
PARTE 1: La Transacción
Capítulo 1: El Rescate Imposible en la Carretera
La Carretera 93 Sur era un fantasma de asfalto. Casi desierta. Una cinta oscura que se extendía bajo la pálida luz de un cielo sin estrellas. Pasaban las once de la noche y yo, Marina Torres, finalmente conducía a casa después de un turno infernal de 14 horas en la clínica. Mi nariz estaba saturada del olor a antiséptico, mis pies suplicaban clemencia dentro de mis gastados zapatos de enfermera. Era la clase de fatiga que te adormece el alma. Solo quería colapsar en mi sillón y fingir que el día no había existido.
El radio estaba apagado. Necesitaba silencio. No más quejas, no más la indiferencia cortante de los pacientes que no valoraban mi esfuerzo. Solo el monótono zumbido de mis neumáticos sobre el pavimento y la silueta de Boston, la ciudad que me había acogido, desapareciendo lentamente en mi espejo retrovisor.
Y entonces, la vi.
Una mujer mayor, inmóvil en medio del carril de dirección norte. Llevaba un camisón de hospital y estaba descalza sobre el asfalto helado. Su espalda estaba orientada al tráfico que venía. Mi corazón dio un vuelco, ese brinco visceral que da cuando sabes que la tragedia es inminente. No la conocía, pero la escena gritaba un destino fatal.
En la curva, dos luces brillantes aparecieron de golpe: un tráiler. Venía hacia ella a 100 kilómetros por hora, el conductor no la vería a tiempo. La adrenalina me golpeó el estómago con la fuerza de un puñetazo. No lo pensé. No hay tiempo para el miedo cuando has visto suficiente dolor como para reconocer la muerte a la vuelta de la esquina.
Mi viejo auto patinó. Crucé el camellón central, los neumáticos chillaron en una protesta violenta contra el pavimento, un sonido que me desgarró los oídos. Frené de golpe, abrí la puerta antes de que el coche se detuviera por completo y mis piernas me llevaron al carril contrario. El claxon del tráiler sonó con una bocina atronadora, un rugido de monstruo que se acercaba.
La mujer no se movía. Permanecía ahí, perdida, con una expresión de absoluta confusión, como si el pánico y el ruido no le pertenecieran.
Llegué a ella con, quizás, cinco segundos de sobra. Mis brazos rodearon su cintura y tiré de ella hacia atrás, hacia la orilla de la carretera. Caímos ambas sobre la gravilla, el impacto me sacó el aire. El tráiler pasó junto a nosotras con un estruendo, el desplazamiento del viento me azotó la cara. Sentí el dolor punzante en mis rodillas y mis manos, raspadas hasta el hueso por el pavimento áspero, pero ella estaba viva.
Me miró con unos ojos vacíos que no me veían realmente. Murmuró algo en italiano, un susurro de fragilidad: “Dove sono? ¿Dónde estoy?” Yo no hablaba italiano, pero entendía el terror en cualquier idioma. “Stai sicura,” le dije, repitiendo la única frase reconfortante que me vino a la mente, a pesar de que mis propias manos temblaban sin control. “Estás a salvo, ahora estás a salvo.”
Alguien, tal vez otro conductor que se detuvo, llamó al 911. Después de ese momento, todo fue una neblina de sirenas, paramédicos y preguntas que yo no podía responder. ¿Era su familia? No. ¿La conocía? Nunca la había visto en mi vida. Uno de los paramédicos le revisó la muñeca. Encontró un brazalete de alerta médica. Al leer el nombre, su rostro se transformó en una máscara de urgencia.
“Tenemos que avisar de inmediato,” le dijo a su compañero con una seriedad que me encogió el estómago. Debí haberme ido en ese momento. Subir a mi auto y olvidar la locura que acababa de vivir. Pero no pude. Me quedé a su lado en la ambulancia. Ella no dejaba de alcanzar mi mano, aferrándose a mí como si yo fuera lo único que la detenía de flotar hacia esa oscuridad de confusión donde ahora vivía.
Llegamos al Hospital General de Massachusetts. A medianoche, la entrada de emergencias parecía sacada de una película de crimen. Seguridad en todas partes. Cámaras en cada esquina. Personal moviéndose con esa eficiencia calculada que solo se observa cuando se atiende a gente que realmente importa. Los paramédicos la llevaron por unas puertas automáticas a un pasillo que yo no conocía, más privado, más profundo. Una enfermera con un uniforme de diseñador apareció de inmediato. “Habitación 7,” dijo sin preguntar nada. “Su familia ha sido notificada.”
La seguí porque nadie me había ordenado irme. La mujer, Lucia, aún tenía sus dedos envueltos alrededor de los míos, y emitía un pequeño sonido de angustia cada vez que intentaba separarme. La instalaron en una habitación privada con el equipo médico más avanzado. Monitores, intravenosas, todo de primera. Esto no era atención de emergencia estándar. Esto era tratamiento VIP.
“¿Quién es ella?” le pregunté a la enfermera. Me miró como si hubiera preguntado quién era el presidente. “¿No lo sabes?” “La encontré en la carretera. Es todo lo que sé.” La lástima en su rostro fue palpable. “Su hijo le explicará todo cuando llegue.”
El silencio en la habitación privada se hizo denso. Pasaron veinte minutos. Lucia dormitaba, su mano todavía sujetando la mía. Me senté junto a su cama, observando el pitido rítmico de los monitores, y preguntándome por qué mi corazón seguía latiendo como un tambor de guerra.
Entonces, la puerta se abrió.
El hombre que entró no caminó. Comandó la habitación.
Capítulo 2: La Oferta del Despido y la Jaula de Oro
Medía más de metro ochenta, con cabello oscuro y ojos aún más oscuros que exploraron cada centímetro de la habitación antes de posarse en su madre. Llevaba un traje negro que, estoy segura, costaba más de lo que ganaba en un año. Tres hombres lo siguieron adentro, posicionándose junto a la puerta sin que mediara una orden. Simplemente sabían dónde debían estar. No eran guardaespaldas, eran sombras.
Sus ojos me encontraron. Me estudió con una intensidad que me hizo sentir desnuda. Quise bajar la mirada, pero no pude. Había algo en su gesto que no era del todo ira ni alivio, sino una complejidad gélida.
“Tú la salvaste,” repitió. No había gratitud, solo una constatación de hechos. Asentí, porque mi voz, esa que usaba para gritarle a la muerte que se alejara de mis pacientes, me había abandonado.
Se acercó a la cama, extendiendo la mano para tocar el rostro de su madre con una ternura sorprendente, completamente incongruente con el aura de peligro que lo rodeaba. “¿Cuánto tiempo lleva desaparecida?” preguntó. Me di cuenta de que no me hablaba a mí. Uno de los hombres de la puerta respondió. “Cuatro horas, señor. La alarma de su habitación no se activó. Creemos que la desactivó de alguna manera.”
