PARTE 1: LA PROMESA DEL EXTRAÑO
Capítulo 1: El Color de la Vergüenza
El vestido rojo carmesí tardó seis meses en estar listo. Seis meses de pruebas, de alfileres pinchándome la piel, de costureras mirándome con lástima mientras intentaban ajustar la tela a mi cintura. Yo era Ana Ramírez, y estaba parada en el altar de la Parroquia de San Miguel, en mi pueblo, con las manos temblando tanto que el ramo de rosas blancas parecía vibrar. Trecientas personas llenaban las bancas detrás de mí. Podía sentir cada mirada clavada en mi espalda, juzgando mis curvas, mi tamaño, mi existencia, tal como lo habían hecho toda mi vida.
Tadeo estaba frente a mí en su esmoquin negro, alquilado, con la cara pálida bajo las luces amarillentas de la iglesia. El Padre Anselmo nos sonreía con esa paciencia de santo, con la Biblia abierta en el pasaje del amor y el compromiso. Todo debería haber sido perfecto. Se suponía que este era el día más feliz de mi vida, el día en que la “gordita” del pueblo finalmente tenía su final de cuento de hadas.
Entonces Tadeo dio un paso atrás.
—Lo siento —dijo. Su voz retumbó en la iglesia, que de repente se había quedado en un silencio sepulcral.
Mi corazón se detuvo. Literalmente sentí cómo dejaba de latir por un segundo. Las rosas se me resbalaron de los dedos sudorosos y cayeron al suelo de mármol con un ruido sordo.
—¿Qué? —susurré, con la garganta cerrada.
—No puedo casarme contigo, Ana —la voz de Tadeo subió de volumen, como si quisiera que hasta los de la plaza de afuera lo escucharan—. Traté de convencerme de que podía, pero no puedo pasar mi vida con alguien que se ve como tú.
El aire se salió de mis pulmones.
—Todos me han estado diciendo que estoy cometiendo un error, y tienen razón —continuó él, con una crueldad que nunca le había visto—. Tienes sobrepeso, eres dejada y eres una vergüenza. Merezco algo mejor que esto.
La iglesia estalló en jadeos y murmullos. Escuché a mi mamá soltar un grito ahogado desde la primera fila. Mis piernas se sintieron como gelatina. Esto no podía estar pasando. No aquí. No frente a la tía Chela, frente a mis vecinos, frente a las chicas que me hacían bullying en la prepa.
—Tadeo, por favor —supliqué, pero él ya estaba dándose la vuelta, sus pasos resonando fuerte mientras se alejaba hacia la salida.
Me quedé congelada en el altar. Mi vestido rojo, que se suponía representaba mi pasión y alegría, de repente se sentía como una señal de neón gigante resaltando todo lo que estaba mal en mí. Trecientas personas me miraban. Algunos parecían en shock, otros… otros parecían satisfechos, como si hubieran estado esperando este momento para decir: “¿Ves? Te lo dije”. Quería correr, quería que la tierra se abriera y me tragara ahí mismo, pero mis pies no se movían. Las lágrimas empezaron a correr por mi cara, calientes y pesadas, mientras el peso total de la humillación me aplastaba.
Este era el fin. Así terminaba mi historia. Sola, rechazada y monstruosa frente a todo el pueblo.
Capítulo 2: Una Oferta Indecente (o Milagrosa)
Entonces, una voz grave y potente habló desde el fondo de la iglesia.
—Yo me caso con ella.
Todas las cabezas giraron al mismo tiempo, como en una coreografía. Un hombre alto, impecable en un traje azul marino a la medida, se puso de pie desde la última banca. Era guapo, con cabello oscuro y ojos que irradiaban una seguridad aterradora. Nunca lo había visto en mi vida.
Caminó por el pasillo central con pasos firmes, ignorando los murmullos de la gente, con la mirada fija en mí.
—¿Quién es usted? —preguntó el Padre Anselmo, con la voz temblorosa por la confusión.
—Braulio Cortés —dijo el extraño. Llegó al altar y me miró directamente a los ojos. No había lástima en su mirada. Había furia, sí, pero no contra mí—. Estoy visitando su pueblo por negocios. He estado sentado en esta iglesia durante los últimos veinte minutos y he visto suficiente.
Se giró hacia mí, ignorando a la multitud boquiabierta.
—Señorita, usted merece algo mejor que la basura que acaba de suceder. Si me acepta, me casaré con usted ahora mismo. Aquí mismo.
Lo miré fijamente. Esto tenía que ser una broma. Una cámara escondida. Alguna nueva forma de tortura.
—Usted ni siquiera me conoce —logré decir.
—Sé que no merecías eso —dijo Braulio en voz baja, solo para mí—. Sé que eres valiente por estar aquí parada soportando esto. Y sé que puedo ofrecerte algo mejor que irte a casa sola hoy a llorar.
—¡Esto es absurdo! —gritó alguien desde las bancas, probablemente la víbora de Doña Lupe.
Pero yo apenas los escuchaba. Miré a los ojos de Braulio y vi algo que no había visto en mucho tiempo. Respeto. Respeto genuino.
—¿Por qué haría esto? —le pregunté, temblando.
—Porque es lo correcto —dijo él—. Porque nadie debería ser tratado como te acaban de tratar. Te ofrezco una elección, Ana. Puedes salir de aquí sola, con la cabeza baja, o puedes salir de aquí casada conmigo. Tengo recursos. Tengo conexiones en la Ciudad de México. Puedo ayudarte a empezar de cero, lejos de este pueblo y de esta gente. Sin ataduras, solo una oportunidad de una vida diferente.
Miré a la congregación. Vi a la gente que se había burlado de mí en la secundaria. A los parientes que siempre me decían “tienes una cara tan bonita, lástima del cuerpo”. Vi a mi mamá en la primera fila, destruida, incapaz de defenderme.
Luego miré de nuevo a Braulio Cortés, un extraño que me ofrecía un escape. Era una locura. Era imposible. Pero quedarme aquí, volver a mi cuarto, caminar por estas calles sabiendo que todos se reirían de mí, se sentía aún más imposible.
—Sí —me escuché decir. Mi voz sonó extraña, firme—. Me caso con usted.
