EL SILENCIO DE LAS LOMAS: CÓMO UNA NIÑA DE DOS AÑOS Y UN PLATO DE PAPAS FRITAS SALVARON AL MILLONARIO MÁS SOLITARIO DE MÉXICO

PARTE 1

CAPÍTULO 1: LA GEOMETRÍA DEL DOLOR

Para Eduardo Montero, el mundo no se medía en luces ni sombras, sino en pasos, texturas y ecos.

Durante dos mil quinientos cincuenta y cinco días, su despertar fue una coreografía macabra de precisión militar. A las 6:00 AM, sus párpados se abrían ante una oscuridad que ya no distinguía si era de noche o de día. No necesitaba ver el reloj; el ritmo biológico de su angustia era más puntual que cualquier maquinaria suiza.

Extendía la mano derecha sobre las sábanas de hilo egipcio de mil hilos. Frías. Siempre frías.

El lado izquierdo de la cama King Size permanecía impecable, estirado, vacío. Al principio, tras el accidente, Eduardo solía rodar hacia ese lado y hundir la cara en la almohada buscando el rastro del perfume de Bety, una mezcla de vainilla y jazmín que ella usaba. Pero habían pasado siete años. El olor se había ido, devorado por el detergente industrial de la lavandería y el paso inexorable del tiempo. Ahora, ese espacio vacío era solo un abismo de colchón que le recordaba, cada mañana, que seguía vivo cuando no debería estarlo.

—Doce pasos —murmuró para sí mismo, bajando los pies descalzos sobre el mármol helado de su habitación en Lomas de Chapultepec.

Caminó. Uno, dos, tres… Sus pies conocían cada veta del suelo. Doce pasos hasta el marco del baño. Giro de noventa grados a la izquierda. Tres pasos hasta el lavabo.

Su ceguera no era de nacimiento. Era el castigo. El precio.

Siete años atrás, Eduardo era el rey del imperio textil en México. Montero Fabrics vestía desde a los políticos más influyentes hasta a las estrellas de telenovelas. Tenía el mundo en sus manos, una esposa embarazada de cinco meses y una soberbia que le hacía creerse invencible. Aquella noche lluviosa en la carretera México-Toluca, Bety le pidió que parara, que la lluvia era demasiado fuerte, que el asfalto estaba traicionero. Él se rió. “Tengo el mejor auto del mercado, amor, no pasa nada”.

Pero pasó. Un tráiler sin frenos, un derrape, el sonido del metal retorciéndose y luego… la oscuridad absoluta.

Cuando despertó en el hospital ABC, no había luz. Solo la voz quebrada de su hermana Renata diciéndole que había sobrevivido. Solo él. Bety se había ido. Y con ella, “Teo”, el bebé que ni siquiera llegó a respirar.

Desde entonces, Eduardo se convirtió en un fantasma en su propia mansión.

Se metió a la ducha. Agua hirviendo. Necesitaba sentir algo, aunque fuera dolor físico, para contrarrestar el entumecimiento de su alma. Se rasuró de memoria, pasando la navaja con una destreza que aterraba a las empleadas que lo veían ocasionalmente. Se vistió con el traje que Don Augusto, su mayordomo y única sombra fiel, le había dejado preparado: casimir inglés, camisa almidonada, corbata de seda.

Bajó las escaleras. Veintitrés escalones. La mano izquierda rozando la caoba del barandal, la derecha apretando el bastón blanco que odiaba con toda su fuerza.

—Buenos días, Don Eduardo —la voz de Augusto sonó al pie de la escalera, grave y ceremoniosa.

—Buenos días —respondió Eduardo. Su voz sonaba a grava, oxidada por el desuso.

El desayuno fue el mismo de siempre. Café negro sin azúcar, pan tostado, fruta picada que no probó. La mansión estaba en un silencio sepulcral. Eduardo había prohibido la música, la radio, incluso el ruido excesivo de la aspiradora cuando él estaba presente. Vivía en un mausoleo acústico donde el único sonido permitido era el de sus propios pensamientos tortuosos.

—Señor —carraspeó Augusto—, la señorita Renata llamó. Pregunta si revisó los contratos de la fusión con el Grupo Carso.

—Dile que los leí ayer con el sintetizador de voz. Están mal redactados. Que despida al abogado junior y lo haga ella misma.

—Como usted diga, señor.

Eduardo se levantó. A las 7:30 AM entraba en su despacho. Allí, rodeado de tecnología de asistencia, gobernaba su imperio sin ver una sola tela, sin mirar a los ojos a nadie, tomando decisiones frías que generaban millones de pesos pero que no le daban ni un gramo de satisfacción.

El día transcurrió como una copia idéntica de los dos mil quinientos anteriores. Hasta que llegaron las 7:00 PM.

La hora maldita. La hora de la cena.

El comedor principal de la mansión Montero era un salón cavernoso diseñado para banquetes de embajadores. Una mesa kilométrica presidía el centro. Eduardo se sentó a la cabecera. Augusto le sirvió la cena: Puntas de filete al chipotle (sin picante, por la gastritis nerviosa) y verduras al vapor.

Eduardo tomó los cubiertos. El metal estaba frío. Empezó a cortar la carne, escuchando el chirrido leve del cuchillo contra la porcelana de Talavera.

Scraaaatch.

Se detuvo.

Ese no había sido el cuchillo.

Eduardo ladeó la cabeza, afinando el oído como un animal de presa. En su casa, a esta hora, el servicio tenía instrucciones estrictas de desaparecer. Augusto se retiraba a la cocina. Las recámaras de arriba estaban vacías.

Pero ahí estaba de nuevo.

Tap, tap, tap.

Pasos. Pero no pasos normales. Eran pasos rápidos, ligeros, erráticos. Pasos de algo pequeño que corría con suelas de goma sobre el mármol pulido.

El corazón de Eduardo, que llevaba años latiendo a un ritmo lento y depresivo, dio un vuelco violento. ¿Un animal? Imposible, odiaba las mascotas. ¿Un intruso?

—¿Augusto? —llamó, pero su voz salió estrangulada.

El sonido se acercó. Se detuvo justo a su derecha. Eduardo podía escuchar una respiración agitada, rápida, como la de alguien que acaba de hacer una travesura. Olía a… ¿jabón de fresa? Y a humedad de lluvia.

Luego, el sonido de la silla de madera maciza a su derecha siendo arrastrada con un esfuerzo titánico.

Raaaaaasss.

Eduardo apretó el cuchillo hasta que los nudillos se le pusieron blancos. No podía ver, y eso lo aterraba. Sintió una vibración en la mesa. Alguien estaba trepando.

—¡Uff! —exclamó una voz.

No era una voz de amenaza. Era una voz aguda, cristalina, con esa ‘R’ arrastrada típica de los niños pequeños que apenas aprenden a hablar.

Eduardo se quedó petrificado, con el tenedor a medio camino de la boca. Giró la cabeza hacia la derecha, sus lentes oscuros enfrentando el vacío donde suponía que estaba la intrusa.

—¿Quién está ahí? —preguntó, intentando sonar autoritario, pero sonando solo desconcertado.

Hubo un silencio breve, evaluador. Y entonces, la voz soltó la bomba.

—¿Estás solito?

CAPÍTULO 2: LA INTRUSA DE LOS TENIS DE LUCES

La pregunta flotó en el aire viciado del comedor como una pluma cayendo en cámara lenta.