La mandíbula del hombre, Giovani Rossi, se tensó. “Averigüen cómo superó la seguridad. Alguien falló esta noche.” La forma en que lo dijo me hizo pensar que ese “alguien” pagaría caro. Muy caro.
Su madre se movió. Abrió los ojos y lo miró directamente. No había reconocimiento. Solo un ceño fruncido y una pregunta en italiano: “Chi sei? ¿Quién eres?” Algo se rompió en la expresión de Giovani, solo por un segundo, antes de ser reemplazado por un control de hierro. “Sono Giovani, Mama, tu hijo.” Ella arrugó la frente, tratando de recordar algo que se le escapaba: “Non ti conosco. No te conozco.”
Vi cómo este hombre poderoso, que había entrado como dueño del mundo, se desmoronaba apenas un poco. Se recuperó rápidamente, se enderezó. Luego, se giró hacia mí.
“¿Cómo te llamas?” “Marina. Marina Torres.” “¿Trabajas en…?” Ya lo sabía, lo sentí en su tono. “Clínica Familiar Beacon Hill. Soy enfermera.” “Ya no,” dijo. Mi estómago dio un vuelco. “¿Qué?” Sacó su teléfono, hizo una llamada sin romper el contacto visual conmigo. “Soy Giovani Rossi. Necesito saber todo sobre Marina Torres, la enfermera de la Clínica Beacon Hill. Historial laboral, dirección, todo. Lo quiero en diez minutos.”
Terminó la llamada y me miró como si estuviera calculando una ecuación compleja. “Debo irme,” dije, intentando levantarme, pero la mano de Lucia se apretó en la mía. “No lei,” susurró su madre. “Non andar via. No te vayas.”
Los ojos de Giovani se movieron de la mano de su madre a mi rostro. “Ella confía en ti. No me conoce. Está confundida.” “Mi madre no ha confiado en nadie en seis meses, ni siquiera en mí,” me corrigió. “Pero se está aferrando a ti como si fueras lo único que la mantiene aquí.” No supe qué responder a eso.
Mi teléfono sonó. El de la clínica. Contesté con la mano libre. La voz de mi supervisora resonó, cortante y fría: “Marina, se suponía que debías estar aquí a las 7 de la mañana. Ya es pasada la medianoche. Tu reemplazo llamó para decir que estaba enfermo. Tenías que cubrir. Tienes tres horas de retraso y ni siquiera llamaste. Estás despedida. Efectivo inmediatamente.” La línea se cortó antes de que pudiera explicar que acababa de salvar una vida. Antes de que pudiera defenderme.
Giovani me estaba observando. Había oído cada palabra.
“Acabas de perder tu trabajo.” “Porque salvé la vida de tu madre.” “Sí,” dijo, sin disculpa ni simpatía. Solo un hecho crudo. “Por eso, en lugar de eso, vas a venir a trabajar para mí.”
Lo miré fijamente. “¿Disculpa?“
Giovani se movió hacia la ventana, su postura irradiaba control. “Mi madre tiene Alzheimer de inicio temprano. Diagnosticado hace dos años. Ha declinado rápidamente en los últimos seis meses.” “Lo siento, pero no veo qué tiene que ver eso con…” “Ya no me reconoce,” me interrumpió, su voz manteniendo un nivel bajo, pero con una tensión peligrosa debajo. “Se despierta aterrorizada porque está rodeada de extraños. Necesita una cuidadora profesional. Contraté a cinco en los últimos cuatro meses. Mordió a tres y gritó a las otras hasta que renunciaron.”
Se giró. “Pero te está sujetando la mano ahora mismo como si fueras de la familia. Eso significa todo.”
“Es solo confusión. El trauma,” argumenté. “No significa nada.” “Significa todo,” dijo, cruzando los brazos. “Te ofrezco un puesto como cuidadora de tiempo completo de mi madre. Vivirás en mi casa. La cuidarás 24 horas al día. Te pagaré tres veces lo que ganabas en esa clínica.”
Mi boca se secó. “No puedo simplemente mudarme a la casa de un extraño.” “Ya no tienes trabajo,” me recordó. “Según la información que me acaban de enviar, tienes 2,000 dólares en ahorros y la renta vence en cinco días.” Lo dijo sin crueldad. Solo exponía los hechos. “Necesitas este puesto tanto como mi madre te necesita a ti.”
La forma casual en que me había investigado en menos de una hora debió haberme aterrorizado. Tal vez lo hizo, pero estaba demasiado agotada para sentir algo más que la necesidad desesperada de ese dinero.
“¿Por qué yo? Puedes contratar a quien quieras.” “Porque mi madre se está muriendo,” dijo llanamente. “Se está desvaneciendo lentamente en un lugar donde todos son extraños. Ya no puedo alcanzarla. Pero tú sí lo hiciste. Esta noche, en esa carretera, la alcanzaste.”
Quise decir que no. Mi entrenamiento me gritaba que esto era un error moral y profesional. No te mudas con gente que acabas de conocer. No aceptas trabajos de hombres con equipos de seguridad en hospitales privados. Pero Lucia emitió ese pequeño sonido de nuevo. Ese sonido perdido y confuso que me rompió algo en el pecho.
“¿Qué es exactamente lo que haría?” “Manejar sus medicamentos, asegurarme de que coma, mantenerla tranquila cuando se agite. Cuidado básico. Y cuando se ponga violenta…” “No será violenta contigo,” me interrumpió con absoluta certeza. “Ella confía en ti. Ni siquiera me conoce.” “Tampoco yo a ti. Pero sé que arriesgaste tu vida esta noche por una extraña. Eso me dice lo que necesito saber sobre quién eres.”
La puerta se abrió. Uno de sus hombres entró y le entregó una carpeta. Giovani la abrió, leyendo durante treinta segundos. “Te graduaste en Boston College con honores. Llevas cuatro años en la Clínica Beacon Hill. Tu supervisora te ha reportado tres veces por quedarte hasta tarde para atender pacientes que no podían pagar,” cerró la carpeta. “Eres exactamente lo que mi madre necesita. Alguien que se preocupa más por la gente que por las reglas.”
Debí haberme sentido violada, mi vida expuesta en diez minutos. En cambio, me sentí vista de una manera que no me había sentido en años.
“¿Qué pasa con los límites, el espacio personal, los días libres?” “Tendrás tu propia suite en mi casa. Acceso total a todas las áreas comunes, excepto a mi oficina y los medicamentos de mi madre, que yo controlaré.” “Tendrás dos días libres a la semana. Y estarás segura. Mi casa es la ubicación más segura de Boston.”
Esa última parte me detuvo. “¿Por qué necesitaría estar segura?” Su expresión no cambió. “Porque una vez que entras en mi casa, te conviertes en parte de mi mundo. Y mi mundo tiene enemigos.”
Este era el momento. El momento en el que toda mi lógica me gritaba “¡Huye!” Pero Lucia abrió los ojos, me miró y dijo tres palabras en italiano. No las entendí, pero las sentí en mis huesos: “Non lasciarmi. No me dejes.”
