ESCUCHÉ A MI ESPOSO CELEBRAR MI MUERTE DESDE MI PROPIO ATAÚD: LA VENGANZA APENAS COMIENZA

PARTE 1

CAPÍTULO 1: EL VELORIO DE LOS HIPÓCRITAS

El salón principal de la Mansión Mondragón en Lomas de Chapultepec parecía más un escenario de ópera que un lugar de duelo. Todo estaba meticulosamente calculado, tal como le gustaba a mi esposo Jonathan. Había arreglos florales gigantescos de rosas blancas y alcatraces que llegaban casi hasta el techo, importados directamente de los mejores invernaderos de Xochimilco. En el centro, descansaba yo, Amanda Mondragón, la única heredera del imperio de construcción más grande del país, dentro de un ataúd plateado que costaba más que la casa promedio en la ciudad.

Llevaba puesto un vestido de encaje blanco francés, el mismo que Jonathan me había dicho que guardara para una “ocasión especial”. Qué ironía. Tenía algodón en la nariz y en los oídos, y mis manos estaban cruzadas sobre el pecho, frías y rígidas. O al menos, eso es lo que todos creían.

Desde mi posición, con los ojos cerrados, mis otros sentidos se agudizaron. Podía oler el perfume caro de mis amigas de la alta sociedad mezclado con el aroma dulzón y mareador de la muerte y las flores. Podía escuchar el murmullo de la gente, ese sonido de “pobrecita” y “tan joven” que la gente rica usa para llenar los silencios incómodos.

—”Se ve tan tranquila, como si hubiera dejado de sufrir por fin” —escuché susurrar a Julieta, mi mejor amiga desde la primaria. Su voz se quebró. Ella estaba llorando de verdad. Sentí una punzada en el corazón; odiaba hacerle esto a ella.

—”Es una tragedia” —respondió Olivia, sorbiendo la nariz—. “Jonathan está destrozado, míralo. No ha parado de llorar en horas”.

Ah, Jonathan. Mi amado esposo. El hombre al que saqué de una sucursal bancaria en la colonia Del Valle y lo convertí en el director financiero de una de las empresas más poderosas de América Latina.

Escuché sus pasos acercarse al ataúd. Eran lentos, arrastrados, una actuación digna de un premio Ariel. Se detuvo justo a mi lado. Sentí su aliento cerca de mi cara, oliendo a menta y a whisky caro.

—”Mi amor…” —sollozó en voz alta, para que todos en la sala, desde el sacerdote hasta el chófer, pudieran escucharlo—. “No sé cómo voy a vivir sin ti. Eras mi luz, mi guía. Diosito, ¿por qué te la llevaste?”.

George, el mejor amigo de Jonathan y nuestro abogado de confianza, se acercó. —”Tranquilo, hermano. Dios te dará consuelo. Ella está en un lugar mejor”.

Jonathan asintió, hizo un ruido gutural de dolor y se alejó unos pasos. Sabía exactamente lo que estaba haciendo. Se estaba “dando un momento” para recomponerse. Caminó hacia una de las columnas de mármol, un poco apartado de la multitud, dándoles la espalda.

El salón quedó en un silencio respetuoso. Nadie se atrevía a interrumpir el dolor del viudo. Fue entonces cuando sucedió. El momento que yo había estado esperando, el momento por el que había arriesgado mi vida tomando ese cóctel químico que ralentizó mi corazón hasta casi detenerlo.

Escuché el sonido de desbloqueo de su iPhone. Jonathan se llevó el teléfono a la oreja. Se cubrió la boca con la mano izquierda, pensando que su susurro sería imperceptible. Pero la acústica de la mansión era traicionera, y en el silencio absoluto del luto, su voz viajó como una serpiente venenosa.

—”Bueno, mi amor…” —su tono cambió instantáneamente. Ya no había dolor, solo una emoción vibrante, oscura y triunfal—. “Ya está. Por fin se murió la vieja”.

Mi corazón, que latía lentamente por la droga, dio un vuelco violento. Aunque sabía que lo haría, escucharlo fue como recibir un balazo.

