ELLA SE BURLÓ DE SU ROPA MANCHADA DE GRASA, SIN SABER QUE ESE “MECÁNICO DE BARRIO” HABÍA DISEÑADO LOS MOTORES QUE LLEVARON SATÉLITES AL ESPACIO. CUANDO SU BENTLEY DE 5 MILLONES DE PESOS MURIÓ EN IZTAPALAPA, LA “REINA DE HIELO” ESTABA A PUNTO DE RECIBIR LA LECCIÓN MÁS CARA DE SU VIDA.

PARTE 1

CAPÍTULO 1: LA REINA DE HIELO EN EL BARRIO

El sonido de los tacones de Diana Montemayor contra el piso de concreto agrietado era como un disparo en medio del silencio del taller. Era un sonido de poder, de dinero, de alguien que nunca en su vida ha tenido que pedir permiso para entrar a un lugar.

—¿Quién es el encargado aquí? —gritó, su voz resonando sobre el zumbido de una pistola neumática.

Don Vic, un hombre de sesenta años con bigote canoso y una gorra de béisbol deslavada, levantó la vista de su telenovela en la pequeña televisión portátil. —Soy yo, señorita. ¿En qué le servimos? —No soy “señorita”. Soy Diana Montemayor. Y mi auto, un vehículo que vale más que toda esta colonia junta, acaba de morir a dos cuadras de aquí. Necesito que alguien vaya por él. Ahora.

En el fondo del taller, debajo de un Nissan Tsuru taxi al que le faltaba la defensa, salieron dos piernas enfundadas en un overol azul marino manchado de grasa negra. Mateo se deslizó hacia afuera en la camilla de mecánico, se puso de pie y se limpió las manos con una estopa que ya había visto mejores días.

Mateo no era el típico mecánico. Había algo en su mirada, una inteligencia aguda y calculadora que no cuadraba con el entorno de calendarios de chicas en bikini y olor a gasolina. —¿Qué coche es? —preguntó Mateo, ignorando el tono déspota de la mujer. —Un Bentley Continental GT. —Esos no se mueren así nomás —dijo Mateo, acercándose—. Son tanques de lujo. ¿Qué le pasó? —Si lo supiera, no estaría parada en este chiquero hablando contigo, ¿verdad? —Diana se quitó los lentes de sol, revelando unos ojos fríos y calculadores—. Se apagó. Todo. El tablero, el motor, la dirección asistida. Casi me estrello contra un microbús.

Mateo asintió. —Vamos por él. Vic, pásame la “mamalona” (la grúa vieja del taller).

Cuando trajeron el Bentley y lo pusieron en el centro del taller, parecía una nave espacial que había aterrizado por error en un deshuesadero. La pintura negra brillaba bajo las lámparas fluorescentes parpadeantes.

—Arráncalo —ordenó Diana, tirándole las llaves al pecho.

Ahí fue cuando sucedió. El golpe de las llaves, el silencio, la tensión. Mateo recogió las llaves del suelo con una dignidad que hizo que Diana sintiera, por primera vez en años, una punzada de vergüenza. Pero la aplastó rápido. Ella era la CEO de Grupo Montemayor. No tenía tiempo para sentimientos.

—Ya le dije, jefa —dijo Mateo, abriendo la puerta del conductor—. Voy a ver qué tiene. Pero si es lo que creo, va a tomar tiempo. —¿Qué crees que es? —Sabotaje —soltó él, sin mirarla.

La palabra quedó flotando en el aire denso del taller. Diana soltó una risa nerviosa. —Por favor. No seas ridículo. Es un auto inglés, seguro es un fusible. —Los fusibles no cortan la energía de esta manera. Esto fue quirúrgico.

Mateo conectó una tablet vieja al puerto OBD del auto. Sus dedos se movían sobre la pantalla con una velocidad impresionante. No tecleaba como un mecánico buscando códigos de error en Google; tecleaba como un programador escribiendo código fuente.

—¿Quién eres tú? —preguntó Diana, acercándose más, intrigada a pesar de su arrogancia. —Mateo Mercado. Mecánico. —Un mecánico no teclea así. —Un mecánico que quiere terminar rápido para irse a casa, sí.

CAPÍTULO 2: EL DIAGNÓSTICO DEL MIEDO

Pasaron dos horas. La noche cayó sobre la Ciudad de México y la lluvia comenzó a golpear el techo de lámina del taller, creando un ruido ensordecedor. Diana seguía sentada en la silla de plástico, revisando correos en su iPhone, pero su batería estaba muriendo y su paciencia ya había expirado hacía mucho.

—¿Ya? —preguntó por décima vez.

Mateo salió de debajo del cofre. Tenía una mancha de grasa en la mejilla que lo hacía ver extrañamente atractivo, pensó Diana, antes de regañarse a sí misma por el pensamiento absurdo.

