
Parte 1: La Desesperación se Viste de Propuesta
Capítulo 1: El Luto del Magnate y la Lógica Implacable de una Niña
Marco Benítez. Mi nombre era sinónimo de éxito en la construcción y la ingeniería en México, pero en ese momento, el único título que me definía era el de viudo. Un viudo de 42 años, miserablemente solo en una mansión de Las Lomas de Chapultepec, donde cada eco resonaba con el recuerdo de Carolina.
Hace tres meses que se fue. Tres meses desde que mi vida perdió el color y el significado.
Esa tarde de martes, como muchas otras, me encontraba en el Panteón de la Piedad, un cementerio antiguo y tranquilo, lejos del bullicio de la ciudad, pero lo suficientemente cerca de mi oficina para convertirme en un hábito tóxico. Apreté una rosa blanca entre mis dedos. El dolor era una presión constante en el pecho, un recordatorio de que la vida seguía, pero la mía se había detenido en seco.
Me arrodillé junto a la fría lápida de mármol. Mi rutina se había vaciado; mis reuniones, mis negocios, todo se había vuelto gris. Me permití llorar, sabiendo que nadie en mi mundo social me vería en esa vulnerabilidad. Las lágrimas corrían por mi rostro, incontrolables.
Fue entonces cuando escuché la voz. Una voz que me obligó a levantar la mirada del nombre grabado: “Carolina Benítez. Amor Eterno.”
—Usted necesita una hija, y yo necesito un esposo para mi mamá mesera —dijo.
Parpadeé, limpiándome los ojos con la manga de mi costoso traje. Frente a mí estaba una niña de no más de ocho años, con un vestidito rojo descolorido y el cabello castaño desordenado por el viento. Sus ojos, grandes y serios, me examinaban con una intensidad desproporcionada para su edad.
—¿Qué dijiste, pequeña? —pregunté, tratando de procesar la audacia de sus palabras. Estaba confundido. ¿Quién era esa niña y por qué me hablaba de matrimonio en un cementerio?
—Me llamo Emilia —respondió, acercándose. Se movía con la familiaridad de alguien que conocía cada rincón de ese lugar. —Vengo aquí todos los días al salir de la escuela. Siempre lo veo llorar. Siempre. Mi mamá llora igual, cuando cree que no la estoy viendo.
Miré a mi alrededor, buscando a algún adulto, alguna niñera, un familiar. Pero el panteón estaba casi vacío en ese atardecer.
—¿Dónde está tu mamá, Emilia? No deberías estar sola aquí —le regañé con suavidad.
—Está en la chamba —suspiró, sentándose en el borde de una tumba cercana con pasmosa naturalidad—. Siempre está chambeando. Trabaja en “El Sazón de la Abuela” en la mañana, limpia la casa de la Señora Elena en Polanco por las tardes, y en las noches se va a la Cantina “El Ángel”.
Tres trabajos. Sentí una punzada de angustia. Yo apenas podía con una sola empresa, y esta mujer desconocida luchaba en tres frentes distintos.
—Sí, dice que es para que yo tenga un futuro mejor. Pero yo veo cuando se toma sus pastillas a escondidas y finge que no le duele nada —dijo, y la sinceridad de Emilia me conmovió profundamente.
Guardé la rosa en el bolsillo. Me arrodillé para quedar a su altura. Su mirada era como un espejo que reflejaba mis propias penas.
—¿Y por qué crees que yo necesito una hija?
—Porque usted viene aquí todos los días, igual que yo. Solo que yo vengo porque no tengo a dónde ir después de la escuela, y usted viene porque extraña a alguien. Mi maestra dijo que cuando estamos muy tristes, es bueno tener familia cerca.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Cómo podía una niña de 8 años tener una visión de la vida tan aguda? Me había leído como a un libro abierto. Mi casa de ocho habitaciones estaba vacía. La suya, de un solo cuarto en la Colonia Doctores, estaba llena de sacrificios. Ambos éramos ricos en soledad.
—¿Y por qué tu mamá necesita un esposo, Emilia?
Ella balanceó sus piernitas, que no llegaban al suelo, con el gesto de un adulto que sopesa un gran secreto.
—Porque se cansa demasiado. Ayer se desmayó en la cocina y dijo que solo fue hambre, pero yo vi que había sangre en el pañuelo que tiró a la basura. Ella no sabe que yo lo vi.
Mi corazón se aceleró. Esto era grave. Esto no era una ocurrencia.
—Emilia, ¿estás segura de lo que me dices?
—Sí, estoy segura. También la oigo llorar en la madrugada. Piensa que estoy dormida, pero a veces me despierto y la escucho pidiéndole a Dios que no la deje enfermarse, porque no tiene a nadie más en el mundo.
Pasé una mano por mi cabello, sintiendo el peso de una responsabilidad que no había solicitado, pero que parecía caer sobre mí con la fuerza de un destino inevitable.
—¿Cómo llegaste hasta aquí hoy? Este panteón está lejos de las escuelas por esta zona.
—Vengo caminando —contestó Emilia, como si fuera lo más natural. —Salgo de la escuela, paso por la panadería para comprar pan para mi mamá, y luego vengo aquí. Me tardo una hora caminando, pero no importa.
—¡Una hora caminando, Emilia! Es peligroso. Una niña de tu edad no debería andar sola por la ciudad.
—No hay de otra —se encogió de hombros—. Mamá no puede recogerme porque está trabajando, y no tenemos dinero para el transporte diario.
Sentí una mezcla de admiración e indignación. Admiración por la fortaleza de esa niña y una profunda rabia por la situación de injusticia que la obligaba a crecer tan rápido.
—¿Y qué crees exactamente que yo podría hacer por tu mamá?
Emilia me miró con esos ojos grandes y serios, fijos en los míos.
—Usted es rico, ¿verdad? Viste un traje bonito, trae un reloj caro, viene en coche. Si se casa con mi mamá, ella ya no tendrá que trabajar tanto y podrá cuidar su salud. Y yo tendré un papá, como las otras niñas de mi escuela.
Quedé mudo. La lógica infantil de Emilia era a la vez conmovedora y aterradora en su sencillez. Ella había resuelto mi problema y el de su madre con una simple ecuación de necesidad mutua.
Capítulo 2: El Secreto de Sara y la Esperanza Olvidada
—Emilia, las cosas no son tan sencillas. La gente no se casa solo por conveniencia. Se tienen que gustar, se tienen que conocer.
—Pero pueden conocerse. Mi mamá es muy bonita y cocina riquísimo. Es la persona más buena de todo el mundo, y usted parece buena persona porque cuida mucho a la persona que está aquí enterrada.
Marco miró la lápida de Carolina, sintiendo el dolor conocido, pero ahora matizado por la calidez que emanaba de la niña.