—”Sí, nena. Todo salió perfecto” —continuó, riendo por lo bajo—. “Mañana mismo me nombro presidente del Consejo. Le vamos a cambiar el nombre a la empresa, ‘Grupo Uch’ suena mejor, ¿no? Y luego, nos vamos a Los Cabos o a las Maldivas, donde tú quieras, para nuestra boda. Felicidades a nosotros”.

Colgó el teléfono y lo deslizó en el bolsillo de su saco Armani. El silencio que siguió no fue de respeto. Fue de shock.

Julieta, que estaba más cerca de él, se quedó congelada. —”Jonathan…” —dijo Olivia, su voz temblando de incredulidad—. “¿Qué… qué acabas de decir?”.

Jonathan se giró, con una máscara de confusión ensayada. —”¿Qué? Solo estaba hablando con mi madre… dándole la noticia”.

—”¡Mentira!” —gritó Julieta, dando un paso al frente. La rabia en su voz era palpable—. “¡Te escuchamos! Dijiste ‘Felicidades a nosotros’. ¡Tu esposa está ahí, todavía caliente, y tú estás planeando bodas en la playa!”.

George, el abogado, se veía pálido. —”Jonathan, si esto es una broma, es de muy mal gusto. ¿Qué te pasó, hermano?”.

Jonathan vio que su máscara se resbalaba y decidió cambiar de táctica. Su rostro se endureció. Ya no era el viudo dolido; era el hombre arrogante que siempre había escondido bajo la superficie. —”Miren, no tengo por qué darles explicaciones. El dolor se manifiesta de muchas formas. ¡Déjenme en paz!”.

—”Eres un monstruo” —escupió Olivia—. “Si tu plan es quedarte con el legado del señor Mondragón, te juro que vamos a pelear con todo. No vas a tocar ni un centavo”.

Jonathan soltó una risa seca, cruel. —”¿Ah sí? ¿Y quién me va a detener? Amanda está muerta. Yo soy el viudo. Soy el dueño de todo. Acéptenlo y lárguense de mi casa”.

Esa fue la señal. “Mi casa”. No, Jonathan. Esa nunca fue tu casa.

CAPÍTULO 2: LA RESURRECCIÓN Y LA BOFETADA

La indignación en la sala era tan espesa que se podía cortar con un cuchillo. Los empleados al fondo murmuraban, persignándose. Mis amigas lloraban de rabia. Jonathan estaba parado junto a la columna, desafiante, creyéndose el rey del mundo sobre las cenizas de mi vida.

Era el momento. Dentro del ataúd, sentí que el efecto del sedante terminaba de disiparse gracias a la adrenalina. Mis dedos, entrelazados sobre mi pecho, se movieron. Un pequeño espasmo al principio, luego apreté los puños con fuerza, clavándome las uñas en las palmas para asegurarme de que estaba lista.

Tomé una bocanada de aire. El aire sabía a victoria. Mis ojos se abrieron de golpe. Lo primero que vi fue el candelabro de cristal que mi padre había traído de Austria. Brillaba intensamente, burlándose de la oscuridad de la muerte.

—”¡Aaaahhhhh!” —el grito provino de Cynthia, la muchacha de servicio, que estaba recogiendo unas tazas cerca del ataúd. La charola cayó al suelo con un estrépito metálico que hizo saltar a todos.

George, que estaba a punto de confrontar a Jonathan, se giró hacia el ataúd y se quedó petrificado, con la boca abierta. —”¡Santo Dios!” —exclamó, retrocediendo y tropezando con sus propios pies.

Jonathan, al escuchar el estruendo, se giró molesto. —”¿Qué les pasa ahora? ¡Tengan un poco de res…”

Su frase murió en su garganta. Me incorporé lentamente, usando los bordes del ataúd para impulsarme. El satén crujió. Me senté, erguida, con la dignidad de una reina que recupera su trono. Me quité el algodón de la nariz con un movimiento seco y lo tiré al suelo. Luego, giré la cabeza lentamente, como en una película de terror, hasta que mis ojos se clavaron directamente en los de él.

Jonathan se puso del color de la cera. Sus rodillas chocaron entre sí. —”N-no… no es posible…” —susurró, su voz apenas un hilo de aire—. “Tú… tú estabas fría”.

