
PARTE 1: La Noche en el Caribe
Capítulo 1: La Jaula de Oro
Cancún. El sol se despedía del Caribe con una paleta de colores que Julián no había notado en años. Naranja, púrpura, destellos dorados sobre la espuma de las olas. Era la postal de la felicidad ajena.
Julián, el hombre que una vez había conquistado la cima tecnológica de México, se sentía ahora un naufragio. Un fantasma.
Llevaba tres años navegando la vida en su lujosa, pero opresiva, silla de ruedas motorizada. Tres años con una fortuna que podía comprar cualquier cosa, excepto un par de piernas funcionales. Y lo más importante, tres años sin Rebeca.
La boda de su sobrino era un evento de sociedad en uno de los resorts más exclusivos de la costa. Cada detalle, desde los arreglos florales hasta el menú de siete tiempos, gritaba “millón de pesos”. Julián era parte de esa élite, el hermano del padre del novio, el inversor silencioso. Pero la riqueza no servía de armadura contra la invisibilidad.
Desde su rincón, junto a un muro de piedra volcánica, observaba a la gente que lo miraba alrededor.
No era lástima lo que le dolía, sino la nulidad. Para ellos, era un objeto estático. Un recordatorio molesto de que la vida no es siempre perfecta.
Su traje de corte italiano, su reloj de platino, su cabello perfectamente peinado… todo era inútil. El brillo se desvanecía ante la sombra de la parálisis.
Intentó pedir champaña. El mesero, pulcro y eficiente, pasó como un rayo, absorto en la multitud de invitados válidos.
El nudo en la garganta de Julián se apretó. Respirar se había vuelto un ejercicio consciente y pesado. Se permitió un momento de autocompasión. ¿De qué servía seguir? Manejaba su empresa de tecnología desde casa, por videollamadas. Su vida social era nula. Su terapia física, una burla.
Miró el mar. Rebeca habría amado ese atardecer. El pensamiento lo golpeó con la fuerza de un puñetazo. Tres años, pero el dolor seguía fresco, vívido. Un dolor que la silla había encapsulado, pero nunca curado.
Fue entonces cuando la escuchó. La voz. Firme, clara, sin los tonos de condescendencia o disculpa que tanto odiaba.
—Disculpa, ¿está ocupado este lugar?
Julián alzó la vista. La vio.
Isabel. Morena, fuerte, con el cansancio visible en la curva de sus hombros, pero con una luz en los ojos que parecía desafiar al atardecer. No venía de su mundo. Su vestido no era de seda, sino de una tela ligera. Sus tacones se veían usados, pero limpios. Era la antítesis de la ostentación que lo rodeaba.
Y le sonreía.
Julián se sintió expuesto, como si su corazón, escondido y marchito, hubiera sido iluminado por un rayo de sol.
—No —logró decir.
—¡Qué alivio! —exclamó ella, y se dejó caer en la silla, quitándose un tacón con un gesto de dolor mezclado con humor—. Mis pies ya se iban a declarar en huelga.
La naturalidad con la que se quitó el zapato y se frotó el pie, la manera en que humanizó el espacio, desarmó a Julián.
Ella se presentó. Isabel. Enfermera, bueno, exenfermera, amiga de la novia. Madre soltera. Una simple presentación que, sin embargo, revelaba una vida de lucha. Una vida diametralmente opuesta a la suya.
Él solo pudo decir su nombre. Julián.
—Mucho gusto, Julián. Este lugar es un sueño, ¿verdad? —dijo ella, ignorando completamente el artefacto metálico bajo él—. Lástima que los sueños cuestan una millonada.
Esa honestidad brutal y refrescante lo hizo reaccionar. No pedía nada. No ofrecía lástima. Solo conversaba.
Cuando Isabel mencionó su situación—madre soltera, dos trabajos, un hijo—, lo hizo con la resignación de quien sabe que es una sentencia de soledad.