¿Estás solito?

Nadie, en siete años, le había hecho esa pregunta. Los socios le preguntaban por las acciones. Renata le preguntaba por su salud mental con un tono condescendiente. Augusto le preguntaba si deseaba más café. Pero nadie le había preguntado por su soledad.

Eduardo bajó el tenedor lentamente.

—¿Quién eres? —repitió, ignorando la pregunta que le había escocido el alma.

—Soy Clara —respondió la niña con una naturalidad aplastante—. Tengo dos años… y medio. Casi tres.

—¿Clara? —Eduardo frunció el ceño. Repasó mentalmente la lista de sus sobrinos, nietos de primos lejanos. No había ninguna Clara—. ¿Cómo entraste aquí? ¿Dónde están tus padres?

—Mi mamá está lavando lo sucio en la cocina. Yo me escapé —susurró ella, como si le estuviera confiando un secreto de estado—. Es que olía a comida rica. Y tú estás muy solito. Eso es feo. Mi abuela dice que comer solo hace que te duela la panza.

Eduardo sintió una opresión en el pecho. La lógica infantil era inatacable.

—Bájate de ahí ahora mismo —ordenó él, recuperando su tono de “Patrón”—. Esto no es un juego. ¡Augusto!

Pero antes de que pudiera gritar más fuerte, escuchó el sonido de unos tacones baratos corriendo desesperados desde el pasillo de servicio.

—¡Clara! ¡Virgen Santísima! ¡Clara, bájate de ahí!

Una mujer irrumpió en el comedor jadeando. El olor a cloro y detergente barato inundó la esfera personal de Eduardo, rompiendo la asepsia de su mundo.

—¡Ay, perdóneme, Don Eduardo! ¡Perdóneme, por favor! —la voz de la mujer temblaba de puro pánico—. Estaba limpiando la estufa y… la puerta se quedó abierta un segundo… ella nunca hace esto, se lo juro. ¡Clara, ven acá ahorita mismo! ¡Vas a ver cómo te va a ir!

Eduardo escuchó cómo la mujer intentaba agarrar a la niña, pero la pequeña se aferró a la mesa.

—¡No, mamá! —chilló Clara—. ¡Estoy cenando con el señor!

—¡Qué cenando ni qué nada, chamaca irrespetuosa! ¡Vámonos! Señor, discúlpeme, soy Juana, la nueva de la limpieza de la noche… por favor, no me despida, necesito la chamba, le juro que no vuelve a pasar.

La desesperación en la voz de Juana era palpable. Eduardo conocía ese tono. Era el tono de la gente que vive al día, que cuenta los pesos para el pesero, que teme que un error signifique no comer la próxima semana. Era un tono que él había olvidado en su torre de marfil.

—¡Clara! —insistió Juana, tirando de la niña.

La niña empezó a llorar, un llanto sentido, de indignación pura.

—¡Pero él está triste! —gritó Clara entre sollozos—. ¡Tiene los ojos tapados y está triste!

El comedor quedó en silencio de golpe. Juana se congeló, horrorizada por la imprudencia de su hija. El reloj de péndulo marcó las 7:15 PM.

Eduardo se llevó la mano a los lentes oscuros. Tiene los ojos tapados y está triste. La brutal honestidad de la infancia.

—Suéltela —dijo Eduardo. Su voz fue baja, pero retumbó en las paredes altas.

—Señor, de verdad, yo me la llevo y…

—Dije que la sueltes, Juana.

Juana soltó el brazo de su hija, retrocediendo un paso, esperando el despido fulminante. Esperando los gritos.

Eduardo giró el rostro hacia donde escuchaba los sollozos de la niña.

—Dices que tienes dos años y medio, Clara.

El llanto se detuvo abruptamente, reemplazado por un sorbido de nariz.

—Sí. Y tengo unos tenis que prenden luces, pero ahorita no prenden porque se les acabó la pila.

Una comisura de la boca de Eduardo se crispó. Luchó contra ella, pero perdió. Fue una sonrisa infinitesimal, la primera en mucho tiempo.

—Ya veo. O sea, tus tenis también están a oscuras, como yo.

Clara se quedó pensando un momento.

—Sí. Pero si les cambias la pila, vuelven a brillar. A lo mejor tú también necesitas pilas nuevas.

Eduardo sintió un golpe seco en el estómago. Pilas nuevas.

—Augusto —llamó, sin levantar la voz. El mayordomo apareció de inmediato, como si hubiera estado escuchando detrás de la puerta (lo cual, probablemente, era cierto).

—¿Señor?

—Pon un lugar para la señorita Clara.

El silencio de Juana fue ensordecedor.

—Señor… no es necesario, ella ya comió un sándwich… —balbuceó la madre.

—Juana —la interrumpió Eduardo con suavidad—, siéntese usted también. A su izquierda.

—Pero… mi uniforme… no puedo sentarme en la mesa principal.

—Es mi mesa, y yo decido quién se sienta. Además… Clara tiene razón.

Eduardo buscó a tientas su copa de agua y tomó un sorbo para aclarar el nudo en su garganta.

—Nadie debería cenar solo. Es malo para la panza.

Esa noche, la cena protocolaria se fue al diablo. Augusto tuvo que improvisar. No había menú infantil, así que trajo papas a la francesa que el chef preparó a regañadientes y un jugo de naranja recién exprimido.

Eduardo, que solía comer en diez minutos y retirarse, pasó una hora en la mesa. Escuchó a Clara describir con lujo de detalle (y poca coherencia) su día en la guardería, cómo un niño llamado Iker le había robado su crayola azul y cómo un perro en la calle le había ladrado.

Juana apenas probó bocado, tensa, vigilando cada movimiento de su hija para que no manchara el mantel de lino belga. Pero observaba a su patrón. Veía cómo ese hombre, del que decían en la cocina que era un ogro sin corazón, inclinaba la cabeza para escuchar mejor a la niña. Veía cómo, cuando Clara le preguntó “¿Por qué no te quitas los lentes?”, él no se enojó.

—Porque mis ojos no sirven, Clara —dijo él.

—¿Están rotos? —preguntó ella con la boca llena de papa.

—Sí, muy rotos.

—Mi mamá arregla todo —dijo Clara señalando a Juana—. El otro día arregló el control de la tele con cinta. A lo mejor te puede poner cinta en los ojos.

Eduardo soltó una carcajada. Fue un sonido extraño, ronco, que pareció sorprenderlo a él mismo más que a nadie. Augusto, desde la esquina del comedor, se limpió disimuladamente una lágrima. Hacía siete años que no escuchaba ese sonido en la casa.

Cuando terminaron, Juana se levantó rápidamente.

—Muchas gracias, señor. De verdad. No sé qué decir. Vámonos, Clara. Dile gracias al señor Eduardo.

Clara se bajó de la silla de un salto (haciendo sonar el golpe contra el piso) y corrió hacia Eduardo. Antes de que él pudiera reaccionar, sintió unas manitas pequeñas y pegajosas de grasa de papa agarrándole la mano derecha.

—Gracias, señor Dudu —dijo ella.

—¿Dudu? —repitió él, atónito.

—Eduardo es muy largo. Dudu es mejor. Buenas noches, Dudu. Mañana te traigo una pila para tus ojos.