Me puse de pie. Salí del ataúd. Mis piernas estaban un poco entumecidas, pero la furia me mantenía firme. El vestido de encaje blanco brillaba bajo la luz, dándome un aspecto casi fantasmal.

—”¿Imposible, Jonathan?” —mi voz salió ronca, pero potente, resonando en las paredes de mármol—. “Lo imposible es que creyeras que podías traicionar a una Mondragón y salirte con la tuya”.

Avancé hacia él. La multitud se partió como el Mar Rojo. Nadie se atrevía a tocarme. ¿Estaba viva? ¿Era un fantasma? El miedo en sus ojos era delicioso.

Jonathan retrocedió hasta que su espalda chocó contra la pared fría. Alzó las manos como intentando protegerse de un golpe. —”¡Aléjate! ¡Eres un demonio! ¡El doctor Nelson firmó el acta! ¡Estás muerta!”

—”El doctor Nelson es mi amigo, imbécil” —le escupí mientras acortaba la distancia—. “Y es mucho más leal que tú”.

El Dr. Nelson salió de las sombras, al fondo de la sala, donde había estado observando todo. Se ajustó las gafas y dijo con voz calmada: —”Técnicamente, Jonathan, solo indujimos un estado cataléptico temporal. Queríamos ver quién lloraba y quién celebraba. Y vaya que celebaste”.

La sala estalló en murmullos. Jonathan miró a su alrededor, buscando una salida, buscando a alguien que lo apoyara, pero solo encontró miradas de asco y odio.

Llegué frente a él. Estaba temblando tanto que el sudor le corría por la frente, arruinando su maquillaje de “viudo afligido”. —”Felicidades a nosotros, dijiste” —le recordé, imitando su tono burlón—. “Pues felicidades, Jonathan. Te acabas de ganar un pase directo al infierno”.

Levanté la mano. No lo pensé. No fue un acto calculado. Fue visceral. ¡PLAF! Mi palma impactó contra su mejilla con tal fuerza que su cabeza rebotó hacia un lado. El sonido fue seco, brutal, satisfactorio. Le dejé la marca de mis dedos roja y ardiente en su piel.

Jonathan se llevó la mano a la cara, gimiendo. —”¡Amanda! ¡Estás loca! ¡Puedo explicarlo!”

—”¿Explicar qué?” —grité, y por primera vez sentí que las lágrimas amenazaban con salir, no de tristeza, sino de pura ira—. “¿Explicar que contrataste sicarios? ¿Explicar que le compraste una casa en Polanco a tu amante Sandra con MI dinero? ¿Explicar que querías matarme para quedarte con el legado de mi padre?”.

La revelación de los sicarios hizo que Julieta gritara. George sacó su celular inmediatamente. —”¡Estás mintiendo! ¡Son calumnias!” —chilló Jonathan, desesperado—. “¡Ella está loca por los medicamentos! ¡Llamen a la policía!”

—”No hace falta, mi amor” —dije, recuperando mi frialdad—. “Ya están aquí”.

Como si fuera una señal divina, las sirenas empezaron a aullar fuera de la mansión. Las luces rojas y azules de las patrullas rebotaban en las ventanas. El comandante Ramírez, un hombre robusto y serio con el que ya había hablado horas antes, entró en la sala seguido de cuatro oficiales armados.

—”Señor Jonathan Uch” —dijo Ramírez con voz de mando—. “Queda usted detenido por intento de homicidio, fraude masivo y conspiración criminal. Tiene derecho a guardar silencio, aunque le sugiero que empiece a rezar”.

Jonathan intentó correr hacia la puerta trasera, pero George le metió el pie. Jonathan cayó de boca al suelo, humillado. Los oficiales se le echaron encima, esposándolo con fuerza.

—”¡Amanda! ¡Amanda, por favor! ¡Te amo! ¡Fue un error!” —gritaba mientras lo levantaban a la fuerza—. “¡Sandra me obligó! ¡Ella me lavó el cerebro!”.

Lo miré una última vez mientras lo arrastraban hacia la salida. —”Guarda tus lágrimas, Jonathan” —le dije, alisándome el vestido—. “Las vas a necesitar en el Reclusorio”.

