ELLA ERA LA DUEÑA DE MÉXICO HASTA QUE UN VIRUS LE QUITÓ TODO. LO QUE HICIERON LAS HIJAS DE SU LIMPIEZA TE HARÁ LLORAR.

PARTE 1

Capítulo 1: El Colapso del Imperio en Santa Fe

El sonido de la piel rompiéndose contra la madera maciza resonó como un disparo en el silencio sepulcral del piso 45. Victoria Estrada, la “Dama de Hierro” de la tecnología en México, acababa de golpear su escritorio con una fuerza que ni ella misma sabía que poseía.

—¡Fuera! —El grito salió desde lo más profundo de su garganta, raspando el aire acondicionado gélido de la oficina—. ¡Quiero que se larguen todos ahora mismo!

Frente a ella, quince de los mejores ingenieros en ciberseguridad del país, hombres y mujeres que cobraban tarifas exorbitantes y se jactaban de ser infalibles, se miraron entre sí con pánico. Eran la élite. Egresados del Tec, del ITAM, consultores traídos de Silicon Valley. Y ahora, parecían niños regañados en una escuela primaria.

La Dra. Raquel Kim, una mujer brillante que había liderado la seguridad digital de NexCore durante cinco años, dio un paso al frente, temblando.

—Señora Estrada, por favor… si tan solo nos diera 12 horas más, podríamos intentar un parche en el servidor espejo y…

—¿Doce horas? —Victoria soltó una risa que sonó más a un cristal rompiéndose—. Raquel, has tenido veinticuatro horas. En ese tiempo, ocho mil millones de dólares, el patrimonio de pensiones de medio país, se han esfumado. ¡Se están evaporando mientras hablamos! Y tú me pides tiempo.

Victoria se acercó a ella, invadiendo su espacio personal. Olía a perfume caro y a miedo.

—Se supone que eres la mejor. Me costaste una fortuna. Y ahora mismo, eres tan inútil como un cenicero en una moto. Vete. Antes de que llame a seguridad y haga que te saquen arrastrando.

Raquel no dijo más. Agarró su laptop y salió corriendo, seguida por el resto del equipo. El sonido de sus pasos apresurados sobre el mármol italiano del pasillo fue lo último que se escuchó antes de que la soledad cayera sobre Victoria como una losa de concreto.

Se quedó sola. Completamente sola en la cima de su torre en Santa Fe.

Desde el ventanal de piso a techo, la Ciudad de México se extendía como un mar de luces infinitas. Podía ver el tráfico estancado en la carretera México-Toluca, las luces parpadeantes de los edificios vecinos. Abajo, millones de personas vivían sus vidas, preocupadas por pagar la renta, por el precio del limón o por el partido de fútbol. Ninguno de ellos sabía que, en ese preciso instante, la economía digital del país pendía de un hilo.

Su teléfono vibró sobre el escritorio manchado con gotitas de sangre de sus nudillos.

Mensaje de Marcos, Director de Tecnología: “La Junta Directiva está convocando a una reunión de emergencia para el lunes a las 8 AM. Están pidiendo tu cabeza, Victoria. Lo siento.”

Victoria leyó el mensaje y sintió… nada. Un vacío frío en el estómago.

Veinte años. Veinte malditos años construyendo NexCore desde un garaje en la colonia Roma hasta convertirse en el gigante que era hoy. Veinte años de comer atún de lata frente a una computadora, de no ir a las bodas de sus amigas, de olvidar llamar a su padre antes de que muriera de un infarto, de perder a su esposo porque “nunca estaba en casa”.

Había sacrificado su humanidad para ser una diosa de la industria. Y ahora, un código malicioso, un gusano digital que nadie sabía de dónde había salido, se lo estaba comiendo todo.

Miró la pantalla principal de la sala de operaciones, que ahora estaba vacía. TIEMPO RESTANTE PARA EL BORRADO PERMANENTE: 47 HORAS, 12 MINUTOS.

El virus no pedía rescate. No había una cuenta en Suiza pidiendo Bitcoins. Era puro odio. Alguien quería verla arder.

Se sentó en el suelo, recargando la espalda contra el escritorio, y se quitó los tacones de suela roja. Miró sus manos temblorosas. —¿Para qué? —le preguntó a la habitación vacía—. ¿Para qué valió la pena todo esto?

Nadie respondió. Solo el zumbido de los servidores enfriándose, cantando la canción de su funeral.

Capítulo 2: Los Invisibles

Sábado, 7:00 AM. Mientras Victoria Estrada contemplaba el fin de su mundo en el piso 45, un auto que había visto mejores días entraba tosiendo al estacionamiento subterráneo de NexCore.

Era un Nissan Tsuru color plata, con la defensa amarrada con un alambre y una calcomanía de “Bebé a bordo” tan descolorida por el sol que ya era ilegible.

Jaime Carrillo apagó el motor y suspiró. El coche dio una última sacudida antes de morir. —Muy bien, equipo —dijo Jaime, girándose hacia el asiento trasero—. Llegamos a la Estrella de la Muerte.

En el asiento de atrás, dos niñas idénticas de 10 años, Mía y Sofía, se desabrocharon los cinturones al mismo tiempo. Tenían el cabello negro azabache trenzado exactamente igual, pero Jaime, siendo su padre, sabía distinguirlas por el brillo en sus ojos: Mía tenía la mirada curiosa de quien quiere desarmar el mundo para ver cómo funciona; Sofía tenía la mirada calculadora de quien ya sabe cómo armarlo de nuevo.

—Papá, ¿en serio la jefa es tan mala como dicen en Twitter? —preguntó Mía, agarrando su mochila llena de libros y una tablet vieja.

—No creas todo lo que lees, Mía —respondió Jaime, bajando del auto y abriendo la cajuela para sacar sus productos de limpieza—. Pero sí, dicen que es… intensa. Por eso, las reglas son sagradas hoy. ¿Cuáles son?

Las gemelas recitaron al unísono, con tono aburrido de quien ha escuchado esto mil veces: —Regla uno: No salir del cuarto de servicio. Regla dos: No tocar nada que parezca caro. Regla tres: Si vemos a alguien de traje, nos volvemos invisibles.

—Exacto —Jaime les sonrió, esa sonrisa cansada pero cálida que era lo único que les quedaba desde que Elena se fue—. invisibles. Como ninjas, pero con olor a cloro.

Caminaron hacia el elevador de servicio. Jaime saludó al guardia de seguridad, Don Beto, quien le guiñó un ojo a las niñas y les pasó dos mazapanes a escondidas.

—Cuídelas bien, Don Beto. Subo, limpio el piso ejecutivo rápido y bajo por ellas para comer unas tortas —dijo Jaime.

