me enseñó que la discreción era el único lujo verdadero, se había encargado de que, incluso ocho años después de su muerte, yo siguiera usando su apellido de casada, Herrera. Pero nunca me habló de la otra Elena Herrera. Nunca me contó la historia de la casa que compró mi esposo a un precio de risa.
Nos habíamos mudado de Guadalajara a la Ciudad de México por el trabajo de mi esposo, Alejandro. Y ahora yo estaba sentada en la sala de Doña Lupe, con Maisie en brazos, aprendiendo que mi nueva casa estaba embrujada, no por un fantasma cualquiera, sino por un fantasma de apellido Herrera que quería protegerme.
—¡Es que no tiene sentido, Doña Lupe! —exclamé, sintiendo la frustración mezclada con el pánico—. Mi padre era un hombre de negocios. No estaba en nada raro.
Doña Lupe me miró con compasión.
—Todos decimos eso de nuestros padres, mija. El señor Herrera de esta casa era un “hombre de negocios” que, se decía en voz baja, manejaba información. Documentos. Secretos. Cosas que gente muy poderosa no quería que salieran a la luz. Por eso lo silenciaron. Él no iba a soltar su “trabajo”.
Doña Chuy, la vidente de la colonia, se enderezó en su asiento y me miró directamente. Sus ojos eran penetrantes.
—El teléfono sonó. Él habló. El secreto lo tienes tú, no la otra Elena. Por eso el fantasma la llamó a usted.
—Pero, ¿qué secreto? ¿Un tesoro? ¿Dinero?
—Algo más valioso que el dinero, mija. Algo que mata —dijo Doña Lupe.
—El sótano —murmuró Doña Chuy—. Lo escondió en el sótano. Abajo de la casa. El fantasma la llamó para que no bajara. Para que no lo buscara.
Mi mente regresó al sótano. Una pequeña puerta de metal oxidado en el rincón de la lavandería. Mi esposo, Alejandro, había querido deshacerse de ella, pero yo le dije que no, que era un buen lugar para guardar cosas viejas. Ahora el recuerdo del sótano me daba escalofríos.
—Alejandro… —dije, sintiendo un escalofrío. —¿Alejandro lo sabía?
Ambas mujeres se miraron. El silencio se hizo largo.
—Mija, ¿quién la convenció de comprar esta casa tan rápido? —preguntó Doña Lupe con suavidad.
La verdad me golpeó. Alejandro había estado muy emocionado con la casa. Había insistido en que era una oportunidad única. Había hecho todo el papeleo. Y lo más aterrador: Alejandro había insistido en que yo me quedara sola, que él tenía un viaje de negocios urgente que no podía posponer.
—Él compró la casa… —dije, con la voz rota.
—Y él se fue —terminó Doña Chuy. —Y dejó la puerta abierta para que el cazador pudiera entrar sin problemas. Mija, su esposo… no sé si es parte de esto, pero le prometo que el hombre que está en su sala no es su amigo.
—¿Y qué hago? —dije, sintiendo que Maisie se movía, sintiendo el peso de la vida que dependía de mí. —¿La policía?
—¿Y decirles qué? —Doña Lupe levantó las manos con frustración—. ¿Que un fantasma le llamó para decirle que hay un asesino en su sala que la busca por un secreto que su padre dejó escondido? ¡Se van a reír en su cara!
Doña Chuy se levantó, con una determinación que la rejuveneció diez años.
—Hay que hacer algo antes de que el hombre pierda la paciencia. Él sabe que usted ya está tarde. Hay que llamar a alguien que sepa de estos juegos. Alguien que no le tenga miedo a la sombra.
—¿Quién? —pregunté.
—El que te contestó el teléfono. —dijo Doña Chuy con firmeza. —Él es la clave. Él te está protegiendo desde donde esté. Vuelve a llamarlo.
—Pero no tengo su número. Era el número de mi padre, y el teléfono se reinició o algo. No sé si…
—Toma mi teléfono —dijo Doña Lupe, ofreciéndomelo—. El señor Herrera de aquí siempre decía que solo contestaba si se llamaba desde su zona. No sé si desde mi teléfono funcionará, pero no perdemos nada.
Tomé el teléfono de Doña Lupe, un modelo viejo y robusto. Mis dedos temblaban.
Marqué mi viejo número, el de mi padre.