—Ven a ver esto —dijo él.

Diana se acercó, cuidando que su traje sastre blanco no tocara nada. Mateo señaló un mazo de cables cerca de la caja de fusibles principal. —Mira este conector. ¿Ves el color del plástico? —Es… negro. Como todo lo demás. —No. Es un tono más claro. Y el clip de seguridad está roto hacia adentro. Alguien desconectó esto, le aplicó un voltaje inverso para quemar el módulo de control del motor, y luego lo volvió a conectar para que pareciera una falla natural.

Mateo la miró a los ojos. —Señora Montemayor, esto no fue un accidente. Alguien quería que este coche se apagara. Y por la programación del fallo… querían que se apagara a alta velocidad. Tuviste suerte de que el tráfico de la ciudad te obligara a ir lento. Si hubieras ido en carretera a 120 km/h, sin dirección hidráulica y sin frenos asistidos…

Diana sintió un frío recorrerle la espalda que no tenía nada que ver con la lluvia. —Me estás diciendo que intentaron matarme. —Te estoy diciendo que alguien manipuló tu auto con un conocimiento técnico muy avanzado. Esto no lo hizo un ratero de autopartes. Lo hizo un ingeniero.

El celular de Mateo sonó de nuevo. Él contestó rápido. —¿Lili? ¿Qué pasó, amor? —Su rostro palideció—. ¿Te duele el pecho? Pásame a la vecina. ¡Doña Lupe! Sí… Sí, dele la pastilla sublingual. Voy para allá. No, no llame a la ambulancia todavía, ya sabe que no nos reciben si no llevamos el depósito. Voy volando.

Colgó y empezó a guardar sus herramientas frenéticamente. —Tengo que irme. Mi hija está mal. —¡Espera! —gritó Diana—. ¡No puedes dejarme aquí con mi auto saboteado y la noticia de que alguien quiere matarme! —Señora, con todo respeto, mi hija se está muriendo. Su coche puede esperar. Su vida, si se queda aquí tranquila con Don Vic, no corre peligro. La de mi niña sí.

Mateo corrió hacia un viejo Honda Civic estacionado afuera. El motor tosió antes de arrancar. Diana tomó una decisión impulsiva, de esas que la habían hecho millonaria. Corrió tras él y se subió al asiento del copiloto del Honda antes de que él pudiera acelerar.

—¿Qué haces? —gritó Mateo. —Voy contigo. —¡No voy a un picnic! ¡Voy a ver a mi hija que tiene una crisis cardíaca! —Tengo dinero —dijo Diana, su voz temblando por primera vez—. Tengo los mejores doctores en mi agenda. Si tu hija está mal, yo puedo hacer que la atiendan en el Hospital Ángeles o en el ABC en diez minutos. Sin depósito. Sin preguntas.

Mateo la miró. Vio el miedo en sus ojos, pero también vio la oferta genuina. No tenía opción. Aceleró el viejo Honda y salieron disparados hacia las calles empapadas de Iztapalapa.

PARTE 2

CAPÍTULO 3: UN CORAZÓN DE CRISTAL

El trayecto fue una locura. Mateo conducía como un piloto de carreras frustrado, esquivando baches y metiéndose en sentido contrario en callejones estrechos. —¿Qué tiene tu hija? —preguntó Diana, agarrándose del tablero. —Cardiomiopatía dilatada. Su corazón es demasiado grande y demasiado débil. Necesita un trasplante, pero estamos en lista de espera desde hace dos años. Y como no tengo seguro privado… el sistema público es lento.

Llegaron a una pequeña casa pintada de azul, modesta pero limpia. Mateo saltó del coche antes de apagarlo por completo. Diana lo siguió, sintiéndose como una intrusa en un universo paralelo.

Adentro, en un sofá desgastado, había una niña pequeña, pálida como el papel, respirando con dificultad. Una señora mayor le abanicaba la cara. —¡Papi! —susurró la niña. —Aquí estoy, mi amor. Aquí está papá.

Mateo la cargó con una delicadeza infinita. Diana vio la escena y algo se rompió dentro de su armadura corporativa. Esa niña tenía la misma edad que tenía ella cuando sus padres la enviaron al internado en Suiza. La fragilidad de la vida la golpeó de frente.

—Vámonos —dijo Diana, sacando su teléfono—. Estoy llamando al Director del Instituto de Cardiología. Es amigo mío. Nos van a esperar.

Mateo la miró con lágrimas en los ojos. —¿Por qué haces esto? Hace dos horas me trataste como basura. —Porque tú arreglaste mi coche. Yo arreglo problemas. Y este es un problema que el dinero sí puede arreglar.