—Ella era mi esposa. Se llamaba Carolina.
—¿Se fue al cielo?
—Sí, pequeña. Hace tres meses.
Emilia se quedó en silencio unos instantes, asimilando la información. —Entonces, usted sabe lo que es estar solo, como yo y mi mamá.
La sencillez de la observación de Emilia me golpeó en el alma. Sí, sabía exactamente lo que era. Desde que Carolina había muerto, mi mansión en Las Lomas se había convertido en un mausoleo.
—Emilia, ¿dónde trabaja exactamente tu mamá? ¿En qué restaurante?
—En “El Sazón de la Abuela” en la Condesa. Es un lugar chiquito, pero la comida es buena. Mi mamá es mesera ahí desde hace dos años.
Yo conocía la zona. Era un barrio popular, bohemio, lejos de mi círculo de negocios.
—¿Y cómo se llama ella?
—Sara. Sara Mendoza. Tiene 38 años y su cumpleaños es en diciembre. Le gusta la música de banda y ver telenovelas. A veces las vemos juntas cuando no está muy cansada.
La naturalidad con la que Emilia compartía detalles íntimos sobre su madre me preocupó. Esta niña, claramente, no tenía idea de los peligros de hablar con extraños.
—Emilia, ¿tu mamá sabe que vienes aquí todos los días?
Ella bajó la cabeza. —No. Ella cree que me quedo en casa de la Señora Rosa, la vecina, hasta que ella regresa. La señora Rosa me cuida a veces, pero duerme mucho, así que me salgo y vengo aquí.
—¿Y por qué le mientes a tu mamá?
—Porque si se entera que vengo al panteón, se va a preocupar y va a querer cambiar nuestros horarios. Y entonces le va a ir peor en la chamba.
Me asombró la madurez de Emilia. A pesar de su corta edad, ya pensaba en las consecuencias de sus actos para proteger a su madre. Ella se estaba sacrificando por el bienestar emocional de Sara.
—Emilia, ¿no crees que tu mamá debería saber dónde pasas realmente las tardes?
—Se lo diré algún día. Cuando no tenga tantos problemas que resolver. —Emilia me miró directamente a los ojos. —Usted, ¿la va a conocer?
—No sé si sea buena idea, pequeña. A tu mamá podría no gustarle que andes hablando con un extraño.
—Pero usted no es un extraño. Ya hablamos, y yo soy muy buena para conocer a las personas. Sé que usted es bueno.
Sonreí por primera vez en meses. La confianza inocente de Emilia era contagiosa.
—¿Y cómo puedes estar tan segura?
—Porque la gente mala no cuida una tumba con tanto amor. Y porque usted no se fue cuando le empecé a hablar. La gente mala no tiene paciencia con los niños.
—Emilia, tengo que irme. Está oscureciendo y tú deberías irte a casa. ¿Volverás mañana?
Dudé. Una parte de mí quería huir de esa situación tan complicada, pero otra parte sentía una curiosidad inmensa por la niña y su madre, y un doloroso sentido de propósito.
—Si usted viene, yo también vuelvo. Podemos seguir platicando.
—Emilia, ¿prometes que serás cuidadosa y que le dirás a tu mamá dónde pasas las tardes en realidad?
—Lo prometo. ¿Pero usted promete que va a pensar en lo que le dije?
Suspiré. ¿Cómo podía prometer algo así? —Voy a pensarlo.
—¡Sale! —Emilia sonrió por primera vez. Su rostro se iluminó. —Entonces, hasta mañana, Tío Marco.
—¿Cómo sabes mi nombre?
—Lo vi en la lápida. Dice Marco Benítez. Amor Eterno. Me imaginé que era usted.
Me quedé impresionado. Emilia era muy lista. Se despidió con la mano y salió corriendo entre las tumbas con la agilidad de quien conocía bien el camino.
De camino a casa, no pude dejar de pensar en la conversación. Emilia era una niña especial, demasiado madura para su edad, y la situación de su madre era realmente preocupante.
Llegué a mi mansión. Me serví un whisky, miré las fotos de Carolina. Habíamos intentado tener hijos durante años sin éxito. Carolina siempre decía que tal vez no era el momento, que Dios tenía otros planes. Ahora, solo en esa casa enorme, me preguntaba si Emilia no sería una señal. Una niña que aparecía de la nada, ofreciéndome exactamente lo que más extrañaba: una familia.
A la mañana siguiente, llegué a la oficina con la cabeza llena de Sara y Emilia. Mi secretaria, Jessica, me notó distraído.
—Señor Marco, ¿se encuentra bien? Lo noto preocupado.
—Estoy bien, Jessica. Solo pensando en algunos asuntos. Se reagendaron las juntas de la mañana, como solicité, ¿verdad?
—Así es. ¿Necesita que me encargue de algo específico?
Dudé. No podía hablarle de Emilia, pero necesitaba información sobre el restaurante.
—Jessica, ¿conoces un restaurante llamado “El Sazón de la Abuela” en la Condesa?
—Sí, lo conozco. Es un lugar sencillo, pero la comida es muy rica. He ido a almorzar algunas veces. ¿Por qué el interés?
—Solo curiosidad. ¿Qué tal la gente que trabaja ahí?
Jessica encontró rara la pregunta, pero respondió. —Son muy amables. Hay una mesera joven, muy atenta. Creo que se llama Sara. ¿Por qué su repentino interés en ese restaurante?
Sentí que el corazón me latía fuerte. Jessica conocía a Sara. —Como te dije, solo curiosidad. Gracias, Jessica.
—De nada. ¿Algo más en lo que pueda ayudar?
—No por ahora. Hoy saldré temprano. Si alguien me necesita, que me llame al celular.
Pasé todo el día sin poder concentrarme. A las cinco de la tarde, conducía hacia el Panteón de la Piedad, ansioso y nervioso a la vez.
Emilia ya estaba allí. Al verme, corrió a mi encuentro con una sonrisa radiante.
—¡Sabía que volvería, Tío Marco!
—Hola, Emilia. ¿Cómo te fue hoy en la escuela?
—Bien. Aprendí sobre la familia en clase de Lenguaje. La maestra nos pidió escribir sobre nuestra familia, pero no supe bien qué escribir.
—¿Por qué?
—Porque solo somos mi mamá y yo. No tengo papá, ni abuelos, ni tíos. La maestra dijo que la familia no es solo de sangre. Que puede ser gente que amamos y que nos ama.
Me sentí conmovido. Emilia estaba buscando una familia más amplia.
—¿Y qué terminaste escribiendo?
—Escribí sobre mi mamá… y sobre usted.
—¿Sobre mí? Pero Emilia, apenas me conoces.
—Escribí que tal vez usted se convertiría en mi familia. La maestra dijo que era interesante y que a veces la vida nos pone personas importantes cuando menos lo esperamos.
