El Miedo No Se Olvida: La Historia Del Niño Que Caminó De Noche Para Dejar La Guerra Atrás… Y Se Convirtió En Un Líder Inesperado. 🇲🇽

Part 1

Capítulo 1: El eco de la noche robada

Mi nombre es David. Tengo diez años, pero mis recuerdos se sienten mucho más viejos. No tengo memorias de un México tranquilo, lleno de posadas, tianguis y fiestas de barrio. Mi niñez se resume en dos palabras que, para mí, significan lo mismo: correr y miedo.

Mi mamá siempre dice que yo nací en Ruanda, en esa tierra lejana donde el sol parece pintar de rojo el cielo al atardecer. Pero la guerra no se conforma con el atardecer, la guerra se lleva hasta la noche. Y esa fue nuestra realidad.

“Hubo una guerra en Ruanda que duró varios días”, me contó una vez mi madre con esa voz de cristal a punto de romperse. “Y después de la guerra, las matanzas siguieron, pero en silencio. Ya no eran las balas, eran las sombras.”

Las sombras eran desconocidos que venían a la casa por la noche, preguntando por mi papá. Mi mamá y yo sabíamos que si se lo llevaban, no volvería. Punto. Se sentía como si no tuviéramos aire, como si esa sensación de no sentirnos libres, de no poder escapar, nos ahogara día y noche. El miedo a que secuestraran a mi papá fue la gota que derramó el vaso. Tomamos una decisión: correr.

El viaje fue un infierno.

“Caminamos día y noche, David. Ningún lugar era seguro”, me dice ella y yo la veo como si el camino aún siguiera abierto frente a nuestros ojos.

Llegamos a la frontera con Tanzania. Sin papeles, sin nada más que el pánico en los ojos. Logramos entrar, sí, pero no sin un precio terrible. Atacaron a mi papá, le quitaron lo poco que llevábamos. En Tanzania tampoco encontramos refugio. Nos seguían cazando. Semanas enteras durmiendo al lado de la carretera, dependiendo de la caridad de la gente local para no morir de hambre. Parecía que el universo entero estaba en nuestra contra.

Finalmente, llegamos a un asentamiento de refugiados en el suroeste de Uganda. La gente de la frontera nos guio. Por primera vez en mucho tiempo, nos sentimos acogidos, no como animales, sino como personas. Como si hubiéramos cambiado la pesadilla por un respiro. Pero, aunque la guerra y las persecuciones habían quedado atrás físicamente, por dentro, yo seguía en Ruanda, con la boca tapada en la oscuridad. El camino fue de días y noches, el sol y la luna se hicieron uno solo en nuestro andar interminable. El dolor de mi padre al ser atacado, el frío de dormir en el suelo… todo eso es parte de mi ADN. La gente dice que los niños olvidan rápido, pero yo les digo que hay cosas que se quedan pegadas al alma como la goma de mascar a un zapato nuevo.

La incertidumbre constante nos había roto por dentro. No es solo el peligro físico, es el terror de no saber si vas a ver la luz del día, de no saber si esa será la última vez que abracas a tu mamá. Esa tensión, esa adrenalina constante, no te abandona. Se queda a vivir en tus músculos, en tus sueños, en la forma en que respiras. Yo llegué a Uganda siendo una estatua de ese terror. Mi cuerpo estaba ahí, pero mi mente seguía escondida en un matorral, esperando que los hombres armados se fueran. Y mi mamá, ella es mi heroína. Ella cargó con el miedo, el cansancio y con un niño de dos años al que tenía que silenciar para que viviéramos. Su fuerza es mi motor.


Capítulo 2: El silencio forzado

Yo tenía solo dos años en ese entonces. Lógicamente, no recuerdo todo, pero las pocas memorias que se me quedaron grabadas son como cicatrices que no se ven, pero duelen en cada latido.

Mi mamá me contó una anécdota que me parte el alma cada vez que la recuerdo. “Caminando de noche, eras muy pequeño para entender que teníamos que estar en silencio, David. Que cualquier ruido nos delataba. Tuvimos que taparte la boca.”

Tapar la boca a un niño de dos años. Imaginen eso.

“A veces encontrábamos soldados que querían golpearnos y llevarse a nuestro padre”, digo, y mi voz se quiebra por primera vez al contarlo. “Durante la noche, si veíamos soldados, teníamos que tirarnos al piso y escondernos. Así, para que no nos vieran y nos lastimaran.”