El Padre Anselmo miraba de uno al otro, claramente dividido entre su deber sagrado y el chisme del año.
—Esto es altamente irregular…
—¿Pero es legal? —preguntó Braulio, cortante.
—Bueno, sí, técnicamente, si ambas partes consienten y tenemos testigos…
—Entonces procedamos —dijo Braulio. Tomó mi mano. Su palma estaba caliente y firme, un ancla en medio de mi tormenta—. ¿Estás segura?
No estaba segura de nada, excepto de que no podía enfrentar a esta gente como la mujer abandonada.
—Estoy segura.
La ceremonia fue breve y surrealista. El Padre Anselmo se apresuró con los votos, con las manos temblando. Cuando nos declaró marido y mujer, la iglesia permaneció en un silencio espeluznante. Sin aplausos. Sin “Vivan los novios”. Solo miradas de shock. Braulio se volvió hacia mí.
—¿Me permites? —preguntó suavemente.
Cuando asentí, besó mi mejilla con un respeto tan delicado que me dieron ganas de llorar de nuevo. Luego tomó mi mano y me guió por el pasillo. Trecientas personas nos vieron salir. Mantuve la cabeza en alto, agarrándome a la mano de Braulio como si fuera mi salvavidas. Salimos al sol brillante de la tarde. Un auto negro, lujoso, blindado, esperaba en la acera, con un chofer abriendo la puerta.
—Tengo una suite en el hotel del centro —dijo Braulio—. Vamos a llevarte a un lugar tranquilo. Luego podemos hablar de lo que sigue. ¿Te parece bien?
Asentí, incapaz de formar palabras. Subí al auto, mi vestido rojo ocupando casi todo el asiento. Mientras el auto arrancaba, miré hacia atrás una última vez. Mi mamá estaba en los escalones, con la mano en la boca. Tadeo no estaba por ningún lado. Yo, Ana Ramírez, había entrado a esa iglesia como una novia patética. Salía como la esposa de un completo extraño millonario. ¿Qué acababa de hacer?
PARTE 2: LA CIUDAD DE CRISTAL
Capítulo 3: El Fantasma de Raquel
Desperté en la cama más suave que había sentido en mi vida. Por un momento, olvidé dónde estaba. Luego, la memoria me golpeó como un balde de agua helada: la iglesia, el rechazo de Tadeo, el extraño que se casó conmigo. Me senté de golpe.
La suite del hotel era enorme, decorada en blancos y grises suaves, con el aire acondicionado zumbando suavemente. Todavía llevaba mi vestido rojo, ahora arrugado e incómodo. Mi anillo de bodas captó la luz de la mañana. Era una banda de oro simple que Braulio había sacado de algún lado ayer. Lo toqué con dedos temblorosos.
Un golpe en la puerta me hizo saltar.
—Ana, ¿estás despierta? —la voz de Braulio era amable a través de la puerta.
—Sí.
—¿Puedo pasar? Tengo café y desayuno.
Me miré. Maquillaje corrido, vestido arrugado.
—¡Dame cinco minutos! —Corrí al baño y me lavé la cara. No podía hacer mucho con el vestido.
Cuando abrí la puerta, Braulio estaba en la sala de estar de la suite. Llevaba jeans y una camisa verde, luciendo nada como el extraño formal de ayer. Un carrito de servicio a la habitación tenía café, chilaquiles, pan dulce y fruta.
—¿Cómo dormiste? —preguntó, sirviendo café en dos tazas.
—No estoy segura de haber dormido —admití, aceptando el café. Me hundí en el sofá—. ¿Esto es real? ¿Ayer realmente pasó?
Braulio se sentó frente a mí, manteniendo una distancia respetuosa.
—Pasó. Y me imagino que tienes muchas preguntas.
—¿Por qué hizo eso? —pregunté. No podía evitar hablarle de usted—. Usted no me conoce. No me debe nada.
Braulio se quedó callado un momento, revolviendo el azúcar en su café.
—Mi hermana fue tratada mal toda su vida porque no encajaba en lo que la gente pensaba que debía ser. Razones diferentes a las tuyas, pero la misma crueldad. Se quitó la vida cuando tenía 20 años. Yo no estaba ahí para ayudarla. Estaba demasiado ocupado construyendo mi negocio, haciendo dinero, probándome a mí mismo.
Me quedé helada.
—Cuando vi lo que te estaba pasando ayer… no pude quedarme sentado. Tenía el poder de cambiar tu situación, así que lo hice.
—Lo siento mucho por su hermana.
—Gracias —dijo suavemente—. Se llamaba Raquel. Le habrías caído bien. Creo que ella también era valiente.
—No me siento muy valiente.
—Dijiste que sí ayer. Eso requirió agallas, Ana. —Braulio dejó su café—. Quiero ser muy claro con algo. No espero nada de ti. Esto no se trata de que yo quiera una esposa o romance. Esto se trata de darte opciones. Soy dueño de un corporativo en la Ciudad de México, Industrias Cortés. Puedo ofrecerte un trabajo, un lugar donde vivir y recursos. Sin presión. Sin expectativas más allá del respeto básico.
—¿Es en serio?
—Completamente. Si quieres anular el matrimonio mañana, lo hacemos. Pero si vienes conmigo, te prometo que nadie volverá a humillarte.
Pensé en volver a mi departamento, enfrentar a mis compañeros en el supermercado, ver la lástima en los ojos de todos. Pensé en quedarme en este pueblo donde siempre sería “la dejada”. Luego pensé en irme, empezar de cero donde nadie supiera mi historia.
—Si voy con usted —dije lentamente—, quiero ganarme mi lugar. No quiero caridad. Quiero trabajar.
—No lo tendría de otra manera —dijo Braulio sonriendo—. Y que quede claro: esto es solo un acuerdo. Somos roomies… roomies legalmente casados.
Respiré hondo.
—Está bien. Vámonos a la ciudad. Pero primero necesito ver a mi mamá.