Esa noche, en la sala de espera VIP del hospital privado, mientras Lili era estabilizada por un equipo de tres especialistas, Mateo y Diana se sentaron juntos. Él con su overol sucio, ella con su traje de diseñador arruinado por la lluvia.

—Gracias —dijo Mateo, con la voz rota. —No me des las gracias. Es un negocio. Tú salvaste mi vida con el diagnóstico del auto. Yo salvo la de tu hija. Estamos a mano. —No eres tan fría como dicen las revistas, Diana Montemayor. —No te acostumbres.

Mateo sacó una tablet de su mochila. —Mientras esperábamos, revisé los logs de la computadora de tu auto. Hice una copia antes de salir. —¿Y? —El código malicioso… tiene una firma digital. —¿De quién? —No de quién. De dónde. La señal que reprogramó tu motor vino desde una dirección IP interna. —¿Interna? —Salió de las oficinas corporativas de Grupo Montemayor. Piso 42.

Diana sintió que el mundo giraba. El piso 42 era el piso de la Junta Directiva. —Alguien de mi propia empresa… —Alguien con acceso a tu agenda, a tu coche y a la red de seguridad. Diana, el enemigo no está afuera. Está durmiendo en tu casa.

CAPÍTULO 4: EL INGENIERO OCULTO

—¿Cómo sabes todo esto? —Diana lo confrontó, la adrenalina reemplazando al miedo—. Un mecánico de barrio no sabe rastrear direcciones IP ni conoce la arquitectura de sistemas satelitales.

Mateo suspiró. Miró hacia la puerta donde su hija dormía. —Antes de que Lili enfermara… yo no vivía aquí. Vivía en Houston. Trabajaba para un contratista de la NASA. Diseñaba sistemas de propulsión para satélites de órbita baja. —¿Eres ingeniero aeroespacial? —Era. Cuando mi esposa murió de cáncer y Lili nació con su condición, tuve que elegir. Podía seguir allá, ganando en dólares pero trabajando 18 horas al día y dejando a mi hija con niñeras… o podía regresar a México, abrir un taller en la casa de mis padres y estar con ella cada minuto que me necesitara. —Renunciaste a la NASA… ¿por ella? —Renuncié a construir cohetes para cuidar a mi universo entero. No me arrepiento ni un solo día. Excepto cuando no me alcanza para sus medicinas.

Diana se quedó muda. Ella había sacrificado matrimonios, amistades y su propia salud mental por el éxito. Y este hombre había sacrificado el éxito por amor. Se sintió pequeña, insignificante a pesar de sus millones.

—Necesito tu ayuda, Mateo. —Yo no soy detective. —No, eres mejor. Eres un genio invisible. Nadie sospecha del mecánico. Necesito que me ayudes a encontrar quién fue. —¿Y qué gano yo? Ya pagaste el hospital. —Pago el trasplante. Mateo levantó la vista de golpe. —¿Qué? —Te consigo el corazón. Tengo conexiones en Estados Unidos, en Europa. Si hay un corazón compatible en cualquier parte del mundo, lo traigo. Pero necesito que me ayudes a destruir al bastardo que intentó matarme.

Mateo extendió su mano, sucia y callosa. —Trato hecho, socia.

CAPÍTULO 5: LA TRAMPA DEL TALLER

El plan era arriesgado. Diana tenía que fingir que no sabía nada. Tenía que volver a la oficina, mirar a sus socios a los ojos y sonreír, mientras Mateo rastreaba la huella digital hasta el culpable exacto.

Pasaron tres días. Tres días donde Diana iba al taller de Iztapalapa cada noche, no para arreglar el coche, sino para planear. Y en esos días, conoció a Lili. La niña, ya dada de alta pero débil, le enseñó a Diana su “Lista de Cosas Buenas”.

  1. El olor a lluvia.

  2. Los tacos de canasta.

  3. Que mi papá se ría.

  4. La señora bonita que huele a flores caras (Diana).

Diana lloró en el baño del taller al leer el número 4.

—Lo tengo —dijo Mateo la cuarta noche. Estaban comiendo tamales de dulce sentados en el cofre del Bentley. —¿Quién es? —Tu Director de Finanzas. Roberto Cárdenas. —¿Roberto? Es mi padrino de bodas. Es como mi tío. —Pues tu tío reprogramó tu auto desde su iPad personal a las 3:00 AM del martes pasado. Y transfirió 50 millones de pesos a una cuenta en las Islas Caimán esa misma noche. Creo que está vendiendo la empresa por partes y tú eres el único obstáculo.