Todo eso dejó una marca que no se borra. Cuando llegamos finalmente a un asentamiento de refugiados en el suroeste de Uganda, un lugar donde por fin nos recibieron con amabilidad, yo ya no era un niño normal. Parecía siempre infeliz. No quería jugar. Me quedaba parado, como una muñeca, me dice mi mamá, como si estuviera enfermo, pero sin ninguna enfermedad visible. El miedo, ese miedo que nos hizo taparme la boca, me había convertido en un niño de piedra.

Pero la vida es un constante sube y baja, como el Metrobús en hora pico. Algo tenía que cambiar. Y cambió. El peso de esos recuerdos me hacía sentir como si llevara una mochila llena de piedras todo el tiempo. Los otros niños jugaban a la pelota, se reían, corrían libres. Y yo solo podía verlos desde lejos, sintiendo que un muro invisible me separaba de ellos. El silencio de la huida se había instalado en mí. Era incapaz de conectar. Mi mamá lo veía, sufría en silencio. Ella intentaba animarme, pero ¿cómo le explicas a una madre que el juego se siente peligroso, que la risa es un ruido que te puede costar la vida?

El trauma es una sombra que no se va con el sol. No es que no quisiera jugar, es que mi cerebro seguía programado para el modo de supervivencia. Cada vez que alzaba la voz, cada vez que corría, mi cuerpo reaccionaba como si estuviera alertando a los “desconocidos que venían a la casa por la noche”. Por eso me quedaba quieto. La quietud era seguridad. El silencio era mi escudo.

Mi mamá, al verme así, sin síntomas de enfermedad pero totalmente apagado, buscó ayuda. Y la encontró a finales de 2023 en un programa llamado TeamUp en la escuela. Ella dice que desde que empecé, las cosas han cambiado. Y no miente.

Ahora llego a casa y le cuento los juegos, las canciones que aprendí. Soy mucho más platicador. Aprendí a querer a mis amigos, a entender lo importante que es estar con otros. Ya no soy el niño de piedra. Soy David, el que ahora habla, el que ahora juega.


Capítulos 3 & 4: El reencuentro con el juego

Capítulo 3: El despertar del muñeco

Mi madre lo notó primero. La veía a los ojos y entendía que el cambio no solo la aliviaba a ella, sino que me estaba devolviendo a mí mismo. Ella describe el TeamUp como un milagro chiquito. Un programa que usa el juego y el movimiento para liberar esa tensión que se te queda atrapada en el cuerpo. Ese estrés que no se va con nada.

“Viene y me cuenta los juegos y las canciones que aprendió; es mucho más platicador”, dice mi madre. “Aprendió a amar a sus amigos y entiende la importancia de estar con los demás.”

¿Y yo? ¿Cómo viví ese cambio?

“Me siento bien con TeamUp“, digo con una seguridad que se siente rara, como si no fuera mía, como si perteneciera a un David mayor, más fuerte.

Los juegos que más me gustan son cantar, el fútbol y saltar la cuerda. Son juegos que requieren movimiento, que requieren ruido, que obligan a mi cuerpo a desobedecer la vieja orden de estar quieto y callado. Al principio, era difícil. Sentía un escalofrío cada vez que saltaba y mis pies golpeaban el suelo, como si fueran a llamar a los soldados de nuevo. Pero la música, el ritmo, las risas de los otros niños, eran más fuertes que mi miedo. Era como si mi cuerpo, poco a poco, fuera entendiendo que aquí no hay guerra, que aquí no hay peligro, que aquí es seguro hacer ruido. Es como si el juego estuviera reescribiendo el guion de mi vida.

Y entonces, sucedió. Un día, sin darme cuenta, los otros niños me pidieron que los dirigiera.

Que los lidereara.

Esa palabra, líder, sonó tan extraña en mi cabeza. Yo, el niño que tenía que ser callado y escondido, ¿ahora debía ser el que marcara el camino? La sensación fue abrumadora, pero no de miedo, sino de… poder. No poder de mandar, sino poder de ser yo mismo.


Capítulo 4: El grito del líder

El final de la jornada escolar es mi momento cumbre. Los facilitadores de TeamUp reúnen a todos. Nos alineamos afuera del salón, bajo el sol de Uganda que, por primera vez, me parecía cálido y no amenazante.

Y entonces, yo, David, el de diez años, el que se escondía de las sombras, grito con toda la fuerza de mis pulmones. Un grito de libertad que jamás me permitieron dar a los dos años.