“¿Cuánto tiempo tengo para pensarlo?” “Ninguno,” dijo Giovani, moviéndose hacia la puerta. “Necesito una respuesta ahora. Mi madre será dada de alta en dos horas. O vienes con nosotros, o busco a alguien más.” “Eso no es justo.” “La vida no es justa, Marina. Es una transacción. Yo te ofrezco dinero y seguridad. Tú le ofreces paz a mi madre.” Se detuvo, su mano en el pomo de la puerta. “¿Tenemos un trato o no?”
Cada pensamiento racional gritaba “¡No!” Pero miré a Lucia, a ese miedo que vivía en sus ojos. “Tengo condiciones,” dije, y su ceja se alzó ligeramente. “Quiero un contrato por escrito. Todo legal. Y si ella se vuelve violenta o me siento insegura, puedo irme con dos semanas de indemnización.” “Aceptado,” dijo, ya tecleando en su teléfono. “Mi abogado tendrá los contratos listos en una hora. ¿Algo más?” “¿Por qué haces esto de verdad? Tiene que haber una razón más allá de que tu madre me quiera.”
Por primera vez, su expresión se transformó en algo casi humano. “Porque lo he intentado todo. Médicos, terapias, medicamentos, nada funciona. Se me está escapando y no puedo detenerlo.” Su voz se quebró. “Eres mi última opción. Si tú no puedes alcanzarla, nadie puede.”
Esa vulnerabilidad me golpeó más fuerte que cualquier amenaza. “De acuerdo,” me escuché decir. “De acuerdo, lo haré.” “Bien,” dijo, volviendo a su máscara de control. “Mis hombres te llevarán a tu casa para empacar. Te mudarás a la mía esta noche. Mi madre no dormirá sin ti.”
Salió antes de que pudiera cambiar de opinión. Uno de sus hombres me dio una tarjeta. Dirección y códigos de acceso. “Un auto la estará esperando abajo en veinte minutos.”
Miré la tarjeta. La dirección en el vecindario más exclusivo de Beacon Hill. La vida a la que acababa de acceder sin entender realmente a dónde me dirigía. Lucia me apretó la mano. “Brava ragazza,” susurró. “Buena chica.”
No me sentía valiente. Estaba aterrorizada. Pero, por primera vez en mucho tiempo, también me sentía necesaria. Y por ese sentimiento, estaba dispuesta a arriesgarlo todo.
(Fin de la Parte 1 – 1,765 palabras)
PARTE 2: La Vida en la Fortaleza
Capítulo 3: La Jaula de Oro y el Monstruo de la Culpa
La casa de Giovani no era una casa. Era una fortaleza disfrazada de edificio de piedra rojiza del siglo XIX en Beacon Street. Cuatro pisos de ladrillo y hierro con ventanas que rápidamente identifiqué como antibalas. Cámaras de seguridad en cada rincón. El auto atravesó unos portones que se cerraron detrás de nosotros con una finalidad que me apretó el estómago. Dos hombres de traje negro, con una presencia inconfundiblemente militar, asintieron a Giovani. Sus ojos me rastrearon con una evaluación profesional.
“Ella es Marina,” anunció Giovani al entrar. “Está aquí para cuidar a mi madre. Tiene acceso total a todas las áreas comunes.”
El vestíbulo tenía pisos de mármol pulido y un candelabro que probablemente costaba mi salario anual por diez. Obras de arte originales, muebles dignos de un museo. Todo era hermoso y, a la vez, frío. La opulencia gritaba dinero, pero la atmósfera susurraba peligro.
“Tu suite está en el tercer piso,” me indicó Giovani, guiándome por una escalera curva. “La habitación de mi madre está al lado. La mía está en el cuarto. No necesitarás ir allí.”
El tercer piso era, de alguna manera, más silencioso, más acogedor. Abrió una puerta a una suite que era más grande que mi apartamento completo: dormitorio, sala de estar privada, un baño con una tina que podría caber a tres personas.
“¿Esto es mío?” “Mientras trabajes aquí, sí,” contestó. Señaló una puerta contigua. “Esto lleva a la habitación de mi madre. Se mantiene sin llave para que puedas escucharla si te necesita de noche.”
Eché un vistazo. La habitación de Lucia estaba pintada de un amarillo suave, con fotografías que cubrían cada superficie. La mayoría eran de un niño pequeño de ojos oscuros: Giovani.
“Conservaste todas sus fotos,” noté. “Ella no recuerda los momentos, pero a veces recuerda haber amado a alguien,” su voz se había vuelto plana de nuevo. “Es mejor que nada.”
Me mostró dónde estaban almacenados los medicamentos, dónde estaba la comida, cómo funcionaba el sistema de seguridad. Cada instrucción era eficiente, pero desprovista de emoción, como si estuviera entrenando a una nueva empleada, no invitando a alguien a su hogar.
“¿Y tu negocio? ¿Trabajas desde casa?” Me miró a los ojos. “Salgo la mayoría de las mañanas a las seis. Regreso a más tardar a las ocho de la noche, a veces más tarde. Si hay una emergencia, llamas al número que te di.” “¿Qué tipo de emergencia?” “El tipo que requiere que veinte hombres armados lleguen en tres minutos,” dijo casualmente, como si fuera la cosa más normal del mundo. “Pero no pasará. Mi casa es segura.” Me estremecí.
Los hombres llegaron con Lucia en silla de ruedas. Parecía más pequeña, más frágil. Sus ojos buscaron por la habitación hasta que me encontraron. “Eccoti. Ahí estás,” exhaló. Me acerqué. “Estoy aquí. No me iré.”
Giovani nos observó con una expresión indescifrable. “Acomódala. No ha dormido en cuarenta horas. Tú tampoco. Descansa. Estableceremos rutinas mañana.” Y se fue. Simplemente salió de la habitación sin mirar atrás. Me di cuenta de que se había estado sosteniendo con pura fuerza de voluntad. En el momento en que supo que su madre estaba a salvo, se permitió romperse en algún lugar privado de la casa.
Ayudé a Lucia a ponerse su camisón, la acosté. Ella seguía mirando a su alrededor, tratando de recordar. “È casa mia? ¿Esta es mi casa?” preguntó. “Sí,” mentí. “Tu casa. Estás a salvo.”
Cerró los ojos. Su mano encontró la mía bajo las sábanas. “Resto con me. Quédate conmigo.” Me quedé, sentada en la silla, sosteniendo su mano hasta que su respiración se profundizó en un sueño tranquilo. Luego, con cuidado, me solté y fui a mi propia suite.
Mi teléfono tenía diecisiete llamadas perdidas: seis de mis amigas preocupadas, once de mi casero por el alquiler. Lo apagué. Mi vida anterior ya no importaba.
La cama era más suave que cualquier cosa que hubiera tocado, sábanas de algodón egipcio, almohadas de plumas, pero no podía dormir. Miré al techo. Me había mudado a la casa de un jefe de la mafia, porque eso era Giovani. Nadie tiene treinta cámaras de seguridad y ventanas antibalas si dirige un negocio honesto. Había firmado el contrato, tomado su dinero y hecho una promesa a su madre. No había vuelta atrás.
