EL ACENTO PROHIBIDO: Descubren a una Mesera Mexicana Exiliada en Londres que Resulta ser la Última Condesa de Milán. Un Billonario Vengativo la Humilla por un Risotto… ¡Pero Ella le Responde en el Dialecto de la Nobleza Perdida y Desata una Guerra de Venganza de 20 Años Contra el Hombre que Arruinó a Sus Familias!

PARTE 1: LA MESERA Y EL LOBO
CAPÍTULO 1: EL RELOJ DE LA CONDENA
Eran las 8:00 p.m. y el aire en Le Toit (El Techo), el restaurante más exclusivo del Mayfair londinense, era denso, como jarabe caro. Aquí no se preguntaba por precios; si preguntabas, no pertenecías. Era el templo de la plata pesada y los susurros. Y yo, Elena Rosales, era el fantasma que lo servía.
Mi uniforme negro era mi camuflaje. El cabello castaño, recogido en un chongo tan apretado que me dolía la nuca, era un acto deliberado de autodestrucción, de borrar cualquier rastro de la mujer que alguna vez fui: Elara Victoria D’Sforza. La mujer que se escondía de los acreedores, de la prensa, de la desgracia. La mujer que necesitaba cada centavo para pagar el agujero negro de las obligaciones en una clínica privada suiza. La extra de 100 libras de este turno doble por María no era un lujo, era un día de vida para mi padre.
A las 8:02 p.m., el pesado portón de roble se abrió. No fue solo una ráfaga de aire frío de noviembre lo que entró. Fue una ola de escalofrío que se llevó la calma de todo el salón.
Era él. Aleandro Moretti.
El dueño del Patek Philippe de 150 mil dólares en su muñeca, el hombre con hielo en las venas y la leyenda de ser brutalmente impaciente. El “Lobo de Milán”, el billonario de la logística y la tecnología que había devorado a la competencia con precisión quirúrgica. Un depredador en un traje bespoke azul marino, seguramente un Keton K50. Se movía con la gracia tensa de un jaguar enjaulado.
Julian, el gerente, un hombre que no se inmutaba ante la realeza, se puso pálido como un flamenco nervioso.
“Mesa Siete,” me siseó Julian, casi sin aliento. “Tu sección, Elena. Que Dios te ayude. Solo perfección. Nada menos.”
Tragué saliva. La Mesa 7. La mejor mesa, sí, pero también la más expuesta. Era el ojo del huracán. Sabía, en lo más profundo de mi estómago, que ese hombre, Aleandro Moretti, el que no me había ni mirado, estaba a punto de arruinarme la vida. Sentía el sudor frío recorriendo mi espalda, la misma sensación de terror que tenía cuando llegué a Londres y me sentía tan expuesta, tan chilanga fuera de mi ambiente, tan desprotegida ante un mundo que me había quitado todo.
Me acerqué a la mesa, botella de agua en mano, con la postura tan perfecta que podría haber sido tallada en mármol. Mi rostro, inexpresivo. Mi voz, un susurro neutro y sin acento.
“Buenas noches. Bienvenidos a Le Toit. ¿Natural o con gas?”
Moretti ni siquiera levantó la vista. Deslizaba su pulgar sobre su teléfono, el ceño fruncido.
Su acompañante, Bianca, una modelo con un rostro esculpido que parecía aburrida de existir, respondió por él.
“San Pellegrino con gas, y asegúrate de que esté frío. La última vez estaba casi tibio. Horrible.”
“Por supuesto, señora.” La primera grieta. Un leve temblor en mis manos.
Volví con la botella, la presenté. La abrí. Vertí el agua en copas de cristal pesado. Todo el ritual de plata y lino que yo conocía mejor que mi propio nombre.
“Esta agua no está fría,” espetó Moretti. Su voz era un gruñido bajo, pero resonó en mis oídos como un claxon en plena Insurgentes. Finalmente levantó la cabeza.
Sus ojos. Eran del color del expreso sobrecargado, intensos, críticos. Me atravesaron como balas de hielo.
“Esta botella. Está tiepido (tibia). Ponga otra en una cubeta con hielo por exactamente tres minutos. No dos, no cuatro. Tres.”
Sentí la primera punzada de calor, esa humillación que te sube desde el pecho hasta la cara. Me disculpé, la voz apenas un hilo. “Mis disculpas, señor. Enseguida.”
La escena se me antojó cómica, una prueba ridícula de poder. ¿Tres minutos exactos? ¿Quién era este hombre, un villano de telenovela? Regresé con la botella cronometrada, helada a la perfección. Él me ignoró, ya inmerso en una llamada telefónica en italiano, rápida y cortante. Intercambié una mirada de puro pánico con Julian en la estación de servicio.
El desfile de aperitivos fue una cuerda floja sobre un pozo de víboras. Un carpaccio que dejó a medio comer, un vino Barbaresco que devolvió alegando que estaba “picado” (estropeado), a pesar de que yo sabía que era perfecto. Moretti irradiaba un aura de rabia apenas contenida, la tensión era un látigo invisible sobre mi espalda. Yo me concentré en ser invisible, en ser la sombra, la luchadora anónima que no siente, solo sirve.
CAPÍTULO 2: EL RISOTTO DE LA HUMILLACIÓN
Y entonces llegó el plato principal. Para ella, un Dover Sole. Para él, la joya de la corona del restaurante: el Risotto a la Milanesa, un círculo cremoso de oro, fragante de azafrán y tuétano. Lo coloqué frente a él con una reverencia mínima. El silencio se tragó el murmullo del restaurante.
Moretti se quedó mirando el plato durante diez segundos eternos. Diez segundos donde sentí que mi vida entera pasaba por el filo de su tenedor. Finalmente, lo levantó. Tomó un solo bocado. Un mordisco minúsculo. Y lo dejó caer.
“¿Qué?” Dijo. Su voz ya no era un gruñido, sino un susurro peligrosamente suave, un presagio.
“Es el Risotto a la Milanesa, señor,” dije, mi propia voz apenas audible.
“Esto,” dijo, y su voz comenzó a subir, llenando el espacio como un trueno lento, “es un insulto.”
Empujó el plato. No con violencia, sino con una frialdad definitiva, final. El risotto se detuvo en el borde de la mesa. Las cabezas en el salón comenzaron a girar. Julian se quedó inmóvil junto a la estación de servicio.
“Esto no es Risotto,” continuó Moretti, ya de pie. Su voz era ahora un arma. “Esto es pappa (comida de bebé). El arroz está sobrecocido. El azafrán es barato. No tiene anima, no tiene alma.”
“Señor, le aseguro que el chef…”
“¡El chef es un fraude!” Moretti gritó. Ya no solo hablaba. Rugía. “¿Piensa que porque está en Londres puede servir esta bazofia a gente que no sabe? ¿Sabe él de dónde viene este plato? ¿Lo sabe?”
Toda su furia se volcó sobre mí. Yo era el objetivo más cercano. El saco de boxeo perfecto.