Juana casi se desmaya de la vergüenza, tomó a la niña en brazos y salió corriendo hacia la cocina.

Eduardo se quedó solo de nuevo en el inmenso comedor. Pero algo había cambiado. El silencio ya no era espeso y frío. Ahora, el aire olía ligeramente a papas fritas y a shampoo de fresa.

Levantó la mano derecha y se tocó los dedos donde la niña lo había agarrado. Todavía sentía el calor de su tacto.

—Dudu —susurró en la oscuridad.

Esa noche, por primera vez en siete años, Eduardo Montero no necesitó pastillas para dormir. Pero no sabía que esa pequeña cena era solo el comienzo. Al día siguiente, Renata llegaría de visita sorpresa, y al encontrar rastros de una niña en la inmaculada mansión, se desataría el infierno.

La guerra por la soledad de Eduardo apenas comenzaba.

CAPÍTULO 3: COLORES EN LA OSCURIDAD

Clara cumplió su promesa. Volvió.

Al día siguiente, a las 6:55 PM, Eduardo ya estaba sentado en la cabecera de la mesa. Augusto lo notó, pero tuvo la discreción de no comentar nada sobre el hecho de que el patrón había bajado cinco minutos antes, ni que se había ajustado el nudo de la corbata tres veces frente al espejo del pasillo.

—Augusto —llamó Eduardo, tamborileando los dedos sobre la madera.

—Dígame, señor.

—¿El menú de hoy es adecuado para… bueno, para una visita?

—El chef preparó salmón a las finas hierbas, señor. Pero me tomé la libertad de pedirle que tuviera listas unas milanesas de pollo empanizadas y puré de papa. Por si acaso.

Eduardo asintió, agradecido en silencio.

A las siete en punto, el sonido de los pasitos regresó. Esta vez no hubo sigilo.

—¡Dudu! ¡Llegué!

La voz de Clara retumbó en el comedor como una campanada de alegría. Eduardo sintió que los hombros, tensos desde hacía años, se le relajaban de golpe.

—Buenas noches, Clara —dijo él, girando el rostro hacia el sonido.

—Traje la pila —anunció ella, subiéndose a la silla con la pericia de quien escala el Everest—. Bueno, no es una pila de verdad. Mi mamá dijo que no puedo quitarle las pilas al control remoto. Pero te traje esto.

Eduardo sintió que le ponían algo pequeño y frío en la mano. Lo palpó. Era redondo, liso, de plástico duro.

—¿Qué es?

—Es un ojo de mi muñeca vieja. Se le cayó. A lo mejor te sirve.

Eduardo soltó una risa breve. La inocencia era un bálsamo brutal.

—Gracias, Clara. Lo guardaré con mucho cuidado.

Juana apareció en el umbral, con el uniforme impecable y la mirada baja, apenada pero resignada. Había intentado dejar a Clara en casa de una vecina, pero la niña había llorado hasta casi vomitar, insistiendo en que “su amigo Dudu” la esperaba.

—Buenas noches, Don Eduardo. Disculpe la molestia otra vez…

—Siéntese, Juana —la cortó él amablemente—. Y por favor, deje de disculparse. Su hija es la única persona que se atreve a hablarme sin tratarme como si fuera de cristal.

Esa semana, la mansión de Lomas de Chapultepec sufrió una transformación invisible para los ojos, pero estrepitosa para el alma.

El silencio sepulcral fue sustituido por preguntas constantes. “¿Por qué tu casa es tan grande si vives solo?”, “¿Por qué tienes tantos tenedores?”, “¿A qué huelen las nubes?”.

Eduardo, que llevaba años respondiendo solo con monosílabos a ejecutivos agresivos, se descubrió a sí mismo explicando con paciencia infinita cómo funcionaba la lluvia o por qué los aviones volaban.

Pero lo más impactante ocurrió el jueves.

Estaban en la sala de estar después de cenar. Eduardo había permitido que Clara se quedara un rato más mientras Juana terminaba de limpiar la platería.

—Dudu, ¿tú sabes de qué color es mi vestido hoy? —preguntó la niña.

—No, pequeña. No lo sé.

—Es amarillo. Como el sol. Y tiene flores rosas.

—Debe ser muy bonito.

Clara se acercó a él. Eduardo sintió su presencia junto a su rodilla.

—Yo puedo ser tus ojos, ¿quieres?

Eduardo se quedó inmóvil.

—¿Cómo harías eso?

—Pues te cuento todo. Mira… —Clara tomó la mano grande y callosa de Eduardo y la puso sobre la tela de su vestido—. Toca. Es suavecito. Aquí hay una flor.

Eduardo deslizó los dedos. Sentía la textura del algodón barato, el relieve de un bordado sencillo.

—Ahora vamos allá —dijo ella, jalándolo.

Por primera vez en siete años, Eduardo caminó por su propia sala sin contar pasos, guiado por una mano diminuta.

—Aquí está el sillón gordo —narraba Clara—. Es color café, como el chocolate. Y aquí está la alfombra, que pica un poquito en los pies. Y allá está el cuadro de la señora bonita.

Eduardo se detuvo en seco. Sabía exactamente de qué cuadro hablaba. Un retrato al óleo de Bety, colgado sobre la chimenea, que él no había tenido el valor de quitar.

—¿Cómo es la señora? —preguntó con la voz ronca.

—Es muy bonita —dijo Clara con seriedad—. Tiene el pelo largo y se está riendo. Pero se ríe con los ojos, no solo con la boca. Como tú ayer cuando te conté el chiste del pollito.

Eduardo sintió que las lágrimas le quemaban detrás de las gafas oscuras. Nadie le había descrito a Bety en años. Había olvidado, en la negrura de su memoria, que ella se reía con los ojos.

—Sí… —susurró—. Ella se reía así.

—¿Dónde está ella? —preguntó la niña.

—Se fue al cielo, Clara. Hace mucho tiempo.

—Ah —Clara guardó silencio un segundo—. Bueno, mi abuelo también está allá. A lo mejor están jugando dominó. A mi abuelo le gustaba mucho el dominó.

La simplicidad de la imagen —su elegante y sofisticada esposa jugando dominó en el cielo con el abuelo de la hija de su empleada doméstica— le provocó una ternura tan profunda que le dolió el pecho.

—Seguro que sí, Clara. Seguro que sí.

Esa noche, antes de irse, Clara lanzó una petición al aire.

—Dudu, tú necesitas un perro.

—No me gustan los perros. Sueltan pelo y ladran.

—Pero son calentitos. Y te cuidan. Y mi mamá no me deja tener uno porque mi casa es chiquita como una caja de zapatos. Pero tu casa es gigante. Cabe un perro y hasta un elefante.

Al día siguiente, Augusto recibió una orden que lo dejó boquiabierto. Eduardo quería un perro. No un perro guardián entrenado, sino “uno que sea suave y juegue”.

El viernes por la tarde, un cachorro de Golden Retriever de tres meses, torpe y peludo como un oso de peluche, llegó a la mansión. Lo llamaron “Sol”, porque Clara dijo que brillaba.

Cuando Eduardo se sentó en la alfombra persa de diez mil dólares para dejar que el cachorro le mordiera los zapatos italianos, mientras escuchaba las carcajadas de Clara, supo que ya no había vuelta atrás.

Estaba vivo de nuevo.

Pero la felicidad en las historias como la de Eduardo suele tener un precio. Y el cobrador estaba a punto de tocar el timbre.