Sonó una vez.
Dos veces.
Y entonces, contestó.
—¿Sigues ahí, Elena? —dijo la voz, un poco más nerviosa, pero con el mismo tono.
—Sí. ¿Quién eres? ¿Por qué mi padre… por qué su número? —no podía formular una pregunta coherente.
—Soy yo, Elena. No me conoces. Yo era… el socio de tu padre. El único en el que confió para su secreto. Cuando lo mataron, él me dejó la orden: “Si mi hija llama a este número, no preguntes. Solo adviértele.”
—¿Un socio? —pregunté—. ¿En qué negocio?
—El que te está esperando en tu sala… no es un socio de negocios, Elena. Es el hombre que lo mató. Es “El Cuervo”.
Capítulo 4: El Cuervo y la Partida de Ajedrez
La mención de “El Cuervo” me hizo sentir un frío visceral. No era un nombre, era una leyenda urbana, un rumor de miedo que mi padre siempre despreció. La gente de negocios lo llamaba así, un apodo para el peor de todos, el que llegaba a la medianoche.
—Mi padre… él… —balbuceé, sin poder terminar la frase.
—Tu padre no estaba en un negocio, Elena. Estaba en una partida de ajedrez muy peligrosa. Y tú eres la reina.
—¿Y cuál es el movimiento ahora? —pregunté, sintiendo que mi mente se estaba despejando un poco con la adrenalina.
—Tienes que salir de la casa de la señora y moverte. Él se va a impacientar. Piensa que estás hablando con tu esposo. Pero pronto va a saber que algo no anda bien.
—¿Y a dónde voy? —pregunté.
—Ve a la vieja panadería, la que cerraron en la esquina. Ahí te espero. Te voy a explicar todo. Pero tienes que ser rápida y discreta.
—¿Y cómo voy a salir de aquí con Maisie? —pregunté, mirando la calle.
—Tú no sales por la puerta principal —dijo mi “socio”—. La casa de la señora tiene un pasillo lateral que da a la parte trasera de las casas. Hay una barda. Es baja. ¿Puedes saltar con la bebé?
Miré a Doña Lupe. Ella asintió, entendiendo mi pregunta silenciosa.
—Sí, mija. Es la barda de la lavandería. Del otro lado está la casa abandonada. De ahí puedes salir a la siguiente calle sin que te vean.
—Pero… ¿y la barda de mi casa? —pregunté.
—La casa de tu padre tiene una reja que da al callejón. Es de metal. El hombre no la va a ver desde la sala. Solo tienes que saltar la barda de Doña Lupe y rodear. ¡Vámonos, mija, ya!
Colgué.
Le entregué el teléfono a Doña Lupe.
—Gracias —dije, sintiendo que no era suficiente.
—No se preocupe, Elena. Yo me quedo aquí y vigilo. Si escucho algo, le marco a un pariente. Pero vaya con cuidado.
Doña Chuy se levantó.
—Yo la acompaño. Yo conozco la barda.
Empezamos a caminar hacia la parte trasera de la casa. Doña Lupe abrió la puerta del pasillo lateral. El aire era denso y fresco. Caminamos por el pasillo, entre los rosales y la barda.
La barda era de piedra, baja, como de un metro y medio.
—Yo la subo primero —dijo Doña Chuy. Con una agilidad que me sorprendió, se subió a la barda y se sentó en el borde.
—Ahora, pásame a Maisie —dijo.
Dudé. ¿Confiar en una anciana que creía que los muertos llamaban por teléfono?
Pero la cara de Doña Chuy era de pura honestidad. Le pasé a Maisie, la bebé que pesaba como un costal de papas, y ella la recibió con una suavidad increíble. Se deslizó del otro lado.
Yo me subí a la barda, mis piernas temblando. Miré hacia el techo de mi casa, y mi respiración se detuvo.
La ventana del piso de arriba estaba abierta. El hombre había estado observando.
Salté de la barda y caí en el pasto seco de la casa abandonada. El aire frío de la noche me golpeó la cara. Doña Chuy ya estaba caminando hacia la otra calle, con Maisie acurrucada en sus brazos.
—¡Apúrele, Elena! —susurró.
Corrí a su lado, sintiendo el pánico convertirse en pura adrenalina. Tenía que llegar a la panadería. Tenía que encontrar a ese hombre. Tenía que salvar a mi hija.