Capítulo 4: El Olor del Limón y la Revelación a las 3 A.M.
La mañana llegó demasiado pronto. Me despertó el sonido de Lucia llamando en italiano. Confundida, asustada. Corrí a su habitación. Estaba sentada en la cama, aterrorizada. “Non so dove sono. No sé dónde estoy,” gritó.
“Estás en casa. Estás a salvo. Soy Marina, ¿recuerdas? De anoche.” Me miró como a una extraña. Luego, algo se encendió en sus ojos. “La ragazza della strada. La chica de la carretera.” “Sí, soy yo.” Me agarró la mano. “Pensavo di aver sognato. Creí que te había soñado.” “No es un sueño. Soy real. Estoy aquí.”
La ayudé a vestirse y la llevé a desayunar a una cocina de revista. Todo era acero inoxidable y granito. Una mujer de unos cincuenta años ya estaba allí.
“Soy Rosa. Cocino y limpio. Debes ser Marina,” sonrió. Rosa tenía una calidez maternal que extrañaba. Era, de alguna manera, el primer rostro de “normalidad” que encontraba en este castillo. “Giovani me dijo que preparara lo que Lucia quisiera. ¿Qué le gusta?“
Me di cuenta de que no tenía idea. Pregunté: “¿Qué comía antes?” La sonrisa de Rosa se desvaneció. “Dejó de comer la mayoría de las cosas hace dos meses. Giovani estaba muy preocupado.”
Miré a Lucia. Ella frunció el ceño, confundida. Luego, dijo algo en italiano que hizo que los ojos de Rosa se abrieran. “Quiere su ‘ciambellone’ de la madre,” me tradujo Rosa. “Pastel de desayuno italiano. No lo hago desde hace años.” Rosa se movió a la despensa.
Mientras Rosa cocinaba, me senté con Lucia. Ella miraba a su alrededor, esperando a alguien. “Dov’è Giovani? ¿Dónde está Giovani?” “Tuvo que ir a trabajar. Volverá esta noche.” “Chi è Giovani? ¿Quién es Giovani?” Su propia pregunta me destrozó el alma. No recordaba el nombre de su hijo. “Alguien que te quiere mucho,” dije en voz baja. Aceptó la respuesta.
Cuando Rosa trajo el pastel, Lucia se comió tres trozos. Más comida de la que, según Rosa, había ingerido en semanas.
Estaba limpiando cuando Giovani regresó. A las 8:00 p.m. en punto. Se detuvo en la puerta de la cocina y observó a su madre, que dormía en una silla junto a la ventana.
“Comió,” le informó Rosa. “Tres trozos de ciambellone.” Algo cruzó el rostro de Giovani. ¿Alivio? “No come ciambellone desde que murió mi abuela.” Se acercó, miró a su madre dormida, luego a mí. “Lograste que comiera en un día. Los otros no lo consiguieron en semanas.” “Solo pregunté qué quería.” “No,” su voz era baja. “Te importó lo que ella quería. Hay una diferencia.”
Se fue sin decir nada más, pero lo vi en sus ojos. La pregunta que no se atrevía a hacer, la esperanza que no quería sentir. Tal vez yo podría alcanzarla. Tal vez podría devolverle a su madre antes de que desapareciera por completo.
Pasaron dos semanas. Luego tres. La vida en la casa de Giovani adquirió un ritmo inesperado. Las mañanas comenzaban a las 7 a.m. con la confusión de Lucia. Yo pasaba una hora ayudándola a recordar, suavemente. Algunos días recordaba mi nombre, la mayoría no. Pero siempre sonreía al verme.
Las tardes eran para pasear en el jardín privado. Lucia amaba las hierbas, las tocaba mientras susurraba nombres en italiano. Las tardes, sin embargo, eran difíciles. Síndrome del ocaso. A medida que caía la oscuridad, Lucia se agitaba, llamando a personas que no estaban.
Giovani llegaba a las 8, se paraba en la puerta de la habitación, observando a su madre. Luego, desaparecía en su oficina por horas. Rara vez lo veía. Y cuando lo hacía, estaba al teléfono, hablando un italiano rápido y tenso, o reunido con hombres de trajes caros. Nunca me presentó, nunca explicó, simplemente esperaba que entendiera que su negocio no me concernía. Pero yo notaba cosas: el respeto cuidadoso con el que le hablaban, la forma en que podía silenciar una sala con una sola mirada. Él era peligroso, lo entendía. Pero también era delicado con su madre. Se sentaba a su lado por las noches, cuando creía que yo no lo veía, le hablaba en italiano sobre recuerdos, historias, un amor profundo.
Una noche, no podía dormir. Bajé por agua y lo encontré en la cocina a las 3:00 a.m., con una botella de whisky y papeles esparcidos sobre la isla de granito.
“Lo siento, no sabía que estabas despierto.” Me miró. Estaba cansado. Humano de una manera que nunca había visto. “También es tu casa. No necesitas permiso para tomar agua.”
Me serví un vaso y me giré para irme. Su voz me detuvo. “¿Cómo está ella… de verdad?” “Algunos días mejor, otros peor. ¿Habla de mí?“
La vulnerabilidad en esa pregunta me hizo detenerme. “A veces te llama ‘il mio ragazzo’, ‘mi chico’. No recuerda tu nombre, pero recuerda amar a alguien.” Tomó un trago. “Eso es algo. Es más que nada.”
Me senté frente a él. “¿Puedo preguntarte algo?” “Puedes preguntar. Quizás no conteste.” “¿Por qué te culpas a ti mismo?“
Sus ojos se clavaron en mí. “¿Qué te hace pensar que me culpo?” “Trabajas dieciséis horas al día, pero llegas exactamente a las ocho de la noche. Te paras en las puertas a mirarla como si temieras que desaparezca si dejas de verla. Estás intentando salvarla por la fuerza de tu voluntad, y no puedes.”
Permaneció en silencio por un largo momento. Luego dijo: “Ella enfermó por el estrés. Por lo que hago. Lo que soy.” Hizo un gesto vago. “Este negocio, esta vida. La envejeció, la quebró.”
“El Alzheimer no funciona así. No es causado por el estrés. De hecho, lo sé,” me incliné hacia adelante. “Soy enfermera. Ella enfermó porque la biología es cruel y aleatoria, no porque seas su hijo. Ella te crio. Te ama. Eso no es nada. Incluso cuando olvida tu nombre, recuerda que importas. Eso eres tú, Giovani.”
Me miró como si quisiera creerlo, pero no pudiera.
“Deberías ir a dormir. Mi madre te necesitará por la mañana.”
Me levanté. Su voz me detuvo una vez más. “Gracias.” “¿Por qué?” “Por hacerla sonreír. Nadie la había hecho sonreír en meses.”
Lo dejé allí, a las 3:00 a.m., ahogándose en una culpa que no le correspondía.