CAPÍTULO 4: LA DAMA DE HIELO

Renata Montero no era una mujer malvada, o al menos eso se decía a sí misma frente al espejo cada mañana. Era una mujer “pragmática”. Desde el accidente de su hermano, ella había cargado sobre sus hombros el peso de Montero Fabrics, lidiando con consejos directivos machistas y crisis económicas, todo para proteger el patrimonio familiar.

Para Renata, Eduardo era un niño roto que necesitaba supervisión constante. Un activo valioso, pero inestable.

Aquel viernes decidió pasar por la mansión sin avisar. Tenía unos papeles de un fideicomiso que necesitaban firma urgente y, sinceramente, desconfiaba de que Augusto le estuviera pasando todos sus recados.

Estacionó su Mercedes Benz frente al pórtico. Bajó taconeando con fuerza, con su bolso Chanel colgado del brazo como un escudo de guerra.

Abrió la puerta principal con su propia llave. Esperaba el silencio habitual de cripta. Esperaba encontrar a Eduardo en su despacho, a oscuras, escuchando audiolibros de economía.

Lo que encontró fue un caos.

Desde el vestíbulo escuchó ladridos. Ladridos agudos, juguetones. Y risas. La risa grave de un hombre y el chillido histérico de una niña.

Renata frunció el ceño, confundida. Caminó hacia la sala principal.

La escena la golpeó como una bofetada física.

Su hermano, el gran Eduardo Montero, estaba sentado en el suelo. Sin saco. Con la corbata deshecha. Tenía un cachorro dorado lamiéndole la oreja. Y, corriendo alrededor de él, una niña morena, vestida con ropa sencilla de tianguis, le lanzaba una pelota de goma que rebotaba peligrosamente cerca de un jarrón Ming.

En el sofá, una mujer con uniforme de servicio —que Renata reconoció vagamente como la nueva limpiadora— observaba la escena con una sonrisa tímida, doblando unas servilletas.

Renata sintió una mezcla de incredulidad y furia protectora.

—¿QUÉ DEMONIOS ESTÁ PASANDO AQUÍ?

El grito cortó el aire.

El cachorro (Sol) se asustó, derrapó en la alfombra y ladró hacia la intrusa. Clara corrió instintivamente hacia las piernas de su madre. Juana se puso de pie de un salto, pálida como un papel.

Eduardo dejó de reír. Su rostro se transformó, recuperando esa máscara de piedra que usaba para el mundo exterior. Se puso de pie con dificultad, tanteando el aire hasta que encontró el respaldo del sofá.

—Renata —dijo él. No era una pregunta.

—Sí, soy yo. Y exijo una explicación inmediata. ¿Desde cuándo tu sala es una guardería pública y un zoológico?

Renata avanzó, sus ojos escaneando a Juana con un desprecio clínico, de arriba abajo. Zapatos gastados, manos enrojecidas por el cloro, uniforme limpio pero viejo.

—¿Tú quién eres? —espetó Renata.

—S-soy Juana, señora. La de la limpieza.

—La limpieza se hace en silencio y sin invadir el espacio personal del patrón. ¿Qué hace tu hija aquí? ¿Y por qué ese animal está babeando a mi hermano?

—¡Oye! —gritó Clara, asomando la cabeza detrás de la pierna de su mamá—. ¡No le grites a Dudu! ¡Y Sol no es un animal, es un perro!

Renata abrió los ojos desmesuradamente. ¿Esa mocosa acababa de desafiarla?

—¡Renata, basta! —la voz de Eduardo tronó, más fuerte de lo que nadie esperaba.

—No, Eduardo, ¡basta tú! —Renata se giró hacia él, ignorando a las otras dos—. Llevo años matándome para mantener esta familia a flote, protegiéndote de todo el mundo que quiere aprovecharse de tu condición. ¿Y qué encuentro? Que has metido a “la servidumbre” en tu vida privada.

Renata bajó la voz, haciéndola venenosa, para que solo Eduardo (y desgraciadamente Juana) la escuchara bien.

—¿No te das cuenta, Eduardo? Eres un hombre ciego, rico y vulnerable. Y de repente aparece una mujer… —señaló a Juana con un dedo acusador— …con una “hija encantadora” que casualmente se gana tu cariño. ¿Crees que esto es gratis? ¿Crees que te tienen afecto?

Juana sintió que la cara le ardía de vergüenza. Las lágrimas se agolparon en sus ojos.

—Señora, por favor… yo nunca he pedido nada…

—¡Cállate! —Renata ni la miró—. Estoy hablando con el dueño de la casa. Eduardo, estas mujeres son unas oportunistas. Es el truco más viejo del libro: usar a un niño para ablandar al millonario solitario. Quieren tu dinero. Quieren sacarte de la soledad para meterse en tu cuenta bancaria.

—¡Lárgate, Renata! —Eduardo estaba temblando. No de miedo, sino de una ira que le subía por la garganta.

—Me iré cuando ellas se vayan. Y si no las despides ahora mismo, mañana vengo con el abogado de la empresa.

Eduardo se quedó paralizado.

—¿De qué estás hablando?

—Hablo de interdicción, Eduardo —dijo Renata, soltando la palabra nuclear—. Si demuestras que no eres capaz de mantener un juicio sano, si empiezas a regalar tu fortuna a la primera empleada que te sonríe… tengo el poder legal para declararte incompetente. Por tu propio bien.

El silencio que siguió fue terrible. Sol gimió bajito.

Eduardo sabía que Renata no bromeaba. Conocía a los abogados. Conocía las cláusulas que había firmado en los momentos más oscuros de su depresión.

Juana entendió que su presencia allí estaba causando una guerra que no podía ganar. No quería que Don Eduardo perdiera lo único que le quedaba por su culpa.

—Vámonos, Clara —susurró Juana, con la voz rota.

—¿Qué? ¡No! ¡Yo quiero jugar con Sol! —protestó la niña.

—¡Dije que vámonos! —Juana jaló a la niña con fuerza, algo que nunca hacía. Clara rompió a llorar.

—Don Eduardo… gracias por todo. Y perdón. Perdóneme de verdad —dijo Juana.

—Juana, no te vayas… —Eduardo extendió una mano hacia el vacío, pero solo atrapó aire.

Escuchó los pasos rápidos de Juana, el llanto de Clara alejándose, y finalmente el golpe seco de la puerta de servicio cerrándose.

Se había quedado solo de nuevo. Pero esta vez, la soledad no era vacía. Estaba llena de la presencia tóxica de su hermana.

—Es por tu bien, hermanito —dijo Renata, suavizando el tono—. Ya se te pasará. Mañana te traigo los papeles.

Renata salió de la casa, sintiéndose victoriosa pero con un sabor amargo en la boca.

Eduardo se quedó de pie en medio de la sala. Sol se acercó y le lamió la mano que colgaba inerte. Eduardo se dejó caer de rodillas y abrazó al perro, enterrando la cara en su pelaje.

Gritó. Un grito ahogado, furioso, impotente.

Esa noche no cenó.

Al día siguiente, sábado, Eduardo se encerró en su despacho. No permitió que Augusto le hablara. Su mente era un torbellino. Las palabras de Renata se repetían en bucle: “Oportunistas”, “Interdicción”, “Por tu propio bien”.