Y en ese momento, escuché el sonido. Un sonido de metal siendo forzado. El hombre estaba tratando de entrar al pasillo lateral. Había descubierto mi escape.
La partida de ajedrez había empezado. Y yo, la reina, estaba huyendo.
Capítulo 5: La Panadería de los Espectros y el Expediente
Corrimos por la calle trasera de la colonia, el silencio de la noche solo roto por nuestros jadeos y el débil llanto de Maisie, que por suerte estaba tan somnolienta que solo se quejaba sin romper en histeria. Doña Chuy, con su rebozo al viento, tenía una velocidad y resistencia que desmentían sus años.
—¡Ya casi llegamos! —jadeó, señalando un edificio oscuro y abandonado en la esquina—. Es esa. La panadería de Don Toño.
El lugar era de ladrillo viejo y sucio, con el olor a levadura fermentada y a olvido impregnado en las paredes. Las ventanas estaban tapiadas con madera podrida. Era el lugar perfecto para esconderse y, a la vez, el lugar más escalofriante para un encuentro clandestino.
Llegamos a la puerta de servicio, que estaba entreabierta. Doña Chuy me empujó dentro con suavidad. El interior era un laberinto de sombras, sacos de harina petrificados y hornos fríos y gigantes. La oscuridad era total, hasta que escuchamos un sonido de encendedor.
Una pequeña luz amarilla brotó en medio de la sala. Un hombre estaba sentado sobre un costal, encendiendo un cigarrillo. No levantó la mirada, como si supiera exactamente cuándo llegamos.
Era alto y delgado. Vestía un pantalón de mezclilla oscuro y una chamarra de piel gastada, a pesar de que el clima aún no era de frío invernal. Su rostro, al ser iluminado por la flama, era duro, con líneas profundas alrededor de los ojos, y una barba de pocos días. Pero lo que me llamó la atención fue su cicatriz: una línea recta que cruzaba su ceja izquierda.
—Llegaste tarde, Elena —dijo la voz. Era la misma voz que me había contestado al teléfono.
—¿Quién eres tú? —pregunté, sintiendo un renovado miedo, diferente al de la casa, pero igual de paralizante. Este hombre era real, de carne y hueso, y el responsable de mi escape.
—Mi nombre es Saúl —dijo, dando una calada profunda a su cigarro—. Y tu padre me llamó por ti.
Me acerqué, abrazando a Maisie con más fuerza. Doña Chuy se quedó en la oscuridad, vigilando la puerta.
—Mi padre murió —declaré, la palabra “murió” sonando como una verdad innegable que él estaba intentando pisotear.
Saúl sonrió, un gesto triste que no llegaba a sus ojos.
—Tu padre era un paranoico de primera, Elena. Era metódico. Cuando supo que “El Cuervo” lo estaba cazando, sabía que no iba a salir vivo. Me encargó esto.
Señaló una mochila de lona que estaba a sus pies. De ella, sacó una carpeta de plástico, de esas gruesas y transparentes que usan en el gobierno. La sostuvo con los dedos, sin abrirla.
—Esto es el Expediente Herrera. Es la vida de tu padre. Sus contactos, sus deudas, sus grabaciones, sus secretos. Todo lo que “El Cuervo” quiere. Él no quería que cayera en manos de esa gente. Y me dijo que, si yo fallaba, la única que podría encontrarlo serías tú. Que si tú marcabas el número, significaba que ya estabas en peligro.
—Pero, ¿por qué yo? Yo no sé nada de esto. Soy contadora, madre.
—Porque tú eres su sangre, Elena. Y porque tu padre no confiaba en nadie. Absolutamente en nadie. Tu padre no era un hombre de negocios, Elena. Era un corrector de archivos. Se dedicaba a desaparecer y a reescribir la historia de gente muy poderosa. Y tenía un archivo maestro, un backup de todas las vidas que había borrado. Y lo escondió en tu sótano.
La información me golpeó como un puñetazo en el estómago. Mi padre, el hombre que me enseñó a no mentir, era un traficante de secretos. Un borrador de vidas.
—Y “El Cuervo”… —pregunté, sintiendo la boca seca.
—”El Cuervo” es el jefe de la red. El que usa los secretos para controlar el país. Y se enteró de la existencia de este expediente. Tu padre lo traicionó, robó la lista de clientes más importante que tenía, y la puso en un lugar que solo tú podrías descubrir.