El edificio estaba en “modo fin de semana”. Luces tenues, pasillos vacíos. Pero cuando llegaron al piso de servicio, Jaime notó algo extraño. Había una tensión en el aire, una electricidad estática que le erizó los vellos de los brazos. Se escuchaban voces lejanas, gritos ahogados provenientes de los pisos superiores.

Dejó a las niñas en el pequeño cuarto de descanso destinado al personal de limpieza. Era un lugar triste, con una mesa de plástico, un microondas que giraba pero no calentaba y un sofá que olía a polvo.

—Tienen sus libros, tienen la tablet con los juegos que programaron. No salgan —les advirtió Jaime, dándoles un beso en la frente a cada una—. Regreso en dos horas.

—Sí, papá —dijeron las dos, ya sacando sus cuadernos.

Jaime tomó su carrito de limpieza, respiró hondo y se dirigió al elevador principal. Marcó el piso 45. Odiaba limpiar ese piso. Todo era tan blanco, tan perfecto, tan frágil. Le recordaba a la vida que él solía tener, antes del accidente. Antes de que el alcohol en la sangre de un conductor imprudente le quitara a su esposa y su carrera se fuera al caño por la depresión.

Las puertas del elevador se abrieron. El caos era evidente. Papeles tirados en el suelo, tazas de café a medio terminar abandonadas sobre mesas de cristal. Parecía que había ocurrido un rapto bíblico.

Jaime comenzó su rutina. Trapeador. Bote de basura. Limpiacristales. Moverse en silencio. Ser invisible. Estaba limpiando una mancha de café en la alfombra del pasillo principal cuando la vio.

Victoria Estrada salió de su oficina caminando como un fantasma. Tenía el maquillaje corrido, el cabello, usualmente en un chongo perfecto, se le escapaba en mechones rebeldes. Caminaba ciega, mirando hacia la nada, y casi choca contra el carrito de limpieza de Jaime.

—¡Perdón! —Jaime reaccionó rápido, sujetando el carrito para que no la golpeara.

Victoria se detuvo. Parpadeó, como si despertara de un sueño profundo. Sus ojos se enfocaron en Jaime, pero tardaron unos segundos en registrar que había un ser humano frente a ella.

—Disculpe, señora Estrada —murmuró Jaime, bajando la cabeza. La regla número tres: ser invisible.

Pero Victoria no se movió. Miró el uniforme azul marino de Jaime, su nombre bordado en el pecho. Luego miró sus manos, las de ella, que aún tenían sangre seca.

—¿Eres nuevo? —preguntó ella. Su voz sonaba ronca, rota.

—Llevo 18 meses aquí, señora. Turno de fin de semana.

—18 meses… —repitió ella, como si fuera una eternidad—. Vaya. Si esta empresa sigue existiendo en 18 horas, será un milagro, Jaime.

Jaime levantó la mirada, sorprendido de que supiera su nombre (aunque lo traía en el pecho). Vio algo en los ojos de esa mujer poderosa que reconoció al instante. Era la misma mirada que él veía en el espejo todas las mañanas durante el primer año después de la muerte de Elena. Desesperación absoluta. Soledad infinita.

—¿Necesita… necesita algo, señora? ¿Agua? ¿Un café?

Victoria soltó una risa amarga. —Necesito una máquina del tiempo, Jaime. O un genio de la informática que no sea un idiota cobarde. ¿Tienes alguno de esos en tu carrito?

—Solo tengo desinfectante y limpiavidrios, señora.

—Entonces no me sirves —dijo ella, cortante, volviendo a ponerse su máscara de frialdad—. Sigue limpiando. Al menos alguien aquí debería hacer su trabajo antes de que nos vayamos a la quiebra.

Victoria se dio la vuelta y regresó a su oficina, cerrando la puerta de golpe.

Jaime se quedó ahí parado, con el trapeador en la mano. Su instinto le decía que no era su problema. Él era el conserje. Su trabajo era limpiar la basura, no arreglar códigos millonarios. Él había dejado esa vida atrás. Había prometido no volver a tocar un teclado de alto nivel. Era demasiado doloroso. Le recordaba demasiado a ella, a Elena.

Sacudió la cabeza y siguió trapeando. No es mi problema, se repitió. No es mi problema.

Dos pisos abajo, Mía levantó la cabeza de su cuaderno. —Sofía, ¿escuchas eso?

Sofía ajustó sus lentes (que en realidad no tenían aumento, solo los usaba porque decía que le daban +10 de inteligencia). —El sistema de ventilación lleva sonido. Alguien está llorando. Y se escuchan alertas de servidor.

—Alertas de nivel crítico —puntualizó Mía—. El patrón del pitido es un error de desbordamiento de memoria.

Las gemelas se miraron. —Papá dijo que no saliéramos —dijo Sofía.

—Papá también dijo que ayudar a los demás es lo que nos hace humanos —contraatacó Mía.

Sofía suspiró, cerrando su libro. —Bien. Pero si nos castigan, tú le explicas por qué.

—Trato hecho.

Las dos niñas se pusieron de pie, abrieron la puerta del cuarto de limpieza y se deslizaron hacia las escaleras de emergencia, siguiendo el sonido del desastre que estaba a punto de cambiar sus vidas

PARTE 2

Capítulo 3: El Código de las Niñas

Mía y Sofía subieron las escaleras de emergencia de dos en dos, con la agilidad de quien está acostumbrado a jugar a las escondidas en espacios pequeños. El zumbido de los servidores se hacía más fuerte, como un enjambre de abejas enfurecidas, a medida que se acercaban al piso 45.

Al llegar a la puerta pesada de metal con el letrero “SOLO PERSONAL AUTORIZADO”, Mía sacó un clip de su bolsillo. —¿Crees que sea cerradura electrónica? —susurró Sofía. —No, es la salida de emergencia. Solo hay que empujar fuerte, pero sin que suene la alarma. Con una maniobra que habían practicado en casa con la puerta del baño trabada, lograron abrirla lo suficiente para deslizarse dentro sin activar el sensor.

El Centro de Operaciones de NexCore parecía una escena de una película de desastres. Aunque los expertos ya se habían ido, las pantallas gigantes seguían encendidas, proyectando una luz roja infernal sobre la alfombra gris. En el centro de la sala, Victoria Estrada estaba parada frente a la consola principal, con las manos apoyadas en el teclado, la cabeza gacha, derrotada.

Las gemelas se escondieron detrás de una maceta decorativa. —Mira eso —señaló Mía, ajustando sus lentes imaginarios—. El código se está reescribiendo a sí mismo. —Es una mutación de Fibonacci —respondió Sofía casi sin aliento—. Papá nos enseñó eso el mes pasado. Es un bucle recursivo.