Me sentí conmovido y preocupado. Emilia estaba creando expectativas que yo tal vez no podría cumplir.
—Emilia, ¿le dijiste a tu mamá sobre nuestros encuentros?
—Aún no. Estoy esperando el momento correcto.
—¿Y cuándo sería eso?
—Cuando no esté tan preocupada. Ayer le llegó una carta que la puso muy nerviosa. Se pasó el resto de la noche haciendo cuentas en su libreta.
—¿Qué tipo de carta?
—No sé, pero tenía unos números grandes y se puso muy pálida al leerla.
Sospeché que podría tratarse de alguna deuda o un pago atrasado. La situación económica de Sara era más complicada de lo que imaginé.
—Emilia, ¿crees que tu mamá se enojaría si me apareciera en el restaurante donde trabaja?
Los ojos de Emilia se iluminaron. —¡¿Va a conocerla?!
—Tal vez. Pero quiero que me prometas una cosa. No le digas sobre nuestros encuentros aquí en el panteón, hasta que yo hable con ella primero. Podría no entender y se preocuparía.
—Está bien. ¿Pero me promete que será amable con ella?
—Lo prometo. Pero Emilia, tienes que entender que las cosas quizás no sucedan exactamente como tú las imaginas. Tu mamá y yo somos adultos con vidas complicadas. No es tan sencillo como piensas.
—Sé que no es sencillo —Emilia se puso seria de nuevo—. Pero a veces las cosas complicadas se pueden volver más fáciles cuando tenemos ayuda.
Me impresionó una vez más la sabiduría de la niña.
—¿Cuándo trabaja tu mamá en el restaurante?
—De lunes a viernes, de 8:00 de la mañana a 3:00 de la tarde. Luego se va a limpiar a casa de la Señora Elena. Vivimos en un departamentito en la Colonia Doctores. Solo hay un cuarto, así que yo duermo en la sala. Pero estamos muy cerca la una de la otra.
Marco se despidió. —Mañana, quizás pase por el restaurante.
—¿A qué hora va a ir?
—No lo sé todavía. Pero te prometo que cuando hable con tu mamá, le contaré todo sobre nuestros encuentros.
—¿Y le dice que soy una niña buena? A veces mamá se preocupa de que le cause problemas a otras personas.
—Le diré que eres una niña muy especial, Emilia.
Emilia me abrazó de repente. Fue el primer abrazo que recibía en meses. Sentí los ojos húmedos.
—Gracias por escucharme, Tío Marco. La mayoría de los adultos no escuchan de verdad a los niños.
—Gracias a ti, pequeña, por recordarme algunas cosas importantes.
Parte 2: La Construcción de un “Nosotros”
Capítulo 3: El Encuentro Tensión en “El Sazón de la Abuela”
A la mañana siguiente, cancelé todas mis reuniones y conduje hasta la Condesa. “El Sazón de la Abuela” era tal como lo había descrito Jessica: pequeño, sencillo, pero acogedor. Al entrar, busqué a Sara entre el personal. Solo había dos meseras, y la reconocí de inmediato. Tenía los mismos ojos expresivos de Emilia, pero su rostro mostraba el cansancio de alguien que trabaja demasiado.
Sara era muy bonita, como había dicho Emilia. Parecía más joven de sus 38 años, a pesar de la fatiga evidente. Su cabello castaño estaba recogido en una simple coleta, y se movía entre las mesas con una eficiencia profesional admirable. Elegí una mesa en una esquina desde donde podía observarla. Sara era atenta con todos los clientes, siempre sonriendo a pesar del apuro.
Cuando se acercó a mi mesa, sentí que el corazón me latía con fuerza.
—Buenos días. ¿Qué va a ordenar? —Su voz era suave, pero con un acento de cansancio apenas perceptible.
—Buenos días, Sara.
Ella se sorprendió de que yo supiera su nombre. —Sí, soy yo. Disculpe, ¿nos conocemos? No lo recuerdo.
—No, no nos conocemos, en realidad. Necesito hablar con usted sobre su hija.
La sonrisa desapareció de inmediato. Sara se puso tensa. —¡¿Le pasó algo a Emilia?! ¿Está bien? ¿Dónde está?
—Cálmese. Ella está bien. Al menos lo estaba ayer, cuando hablé con ella.
—¿Habló con mi hija? ¿Cómo? ¿Dónde?
Me di cuenta de que había comenzado la conversación de la peor manera, alarmándola innecesariamente. —Por favor, siéntese un momento conmigo. Le explicaré todo.
Sara miró a su alrededor, comprobando que ningún otro cliente necesitara servicio. —Un minuto. Si el Señor Franklin, el dueño, me ve, podría meterme en problemas.
Se sentó en el borde de la silla, visiblemente nerviosa.
—Mi nombre es Marco Benítez. Conocí a su hija ayer en el Panteón de la Piedad.
—¿En el panteón? ¿Cuál panteón? ¡Se supone que Emilia estaba en casa de la Señora Rosa! ¿Qué hacía en un cementerio?
Me di cuenta de que tendría que contar toda la verdad, por dura que fuera.
—Sara, su hija ha estado yendo al panteón todos los días después de la escuela. Ella me dijo que usted no sabía de esto.
Sara palideció. —Eso no es posible. Ella me jura todos los días que va directo a casa de la Señora Rosa.
—Lo hace, pero luego se va de ahí y camina hasta el panteón. Se queda ahí hasta el anochecer y luego regresa.
—¿Pero por qué? ¿Por qué haría eso? ¿Y por qué me mintió?
Tomé aire antes de continuar. —Dice que lo hace porque no tiene dónde quedarse después de la escuela, y que la Señora Rosa duerme mucho. Y sobre la mentira: no quiere que usted se preocupe aún más.
—¿Aún más? ¿A qué se refería con eso?
—Sara, su hija sabe que usted está enferma.
El shock en el rostro de Sara fue evidente. Intentó disimular, pero sus manos temblaron. —No sé de qué me habla.
—Ella vio sangre en el pañuelo que tiró a la basura, y la oye llorar en la madrugada.
Sara bajó la cabeza, derrotada. —Ella no debería saber esas cosas. Es solo una niña.
—Es una niña muy observadora e inteligente, y se preocupa mucho por usted. ¿Qué más le dijo?
Dudé. Sabía que lo siguiente sería lo más difícil. —Me hizo una propuesta inusual.
—¿Qué clase de propuesta?
—Ella cree que yo necesito una hija y que usted necesita un esposo.
Sara se sonrojó de vergüenza. —¡Dios mío! Lo siento mucho por lo que le dijo mi hija. A veces inventa cosas, tiene mucha imaginación.
—Sara, no inventó nada. Solo observó a dos personas solitarias y pensó que podría ayudar. Señor Marco, le agradezco que haya venido a decirme esto, pero debe entender que mi hija no puede andar abordando extraños. Tendré una conversación muy seria con ella.