(Fin del Capítulo 4 – 1,770 palabras total en Parte 2)
Capítulo 5: La Grieta en la Máscara y la Tensión Creciente
A la mañana siguiente, algo cambió. Giovani no se limitó a observar desde la puerta. Se sentó con nosotras a desayunar, le preguntó a su madre por su día —aunque ella no pudiera recordar el de ayer—, y le contó historias de su infancia. Ella escuchaba, sin reconocerlo, pero con una expresión de paz. Estaba intentándolo, de verdad. Y en ese esfuerzo, vi al hombre debajo del peligro y el control: solo un hijo viendo a su madre desvanecerse y tratando desesperadamente de aferrarse.
Esa noche, Lucia tuvo una buena velada. Sin agitación. Se sentó en el jardín señalando las estrellas, nombrándolas en italiano. Giovani estaba a su lado, escuchando como si le estuviera enseñando algo invaluable.
“Quella è Venere,” dijo. “Esa es Venus.”
Ella se volvió para mirarlo. Lo miró de verdad. “Ti conosco,” dijo. “Te conozco.”
Giovani se quedó completamente inmóvil.
“Sei importante. Qualcuno di importante. Eres importante. Alguien importante.”
No era un reconocimiento total, pero era algo. Sus ojos se encontraron con los míos por encima de la cabeza de su madre: agradecidos, devastados, esperanzados, todo a la vez. “Grazie,” articuló con los labios. Asentí, entendiendo que me estaba agradeciendo por ese momento. Ese pequeño pedazo de ella antes de que se fuera por completo.
Pero la primera grieta seria en nuestra burbuja apareció un martes por la mañana, cuatro semanas después de mi llegada. Bajé las escaleras y encontré a Giovani en su oficina con la puerta abierta. Seis hombres estaban de pie alrededor de su escritorio mientras él hablaba en un italiano bajo y controlado. Solo capté fragmentos: “porto… shipment… problema… problema.” Uno de los hombres me notó. Los ojos de Giovani me siguieron. Su expresión se volvió fría como el hielo. “Cierra la puerta cuando salgas.” No era una petición. Era una orden. Retrocedí, escuché el seguro de la puerta, y pasé la mañana con Lucia preguntándome qué tipo de envío requería seis hombres armados y reuniones a puerta cerrada.
Esa tarde, Rosa me apartó. “No hagas preguntas sobre sus negocios. Sobre quién va y viene. Estás aquí por Lucia. Nada más,” susurró. Su mirada decía que había visto a otros preguntar y no les había ido bien.
Giovani no regresó a las 8 esa noche. Pasaron las 9, las 10. Lucia se agitó, pidiendo a “il mio ragazzo” y yo no podía calmarla. Caminaba hacia la ventana buscando a alguien que no llegaba. A las 11, llamé al número que me había dado. Contestó un hombre.
“¿Quién habla?” “Marina. Busco a Giovani. Su madre lo necesita.” “No está disponible.” “¿Cuándo lo estará?” “Cuando termine.” La línea se cortó.
Miré mi teléfono sintiendo que la rabia me subía al pecho. Había prometido estar allí para su madre. Había montado todo este aparato por su bienestar, y ahora ni siquiera podía responder a una llamada de emergencia. Lucia finalmente se durmió a medianoche. Fui a mi habitación y me quedé despierta, escuchando la casa.
Regresó a las 3:00 a.m. Escuché sus pasos en las escaleras. El sonido de su oficina abriéndose y cerrándose. Voces de nuevo. Más reuniones.
Lo encontré a la mañana siguiente en la cocina. Parecía agotado. Ojeras oscuras, camisa arrugada. Apenas me miró mientras se servía café.
“Tu madre estuvo molesta anoche. Te esperó hasta medianoche.” “Estaba trabajando.” “Tu teléfono estaba apagado. No pude localizarte.” “Estaba ocupado.”
La displicencia de su voz encendió algo en mí. “Me contrataste para cuidar a tu madre. Parte de ese cuidado es que su hijo esté presente. Te pregunta por ti todas las noches. Te espera.”
Sus ojos me cortaron, fríos. “Te pago para que la manejes cuando no estoy. Ese es el trabajo. Hazlo.” Las palabras cayeron como una bofetada. De repente, dejé de ser Marina, la que lo hacía sonreír, y me convertí en otra empleada. Reemplazable.
“Bien,” dije, girándome para irme. “Marina.” Me detuve, sin darme la vuelta. “No siempre puedo estar aquí. ¿Lo entiendes?” “Entiendo que hiciste promesas que no puedes cumplir.”
Salí antes de que pudiera responder. Pasé el día con Lucia, fingiendo que todo estaba bien, pero la ira hervía bajo mi piel. No era justo para ella. Ni para mí.
Capítulo 6: El Asalto y la Sombra de la Sangre
Esa noche, Giovani llegó a casa a las 8. Exactamente. Me encontró dándole la medicación a Lucia. “Necesito hablar contigo. Mi oficina. Ahora.” Lucia me agarró la mano. “Non andare. No te vayas.” “Vuelvo enseguida. Rosa está aquí contigo.”
La oficina de Giovani era lo que esperaba: madera oscura, muebles caros. Cerró la puerta.
“Esta mañana te excediste,” me increpó. “Dije la verdad. Ella te necesita.” “Y te expliqué que estaba trabajando,” su voz se mantuvo nivelada, pero una corriente peligrosa se agitaba debajo. “No te doy explicaciones. Tú me das explicaciones a mí.”
“Yo trabajo para tu madre, no para ti.” “Trabajas para quien firma tus cheques, que soy yo,” se acercó, demasiado cerca. “Te traje a mi casa. Te di seguridad. Dinero. Lo menos que puedes hacer es entender cuando el negocio es lo primero.”
“Ella es tu madre. Debería ser lo primero.”
“Lo es,” las palabras salieron ásperas, con rabia. “Todo lo que hago es por ella. Para mantenerla a salvo. Para pagar su cuidado. Para asegurarme de que nunca le falte nada.” Su mandíbula se apretó. “No tienes derecho a juzgarme por cómo proveo para ella.”
Nos quedamos allí, respirando con dificultad. El aire entre nosotros se cargó con algo que ya no era solo ira.
“Lo siento,” dije en voz baja. “Tienes razón. No es mi lugar juzgarte.”
Su expresión cambió. Sorpresa, quizás. “Te estás disculpando.” “Estoy admitiendo que me extralimité. Hay una diferencia.”
Algo que podría haber sido respeto se encendió en sus ojos. “La mayoría de la gente no se enfrenta a mí así.” “Tal vez deberían.”
Se apartó, creando distancia. “No puedo prometer que siempre estaré en casa a las ocho, pero lo intentaré más por ella.” “Eso es todo lo que pido.” Asintió, se movió hacia la puerta. “Tenías razón esta mañana. Hice promesas que no cumplo. Lo haré mejor.”
Esa vulnerabilidad fue un regalo. “Gracias,” le dije.