Cuando las puertas se cerraron, mis piernas finalmente cedieron. Caí sentada en una silla, temblando. Julieta y Olivia corrieron a abrazarme. —”Estás viva, estás viva” —repetían llorando. Sí, estaba viva. Pero la guerra apenas comenzaba. Jonathan estaba preso, pero Sandra seguía libre. Y ella tenía algo que era mío.

PARTE 2

CAPÍTULO 3: LA CELDA Y LA CARTA

Las puertas de metal del Reclusorio Oriente se cerraron con un estruendo que resonó en los huesos de Jonathan. El olor era una mezcla de humedad, orina vieja y desesperación. Ya no había trajes Armani, ni lociones importadas. Ahora vestía un uniforme beige desgastado que le quedaba grande.

Lo empujaron hacia una celda comunitaria. Había seis hombres más allí, mirándolo como leones a una gacela herida. —”Miren nada más, si es el ‘Viudo de Oro'” —se burló uno de ellos, un tipo con tatuajes en el cuello y dientes de metal, al que llamaban “El Tuercas”—. “Vimos tu show en la tele. Te cachetearon bonito, ¿eh?”.

Las risas de los otros reclusos fueron como vidrios rotos. Jonathan se quedó en una esquina, abrazándose a sí mismo. El frío del concreto traspasaba sus huesos. —”Ustedes no saben quién soy” —murmuró Jonathan, intentando recuperar un poco de su arrogancia—. “Voy a salir de aquí en una semana. Tengo dinero. Tengo abogados”.

El Tuercas se levantó y se acercó a él, invadiendo su espacio personal. —”Aquí adentro, tu dinero no vale nada si no pagas piso, ‘licenciado’. Y por lo que escuchamos, tu vieja te congeló todas las cuentas. Así que, bienvenido al barrio”.

Esa noche, Jonathan no durmió. Las ratas corrían por el techo y los gritos de otros presos llenaban la oscuridad. Su mente repasaba una y otra vez la escena del funeral. La bofetada. La traición de Sandra. Sandra… ella le había prometido que lo esperaría. Que si algo salía mal, usaría el dinero escondido para sacarlo. —”Ella me va a sacar” —se repetía—. “Ella es lista”.

Mientras tanto, al otro lado de la ciudad, en mi oficina corporativa en Santa Fe, yo miraba el horizonte de la Ciudad de México. Habían pasado dos días desde el funeral. La prensa estaba vuelta loca. “La Resurrección de la Magnate”, decían los titulares.

George entró con una carpeta gruesa. —”Amanda, los auditores terminaron. Es peor de lo que pensábamos. Jonathan desvió casi 50 millones de pesos a cuentas en Islas Caimán y… bueno, compró la propiedad en Polanco a nombre de Sandra”.

Golpeé el escritorio con el puño. —”Esa maldita casa. Quiero que la desalojen ya”.

—”Es complicado” —suspiró George—. “Jonathan fue listo. Puso la casa a nombre de una sociedad anónima donde Sandra es la única beneficiaria. Legalmente, es de ella hasta que probemos que el dinero fue robado. Y eso va a tomar meses de juicio”.

Me froté las sienes. No solo tenía que lidiar con el trauma de mi “muerte”, sino que ahora tenía que ver a la amante de mi esposo viviendo como reina en una casa pagada con el sudor de mi padre.

—”Amanda” —dijo George suavemente—. “Llegó esto para ti. Desde el Reclusorio”. Me entregó un sobre sucio y arrugado.

Lo abrí con asco. La letra de Jonathan era temblorosa.

“Amanda: Sé que me odias. Tienes razón. Pero no me dejes aquí. Me van a matar. Sandra no me contesta las llamadas. Tú eres la única que puede ayudarme. Soy tu esposo, por el amor de Dios. Acuérdate de cuando éramos felices, cuando fuimos a Xcaret, cuando te juré amor eterno. Sácame de aquí y te firmo lo que quieras. Te devuelvo todo. Por favor. Jonathan.”

Rompí la carta en pedazos y la tiré a la basura. —”George, prepara al equipo legal” —dije, mirando mi reflejo en el cristal—. “Quiero que Jonathan se pudra ahí adentro. Y quiero la cabeza de Sandra en bandeja de plata”.