—La mayoría de los hombres huyen —dijo.
—¿Y tú? —le preguntó, devolviéndole la misma bala cargada de honestidad—. Estás solo.
El impacto no fue por la palabra, sino por el tono. Era una observación, no un juicio.
Julián le explicó su parentesco con el novio. Y luego, ella se disculpó para atender la llamada de su hijo.
Julián la observó de lejos. Escuchó la ternura, la frustración velada y la promesa de amor en su voz. La madre luchadora. La que trabajaba turnos dobles (doble chamba) y dejaba a su hijo al cuidado de Doña Paula.
Gael. Mi campeón. La razón por la que respiro.
Julián sintió una punzada de envidia pura. Él no tenía una razón para respirar. Su vida era una costosa, pero estéril, espera.
Capítulo 2: El Desafío del Silencio
Cuando Isabel regresó, la orquesta había cambiado el ritmo. Ahora sonaba un danzón melancólico, de esos que te invitan a acercarte, a sentir la piel de tu pareja. La pista de baile se llenó de parejas que se movían con una cadencia hipnótica.
Julián sintió el hueco en el pecho expandirse hasta volverse una caverna. Recordó cómo bailaba con Rebeca. Él, fuerte y atlético; ella, ligera y juguetona. Un recuerdo doloroso que lo obligó a bajar la mirada.
—¿Bailas? —La pregunta de Isabel lo sacudió.
Julián tardó un segundo en entender que iba en serio. Se obligó a levantar la cabeza.
—Isabel, estoy en una silla de ruedas.
—Y yo te pregunto: ¿Bailas? No te pregunté si podías dar brincos o hacer breakdance.
Su lógica, tan simple y directa, lo desarmó. Negó con la cabeza.
—No. Es imposible.
Ella no lo aceptó. Se levantó, parándose justo frente a él. Extendió su mano. Su piel morena, sujeta a las exigencias del sol y del trabajo, era un contraste con la suya, que apenas veía la luz.
—Es un bolero lento, Julián. Y yo soy buena para seguir el ritmo. Sí puedes.
—¿Qué haces?
—Hago que el tío del novio se divierta, órale.
El corazón de Julián empezó a latir con la fuerza de un tambor. Podía sentir el calor subiendo por su rostro. La gente. Sabía que ahora, absolutamente todos los ojos del salón estaban fijos en ellos.
El rico en la silla. La trabajadora en el vestido modesto. Un circo improvisado de contrastes sociales.
—Se van a reír —dijo él, su voz apenas un hilo.
—Que se rían —dijo Isabel. Su mano no se movió. Se quedó ahí, como una invitación inamovible del destino—. No me da pena. ¿A ti sí te da pena que te vean conmigo?
La pregunta lo golpeó. ¿A mí me da pena?
No. Le daba pena el mundo que lo había encasillado. Le daba pena su propia resignación.
En un acto que se sintió como el más grande desafío de su vida, Julián extendió su mano y la tomó. La piel de Isabel era suave, pero firme. Tenía la textura del trabajo duro y la voluntad.
Isabel sonrió, una explosión de luz que disipó la oscuridad en el alma de Julián.
Con una suavidad increíble, se acercó a la silla. Tomó su mano izquierda con la suya derecha, y la mano derecha de él la guio para que la colocara en su cintura.
Y comenzó a mecerse.
Lento, apenas perceptible. Solo la parte superior de su cuerpo.
Julián se dejó llevar. Cerró los ojos por un instante. Sentía el aroma limpio del cabello de Isabel, mezclado con un perfume suave. El bolero entró en sus oídos y fluyó por sus hombros.
Estaba bailando. Era una versión reducida, un baile de torsos, un baile de almas, pero era la primera vez que sentía un ritmo compartido desde el accidente.
—¿Ves, campeón? —susurró ella, usando el mismo apodo que le había dicho a su hijo—. ¡Ya estás bailando!