Una hora después, me despedí de mi madre. Ella lloraba, dividida entre el alivio y el miedo. Me dio el collar de plata de mi abuela “para el coraje”. Subí al auto con Braulio y vi mi pueblo desaparecer en el espejo retrovisor. El viaje a la Ciudad de México tomó cuatro horas. Cuando finalmente llegamos a un edificio de cristal y acero en Reforma, me sentí abrumada.
El penthouse ocupaba todo el piso superior. Era impresionante. Todo ventanas y luz.
—Tu habitación está por aquí —dijo Braulio, guiándome—. Mañana iremos de compras. Esta noche, solo descansa.
Me paré en la puerta de lo que ahora era mi cuarto. Era más grande que todo mi antiguo departamento.
—Braulio —dije. Él se volvió—. Gracias. Sé que sigo diciéndolo, pero lo digo en serio.
—De nada, Ana. Mañana empezamos a construir tu nueva vida.
Me miré en el espejo de la habitación. Misma cara redonda, mismo cuerpo pesado, mismos ojos cafés. Pero algo se sentía diferente. Por primera vez, sentí que tal vez, solo tal vez, las cosas podrían mejorar.
Capítulo 4: Espejos y Verdades
La primera mañana en la ciudad comenzó con el sol inundando mis ventanas. Me duché usando jabones que olían a lavanda y dinero. Me puse unos jeans viejos y una blusa desgastada, lo único que traía en mi maleta, y salí.
Braulio estaba haciendo café.
—Buenos días. Hoy vamos de compras. Ropa, cosas de aseo, lo que necesites. Y mañana te llevo a la empresa.
—¿Qué haré exactamente? —pregunté.
—Tenemos un departamento de ayuda comunitaria. Trabajamos con fundaciones, bancos de alimentos. Creo que serías buena en eso. Conectando con la gente.
Una hora después, estábamos en Masaryk, una zona de tiendas que solo había visto en telenovelas. Al principio, me sentí horrible. Esperaba que las vendedoras me miraran mal, como siempre pasaba en las boutiques de mi pueblo. Pero la mujer que nos atendió, una señora elegante llamada Susana, me trató como a una reina.
—Estos colores se verán hermosos en ti —dijo Susana, sacando vestidos en azul real y verde esmeralda.
Probé atuendo tras atuendo. Esperaba sentirme peor con cada uno, viendo mi cuerpo en esos espejos gigantes. En cambio, sucedió algo extraño. Con ropa bien cortada, que no intentaba ocultarme sino vestirme, me veía… bien. No perfecta de revista, pero humana. Digna.
—Ese vestido azul es impresionante —dijo Braulio cuando salí del probador.
Me miré. El vestido caía hasta mis rodillas y me hacía ver profesional, fuerte.
—Nunca he usado algo así.
—Pues deberías. Nos lo llevamos.
Nuestra siguiente parada fue un edificio médico en las Lomas. Braulio me presentó a la Dra. Ángela, una nutrióloga que no me pesó ni me regañó.
—No estoy aquí para ponerte a dieta —dijo—. Estoy aquí para ayudarte a sanar tu relación con la comida. Braulio me dijo que has pasado por mucho estrés.
Terminamos el día en la oficina del Dr. Torres, un terapeuta. Hablé con él durante una hora, llorando la mitad del tiempo, soltando años de veneno que Tadeo y la sociedad habían inyectado en mí.
Esa noche, cenamos tacos (sí, tacos de verdad, pero en un plato elegante) en el balcón del penthouse mirando las luces de la CDMX.
—Esto es mucho —dije—. La ropa, los doctores. ¿Cómo voy a pagarte?
—Me pagas construyendo una buena vida —dijo Braulio—. Siendo feliz. Eso es todo lo que pido.
—¿Puedo preguntarte algo? —dije—. ¿Por qué no estás casado? Eres exitoso, guapo, amable.
Braulio sonrió con tristeza.
—Lo estaba intentando. Pero después de lo de Raquel… me encerré. El romance parecía algo para gente con tiempo. Nunca conocí a nadie que me hiciera querer hacer tiempo. —Hizo una pausa—. ¿Y tú? ¿Cuánto tiempo estuviste con Tadeo?
—Tres años. Trabajábamos juntos. Pensé que era el único que me querría. Acepté sus migajas porque pensé que no merecía el pan completo.
—Merecías un banquete, Ana.
Me fui a la cama sintiendo algo nuevo. Esperanza.
Al día siguiente, entré a Industrias Cortés. Me presentaron a Patricia, la jefa de Ayuda Comunitaria, una mujer con una sonrisa cálida que me puso a trabajar de inmediato. Resultó que era buena en esto. Años de lidiar con clientes difíciles y resolver problemas con poco presupuesto me habían preparado.
Pasaron tres meses. Estaba prosperando. Había sido promovida, tenía amigos, iba a terapia. Me sentía fuerte.
Entonces, Tadeo apareció.
Estaba en mi escritorio cuando recepción llamó.
—Ana, hay un hombre aquí. Dice que es tu prometido.
Mi estómago se fue al suelo. Bajé al lobby. Ahí estaba Tadeo, con su chamarra de mezclilla, luciendo fuera de lugar en el edificio corporativo. Cuando me vio, sonrió con esa sonrisa que antes me derretía y ahora me daba náuseas.
—Ana, te ves increíble.
—¿Qué haces aquí, Tadeo?
—Vine a disculparme. Lo del boda fue un error. Estaba asustado. Pero escuché que te va bien, que estás con un millonario… bebé, podemos arreglar esto. Tú y yo pertenecemos juntos.
Las piezas encajaron.
—Escuchaste que tengo dinero ahora —dije, sintiendo una ira fría y limpia—. No me querías cuando era Ana la cajera. Pero ahora que crees que tengo acceso a la fortuna de Braulio, estás aquí.
—No es así…
—Es exactamente así. La respuesta es no. Lárgate.
—Te vas a arrepentir. Nadie más te va a querer. Yo era tu mejor opción.
—No —dije, y mi voz resonó en el lobby de mármol—. Yo era TU mejor opción y la desperdiciaste. Adiós, Tadeo.
Me di la vuelta y caminé hacia los elevadores sin mirar atrás. Mis manos temblaban, pero lo había hecho.
Esa noche, le conté a Braulio. Él estaba furioso, pero yo me sentía ligera.