—¿Por qué comprar la casa? ¿Por qué esa casa?
—La casa era de la familia del otro Herrera, sí. El que murió antes. Pero tu padre compró los derechos al poco tiempo, cuando la otra Elena huyó. Lo hizo para tener una dirección fija donde guardar su último resguardo. El número telefónico que usaste era una línea privada, una especie de centralita que él dejó con un mensaje de emergencia. Yo solo soy el que contesta.
Me acerqué. El olor a tabaco y a miedo era denso.
—¿Y qué tengo que hacer, Saúl? ¿Me estás pidiendo que regrese a esa casa para que me maten?
Saúl apagó su cigarrillo en el suelo de concreto.
—No. Te estoy pidiendo que mires el expediente. Aquí está el mapa. Aquí están los códigos. Lo que él dejó. Yo solo soy el mensajero y el vigilante. Pero “El Cuervo” viene por ti. Y si ya está en tu casa, significa que Alejandro ya hizo su parte.
La mención de mi esposo me dolió más que la traición de mi padre.
—¿Alejandro? ¡No! Él… él no podría. Me ama.
—El amor es caro, Elena. Pero el miedo a la cárcel es más caro. Tu esposo tenía deudas, problemas con sus cuentas. Tu padre lo sabía. Y “El Cuervo” lo encontró. Le ofreció limpiar sus deudas a cambio de que comprara la casa, te mudara, se fuera y dejara la puerta abierta. No lo hizo por maldad, Elena. Lo hizo por cobardía. Y ahora estás sola.
Me sentí caer al vacío. Mi padre, mi esposo, mi casa, todo era una fachada. Solo yo y Maisie éramos reales.
—Muéstrame el expediente —dije, sintiendo una furia fría reemplazar el miedo. Si iban a matarme por un secreto, por lo menos iba a saber por qué.
Saúl abrió la carpeta con cuidado, revelando hojas amarillentas, fotos viejas, y un pequeño mapa dibujado a mano.
—Aquí está la verdad de tu padre. Y la llave de tu libertad. Pero antes de que lo tomes… —Saúl levantó la mirada y miró más allá de mí, hacia la oscuridad de la panadería.
Y entonces lo escuché. El sonido de un cristal rompiéndose.
Capítulo 6: La Emboscada en el Horno
Doña Chuy reaccionó con la rapidez de un rayo.
—¡Nos encontraron! ¡Por el techo! —gritó, su voz rasposa pero fuerte.
Saúl maldijo en voz baja y pateó la mochila.
—El Cuervo no vino solo. ¡Dos hombres! ¡Vámonos al horno!
No lo dudé. Agarré a Maisie y seguí a Saúl, quien corría hacia la parte más profunda de la panadería. Era donde estaban los hornos industriales, gigantescos cubos de metal y ladrillo, fríos y silenciosos.
—¡Métete al horno más grande! —me ordenó Saúl.
Abrí la puerta pesada del horno. Era un espacio oscuro y claustrofóbico, pero en ese momento, me pareció el refugio más seguro del mundo. Me deslicé dentro, pegada al fondo, sintiendo el metal frío contra mi espalda. Maisie se acurrucó, el susto la había vuelto a sumir en el sueño.
Saúl me siguió. Apenas cabíamos los dos. Doña Chuy se quedó afuera, a pesar de mis súplicas silenciosas.
—Yo me quedo aquí —susurró ella, su voz cerca de la puerta del horno. —¡Te cubro!
Saúl jaló la puerta del horno, pero no la cerró por completo. Dejó una abertura del tamaño de un dedo, y pegó su ojo a ella.
—Dos hombres, Elena. Uno de ellos es el que viste en tu casa. Y el otro… el otro es más peligroso.
Escuchamos pasos lentos y cautelosos en la panadería. El crujido de la harina seca bajo sus botas. Luego, la voz fría y profunda de un hombre.
—Sabemos que estás aquí, Saúl. Y sabemos que la niña tiene el paquete. Sal, y te dejamos ir. Queremos a la Herrera.
Saúl me apretó la mano con un gesto de que me callara. Yo sentía el terror recorriéndome la columna vertebral. El aire en el horno se estaba volviendo denso y caliente con nuestra respiración.