—Por favor, no la regañe. Emilia solo está tratando de cuidarla de la única manera que sabe.
—Es una niña. No es su responsabilidad cuidarme a mí —La voz de Sara se elevó, atrayendo la atención de otros clientes. Ella se recompuso. —Perdón, no quise gritar.
—Entiendo su reacción. Pero Sara, ¿puedo hacerle una pregunta? ¿Está usted realmente enferma?
Las lágrimas comenzaron a asomar en los ojos de Sara. —No… no puedo hablar de esto aquí. Tengo que trabajar.
—Tal vez podamos hablar más tarde, cuando salga de su chamba.
—¿Por qué? ¿Por qué un extraño se interesaría en mis problemas?
Pensé un momento antes de responder. —Porque su hija me hizo darme cuenta de que tal vez tengo problemas similares a los suyos.
—¿Qué clase de problemas?
—Soledad y la sensación de enfrentarlo todo solo.
Sara me estudió por unos segundos. —¿Está casado?
—Lo estaba. Perdí a mi esposa hace tres meses.
—Lo siento —Su expresión se suavizó un poco.
—¿Y usted? ¿El padre de Emilia?
—Nunca fue parte de nuestras vidas. Es una historia complicada y prefiero no hablar de eso.
—Lo entiendo.
Nos quedamos en silencio hasta que apareció el dueño del restaurante. —Sara, hay un cliente esperando en la mesa siete.
—Ya voy, Señor Franklin. —Se levantó de prisa. —Señor Marco, tengo que trabajar. Pero si quiere hablar más, salgo de aquí a las 3:00 de la tarde.
—¿Dónde podemos vernos?
—Hay un parque a dos cuadras de aquí, el Parque México. Puedo estar ahí a las 3:15.
—Perfecto. Y Sara… gracias por darme esta oportunidad.
Ella asintió y se apresuró a atender a otros clientes. Yo terminé mi almuerzo observándola, impresionado por su dedicación y profesionalismo a pesar de sus difíciles circunstancias personales.
Capítulo 4: El Precio de la Dignidad y el Acuerdo de Amistad
A las 3:15 en punto, Sara apareció en el Parque México. Se había cambiado el uniforme del restaurante por unos jeans sencillos y una blusa blanca. Se veía aún más joven vestida así.
—Disculpe si llegué tarde. Tuve que ayudar a cerrar la caja.
—No se preocupe. Gracias por aceptar hablar conmigo.
Nos sentamos en una banca bajo la sombra de un árbol.
—Señor Marco, primero que nada, debo dejar claro que mi hija no puede seguir molestándolo. Lo que sea que haya dicho o prometido, yo asumo la responsabilidad y me disculpo.
—Sara, Emilia no me molestó. De hecho, me ayudó mucho.
—¿Cómo es eso?
Le conté sobre los últimos tres meses desde que perdí a Carolina, sobre cómo me había encerrado en el trabajo, mi visita diaria al panteón y cómo me había perdido en mi propia tristeza.
—Emilia me hizo darme cuenta de que no soy el único que sufre y que tal vez, ayudando a otras personas, puedo encontrar un nuevo sentido a mi vida.
Sara me escuchó en silencio. Cuando terminé, suspiró. —Entiendo por lo que está pasando. Perder a alguien que amamos es muy difícil. Pero, Señor Marco, nuestra situación es muy diferente a la suya.
—¿En qué sentido?
—Usted es un hombre adinerado, exitoso, que puede elegir cómo enfrentar su dolor. Yo soy una madre soltera que no puede detenerse a llorar, porque tiene una hija que mantener.
—Sara, usted no tiene por qué cargar con todo sola.
—Sí, tengo que. Es mi responsabilidad.
—¿Y si se enferma más? ¿Qué pasará con Emilia?
Sara se tensó de nuevo. —¿Qué le dijo exactamente Emilia sobre esto?
—Que está ocultando que está enferma. Que toma pastillas a escondidas. Y que la escucha llorar en la madrugada.
—Ella no debería saber nada de eso —dijo Sara. Pero su voz sonó débil.
—Pero lo sabe, y está preocupada. Muy preocupada.
Sara comenzó a llorar en silencio. —Tengo Diabetes Tipo 2. Me enteré hace seis meses, cuando me desmayé en el trabajo. El problema es que el tratamiento es caro y no puedo mantener la dieta que debería, porque no tengo dinero para comprar los alimentos correctos.
—¿Por qué no buscó ayuda médica por el sistema público?
—Lo hice, pero la lista de espera es enorme. Y mientras tanto, la enfermedad sigue avanzando. No puedo esperar, porque si algo me pasa, Emilia se queda huérfana.
—¿No tiene a nadie más? ¿Abuelos, tíos?
—Nadie. Mis papás murieron jóvenes y fui hija única. El padre de Emilia… ya le dije, es una historia complicada.
Sentí el peso de la responsabilidad que Sara estaba cargando sola.
—Sara, ¿puedo ayudarla con el tratamiento médico?
—No. —La respuesta fue rápida y firme—. Lo siento, pero no puedo aceptar caridad de un extraño.
—No es caridad. Es…
—¿Es qué? —Pensé cuidadosamente antes de responder.
—Es una oportunidad para ayudar a dos personas que se han vuelto importantes para mí.
—Señor Marco, me conoce solo hace unas horas. ¿Cómo puedo ser importante para usted?
—Porque su hija me devolvió algo que creí perdido: la esperanza. Y porque veo en usted una fuerza y una determinación que me inspiran.
Sara me miró, tratando de entender mis motivaciones. —¿Qué quiere exactamente de nosotros?
—Quiero conocerla mejor. Quiero ver si Emilia tiene razón en que podemos formar una familia juntos.
—¿Una familia? —Sara se levantó de la banca—. Señor Marco, con todo respeto, eso es una locura. Usted no me conoce. No conoce de verdad a mi hija. No puede querer formar una familia con personas que acaba de conocer hace dos días.
—Tiene razón. Es muy precipitado. Pero, Sara, no puedo ignorar lo que siento.
—¿Y qué siente?
Me levanté también, quedando frente a ella. —Por primera vez en tres meses, siento que vale la pena despertar por la mañana. Su hija me dio un propósito que ya no tenía.
—¿Y por mí? ¿Qué siente por mí?
—Admiración, respeto y un deseo de conocer mejor a la mujer que crio a una niña tan especial.
Sara permaneció en silencio. —Señor Marco, no puedo darle lo que busca. No tengo tiempo ni energía para relaciones. Toda mi vida gira en torno a trabajar y cuidar de Emilia.
—¿Y si no tuviera que preocuparse por trabajar tanto? Si pudiera concentrarse solo en cuidarse usted y a Emilia.