Abrió los ojos. Isabel no miraba sus piernas, ni la silla. Miraba directamente a sus ojos. Lo miraba a él. Al hombre. Al que no estaba roto, solo inmovilizado.
—¿Por qué haces esto? —la pregunta era una confesión de vulnerabilidad.
Ella se rió, un sonido que le calentó el pecho.
—Porque estabas más solo que un náufrago. Y sé lo que es la soledad. —Hizo una pausa dramática, meciéndolo con suavidad—. Y porque todos estos fifís de aquí te trataron como si fueras un florero. Eso no se vale, Julián.
Una lágrima caliente se escurrió por su mejilla. No le importó. Era la primera vez que lloraba por algo que no fuera dolor o pérdida. Lloraba por la bondad inesperada.
Intentó apartarse, por vergüenza, pero Isabel lo sostuvo más fuerte.
—No pasa nada. Yo te sostengo.
Bailaron toda la canción. Un ritual íntimo y público que detuvo el tiempo.
Cuando la música terminó, el aplauso fue esporádico, incómodo. La gente que los había estado mirando no supo cómo reaccionar.
Isabel se sentó. Su expresión de repente cambió a la prisa y la realidad.
—Se me hizo tarde. Gael me va a matar si no llego a repasar la ortografía.
—Espera —dijo Julián. La palabra salió con la fuerza de un ancla que se niega a soltar el fondo del mar.
—¿Tu número?
Ella ladeó la cabeza, divertida, pero también seria.
—¿Mi número? ¿El de la madre soltera con dos trabajos?
—Me gustaría verte de nuevo.
La estudió. La incertidumbre de Julián era palpable. Estaba seguro de que diría que no. Que solo había sido un acto de caridad.
—Sale —dijo ella, con una media sonrisa. Le pidió su teléfono, lo desbloqueó con manos temblorosas y tecleó.
—Trabajo como loca, no te vayas a desesperar. Pero te contesto, Julián.
—Gracias.
—Gracias a ti por el baile, galán.
Tocó su hombro y se fue. Salió de la boda, dejando tras de sí un vacío que ni la orquesta ni el bullicio podían llenar.
Julián miró el contacto: Isabel, la que bailó conmigo.
Envió el mensaje y esperó.
Cuando su teléfono vibró, la respuesta de Isabel fue más que un mensaje; fue un manifiesto: No tienes que agradecerme por tratarte como un ser humano, Julián. Eso debe ser lo mínimo. Descansa bien.
Julián sonrió. Una sonrisa que sentía en el alma. Una sonrisa que no había usado en tres años.
PARTE 2: El Camino de Regreso a Casa
Capítulo 3: El Fantasma de la Rutina
Julián e Isabel comenzaron a hablar. Primero, mensajes cortos y formales. Buenos días, ¿cómo estuvo el trabajo? La formalidad se desdibujó rápidamente, consumida por la necesidad.
Julián, el magnate, vivía en el silencio de su mansión en Lomas de Chapultepec. Isabel, la guerrera, se movía entre el hospital y su casa en una colonia modesta, lidiando con el transporte público y los turnos nocturnos.
Ella le contaba sobre la doble chamba: auxiliar de enfermería de noche, y un puesto de medio tiempo en una clínica por las mañanas. El cansancio era su sombra permanente. Le contó la historia de Gael, su campeón, y de cómo su padre huyó apenas supo del embarazo.
—Es el típico que te dice que eres su vida, hasta que tiene que hacerse responsable de ella —le escribió.
Julián, a su vez, le abrió su caja negra. Le habló de Rebeca, del accidente, de la culpa que lo ahogaba y del imperio que manejaba desde el encierro. Le confesó su terapia fallida, su falta de ganas.
—¿Para qué? —le había preguntado a su terapeuta.
—El para qué, Julián, es que sigues vivo —le contestó Isabel por mensaje. Una sentencia tan simple, que desarmó toda su filosofía de la desesperación.