—Lo enfrenté —le dije—. Y no sentí nada más que lástima.
Braulio me miró con una intensidad que hizo que mi corazón se acelerara de una forma nueva.
—Estoy orgulloso de ti, Ana.
Y en ese momento, en la quietud del penthouse, me di cuenta de que mi gratitud hacia Braulio se estaba transformando en algo más peligroso. Algo que no estaba en el contrato.
Me estaba enamorando de mi esposo falso
PARTE 2: LA GUERRA Y EL BAILE
Capítulo 5: El Precio de la Verdad
Pensé que echar a Tadeo del edificio sería el final. Que verlo salir con la cola entre las patas, expulsado por la seguridad de Industrias Cortés, cerraría ese capítulo tóxico de mi vida. Pero subestimé lo peligroso que es un hombre mediocre con el ego herido.
Dos días después de nuestro encuentro en el lobby, mi celular empezó a vibrar sin control a las 6:00 AM. Eran notificaciones de Instagram, Facebook, WhatsApp. Mensajes de gente que no había visto en años.
—Ana, ¿ya viste esto? —¿Es cierto lo que dicen? —Qué vergüenza, no pensé que fueras así.
Con el corazón en la garganta, abrí el enlace que mi prima me había mandado. Era una nota de un portal de chismes amarillista, de esos que viven de destruir vidas en internet. El titular me golpeó como una bofetada:
“LA ESTAFADORA DEL ALTAR: CÓMO UNA MUJER FINGIÓ SER VÍCTIMA PARA CAZAR A UN MILLONARIO”
Sentí que se me bajaba la presión. Debajo del titular había una foto mía, una de las peores, tomada desde un ángulo horrible el día de la boda, con la cara hinchada de llorar. Y al lado, una entrevista exclusiva con Tadeo.
Leí el texto con náuseas. Tadeo había tergiversado todo. Según él, yo había planeado todo. Decía que yo le había sido infiel, que lo había obligado a dejarme en el altar para poder “dar lástima” y atrapar a Braulio, con quien —según Tadeo— yo ya tenía una aventura desde antes. Me pintaba como una manipuladora maestra, una “trepadora” que usó su peso y sus lágrimas para engañar a un buen hombre y robarle a un millonario.
—Maldito —susurré, dejando caer el teléfono en la cama.
Salí a la sala. Braulio ya estaba despierto, hablando por teléfono, caminando de un lado a otro con una expresión que daba miedo. Cuando me vio, colgó inmediatamente.
—No leas nada —fue lo primero que dijo.
—Demasiado tarde —mis ojos se llenaron de lágrimas, pero esta vez no eran de tristeza, eran de pura rabia—. Todo el mundo lo está compartiendo. En los comentarios dicen cosas horribles. Dicen que soy una interesada, que doy asco.
Braulio se acercó y me tomó por los hombros, obligándome a mirarlo.
—Escúchame, Ana. Esto es basura. Es el grito desesperado de un perdedor. Mis abogados ya están redactando una demanda por difamación que va a dejar a Tadeo y a esa revista en la calle.
—Pero el daño ya está hecho, Braulio. La gente cree lo que lee. Mi mamá me llamó llorando. Patricia está preocupada por la imagen de la fundación. —Me solté de su agarre—. Tadeo ganó. Logró humillarme otra vez, pero ahora a nivel nacional.
—Solo si tú lo dejas ganar.
Esa tarde, tuvimos una reunión de crisis en el penthouse. Estaba Catalina, la abogada principal de Braulio, una mujer afilada como un cuchillo, y Patricia, mi jefa y amiga.
—Tenemos opciones —dijo Catalina—. Podemos demandar y callar, lo cual tardará meses. O podemos controlar la narrativa.
—¿A qué te refieres? —pregunté.
—Una entrevista. Una sola. Con alguien serio, no con esos payasos de los chismes. Cuentas tu verdad. Sin filtros. La gente ama el chisme, pero ama más la autenticidad.
Miré a Braulio. Él estaba recargado en la pared, dejándome espacio para decidir.
—No tienes que hacerlo, Ana. Puedo enterrar esto con dinero y abogados.
Pensé en Tadeo. Pensé en todas las veces que me quedé callada cuando alguien se burlaba de mí en la escuela, cuando un jefe me negaba un ascenso por mi apariencia, cuando mi propia familia me decía que me conformara. El silencio nunca me había protegido. El silencio solo les daba permiso de seguir lastimándome.
—Lo haré —dije, sintiendo una fuerza nueva nacer en mi estómago—. Quiero hablar.
Tres días después, estaba sentada frente a las cámaras de uno de los noticieros más respetados del país. La periodista, una mujer llamada Rebecca, fue amable pero directa.
—Ana, tu ex prometido afirma que todo fue un plan. ¿Qué tienes que decir?
Respiré hondo. No miré a la cámara, miré a Rebecca, de mujer a mujer.
—Digo que Tadeo está enojado porque le dije que no. —Mi voz no tembló—. Fui a esa iglesia enamorada y confiada. Él me destrozó frente a todos porque le importaba más el “qué dirán” que mi corazón. Braulio me salvó, no porque yo lo planeara, sino porque él es un hombre decente que vio una injusticia.
Hablé de todo. Hablé de los años de bullying. De cómo la sociedad nos enseña a las mujeres de talla grande que debemos estar agradecidas por cualquier migaja de amor, aunque sea tóxico. Hablé de cómo Braulio me dio un trabajo, no dinero gratis. De cómo me pago mis propias cuentas ahora.
—No soy una víctima —dije al final, mirando directamente al lente de la cámara—. Y definitivamente no soy una estafadora. Soy una mujer que sobrevivió a la crueldad de un hombre pequeño y que está construyendo una vida grande. Y si eso le molesta a Tadeo, es problema suyo, no mío.
La entrevista se emitió esa noche.
El silencio en el penthouse era total mientras veíamos la transmisión. Cuando terminó, Braulio apagó la tele y se giró hacia mí. Había un brillo en sus ojos que no supe descifrar.
—Estuviste increíble.