Victoria levantó la vista y gritó al vacío: —¡Maldita sea! ¿Por qué no te detienes?

Fue entonces cuando Mía, impulsada por esa inocencia valiente que solo tienen los niños, salió de su escondite. Sofía intentó agarrarla de la manga, pero fue demasiado tarde. —Porque le está gritando al síntoma, no a la enfermedad —dijo Mía con voz clara.

Victoria dio un salto, girando sobre sus talones. Sus ojos, enrojecidos y cansados, se clavaron en las dos niñas que parecían haber aparecido por arte de magia en su búnker de alta seguridad. —¿Quiénes son ustedes? —Victoria parpadeó, pensando que la falta de sueño le estaba provocando alucinaciones—. ¿Cómo entraron aquí? ¡Seguridad!

—No hay seguridad, señora —dijo Sofía, saliendo también detrás de la maceta—. Todos se fueron. Solo estamos nosotras.

Victoria se pasó una mano por el rostro, incrédula. —Niñas, no tengo tiempo para esto. Salgan de aquí antes de que llame a la policía. Esto no es una guardería, es el fin de mi empresa.

—Podemos ayudarla —insistió Mía, acercándose a las pantallas sin miedo—. Sabemos qué es eso.

Victoria soltó una risa histérica. —¿Ah, sí? Tengo a los mejores ingenieros del país llorando en sus casas, ¿y dos niñas de primaria saben qué es? A ver, ilumínenme.

Sofía señaló la cascada de números rojos. —Es un gusano cuántico. Está usando la secuencia de Fibonacci para esconder su rastro. Cada vez que su antivirus intenta atraparlo, el gusano predice el movimiento y cambia de forma. Por eso no pueden borrarlo. Están tratando de matar algo que ya no está ahí cuando llega la orden.

El silencio en la sala fue absoluto. Victoria sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Esa explicación… tenía sentido. Era la primera cosa con sentido que escuchaba en 48 horas.

—¿Cómo saben eso? —preguntó Victoria, su voz bajando de volumen, perdiendo la agresividad y ganando curiosidad. —Nuestro papá nos enseñó —dijo Mía, encogiéndose de hombros—. Dice que el código es como la música, solo tienes que encontrar el ritmo.

—¿Quién es su papá? ¿Trabaja para Google? ¿Para la CIA? —Es Jaime —dijo Sofía—. El señor que limpia sus oficinas.

Victoria se quedó helada. ¿El conserje? ¿El hombre del carrito con el sándwich? —¿Jaime Carrillo?

Antes de que pudiera procesar la absurdez de la situación, una alarma sonó en la consola. TIEMPO RESTANTE: 15 MINUTOS. INICIANDO PROTOCOLO DE BORRADO DE ACTIVOS.

—¡Se acabó! —gritó Victoria, el pánico volviendo a tomar el control—. ¡Va a borrarlo todo!

—No si atrapamos la sombra —dijo Mía, corriendo hacia el teclado. —¡Espera! —Victoria intentó detenerla, pero algo en la seguridad de la niña la frenó. No tenía nada que perder. Ya lo había perdido todo. ¿Qué más daba si dos niñas jugaban con el teclado del Titanic mientras se hundía?

—Sofía, tú toma el lado izquierdo, yo el derecho —ordenó Mía. Las gemelas se subieron a las sillas ergonómicas, que les quedaban enormes. Sus dedos pequeños volaron sobre el teclado mecánico.

No escribían como niños jugando. Escribían con la velocidad y precisión de pianistas concertistas. —Aislando los metadatos fantasma… —murmuró Sofía. —Creando jaula de contención en el servidor espejo… —respondió Mía.

Victoria observaba con la boca abierta. El código en la pantalla comenzó a cambiar. El rojo agresivo parpadeó. Las líneas de texto dejaron de fluir como agua y empezaron a congelarse. —¡Lo está intentando saltar! —gritó Sofía—. ¡Está mutando al puerto 8080!

—¡Bloquéalo con un algoritmo de fuerza bruta inverso! —gritó una voz masculina desde la puerta.

Victoria y las niñas voltearon. Jaime estaba parado en la entrada, pálido como un fantasma, con el trapeador tirado en el suelo a sus pies. —¡Papá! —gritaron las gemelas, pero no dejaron de teclear.

—¡Hagan lo que les dije! —ordenó Jaime, su voz transformándose. Ya no era el conserje sumiso. Era un comandante en el campo de batalla—. ¡Mía, sintaxis de bloqueo ahora! ¡Sofía, corta el puente de red!

Las niñas obedecieron al instante. Jaime corrió hacia ellas, pero no para detenerlas. Se paró detrás de sus sillas, mirando la pantalla con ojos de águila, dictando comandos complejos que Victoria apenas podía seguir. —¡Enter! —gritó Jaime.

Mía y Sofía presionaron la tecla Enter al mismo tiempo con sus dedos índices.

La pantalla parpadeó una vez. Dos veces. El rojo desapareció. Una barra de progreso verde apareció en el centro: AMENAZA NEUTRALIZADA. ACTIVOS RECUPERADOS. SISTEMA SEGURO.

El silencio regresó a la sala, pero esta vez no era pesado. Era el silencio de un milagro.

Jaime se dejó caer de rodillas y abrazó a sus hijas con tanta fuerza que parecía querer fusionarlas con él. —¡Dios mío! —susurró, con la voz quebrada por el terror—. ¡Les dije que no salieran! ¡Les dije que se quedaran quietas!

—Lo sentimos, papá —lloró Sofía, enterrando la cara en el uniforme de su padre—. Solo queríamos ayudar.

—Estaban en problemas… —balbuceó Mía—. No podíamos dejar que la señora perdiera todo.

Victoria Estrada observaba la escena desde la consola. Su corazón latía tan fuerte que le dolían las costillas. Ocho mil millones de dólares acababan de ser salvados por dos niñas de diez años y un hombre que limpiaba los baños.

—Jaime… —dijo Victoria, su voz apenas un susurro.

Jaime se puso de pie rápidamente, poniendo a las niñas detrás de él, como protegiéndolas de un depredador. Volvió a bajar la cabeza, volviendo a ser el empleado invisible. —Lo siento mucho, señora Estrada. No volverá a pasar. Nos vamos ahora mismo. Por favor, no llame a la policía. Ellas solo son niñas, no sabían lo que hacían. Descuenteme los daños de mi finiquito, pero déjenas ir.