“¡Sigan al líder, yo soy el líder!”

Esa orden es como magia. Al instante, la clase entera se pone en marcha. Bajamos la colina, cruzamos la puerta de la escuela y llegamos al campo de juego. Un santuario verde y expansivo, rodeado de plataneras. Un pedazo de paraíso simple que se siente como el lugar más seguro del mundo.

Cada sesión tiene un tema: cómo manejar la rabia, cómo recuperar la confianza. Y yo, que antes era una estatua, ahora soy el que dirige los ejercicios.

“Hay quienes aprenden rápido a jugar y quienes no”, digo con una seriedad que asombra a mis maestros. “Por eso, después de las sesiones, seguimos jugando todos juntos para poder enseñar a los que no saben cómo.”

Mi misión no es solo jugar. Es enseñar. Es hacer que otros niños, que también tienen sus propios fantasmas, entiendan que el juego es una herramienta para soltar el estrés, la tensión y los malos pensamientos. Me convertí en el niño que necesitó ayuda y ahora ayuda a otros. La ironía no se me escapa. El silencio forzado de mi infancia se ha transformado en un grito de liderazgo y guía. Es mi forma de sanar el mundo, un juego a la vez. Veo a los niños que se quedan solos, igual que yo, y los invito a unirse. Les muestro que no pasa nada si corren, que no pasa nada si se ríen fuerte. Les muestro que la vida tiene un ritmo alegre, no solo el tic-tac desesperado de la huida.


Capítulos 5 & 6: Dejar los malos pensamientos atrás

Capítulo 5: El insulto y el adiós

Más allá del patio de la escuela, las lecciones que he aprendido en TeamUp han transformado cada parte de mi vida.

La verdad es que, antes de este programa, yo era un niño difícil. Y no porque fuera malo, sino porque estaba roto. Mi trauma me hacía reaccionar mal.

“Antes de TeamUp, yo solía insultar y pelear con otros niños”, confieso, y siento un poco de vergüenza al recordarlo, pero sé que es parte de mi historia. “Era desobediente con mis padres y odiaba la escuela.”

El trauma te pudre por dentro si no lo sacas. Es como un veneno. Yo canalizaba mi miedo y mi rabia en violencia y rebeldía. No sabía cómo soltar la tensión de mi cuerpo, y terminaba arremetiendo contra el mundo. Mi cuerpo, que aprendió que la vida era una constante amenaza, estaba en modo de ataque constante. Insultar a otro niño era una forma de sentirme fuerte, de sentir que yo tenía el control sobre algo, aunque fuera pequeño. Odio, desobediencia, peleas. Era un ciclo terrible.

Pero desde que entré a TeamUp, todo eso se fue.

“Todas las cosas malas que solía hacer, nunca las he vuelto a hacer desde que me uní a TeamUp,” digo con una certeza que me llena de orgullo. “Aprendí a comportarme bien y ya no tengo todos los malos pensamientos que tenía antes.”

Es como si hubieran reiniciado mi sistema operativo. Los juegos no solo me enseñaron a moverme; me enseñaron a sentir de forma diferente. El movimiento, la música, la coordinación con mis amigos, todo eso liberó el nudo que tenía en el estómago. El juego se convirtió en mi terapia, y los facilitadores, en mis guías. Ya no siento la necesidad de pelear. Ahora, siento la necesidad de construir. De crear algo, de compartir. De ser parte de algo más grande.


Capítulo 6: La carta al mundo

Mi transformación no ha sido solo personal. Ahora, tengo un mensaje, una misión que va más allá de mi patio de juegos. Es una carta directa a los líderes del mundo, a esa gente que tiene el poder de decidir sobre la vida de los demás. La misma gente que, por acción u omisión, provocó que yo tuviera que huir con la boca tapada.

“Lo que quiero decirle a los líderes del mundo es que deben consolar a los niños que han enfrentado desafíos y ayudarlos a olvidarlo.”

Esta frase la digo con una convicción que solo puede tener alguien que vivió el infierno. No pido justicia, pido consuelo. Pido que se le dé la misma oportunidad que yo tuve a otros niños rotos. La oportunidad de olvidar o, al menos, de reemplazar el recuerdo amargo por uno de juego y amistad. No se trata de borrar la memoria, sino de poner una capa de alegría encima de la cicatriz. Dejar que la vida se sienta ligera de nuevo.