Revisé mi celular con miedo. Pero lo que encontré me dejó sin aliento. El hashtag #YoLeCreoAAna era tendencia número uno en México. Miles de mujeres compartían sus propias historias de rechazo y superación. Los comentarios ya no eran de odio; eran de apoyo, de admiración.
—”Qué reina”, “Eso es dignidad”, “Tadeo es un patán” —leí en voz alta, riendo y llorando al mismo tiempo.
Tadeo intentó responder, pero internet ya había dictado sentencia. Fue cancelado masivamente. Desapareció de las redes sociales dos días después.
Esa noche, salí al balcón a ver la ciudad. Braulio se unió a mí con dos copas de vino.
—¿Cómo te sientes? —preguntó.
—Libre —respondí—. Por primera vez en mi vida, la historia es mía. No de lo que dicen de mí, sino de lo que yo digo.
—Te ves diferente, Ana.
—¿Ah, sí? —Me giré para mirarlo. La luz de la luna le daba en la cara, marcando su mandíbula.
—Sí. Te ves poderosa.
Nos quedamos mirando un segundo más de lo necesario. El aire entre nosotros cambió, se cargó de una electricidad estática que me puso la piel de gallina. Quería dar un paso hacia él. Quería saber si sus labios sabían a vino y a promesas cumplidas.
Pero el miedo me detuvo. Él era Braulio Cortés, el millonario, el salvador. Yo era Ana, su proyecto de caridad… ¿o ya no?
—Buenas noches, Braulio —dije, huyendo hacia mi cuarto antes de hacer una estupidez.
—Buenas noches, esposa —susurró él. Y esa palabra, “esposa”, flotó en el aire mucho después de que cerré mi puerta.
Capítulo 6: La Cenicienta de Esmeralda
Pasaron seis meses desde el escándalo. La vida había tomado un ritmo hermoso y peligroso. Peligroso porque cada día me enamoraba más de mi marido falso, y cada día se volvía más difícil ocultarlo.
Teníamos nuestras rutinas. Los domingos eran de chilaquiles (yo cocinaba, él lavaba los platos). Los miércoles veíamos películas. Y aunque dormíamos en habitaciones separadas, la intimidad emocional entre nosotros era más fuerte que la de muchos matrimonios reales.
Un martes por la mañana, llegó un sobre color crema a la mesa del desayuno.
—¿Qué es esto? —pregunté, mordiendo una tostada.
—La Gala Anual de la Fundación Cortés —dijo Braulio, sirviéndose café—. Es el evento más grande del año. Todos los socios, donantes, la “crema y nata” de la sociedad mexicana estará ahí.
—Suena… intenso.
—Lo es. Es aburrido y pretencioso, pero necesario para recaudar fondos. —Me miró por encima de su taza—. Ana, quiero que vengas conmigo.
Me atraganté con la tostada.
—¿Yo? ¿Como empleada? ¿Para organizar las mesas?
—No —dijo él, muy serio—. Como mi esposa. Como mi pareja.
—Braulio, tú sabes que no encajo ahí. Esa gente… son tiburones. Me van a comer viva. Una cosa es que internet me apoye, y otra es enfrentarme a las señoras de las Lomas en vivo y en directo.
—Que se atrevan —su voz se endureció—. Te has ganado tu lugar, Ana. Has triplicado el impacto de nuestros programas sociales. Eres la persona más valiosa en esa empresa. Además… —su tono se suavizó— no quiero ir con nadie más. Quiero ir contigo.
¿Cómo se le dice que no a eso?
El fin de semana, Patricia me secuestró.
—Braulio me dio su tarjeta negra y dijo: “Que se vea como la diosa que es”. Así que no discutas —dijo Patricia, arrastrándome a una boutique exclusiva en Polanco donde ni siquiera había precios en las etiquetas.
Probamos diez vestidos. Negros, dorados, plateados. Todos eran bonitos, pero ninguno se sentía correcto. Entonces, la vendedora trajo uno color verde esmeralda.
Era de terciopelo y seda, con un escote en V que alargaba mi cuello y una caída que abrazaba mis curvas en lugar de esconderlas. Cuando me lo puse y salí frente al espejo de tres cuerpos, me quedé sin aliento. No veía a la “gordita” del pueblo. Veía a una mujer. Una mujer sensual, elegante, imponente.
—Ese es —dijo Patricia, con los ojos llorosos—. Ana, estás espectacular.
La noche de la gala, los nervios me tenían temblando. Me habían peinado con ondas suaves y el maquillaje resaltaba mis ojos. Me puse el collar de plata de mi abuela; era sencillo, pero era mi amuleto.
Cuando salí de mi habitación, Braulio estaba en la sala, ajustándose los gemelos de su esmoquin. Levantó la vista y se congeló. Literalmente dejó de moverse. Sus ojos recorrieron mi cuerpo desde los tacones hasta el escote, y finalmente a mis ojos. Hubo un silencio largo.
—Ana —su voz sonó ronca.
—¿Es demasiado? —pregunté, nerviosa—. Patricia dijo que el verde…
—Estás… —Braulio caminó hacia mí, invadiendo mi espacio personal. Olía a madera y especias—. Estás jodidamente hermosa.
Sentí el calor subir a mis mejillas.
—Gracias. Tú también te ves bien.
—Vamos —me ofreció su brazo—. Quiero presumirte.
La gala fue en el Museo Soumaya. El lugar era impresionante, pero la gente lo era más. Diamantes, cirugías plásticas perfectas, apellidos compuestos. Cuando entramos, sentí las miradas. Curiosidad. Juicio. Envidia.
Braulio no me soltó ni un segundo. Su mano estaba firme en mi espalda baja, una marca de posesión y protección. Me presentó a todos como “Mi esposa, Ana”, con un orgullo que me mareaba.
Estábamos hablando con Doña Ruth, una señora mayor encantadora que conocía a Braulio desde niño, cuando escuché una voz chillona y arrastrada a mis espaldas.
—¡Braulio! ¡Qué milagro!
Nos giramos. Era una mujer alta, rubia, esquelética, vestida con algo que parecía costar más que la casa de mi mamá.
—Paulina —dijo Braulio, y su tono bajó diez grados de temperatura.