Victoria caminó hacia él. Jaime retrocedió un paso, esperando los gritos, el despido, la humillación. Pero Victoria se detuvo frente a él y, por primera vez en su vida profesional, sintió que sus rodillas temblaban.

—¿Despedirte? —Victoria negó con la cabeza, con lágrimas de incredulidad en los ojos—. Jaime… tus hijas acaban de salvar mi empresa. Acaban de salvar mi vida.

Jaime la miró, confundido. —Solo hicimos lo que había que hacer.

—¿Quién eres realmente? —preguntó Victoria, mirándolo fijamente—. Un conserje no sabe de algoritmos de fuerza bruta inversa. Un conserje no enseña a niñas de diez años a cazar gusanos cuánticos.

Jaime tragó saliva. El secreto que había guardado durante tres años amenazaba con salir a la luz. —Soy nadie, señora. Solo un padre que quiere llevar a sus hijas a casa.

Victoria miró a las niñas, que la observaban con ojos grandes y asustados, y luego a Jaime, un hombre que claramente era un genio escondido bajo un uniforme de poliéster barato. —No se van a ir a casa —dijo Victoria con firmeza—. No todavía.

—Señora, por favor… —Tengo hambre —dijo Victoria, secándose una lágrima rebelde con el dorso de la mano—. Y apuesto a que estas heroínas también. Jaime, te invito a cenar. Y no acepto un no por respuesta.

Capítulo 4: La Cena de la Verdad

El restaurante “Salvatore’s” en la colonia Roma no era el tipo de lugar que Victoria Estrada solía frecuentar. Ella era más de reservas exclusivas en Polanco, donde los platos tenían nombres en francés y las porciones eran microscópicas. Pero cuando les preguntó a las niñas qué querían comer, gritaron “¡Pasta!” al unísono, y Jaime sugirió tímidamente ese lugar.

Estaban sentados en una mesa de rincón con mantel a cuadros rojos y blancos. La escena era surrealista: la mujer más poderosa de México, vestida con un traje de diseñador de tres mil dólares (aunque arrugado y manchado de café), sentada frente a un conserje y dos niñas con uniformes escolares.

Las gemelas devoraban espagueti a la boloñesa como si no hubieran comido en días. Victoria apenas había tocado su vino, demasiado fascinada observando la dinámica familiar frente a ella.

—Entonces… —comenzó Victoria, rompiendo el hielo—, ¿es cierto que les da clases de programación en lugar de leerles cuentos?

Sofía se limpió la salsa de tomate de la boca con una servilleta de papel. —Papá dice que el código es el lenguaje del futuro. Los cuentos de hadas son bonitos, pero Python paga las cuentas.

Victoria soltó una carcajada genuina, algo que la sorprendió a ella misma. Jaime sonrió tímidamente, jugando con su tenedor. —Tienen una visión muy pragmática del mundo —dijo él.

—Tienen tu talento —respondió Victoria, clavando su mirada en él—. Jaime, investigué un poco mientras veníamos en el auto. Tu apellido me sonaba. Elena Chen.

Al escuchar el nombre, Jaime se congeló. El ruido del restaurante pareció desvanecerse. Las gemelas dejaron de comer y miraron a su padre con preocupación. —Ella era mi esposa —dijo Jaime, con voz ronca.

—La Dra. Elena Chen —continuó Victoria suavemente—. Pionera en redes neuronales. Fallecida hace tres años en un accidente automovilístico. Tú eras su socio de investigación. Jaime Carrillo, el criptógrafo que diseñó el “Protocolo Fortaleza” para el Banco de México.

Jaime asintió lentamente, sin levantar la vista de su plato. —Era. Tiempo pasado.

—¿Por qué? —preguntó Victoria. No era una pregunta acusatoria, era una súplica por entender—. ¿Por qué un genio como tú está trapeando mis pisos?

Jaime suspiró, un sonido largo y doloroso que parecía venir desde el fondo de su alma. —Porque el genio mató al esposo, Victoria.

Mía estiró su mano pequeña y tomó la mano callosa de su padre sobre la mesa. —No fue tu culpa, papá —susurró la niña.

—Sí lo fue, mi amor —dijo Jaime, mirándola con una tristeza infinita—. Esa noche… la noche del accidente. Yo estaba trabajando. Siempre estaba trabajando. Elena me llamó para que fuera a cenar. Era nuestro aniversario. Yo le dije “una hora más”. Solo necesitaba compilar un código más.

Victoria sintió un nudo en la garganta. Esa frase. “Una hora más”. Cuántas veces la había dicho ella misma.

—Ella decidió venir a buscarme para darme una sorpresa —continuó Jaime, con los ojos llenos de lágrimas—. Un conductor ebrio se pasó el alto en Insurgentes. Si yo hubiera llegado a casa a tiempo… si no hubiera estado tan obsesionado con ser el mejor, con el éxito, con el dinero… ella estaría aquí.

Jaime se secó los ojos bruscamente. —Después del funeral, no pude volver a tocar una computadora. Cada línea de código me recordaba a ella. Cada vez que veía una pantalla, veía el tiempo que le robé. Así que renuncié. Vendí la casa, el coche, todo. Necesitaba un trabajo donde no tuviera que pensar. Donde nadie esperara nada de mí. Limpiar pisos es honesto. Es simple. Y me permite estar con ellas todas las tardes.

Victoria se quedó en silencio. Por primera vez en años, vio su propia vida reflejada en los ojos de otra persona, pero con un resultado diferente. Jaime había elegido el amor, aunque fuera tarde, y el dolor lo había destrozado. Ella había elegido el trabajo, y el éxito la había dejado vacía.

—Yo también perdí a alguien —dijo Victoria suavemente. Jaime levantó la mirada. —¿Tu esposo?

—No, él solo se fue con otra porque yo nunca estaba. Perdí a mi padre. Murió de un infarto en su escritorio un martes por la noche. Yo estaba en una junta en Nueva York. No contesté su última llamada porque estaba cerrando un trato. —Victoria tomó un trago largo de vino—. Pensé que si construía este imperio, si me convertía en la “Victoria Estrada” que todos admiran, el sacrificio valdría la pena.

Miró a las niñas, que ahora compartían un postre, riendo entre ellas, ajenas al dolor de los adultos. —Pero hoy, cuando vi todo colapsar… me di cuenta de que no tengo a nadie a quien llamar. Nadie vendría a salvarme. Excepto ustedes.

Jaime la miró, realmente la miró, no como a la jefa intocable, sino como a una mujer herida. —No estás sola, Victoria. A veces se siente así, pero no lo estás.