“¿Tú?” Me espetó, señalándome con un dedo índice largo y duro. “Tú sirves esto. Traes este veneno a mi mesa. ¿Qué sabes tú? ¡Nada! Eres una muchacha con delantal que no sabe nada de mi país, nada de mi comida, nada de mi ciudad.”
Me estaba temblando todo el cuerpo. No solo de miedo, aunque había una dosis enorme de eso. Era algo más. Una humillación tan profunda, tan personal, que se sentía como un ácido corrosivo. Estaba insultando mi hogar, mi historia, la única cosa que me quedaba: la memoria de mi vida pasada en Milán, la vida que él creía que yo no conocía.
Se inclinó, su rostro a centímetros del mío. El olor a su colonia carísima era sofocante, el aroma de un éxito que mi padre había perdido. Y luego lo hizo.
Cambió el tono. Dejó el inglés y el italiano cortante, y cayó en el dialecto crudo, agresivo, callejero, de los barrios obreros de Milán.
“Che schifo,” siseó, con el sonido de la palabra rechinando en sus dientes. “Esto es basura. Mi ‘nonna’, que limpiaba pisos, podía hacer llorar a un rey con su risotto. Ustedes, la gente como tú, se paran aquí en sus salones de lujo cobrando una fortuna por una memoria que nunca han tenido. ¡No saben nada!”
Y ese fue el momento. La gota que derramó el vaso.
El dique dentro de Elena Rosales se rompió. Los 20 años de silencio, de escondite, de ser la mesera callada, se evaporaron. Vi el rostro de mi padre, de mi padre duque, brillante, gentil, y roto, y sentí que estaba defendiendo no el risotto, sino su honor perdido.
El restaurante estaba en un silencio absoluto. Bianca, la modelo, parecía horrorizada. Julian se quedó a mitad de camino.
Elena Rosales, la mesera mexicana con pasado italiano, se irguió. La curva sumisa de su espalda desapareció. Levantó la barbilla y miró a Aleandro Moretti directamente a esos ojos de expreso furioso y estupefacto. Y le respondió.
CAPÍTULO 3: EL GRITO DEL SILENCIO
No le respondí en inglés, ni en el italiano de los libros de texto. Le respondí en el mismo dialecto, el dialetto milanese preciso e hiperlocal que él acababa de usar.
Pero el mío era diferente.
No era el dialecto de las calles, el de la popolaro que lucha por subir. Era el dialecto impoluto, aristocrático, de la Nobiltà antigua, el acento de los D’Sforza. El acento que no se había escuchado en circulación común durante una generación. El acento que sonaba a poder ancestral.
“E alora, se la tua nonna l’era inscì brava,” dije, y mi voz cortó el silencio como un estilete frío y preciso. La traducción era devastadora. “Si tu abuela era tan buena, ¿por qué crió un nieto tan grosero que ni siquiera sabe lo que está comiendo?”
El mundo se detuvo.
Aleandro Moretti se congeló a mitad de su tirada. Su boca, abierta para soltar otro insulto, se cerró de golpe. La sangre se drenó de su rostro aceitunado, dejándolo casi gris. No fue solo lo que dije, fue cómo lo dije. El dialecto que él usaba era una insignia de honor; mostraba que era un hombre del pueblo que había llegado a la cima con garras. El acento que yo usé era el acento de la Villa Reale, el acento grabado en las capillas del Duomo.
Era el acento de las familias que, durante siglos, habían sido las dueñas y las que habían marcado el paso de Milán. Era el acento de sus pesadillas de infancia.
Y no había terminado. La furia contenida de una contessa desplazada y despojada era una fuerza terrible. Di un pequeño paso hacia él, invadiendo su espacio, devolviéndole su mismo gesto invasivo.
“Tiene razón en una cosa, Signore,” continué, mi dialecto afilado como una navaja. “El arroz está mal. Es Carnaroli, sí, pero ha sido mal almacenado. Perdió su almidón. El chef usó azafrán en polvo en lugar de infusionar los pistilos, y usó caldo de res en lugar del tradicional de ternera. Es un error de amateur.”
Señalé el plato arruinado con un dedo que no temblaba.
“Pero usted,” dije, mi voz cayendo a un susurro aterrador, recubierto de terciopelo. “Usted no sabría la diferencia. Usted solo sabe que está de moda ser cruel.”
Me incliné, reflejando su gesto, acercando mi rostro al suyo. “Usted habla de su nonna. Mi nonna habría dicho que usted tiene los modales de un barbone… un perro callejero.”
Me enderecé. Le di la espalda, con una compostura perfecta.
“Ahora, si me disculpa, haré que el chef le prepare una pasta simple con mantequilla y queso parmesano. Parece más adecuada para su paladar.”
Y me fui. Caminé, no corrí, sino caminé hacia la estación de servicio. Todo el restaurante, unas 50 personas, 10 empleados, había presenciado el intercambio. No habían entendido las palabras exactas, pero habían entendido el tono. Habían visto a un gladiador ser desarmado por una sirvienta.
Bianca, la modelo, me miraba con una mezcla de pavor y admiración. Se giró hacia Aleandro.
“Allay, ¿qué? ¿Qué dijo?”
Aleandro no respondió. Estaba petrificado, mirando el lugar donde yo había estado. Sus manos, que descansaban sobre la mesa, estaban apretadas en puños tan fuertes que sus nudillos eran blancos. Ya no estaba furioso. Estaba en shock. El acento, la autoridad… Una mesera con un delantal alquilado le había hablado con la voz de una Visconti, de una Duquesa, de una D’Sforza.
Sintió un escalofrío helado que le recorrió la columna vertebral. Era un fantasma. Estaba viendo un fantasma.
“Chi sei?” Susurró al aire vacío. ¿Quién eres?
De repente, agarró su abrigo.
“Allay, ¿a dónde vas?” gimió Bianca, agarrando su bolso.
“Me voy,” espetó, arrojando una tarjeta Amex negra sobre la mesa. “Paga la cuenta.”
“¿Pero y la pasta?”
“Perdí el apetito.”
Salió del restaurante sin mirar atrás, ignorando el frenético “¿Está todo bien, señor?” de Julian. Entró en la fría calle londinense. Su mente iba a mil por hora. No era posible. Ese acento estaba muerto, una reliquia de la vieja nobleza, las familias que habían perdido todo. Las familias que él había dedicado su vida a destruir.
Sacó su teléfono. No llamó a Bianca. Llamó al único hombre en el que confiaba.
“Marco,” dijo, con la voz dura como el acero. “Tengo una nueva prioridad. Ve a Le Toit en Mayfair. Hay una mesera. Su placa dice Elena. Quiero saber todo. Dónde nació, quiénes son sus padres, qué comió en el desayuno. Y quiero saber cómo aprendió a hablar como si fuera la dueña de Milán.”
PARTE 2: LA VENGANZA DE LA CONDENACIÓN
CAPÍTULO 4: EL FANTASMA DE VILLA D’SFORZA
El reloj marcó la 1:30 a.m. cuando Elena Rosales terminó su turno. El trayecto desde la cocina hasta el diminuto vestuario del personal se sintió como caminar a través de un campo minado. No la habían despedido. Julian, el gerente, simplemente la había mirado con una mezcla de pavor y confusión, como si le hubiera crecido una segunda cabeza. El resto del personal le había abierto el camino, manteniendo una distancia respetuosa, como si el incidente en la Mesa 7, el derribo del “Lobo de Milán”, ya fuera una leyenda viva, un cuento de hadas laboral imposible.