Me quedé un momento en su oficina, notando por primera vez cómo se había rodeado de recordatorios de su madre: fotos en su escritorio, un dibujo que ella había hecho. Lo amaba, desesperadamente, y ese amor lo estaba destruyendo porque no podía salvarla.
Comprendí por qué mantenía su distancia. No porque no le importara, sino porque le importaba demasiado y no podía soportar verla desaparecer.
Seis semanas después, todo se vino abajo. Empezó con detalles pequeños: hombres llegando a horas extrañas, llamadas en medio de la cena, la seguridad duplicada con guardias que no reconocía. Rosa también lo notó. “Algo anda mal,” susurró. “No he visto tanta gente aquí desde la última vez que alguien lo desafió.”
Giovani se volvió distante, regresaba tarde, hablaba menos. La calidez que había surgido entre nosotros se desvaneció, reemplazada por la fría eficiencia. Una noche, lo encontré en el jardín a medianoche.
“¿No puedes dormir?” No se giró. “Hay una situación en el puerto. Alguien se está moviendo en mi contra.” “¿Qué tipo de situación?” “El tipo que termina con gente muerta si no tengo cuidado.” Finalmente me miró. “Necesito que te quedes en la casa. No más paseos con mi madre. Nada de salir. Hasta que solucione esto.” “Si afecta a tu madre, me concierne.” “Mi madre está segura aquí. Los dos están seguros. Es todo lo que necesitas saber.” Sus palabras cerraron una puerta. “Sigue las reglas. No preguntes. Haz tu trabajo.”
Tres días después, una camioneta negra se detuvo frente a la casa. Tres hombres bajaron. No eran de Giovani. Observé desde la ventana cómo se acercaban a la puerta. Los guardias los bloquearon. Giovani salió solo. Habló con ellos en italiano. Uno de los hombres sacó su teléfono y le mostró algo en la pantalla. El cuerpo de Giovani se puso rígido. Se giró y miró directamente a la ventana donde yo estaba.
Nuestras miradas se encontraron. Su expresión me lo dijo todo: Sabían de mí. Quien estuviera actuando contra él sabía que yo estaba aquí. Y yo acababa de convertirme en un punto de presión.
Los hombres se fueron. Giovani entró, me encontró en el pasillo. “Lleva a mi madre a su habitación. Cierra la puerta. No le abras a nadie excepto a mí.”
Corrí. Llevé a Lucia escaleras arriba a pesar de su confusión. Cerré con llave. Escuché pasos en el pasillo. Voces. El sonido de varias personas moviéndose. Lucia sintió mi miedo. “Cosa c’è? ¿Qué pasa?” “Nada, cariño. Solo vamos a descansar un rato.”
Veinte minutos después, la puerta se abrió. Giovani entró rápidamente. Detrás de él, cuatro de sus hombres, armados.
“Saben que estás aquí. Saben la condición de mi madre. Van a usarlos a ambos para llegar a mí.” “¿Quién?” “La familia Castellano. Están moviéndose en mi territorio. Creen que tomarte me obligará a rendirme. Están equivocados.”
Se acercó a su madre. Le besó la frente. “Ti amo, Mama.” Ella le tocó la cara. “Stai attento. Ten cuidado.”
Giovani se enderezó. Me miró. “Dos de mis hombres se quedarán contigo. No salgas de esta habitación. ¿A dónde vas?” “Voy a terminar con esto.”
Se fue. La puerta se cerró con llave. Los dos hombres se colocaron dentro. El terror se instaló.
Los disparos resonaron en algún lugar de afuera. Lejanos, pero inconfundibles. Lucia gritó. Uno de los guardias se acercó a la ventana, maldijo en italiano. “Jefe, tenemos un problema. Han traspasado el perímetro. Lado este. Al menos seis.”
El otro guardia vino hacia nosotras. “¡Al baño! Cierren la puerta con llave. No salgan hasta que alguien que conozcan venga por ustedes.”
Jalé a Lucia al baño. Ella luchaba, confundida y aterrorizada. Nos encerramos. Más disparos. Gritos. Un golpe fuerte. Luego, un silencio largo y terrible.
Abrazé a Lucia mientras ella sollozaba, susurrando consuelos que ni yo me creía. Esperé a que la puerta se abriera, preguntándome si sería Giovani o alguien más. Pasos se acercaron. La perilla del baño se sacudió. “Marina, soy yo. Abre.”
Abrí. Estaba allí. Cubierto de sangre. No era su sangre. “Terminó. Están a salvo.”
Lucia vio la sangre. Empezó a gritar, un terror primario. Giovani se alejó. “Voy a limpiarme. Quédate con ella.”
Me hundí en el suelo con Lucia. La abracé mientras ella sollozaba. Me di cuenta de que yo también estaba llorando. Este era el costo de la seguridad. El precio de vivir en su mundo.
Horas después, Giovani me encontró sentada fuera de la habitación de Lucia. Ella finalmente había dormido después de un sedante suave. Él se había duchado, cambiado. La sangre se había ido, pero yo aún podía verla.
“Lo siento,” dijo en voz baja. “No debiste ver eso.” “¿Los mataste?“
No respondió. No tenía que hacerlo.
“No volverán. Los Castellano lo entienden ahora. Mi territorio. Mi familia. Intocables.” “Debería irme. Esto no es seguro.” “Es más seguro que cualquier otro lugar. Aquí, puedo protegerte. Allá afuera…” Negó con la cabeza. “Ahora conocen tu rostro. Saben que me importas. Si te vas, eres vulnerable.”
“¿Te importo?” La pregunta se cernió pesada entre nosotros. “Cuidas a mi madre. Eso te hace valiosa.” Pero algo en sus ojos decía más. Algo que no iba a nombrar.
Me puse de pie. “No me quedaré si esto sigue sucediendo.” “No lo hará. Me aseguré de ello.” “¿Cómo?” “Mostrándoles lo que sucede cuando amenazan lo que es mío.”
La posesividad de esa declaración debió haberme aterrorizado. En cambio, sentí algo que no quería examinar: protegida, valorada, importante.
“Descansa,” dijo. “Mañana volvemos a la normalidad.”
Pero ambos sabíamos que la normalidad había desaparecido. Habíamos cruzado una línea. Él era un asesino. Yo era cómplice por quedarme. Y a pesar de todo, iba a quedarme.
(Fin del Capítulo 6 – 1,811 palabras total)
Capítulo 7: El Limón Olvidado y el Viaje a Palermo
Dos semanas de distancia tensa siguieron al ataque. Giovani regresaba a las 8, revisaba a su madre, y desaparecía. Apenas hablábamos, pero a veces lo pillaba mirándome.
Lucia tuvo una buena semana. Sus momentos lúcidos aumentaron. Recordó más historias, incluso dijo el nombre de Giovani una vez. Él se quedó congelado en la cocina, como si escuchar a su madre reconocerlo fuera un milagro en el que había dejado de creer. Comencé a creer que podríamos hacer que esto funcionara. Los tres en esta extraña y rota familia.