—No sabía que vendrías —dijo ella, ignorándome olímpicamente y poniendo una mano sobre el brazo de Braulio—. Te extrañamos en Valle de Bravo el fin de semana pasado. Mi papá preguntaba por ti.
—He estado ocupado, Paulina.
—Ya veo. —Finalmente, sus ojos fríos se posaron en mí. Me escaneó de arriba abajo con una mueca de disgusto—. Y trajiste a… ¿tu asistente? Qué caritativo de tu parte, Braulio. Siempre ayudando a los necesitados.
El insulto fue tan directo que me quedé helada. Era el mismo tono de Tadeo, la misma crueldad disfrazada de “clase alta”. Sentí que me hacía pequeña.
Pero antes de que pudiera responder, Braulio se movió. Se quitó la mano de Paulina de encima con un gesto brusco y pasó su brazo alrededor de mi cintura, atrayéndome contra su cuerpo con fuerza.
—Te presento a Ana Cortés —dijo Braulio, con una voz letalmente calmada—. Mi esposa.
La cara de Paulina fue un poema. Se puso pálida, luego roja.
—¿Esposa? Pero… nadie sabía…
—Nos gusta la privacidad. Y para que te quede claro, Paulina: Ana no es mi asistente. Es la mujer que dirige nuestros programas más exitosos y la única razón por la que estoy disfrutando esta noche. Así que si no puedes tratarla con el respeto que merece la señora Cortés, te sugiero que te vayas a otra mesa.
Paulina balbuceó algo ininteligible y se fue casi corriendo.
Doña Ruth soltó una carcajada.
—Bien hecho, muchacho. Esa niña siempre ha sido una víbora. —Me guiñó un ojo—. Tienes buen gusto, Braulio. Ella tiene fuego en los ojos.
Braulio me miró, y el fuego no estaba solo en mis ojos. Estaba en los suyos.
—¿Estás bien? —me preguntó en voz baja.
—Me defendiste.
—Siempre. Eres mi esposa, Ana. Nadie te falta al respeto. Nadie.
La música empezó a sonar. Un vals lento.
—¿Bailamos? —preguntó.
Asentí, incapaz de hablar. Me llevó a la pista. Puso una mano en mi cintura y tomó la mía con la otra. Estábamos tan cerca que nuestros pechos se rozaban. Nos movimos al ritmo de la música, y el resto del salón desapareció. Solo éramos él y yo.
—Braulio —susurré, reuniendo todo mi valor—. Lo que le dijiste a Paulina… sobre que soy la única razón por la que disfrutas la noche… ¿era verdad o solo actuación?
Braulio detuvo el baile por un microsegundo, luego me acercó aún más, tanto que su aliento rozó mi oreja.
—Ana, llevo meses sin actuar. Todo lo que hago es real. Todo lo que siento es real.
Mi corazón latía tan fuerte que pensé que él podía sentirlo a través de su camisa.
—¿Qué sientes? —pregunté, al borde del abismo.
Braulio me miró a los ojos, y vi la respuesta antes de que la dijera. Vi deseo. Vi admiración. Vi amor.
—Siento que fui un idiota por pensar que te estaba salvando ese día en la iglesia —dijo con voz ronca—. Porque ahora me doy cuenta de que tú me estabas salvando a mí. Me estaba ahogando en soledad y trabajo, y tú… tú me trajiste a la vida.
—Braulio…
—Me estoy enamorando de ti, Ana. Creo que lo he estado desde que te vi tirar esas rosas y mantener la cabeza en alto.
El mundo se detuvo. En medio de la pista de baile, rodeados de la élite de México, el hombre inalcanzable me estaba confesando su amor. Y lo más aterrador y maravilloso era que yo sentía exactamente lo mismo.
—Yo también —dije, y las lágrimas amenazaron con arruinar mi maquillaje—. Yo también te amo, Braulio.
Él sonrió, una sonrisa que iluminó todo su rostro, y bajó la cabeza lentamente. Cerré los ojos, esperando el beso que cambiaría todo, el beso que sellaría nuestro destino.
Pero justo en ese momento, un flash cegador nos interrumpió. El fotógrafo oficial del evento.
—¡Hermosa pareja! ¡Una más, por favor!
El momento se rompió, pero la magia no. Nos separamos un poco, riendo nerviosamente, pero Braulio no soltó mi mano. La apretó fuerte, entrelazando nuestros dedos.
—Vámonos —susurró—. Vámonos a casa. Necesito besarte y no quiero hacerlo frente a estas doscientas personas.
El viaje en el auto fue una tortura eléctrica. No hablamos, solo nos mirábamos en la oscuridad, con las manos unidas sobre el asiento de cuero. La tensión era tan densa que se podía cortar con un cuchillo.
Llegamos al edificio. El elevador parecía subir más lento que nunca. Piso 10… Piso 20… Piso 30…
Cuando las puertas del penthouse se abrieron, ni siquiera llegamos a la sala. Braulio me acorraló contra la pared del pasillo, sus manos en mi rostro, su mirada devorándome.
—¿Estás segura? —preguntó, dándome una última oportunidad de huir—. Porque si te beso ahora, Ana, no voy a poder detenerme. Y no voy a dejarte ir nunca.
Lo miré, a este hombre increíble que había visto mi valor cuando nadie más lo hizo, y supe la respuesta.
—No me sueltes nunca —susurré.
Y finalmente, sus labios encontraron los míos. No fue un beso de cuento de hadas. Fue un beso de hambre, de pasión, de dos almas que se habían estado buscando sin saberlo. Fue el beso de un esposo y una esposa que finalmente, verdaderamente, se estaban eligiendo el uno al otro.
PARTE 3: AMOR, GUERRA Y EL SEGUNDO “SÍ”
Capítulo 7: La Tormenta Perfecta
Durante los siguientes cuatro meses, viví en una nube. Pero no una nube de esas de caricatura, sino una nube real, tangible. Braulio y yo nos movimos a la habitación principal. Descubrí que ronca un poquito cuando está muy cansado y que le pone salsa Valentina a las palomitas. Descubrí que el hombre más intimidante de los negocios en México se derrite si le rascas la espalda.