Las conversaciones se volvieron la rutina de ambos. Julián esperaba con ansiedad el zumbido de su teléfono. Era la única voz real que escuchaba, la que lo sacaba de su burbuja de oro y soledad.
Una noche, le preguntó por su vida sin él.
—Mi vida no es la tuya, Julián. Mi casa no es una mansión. Es un depa viejito, le urge pintura. Vivo al día, con el Jesús en la boca por la renta y las colegiaturas. Pero, ¿sabes? —escribió ella—. Está llena de vida. Está llena del ruido de Gael jugando. Está llena de mi esfuerzo. Y de amor.
Julián leyó el mensaje en su sillón de piel italiana, en su sala silenciosa, rodeado de obras de arte invaluables. De repente, su lujo le pareció una burla. Una prisión de mármol.
Fue el contraste de la vida de Isabel, su lucha honesta, su amor incondicional por Gael, lo que encendió una pequeña flama dentro de él. Una llama que no era de pasión, sino de admiración.
Al cabo de tres semanas, Julián tomó una decisión que le aterrorizaba, pero que era necesaria para seguir adelante.
—Isabel. ¿Podríamos vernos? Me gustaría conocer a Gael.
El silencio fue de dos horas. Julián sudó frío. Había cruzado la línea. Había pedido demasiado. Ella lo iba a dejar. Iba a proteger a su campeón.
—Está bien —escribió ella, por fin, con una lentitud que denotaba cautela—. Pero con calma, Julián. Gael ya sufrió mucho. No quiero que se encariñe con alguien que va a desaparecer.
—No voy a desaparecer —escribió Julián, sus manos temblando sobre la pantalla—. Te lo prometo.
Capítulo 4: El Primer Encuentro con Gael
Se citaron en un parque en la Condesa, un lugar central y lleno de vida. Julián llegó temprano. Su chofer lo ayudó a pasar de la camioneta a la silla, un ritual humillante, pero al que ya se había acostumbrado. Esperó junto a una banca, el corazón latiéndole desbocado. Se sentía como un adolescente en su primera cita, no como un empresario de cuarenta y tantos.
Entonces, los vio.
Isabel cruzó el pasto, sosteniendo la mano de un niño pequeño. Gael. Delgadito, con la sonrisa de su madre y la mirada curiosa de un explorador. Llevaba una camiseta de un superhéroe mexicano.
—Hola —dijo Isabel, acercándose. Se veía nerviosa.
—Hola —respondió Julián, mirando a Gael—. Tú debes ser Gael. Tu mamá dice que eres muy bueno en la escuela.
Gael se escondió detrás de la pierna de su madre, tímido, asomándose.
—Está bien, mi vida —dijo Isabel con dulzura—. Él es mi amigo Julián. ¿Recuerdas que te hablé de él?
—¿El que está en la silla? —preguntó Gael, con esa honestidad infantil que desarma. Su voz era un susurro.
—Sí, ese soy yo —dijo Julián. Intentó sonreír sin parecer forzado. Miró a Gael—. ¿Te da miedo?
Gael se acercó, sin dejar de sujetar la falda de su madre. Sus ojos no dejaban de mirar la silla.
—¿Te duele? —preguntó Gael.
Isabel hizo un gesto de disculpa.
—No, está bien, Isabel. —Julián se dirigió a Gael—. No me duele, campeón. No siento mis piernas para nada. Por eso necesito la silla. Para moverme.
—Ah —dijo Gael, pensativo. Era una verdad simple, desnuda.
Gael se acercó más. Tocó el borde de la rueda con un dedo, con cuidado.
—Está grande.
—Tiene que estarlo para sostenerme —dijo Julián.
—¿Sabes hacer caballito? —preguntó Gael, refiriéndose a hacer wheelies.
Julián se echó a reír. Una risa fuerte, limpia. Su primera risa genuina en años.
—No, no soy tan bueno todavía.