—¡Maldita vieja! —escuchamos el grito. Era el hombre que había estado en mi casa.
Y luego, el sonido de un golpe seco. Un gemido ahogado.
—¡Chuy! —susurré, intentando salir.
Saúl me detuvo con un brazo de hierro.
—No. Ella ganó tiempo. Si sales, todo se acabó. ¡Escucha!
Escuchamos cómo los hombres arrastraban el cuerpo de Doña Chuy. El silencio regresó, solo interrumpido por el eco de sus pasos que se acercaban.
—Aquí no está. Debió haber salido corriendo antes —dijo la voz de “El Cuervo”, el líder, que era más un siseo que un sonido.
—¡Revisa los hornos! —ordenó el otro hombre, el que había roto el cristal.
El corazón me latía con tanta fuerza que pensé que iba a estallar. Saúl se movió, agarró un pequeño cuchillo que llevaba en el cinturón y se puso en posición defensiva, bloqueando mi cuerpo con el suyo.
La puerta del primer horno, ¡pum!, se abrió. Estaba vacío.
La puerta del segundo horno, ¡pum!, se abrió. Estaba vacío.
El tercer horno era el nuestro. Yo cerré los ojos y abracé a Maisie con todas mis fuerzas, deseando que el tiempo se detuviera.
Sentimos un empujón. La puerta se abrió un poco más. Solo había oscuridad y el perfil de Saúl.
—¡Maldición! ¡Tercer horno vacío! —gritó el hombre que revisaba.
—¡Cállate! —siseó “El Cuervo”—. Este es demasiado grande. ¡Mete la mano!
Sentí el frío filo de un cuchillo rozando la puerta, hurgando en el aire. Saúl tensó los músculos. Yo rezaba. Pedía a la Virgen de Guadalupe que nos hiciera invisibles.
El cuchillo se retiró.
—No hay nada. Tal vez se fueron por el pasillo de la harina. Vamos.
Los pasos se alejaron. Esperamos en la oscuridad del horno, envueltos en el olor a tabaco y sudor frío. Un minuto. Dos. Tres.
Saúl empujó la puerta. El sonido del metal al abrirse fue ensordecedor.
Salimos a la panadería. La luna se había asomado por el agujero del techo, iluminando una escena terrible. Doña Chuy estaba en el suelo, inconsciente, con un golpe en la sien. Y a su lado, la mochila de lona que contenía el Expediente Herrera estaba abierta y vacía.
—Se lo llevaron —susurró Saúl, frustrado. —¡El Expediente Herrera!
Me sentí vacía, el terror de la inminente captura se había ido, reemplazado por la desesperación.
—¡No! ¡Todo fue en vano!
Saúl negó con la cabeza, sus ojos brillando a la luz de la luna.
—No todo. Se llevaron el expediente, sí. Pero tu padre era un paranoico. Y un mago. Siempre tenía un as bajo la manga. Aquí está la verdad, Elena.
Saúl se agachó y de la suela de su bota, con un pequeño esfuerzo, sacó un objeto rectangular, delgado y plateado.
—Tu padre no guardaba el secreto en el papel. Lo guardaba aquí.
Era una memoria USB.
Capítulo 7: El Secreto del Sótano y el Despertar de la Reina
El pequeño USB brillaba en la palma de Saúl como un pequeño tesoro en la oscuridad. Él me lo entregó.
—Aquí está el archivo maestro. El verdadero secreto que nadie conoce. El expediente en papel era solo una distracción. Tu padre me lo dio justo antes de morir. Me dijo: “Si la llaman y te encuentran, es porque el otro expediente no sirvió. Dale esto, y dile que baje al sótano y lo meta en el Viejo Amigo.”
—¿El Viejo Amigo? ¿Qué es eso?
—Es el servidor de tu padre. Está escondido en el sótano de esa casa. El otro Herrera murió en ese sótano, ¿recuerdas? Tu padre lo sabía. Es la única forma de que tú te liberes de “El Cuervo”. Tienes que ir a casa, encender el Viejo Amigo, subir la información y desaparecer de México.
La idea de volver a esa casa me llenó de náuseas.
—¡No puedo volver! ¡Me están esperando!
—Ya no —dijo Saúl, con una voz calmada—. Se llevaron el expediente de papel. Creen que ganaron. Piensan que te vas a quedar en la casa de Doña Lupe y luego huirás. No te buscarán por ahora. Tienes una hora antes de que se den cuenta de que el papel es falso.