Esperaba la citación inmediata del Señor Henderson, el gerente general, pero nunca llegó. En cambio, supo que Aleandro Moretti había pagado la factura de 800 libras, incluyendo el risotto que había declarado “veneno”, y había dejado una propina de ¡1,000 libras! No era generosidad, sino un movimiento de poder, una señal fría y cortante: el costo no significaba nada. Pero Elena sabía que no había ganado. Había roto su voto de silencio. Había expuesto su identidad. Había cambiado la invisibilidad por la guerra.
Se quitó sus pulidos zapatos negros de servicio y se puso sus zapatillas desgastadas. El alivio en su cuero cabelludo fue instantáneo cuando liberó el moño severo. El olor a azafrán, miedo y grasa de cocina se aferraba a su delantal.
El autobús nocturno, el número 23, fue su nave. La llevó desde la riqueza irreal y marmórea de Mayfair hasta la cruda y sombría realidad de su vida en East End. Su piso era un único cuarto alquilado por una fortuna, justo encima de una taquería de kebab y shawarma. El aire estaba permanentemente impregnado de ese aroma a comino y aceite viejo, una mezcla que ella ya ni siquiera notaba. La chapa de su puerta era una broma. El linóleo de la diminuta cocina estaba agrietado, y el colchón chirriaba con cada movimiento.
Esta era la vida de la Contessa Elara Victoria D’Sforza.
Preparó una taza de té aguado, tan insípido como su vida anónima, y se sentó en su catre. Desde debajo de la cama, sacó una caja de cuero gastada, su único cofre del tesoro. Dentro, había una sola fotografía. Sus bordes, suaves por el roce de miles de toques, mostraban a un hombre alto y gentil, y una niña de unos diez años, riendo con el cabello rizado y salvaje. Estaban parados frente a una villa enorme, bañada por el sol: la Villa D’Sforza, su hogar ancestral en las afueras de Milán, propiedad de la familia por quinientos años.
El hombre era el Duca Lorenzo D’Sforza, su papá.
Todo se había ido.
Elena —Elara, como era entonces— tenía veinte años cuando estalló el escándalo. Su padre, el Duque, era la cabeza del Banco D’Sforza, un bastión de la integridad del viejo mundo que había sobrevivido a guerras y recesiones. Pero no sobrevivió a la modernidad.
Los titulares habían sido brutales: “Banco D’Sforza Implosiona. Duque de Milán Acusado de Fraude Masivo. Miles de Millones Desvanecidos.”
A su padre lo acusaron de orquestar un complejo esquema de malversación, utilizando fondos de los depositantes para cubrir pérdidas personales catastróficas. El nombre D’Sforza, sinónimo de honor, se convirtió en sinónimo de desgracia.
Pero Elara conocía la verdad. Su padre era un hombre bueno, brillante, un poeta y un historiador. No era un banquero. Había sido manipulado, usado como fachada y finalmente incriminado por sus nuevos y despiadados socios que prometieron “modernizar” el banco. Perdieron todo: la villa, el arte, el nombre, y finalmente, a su padre.
Él no pudo manejarlo. La vergüenza y la traición lo habían roto. Sufrió un colapso mental completo. Nunca enfrentó un juicio. Fue institucionalizado, un fantasma del hombre que fue, viviendo en una clínica privada suiza, horriblemente costosa, pero segura.
Y Elara, la Condesa, se había convertido en Elena Rosales, la mesera. Huyó a Londres, se desvaneció en el anonimato de un trabajo de servicio, trabajando tres turnos para pagar las facturas de la clínica, para mantener a salvo a su padre, para evitar que el último vestigio de su familia se derrumbara. Había construido una fortaleza de invisibilidad.
Y esta noche, un solo plato de risotto la había derribado por completo.
Aleandro Moretti. Por supuesto que conocía el nombre. Todos lo conocían. Él era el nuevo rey de Milán, un hombre hecho a sí mismo, un depredador que había crecido de la nada. Él era uno de los inversores que habían rodeado el cadáver sangrante del Banco D’Sforza, comprando activos a precio de ganga. Él no había entrado por casualidad a Le Toit. Era un buitre, y ella acababa de revelarle que la presa no estaba muerta, solo dormida. La guerra acababa de ser declarada.
CAPÍTULO 5: EL PACTO EN LA OSCURIDAD
Un golpe sordo y repentino resonó en su diminuto piso. Toc, toc.
2:30 a.m. Su sangre se congeló. Nadie llamaba a su puerta. Nunca. Sus vecinos, todos inmigrantes que regresaban exhaustos de sus trabajos nocturnos, se movían con sigilo espectral.
“¿Quién es?” llamó, su voz temblando por primera vez en horas.
Una voz de hombre, suave, profesional, respondió. No era la voz de Moretti.
“Señorita Rosales, mi nombre es Marco. Soy jefe de seguridad del Señor Moretti. Le gustaría hablar con usted.”
Estaba aquí. La había encontrado. Le había tomado menos de cuatro horas. Se sintió estúpida, ingenua. ¿Cómo pudo pensar que podría esconderse de un billonario con recursos ilimitados?
“Yo… no estoy vestida. Es media noche.”
“Él está esperando en el coche, Señorita Rosales. No es un hombre paciente. Me pidió que le diera esto.”
Algo blanco y plano se deslizó por debajo de su puerta. Un sobre blanco, simple. Sus manos temblaron al recogerlo. Lo rasgó. No había dinero.
Era una fotografía. Una reciente.
Era una imagen de su padre sentado en un banco del jardín de la clínica en Suiza. Se veía frágil, perdido, con un rostro que no reconocía, pero el alma sí.
Era un mensaje. Sé quién eres. Sé dónde está. Puedo alcanzarte en cualquier lugar.
Era una amenaza.
Elena cerró los ojos, apretando la foto. El juego de ser “Elena Rosales” había terminado. Abrió la puerta.
El hombre, Marco, estaba impecable en un traje oscuro, un profesional silencioso. Hizo un gesto hacia la escalera. “Por aquí, Condesa.”
El Bentley Mulsanne era una isla de lujo obsceno en la calle sórdida de East End. El cuero olía a dinero nuevo. El silencio dentro era absoluto, un contraste brutal con el zumbido del extractor de grasa de la taquería.
Aleandro Moretti estaba sentado atrás, una sombra en la sombra. Sostenía un vaso de licor ámbar. No la estaba mirando. Miraba por la ventana, concentrado en la nada.
Elena se deslizó en el asiento. Todavía vestía sus jeans gastados y su camiseta. Se sintió como un gato callejero arrastrado a un palacio, y la sensación era deliberada, parte de la humillación.
“La Villa D’Sforza,” dijo, su voz tranquila, sin el rugido de la cena, pero infinitamente más peligrosa. Aún no la miraba. “Estuve allí una vez, para una fiesta de Navidad.”