—¿”Todavía” significa que vas a aprender? —Gael miró a su madre. Isabel sonreía.
—Sí —dijo Julián—. Quizá sí aprenda.
Pasaron dos horas en el parque. Gael se deshizo de la timidez rápidamente. Le mostró a Julián qué tan alto podía columpiarse. Le hizo un millón de preguntas. Le habló de su maestra que era mala onda y de su mejor amigo que se había mudado.
La conversación era fácil, real, desprovista de las intrigas y el cinismo que dominaban la vida de Julián. Gael no veía al millonario. No veía al inválido. Veía al adulto que le hacía preguntas interesantes y que se reía de sus chistes.
Cuando llegó el momento de irse, Gael abrazó a su madre con fuerza. Luego, se dirigió a Julián.
—¿Puedes venir a mi fiesta de cumpleaños el mes que viene?
El nudo en la garganta de Julián regresó, pero esta vez era de emoción.
—Si tu mamá me deja.
—¡Mamá, ¿puede, por favor?!
Isabel miró a Julián. Sus ojos se encontraron. Algo profundo, algo grande y aterrador y real, pasó entre ellos. Una aceptación de un futuro incierto.
—Sí, mi vida —dijo Isabel—. Sí puede venir.
Esa noche, Julián llamó a su terapeuta, la Dra. Shaw, una mujer dura pero honesta.
—Quiero trabajar más duro —dijo Julián. Su voz era firme, la voz de un CEO dando una orden—. Quiero intentarlo todo. No me importa si duele.
Capítulo 5: El Infierno en el Gimnasio
La Dra. Shaw, una mujer estadounidense de ascendencia mexicana, se quedó en silencio al otro lado de la línea.
—Julián, tengo que ser sincera. El daño a tu columna es severo. Las posibilidades de que camines de nuevo son… muy, muy bajas.
—No me importan las posibilidades, Dra. Shaw —respondió Julián, sin titubear—. Me importa intentarlo. Tengo una razón.
Empezaron al día siguiente. No era la terapia suave de antes, sino un infierno de sudor y agonía.
La Dra. Shaw lo hacía hacer ejercicios que lo dejaban exhausto, temblando. Músculos dormidos que gritaban por la activación. Intentos de levantarse en las barras paralelas, que terminaban en caídas y frustración.
Su cuerpo, acostumbrado a la inmovilidad, se negaba a cooperar. Los intentos de levantar las piernas terminaban en temblores de apenas un centímetro. Era como intentar mover rocas con la mente.
Pero Julián seguía adelante. Cada repetición, cada gota de sudor, cada grito mudo de sus músculos, era una ofrenda a Isabel y Gael.
Lo hacía en secreto. No le dijo nada a Isabel. No quería que supiera. ¿Y si fracasaba? ¿Y si su cuerpo se quedaba roto para siempre? No quería darle una esperanza falsa. Quería que lo amara por lo que era: el hombre en la silla que bailaba con ella. Pero él quería darle más. Quería caminar hacia ella. Quería poder ser el padre de Gael, el hombre protector y fuerte que un niño merecía.
Se enfocaba en la imagen de Gael tocando la rueda de su silla: ¿”Todavía” significa que vas a aprender?
Seis meses de infierno físico. De caídas, moretones y la voz de la Dra. Shaw, que, aunque dura, siempre lo animaba con un acento peculiar.
—¡Venga, mi rey! ¡Un centímetro más! ¡Sigue respirando!
Julián se arrastraba de regreso a casa cada tarde, agotado, pero con la mente más clara que nunca. El trabajo físico lo había sacado de la depresión. Había reemplazado el dolor emocional con el dolor físico. Y por primera vez en años, el dolor físico se sentía productivo.
Capítulo 6: Un Campeón en la Colonia
La fiesta de cumpleaños de Gael se celebró en el pequeño departamento de Isabel, en una colonia popular y bulliciosa. Era un evento modesto: unos pocos niños de la escuela, Doña Paula y sus pasteles caseros.