—¿Qué hacemos? —Le ponemos una trampa. Mañana es la gala de beneficencia de la empresa, ¿no? —Sí. —Vas a ir. Y vas a llevar el Bentley. —¿Estás loco? ¡Está saboteado! —Lo arreglé. Mejor que nuevo. Pero dejé el código malicioso activo en una simulación. Cuando él intente activarlo de nuevo para matarte de regreso a casa… el coche no se va a apagar. Se va a cerrar, va a encender las luces de emergencia y va a proyectar en la pantalla del tablero la ubicación exacta de quien está enviando la señal. Y todo eso, lo vamos a transmitir en vivo a las pantallas gigantes de tu evento.

CAPÍTULO 6: LA GALA Y LA VERDAD

La gala era en el Museo Soumaya. Todo el jet set de México estaba ahí. Diana lucía espectacular en un vestido rojo sangre, pero sus manos temblaban. Mateo estaba afuera, en una camioneta de vigilancia, con una laptop y un auricular. Se había rasurado y puesto un traje que Diana le compró, y se veía… heroico.

—¿Listo, Ingeniero? —susurró Diana a su micrófono oculto.0 —Listo, Princesa. Entra al nido de víboras.

La noche transcurrió lenta. Roberto Cárdenas se acercó a saludarla, besándole la mejilla. —Te ves hermosa, hija. Cuídate mucho al regresar, las carreteras están peligrosas. —Lo haré, tío. Gracias.

A las 11:00 PM, Diana subió a su auto. En las pantallas gigantes del salón, donde aún quedaban cientos de invitados, la imagen cambió de repente. Apareció la transmisión de la cámara interna del Bentley.

—¿Qué es esto? —murmuró la gente.

Roberto sacó su celular discretamente. Presionó “EJECUTAR”.

En el auto, Diana aceleró. —¡Ahora, Mateo!

El código de Mateo interceptó la señal. En las pantallas gigantes del museo, apareció un texto rojo gigante: INTENTO DE HOMICIDIO DETECTADO. ORIGEN: DISPOSITIVO DE ROBERTO CÁRDENAS.

El silencio en el salón fue sepulcral. Roberto palideció y tiró el teléfono, pero ya era tarde. La seguridad, alertada previamente por Mateo y Diana, lo rodeó.

En el auto, Diana frenó y soltó el aire que llevaba reteniendo una semana. —Lo hicimos —dijo. —Lo hicimos —respondió Mateo por el auricular—. Ahora ven al taller. Lili quiere saber si ya ganamos.

CAPÍTULO 7: EL JUICIO Y EL CORAZÓN

El escándalo duró meses. Roberto fue a la cárcel. Diana recuperó el control total de su empresa. Pero algo había cambiado. Las juntas aburridas ya no le llenaban. El penthouse en Polanco se sentía vacío.

Cumplió su promesa. Movió cielo, mar y tierra. Encontró un corazón para Lili en un hospital de Houston. El mismo día del trasplante, Diana estaba ahí, sosteniendo la mano de Mateo mientras él lloraba de miedo.

—Va a estar bien —le dijo ella, quitándole el pelo de la frente—. Es una guerrera. Como su papá.

La operación fue un éxito. Cuando Lili despertó, lo primero que vio fue a Diana y a Mateo tomados de la mano. —¿Ya tengo corazón nuevo? —preguntó con voz débil. —Sí, mi amor —dijo Mateo. —¿Y también tengo mamá nueva? —preguntó Lili, mirando a Diana.

Diana, la Reina de Hielo, se derritió completamente. Besó la frente de la niña. —Si tú quieres, sí.

CAPÍTULO 8: EL MEJOR MOTOR DEL MUNDO

Un año después.

El taller “El Maestro” seguía en Iztapalapa, pero ahora tenía equipos de última generación y era un centro de capacitación para jóvenes ingenieros, financiado por la Fundación Montemayor.

Diana llegó en su Bentley (que ahora funcionaba perfecto gracias a su mecánico personal). Bajó del auto, pero esta vez no traía tacones, sino tenis y jeans. Mateo salió a recibirla. —Llegas tarde para los tacos, jefa. —Había tráfico. Pero traje postre.

Lili salió corriendo de la oficina, con las mejillas sonrosadas y llena de energía. —¡Diana! La abrazó con fuerza. Un abrazo de un corazón fuerte, sano, latiendo con ritmo perfecto.

Diana miró a Mateo sobre la cabeza de la niña. —¿Sabes? —dijo ella—. Tenías razón ese primer día. —¿Sobre qué? —preguntó él, rodeándole la cintura. —Sobre que los sistemas complejos necesitan un buen mantenimiento. El dinero no arregla todo. Pero el amor… el amor es el mejor combustible.

Mateo sonrió y la besó, ahí en medio del taller, con olor a grasa y cumbia de fondo. —Te dije que sabía de motores, güera. Pero tú sabes pilotar.

Y así, la mujer que vivía en las nubes y el hombre que las construía, encontraron su lugar en la tierra. Juntos.

FIN

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