Elena frunció el ceño. Eso era imposible. La seguridad de su padre era hermética.
“Mi padre era el jardinero.”
La cabeza de Elena giró hacia él. “¿Qué?”
Ahora sí se giró. Sus ojos de expreso ya no estaban enojados. Estaban atormentados.
“Mi padre era Giuseppe Moretti. Jardinero jefe en la Villa D’Sforza durante treinta años. Amaba esa tierra más de lo que su padre jamás la amó. Cuidaba los limoneros. Cultivaba la rosa D’Sforza, la que crió su tatarabuelo.”
Elena lo recordó. Un hombre tranquilo, con el rostro curtido por el sol y ojos amables. Beppe. Solía dejarla elegir los higos maduros.
“Él era un buen hombre,” susurró Elena.
“Él era un hombre leal,” corrigió Aleandro, su voz endureciéndose. “Y cuando los socios de su padre, el Barón Vescoi y su consorcio, comenzaron con su contabilidad creativa… ¿a quién necesitaron para firmar las facturas falsas, los manifiestos de transporte, los presupuestos de jardinería que se inflaron en un mil por ciento?”
Elena sintió náuseas. Sabía a dónde iba esto.
“Su padre, el Duca, estaba demasiado ocupado leyendo poesía para darse cuenta,” dijo Aleandro, su voz goteando con el resentimiento acumulado de toda una vida. “Simplemente firmaba lo que le ponían delante. Pero ellos necesitaban un hombre de detalles. Un chivo expiatorio. Alguien que cayera primero.”
“Así que fueron a mi padre. Le ofrecieron dinero. Él se negó. Él amaba a su familia. Creía en el nombre D’Sforza.” Aleandro tomó un trago seco. “Así que lo incriminaron. Plantaron documentos falsificados en su cabaña. Afirmaron que él era el cerebro, el simple jardinero que en secreto desviaba millones.”
“No,” jadeó Elena. “No lo sabía.”
“¡Claro que no!” espetó. “Ustedes estaban en la villa. Nosotros estábamos en la cabaña. Cuando llegó la policía, su padre no hizo nada. Se escondió. Dejó que se llevaran a Beppe. Dejó que se llevaran a mi padre.”
La voz de Aleandro se quebró. Solo por un segundo.
“Mi madre y yo fuimos desalojados de los terrenos al día siguiente, tirados como spazzatura. Basura. Mi padre,” su voz volvió a endurecerse, “murió en la prisión de San Vittore. Un ataque al corazón. Tenía 52 años. Murió avergonzado, tachado de ladrón. Mientras su padre… su padre pudo alegar locura y esconderse en una clínica de lujo suiza.”
El silencio en el coche era asfixiante. Todo encajó para Elena: el Lobo de Milán, su despiadado impulso, su obsesión por recomprar partes de la antigua aristocracia. No era ambición pura. Era una campaña de tierra quemada, de venganza. Estaba quemando el mundo que había quemado a su padre.
“Se equivoca,” dijo Elena, su voz temblando, pero recuperando su fuerza. “Mi padre fue una víctima, como el suyo. Él fue destruido por esto. Está roto.”
“Está vivo,” contraatacó Aleandro. “Está cómodo. Mi padre es un nombre en una tumba de pobre.”
“Y usted,” dijo Elena, dándose cuenta. “Usted está comprando los activos D’Sforza, el banco, las propiedades. No es un buitre. Está… está tratando de recuperar la cabaña de su padre.”
Su rostro se endureció. “Estoy recuperando lo que le robaron a mi familia.”
“No fue mi familia quien lo robó,” insistió Elena, inclinándose hacia él. “Fue Silvio Vescoi. Él es el culpable. Incriminó a su padre para comenzar el fraude, e incriminó a mi padre para terminarlo. Él es el que se llevó todo.”
Aleandro la miró fijamente, su mente claramente en guerra con dos décadas de odio cultivado. “Vescoi,” dijo, el nombre sabiendo a veneno. “Es intocable. Es un Barone. Está limpio. Mis abogados han estado buscando durante años. No hay rastro de papel.”
“Porque usted buscaba un vínculo con mi padre,” dijo Elena, su mente trabajando más rápido que en años. “Usted asumió que eran socios. Pero no lo eran. Mi padre fue su víctima. Su padre fue su escudo.”
Se miraron fijamente. El billonario y la mesera. El hijo del jardinero y la hija del Duque. Dos mitades de la misma tragedia.
“Silvio Vescoi,” dijo Elena, su voz volviéndose hielo puro. “Él es el que debería estar en prisión. No su padre. Él es el que debería estar roto, no el mío.”
Aleandro Moretti la observó. La mesera sumisa se había ido. En su lugar, había una Condesa con un núcleo de acero. Vio su propia rabia, su propio enfoque reflejados en ella.
“Vescoi organiza su Baloduno anual,” dijo Alessandro, pensando en voz alta. “En su villa en el Lago Como, la próxima semana. Es el evento más grande de la temporada. Me ha invitado. Quiere mi inversión en su nuevo fondo tecnológico.”
“Está lavando el dinero,” dijo Elena al instante. “El dinero D’Sforza, probablemente. Y lo invita a usted,” continuó, “al hijo del hombre que incriminó para que invierta. La arrogancia, el schifo (asco). Piensa que soy como él, piensa que el pasado es el pasado.”
Una idea terrible y brillante comenzó a formarse en el espacio entre ellos.
“Yo iré,” dijo Elena.
“Tendrá seguridad. No te dejará a un kilómetro de su villa,” replicó Aleandro.
“No si soy Elena Rosales, la mesera. ¿Pero y si no lo soy?”
Aleandro la miró, una sonrisa lenta y peligrosa se extendió por su rostro por primera vez. Lo transformó.
“Te reconocerá,” dijo Alessandro.
“Reconocerá a Elara D’Sforza,” corrigió ella. “A la hija rota y arruinada. No esperará a la Condesa.”
Aleandro tomó su teléfono. No llamó a Marco. Llamó a su piloto. “Preparen el Gulfstream G650. Volamos a Milán.”
Colgó y miró a Elena. “Hay un problema,” dijo.
“¿Cuál?”
“Estás vestida como… bueno, como esto. Si vas a entrar a ese baile como una D’Sforza, necesitas lucir como una D’Sforza.” Hizo una pausa, un brillo en sus ojos. “Y yo… voy a disfrutar esto.”
“¿Disfrutar qué?”
“El cambio de imagen. Vamos a Bond Street. Luego vamos a la guerra.”
CAPÍTULO 6: LA ARMADURA DE LA DUQUESA
Las siguientes 48 horas fueron un torbellino surrealista. Elena se sintió menos como una persona y más como un proyecto de alto riesgo. El ático de Aleandro Moretti en Londres, en One Hyde Park, era una caja de cristal estéril en el cielo, con vistas a una ciudad que ella solo había visto desde el suelo.
“Primero,” declaró Aleandro, entrando en la sala con un iPad. “Arreglamos esto.” Hizo un gesto vago hacia ella.