Julián llegó con su chofer, que lo ayudó a subir los estrechos escalones. La silla de ruedas se sentía gigante en ese espacio.
Su regalo fue una bicicleta nueva, brillante, de montaña. Los ojos de Gael se abrieron como platos.
—¡Es la mejor bici del mundo! —gritó Gael, y se lanzó a los brazos de Julián.
Julián lo abrazó con fuerza. El olor de Gael a niño, a sudor de juego y a pastel, lo inundó. Nadie lo había abrazado así en tanto tiempo. Un abrazo sin lástima, solo pura alegría.
Se quedó atorado en el abrazo. Sus ojos ardieron.
Más tarde, cuando los niños se fueron y Gael jugaba con su bici en la otra habitación, Julián e Isabel se sentaron en el pequeño, pero limpio, comedor. Las paredes necesitaban pintura, sí, pero estaban llenas de dibujos de Gael, llenas de vida. Llenas de amor.
—Gracias por la bicicleta, Julián —dijo Isabel—. No tenías que gastar tanto.
—Quería hacerlo. Quería que Gael sintiera que era especial.
Isabel lo miró fijamente, con esa mirada que lo desnudaba.
—¿Por qué haces esto, Julián? Todo esto. Venir al parque, venir a mi casa, el mensaje diario. Necesito saber qué es.
Ella se mordió el labio inferior.
—Gael se está encariñando. Y yo… yo también.
El corazón de Julián martilleó en su pecho. Había llegado el momento.
—Lo hago porque no me había sentido vivo en tres años. No hasta que te conocí a ti y a Gael. Me hacen querer ser mejor. Querer luchar.
Tomó una gran bocanada de aire.
—Me estoy enamorando de ti, Isabel.
Los ojos de Isabel se llenaron de lágrimas.
—Julián… Yo sé que no soy mucho. Soy complicada. Vengo con el paquete completo: la doble chamba, el hijo, el departamento.
—Vienes con la honestidad que no he visto en mi vida —la interrumpió él.
Isabel se inclinó y lo besó. Un beso suave, rápido, que sabía a sal y a promesa.
—Yo también estoy enamorada de ti —susurró ella. Su voz era apenas audible—. Y eso me aterra.
—¿Por qué?
—¿Qué pasa si un día despiertas y te das cuenta de que esto es demasiado trabajo? ¿Que Gael es demasiada responsabilidad? —Una lágrima corrió por su mejilla—. No puedo permitir que él pierda a otro padre.
Julián tomó su mano. La suya, fuerte, segura.
—No me voy a ir a ninguna parte. Te lo juro por todo lo que tengo. No soy como él. No me iré.
Se quedaron así, sentados, sus manos entrelazadas, hasta que Gael entró pidiendo una galleta. La vida real los había interrumpido, pero el amor ya había echado raíces.
Capítulo 7: Los Pasos de un Gigante
Cuatro meses después del cumpleaños de Gael, Julián pudo hacer algo monumental.
Se puso de pie. Solo. Por unos segundos. Sosteniéndose de las barras paralelas, pero sin ayuda de la Dra. Shaw.
La Dra. Shaw lloró.
—Nunca he visto a nadie trabajar así, Julián. Nunca.
—Tengo una razón —dijo Julián, con el sudor corriéndole por la cara.
Dos meses más tarde, dio su primer paso. Luego, otro. Y otro más. Sus piernas temblaban como hojas, su cuerpo se sacudía, pero estaba caminando.
Su primer impulso fue llamar a Isabel, pero se contuvo. Quería que fuera especial.
—¿Puedes venir a mi casa mañana? —le envió un mensaje—. Trae a Gael. Tengo algo que mostrarles.
Isabel y Gael llegaron a la mansión de Julián la tarde siguiente. Isabel seguía sintiéndose incómoda en ese espacio de techos altos y silencio.