—Jaime —Victoria se inclinó hacia adelante, con una intensidad nueva en sus ojos—. No puedo dejarte regresar a ese cuarto de limpieza. No después de hoy. Esas niñas tienen un don, y tú también. México necesita gente como tú. Yo te necesito.

Jaime se tensó. —No puedo volver a ese mundo, Victoria. La presión, las horas… no puedo hacerles eso a ellas otra vez.

—No será igual —prometió ella—. Tú pones las reglas. Horarios flexibles. Trabajas desde casa si quieres. Sales a las 3 PM para ir por ellas a la escuela. Pero por favor, no desperdicies lo que tienes. Elena… —Victoria dudó, pero lo dijo—, Elena no querría verte escondido detrás de una escoba. Ella querría que enseñaras a estas niñas a volar.

Jaime miró a Mía y a Sofía. Ellas lo miraban expectantes, con manchitas de chocolate en la cara. —Papá… —dijo Sofía—, extrañamos verte programar. Te brillan los ojos cuando lo haces. Como hoy.

Jaime sintió que el muro que había construido alrededor de su corazón empezaba a agrietarse. —Lo pensaré —dijo finalmente—. Solo lo pensaré.

Victoria sonrió. Una sonrisa real, cansada pero esperanzada. —Con eso me basta por hoy.

Cuando salieron del restaurante, la noche de la Ciudad de México era fresca. —Gracias por la cena, señorita Victoria —dijo Mía formalmente. —Dime Victoria, por favor. O Vic.

Jaime abrió la puerta trasera de su Tsuru para que las niñas subieran. Antes de entrar al asiento del conductor, se giró hacia Victoria. —Gracias. No por la comida… sino por vernos. La mayoría de la gente mira a través de mí como si fuera de cristal. Tú nos viste.

—Ustedes me salvaron, Jaime. Es lo menos que podía hacer.

Mientras veía el auto viejo alejarse, tosiendo humo gris, Victoria sacó su celular. Tenía un mensaje nuevo de un número desconocido. Era una foto. Las gemelas habían tomado una selfie con el teléfono de Jaime en el asiento trasero. Salían haciendo muecas divertidas y sostenían un papelito que decía: “Gracias Vic. P.D. Papá dice que eres lista”.

Victoria guardó la foto y, por primera vez en veinte años, no se fue a dormir pensando en el precio de las acciones. Se fue a dormir pensando en que tal vez, solo tal vez, no era demasiado tarde para empezar de nuevo.

Lo que ella no sabía era que la verdadera prueba apenas comenzaba. Porque el virus no había sido un accidente. Alguien había atacado a NexCore deliberadamente. Y ese alguien estaba observando muy de cerca, furioso porque un conserje y dos niñas habían arruinado su plan maestro.

PARTE 2

Capítulo 5: El Escándalo en Portada

Las semanas siguientes transcurrieron con un ritmo nuevo y extraño para Victoria. Los miércoles por la tarde se convirtieron en su momento sagrado. Jaime llegaba a la torre NexCore a las 5:00 PM en punto, con las gemelas y sus mochilas pesadas.

Oficialmente, Jaime era “Consultor Externo de Seguridad”. Extraoficialmente, era la única persona que hacía sonreír a Victoria.

Mientras Mía y Sofía hacían la tarea en la sala de juntas (o hackeaban la cafetera inteligente para que sirviera chocolate caliente en lugar de espresso), Jaime y Victoria trabajaban. Él revisaba el código base de la empresa, encontrando vulnerabilidades que equipos enteros habían pasado por alto. Ella lo observaba, fascinada no solo por su mente brillante, sino por la gentileza con la que movía las manos.

—Estás equivocado en la encriptación del servidor tres —le dijo Victoria una tarde, inclinándose sobre su hombro. —No lo creo —respondió Jaime sin mirar atrás, sonriendo—. Si usas el protocolo estándar, te tardas 0.4 segundos más. En un ataque masivo, eso es una eternidad. Mi método es más rápido.

—Tu método es… poco ortodoxo. —Mi método salvó tu trasero hace tres semanas, jefa.

Victoria se rió. El sonido rebotó en las paredes de cristal. Marcos, su asistente, pasó por el pasillo y casi se tropieza al escucharla. ¿Victoria Estrada riendo? Eso no pasaba desde el 2010.

Pero no todo era trabajo. Un sábado, Victoria apareció en el pequeño departamento de Jaime en la colonia Doctores. Era un edificio viejo, con la pintura descascarada y olor a garnachas de un puesto cercano. Cuando Jaime abrió la puerta, llevaba un delantal manchado de salsa verde.

—No me digas que el gran hacker también cocina —bromeó Victoria, entrando con una botella de vino tinto que costaba más que la renta mensual de ese lugar.

—Intento —dijo él, nervioso—. Pero las niñas dicen que mis enchiladas son “armas biológicas”.

Esa noche, sentada en un sofá hundido con resortes que se le clavaban en la espalda, Victoria se sintió más en casa que en su penthouse de Lomas de Chapultepec. Vio las fotos de Elena en la pared. Vio cómo Jaime miraba esas fotos con una mezcla de amor y dolor, y sintió una punzada de celos. No de la mujer muerta, sino de lo mucho que había sido amada.

—¿Lo has pensado? —le preguntó Victoria más tarde, mientras lavaban los platos juntos. Las niñas ya dormían.

—¿El puesto de Director de Seguridad? —Jaime secó un plato con cuidado—. Victoria, soy un conserje. No tengo trajes. No sé jugar golf. La gente de tu mundo me va a comer vivo.

—Déjalos que lo intenten. Se romperán los dientes —Victoria se giró hacia él, quedando peligrosamente cerca—. Te necesito, Jaime. Y no solo para arreglar computadoras.

El aire se volvió denso. Jaime dejó el plato. Sus miradas se encontraron y, por un segundo, el abismo de clase social, dinero y poder desapareció. Solo eran un hombre y una mujer, rotos y cansados, encontrando refugio el uno en el otro.

—Acepto —susurró él—. Pero con una condición. —La que quieras. —Los viernes salgo temprano. Es noche de películas con las gemelas. Y tú estás invitada.

Victoria sonrió. —Trato hecho.

Al día siguiente, Victoria anunció el nombramiento. La noticia corrió como pólvora en los pasillos de NexCore. Pero el verdadero problema no fue el nombramiento. Fue el chisme.

El viernes por la mañana, Victoria entró a la sala de juntas y encontró un ambiente fúnebre. Don Humberto, el presidente de la Junta Directiva, un hombre de 70 años que creía que las mujeres debían estar en la cocina o en revistas de moda, lanzó una revista sobre la mesa.

—Explícame esto, Victoria.