“¿Arreglar qué?” dijo Elena, cruzando los brazos, su camiseta de mesera sintiéndose delgada como el papel en la opulenta habitación.
“Todo. El cabello, la ropa, la fatiga. El aura de luchadora de la calle que huele a kebab.”
En una hora, el ático se llenó de gente. Un estilista de cabello llamado Antoine, volado desde París, que chasqueó la lengua ante sus puntas abiertas. Un maquillador. Un sastre.
“No,” dijo Elena, cuando el estilista blandió unas tijeras.
“¿No?” preguntó Aleandro, molesto.
“No. Una D’Sforza no tendría un corte de moda. Está de luto. Está escondida. Es una contessa, no una influencer. El cabello se queda recogido. Simple, elegante, severo.”
Aleandro hizo una pausa, sorprendido por su autoridad. Asintió a Antoine. “Haz lo que ella dice.”
Luego vino la ropa. Carros y carros de vestidos de diseñador fueron llevados: Gucci, Prada, Valentino. Elena negó con la cabeza ante todos. Demasiado nuevos, demasiado ruidosos.
“¿Qué es esto?” dijo Aleandro, exasperado, sosteniendo un brillante Versace sin espalda.
“Esto es lo que llevaría Bianca,” dijo Elena.
“Exacto.”
“Vescoi esperará una mujer como Bianca en tu brazo. Esperará un trofeo. Necesita ver una amenaza.”
Caminó más allá de los estantes y se detuvo ante un solo vestido, un traje de terciopelo azul medianoche de un diseñador tan anticuado que era casi olvidado. Tenía el cuello alto, manga larga y era completamente severo.
“Este,” dijo ella.
“Es un vestido de monja,” protestó Aleandro.
“Es un vestido de reina,” replicó Elena. “Es armadura.”
Rebuscó en una caja de accesorios. “Y esto.” Sacó un collar sencillo de oro macizo y lapislázuli. Era vintage.
Aleandro se quedó mirando. “Ese es… el escudo D’Sforza. Lo sé. Estaba en la colección D’Sforza. Lo compraste en la subasta, ¿verdad? Junto con todas las demás joyas de la familia.”
Él lo había hecho. Había estado recomprando la historia de su familia como un acto de conquista personal.
“Póntelo,” ordenó.
Ella se abrochó el pesado collar. La transformación fue completa. La mesera agotada había desaparecido. En el espejo, había una mujer de belleza aristocrática y aplomo aterrador. Parecía digna de una moneda renacentista. Aleandro permaneció en silencio durante un minuto completo. Vio por primera vez a la mujer que le había hablado en el restaurante.
“Falta una cosa,” dijo. Fue a su caja fuerte. Regresó con una pequeña caja de terciopelo.
Dentro, en un lecho de seda, había dos pendientes de diamantes en forma de lágrima.
“Las Lágrimas D’Sforza,” susurró Elena. “Eran legendarios. Se suponía que se habían perdido.”
“Los encontré,” dijo simplemente. “En una colección privada en Dubái. Son tuyos.”
Mientras se los ponía, sus dedos se rozaron. Una corriente eléctrica pasó entre ellos, aguda e inesperada. No era romántico, no. Era el shock de dos cables de alto voltaje tocándose. Ambos eran depredadores. Y finalmente estaban cazando la misma presa.
El vuelo a Milán en el Gulfstream fue una reunión de guerra.
“Marco ha estado cavando,” dijo Aleandro, pasándole una tableta. “El fondo tecnológico de Vescoi es un fantasma. Es una serie de corporaciones fantasma que pasan por Malta, Panamá y terminan en una bóveda privada en Zúrich. La misma bóveda donde los abogados de mi padre dijeron que se desvanecieron los activos D’Sforza,” señaló Elena.
“Exacto. Ha estado sentado sobre el dinero durante veinte años. Ahora está tratando de legitimarlo. Necesita inversores limpios como yo para mezclar con su dinero sucio. Una vez que mi capital esté dentro, todo será solo ‘Vescoi Global Tech’.”
“Así que necesitamos detener la transferencia.”
“Más que eso,” dijo Aleandro, con los ojos oscuros. “Necesitamos recuperarlo. No solo el dinero. Necesitamos una confesión. Necesitamos limpiar el nombre de tu padre y el mío.”
“Nunca confesará. Es demasiado inteligente.”
“Es arrogante,” corrigió Aleandro. “Y tiene una debilidad. Su estudio en la villa. La inteligencia de Marco dice que guarda todos sus libros de contabilidad privados allí. Los reales. No en una computadora. En una caja fuerte. A la antigua usanza, como mi padre.”
“Así que, ¿cómo llegamos a él? El lugar será una fortaleza durante la fiesta.”
“Lo será. Tendrá su propia seguridad más contrataciones privadas. Pero,” dijo Aleandro, con una pequeña sonrisa jugando en sus labios. “No sabe que mi jefe de seguridad es el mejor experto en infiltración digital de Europa. Marco ya está dentro.”
“¿Qué?”
“Ha estado en el equipo de seguridad privada de Vescoi durante dos semanas como consultor. Está mapeando sus sistemas ahora mismo.”
Elena lo miró fijamente. “Has estado planeando esto.”
“He estado detrás de todos,” dijo Aleandro. “No sabía quién era la verdadera serpiente. Solo sabía que el nombre D’Sforza estaba en el centro de todo. Luego tú… me aclaraste las cosas en el restaurante.”
El plan era simple y demencial. Uno: Aleandro y Elena llegarían al Baloduno. Dos: Aleandro mantendría a Vescoi ocupado, hablando de la inversión. Tres: Elena crearía una distracción monumental. Cuatro: Durante la distracción, Marco desactivaría las alarmas silenciosas del estudio. Cinco: Elena tendría una ventana de diez minutos para encontrar la caja fuerte, obtener los libros de contabilidad y salir.
“¿Una distracción?” preguntó Elena. “¿Qué clase de distracción?”
“Eso,” dijo Aleandro. “Tendrás que improvisarlo. Eres la Condesa. Estoy seguro de que se te ocurrirá algo que haga que la gente olvide cómo respirar.”
La tensión y la excitación por la inminente venganza eran un vino embriagador. Ambos se sintieron más vivos de lo que habían estado en veinte años. La mesera y el Lobo estaban listos para cazar.
CAPÍTULO 7: NESSUN DORMA: LA DISTRACCIÓN PERFECTA
La Villa Vescoi, en el Lago Como, no era una casa. Era una declaración. Una obra maestra renacentista que era un laberinto de jardines en terrazas, frescos invaluables y una arrogancia asombrosa. Esta noche, estaba iluminada como un faro, un monumento al imperio robado de Silvio Vescoi. El Bentley, esta vez su modelo italiano, se detuvo en el camino flanqueado por cipreses.
“Hora del espectáculo,” murmuró Aleandro. Estaba en un esmoquin de Bion perfectamente adaptado. Parecía un rey.
“Solo recuerda,” dijo Elena, su voz firme, aunque su corazón golpeaba contra sus costillas. “No somos sus invitados. Somos sus jueces.”
