EL MAGNATE DE POLANCO VIO A UNA NIÑA VENDIENDO CHICLES CON EL COLLAR DE ORO QUE ÉL PERDIÓ HACE AÑOS. FRENÓ SU MERCEDES EN SECO Y DESCUBRIÓ UN SECRETO OCULTO EN LA POBREZA QUE DESTROZARÍA SU MUNDO PERFECTO

PARTE 1

Capítulo 1: El Destello en Masaryk

Era una de esas tardes sofocantes en la Ciudad de México, donde el sol parece tener una venganza personal contra el asfalto y el tráfico en Polanco no perdona a nadie, ni siquiera a los dueños del universo. El Mercedes-Benz negro y blindado de Gabriel Altamirano avanzaba a vuelta de rueda por la Avenida Presidente Masaryk, rodeado de boutiques de lujo que parecían burlarse del caos exterior. Adentro, el climatizador mantenía el ruido y el calor a raya, creando una burbuja de silencio costoso. Pero ese silencio no podía enfriar el infierno que Gabriel llevaba en la cabeza.

A sus 38 años, Gabriel lo tenía todo, o eso decía la revista Forbes. Era el tiburón de las finanzas, el heredero del imperio Altamirano, el tipo que cerraba tratos de nueve cifras antes del desayuno. Pero el mensaje que Vanessa, su novia —una “socialité” perfecta para las portadas de Caras—, le acababa de enviar, le retumbaba en el cerebro como un tambor de guerra: “Estoy embarazada. Tenemos que hablar de la boda”.

Iba a ser papá. Se suponía que debía sentir alegría, ¿no? Esa euforia radiante que ves en las telenovelas. Pero en lugar de eso, sentía un yunque invisible aplastándole el pecho, una ansiedad sorda, una intuición oscura de que su vida “perfecta” era una mentira muy bien decorada. Su corazón estaba pesado, como si supiera algo que su mente se negaba a aceptar.

Y justo en ese segundo, mientras el semáforo cambiaba a un rojo eterno bajo el sol hiriente de la tarde, una manchita de realidad cruda cruzó corriendo la banqueta, esquivando a los peatones apresurados, justo frente a su fortaleza con ruedas.

Era una niña. No tendría más de cinco años. Iba llorando a mares, con la carita sucia surcada por ríos de lágrimas y el pelo castaño enmarañado por el viento. Llevaba una camiseta rosa que había visto mejores días y unos tenis rotos, de esos que ya piden clemencia a gritos. En sus manitas apretaba con desesperación un papel arrugado —una receta médica, quizás— y unas pocas monedas, tan fuerte que sus nudillos estaban blancos.

Gabriel la miró con esa indiferencia entrenada de quien ve la pobreza de la ciudad a diario desde atrás de un vidrio polarizado. Pero entonces, un rayo de sol traicionero se coló entre los edificios de cristal y golpeó el pecho de la niña.

Un destello dorado. Intenso. Antiguo.

Algo brilló con una fuerza que a Gabriel le heló la sangre en las venas y le cortó la respiración de golpe. El corazón de Gabriel dio un vuelco violento dentro de su traje italiano. Se olvidó de Vanessa, del embarazo, de los millones y de la junta de las cuatro.

—¡Para el coche! —soltó de golpe. Su voz sonó ronca, tan desesperada y urgente que ni él mismo la reconoció.

Su chofer y hombre de confianza de toda la vida, Omar Hernández, se sobresaltó y clavó los frenos instintivamente, ganándose una sinfonía de cláxones mentando madres.

—¿Señor Altamirano, qué sucede? ¿Es un asalto?

Gabriel no esperó a dar explicaciones. Abrió la puerta pesada del Mercedes, ignorando cualquier protocolo de seguridad, y bajó al asfalto caliente de la avenida. Casi corrió tras la pequeña figura que se alejaba entre la gente.

—¡Oye, niña! ¡Eh, tú, espera un segundo! —gritó, tratando de forzar su voz de mando para que sonara amable, para no asustarla más.

La niña se frenó en seco al escuchar el grito. Giró la cabeza con miedo evidente. Sus ojos enormes, color miel, estaban inundados de lágrimas que no paraban de brotar. Miró hacia arriba, muy arriba, hacia ese gigante impecable que jadeaba frente a ella, obstruyendo su camino.

Y ahí, a medio metro de distancia, bajo la luz cruda de la tarde, Gabriel lo vio con una claridad aterradora. No había error posible.