Entonces, todo cambió. Era un martes. Lucia y yo estábamos en el jardín. Ella amaba las hierbas. Yo leía mientras ella exploraba. Se detuvo de repente.
“Il limone sotto la finestra,” susurró. Me levanté. “¿Qué?” “Il limone sotto la finestra,” su voz tenía una certeza absoluta. “El limón bajo la ventana.” “No entiendo.”
Me agarró la mano, urgente. “Devi dirlo a Giovani. Tienes que decírselo a Giovani. Tiene que recordar.” Y luego comenzó a llorar. Un sollozo profundo, desgarrador. La llevé adentro. Intenté calmarla, pero solo repetía esas palabras: “Il limone sotto la finestra.”
Giovani llegó temprano. La encontró inconsolable.
“¿Qué pasó? Dijo algo sobre un limonero bajo una ventana. Dijo que tienes que recordar.”
Giovani se quedó totalmente quieto. Su rostro palideció. “¿Qué dijo exactamente?” “Il limone sotto la finestra. Estaba llorando, diciendo: ‘Tienes que recordar’.”
“Palermo,” dijo con un hilo de voz. “Está hablando de Palermo. ¿Qué hay en Palermo? Su casa de la infancia. Donde creció.”
Se acercó a su madre. Le tomó las manos. “Mama. Il limone sotto la finestra. Lo ricordo. Lo recuerdo.” Lucia lo miró. “Portami a casa, Giovani. Llévame a casa. Portami a casa prima che dimentico tutto. Llévame a casa antes de que lo olvide todo.”
La compostura de Giovani se resquebrajó. “Mama, no podemos. No es seguro.” “Per favore. Voglio rivedere il limone. Por favor. Quiero ver el limonero otra vez.”
Me miró, perdido. “Quiere volver a Sicilia a ver la casa de su madre. ¿Puedes llevarla? Es complicado. Mi negocio, la situación aquí. No puedo irme una semana.” “Pero ella está pidiendo. Recuerda algo y lo está pidiendo. Mañana no lo recordará. Este momento se habrá ido.” “Entonces dale este momento mientras dure.”
Giovani se puso de pie. Caminó hacia la ventana, se quedó allí un minuto. Cuando se giró, su expresión había cambiado. Estaba decidido.
“La llevaré a Palermo a ver la casa. ¿Cuándo? Mañana. Antes de que olvide.” Hizo una pausa. “Vienes con nosotros.” “¿Yo? No querrá ir sin ti. Y yo no puedo manejarla sola. No así.”
Debí haber dicho que no. Pero Lucia me miraba con tanta esperanza, con una necesidad tan desesperada de ver algo de su pasado antes de que se desvaneciera para siempre. “De acuerdo. Iré.”
Giovani hizo llamadas, arregló vuelos, seguridad, todo. Sus hombres vendrían. Rosa se quedaría. Nos iríamos una semana, tal vez dos.
Esa noche, no pude dormir. Iba a Sicilia con un jefe de la mafia y su madre con Alzheimer. Volando a un mundo que no entendía. Cruzando de empleada a algo más. No había vuelta atrás. La línea entre lo profesional y lo personal sería borrada. Seríamos una familia por una semana. Real o simulada.
Llegué a Palermo sintiendo el golpe del calor y la historia. Edificios antiguos, calles estrechas, el olor a sal marina y cítricos. Giovani había asegurado una casa fuera de la ciudad. Piedra blanca, tejado de terracota, jardines que se deslizaban hacia los olivares. Era hermoso de una manera que te dolía el pecho.
Lucia cobró vida en el momento en que llegamos. Algo en el aire, el paisaje, la luz. Se movía por la casa, tocando las paredes. “È così bello. Es tan hermoso,” susurró.
Giovani observaba a su madre con una expresión de duelo, esperanza y un amor tan desesperado que dolía verlo.
“El limonero está en el pueblo, la antigua casa de su madre,” me dijo. “No he estado allí en veinte años, desde que murió mi abuela. ¿Quieres llevarla mañana?” “Quiero llevarla ahora. Antes de que olvide por qué vinimos.”
Condujimos por calles estrechas hasta una casa olvidada por el tiempo. Muros de piedra, ventanas tapiadas y, en el pequeño patio, un limonero que había crecido salvaje, alcanzando la ventana superior.
“Il limone sotto la finestra,” Lucia salió del auto lentamente, mirando el árbol. Las lágrimas corrían por su rostro.
“Mama,” preguntó Giovani. “¿Es este?” Ella caminó hacia el árbol, tocó el tronco, miró hacia la ventana. “Giovani ha piantato questo albero quando aveva sei anni. Giovani plantó este árbol cuando tenía seis años.”
Giovani se congeló. “Cosa? ¿Para mí?” “Dijo que siempre tendría limones para hacer limonada.”
Ella estaba recordando. No el presente, sino algo de hace treinta años, cuando Giovani era un niño.
“Mama,” su voz se rompió. “¿Me recuerdas?” “Ricordo tutto qui. Lo recuerdo todo aquí,” se giró hacia él. “Ricordo te. Te recuerdo.”
Giovani cruzó el patio, cayó de rodillas frente a su madre. “Dimmi. Dime que me recuerdas. Por favor. Il mio ragazzo.”
Ella tocó su rostro. “¿Cómo pudiste pensar que te había olvidado?”
Giovani se rompió por completo, enterró su rostro en las manos de ella y lloró como el niño que debió haber sido cuando plantó ese árbol. Me quedé allí, sabiendo que estaba presenciando algo sagrado. El momento en que un hijo recuperó a su madre, aunque fuera solo por una hora.
Lucia lo sostuvo, le acarició el cabello, le cantó algo en italiano. Y por ese instante, no estuvo confundida. Solo fue una madre consolando a su hijo.
Me di la vuelta, les di privacidad, tratando de procesar la alegría, el dolor y ese sentimiento complicado que estaba creciendo por Giovani.
Se quedaron así durante veinte minutos. Luego, Lucia se cansó. Giovani la ayudó a subir al auto. Se durmió en el camino de regreso, con su mano en la de él.
Esa noche, me encontró en la terraza. Palermo brillaba a lo lejos.
“Gracias,” dijo. “No hice nada.” “Me convenciste de venir. Te quedaste con ella. Me diste este día.” Hizo una pausa. “Pude escucharla decir mi nombre. Sé que me recuerda. Aunque lo olvide de nuevo, tuve este momento. Es más de lo que me atrevía a esperar.”
Nos quedamos en silencio. Demasiadas cosas flotaban entre nosotros. Demasiados sentimientos que ninguno de los dos quería nombrar.
“Marina,” su voz era apenas un susurro. “Ya no eres solo su cuidadora.” “¿Qué soy, entonces?” Me miró. “No lo sé. Pero es más de lo que te estoy pagando.” La honestidad me robó el aliento. “¿Eso es un problema?” “Lo será,” se acercó. “No sé cómo hacer esto. Estar cerca de la gente. Dejar entrar a alguien. No es seguro. Ni para mí, ni para ellos.” “Todavía estoy aquí.” “Lo sé. Eso es lo que me aterra.”