¿Y si tenía razón? ¿Y si Juana solo fingía? Eduardo no podía verle la cara. No podía ver si cuando Juana le hablaba con dulzura, sus ojos calculaban el valor de los muebles. La duda, sembrada por Renata, era una hiedra venenosa.

Pero luego recordaba la mano de Clara. “Yo veo por ti”. ¿Podía una niña de dos años fingir eso?

El domingo por la mañana, Augusto entró al despacho.

—Señor.

—Dije que no quería nada, Augusto.

—Es que… hay algo en la puerta principal.

—¿Es Renata?

—No, señor. Es un sobre. Lo deslizaron por debajo de la puerta.

Eduardo levantó la cabeza.

—Léemelo.

Augusto abrió el sobre. Era una hoja de cuaderno escolar, arrancada de la espiral.

—Es una carta de Juana, señor.

El corazón de Eduardo se detuvo.

—Lee.

Augusto se aclaró la garganta, con la voz temblorosa.

“Señor Eduardo: Le escribo para decirle adiós y gracias. No quiero causarle problemas con su familia. Usted es un hombre bueno, aunque esté triste. Me llevo a Clara al pueblo con mi hermana, en Michoacán. Aquí en la ciudad ya no tenemos trabajo y no quiero que Clara lo extrañe y sufra. Le dejo un dibujo que hizo ella. Dice que es para que no se le olvide cómo sonreír. Cuide mucho a Sol. Él también lo quiere de verdad, no por su dinero. Igual que nosotras. Que Dios lo bendiga. Juana.”

—¿Hay… hay un dibujo? —preguntó Eduardo.

—Sí, señor —Augusto sonrió con tristeza mientras miraba el papel—. Son dos muñecos de palitos. Uno grande con gafas negras y uno chiquito con vestido amarillo. Están agarrados de la mano. Y hay un perro que parece una mancha naranja. Abajo dice: “Dudu y Clara, amigos”.

Eduardo extendió la mano. Augusto le dio el papel. Eduardo pasó los dedos por la hoja. Podía sentir la presión del crayón de cera, donde Clara había apretado con fuerza para dibujar.

La duda se disipó al instante. Renata estaba equivocada. El mundo estaba equivocado.

Se puso de pie de golpe, tirando la silla.

—Augusto.

—¿Sí, señor?

—¿Sabes dónde vive Juana?

—Tengo su dirección en el expediente de contratación. Es en una vecindad en Iztapalapa.

—Prepara el coche.

—Pero señor… hoy es domingo. El tráfico… y usted no ha salido de esta casa en años, excepto para ir al médico.

Eduardo se ajustó el saco. Se puso las gafas oscuras, no para esconderse, sino para prepararse para la batalla.

—Me da igual el tráfico. Me da igual que sea Iztapalapa. Y me importa un carajo lo que diga mi hermana. Vamos a ir a buscarla. Ahora.

—¿Y si ya se fue a Michoacán?

—Entonces iremos a Michoacán.

Eduardo agarró su bastón con fuerza. Por primera vez, no lo sintió como una condena, sino como una espada. Iba a recuperar a su familia. Y pobre del que se pusiera en su camino.

—Andando, Augusto.

CAPÍTULO 5: LA RUTA DEL MIEDO

El Mercedes negro blindado se deslizó fuera de las rejas de la mansión como una bestia despertando de un largo letargo.

Eduardo iba en el asiento trasero, apretando el dibujo de Clara contra su pecho como si fuera un salvoconducto. Augusto conducía con una urgencia que jamás había mostrado, esquivando baches y taxistas agresivos mientras descendían de las colinas silenciosas de las Lomas de Chapultepec hacia la jungla de asfalto.

—¿Cuánto falta? —preguntó Eduardo por quinta vez en diez minutos.

—Depende del Periférico, señor. Es domingo, pero ya sabe cómo es esta ciudad. El tráfico es un animal caprichoso.

Eduardo bajó la ventanilla eléctrica.

—Señor, el aire acondicionado está…

—Déjalo. Necesito escuchar.

El aire entró de golpe. Ya no olía a pinos y jardines regados. Olía a esmog, a tacos de suadero, a claxon, a vida frenética. El ruido de la Ciudad de México invadió el coche: cumbias lejanas saliendo de otros autos, vendedores ambulantes gritando en los semáforos, el rugido de los motores.

Para un hombre que había vivido siete años en un silencio estéril, aquello era abrumador. Era el sonido del caos. Pero también era el sonido de la realidad donde vivían Juana y Clara.

Cruzaron la ciudad. Del poniente rico al oriente obrero. El asfalto se volvió irregular. El coche de lujo empezó a vibrar más de la cuenta.

—Estamos entrando a Iztapalapa, señor —informó Augusto con voz tensa—. La dirección es en una colonia complicada. ¿Está seguro de esto?

—Sigue, Augusto. No te detengas.

Quince minutos después, el coche se detuvo en una calle estrecha. Eduardo escuchó ladridos de perros callejeros, mucho más agresivos que los juegos de Sol. Escuchó el sonido de una pelota de fútbol golpeando una pared de lámina y niños gritando “¡Gol!”.

—Es aquí —dijo Augusto—. Número 428. Es una vecindad, señor.

Eduardo abrió la puerta antes de que Augusto pudiera dar la vuelta para ayudarlo.

—¡Espere, Don Eduardo!

Eduardo puso un pie en la banqueta rota. Casi se torció el tobillo. El bastón blanco golpeó contra una botella de vidrio tirada en el suelo.

—Guíame, Augusto. Rápido.

El mayordomo lo tomó del brazo con firmeza. Caminaron hacia el zaguán abierto. El olor a humedad, a jabón Zote y a frijoles hirviendo era intenso. Entraron al patio común.

El silencio se hizo repentino. Los niños dejaron de jugar. Las vecinas que lavaban en los lavaderos comunes se detuvieron. La presencia de dos hombres de traje, uno con gafas oscuras y un bastón caro, en medio de aquella vecindad, era un evento alienígena.

—Busco a Juana —gritó Eduardo al aire, sin saber a quién dirigirse—. Juana Martins.

Nadie respondió al principio. Solo se escuchaba el goteo de una llave mal cerrada.

—¿Quién la busca? —preguntó una voz rasposa de mujer mayor.

—Soy… soy su patrón. Eduardo.

—Ah —dijo la mujer, con un tono que mezclaba desconfianza y lástima—. Pues llega tarde, patrón.

Eduardo sintió que el suelo se abría bajo sus pies.

—¿Cómo que tarde?

—Se fue hace como media hora. Pasó un taxi por ellas. Iban cargadas con maletas y la niña iba chillando que no se quería ir. Dijeron que iban a la Terminal de Autobuses del Norte. Se regresan a su tierra.

—¿Media hora? —Eduardo se giró hacia Augusto, desesperado—. ¡Augusto, tenemos que ir a la terminal!

—Señor… la Terminal del Norte está al otro lado de la ciudad. Con el tráfico de domingo por la tarde… —Augusto no terminó la frase. Sabía que era imposible llegar antes de que saliera cualquier autobús hacia Michoacán.

Eduardo sintió una desesperación física, un ahogo. Había fallado. Otra vez. La historia se repetía: el destino le arrebataba lo que quería por cuestión de minutos.

—No puede ser… —murmuró, dejándose caer sobre un escalón de cemento mal pulido. Se llevó las manos a la cabeza, importándole poco que su traje italiano se manchara de polvo—. No puede ser.