—¡Julián! —llamó ella desde la entrada.
—¡Estoy en la sala! —respondió él.
Isabel y Gael entraron en la inmensa sala. Y se detuvieron.
Julián estaba de pie. De verdad. Parado. Sin silla de ruedas. Apoyado ligeramente en el respaldo del sofá.
La mano de Isabel voló a su boca. No pudo evitar el grito ahogado.
—¡Dios mío!
—Observen —dijo Julián.
Dio un paso, sus rodillas se tambalearon, pero se mantuvo. Luego otro. Caminó, lento, deliberadamente, a través de la sala, hasta donde estaban ellos.
Isabel estaba llorando sin control. Gael parecía hipnotizado.
—¡Estás caminando! —gritó Gael.
—Sí, campeón. Estoy caminando.
Julián miró a Isabel. Sus ojos estaban llenos de gratitud.
—Tú hiciste esto. Tú me diste una razón para intentarlo de nuevo, para querer vivir de nuevo.
Su voz se quebró.
—Me salvaste la vida, Isabel.
Isabel se lanzó a sus brazos. Julián la sostuvo con fuerza, manteniendo el equilibrio. Gael se unió al abrazo, envolviéndolos a ambos.
Se quedaron parados, juntos, sosteniéndose mutuamente. Julián se sintió completo por primera vez desde el accidente.
—Los amo —susurró en el cabello de Isabel—. A los dos, muchísimo.
—Y nosotros a ti —susurró Isabel.

Capítulo 8: El Milagro en el Altar
Seis meses después, Julián le pidió matrimonio a Isabel.
No fue en un restaurante de lujo. Fue en su pequeño departamento, con Gael sentado en la mesa, haciendo su tarea. Porque Gael era parte de su vida. Parte de ellos.
—Isabel, mi amor —dijo Julián, arrodillándose con mucho cuidado, un gesto que aún le costaba trabajo—. Eres mi milagro, mi segunda oportunidad. ¿Te casarías conmigo?
—Sí —dijo Isabel, entre lágrimas y risas—. ¡Sí, sí, sí!
Gael saltó de la silla.
—¿Significa que Julián es mi papá ahora?
Julián miró al pequeño que le había recordado el significado de la esperanza.
—Si quieres que lo sea, mi campeón.
—Quiero —dijo Gael, con toda la seriedad de sus siete años—. Eres el mejor papá del mundo.
Los abrazó a ambos. Sus piernas seguían débiles. Todavía usaba la silla de ruedas a veces. Probablemente lo haría siempre. Pero ya no estaba roto. Estaba entero.
La boda fue pequeña, íntima. Solo los amigos más cercanos y la familia. Se celebró en el jardín de la casa de Julián.
Julián caminó por el pasillo. Lento, sí. Con cuidado, por supuesto. Pero caminó.
Isabel se encontró con él a mitad del camino, las lágrimas corriendo por su rostro. Gael estaba a su lado, sosteniendo los anillos.
—Yo estaba perdido —dijo Julián en sus votos, con la voz temblando—. Completamente perdido. Y tú me encontraste. No me reparaste. Me mostraste que no estaba roto. Me enseñaste que aún valía la pena amar, que aún valía la pena luchar por la vida. Eres mi segunda oportunidad, Isabel. Mi milagro.
Isabel apenas podía hablar por el llanto.
—Crees que me salvaste a mí, Julián, pero tú me salvaste también. Le mostraste a Gael cómo es un hombre de verdad. Cómo es el amor de verdad. Nos elegiste a nosotros cuando el mundo te decía que no valía la pena.
Sostuvo el rostro de Julián entre sus manos.
—Te amaré cada día por el resto de mi vida, mi amor.
Se besaron. Todos aplaudieron. Gael los abrazó a las piernas.
Julián, parado allí con su esposa y su hijo, supo que finalmente había llegado a casa. El camino había sido largo y doloroso, pero la recompensa era la vida misma.