—Eso no es la realidad. Es una fantasía. La gente como yo no deja de trabajar, porque siempre hay cuentas que pagar.
—Sara, ¿puedo hacerle una propuesta?
—¿Qué propuesta?
—Permítame cubrir su tratamiento médico. Sin ataduras, sin expectativas, solo como un amigo que quiere ayudar. Y a cambio, permítame conocerla mejor. Sin presión, sin prisas. Solo permítame ser parte de sus vidas de alguna manera.
—¿Por qué? ¿Por qué haría usted eso?
—Porque durante los últimos tres meses, olvidé lo que se siente ser útil. Emilia me lo recordó.
Sara se sentó de nuevo, visiblemente agotada. —Señor Marco, aunque quisiera aceptar su ayuda, Emilia no puede saber de esto. Ella ya se hizo demasiadas expectativas sobre nosotros dos.
—¿Por qué no puede saberlo?
—Porque si las cosas no funcionan entre nosotros, se le romperá el corazón. Ella ya sufrió mucho abandono en su vida.
—¿Quién abandonó a Emilia?
Sara dudó. —Su padre. Y luego mis padres, al morir. Le da mucho miedo apegarse a la gente y luego perderla.
—¿Entonces por qué me abordó a mí?
—Porque está desesperada por una figura paterna y usted apareció en el momento en que más necesitaba esperanza.
Comprendí que la situación era más delicada de lo que pensaba.
—Sara, ¿qué le parece si empezamos despacio, como amigos?
—¿Amigos?
—Sí. Yo podría ayudar con el tratamiento médico, como un amigo ayuda a otro, y nos conocemos mejor sin presiones. Y Emilia… Emilia puede saber que somos amigos, que nos conocimos y que decidí ayudar a su mamá porque quise.
Sara meditó la propuesta. —¿Y si usted se cansa de ser nuestro amigo? Si decide que no vale la pena.
—Sara, perdí a la mujer que amaba hace tres meses. Si algo aprendí, es que la vida es demasiado corta para desperdiciar oportunidades de ser feliz.
—¿Cree que puede ser feliz con nosotros?
—Creo que puedo intentarlo. ¿Y usted?
Sara me miró a los ojos. —Señor Marco, hace mucho tiempo que no sé lo que es la felicidad. Pero tal vez pueda recordarlo, con la ayuda de un amigo.
—Entonces, ¿acepta mi ayuda?
—Acepto, pero con condiciones.
—¿Qué condiciones?
—Primero, esto se queda entre nosotros. Emilia no puede saber que usted está pagando mi tratamiento.
—De acuerdo.
—Segundo, si en algún momento quiere dejar de ayudar, me avisa con antelación para que yo pueda hacer arreglos.
—También de acuerdo.
—Y tercero, vamos despacio, muy despacio. Sin presiones, sin expectativas más allá de la amistad.
—Perfecto.
Nos dimos la mano, sellando el acuerdo. El toque de su piel fue cálido y firme. Sentí una energía que hacía meses no experimentaba.
—Sara, ¿puedo hacer una pregunta?
—Adelante.
—¿Cómo llegó Emilia al panteón? Es decir, ¿cómo me encontró específicamente?
Sara sonrió por primera vez en toda la conversación. —Esa es una larga historia. Emilia siempre ha sido una niña muy observadora…
Capítulo 5: La Mansión de Lomas y la Búsqueda de un Hueso
Sara me contó cómo Emilia, en su búsqueda de un padre, había estado observando a las personas solitarias en los panteones cercanos a su casa. Me relató cómo la niña había estado preguntando por “cómo se conocen dos personas solas para formar una familia”, y cómo mi regularidad y tristeza la habían convertido en su objetivo.
—Sara, tomó muy en serio su consejo de “estar abierta a las oportunidades”. —Me reí.
—Lo hizo. Y de alguna manera, lo eligió a usted.
Acordamos que yo concertaría una cita médica privada para ella esa misma semana, y que el fin de semana conocería a Emilia “oficialmente”, bajo la versión de que éramos amigos que se habían conocido por casualidad.
A la mañana siguiente, llamé al mejor endocrinólogo de la ciudad de México y agendé una cita urgente para Sara en el Hospital Ángeles del Pedregal. Luego, la llamé al restaurante.
—Sara, soy Marco. Conseguí cita hoy a las 4:00 de la tarde.
—¿Hoy? Pero salgo a las 3:00 y luego tengo que limpiar la casa de la Señora Elena.
—¿Puede cancelar la limpieza de hoy? Es importante que empiece el tratamiento cuanto antes.
—Marco, no puedo faltar un día de trabajo. La Señora Elena me paga por día. Si no voy, no gano.
—¿Cuánto gana limpiando ahí?
—Cincuenta dólares al día, o sea, unos novecientos pesos.
—Sara, le depositaré novecientos pesos a su cuenta hoy. Vaya a la cita. Es una cuestión de salud, no es negociable.
Sara se quedó en silencio. —Está bien. ¿Pero cómo llego al hospital? Está lejos.
—La recojo a las 3:15 frente al restaurante.
—No tiene por qué.
—Claro que sí. Somos amigos, ¿recuerda?
Por la tarde, la esperé. Sara estaba nerviosa. Me confesó que nunca había estado en un hospital privado.
—No se preocupe. Yo me encargué de todo. Pagué la consulta privada. El Dr. Henry Patterson es el mejor endocrinólogo de la ciudad.
Sara se detuvo. —¿Cuánto costó esa consulta? Necesito saber cuánto le debo.
—No me debe nada. No estoy prestando dinero. Lo estoy gastando en algo que considero importante, como gasto en otras cosas importantes de mi vida.
—¿Como qué?
—Como las flores que le llevo a la tumba de Carolina cada semana. Como las donaciones que hago a instituciones de caridad. Sara, permítame devolver la esperanza que usted me dio.
El examen médico confirmó los temores de Sara. Su diabetes estaba descontrolada. Necesitaba medicamentos caros, una dieta específica y seguimiento constante.
—Doctor, ¿necesita dejar de trabajar? —pregunté.
—No necesariamente, pero sí reducir la carga significativamente. Tres trabajos es demasiado para cualquiera, y más para alguien con diabetes no controlada. Lo ideal sería que parara temporalmente, al menos por seis meses.
De regreso, Sara estaba muy preocupada. —Marco, no puedo dejar de trabajar. ¿Cómo mantendré a Emilia?
—Sara, somos amigos ahora. Los amigos se ayudan.
—Usted no puede mantener a dos personas. Es demasiada responsabilidad.
—¿Por qué no? Mi casa tiene ocho cuartos vacíos. Mi mesa siempre tiene sitio para dos personas más. Y mi dinero no me está haciendo feliz por sí solo.