Éramos felices. Asquerosamente felices. Mi mamá venía a visitarnos y se la pasaba diciendo: “Ay, mija, quién te viera y quién te ve”. Pero no lo decía por la ropa cara o el departamento, sino por mi sonrisa. Esa que ya no se borraba.
Pero dicen que la felicidad enoja a la envidia. Y la tormenta llegó un martes por la tarde.
Estaba en la oficina coordinando la entrega de útiles escolares para una escuela en Iztapalapa cuando mi celular sonó. Era Braulio.
—Ana, necesito que subas a mi oficina. Ahora. —Su voz sonaba extraña. Metálica. Muerta.
El ascensor se sintió eterno. Cuando llegué al piso de presidencia, el ambiente estaba tan tenso que podía olerse el miedo. Había abogados, auditores y gente de seguridad. Braulio estaba de pie frente al ventanal, de espaldas a todos.
—¿Qué pasa? —pregunté, entrando a la sala de juntas.
Braulio se giró. Se veía diez años más viejo que esa mañana. Tenía los ojos rojos.
—Siéntate, Ana.
Me senté. Catalina, la abogada, me pasó una carpeta.
—Nos están investigando —dijo Catalina—. Un competidor, Grupo Velasco, ha presentado una denuncia ante la Fiscalía y Hacienda. Nos acusan de lavado de dinero y fraude fiscal a través de la Fundación.
Sentí que el piso se abría.
—¿Qué? ¡Eso es imposible! —grité, golpeando la mesa—. Yo llevo las cuentas de la Fundación. Cada peso que entra va a la gente. Tengo recibos, tengo fotos, tengo testimonios.
—Lo sabemos, Ana —dijo Braulio, su voz suave pero rota—. Pero Velasco tiene contactos poderosos y ha fabricado evidencia. Dicen que usamos a los beneficiarios como prestanombres. La prensa lo va a sacar mañana. Van a congelar las cuentas. Van a destruir mi reputación… y la tuya.
Braulio caminó hacia mí y se arrodilló junto a mi silla, ignorando a todos los presentes. Me tomó las manos. Estaban heladas.
—Ana, escúchame bien. He transferido una cantidad importante a una cuenta en el extranjero a tu nombre hace meses, por si algo así pasaba. Es dinero limpio, herencia de mi madre, no pueden tocarlo.
—¿De qué estás hablando?
—Quiero que te vayas. Hoy mismo. Vete a Europa, a Estados Unidos, donde quieras. Catalina tiene los papeles del divorcio listos. Si nos divorciamos ya, te desvinculas de esto. No van a ir tras de ti.
Me quedé mirándolo, procesando sus palabras. Me estaba ofreciendo una salida. Me estaba ofreciendo salvarme mientras él se quedaba a hundirse con el barco. El antiguo Braulio, el que construyó murallas alrededor de su corazón, estaba tratando de protegerme alejándome.
Me solté de sus manos y me puse de pie. La silla rechinó contra el piso.
—¿Es en serio, Braulio Cortés? —le dije, y mi voz subió de tono—. ¿Después de todo lo que hemos pasado? ¿Crees que soy una rata que huye cuando el barco hace agua?
—Ana, no entiendes, esto va a ser brutal. Te van a atacar, van a decir que eras mi cómplice…
—¡Que digan lo que se les dé la gana! —Le grité, con lágrimas de rabia en los ojos—. Tadeo me dejó en el altar porque pensó que yo era una vergüenza. Tú me recogiste de ese suelo. Tú me enseñaste a pelear. ¿Y ahora quieres que corra? ¡No!
Me giré hacia Catalina y los abogados, que nos miraban boquiabiertos.
—Nadie se va a divorciar. Y nadie va a huir. Si dicen que la Fundación es un fraude, vamos a demostrarles quiénes somos. No con papeles aburridos que nadie lee. Con gente.
—¿Qué planeas? —preguntó Catalina.
—Velasco quiere una guerra mediática. Le vamos a dar una guerra. Pero nosotros tenemos algo que él no tiene: la verdad y a la gente.
Las siguientes 72 horas fueron una locura. No dormimos. Mientras los abogados peleaban en los tribunales para evitar que congelaran todo, yo movilicé a mi ejército.
Llamé a cada líder comunitaria, a cada director de escuela, a cada madre soltera a la que habíamos ayudado. Les expliqué la situación: “Quieren destruir lo que hemos construido. Dicen que ustedes no existen, que son inventados para robar dinero”.
La respuesta fue masiva.
El día que la noticia estalló en los periódicos con titulares de “FRAUDE EN EL IMPERIO CORTÉS”, nosotros convocamos a una conferencia de prensa en el Zócalo.
No estábamos Braulio y yo solos. Detrás de nosotros había quinientas personas. Personas reales. Niños con sus mochilas nuevas, abuelas con sus medicinas, familias enteras que habían recibido apoyo para vivienda.
Tomé el micrófono. Mis manos ya no temblaban como en la iglesia.
—Dicen que somos un fraude —dije ante las cámaras de todo el país—. Dicen que lavamos dinero. Miren a estas personas. ¿Son ellos un fraude?
Pasé el micrófono. Doña Chuy, una señora de 70 años de Xochimilco, habló con una furia que hizo temblar a los reporteros.
—Gracias a la Fundación Cortés mi nieto tiene quimioterapia. Si alguien toca al Señor Braulio o a la Señora Ana, se las van a ver con nosotros.
Fue el jaque mate. La opinión pública se volcó a nuestro favor. La presión social obligó a las autoridades a investigar a fondo y rápido. Descubrieron los correos falsificados de Grupo Velasco. Descubrieron los sobornos.
En dos semanas, los cargos fueron desestimados. Grupo Velasco estaba siendo investigado por falsedad de declaraciones.
La noche que recibimos la noticia oficial de que éramos libres, la oficina fue una fiesta. Champán barato en vasos de plástico, música, risas.
Braulio me encontró en mi oficina, guardando los archivos de la defensa. Cerró la puerta y puso el seguro.
—Me salvaste —dijo. No había arrogancia en él, solo una gratitud inmensa y pura.
—Nos salvamos —corregí—. Somos un equipo, ¿recuerdas? En las buenas y en las malas.