En la portada de una revista de chismes empresariales, había una foto granulada pero inconfundible. Eran Victoria y Jaime, saliendo del edificio de departamentos en la Doctores, riendo. El titular gritaba en letras amarillas: “LA REINA DE TECH Y EL INTENDENTE: ¿AMOR O LOCURA CORPORATIVA?”

—¿Es una broma? —preguntó Victoria, sintiendo que la sangre se le helaba.

—Lo que es una broma es nuestra reputación —gruñó Humberto—. Las acciones cayeron un 4% esta mañana. Los inversionistas están nerviosos. Dicen que has perdido el juicio. Que estás metiendo a tu “noviecito” de la limpieza en la seguridad de sus activos.

—Jaime Carrillo es un genio, Humberto. Él detuvo el ataque del mes pasado. —¡A nadie le importa si es Einstein reencarnado! —golpeó la mesa—. ¡Le importa la imagen! ¡Es un conserje, Victoria! ¡Limpia inodoros! ¿Qué confianza va a tener Wall Street si saben que nuestra seguridad depende de alguien que ayer sacaba la basura?

—No voy a despedirlo. —Entonces te despediremos a ti —dijo Humberto con frialdad—. Tienes hasta el lunes para arreglar esto. O él se va, o te vas tú. Y si te vas tú, te aseguro que nos encargaremos de que no vuelvas a trabajar ni en un cibercafé.

Capítulo 6: La Ruptura

Victoria salió de la junta temblando de rabia y miedo. El miedo era un viejo amigo que no visitaba desde hacía años. Miedo a perder el control. Miedo a volver a ser la niña que no tenía nada.

Se encerró en su oficina. No contestó las llamadas. A las 6:00 PM, la puerta se abrió. Era Jaime. Venía sonriendo, con las gemelas detrás de él. —¡Sorpresa! —gritó Mía—. Trajimos tacos de canasta para celebrar la primera semana oficial de papá.

Jaime notó la cara de Victoria al instante. La sonrisa se le borró. —¿Qué pasa? —preguntó, dejando la bolsa de tacos en el escritorio de caoba.

Victoria miró la bolsa de papel grasiento sobre sus documentos importantes. Una metáfora perfecta de lo que estaba pasando. Su mundo perfecto manchado por la realidad imperfecta de Jaime. El pánico se apoderó de ella. Y cuando Victoria Estrada entraba en pánico, atacaba.

—Tienen que irse —dijo, sin mirarlos a los ojos. —¿Qué? —Jaime dio un paso adelante—. Victoria, ¿estás bien? ¿Pasó algo con el sistema?

—No es el sistema, Jaime. Eres tú. —Victoria se puso de pie, armando sus muros defensivos ladrillo por ladrillo—. Esto fue un error. Todo esto.

—¿De qué hablas? —De contratarte. De… esto —señaló entre ellos dos con desprecio—. La Junta Directiva está furiosa. Las acciones están cayendo. Me he convertido en el hazmerreír de la industria por andar jugando a la casita contigo.

Jaime palideció. Las niñas, que estaban sacando los refrescos, se quedaron inmóviles. —Pensé que no te importaba lo que dijeran —dijo Jaime en voz baja.

—¡Pues me importa! —gritó ella—. ¡Me costó veinte años construir esta empresa! No voy a dejar que se hunda por un capricho romántico con un empleado de mantenimiento.

—No soy un capricho —la voz de Jaime tembló, pero se mantuvo firme—. Y soy más que un empleado de mantenimiento. Pensé que tú lo sabías.

—¿Ah, sí? —Victoria soltó la bomba, sabiendo que haría daño, queriendo hacer daño para que se fueran y la dejaran salvar su barco—. Mírate, Jaime. Sigues viviendo en el pasado, llorando por una esposa muerta, escondiéndote en tu mediocridad. Te di una oportunidad y mira el desastre que causaste. Eres un pasivo para esta empresa. Una carga.

El silencio que siguió fue terrible. Fue el sonido de algo frágil rompiéndose para siempre. Mía soltó el refresco que tenía en la mano. La botella cayó al suelo y rodó por la alfombra.

Jaime la miró con una expresión que Victoria no olvidaría jamás. No era odio. Era decepción. Pura y devastadora decepción. —Vámonos, niñas —dijo él, con voz muerta.

—Pero papá… —comenzó Sofía, con los ojos llenos de lágrimas. —¡Dije que nos vamos! —Jaime agarró las mochilas y tomó a sus hijas de las manos.

En la puerta, se detuvo y miró a Victoria una última vez. —Tienes razón en una cosa, Victoria. Soy pobre. Limpio basura. Pero al menos no estoy vacío por dentro. Quédate con tu empresa. Ojalá te abrace por las noches.

Salieron.

Victoria se quedó sola. El olor a tacos de canasta llenaba la oficina, mezclándose con el aire frío. Se dejó caer en su silla y miró por la ventana. Había salvado su puesto. Humberto estaría contento. Entonces, vio algo en el suelo, junto a donde había caído el refresco. Era una hoja de cuaderno arrancada. Mía debió dejarla caer.

Victoria la recogió con manos temblorosas. Era un dibujo hecho con crayones. Eran cuatro figuras de palitos. Una tenía el pelo largo y negro (Mía), otra lentes (Sofía), uno alto (Jaime) y otra mujer con un traje azul y una corona (Victoria). Debajo, con letra infantil, decía: “Papá dice que estás triste porque extrañas a tu papá. Nosotros te prestamos al nuestro. Él tiene mucho amor, le sobra. Bienvenida a la familia, Vic.”

Victoria leyó la nota una vez. Dos veces. El grito que soltó no fue de furia. Fue de dolor. Un aullido desgarrador que salió de su pecho, rompiendo la presa que había contenido durante dos décadas. Arrancó la revista de la mesa y la lanzó contra la pared. Tiró su computadora. Se había protegido a sí misma. Había ganado. Y al hacerlo, acababa de perder lo único real que había tenido en su vida.

Esa noche, Victoria no durmió. Se quedó sentada en el suelo de su oficina, abrazada a la hoja de cuaderno, mientras la ciudad de México dormía ajena a su miseria. Pero el destino aún no había terminado con ella. Porque mientras Victoria lloraba, en un rascacielos al otro lado de la ciudad, en las oficinas de Titan Corp, el rival más grande de NexCore, un hombre sonreía mirando las noticias.

—Perfecto —dijo Ricardo Vance, el CEO de Titan Corp, apagando su cigarro—. La Loba está herida y sola. Es hora de atacar. Y esta vez, no dejaremos ni las migajas.