Miré a Doña Chuy, tirada en el suelo.
—¿Y ella?
—Ella va a estar bien. Está inconsciente. La van a encontrar. Yo me quedo para asegurar que no se la lleven. Ahora vete, Elena. Toma a tu hija. Y no mires atrás.
Sabía que no podía discutir. Si el USB era el secreto, mi misión era completarla. Me acerqué a Maisie, que seguía dormida en mi hombro, y la abracé con un propósito renovado. La rabia por la traición de Alejandro y la furia por el destino de mi padre me dieron una fuerza que no sabía que tenía.
—¿Cómo entro? —pregunté.
—Tu esposo, antes de irse, te dejó la llave de emergencia de la puerta de servicio, ¿verdad? Siempre la dejas en la maceta del patio.
Saúl sabía demasiado. Demasiado íntimo.
—Sí.
—Corre. Y cuando entres, ve directo al sótano. Aquí tienes una linterna.
Tomé la linterna y la USB. Miré a Saúl una última vez. Su rostro, iluminado por la débil luz, era la imagen de la lealtad.
—Gracias, Saúl.
—Corre, Elena. Y no le digas a nadie de esto. Ni a tu esposo. Tú eres la única que puede terminar esto.
Salí de la panadería, Maisie en mi regazo, la USB apretada en mi puño. Corrí por las calles oscuras, sintiendo que cada paso me acercaba más a un final incierto.
Llegué a la casa. El silencio era total. La maceta estaba ahí, junto a la puerta de servicio. La llave estaba ahí. Mi esposo, el traidor, había dejado su rastro. Abrí la puerta. Entré en la lavandería. El olor a cloro era un contraste inquietante con el terror que sentía.
La puerta del sótano, pequeña y de metal oxidado, me esperaba.
Encendí la linterna y la bajé por las escaleras. Los escalones de madera crujieron bajo mi peso. La luz reveló un espacio pequeño, de tierra y concreto. En el centro, no había nada.
Pero en una esquina, escondido detrás de una pila de cosas viejas, había una pequeña mesa de trabajo. Y debajo de ella, un equipo de cómputo que parecía una reliquia de los años ochenta. Estaba cubierto de telarañas, pero se veía sólido. El Viejo Amigo.
Me arrodillé, Maisie se movió y se despertó, pero no lloró. Solo me miró con sus grandes ojos. La dejé en el suelo, arropada en mi suéter, y me puse a trabajar.
El monitor se encendió con un sonido sordo. Una pantalla negra, con letras verdes.
Bienvenido, Elena Herrera.
El reconocimiento de mi nombre me heló. Mi padre lo había programado. Inserté la USB en el puerto. El sistema la reconoció al instante.
En la pantalla, apareció una sola carpeta.
LA VERDAD.
La abrí. Cientos de archivos. Nombres, fechas, grabaciones de voz, contratos, videos. Pero uno de los archivos resaltó, en mayúsculas y color rojo:
EL CUERVO: DESENMASCARADO.
Di clic en el archivo. Era un video. La imagen parpadeó y se encendió. Un hombre estaba sentado frente a la cámara, hablando. Su rostro era inconfundible. Su voz, tranquila y serena.
—Si estás viendo esto, Elena, es porque ya estoy muerto y porque “El Cuervo” está cerca de ti. Este video es el seguro de tu vida. La identidad de “El Cuervo” no es un nombre. Es un cargo. Él es…
La figura en la pantalla hizo una pausa. Y entonces dijo una frase que me hizo sentir que la tierra se abría bajo mis pies.
—… El Cónsul de Asuntos Externos de la Embajada de México en Bruselas.
Mi mente giró. El Cónsul. Un hombre poderoso, intocable. El que manejaba los contactos internacionales.
Pero el video continuó.
—… Y para tener la certeza, aquí está la prueba irrefutable de que él es el que usa la red. Mira esto.
Mi padre giró la cámara, y enfocó una pared. En la pared, había una foto. Una foto de mi esposo, Alejandro, sentado en una cena de gala, brindando con El Cónsul.
Y en la mano de Alejandro, en la foto, había un anillo. El anillo que yo creía que había perdido. El anillo de compromiso de mi padre, que solo se quitaba cuando estaba durmiendo.