El cielo, que había estado gris todo el día, decidió que era el momento perfecto para romperse.

Un trueno sacudió la vecindad y, segundos después, una lluvia torrencial, típica de las tardes de verano en México, se desplomó sobre ellos. No eran gotas; eran cortinas de agua fría y furiosa.

Augusto intentó cubrir a Eduardo con su saco.

—¡Señor, por favor, levántese! ¡Nos vamos a enfermar!

—Déjame, Augusto. Déjame aquí.

Eduardo se quedó inmóvil bajo la lluvia, empapado en segundos, sintiendo cómo el agua se mezclaba con las lágrimas que ya no podía contener tras sus lentes oscuros. Se sentía patético. Un rey ciego llorando en un patio ajeno.

Y entonces, a través del ruido del aguacero golpeando las láminas de asbesto, escuchó un sonido imposible.

Un sonido que conocía.

Pi-pi-pi.

El sonido de un claxon viejo. Y luego, una puerta de metal corrediza abriéndose con dificultad. Y una voz. Esa voz.

—¡Mamá, espera! ¡Se me olvidó a ‘Pelusa’!

Eduardo levantó la cabeza. El corazón le golpeó las costillas como un martillo.

—¿Clara?

—¡Es mi muñeca, mamá! ¡No me puedo ir sin Pelusa! —gritaba la niña, su voz acercándose desde la entrada de la vecindad.

—¡Clara, por el amor de Dios, el taxi nos va a cobrar la espera! ¡Corre! —era la voz de Juana, estresada, cansada.

El taxi no se había ido a la terminal. Había regresado. Habían olvidado algo. El destino le estaba dando una prórroga de treinta segundos.

Eduardo se puso de pie, resbalando en el lodo que se formaba en el patio.

—¡JUANA! —gritó con toda la fuerza de sus pulmones, un grito desgarrador que superó al trueno.

CAPÍTULO 6: LA PROMESA BAJO LA TORMENTA

El grito de Eduardo congeló la escena.

En la entrada del zaguán, bajo el pequeño techo de lámina, Juana se detuvo en seco, con una maleta vieja en una mano y una bolsa de mandado en la otra. Clara, que corría de regreso hacia su cuarto, frenó sus tenis de luces (que ahora sí brillaban con el impacto de sus pasos) y se giró.

La niña entrecerró los ojos hacia la figura empapada en medio del patio.

—¿Dudu? —preguntó, incrédula.

Y entonces, la magia ocurrió. Clara no caminó; corrió. Ignoró la lluvia, ignoró los gritos de su madre, ignoró los charcos.

—¡DUDU!

El impacto de la niña contra las piernas de Eduardo casi lo tira al suelo de nuevo. Él soltó el bastón y se agachó, abrazándola con una fuerza desesperada, enterrando la cara en su cabello mojado que olía a lluvia y a ese shampoo de fresa inconfundible.

—Estás aquí… estás aquí… —repetía él, temblando.

—¡Estás todo mojado! —gritó Clara, riendo y llorando a la vez—. ¡Pareces un pollito lavado!

Juana se acercó lentamente, dejando caer las maletas bajo la lluvia. No podía creer lo que veía. El gran empresario, el hombre que vivía en una fortaleza de cristal, estaba arrodillado en el lodo de Iztapalapa, abrazando a su hija como si fuera el tesoro más grande del universo.

—Don Eduardo… —dijo ella, con voz temblorosa—. ¿Qué hace aquí? Se va a pescar una neumonía.

Eduardo levantó la cara hacia ella. El agua le escurría por las gafas oscuras, pero Juana podía sentir la intensidad de su mirada ciega.

—Vine a buscarte, Juana.

—Señor, por favor… regrese a su casa. Su hermana tiene razón. Nosotros no encajamos en su mundo. Mire dónde vivimos. Mire quiénes somos. Usted es el dueño de medio México y yo… yo solo limpio su mesa.

—¡No me importa! —Eduardo se puso de pie, cargando a Clara en brazos. La niña se aferró a su cuello como un koala—. ¡Me importa un carajo la empresa! ¡Me importa un carajo Renata! ¡Y me importa un carajo el código postal!

Los vecinos empezaban a asomarse por las ventanas. Era la mejor telenovela que habían visto en años.

—Juana —continuó Eduardo, bajando la voz, ahora más suave, más rota—. Durante siete años, mi casa fue un cementerio. Yo estaba muerto. Caminaba, comía, respiraba, pero estaba muerto. Hasta que esta niña se subió a mi silla y me preguntó si estaba solo.

Clara apoyó su cabeza en el hombro de él, escuchando atentamente.

—Ustedes me devolvieron la vida —dijo él—. No me quiten eso, por favor. No me condenen a la oscuridad otra vez. Tengo mucho dinero, sí. Puedo comprar cualquier cosa. Pero no puedo comprar lo que siento cuando cenamos juntos.

Juana lloraba en silencio, mezclando sus lágrimas con la lluvia. Tenía miedo. Miedo de que fuera un capricho de rico. Miedo de que Renata volviera a humillarla. Miedo de ilusionarse y perder.

—Tengo miedo, Eduardo —admitió ella, usando su nombre de pila por primera vez—. Tengo miedo de que nos lastimen.

—Yo también —confesó él—. Tengo pánico. Pero prefiero tener miedo con ustedes, que estar seguro y solo en esa maldita mansión.

Eduardo extendió su mano libre hacia ella.

—No te prometo que será fácil. Mi hermana es… complicada. La gente hablará. Pero te prometo esto: mientras yo respire, nadie volverá a hacerlas sentir menos. Y nunca, nunca volveremos a cenar solos.

Juana miró la mano extendida. Miró a su hija, que la miraba con ojos suplicantes desde los brazos del hombre. Miró al hombre, empapado, vulnerable, valiente.

Recordó las palabras de su abuela: “El amor no es para los cobardes, mijita”.

Juana dio un paso adelante y tomó la mano de Eduardo. Estaba fría por la lluvia, pero su agarre era cálido y firme.

—Está bien —susurró ella—. Nos quedamos.

—¡SÍIIII! —gritó Clara, levantando los brazos—. ¡Abrazo de grupo!

Juana se rió entre sollozos y se unió al abrazo. Allí, en medio de un patio humilde, bajo un diluvio bíblico, se selló un pacto que valía más que todas las acciones de Montero Fabrics.

Augusto, que observaba desde el zaguán con un paraguas que no había logrado abrir a tiempo, sonrió. Sacó su pañuelo y se sonó la nariz ruidosamente.

—Bueno —dijo el mayordomo, interrumpiendo el momento con delicadeza—. Creo que deberíamos irnos antes de que el Mercedes se convierta en una lancha. Y antes de que a la señorita Clara le dé gripe.

El viaje de regreso fue muy distinto.

Clara iba sentada en medio, entre Eduardo y Juana. No paraba de hablar.

—¿Y Sol me extrañó? Seguro que lloró. Los perros lloran, ¿sabes? Hacen “auuuu”.

—Seguro que sí, Clara —decía Eduardo, sonriendo, todavía tiritando un poco pero sintiendo un calor interno que lo abrasaba—. Vamos a casa a verlo.