CAPÍTULO 4: LA REINA DE POLANCO

Sandra estaba sentada en la terraza de la casa en Polanco, bebiendo una copa de champaña. La casa era espectacular: minimalista, con acabados de madera y una vista privilegiada. Llevaba una bata de seda y revisaba su Instagram. Sus seguidores habían subido como la espuma. Para medio México era la villana, pero para la otra mitad, era una “buchona” aspiracional que había logrado quedarse con el premio gordo.

Su teléfono sonó. Era un número desconocido. —”¿Bueno?” —contestó con desdén.

—”Sandra, soy yo. Jonathan” —la voz al otro lado sonaba desesperada, metálica—. “Usé mis últimos créditos para llamarte. ¿Por qué no has venido? ¿Hablaste con el abogado?”.

Sandra sonrió y le dio un sorbo a su copa. —”Ay, Jonathan. Qué intenso eres. He estado muy ocupada, ¿sabes? La prensa no me deja en paz”.

—”¡Deja de jugar! ¡Me tienes que sacar de aquí! ¡La casa, el dinero, todo eso es mío! ¡Tú solo eres la prestanombres!”

La sonrisa de Sandra se borró. Su voz se volvió hielo. —”Corrección, cariño. Los papeles dicen que la dueña es ‘Inversiones S&J’. Y como tú estás preso y declarado incompetente mentalmente por tu abogado para intentar reducir la pena, yo soy la administradora única. Así que la casa es mía”.

—”¡Maldita zorra! ¡Te voy a matar!” —gritó Jonathan.

—”Cuidado con tus amenazas, que te están grabando” —se rió ella—. “Mira, Jonathan, fuiste un buen boleto de lotería, pero ya cobré el premio. No me vuelvas a llamar”.

Colgó y bloqueó el número. Se estiró en el camastro, disfrutando del sol. —”Pobre diablo” —murmuró.

Pero su tranquilidad duró poco. El timbre de la puerta sonó insistentemente. Sandra bajó, molesta. Al abrir, se encontró con dos oficiales de la policía y una mujer con traje sastre impecable: yo.

—”¿Qué hacen aquí? Esta es propiedad privada” —dijo Sandra, intentando cerrar la puerta, pero uno de los oficiales la detuvo.

—”Buenas tardes, señorita Sandra” —dije, quitándome los lentes de sol—. “Vengo a notificarte que esta casa ha sido asegurada por la Fiscalía como evidencia en un caso de fraude y lavado de dinero”.

Sandra se puso pálida. —”¡No pueden hacer esto! ¡Tengo papeles!”

—”Papeles firmados con dinero ilícito” —intervino George, apareciendo detrás de mí—. “Tienes 24 horas para desalojar. Y te sugiero que no te lleves ni un cenicero, porque todo está inventariado”.

Sandra me miró con odio puro. —”Esto no se va a quedar así, Amanda. Jonathan era un idiota, pero yo no. Tengo amigos. Amigos poderosos”.

Me acerqué a ella, invadiendo su espacio tal como ella había invadido mi matrimonio. —”Tus ‘amigos’ solo te quieren por tu dinero o tu cuerpo, Sandra. Y pronto no tendrás ninguna de las dos cosas que ofrecer. Empaca tus cosas. La fiesta se acabó”.

Me di la vuelta y caminé hacia mi auto. Sandra gritaba insultos a mis espaldas, pero yo no escuchaba. Primera victoria: la casa. Siguiente paso: el juicio.

CAPÍTULO 5: EL JUICIO DEL SIGLO

Seis meses después, los juzgados de la Ciudad de México estaban a reventar. Parecía un estreno de cine. Había reporteros de todas las cadenas, gente con pancartas apoyándome (“¡Justicia para Amanda!”) y otros simplemente curiosos por ver el desenlace de la telenovela de la vida real.

Yo entré por la puerta principal, flanqueada por seguridad. Llevaba un traje azul marino, sobrio pero elegante. Quería proyectar poder, no victimización.

Dentro de la sala, Jonathan estaba sentado en el banquillo de los acusados. Había perdido peso. Su cabello estaba gris y tenía ojeras profundas. Cuando me vio entrar, bajó la mirada. Ya no quedaba nada del hombre arrogante del funeral.