El verdadero secreto no era el cargo. Era mi esposo.
Alejandro no solo traicionó a mi padre y me expuso a la muerte. Alejandro era un engranaje clave en la red. Había ayudado a “El Cuervo” no por miedo, sino por ser parte de él. El anillo de mi padre lo confirmaba: Alejandro había estado con “El Cuervo” el día que lo mataron.
Capítulo 8: La Fuga Final y el Precio de la Verdad
El conocimiento era una carga de dinamita en mi alma. El dolor de la traición era físico. Me sentía mareada.
Pero no podía detenerme. Tenía que subir el archivo. El sistema pedía una confirmación final.
¿Desea hacer pública LA VERDAD, incluyendo la identidad de El Cónsul y las pruebas de traición de Alejandro? SÍ/NO.
Si decía sí, mi vida en México se acabaría. Sería una fugitiva. Pero estaría viva. Y mi padre tendría su venganza. Si decía no, “El Cuervo” me encontraría.
Hundí el dedo en la tecla SÍ.
La pantalla se llenó de códigos, de líneas de texto que subían a la velocidad de la luz. El sonido era un pitido constante. La información se estaba subiendo a una red de servidores que mi padre había programado.
Carga de datos al 100%. Protocolo de autodestrucción activado.
Un temporizador apareció en la pantalla: 5:00.
Tenía cinco minutos para salir. Agarré a Maisie, la abracé con más fuerza que nunca. Subí las escaleras a ciegas. El olor a miedo era insoportable.
Salí por la puerta de servicio y corrí. Corrí por la calle, sintiendo el aire frío de la noche. Me dirigí a la casa de Doña Lupe. Tenía que salir de la colonia.
Cuando llegué a la esquina, a punto de doblar, la casa de Doña Lupe estaba en un silencio mortal. Me detuve a respirar.
Y en ese momento, escuché una explosión sorda.
¡BUM!
Era el sótano. El “Viejo Amigo” se había autodestruido, quemando todo el rastro. La luz de la explosión era de un rojo intenso, tiñendo el cielo de la colonia.
Me tapé la boca con la mano para no gritar. El terror me dio la fuerza para seguir corriendo.
Al doblar la esquina, vi una silueta. No era Saúl. Era un hombre con un traje elegante, que venía caminando hacia la casa. Su rostro no era visible en la oscuridad, pero su porte era inconfundible. Era Alejandro. Mi esposo.
Llegaba de su “viaje de negocios”. Llegaba a buscarme, a terminar el trabajo.
Me pegué a la pared, con Maisie en brazos, conteniendo la respiración. Alejandro pasó a mi lado, sin verme, sin saber que su vida, y la mía, estaban a punto de cambiar para siempre.
Lo vi entrar a mi casa por la puerta principal, sin forzar la cerradura.
Esperé un minuto. Dos. Y de pronto, escuché un grito agudo, un aullido de furia y frustración. Él había visto la explosión. Había visto el sótano destruido. Había entendido que había fracasado.
Y entonces, supe que era mi momento.
Corrí en la dirección opuesta, hacia la avenida principal. Sentía que mi padre, Saúl, y la colonia entera de México estaban detrás de mí, empujándome hacia la libertad.
Llegué a la avenida. Un taxi se detuvo a mi lado. Subí con Maisie, temblando.
—¿A dónde, güerita? —preguntó el taxista, un hombre viejo y bonachón.
Miré hacia la colonia, que ya estaba llena de luces rojas y azules de la policía. Miré a Maisie, que por fin se había dormido de verdad. Y miré la USB en mi bolsillo.
—Al aeropuerto —dije, sintiendo una determinación fría—. El vuelo más lejano que tenga.
El taxista asintió y arrancó.
Mientras nos alejábamos de la colonia, mi teléfono sonó. Era un mensaje de texto de un número desconocido. Lo abrí.
“LA VERDAD YA ESTÁ AFUERA. La partida se acabó. Vete. Saúl.”
Mi padre, a través de su socio, me había salvado. Yo era la heredera de un secreto que desestabilizaría al gobierno. Y mi vida acababa de empezar, con mi hija, huyendo.
Me recargué en el asiento, con la certeza de que el precio de la verdad era la soledad. Pero la libertad, como decía mi padre, era el único lujo verdadero. Y ahora era mía.
(FIN)