Extendió la mano, tocó mi rostro, suave, cuidadoso. “Si te beso, todo cambia.” “Tal vez ya ha cambiado.”
Dudó. Se echó hacia atrás. “Aún no. No hasta que esté seguro de que puedo mantenerte a salvo.”
Me dejó allí, el corazón acelerado, deseando algo que no debería desear con un hombre completamente equivocado para mí. Pero ya estaba demasiado metida para preocuparme por lo correcto o lo incorrecto.
(Fin del Capítulo 7 – 1,775 palabras total)
Capítulo 8: El Beso a Contracorriente y la Elección Final
La semana en Sicilia transcurrió como un sueño. Lucia estaba más lúcida que en meses. Contó historias de la infancia de Giovani, nos mostró lugares que amaba, incluso nos preparó comidas sicilianas que recordaba de su madre. Giovani también se transformó, se reía, se relajaba, se convirtió en alguien casi irreconocible. Visitamos el limonero todos los días. A veces Lucia recordaba la historia de la plantación, a veces no. Pero estaba feliz.
Y yo me estaba enamorando. No fue mi intención, no lo planeé. Pero verlo con su madre, ver su ternura, entender la profundidad de su amor, derribó cada muro que había construido.
Una tarde, paseamos por el mercado de Palermo, solo nosotros dos. “Tu madre parece diferente aquí,” le dije. “Sicilia la recuerda, incluso si ella no siempre se recuerda a sí misma.”
Se detuvo en un puesto de frutas, compró limones. “Ella solía hacer limonada todos los domingos. Decía que era sol líquido.”
Caminamos por las calles antiguas. La gente reconocía a Giovani, asentía con respeto. Incluso aquí, era alguien importante. Peligroso.
“Marina,” se detuvo en una plaza tranquila. “Necesito decirte algo.” Mi corazón dio un vuelco. “Cuando volvamos a Boston, todo volverá a ser como antes. Distancia, límites. Esta semana es una excepción. Está fuera de la vida normal.”
“¿Por qué?” “Porque no puedo protegerte si estás demasiado cerca de mí. El ataque, los Castellano, esa es mi vida. Constante, peligrosa. Te mereces algo mejor que mirar por encima del hombro.” Su mandíbula se tensó. “Yo decido qué tan cerca te acercas.”
La rabia me encendió. “No tienes derecho a decidir qué riesgos estoy dispuesta a correr.” “Lo tengo, cuando esos riesgos podrían matarte.” “¿Y qué? ¿Vas a fingir que esta semana no sucedió? ¿Que no nos convertimos en algo más?” “Sí,” dijo sin dudar. “Eso es exactamente lo que voy a hacer. Por ti.”
Lo miré fijamente. “Eres un cobarde.” “Soy realista. Los hombres como yo no tienen finales felices. Solo sangre, violencia, pérdida.” Se acercó. “No voy a permitir que seas parte de esa pérdida.” “Ya me importas. Alejarme no cambiará eso.” “Te mantendrá viva. Eso es lo que importa.”
Se alejó, dejándome de pie en la plaza, con el corazón roto, furiosa, desesperada. Esa noche, me quedé despierta. La respuesta era, no podía. Tendría que irme. Encontrar otro trabajo. Alejarme antes de que quedarme me destruyera.
Pero luego pensé en Lucia, en cómo había florecido aquí, en cómo Giovani nos necesitaba a ambos. Y supe que no podía irme. Todavía no. Tal vez nunca.
A la mañana siguiente, Lucia tuvo un episodio terrible. No reconoció a nadie. Gritó cuando Giovani trató de ayudarla. Luchó contra mí. Tardamos dos horas en calmarla. Cuando finalmente durmió, Giovani se sentó en el jardín, destrozado.
Lo encontré allí. “Ya está bien.” “Por esto no puedo estar contigo,” su voz estaba hueca. “Eventualmente, ella se apagará por completo. Olvidará quién soy de forma permanente. Necesitará atención constante que no puedo darle. Y cuando eso pase, tendré que internarla. No puedo verla desaparecer y perderte a ti al mismo tiempo. No soy lo suficientemente fuerte.”
La vulnerabilidad en esa confesión me rompió. Me senté a su lado, le tomé la mano. “No me vas a perder.” “Tú no lo sabes.” “Sí lo sé. Porque elijo quedarme. Sabiendo lo que cuesta. Sabiendo cómo podría terminar,” le apreté los dedos. “Me quedo de todos modos.”
Me miró. Sus ojos llenos de todo lo que no diría. “¿Por qué?” “Porque la amo a ella. Y porque te amo a ti.”
Las palabras flotaron en el aire. Demasiado honestas. Demasiado crudas. Giovani retiró su mano. “No.” “Demasiado tarde.”
Se levantó. “Nos vamos mañana. Esta conversación nunca sucedió.” Pero la forma en que me miró antes de irse me dijo que se estaba mintiendo a sí mismo. Porque el amor no se puede deshacer.
De vuelta en Boston, todo cambió, solo que no como Giovani había planeado. Dejó de fingir que la distancia me protegería. Empezó a cenar con nosotras todas las noches. Se sentaba con su madre durante horas. Me permitía verlo vulnerable, humano, real.
Un mes después de Sicilia, Lucia tuvo otro momento lúcido. Breve, hermoso. Miró a Giovani y dijo: “Hai piantato l’albero per me. Plantaste el árbol para mí.” Él sonrió. “Sí, Mama. Y lo haría de nuevo.”
Ella se volvió hacia mí. “Sei innamorata di lui. Estás enamorada de él.” No lo negué. “Bene. Bien. Necesita que alguien lo ame.”
Dos meses después de eso, Giovani me besó. Sin advertencia. Simplemente me jaló a su oficina y me besó como si yo fuera el aire y él se estuviera ahogando.
“Ya no puedo mantenerme alejado,” dijo. “Lo intenté. Fallé.” “Bien.” “Esto es peligroso para ti. Podrías salir herida.” “Lo sé. Te amo de todos modos.”
Las palabras debieron haberme asustado. En cambio, se sintieron como volver a casa.
Lucia declinó lenta y suavemente. Perdió más recuerdos de los que conservó, pero siempre recordaba el limonero. Giovani trajo uno de Sicilia y lo plantó en el jardín de Boston, bajo su ventana. Ella se sentaba junto a él, tocando las hojas. A veces sabía por qué, a veces no. Pero nunca tenía miedo, porque estábamos allí. Giovani y yo. El hijo que recordaba amar. La mujer que eligió quedarse.
Nunca me fui. Ni cuando se puso difícil. Ni cuando Lucia dejó de reconocernos a cualquiera de los dos. Ni cuando el mundo de Giovani trajo la violencia a nuestra puerta de nuevo. Me quedé porque el amor no se trata de seguridad. Se trata de elegir a alguien a pesar del costo. Y yo los elegí a ellos, a ambos, todos los días.