Juana miraba por la ventana, viendo cómo la ciudad cambiaba de nuevo, de gris a verde, de pobre a rico. Pero esta vez, no se sentía como una intrusa. Sentía la mano de Eduardo buscando la suya sobre el asiento de cuero. Cuando sus dedos se entrelazaron, ella no los apartó.

Sin embargo, la felicidad es frágil. Mientras el coche subía hacia las Lomas, el teléfono de Eduardo, conectado al sistema bluetooth del auto, empezó a sonar.

La pantalla del tablero se iluminó con un nombre: RENATA.

Eduardo sintió que Juana se tensaba a su lado. El ambiente se volvió pesado.

—No contestes —susurró Juana.

Eduardo buscó el botón en el tablero, tanteando hasta encontrarlo. Pero no para colgar.

—Augusto, contesta —ordenó.

—Señor… —dudó el mayordomo.

—Contesta. Es hora de que mi hermana entienda que las reglas han cambiado.

El clic de la llamada resonó en los altavoces.

—¡Eduardo! —la voz de Renata era estridente—. Llevo horas llamándote. Augusto no me contesta el celular. ¿Dónde demonios estás? Tengo aquí al notario y los papeles de la interdicción listos para mañana si no entras en razón.

Eduardo apretó la mano de Juana. Respiró hondo.

—Renata —dijo con una voz tranquila, metálica, definitiva—. Puedes usar esos papeles para prender la chimenea.

—¿Qué? ¿Estás borracho?

—No. Estoy volviendo a casa con mi familia. Con Juana y con Clara. Y si intentas acercarte a ellas, o a mi casa, con tus amenazas o tus abogados… te juro por la memoria de Bety que te despido de la empresa mañana mismo. Y sabes que tengo el 51% de las acciones para hacerlo.

Hubo un silencio sepulcral al otro lado de la línea.

—No te atreverías —siseó Renata.

—Pruébame.

Eduardo colgó.

Clara, que había escuchado todo con los ojos muy abiertos, rompió el silencio.

—¡Guau! ¡Dudu es un superhéroe! ¡Pum, toma eso, bruja malvada!

Juana soltó una carcajada nerviosa. Eduardo sonrió, recargando la cabeza en el asiento. Había ganado la batalla.

Pero la guerra no había terminado. Renata no era una mujer que aceptara la derrota fácilmente. Y el destino aún tenía una última prueba guardada para Eduardo, una que no tenía que ver con dinero ni con leyes, sino con la salud. Un secreto médico que él había estado ignorando y que estaba a punto de salir a la luz.

Mientras el coche entraba en la mansión, Eduardo sintió un mareo repentino, un zumbido agudo en los oídos que no era por la lluvia. Se llevó la mano a la sien.

—¿Estás bien? —preguntó Juana, notando su palidez.

—Sí… solo es la emoción —mintió él.

Pero en el fondo, sabía que no era solo emoción. Algo estaba fallando dentro de él. Justo ahora que tenía todo por lo que vivir, su cuerpo amenazaba con traicionarlo.

CAPÍTULO 7: LA CEGUERA DEL CORAZÓN

La oscuridad de Eduardo, esa que habitaba en sus ojos, de repente se trasladó a su cerebro.

Apenas cruzaron el umbral de la mansión, con la adrenalina del rescate disipándose, el cuerpo de Eduardo colapsó. No fue un desmayo teatral; fue un apagón. Sus rodillas cedieron y, si no fuera por los reflejos de Augusto, se habría golpeado la cabeza contra el mármol del vestíbulo.

—¡Dudu! —el grito de Clara perforó el aire.

—¡Don Eduardo! —Juana se lanzó al suelo, sosteniendo la cabeza del hombre que, segundos antes, parecía invencible.

—¡Rápido, llamen a una ambulancia! —ordenó Augusto, perdiendo por primera vez su compostura británica.

La siguiente hora fue una neblina de sirenas, luces estroboscópicas que Eduardo no podía ver pero que Juana sentía como cuchillas, y el olor aséptico del Hospital ABC de Santa Fe.

Diagnóstico: Crisis hipertensiva severa agravada por estrés emocional agudo. Su corazón, roto metafóricamente hacía años, estaba empezando a protestar físicamente.

Eduardo despertó en una habitación privada. El pitido rítmico del monitor cardíaco era el único sonido. Intentó moverse, pero sentía el cuerpo pesado, drogado.

—No te muevas —dijo una voz a su lado. No era Juana.

Era Renata.

Eduardo suspiró, dejando caer la cabeza en la almohada.

—¿Dónde están? —preguntó, con la voz pastosa.

—Las mandé a la sala de espera —dijo Renata, sentada en el sillón de visitas, cruzada de piernas—. Debería haberlas mandado a la calle. Mira lo que te hicieron, Eduardo. Casi te matan. Un hombre en tu condición no puede andar corriendo bajo la lluvia en barrios marginales como si fuera un adolescente enamorado.

—Ellas no me hicieron esto, Renata. Fuiste tú. Fue la presión. Fue la soledad.

—Yo solo trato de protegerte.

—¿Protegerme? —Eduardo se incorporó un poco, ignorando el mareo—. ¿De qué? ¿De ser feliz? ¿De tener a alguien que me pregunte cómo estuvo mi día? Tú no quieres protegerme, Renata. Quieres controlar al “pobre ciego” para que la empresa siga funcionando sin sobresaltos.

—Eso es injusto.

—Lo que es injusto es que lleves siete años viéndome morir en vida y no hayas hecho nada. Y ahora que alguien, una “sirvienta” y una niña, logran hacerme reír, tú quieres destruirlo.

La puerta de la habitación se abrió tímidamente.

—¿Se puede? —susurró Juana.

Renata se puso de pie de un salto, bloqueando el paso como un perro guardián.

—No es momento. Él necesita reposo abso…

—Déjalas pasar, Renata —ordenó Eduardo con una fuerza que sorprendió a los médicos que entraban en ese momento para revisar los signos vitales—. Y tú, salte.

Renata se quedó boquiabierta. Miró a su hermano, conectado a sueros y cables, pero con una expresión de autoridad que no veía desde antes del accidente. Miró a Juana, que sostenía a una Clara dormida en brazos, con los ojos rojos de llorar.

Por primera vez, Renata sintió una punzada de duda. Vio cómo Juana no miraba los muebles de lujo de la suite hospitalaria, ni el reloj de oro de Eduardo en la mesita. Juana solo miraba a Eduardo, con una angustia que no se podía fingir.

Renata tomó su bolso Chanel.

—Hablamos cuando estés cuerdo —dijo, y salió taconeando, pero sus pasos sonaban menos firmes que de costumbre.

Juana se acercó a la cama. Dejó a Clara en el sofá y tomó la mano de Eduardo.

—Me asustó mucho, señor. Pensé que…

—Shhh. Hierba mala nunca muere, Juana —bromeó él débilmente—. Y por favor, deja de decirme “señor”. Soy Eduardo. O Dudu, si prefieres.

Juana sonrió entre lágrimas, acariciando el dorso de su mano con el pulgar.

—Eduardo.

En ese momento, Clara se despertó en el sofá. Se frotó los ojos, vio a Eduardo y saltó al suelo.

—¡Dudu! —corrió hacia la cama, pero se detuvo antes de tocarlo, asustada por los tubos—. ¿Estás roto?

Eduardo sonrió, extendiendo el brazo libre.