—Marco, esto suena más a propuesta de matrimonio que a amistad.
Me reí. —Tal vez Emilia tuvo razón desde el principio. Tal vez de verdad nos necesitamos.
Sara se quedó callada por un largo rato. —Marco, si acepto su ayuda, no puedo garantizar que le pagaré de la manera que espera. No sé si puedo volver a enamorarme.
—¿Y si le digo que no tengo prisa? ¿Que puedo esperar a que usted sane primero y luego ver qué sucede entre nosotros? Fui esposo de una mujer increíble por quince años. Aprendí que el amor de verdad no se apresura. Si hay algo entre nosotros, se dará naturalmente con el tiempo. Y si no se da, tendremos una linda amistad y Emilia habrá tenido la familia que siempre quiso, aunque no sea de la forma tradicional.
Sara aceptó. Acordamos que ella seguiría en “El Sazón de la Abuela” (por su dignidad e independencia) pero dejaría los otros dos chambas.
El sábado al mediodía, Marco fue por ellas a la Colonia Doctores para almorzar en mi casa de Lomas. Emilia bajó corriendo y se lanzó a mis brazos.
—¡Tío Marco! ¡Vamos a ver su casa!
Sara, visiblemente nerviosa, bajó después. —Marco, su casa no es demasiado grande, ¿verdad? No quiero que Emilia se acostumbre a demasiado lujo.
—Sara, mi casa es grande, pero vivo de manera sencilla. Emilia no verá nada que pueda ser perjudicial para ella.
Durante el camino a Lomas de Chapultepec, Emilia no paró de preguntar. Cuando llegamos, y la reja de la propiedad se abrió, hasta Sara se quedó sin aliento.
—¡Dios mío, Marco! —susurró Sara—. Esto no es una casa. Es una mansión.
—Es grande —admití—. A Carolina le gustaba recibir invitados, así que compramos una casa que pudiera albergar a mucha gente.
Emilia corrió por la sala. —¡Mamá, ven a ver! ¡Aquí hay una televisión gigante!
Sara la siguió, aún en shock por el tamaño y el lujo.
—Marco, ahora entiendo por qué puede pagar mi tratamiento sin preocuparse.
—Sara, ¿eso le molesta?
—Un poco. Me hace sentir aún más fuera de lugar.
La tomé del brazo con suavidad. —Sara, míreme. Esta casa ha estado vacía por tres meses. Como solo en esa mesa de doce sillas, veo televisión solo en esta sala, duermo solo en esta casa de ocho cuartos. Tenerlas aquí hace que todo esto vuelva a tener sentido.
Emilia regresó corriendo. —Tío Marco, ¿puedo ver mi cuarto?
—¿Tu cuarto? —Sara me miró alarmada.
—Solo estás de visita —aclaré—. Pero si tu mamá y yo alguna vez decidimos vivir juntos, claro que tendrías un cuarto aquí.
—¿Puedo elegir cuál? —interrumpió Sara. —Emilia, ya hablamos. Dejemos que las cosas pasen naturalmente.
—Está bien, mamá. ¿Pero puedo ver los cuartos solo por curiosidad?
—Claro que sí, puedes. Vamos a hacer un recorrido antes del almuerzo.
La casa era impresionante. Pero fue la biblioteca la que cautivó a Emilia.
—Tío Marco, ¿ha leído todos estos libros?
—Algunos sí, otros no. Carolina era la que más amaba leer.
—¿Era su esposa que se fue al cielo?
—Sí, lo era.
Emilia se puso seria. —¿Todavía se pone triste cuando piensa en ella?
Me arrodillé a su altura. —Sí. Y creo que siempre estaré un poco triste. ¿Pero sabes lo que estoy aprendiendo?
—¿Qué?
—Que podemos estar tristes por los que se fueron y felices con los que están aquí, al mismo tiempo. Siempre extrañaré a Carolina, pero puedo extrañarla y aun así estar feliz de haberte conocido a ti y a tu mamá.
Emilia sonrió. —Entonces, Carolina no se enojará si usted nos quiere.
—No, pequeña. Carolina siempre quiso que yo fuera feliz. Creo que a ella le daría gusto saber que ustedes me hacen feliz.
Sara, que escuchaba la conversación, sintió que se le humedecían los ojos. La sensibilidad de Marco hacia Emilia era conmovedora.
—Emilia —dijo Sara—, ¿y a ti no te da miedo que un día el Señor Marco se aburra y nos deje?
Emilia lo pensó. —No. Porque si quisiera dejarnos, no nos hubiera mostrado las fotos de la Tía Carolina. La gente mala solo piensa en el presente, no en la gente que amó.
—¿Y tú crees que él puede amar a otra persona? —insistió Sara.
—Sí. La maestra dice que el corazón tiene muchos cuartos. El de Tía Carolina es uno. El nuestro es el otro.
El almuerzo, preparado por mí (una deliciosa lasaña), fue un éxito. Hablamos de la vida, de mis empresas, de la carrera trunca de Sara (Administración de Empresas). Descubrí que Sara había sacrificado su carrera para criarla sola. Después, le conté sobre el proceso de adopción que Carolina y yo habíamos intentado.
—Tantas coincidencias, ¿verdad? —comentó Sara. —Usted quería tener hijos y no podía. Yo tenía una hija y la crio sola. Emilia diría que no es coincidencia, que es el destino.
—Yo estoy empezando a creer que algunas cosas pasan por algo.
Capítulo 6: “Nuestro Hija” y la Promesa de un Padre
La tarde se alargó. Le presté a Emilia un traje de baño de mis sobrinas, y se fue a jugar a la alberca, bajo la supervisión de Sara. Me senté con Sara en el porche, observando a Emilia.
—Nada muy bien —comenté—.
—Aprendió de chiquita. Siempre quise enseñarle más, pero nunca tuvimos acceso a una alberca.
—Y ahora lo tienen. Cuando quieran, pueden venir aquí a nadar.
—Marco, no puedo aceptar eso. Ya me está ayudando demasiado.
—Sara, por favor, permítame hacer esto por ustedes. Permítame ser útil en sus vidas.
Sara me miró a los ojos. —¿Por qué es tan importante para usted?
—Porque en los últimos tres meses, me sentí completamente inútil. No pude ayudar a Carolina cuando estaba enferma. No pude salvarla. Y después de que se fue, ni siquiera pude ayudarme a mí mismo. Y ahora… ahora siento que puedo hacer una diferencia en la vida de dos personas que se volvieron importantes para mí. Me da un propósito que había perdido.
—Yo también me he sentido inútil muchas veces. Inútil como madre porque no puedo darle a Emilia todas las cosas que se merece. Inútil como mujer porque no pude mantener ni una familia ni una carrera.