El juicio fue brutal. El fiscal presentó las grabaciones de las llamadas, los recibos de las transferencias, y el testimonio estrella: el sicario que Jonathan había contactado, un tipo apodado “El Chacas”, quien decidió cantar a cambio de una reducción de pena.

—”Sí, el señor Uch me ofreció 500 mil pesos por ‘darle un susto permanente’ a la señora” —dijo El Chacas, masticando chicle—. “Quería que pareciera un asalto en la carretera a Cuernavaca”.

Un murmullo de horror recorrió la sala. Yo sentí náuseas. Una cosa era sospecharlo, otra escucharlo. Jonathan se cubrió la cara con las manos.

Llegó el turno de la defensa. Su abogado, un tipo barato porque Jonathan ya no tenía dinero, intentó alegar “enajenación mental transitoria”. Dijo que Jonathan estaba bajo mucho estrés y que Sandra lo había manipulado.

Entonces, llamaron a Jonathan al estrado. —”Señor Uch” —preguntó el fiscal—. “¿Niega usted haber dicho ‘Por fin se murió la vieja’ en el funeral de su esposa?”.

Jonathan tragó saliva. Miró hacia el público. Sandra no estaba allí. Nadie estaba allí por él. Solo George y yo, sus víctimas. —”No… no lo niego” —susurró. —”¿Más fuerte, por favor?”. —”¡No lo niego!” —gritó, rompiéndose—. “¡Lo dije! ¡Era un ambicioso! ¡Quería todo! ¡Pensé que me lo merecía porque yo trabajaba duro mientras ella solo heredaba! ¡Tenía celos!”.

Empezó a llorar, pero esta vez, nadie le creyó. Sus lágrimas ya no tenían valor.

—”No tengo más preguntas, su Señoría”.

El juez dictó sentencia una semana después. —”Jonathan Uch, se le encuentra culpable de todos los cargos. Se le condena a 25 años de prisión sin derecho a fianza”.

Cuando el mazo golpeó la madera, sentí que un peso de mil toneladas salía de mis hombros. Cerré los ojos y respiré. Jonathan fue esposado. Mientras lo sacaban, se detuvo un segundo frente a mí. —”Perdóname, Amanda” —dijo.

Lo miré a los ojos. No sentí odio. Sentí lástima. —”Que Dios te perdone, Jonathan. Yo ya no tengo tiempo para eso”.

CAPÍTULO 6: LA CAÍDA DE SANDRA

Mientras Jonathan se acostumbraba a su nueva vida tras las rejas, Sandra intentaba desesperadamente aferrarse a la suya. Después de ser desalojada de Polanco, se mudó a un departamento más pequeño en la colonia Nápoles, y luego a uno en la Doctores.

Sus “amigos poderosos” la abandonaron en cuanto el dinero se secó. Intentó demandarme, intentó vender su historia a las revistas de chismes, pero nadie quería asociarse con la perdedora.

Un día, recibí una llamada de mi jefe de seguridad. —”Señora Amanda, encontramos algo que le va a interesar. Sandra está involucrada en una red de estafas piramidales para tratar de mantener su estilo de vida. La policía va por ella”.

Esa tarde, encendí la televisión. Ahí estaba ella, siendo sacada de un edificio de departamentos barato, cubriéndose la cara con una chamarra. No tenía maquillaje, su cabello estaba descuidado. Se veía… común.

La justicia divina a veces tarda, pero siempre llega con intereses. Sandra terminó en Santa Martha Acatitla, la prisión de mujeres. Me contaron que tuvo que vender sus bolsas de diseñador para pagar su defensa, pero no sirvió de nada.

Yo, por mi parte, me dediqué a reconstruir. No solo la empresa, sino a mí misma. Empecé a ir a terapia. Volví a conectar con mi fe. Viajé, no a las Maldivas como Jonathan quería, sino a Oaxaca, a Chiapas, reconectando con mis raíces. Y en uno de esos viajes, conocí a alguien.

Santiago. Arquitecto. Un hombre que no sabía quién era yo, ni cuánto dinero tenía. Me conoció manchada de barro en un taller de cerámica en San Cristóbal de las Casas. —”Tienes talento para el arte, pero tus manos dicen que cargas mucho peso” —me dijo. Fue la primera vez en años que alguien me veía a mí, y no a mi cuenta bancaria.