Aleandro la miró, al fuego en sus ojos, a los diamantes D’Sforza en sus orejas. “Por mi padre, Giuseppe,” dijo.
“Por mi padre, Lorenzo,” replicó ella.
Salió y le ofreció la mano. Ella la tomó. Los paparazzi, detenidos por una cuerda de terciopelo, explotaron en un mar de flashes. “¡Moretti! ¡Moretti! ¿Quién es ella? ¡Señor Moretti, una nueva mujer!”
Los ignoraron, deslizándose por los escalones de mármol. Silvio Vescoi estaba en la entrada, saludando a sus invitados. Tenía unos sesenta años, una melena de cabello plateado, un encanto depredador y los ojos fríos de un tiburón. Era el hombre que había atormentado sus pesadillas.
Vio a Aleandro, y su rostro se iluminó con una sonrisa falsa y mantecosa. “¡Aleandro, mio caro, viniste! ¡Estoy tan contento! Tenemos mucho que discutir.”
“Silvio,” dijo Aleandro, su voz un suave barítono, estrechando su brazo. “Una casa encantadora.”
“Lo intento. ¿Y quién es esta visión?” Vescoi dirigió su mirada de tiburón hacia Elena. Su sonrisa vaciló. Sus ojos se abrieron solo por una fracción de segundo. El reconocimiento fue instantáneo, y también la confusión.
“Barone Vescoi,” dijo Elena, su voz como champán helado. No le ofreció la mano.
“Elara,” dijo Vescoi, recuperándose, aunque su color era alto. “Condesa Elara D’Sforza. Querida mía. Yo… no te he visto desde. Bueno, querida niña, qué sorpresa.”
“Estoy segura de que lo es,” dijo Elena.
“Y estás con el Signor Moretti.” La mente de Vescoi claramente corría, tratando de armar las piezas.
“Elara es una vieja amiga de la familia,” dijo Aleandro suavemente, su mano descansando con posesividad en la parte baja de su espalda. “La estoy ayudando a restablecerse.”
La mentira fue perfecta. El rostro de Vescoi se relajó, luego se transformó en una mirada de comprensión aceitosa. “¡Ah! ¡Aja!” Asumió que Moretti había tomado a la hija indigente de su viejo enemigo como amante, un acto final de conquista. La idea apeló a su propio oscuro sentido de la ironía.
“¡Qué maravilloso!” Vescoi sonrió. “Una historia de redención. Por favor, disfruten. Hablaremos más tarde, Alessandro.”
Mientras caminaban hacia el gran salón de baile, donde un cuarteto de cuerdas tocaba Vivaldi, Elena susurró. “Es repugnante. Piensa que soy tu… tu juguete.”
“Déjalo,” susurró Aleandro. “Eso le hace subestimarte. Le da comodidad.”
“Ahora, socializa. Necesito encontrar a Marco.”
Durante una hora, Elena interpretó el papel del fantasma. Viejos conocidos de su familia la miraban fijamente, susurraban y la evitaban. Era una paria, un recordatorio de un escándalo del que todos se habían beneficiado. Mantuvo la cabeza alta, el collar D’Sforza, un peso pesado y reconfortante.
A las 10:15 p.m., Aleandro la encontró en la terraza. “Es hora,” dijo. “Marco está en posición. Vescoi está en la biblioteca con su ministro de finanzas, presumiendo. Voy a entrar a hablar de números. Lo sacaré a la terraza. Esa es tu señal. El estudio está en el segundo piso, ala oeste. Tienes diez minutos.”
“¿Y la distracción?”
“Lo sabrás en el momento.”
Aleandro regresó al interior. Elena lo vio irse, luego miró las tranquilas y oscuras aguas del Lago Como.
Ella lo siguió un minuto después. Los vio: Aleandro y Vescoi, de pie junto a las grandes puertas abiertas de la terraza. Vescoi sostenía un cigarro, riéndose de algo. Marco, vestido de guardia, estaba en el extremo opuesto del pasillo. Hizo un asentimiento imperceptible.
Elena caminó hacia el centro del gran salón de baile. Respiró hondo. Necesitaba hacer algo que nadie esperaría, algo que detuviera la fiesta. Vio al director del cuarteto de cuerdas. Caminó directamente hacia él.
“Disculpe,” dijo en un italiano claro y autoritario. El director, molesto, se giró.
“Señora, tengo una petición.” Le deslizó un billete de 100€ en el bolsillo. “Toque Nessun Dorma. Ahora.”
“Pero señora, esto no es una ópera…”
“Toque,” ordenó, con la autoridad de una mujer acostumbrada a ser obedecida.
Él tartamudeó, luego asintió. El Vivaldi se detuvo bruscamente. Los músicos, confundidos, susurraron sobre sus papeles. El director golpeó su batuta. Unos segundos después, las notas de apertura arrolladoras, dramáticas y atronadoramente emocionales del Nessun Dorma de Puccini llenaron el salón de baile.
La multitud se quedó en un silencio total. Fue una elección extraña y discordante. Era la distracción de Elena.
Pero no era toda la distracción.
Mientras la música comenzaba a elevarse, Elena caminó al centro del salón y comenzó a cantar. No era una profesional, pero una D’Sforza, una Condesa, había sido entrenada en todo. Su voz, una mezzo clara y rica, no solo era poderosa. Estaba llena de veinte años de dolor, rabia y pérdida.
“Nessun Dorma! Nessun Dorma!” (¡Que nadie duerma!)
Toda la fiesta se congeló, con las mandíbulas caídas. Aleandro y Vescoi en la terraza se giraron. Vescoi parecía confundido, luego molesto. “¿Qué es esto? ¿Está borracha?”
Elena cantó, sus ojos fijos en Vescoi. Cantó sobre la noche, las estrellas, un secreto que debe guardarse, y el amanecer que traería la victoria. “Il mio mistero è chiuso in me…” (Mi secreto está escondido dentro de mí…)
Era, en ese momento, magnífica y aterradora, una banshee en terciopelo azul. Mientras la orquesta llegaba al crescendo, mantuvo la nota alta, un grito de desafío que resonó en los techos frescos.
Cuando la nota final se desvaneció, hubo un silencio aturdido y absoluto.
Y entonces, se desmayó.
Un colapso teatral perfecto sobre el piso de mármol. El salón estalló. “¡Ayúdenla! ¡Llamen a un médico! ¡Condesa!”
Vescoi y Aleandro corrieron. “¡Elara!” gritó Aleandro, interpretando su papel a la perfección, cayendo de rodillas. “¡Guardias! ¡Agua! ¡Despejen la habitación!”
“¡Llévenla a mi estudio!” ordenó Vescoi, su rostro una máscara de pánico social. “Está en el segundo piso. Es silencioso. Necesita aire. Un médico.”
Esto era un desastre, pero también un golpe de suerte. Aleandro estaba a punto de aceptar cuando se dio cuenta de la ubicación. “No,” dijo, su voz aguda con una preocupación fabricada, levantando a Elena del suelo. “El estudio está demasiado lejos, demasiado lleno de tus cigarros.” Inyectó una nota de desdén. “¡A la suite de invitados más cercana! ¡Ahora! Está blanca como una sábana.”