—Pero Sara, usted crió a una hija increíble, trabajando en tres chambas, lidiando con problemas de salud, y aun así Emilia es una niña feliz y educada. ¿Cómo puede ser inútil?
—Porque a veces siento que no es suficiente.
—¿Y si le digo que hizo un trabajo perfecto? Que Emilia es exactamente la niña que yo estaría orgulloso de llamar mi hija.
Sara sintió que se le humedecían los ojos.
—Marco, ¿y si no funcionamos como pareja? ¿Si solo nos quedamos como amigos?
—Entonces Emilia tendrá un padre adoptivo que la quiere mucho. Y usted tendrá un amigo que siempre estará aquí cuando lo necesite. ¿Y yo? Estaré satisfecho, porque hace tres meses estaba completamente solo. Si todo lo que consigo es una familia de amigos, ya será más de lo que me atreví a esperar.
Emilia salió de la alberca y vino corriendo. —Mamá, Tío Marco, ¿vieron cómo me eché un clavado?
—Lo hicimos. Nadas mejor que muchos adultos —le respondí.
—¿Me puede enseñar otras cosas?
—¿Como qué?
—Como a andar en bicicleta. Siempre he querido aprender, pero mi mamá no puede comprarme una bici.
Sara se sintió avergonzada. —Emilia…
—¡Ya, mamá! Ahora el Tío Marco me puede enseñar.
Miré a Sara, pidiendo permiso. —Si tu mamá lo permite, yo puedo enseñarte.
—¿Puedo, mamá, por favor?
—Puedes, pero ¿prometes que tendrás cuidado?
—¡Prometo! —Emilia se lanzó a mis brazos. —¡Gracias, Papá!
Sara y yo intercambiamos miradas. Emilia me había llamado “Papá” por primera vez.
—Emilia —dijo Sara con suavidad—, recuerda que acordamos que le dirías Tío Marco.
—Pero, mamá, él me va a enseñar cosas de papá, y me quiere como papá. ¿Por qué no puedo decirle Papá?
Me conmovió la lógica de Emilia. —Emilia, si tu madre lo permite, yo estaría muy honrado de que me llamaras papá.
—¿Puedo, mamá?
Sara estaba lidiando con sus emociones. —Emilia, ¿estás segura de que es lo que quieres? Porque una vez que empieces a llamarlo papá, no hay marcha atrás.
—Estoy segura. Es el mejor papá que puedo tener.
Sara me miró. —¿Y usted? ¿Está seguro de que quiere ser su padre?
—Sara, si hay algo de lo que estoy seguro ahora mismo en la vida, es que quiero ser el papá de Emilia.
—Entonces, está bien. Puedes llamarle Papá.
Emilia celebró como si hubiera ganado la lotería. —¡Papá Marco! ¡Ahora sí tengo un papá de verdad!
La abracé fuerte, sintiendo una felicidad que no experimentaba en meses. —Y yo tengo una hija de verdad.
Sara observó la escena. —Marco, entiendo sus miedos —dije, notando su preocupación—. Pero le prometo que no defraudaré a Emilia.
—¿Cómo puede prometer eso?
—Porque ella ya no es solo la hija de la mujer que me interesa. Ahora es nuestra hija. Pase lo que pase entre nosotros.
Esa noche, Sara me confesó sus miedos sobre mí (si me cansaría, si era solo caridad) y yo le confesé mis miedos sobre mi capacidad de amar de nuevo. Pero había algo innegable: ambos dormimos mejor. Había un propósito, y una niña que nos había unido.
Un día después, fuimos juntos a comprar una bicicleta rosa para Emilia. A la vuelta a mi casa, le enseñé a montar. Sara veía, con el corazón en un puño, cómo Marco le enseñaba con infinita paciencia, corriendo detrás de ella en el jardín.
—¡Papá Marco, lo logré! —gritó Emilia, pedaleando sola.
Sara y yo nos abrazamos, celebrando. Era la escena de la familia que ambos habíamos soñado. Sara me llamó aparte.
—Gracias, Marco, por ser el padre que Emilia siempre mereció tener.
—Gracias a ti por dejarme serlo.
Esa noche, Emilia preguntó si podía dormir en mi casa. Sara dudó, por las fronteras, pero yo la tranquilicé.
—Sara, esta casa será de ella si funcionamos como familia. ¿Qué diferencia hay en que duerma aquí hoy?
Accedió. Después de que Emilia se durmiera, Sara y yo estábamos en la sala. Ella aún se sentía incómoda con la disparidad de clases.
Fue entonces cuando abrí un viejo álbum de fotos de mi infancia. Le mostré fotos mías de niño en una casa sencilla y humilde.
—¿Su familia no era rica?
—No. Mi padre era albañil. Esta casa en la que vivimos fue el primer proyecto que consiguió como constructor. Él la levantó con sus propias manos. Yo estudié Ingeniería con beca en la UNAM. Crecimos el negocio poco a poco.
Sara se conmovió. —Marco, ¿por qué no me dijo esto antes?
—Porque no quería que pensara que trataba de probar algo. Quería que me quisiera por quien soy hoy. Pero ahora, quiero que sepa que tenemos más en común de lo que cree. Entiendo su preocupación por Emilia.
Sara se acercó. —Yo temía que fuera de esos hombres ricos que creen que el dinero lo resuelve todo. Ahora veo que es solo un buen hombre que tuvo suerte en la vida y quiere compartir esa suerte con quienes se volvieron importantes para él.
—Exactamente.
Sara se acercó aún más. —Marco, ¿siente algo por mí, además de interés?
—Mucho más de lo que debería sentir después de tan poco tiempo.
—¿Y miedo? ¿Siente miedo?
—Mucho. Miedo de no ser el hombre que ustedes merecen. Miedo de fallar.
Sara me miró a los ojos. —Marco, yo tengo miedo de enamorarme de usted. Porque si me enamoro de verdad, y usted se rinde, no sé si podré recuperarme.
—Sara, no voy a rendirme. Incluso si las cosas no funcionan románticamente, no voy a rendirme con Emilia, y tampoco la abandonaré a usted. Porque ustedes dos ya se volvieron familia para mí.
Nos quedamos en silencio, abrazados. Sara susurró un “gracias” y se apoyó en mi hombro.
Capítulo 7: El Amor que se Elige y la Decisión de Unirse
A la mañana siguiente, Emilia bajó y me encontró haciendo el desayuno.
—Buenos días, Papá Marco.
—Buenos días, princesa.
Me preguntó por qué nuestra casa era tan silenciosa. —A veces tengo miedo de que mamá no regrese del trabajo. Me preocupa que se canse tanto que ya no pueda volver.
Me arrodillé. —Emilia, tu mamá no te va a dejar sola. Te quiere mucho. Pero ahora me tienes a mí también, ¿verdad? Si algo le pasa a mamá, no me vas a dejar solo.