CAPÍTULO 7: EL PERDÓN Y LA NUEVA VIDA

Pasaron cinco años. Grupo Mondragón era más fuerte que nunca. Yo había creado una fundación para mujeres víctimas de violencia económica. Mi vida estaba llena. Santiago y yo nos casamos en una ceremonia íntima, sin prensa, sin dramas. Y poco después, llegaron los mellizos: Gabriel y Sofía.

Pero había algo que me faltaba para cerrar el círculo completamente. Una mañana de domingo, le dije a Santiago: —”Tengo que ir al Reclusorio”. Él, siendo el hombre sabio que es, no preguntó por qué. Solo me besó la frente y dijo: “Te espero aquí”.

Entrar al penal fue como bajar al inframundo. El ruido, el olor. Me senté en la mesa de visitas. Esperé diez minutos. Cuando trajeron a Jonathan, casi no lo reconocí. Estaba calvo, extremadamente delgado y le faltaba un diente. Caminaba encorvado, como un anciano.

Se sentó frente a mí, sin atreverse a levantar la vista. Sus manos temblaban sobre la mesa metálica. —”Hola, Jonathan” —dije.

Él levantó la vista. Sus ojos se llenaron de lágrimas al instante. —”¿Por qué viniste? No merezco que me veas así”.

—”Vine porque necesitaba verte una última vez. Para saber que ya no me dueles”.

Jonathan asintió, limpiándose las lágrimas con la manga de su uniforme sucio. —”He tenido mucho tiempo para pensar, Amanda. Fui un estúpido. Tenía a la mejor mujer del mundo y la cambié por… nada. Por humo. Merezco estar aquí. Cada día es un infierno, pero es mi infierno”.

Me contó que había empezado a leer la Biblia. Que daba clases de matemáticas a otros reclusos para ganar algo de dinero para comprar jabón y papel higiénico. —”Ya no soy el Jonathan de antes. Ese hombre murió el día que te levantaste de ese ataúd”.

Metí la mano en mi bolsa y saqué una foto. Eran mis hijos, jugando en el jardín. —”Tengo una nueva vida, Jonathan. Soy feliz”.

Él miró la foto con una mezcla de dolor y ternura. —”Son hermosos. Se parecen a ti. Gracias a Dios que no se parecen a mí”.

—”Te perdono, Jonathan” —dije. Las palabras salieron fáciles, ligeras—. “No olvido, pero perdono. Porque odiarte es seguir atada a ti, y yo ya soy libre”.

Me levanté. Él se quedó sentado, llorando en silencio. —”Adiós, Jonathan”. —”Adiós, Amanda. Gracias”.

CAPÍTULO 8: EL FINAL DEL CAMINO

Salí del reclusorio y el sol de la tarde me golpeó la cara. Respiré hondo. El aire de la Ciudad de México, con todo y su smog, nunca me había parecido tan dulce. Santiago estaba recargado en el coche, esperándome. Al verme, sonrió. —”¿Todo bien?” —”Todo perfecto” —respondí.

Años después, supe que Jonathan salió por buena conducta al cumplir 15 años de sentencia. No volvió a buscarme. Supe por George que consiguió trabajo como contador en una pequeña ferretería en Iztapalapa. Vivía en un cuarto pequeño, solo, pero tranquilo. Dicen que nunca falta a misa los domingos.

Sandra salió antes, pero nunca recuperó su vida. Se perdió en el anonimato de la ciudad, una sombra más entre millones.

Y yo… yo sigo aquí. A veces, cuando paso por una florería y huelo a nardos, siento un pequeño escalofrío. Recuerdo la oscuridad del ataúd, el frío del satén. Pero luego miro a mis hijos, a mi esposo, a la empresa que construí con honestidad, y sonrío.

Porque aprendí la lección más importante de todas: Puedes tener todo el dinero del mundo, puedes comprar mansiones y autos, pero la lealtad y el amor no tienen precio. Y el que traiciona por codicia, al final, se queda con los bolsillos llenos de nada.

Esta es mi historia. Fui la muerta que revivió para reclamar su vida. Y si estás pasando por algo similar, si sientes que alguien te está robando la luz, recuerda: a veces tienes que “morir” un poco para renacer más fuerte.

FIN

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