—Solo un poquito, Clara. Pero ya me están arreglando. ¿Te acuerdas de la cinta adhesiva que dijiste? Los doctores tienen una mejor.

Clara se subió con cuidado a la cama y se acurrucó a su lado, evitando los cables con una delicadeza sorprendente.

—Yo te cuido —susurró ella, poniendo su cabecita en el pecho de él—. Hasta que te cures, yo te presto mis ojos y mi corazón.

Eduardo cerró los ojos, sintiendo el peso de la niña y la mano de Juana. El monitor cardíaco, que había estado acelerado, empezó a bajar su ritmo hasta una cadencia tranquila y constante.

Los médicos, que observaban desde la puerta, cruzaron miradas. No había medicina en la farmacia que pudiera lograr lo que esas dos presencias estaban haciendo.

Tres días después, Eduardo recibió el alta. Pero no volvió a la mansión de la misma manera.

Renata volvió con los papeles de la interdicción una última vez. Encontró a Eduardo en el jardín, sentado bajo un árbol, con Clara leyéndole un cuento (inventándose la mitad de las palabras) y Juana sirviendo limonada.

Renata observó desde lejos. Vio la paz en el rostro de su hermano. Vio cómo se reía a carcajadas cuando Clara ladraba imitando al perro del cuento.

Renata guardó los papeles en su maletín. No dijo nada. Se dio la vuelta y caminó hacia su coche. Entendió, con una amargura que tardaría años en sanar, que ella había perdido. No porque Juana fuera una manipuladora, sino porque Juana le había dado a Eduardo algo que el dinero de los Montero nunca pudo comprar: un hogar.

La guerra había terminado. La vida empezaba.

CAPÍTULO 8: LA LUZ AL FINAL DEL TÚNEL

El tiempo en la mansión de las Lomas dejó de medirse en rutinas vacías y comenzó a medirse en momentos.

La casa sufrió una metamorfosis. Las cortinas pesadas que siempre estaban cerradas se abrieron para dejar entrar el sol, aunque Eduardo no pudiera verlo, decía que podía sentir el calor en la piel. Los muebles de diseño italiano se llenaron de juguetes, de libros de colorear y de pelos dorados de Sol, que creció hasta convertirse en un perro enorme y noble que jamás se apartaba del lado de su amo.

Eduardo aprendió a ver de nuevo. No con los ojos, sino a través de las descripciones de Clara y Juana.

—El cielo está enojado hoy, Dudu —decía Clara—. Tiene nubes grises como la panza de un burro.

—Esta tela es suave, Eduardo —le decía Juana, guiando sus manos sobre una muestra textil en el despacho—. Se siente como el agua cuando corre entre los dedos.

Gracias a ellas, Eduardo volvió a diseñar. Sus nuevas colecciones en Montero Fabrics fueron un éxito rotundo. Los críticos decían que las texturas eran “emocionales”, que las telas tenían “alma”. Nadie sabía que el secreto era una ex-empleada doméstica y una niña que le describían el mundo con colores imposibles.

Un año después del incidente en Iztapalapa, una noche de sábado, Eduardo organizó una cena. Pero no en el comedor enorme. Pidió que pusieran una mesa en la terraza, bajo las estrellas.

Solo eran ellos tres.

—¿Por qué estamos tan elegantes? —preguntó Juana, alisándose el vestido azul sencillo que Eduardo le había regalado (escogido por el tacto de la seda).

—Porque es una noche especial —dijo él.

Después del postre, Eduardo se puso de pie. Buscó en su bolsillo una cajita de terciopelo. Sus manos temblaban más que aquel día en la lluvia.

—Clara —dijo—. Ven aquí.

La niña, que ya tenía cuatro años, se acercó.

—Dime qué es esto.

Eduardo abrió la caja.

—¡Es un anillo! —chilló Clara—. ¡Brilla mucho! ¡Parece una estrella atrapada!

Eduardo se giró hacia donde sentía la presencia de Juana. Se arrodilló. Escuchó el grito ahogado de ella.

—Juana Martins —empezó él, con la voz quebrada—. Llegaste a mi vida por la puerta de servicio, pero te metiste hasta la cocina de mi alma. Limpiaste mi tristeza. Me enseñaste que no necesito ver para tener visión de futuro. No quiero pasar ni un solo día más sin escuchar tu voz al despertar. ¿Me harías el honor de ser mi esposa?

Juana lloraba tanto que no podía hablar.

—¡Di que sí, mamá! —gritó Clara, saltando—. ¡Quiero fiesta!

—Sí… —logró decir Juana al fin, arrodillándose para abrazarlo—. Sí, Eduardo. Mil veces sí.

Eduardo le puso el anillo, guiado por las manos de ella. Se besaron bajo la luna, con Clara aplaudiendo y Sol ladrando a las luciérnagas.

La boda fue tres meses después. No hubo prensa. No hubo celebridades. Fue en el jardín de la casa. Augusto fue el padrino. Clara fue la niña de las flores, tomándose su trabajo tan en serio que le tiró pétalos a los invitados en la cara.

Incluso Renata asistió. Se mantuvo en una esquina, seria, pero cuando Eduardo y Juana dijeron “sí, acepto”, Augusto juró haber visto a la “Dama de Hielo” secarse una lágrima discreta.


EPÍLOGO: CINCO AÑOS DESPUÉS

Es una tarde dorada en la Ciudad de México. El jardín de la mansión está lleno de vida.

Eduardo, con el pelo un poco más gris pero con una sonrisa permanente, está sentado en una banca de madera. En sus brazos duerme un bebé de seis meses: Teo. El hijo que la vida le debía, el hijo que llegó cuando ya no esperaba nada.

Juana está sentada a su lado, tejiendo, con una paz que irradia en su rostro. Ya no hay miedo en sus ojos, solo la seguridad de ser amada.

Clara, ahora una niña grande de nueve años, está sentada en el pasto, leyéndole un libro a su hermanito dormido y a su papá.

—”…y entonces el príncipe entendió que lo importante no es lo que se ve, sino lo que se siente” —lee Clara. Cierra el libro.

Se queda mirando a Eduardo.

—Papá —dice ella. Ya no le dice Dudu. Le dice papá con un orgullo que a Eduardo le infla el pecho cada vez que lo escucha.

—¿Qué pasa, hija?

—¿Eres feliz?

Eduardo acaricia la cabeza suave de Teo. Escucha la respiración tranquila de Juana. Siente el sol en la cara y el olor a jazmín del jardín. Piensa en los siete años de oscuridad. Piensa en la soledad fría de aquel comedor.

Y piensa en el milagro.

—Soy el hombre más feliz del mundo, Clara.

Eduardo levanta la cara hacia el cielo que no puede ver, pero que sabe que es azul. Entiende, finalmente, que la vida le quitó la vista para enseñarle a mirar. Que tuvo que perderse en la oscuridad más profunda para poder valorar la luz pequeña, terca y brillante de una niña que se coló en su cena.

Recuerda aquella primera noche. La frase que lo cambió todo. Y sonríe, sabiendo que esa frase es el legado más grande que dejará a sus hijos. Porque no importa cuán rico seas, cuán poderoso o cuán roto estés; al final, la salvación siempre viene en cinco palabras sencillas, dichas por alguien que te ama lo suficiente como para invadir tu soledad:

“¿Estás solito? Yo me siento contigo”.

FIN

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