PARTE 2 (Continuación)

Capítulo 7: La Caída y la Redención en el Parque México

El lunes llegó como un verdugo. Victoria apenas había dormido diez horas en todo el fin de semana. Sus ojos tenían ojeras tan profundas que ni el corrector más caro podía ocultar. Entró a NexCore esperando su renuncia, pero lo que encontró fue la guerra.

—¡Nos están matando, Victoria! —gritó Marcos, su asistente, corriendo hacia ella con una tablet en la mano.

En la pantalla, las noticias financieras anunciaban el apocalipsis: “Titan Corp lanza Oferta Pública de Adquisición Hostil por NexCore. Ofrecen comprar acciones al 40% de su valor ante la inestabilidad de la empresa”.

Ricardo Vance no había perdido el tiempo. Estaba usando el escándalo de la revista y la debilidad percibida de Victoria para comprar su empresa a precio de remate, desmembrarla y venderla por partes.

—Diles que no vendemos —dijo Victoria, caminando hacia su oficina.

—¡Los accionistas están en pánico! —insistió Marcos—. Con el rumor de que nuestra seguridad está comprometida por… bueno, por tu vida personal, creen que Titan es la única salvación. Tenemos 72 horas antes de la votación. Si no demostramos que somos invulnerables, perderás la empresa el jueves.

Victoria se sentó en su silla. Miró el dibujo de las gemelas que había pegado con cinta adhesiva en su monitor. Necesitaba a Jaime. No solo porque era el mejor ingeniero de seguridad del hemisferio, sino porque sin él, la lucha no tenía sentido. ¿De qué servía salvar el reino si la reina estaba muerta por dentro?

Tomó su celular. Escribió y borró el mensaje diez veces. Finalmente, envió: “Me equivoqué. En todo. Te necesito. No a tu cerebro, te necesito a ti. Estoy en la banca frente a la fuente del Parque México. Esperaré hasta que oscurezca. Por favor.”

Pasaron dos horas. Victoria estaba sentada en una banca de hierro forjado en la colonia Condesa, viendo pasar a la gente paseando perros y comiendo helados. Se sentía pequeña. Vulnerable.

A las 5:45 PM, una sombra cubrió el sol. Jaime estaba parado frente a ella. Llevaba una chamarra de mezclilla gastada y las manos en los bolsillos. Se veía cansado, más delgado que la última vez.

—Hola —dijo él, seco. —Viniste —Victoria se puso de pie, alisándose el pantalón de vestir, sintiéndose ridículamente nerviosa.

—Leí las noticias. Titan Corp va por tu cabeza. Supuse que me llamarías para que arreglara tu desastre otra vez.

La frialdad en su voz dolió más que cualquier golpe. —No te llamé para que arregles la empresa, Jaime. Te llamé para pedirte perdón.

Jaime soltó una risa amarga y miró hacia los árboles. —¿Perdón? ¿Por decirme que soy un mediocre? ¿Por llamar a mis hijas un error? ¿Por usar el recuerdo de mi esposa muerta para lastimarme?

—Sí. Por todo eso. —Victoria dio un paso hacia él, con los ojos llenos de lágrimas—. Tenía miedo, Jaime. Pánico. Toda mi vida he aprendido que si dejo que alguien se acerque, me lastiman o se van. Así que ataqué primero. Es lo que hago. Es mi mecanismo de defensa. Pero cuando te fuiste… cuando vi el dibujo de Mía…

Victoria sacó el papel arrugado de su bolso y se lo mostró. —Me di cuenta de que prefiero perder la empresa mil veces antes que perder esto. Prefiero ser la “loca” que sale con el conserje, a ser la CEO exitosa que cena sola todas las noches.

Jaime miró el dibujo. Su mandíbula se tensó, luchando contra sus propias emociones. —Elena me dejó una carta —dijo él de repente, cambiando el tema.

Victoria parpadeó, confundida. —¿Qué?

Jaime sacó un sobre amarillento de su bolsillo interior. —La escribió meses antes del accidente. “Por si acaso”, decía ella. No pude abrirla durante dos años. La leí la noche que me corriste de tu oficina.

Jaime desdobló el papel con cuidado, como si fuera un artefacto sagrado. —Dice: “Jaime, si estás leyendo esto, es porque ya no estoy. Y conociéndote, te estarás culpando. Deja de hacerlo. No fue tu culpa. Lo único que te pido es que no te mueras conmigo. Tienes un corazón demasiado grande para enterrarlo. Ama de nuevo. Encuentra a alguien que te desafíe, que te haga enojar y que te haga reír. Que nuestras hijas vean a su padre feliz. Esa será mi mayor victoria.”

Jaime levantó la vista. Sus ojos estaban rojos. —Tú me desafías, Victoria. Dios sabe que me haces enojar. Y me haces reír.

—Jaime… —Victoria sintió que el aire le faltaba.

—Tenía miedo de traicionarla —confesó él—. Sentía que si te amaba a ti, la olvidaba a ella. Pero ella quería esto. Quería que viviéramos.

—Yo también te amo —soltó Victoria. Las palabras salieron atropelladas, urgentes—. Estoy enamorada de ti, Jaime Carrillo. Y de tus hijas genio. Y de tus enchiladas horribles. Y si me das otra oportunidad, te juro que pasaré el resto de mi vida demostrándote que no soy el monstruo que fui el viernes.

Jaime la miró durante un largo minuto. El ruido del parque pareció desaparecer. —Las niñas están en el coche —dijo finalmente—. No quisieron quedarse en casa. Dijeron que si no te perdonaba yo, te perdonarían ellas y se mudarían a tu oficina.

Victoria soltó una carcajada entre lágrimas. —Son unas negociadoras duras.

—Entonces… —Jaime extendió su mano—. ¿Tenemos una empresa que salvar?

Victoria tomó su mano. Estaba caliente, áspera y fuerte. —Tenemos una familia que salvar. La empresa es solo un extra.

Jaime sonrió, esa sonrisa que iluminaba su rostro cansado. —Pues vamos. Porque Ricardo Vance es un idiota, y tengo unas ganas tremendas de patearle el trasero digitalmente.

Capítulo 8: La Batalla Final y el Nuevo Comienzo

El regreso de Jaime a NexCore fue legendario. No entró por la puerta de servicio. Entró por la puerta principal, de la mano de Victoria, con Mía y Sofía flanqueándolos como guardaespaldas en miniatura.

Subieron al piso 45. Marcos y Raquel los esperaban. —¿Cuál es el plan? —preguntó Raquel, mirando a Jaime con respeto absoluto.