“Sí, sí, por supuesto,” dijo Vescoi, despidiéndolos con la mano, ya girando hacia su fiesta para calmar la marea de murmullos. “La Suite Tiglio. Arriba de la escalera, a la izquierda. Enviaré un médico de inmediato.”
Aleandro asintió, su rostro una máscara de amante angustiado, y la cargó por la imponente escalera de mármol. El peso de ella en sus brazos era insignificante, pero el peso de su misión era colosal.
En el momento en que giraron la esquina, fuera de la vista del salón de baile, los ojos de Elena se abrieron de golpe.
“Está enviando un médico,” siseó. “Tenemos minutos, tal vez menos.”
“Bájame, Aleandro. No soy de cristal.”
Él la puso de pie en el pasillo alfombrado. Su desmayo había sido una obra maestra. Su Nessun Dorma había sido un grito de guerra. Ahora, se puso en modo de negocios. La Suite Tiglio estaba a su izquierda. El Ala Oeste y el estudio estaban a su derecha.
“Por aquí,” dijo él. Se movieron como fantasmas.
CAPÍTULO 8: EL AMANECER DE SAFFRON
Se movieron como sombras en el Ala Oeste, desierta como Marco había prometido. Una sola puerta de estudio de roble, una monstruosidad tallada, estaba frente a ellos. Y estaba cerrada.
“El teclado digital está apagado,” dijo Aleandro, pasando los dedos por él. “Marco desactivó la red, pero el cerrojo físico…”
“Permítame,” dijo Elena. Llevó su mano a su cabello, firme, y sacó un solo pasador largo de acero gris del corazón de su moño severo. No era una horquilla cualquiera. Era una ganzúa de alta tensión.
“Estás llena de sorpresas, Condesa,” murmuró él.
“La clínica de mi padre cuesta 400.000 euros al año,” replicó ella, su voz fría, su concentración absoluta mientras se arrodillaba ante la cerradura. “No solo aprendí a servir vino. Aprendí a ser práctica.”
Probó la cerradura. Era un diseño antiguo y complejo, probablemente una cerradura que Vescoi había rescatado de la propia villa de su familia como un trofeo. Sintió los pernos, su mente tan fría y clara como el lago exterior.
Click. Thunk. Clack. No estaba solo abriendo una puerta. Estaba recuperando una llave.
Click. El pesado mecanismo giró. La puerta se abrió silenciosamente.
El estudio era una tumba de la arrogancia de Vescoi. Olía a cuero viejo, humo de puro rancio y un toque acre de pulimento de muebles con aceite de limón. Era una patética imitación de la biblioteca de su propio padre.
“La pintura,” dijo Aleandro, caminando hacia un gran Tiziano oscuro. “Es un cliché.” Levantó el pesado marco.
Detrás no había una caja fuerte antigua, sino una caja fuerte biométrica digital plana. “Marco no pudo descifrar esto sin la huella digital de Vescoi o un PIN de diez dígitos,” dijo Aleandro, tenso. “No tenemos tiempo.”
“No necesitamos tiempo. Necesitamos su ego,” dijo Elena. Sus ojos escanearon la habitación, descartando el escritorio antiguo, los premios, los decantadores de cristal. Lo estaba perfilando.
Caminó hacia una pequeña mesa auxiliar. En ella, un único marco de fotos digital enmarcado en plata, que mostraba imágenes de Vescoi en un yate, aceptando un premio.
“Es un narcisista,” susurró ella. “¿Qué?”
“No querría que sus criadas o amantes manipularan sus fotos.” Ella desenchufó el marco. La pantalla se apagó.
“Elena, ¿qué estás haciendo? ¡Necesitamos la caja fuerte!”
“Shh.” Ella lo volvió a enchufar. La pantalla se iluminó. Apareció un mensaje: Ingrese PIN de seis dígitos para acceder a la configuración.
Aleandro juró, una nota baja de pura admiración. “La fecha. ¿Cuál es la fecha?”
“El día en que colapsó el Banco D’Sforza.” Elena tecleó. 10142004. PIN incorrecto.
“¡Maldición!” siseó Aleandro. “Piensa. ¿Su cumpleaños? No, demasiado simple. ¿Cuál es la otra fecha?”
“La fecha en que comenzó todo esto. El día que mi padre fue arrestado.”
Los dedos de Elena volaron. 02052003. PIN ACEPTADO.
“Es perezoso,” dijo Elena, con una sonrisa sombría tocando sus labios. “Es arrogante y es perezoso. Usa el mismo PIN para todo.”
Corrió hacia la caja fuerte. Tecleó 02052003. Un golpe sordo y aceitado resonó en la habitación. La puerta de la caja fuerte se abrió.
Estaba todo allí. No dinero en efectivo, sino algo infinitamente más valioso. Tres gruesos libros de contabilidad encuadernados en cuero. Los reales. Los que detallaban las cuentas en el extranjero, las empresas fantasma y el destino final en Zúrich.
Elena los agarró, apretándolos contra su pecho. Se sentían tan pesados como lápidas. “Los tenemos. Vámonos.”
“Espera,” dijo Aleandro. Sacó una delgada memoria USB negra de su chaqueta de esmoquin. “No solo merece ser encarcelado. Merece ser arruinado.”
Conectó el pendrive a un puerto en la parte posterior del escritorio de Vescoi. “Marco es un genio. Esta es una unidad fantasma. Está copiando todo su disco duro. Todo. Todos sus otros negocios ‘limpios’.” La pequeña luz de la unidad parpadeó. Blink. Blink.
“¡Aleandro! No podemos. Tenemos los libros de contabilidad. Es suficiente.”
“No es suficiente para mi padre,” dijo, su voz un gruñido bajo. Blink. Blink. Cinco segundos más.
Y entonces lo escucharon. Pasos. No el arrastrar de un médico nervioso, sino el golpeteo fuerte y furioso sobre la alfombra. Los pasos de su anfitrión.
“Viene,” susurró Elena, su sangre volviéndose hielo.
“Listo.” Aleandro arrancó la unidad del puerto. Miraron a la puerta, luego a la ventana.
“La terraza,” dijo Elena, señalando las puertas francesas. No dudaron. Estallaron en la pequeña terraza de piedra privada. Estaban atrapados. Había una caída de veinte pies hacia un jardín de rosas oscuro y cuidado.
Pudieron escuchar la puerta del estudio volar, estrellándose contra la pared.
“¿Se van a alguna parte?”
Se giraron. Silvio Vescoi estaba en el umbral, enmarcado por la luz amarilla del estudio. No estaba solo. Dos de sus guardias de seguridad privados lo flanqueaban. Y en la mano de Vescoi, brillando bajo la luz de la luna, había una pequeña pistola plateada.
“Así que,” dijo Vescoi, su encanto aceitoso reemplazado por una furia fría y reptiliana. “La Condesa y el chico del Jardinire. Qué perfecto. Qué total y predeciblemente dramático.”
Salió a la terraza. “Tu Nessun Dorma, Elara, conmovedor. Un poco chillón en la nota alta, pero la pasión… magnífica. Y el desmayo, una obra maestra. Casi me convences.”