Y no me detengo ahí. Pienso en los niños más vulnerables, en aquellos que no tienen ni siquiera el apoyo de su familia.

“Si hay padres que han abandonado a sus hijos, ellos [la gente en el poder] deberían hacerse cargo de esos niños.”

Es un llamado a la responsabilidad global. Los niños no elegimos la guerra, ni el abandono, ni el miedo. Somos víctimas inocentes. Y si la gente grande, la gente importante, puede gastar dinero en armas, también debe gastar dinero en sanar las almas rotas de los niños. Es una obligación moral. Mi voz de diez años, la que tuvo que ser silenciada en la noche, ahora es un eco que le exige al mundo que mire a los niños, que los cuide. Que los vea como el futuro que son, y no como la víctima que fueron. Es la lección más grande que he aprendido: de víctima, me convertí en abogado de los demás.


Capítulos 7 & 8: El legado de David

Capítulo 7: La danza de la sanación

Justo después de soltar ese discurso, me bajo de la silla. No hay tiempo para la solemnidad, mi trabajo no es solo hablar, es mostrar.

Reúno a mis amigos. Y en ese campo verde, bajo el cielo amplio de Uganda, que ahora es mi hogar, empezamos a demostrar una danza TeamUp.

El movimiento es coordinado, alegre, lleno de energía. Los brazos se extienden al aire, las piernas saltan al ritmo de la música local adaptada. Es una danza que libera. Cada paso es un recuerdo malo que se va, cada giro es una tensión que se rompe. Es la prueba viviente de que el cuerpo puede ser reprogramado para la alegría.

Mis amigos y yo somos el ejemplo. Somos el testimonio de que el juego es una fuerza curativa más poderosa que cualquier medicamento. Ya no soy el niño que se quedaba quieto, temiendo ser visto. Ahora soy el que se mueve y baila para que todos lo vean. Mi madre me mira desde lejos, con una lágrima en los ojos, no de tristeza, sino de orgullo puro. Ella sabe que el niño que tuvo que taparle la boca ha encontrado su voz a través de sus pies.

La energía que desprendemos es contagiosa. Otros niños se unen. No importa si saben o no la coreografía, lo que importa es el movimiento, la conexión, la sensación de pertenecer. De estar en el mismo equipo. Por eso nos llamamos TeamUp. Somos un equipo que se levanta junto, que sana junto y que juega junto. Y yo, el que aprendió a ser líder por accidente, soy el que guía esa sanación colectiva.

Mi futuro ya no es la sombra que me perseguía. Mi futuro es ese campo de juegos, lleno de niños que se ríen sin miedo. Mi futuro es enseñarles que, aunque el camino haya sido oscuro, el baile de la vida siempre puede ser alegre.


Capítulo 8: David para presidente

El sol comienza a bajar, pintando el cielo de tonos naranjas y morados. La sesión termina y los niños, cansados pero felices, se dispersan. Me siento de nuevo. La pregunta es inevitable, la que siempre me hacen mis maestros con una sonrisa de complicidad.

¿David para Presidente?

Me río. Es una idea que me hace sentir grande.

Mi madre, al verme reír, se acerca y me da un abrazo apretado.

“Eres un líder, David,” me dice al oído. “Un líder que sabe lo que es el miedo. Y eso te hace un líder de verdad.”

Yo sé que ser presidente significa tomar decisiones importantes. Significa evitar que otros niños pasen por lo que yo pasé. Significa usar mi voz, esa voz que me costó diez años liberar.

Mi respuesta es un poco de las dos cosas. No sé si seré presidente de un país, pero sí sé que voy a ser líder de una generación. La generación que no se queda callada, la generación que usa el juego para curar las heridas de la guerra y el abandono.

Lo único que puedo asegurar es esto: el miedo no se olvida. Se transforma. El trauma es mi motor, no mi cadena. Y mi misión es que cada niño en este mundo tenga la oportunidad de cambiar el silencio forzado por un grito de alegría.

Así que sí, tal vez no para presidente… pero sí para líder de la esperanza.

Y con ese pensamiento, me levanto de la silla, tomo la mano de mi madre y caminamos juntos hacia nuestra casa, bajo el cielo tranquilo de Uganda, que ahora se siente un poco más como nuestro México soñado, lleno de calidez y promesas. La historia de David, el niño que huyó con la boca tapada, es ahora la historia de David, el que enseña a otros a cantar y a jugar. Y apenas está comenzando. Fin.

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