Braulio se acercó y me abrazó, escondiendo su cara en mi cuello. Sentí humedad en mi piel. Estaba llorando. El hombre de hierro estaba llorando.
—Pensé que te perdería. Pensé que el escándalo sería demasiado para ti.
—Braulio, sobreviví a ser la “gorda” del pueblo durante 25 años. Sobreviví a ser plantada en el altar. Un par de noticias falsas no me hacen ni cosquillas. Soy mucho más fuerte de lo que crees.
—Lo sé —se separó para mirarme a los ojos, con esa intensidad que me derretía las rodillas—. Eres la mujer más fuerte que he conocido. Y soy el idiota más suertudo del mundo.
Capítulo 8: El Segundo Sí
Un año. Había pasado exactamente un año desde el día en que mi vida se rompió y se volvió a armar de una forma extraña.
Desperté un sábado con el olor a café y flores. Braulio no estaba en la cama. Me levanté y encontré un camino de pétalos de rosa (sí, súper cliché, pero hermoso) que iba desde la habitación hasta la terraza.
Allí estaba él. Pero no llevaba pijama. Llevaba el mismo traje azul que usó el día que nos conocimos en la iglesia.
Me detuve en el marco de la puerta, con mi bata de seda y el cabello revuelto.
—¿Vas a algún lado? —pregunté, sonriendo.
—No. Ya llegué a donde quería estar.
Braulio se acercó a mí. Tenía las manos detrás de la espalda.
—Ana, hace un año te hice una pregunta en el peor momento de tu vida. Te pregunté si te casarías conmigo para salvarte. Fue un contrato. Fue una transacción.
Sacó una cajita de terciopelo de su bolsillo.
—Durante este año, me has enseñado qué es el amor. Me enseñaste que el amor no es rescatar a alguien, es pararse junto a esa persona y luchar hombro con hombro. Me enseñaste a reírme, a perdonar, a vivir.
Se arrodilló. Ahí, en nuestra terraza, con el sol de la mañana iluminando la ciudad que conquistamos juntos.
—Así que hoy quiero hacerte la pregunta de nuevo. Pero esta vez, no hay contrato. No hay necesidad. No hay salvación. Solo hay un hombre que te ama con locura. Ana Ramírez, mi valiente, mi hermosa Ana… ¿te casarías conmigo? ¿De verdad? ¿Por amor?
Abrí la cajita. No había un anillo de diamantes gigante. Había una banda de oro rosa, delicada, con una inscripción grabada por dentro.
Lloré. Claro que lloré. Soy una chillona, ya lo saben.
—Sí —dije, tirándome al suelo con él—. Sí, mil veces sí. Sí por amor.
Nos casamos un mes después.
Esta vez no hubo 300 invitados. No hubo gente del pueblo que fuera a criticar. No hubo prensa.
Fue en un jardín pequeño en Coyoacán. Solo estaban las personas que importaban. Mi mamá, que lloraba de felicidad y lucía preciosa en un vestido azul. Patricia, que fue mi dama de honor. Catalina, los doctores que me ayudaron al principio, y Doña Chuy.
Yo no usé rojo. El rojo fue el color de mi dolor. Tampoco usé blanco, porque no quería pretender inocencia. Usé un vestido color champaña, con encaje y brillos, que me hacía sentir como una estrella de cine de la Época de Oro.
Cuando caminé hacia el altar, no temblaba. Mis pasos eran firmes. Miré a Braulio, que me esperaba con lágrimas en los ojos y una sonrisa que borraba cualquier sombra del pasado.
El juez empezó a hablar, pero Braulio lo interrumpió suavemente.
—Escribimos nuestros votos —dijo.
Tomó mis manos frente a todos.
—Ana, hace un año prometí protegerte. Hoy prometo admirarte. Prometo no intentar arreglarte, porque no estás rota. Prometo celebrar cada uno de tus logros como si fueran míos. Prometo amarte cuando estemos arriba y cuando el mundo se nos venga encima. Eres mi socia, mi amante, mi mejor amiga y el amor de mi vida.
Me tocó el turno. Tuve que respirar hondo para que la voz me saliera.
—Braulio. Me viste cuando yo era invisible. Me diste una mano cuando todos me daban la espalda. Pero lo más importante que hiciste fue darme el espacio para descubrir que yo podía salvarme a mí misma. Te amo no por lo que tienes, sino por quién eres cuando nadie te ve. Te elijo a ti, hoy y siempre, no porque te necesite para sobrevivir, sino porque no quiero vivir sin ti.
—Los declaro, nuevamente y para siempre, marido y mujer —dijo el juez.
El beso fue dulce, lento, lleno de promesas cumplidas.
La fiesta fue increíble. Bailamos cumbias, comimos mole, bebimos tequila. Mi mamá bailó con Braulio y le dijo al oído: “Gracias por devolverme a mi hija”. Él le contestó: “Ella se devolvió sola, suegra. Yo solo fui el copiloto”.
Al atardecer, me escapé un momento al baño para retocarme el labial. Me miré en el espejo.
Vi a la mujer del reflejo. Ya no buscaba defectos. Ya no veía “demasiada cadera” o “brazos grandes”. Veía a una mujer amada. Veía a una empresaria exitosa. Veía a una sobreviviente.
Toqué el collar de mi abuela en mi cuello.
—Lo logramos —susurré.
Salí al jardín. Braulio me estaba buscando con la mirada. Cuando me vio, su cara se iluminó como si fuera la primera vez.
Caminé hacia él, hacia mi futuro.
Había entrado a una iglesia un año atrás pensando que mi vida había terminado porque un hombre no me quiso. Qué equivocada estaba. Ese rechazo fue el regalo más grande que me pudieron dar. Porque me obligó a encontrarme con el hombre que sí me quiso, y más importante aún, me obligó a quererme a mí misma.
Braulio me tomó de la cintura y me giró en la pista de baile bajo las luces de colores.
—¿En qué piensas, señora Cortés? —preguntó.
—En que Tadeo tenía razón en una cosa —le dije, sonriendo con malicia.
—¿Ah, sí? ¿En qué?
—En que merecía algo mejor. —Besé a mi esposo—. Y vaya que lo conseguí.
FIN