Dio un paso más. “Pero le pedí a un guardia que revisara la suite Tiglio. Imagina mi sorpresa cuando la encontró… vacía. Y luego recordé mi caja fuerte. Mi caja fuerte real.” Sus ojos se posaron en los libros de contabilidad en los brazos de Elena.
“Damelos,” gruñó. “Y la unidad. Aleandro, conozco tus trucos. Ponlos en la balaustrada. Lentamente.”
“Se acabó, Silvio,” dijo Aleandro, moviéndose para pararse ligeramente frente a Elena. “La Guardia di Finanza está en camino.”
Vescoi soltó una risa corta y aguda. “Un farol. No tienes nada. Soy un Barón. Eres la hija de un ladrón desgraciado e insano y el hijo de uno muerto. ¿A quién le van a creer?”
“Le creerán a mi padre,” dijo Elena, su voz cortando la noche, aguda y fría como el hielo.
La risa de Vescoi murió. “¿Qué? Tu padre es un vegetal en una postal suiza.”
“Lo era,” corrigió Elena, su voz resonando con un poder que no sabía que poseía. “¿Crees que he estado trabajando como mesera por diversión? Lo he estado manteniendo a salvo. Lo he estado manteniendo vivo. Pero hace dos semanas, el Signor Moretti pagó a la clínica un bono: cinco millones de euros para un tratamiento experimental. Es increíble lo que los mejores neurólogos del mundo pueden hacer cuando el dinero no es un obstáculo. Él comenzó a hablar hace una semana, Silvio, y no ha parado. Está hablando con las autoridades suizas. Lo recuerda todo. Recuerda los papeles que lo obligaste a firmar. Recuerda las amenazas que hiciste contra mí. Te recuerda a ti.”
El rostro de Vescoi se contorsionó. Esta era la única variable que no había podido, que no podría haber planeado. Estaba acorralado.
“¡No importa!” gruñó, levantando la pistola. “Una mujer muerta y un anciano roto no pueden testificar.” Apuntó el arma. No a Elena. A Alessandro, la verdadera amenaza.
“¡No!” gritó Elena, abalanzándose sobre él.
Un solo golpe seco y agudo resonó sobre el lago.
No fue la pistola de Vescoi.
Vescoi se congeló. Miró hacia abajo a su prístino esmoquin blanco. Un pequeño punto rojo brillaba en su pecho. Miró hacia arriba, confundido, hacia los jardines oscuros de abajo. Un sonido de thip, casi cómico, cortó el aire, y un pequeño dardo brotó de su hombro.
“Suéltala, Barón,” gritó una voz desde las sombras de un ciprés. Marco salió a la luz de la luna, con un rifle tranquilizador de alta potencia apoyado en su hombro. “El mío es más silencioso, y nunca fallo.”
La pistola de Vescoi se estrelló contra la piedra mientras sus ojos se ponían en blanco y sus rodillas se doblaban. Los dos guardias de seguridad, al ver que el juego había terminado, levantaron las manos como por reflejo.
Como si fueran invocados por el silencio, el sonido distante de las sirenas se convirtió en un aullido ensordecedor. Luces azules intermitentes, Guardia di Finanza y Carabinieri, subían a toda velocidad por el largo camino de cipreses.
Aleandro revisó fríamente su reloj. Justo a tiempo.
“Tú… tú los llamaste,” jadeó Elena.
“Hice algo mejor,” dijo Aleandro, sacudiendo el polvo de su esmoquin. “Han estado en una camioneta de catering al final del camino durante dos horas. Tenían una transmisión en vivo desde la cámara corporal de Marco. Solo estaban esperando un delito claro y presente. Creo que Vescoi apuntándonos con un arma califica.”
Se agachó y recogió los libros de contabilidad caídos junto al Barón inconsciente. Miró al hombre que había arruinado a ambas familias, una mirada de profundo y frío desdén.
“Insultaste la memoria de mi padre,” le dijo a la figura dormida. “Y la obligaste a servirte risotto.” Se enderezó. “Tienes los modales de un barbone.”
Se quedaron en la terraza, dos soldados con ropa de noche, observando cómo la policía armada inundaba el salón de baile, arrestando a los asociados de Vescoi. Los invitados a la fiesta, un mar de diamantes y confusión, estaban siendo conducidos al césped. Se acabó.
“Tiene razón, sabes,” dijo Elena, su voz temblando, la adrenalina finalmente abandonándola. “Todo esto… fue ilegal. Allanamiento, robo, hacking.”
“No,” dijo Aleandro, girándose hacia ella. Le tendió los libros de contabilidad. “Fue justicia. Mis abogados lo llamarán una recuperación ciudadana de propiedad robada. Éramos las víctimas. Ahora, ya no lo somos.”
Ella tomó los libros de contabilidad. Eran pesados. El peso físico y tangible de veinte años de su vida.
“¿Y ahora qué, Condesa?” preguntó él, su voz más suave de lo que ella jamás había escuchado.
Ella lo miró. El Lobo de Milán, el hijo del jardinero, el hombre que, de la manera más extraña posible, le había devuelto su vida.
“Mi nombre es Elena,” dijo, una lágrima finalmente trazando un camino a través de su maquillaje. “Y necesito ver a mi padre.”
“El jet está esperando en Linate,” dijo simplemente, como si fuera un taxi.
“¿Y tú?” preguntó ella. “¿Qué harás?”
“¿Yo?” Aleandro miró hacia el lago, donde el primer indicio del amanecer pintaba el cielo. “El Banco D’Sforza es una ruina, un cascarón. Creo… creo que lo reconstruiré. Pero necesito a alguien que lo dirija. Alguien que conozca el nombre D’Sforza. Alguien que sepa la diferencia entre un fraude barato y un valor real y duradero.”
La miró, sus ojos oscuros finalmente libres de viejos fantasmas. “Alguien que sepa cuando el azafrán está mal.”
Elena se permitió una pequeña, cansada, pero muy real sonrisa. “No soy una banquera, Aleandro. Soy una mesera. O quizás, como dicen en México, soy una chingona que sirve café.”
“Eres una D’Sforza,” corrigió. “Y eres la persona más formidable que he conocido. La elección es tuya. Un ático en Milán o un piso sobre una taquería de kebab.”
“Primero,” dijo Elena, sosteniendo los libros de contabilidad con más fuerza. “Suiza para ver a mi padre. Después de eso, podemos hablar sobre el banco.”
Él asintió. “Suiza.”
Se quedaron allí, sin tocarse, mientras el sol comenzaba a asomar sobre el agua, tiñendo el cielo de un delicado y perfecto tono azafrán dorado. La larga noche había terminado. El amanecer había llegado.
Y así, la mesera que era Condesa y el billonario que era hijo de jardinero, reescribieron su historia. No solo expusieron a un criminal, reclamaron sus nombres. Probaron que a veces, el arma más poderosa no es la riqueza o el estatus. Es la memoria. Es la verdad. Y es un acento que te recuerda exactamente quién eres y de dónde vienes.