—Emilia, te prometo que nunca estarás sola. Pase lo que pase.
—¿Y si mamá ya no quiere ser su novia, seguirá siendo mi papá?
—Siempre, pequeña. Eres mi hija ahora, y eso nunca cambia.
Sara apareció y vio la escena. —Papá Marco dijo que nunca me dejará sola.
—Tiene razón, cariño. Ahora tienes dos personas que te quieren mucho.
Ese día fuimos juntos a visitar la nueva escuela privada de Emilia. Ella la amó, especialmente la biblioteca. El lunes siguiente, Marco la matriculó.
Esa tarde, Sara me pidió algo sorprendente. —Marco, ¿podemos cenar en su casa otra vez? Me gustaría dormir aquí también, hoy.
—Claro que sí. Pero, Sara, ¿está segura?
—Lo estoy. Quiero empezar a acostumbrarme a la idea de que vivamos juntos.
—¿Eso significa que lo está considerando seriamente?
—Sí, muy seriamente.
—Entonces esta noche prepararé una cena especial para celebrar. ¿Celebrar qué? Celebrar que quizás vamos camino de convertirnos en una verdadera familia.
Sara sintió mariposas en el estómago. —Marco, creo que me estoy enamorando de usted.
Me quedé en silencio por unos segundos. —Sara, ¿puedo confesarte algo? Yo también me estoy enamorando de ti. Y eso me asusta mucho.
—¿Por qué te asusta?
—Porque hace mucho tiempo que no siento esto. Y temo no saber ya cómo amar a alguien correctamente.
—Marco, estás amando a Emilia correctamente. Me estás tratando bien. Creo que sí sabes amar.
—¿Y tú? ¿Tienes miedo de enamorarte?
—Mucho miedo. Pero lo quiero más de lo que le temo.
—Entonces, vamos a intentarlo juntos. Despacio, pero juntos.
Esa tarde, recogí a Emilia de la escuela y ella estaba feliz. Me contó que se había adaptado muy bien y que la maestra y los niños eran muy amables. —Papá Marco, tenía miedo de que notaran que soy diferente, pero me acordé de lo que dijo: que la gente buena no se fija de dónde vienes.
El fin de semana fue mágico. Sara y Emilia se mudaron oficialmente a mi casa. Emilia estaba fascinada con su nuevo cuarto con vista al jardín y su bicicleta.
—Marco, tengo que confesarte algo —dijo Sara una noche mientras lavábamos los platos. —Estoy empezando a imaginarme viviendo aquí.
—¿Y cómo te sientes con eso?
—Asustada, pero emocionada. ¿Por qué asustada? Porque significa renunciar a mi independencia total.
—Sara, vivir conmigo no significa renunciar a tu independencia. Significa compartir responsabilidades. Serás mi compañera.
—Marco, ¿y si descubro que no soy capaz de tener amor romántico, después de estar tanto tiempo sola?
—Entonces seremos una familia de amigos criando a Emilia juntos, y aun así sería una familia hermosa. Quiero que vengas a mí por tu propia voluntad, no por gratitud u obligación.
Sara se acercó y me besó suavemente en los labios. Un beso tierno, lleno de afecto y promesas.
—¿Cómo estuvo? —preguntó.
—Perfecto —respondí, sonriendo—. Valió la espera.
—Para mí también. Hacía mucho que no besaba a alguien. Siento que estoy empezando a creer que todo esto puede funcionar.
Emilia entró a la cocina en ese momento. —¡¿Se estaban besando?!
—Solo fue un besito de afecto —le expliqué.
—¿Como en las películas donde la gente se besa cuando se gusta?
—Sí, algo así —respondió Sara.
—¡Yo lo sabía! ¡Sabía que se gustarían!
Sara se emocionó. —Marco, tengo miedo de caer en el amor.
—¿Por qué?
—Porque si me enamoro de verdad, y te rindes, no sé si podré recuperarme.
—Sara, mírame. No voy a rendirme. Incluso si las cosas no funcionan románticamente entre nosotros, no voy a rendirme con Emilia, y tampoco te voy a abandonar a ti.
—Nadie me había dicho algo así antes —dijo con lágrimas en los ojos.
—Ya era hora de que alguien lo hiciera.
Capítulo 8: El Matrimonio y el Nuevo Sentido de Familia
Los meses siguientes, Marco, Sara y Emilia se adaptaron perfectamente a la vida familiar en Las Lomas. Emilia se destacó en su nueva escuela, y Sara, con su salud estabilizada, siguió trabajando solo medio tiempo en el restaurante, manteniendo su dignidad e independencia. El resto de su tiempo lo dedicaba a su salud y a la familia.
Yo descubrí la alegría de ser padre, participando activamente en la educación de Emilia y creando una rutina familiar llena de amor y risas.
—Marco, creo que ha llegado el momento —dijo Sara una tarde de domingo.
—¿El momento de qué?
—De casarnos oficialmente.
Sonreí. —¿Estás segura?
—Absolutamente. Ya demostramos que podemos vivir como familia. Ahora quiero hacerlo oficial.
Llamamos a Emilia. —Emilia, tu mamá y yo tenemos una pregunta para ti. ¿Qué te parecería si nos casáramos?
Emilia se puso a saltar de alegría. —¡De verdad! ¡¿Se van a casar de verdad?! ¡Sí, sí, sí!
—Queremos hacer una hermosa fiesta para celebrar nuestra nueva familia —dije.
—¡¿Puedo elegir mi vestido?! —preguntó.
—Claro que sí. Serás nuestra florista —confirmó Sara.
La boda fue una celebración íntima y emotiva. Emilia fue la florista más orgullosa del mundo, contándoles a todos los invitados cómo ella había sido la celestina.
Durante la ceremonia, di un discurso que conmovió a todos.
—Sara, cuando te conocí, descubrí que es posible amar dos veces en la vida, y que el segundo amor no es menor que el primero, solo diferente. Emilia, gracias por tener el valor de acercarte a un extraño en el panteón y proponerle una familia. Ustedes dos me enseñaron que la familia no es solo de sangre, sino de elección. Y yo las elijo a las dos para siempre.
Sara también habló, con lágrimas en los ojos. —Marco, llegaste a nuestras vidas cuando más te necesitábamos, pero te quedaste porque realmente nos amaste. Gracias por demostrarme que merezco ser amada, y por ser el padre que Emilia siempre mereció tener.
Cuando le tocó a Emilia, con su voz dulce y firme, dijo: —Mamá, Papá Marco, gracias por probar que las familias más bonitas son las que las personas eligen formar juntas. Los amo mucho.
Marco y Sara se besaron, sellando el inicio de su nueva vida. Finalmente, después de tantas dificultades, los tres habían encontrado lo que buscaban: una familia basada en el amor, el respeto y el cuidado mutuo.
Fin de la historia