Jaime se quitó la chamarra de mezclilla, se arremangó la camisa y se sentó en la terminal principal. —Titan Corp va a lanzar un ataque final esta noche. Un ataque de Denegación de Servicio (DDoS) masivo para colapsar los servidores justo antes de la votación de mañana. Quieren demostrar que NexCore es insegura.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Marcos. —Porque yo escribí el código base que Titan usa para sus pruebas de penetración hace diez años, cuando era consultor externo —dijo Jaime con una sonrisa maliciosa—. Vance es predecible. Usa mis viejos trucos.

—Mía, Sofía —ordenó Jaime—. Quiero que monitoreen los puertos de entrada 80 y 443. Si ven algo que no sea tráfico orgánico, lo desvían a la “Caja de Arena”. —Entendido, Comandante Papá —dijeron las gemelas, abriendo sus laptops y conectándose a la red.

La noche cayó. La tensión en la oficina era palpable. Pidieron pizzas. Victoria, que solía prohibir comer en la sala de juntas, estaba sentada en el suelo con una rebanada de pepperoni, observando a su equipo, a su familia, prepararse para la guerra.

A las 11:00 PM, el ataque comenzó. Las pantallas se llenaron de alertas rojas. Millones de solicitudes falsas bombardeaban los servidores de NexCore, intentando ahogarlos.

—¡Son bots de Rusia y China! —gritó Raquel—. ¡El tráfico subió un 5000% en tres segundos!

—¡Aguanten! —gritó Jaime, sus dedos volando sobre el teclado—. Dejen que entren un poco más.

—¡Jaime, los servidores están al 90% de capacidad! —advirtió Victoria, viendo las gráficas—. Si caemos ahora, Vance gana.

—Confía en mí —dijo él, sin mirarla. Victoria respiró hondo. Confianza. De eso se trataba todo esto. —Confío en ti.

—¡Ahora! —gritó Jaime.

Mía y Sofía ejecutaron un comando simultáneo. En lugar de bloquear el ataque, NexCore lo “reflejó”. Jaime había creado un bucle espejo. Todo el tráfico basura que Titan Corp enviaba, rebotaba en los servidores de NexCore y regresaba amplificado a su origen.

En las oficinas de Titan Corp, al otro lado de la ciudad, las pantallas de Ricardo Vance se pusieron negras. Su propio ataque se había comido sus sistemas. En NexCore, las alertas rojas desaparecieron. El sistema estaba estable.

—¡Boom! —gritó Sofía—. ¡Eso se llama “Efecto Boomerang”, tontos!

Cinco minutos después, el teléfono de Victoria sonó. Era Ricardo Vance. Victoria puso el altavoz. —¿Victoria? —la voz de Vance temblaba—. Tenemos… tenemos un problema técnico. Retiramos la oferta de compra. Solo… por favor, detengan el rebote. Nos están quemando los servidores.

Victoria miró a Jaime. Él asintió y presionó una tecla. El ataque cesó. —Ricardo —dijo Victoria con una voz suave y letal—, si vuelves a mirar a mi empresa, o a mi familia, no solo te quemaré los servidores. Publicaré el registro de auditoría que demuestra que ordenaste un ciberataque ilegal. ¿Entendido?

—Entendido —susurró Vance y colgó.

La sala de juntas estalló en gritos y aplausos. Marcos abrazó a Raquel. Las gemelas empezaron a bailar una danza de la victoria extraña que habían inventado. Victoria se acercó a Jaime. Él se levantó de la silla, sudoroso y exhausto. No dijeron nada. Victoria lo tomó de la cara y lo besó. Fue un beso largo, profundo, frente a todos sus empleados, frente a las gemelas que hacían ruidos de “iuuug”.

—Gracias —le susurró ella contra sus labios. —De nada, jefa.


Epílogo: Seis Meses Después

La boda no fue en un salón exclusivo de Polanco. Fue en un jardín en Coyoacán, lleno de flores de cempasúchil y papel picado, porque a Jaime le encantaban las tradiciones y a Victoria le encantaba verlo feliz.

Victoria llevaba un vestido blanco sencillo, nada de alta costura rígida. Jaime usaba un traje azul que Victoria le había ayudado a escoger (y que le quedaba espectacular). Las gemelas, vestidas de damas de honor con Converse morados bajo los vestidos, llevaron los anillos.

—Yo, Victoria, te tomo a ti, Jaime —dijo ella, con la voz quebrada por la emoción—, no solo como mi esposo, sino como mi ancla. Prometo que nunca más pondré el trabajo antes que a nosotros. Prometo aprender a cocinar algo que no sea cereal. Y prometo amar a nuestras hijas como si hubieran nacido de mí.

Jaime le limpió una lágrima de la mejilla. —Yo, Jaime, te tomo a ti, Victoria. Prometo recordarte que eres humana cuando te pongas en modo robot. Prometo enseñarte Python aunque te desesperes. Y prometo que Elena, desde donde esté, está sonriendo al vernos, porque sabe que su familia está completa otra vez.

Cuando el juez los declaró marido y mujer, un mariachi entró tocando “Si nos dejan”. La fiesta fue un caos hermoso. Tacos al pastor, baile, risas. Victoria bailó con Mía y Sofía hasta que le dolieron los pies.

Más tarde, mientras la fiesta seguía, Victoria y Jaime se escaparon a un rincón del jardín. —¿Te arrepientes? —preguntó Jaime, abrazándola por la cintura—. De dejar de ser la CEO intocable para ser la madrastra de dos hackers y esposa de un ex-conserje.

Victoria miró hacia la pista de baile, donde las niñas intentaban enseñar a Marcos a bailar cumbia. —Jaime, pasé veinte años construyendo un imperio de dinero. Era frío y solitario. Tú y las niñas me dieron un imperio de verdad.

Sacó su celular. De fondo de pantalla ya no tenía el logo de NexCore. Tenía la selfie borrosa que se habían tomado en el coche el día de la primera cena, junto a una foto nueva de los cuatro en la boda.

—Además —añadió Victoria con una sonrisa pícara—, las gemelas hackearon la lista de regalos de bodas y creo que nos regalaron un viaje a Disneylandia usando los puntos de tarjeta de crédito de Vance.

Jaime soltó una carcajada. —Dios nos ayude. Van a dominar el mundo.

—Ya lo hicieron, Jaime —dijo Victoria, recargando la cabeza en su hombro—. Ya dominaron el mío.

Y así, bajo el cielo estrellado de la Ciudad de México, la mujer que lo tenía todo y lo perdió, descubrió que perderlo fue lo mejor que le pudo haber pasado. Porque a veces, para encontrar tu verdadero destino, primero tienes que dejar que un par de niñas y un conserje te enseñen a reiniciar el sistema.

(FIN)

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