El collar de oro que colgaba del cuello flaco de la niña. No era una baratija de mercado. Era una cadena pesada, de oro macizo, con un relicario ovalado y el escudo de armas de la familia Altamirano grabado a mano en la tapa. La letra “A” gótica sobresalía en relieve.

El mundo de Gabriel pareció detenerse. El ruido del tráfico se convirtió en un zumbido lejano. Era la reliquia familiar. El collar que su abuelo le había dado a su padre en su lecho de muerte, y su padre a él cuando tomó el control de la empresa. El mismo collar que había perdido hace exactamente cinco años, en una noche nebulosa y dolorosa de la que prefería no acordarse. El collar que había buscado con detectives privados hasta resignarse a que se había perdido para siempre en el vientre de esta ciudad monstruosa.

La voz de Gabriel tembló. Sentía la garganta seca, como si hubiera tragado vidrio molido. Se agachó para quedar a la altura de la pequeña.

—¿De… de dónde sacaste ese collar, pequeña?

La reacción de la niña fue instintiva, primaria. Dio un paso atrás, cubriendo el relicario con sus dos manitas, apretándolo contra su pecho huesudo como si su vida dependiera de ello, como si temiera que el hombre rico se lo fuera a arrebatar ahí mismo.

—¡No lo toque! —dijo ella. Su vocecita temblaba de miedo, pero había un fuego desafiante en sus ojos húmedos—. ¡Este collar es de mi papá!

Gabriel se quedó congelado en medio de la banqueta de Masaryk, con la gente rodeándolos, mirándolos con curiosidad.

—¿De… de tu papá? —susurró, sintiendo que el suelo se abría bajo sus costosos zapatos de cuero.

En ese preciso instante, todo comenzó a salirse de control. La realidad que Gabriel había construido cuidadosamente comenzó a desmoronarse. Si ese collar era de su “papá”, y el collar era de Gabriel… la matemática era simple y devastadora.

¿Cómo demonios esa reliquia invaluable había terminado en manos de una niña que parecía cargar con todo el peso de la pobreza de la ciudad? ¿Y la mujer detrás de esas palabras… “Es de mi papá”? ¿Quién era ella realmente y qué había pasado esa noche perdida en la memoria?

Capítulo 2: Ecos de una Noche en la Condesa

Para entender el terremoto que estaba a punto de sacudir la vida de Gabriel Altamirano, había que retroceder cinco años en el tiempo. A una realidad muy diferente, lejos de los lujos de Polanco.

Cinco años antes, Elena Mireles tenía 24 años y vivía en un cuarto de azotea de apenas 20 metros cuadrados en la colonia Doctores, una zona brava de la ciudad. Compartía ese espacio minúsculo con su mejor amiga, Sofía “Sofi” Calderón. El lugar apenas contenía una cama matrimonial hundida que compartían, una parrilla eléctrica de dos quemadores pegada a la pared manchada de humedad, y un ropero de madera aglomerada que se deshacía con el tiempo.

Eso era todo lo que tenían. Ese cuartito sofocante en verano y helado en invierno era su único refugio en una ciudad vasta pero despiadada con los que no tienen “lana”.

Cada mañana, Elena abría su monedero de tela y contaba cuidadosamente cada moneda de diez pesos, cada billete de veinte. La renta, la luz, el gas, los pasajes del metro, la comida… todo tenía que estar calculado al centavo. Había días en los que Elena solo hacía una comida fuerte —unos tacos de canasta o una torta barata— para ahorrar el resto del dinero para los pasajes y poder ir a las entrevistas de trabajo que estaban dispersas por toda la mancha urbana.

—Algún día, Sofi, mi suerte va a cambiar. Te lo juro por la Virgencita —le decía a menudo a su amiga, más como una promesa desesperada a sí misma que como una certeza.

Sofi, una chica pelirroja de carácter fuerte y risa fácil, trabajaba el turno de noche en una taquería del centro. Elena, mientras tanto, agarraba cualquier “chambita” que pudiera encontrar para sobrevivir: repartir volantes, limpiar casas, ayudar en un puesto del mercado. Se apoyaban mutuamente para superar cada día, compartiendo el pan duro, las lágrimas de agotamiento y esas raras explosiones de risa que les recordaban que todavía eran jóvenes y no se habían rendido.

Una mañana de septiembre, mientras Elena se arreglaba para salir a buscar trabajo otra vez, su celular con la pantalla estrellada vibró. Del otro lado de la línea estaba la gerente de recursos humanos del Hotel Gran Meliá, un hotel de cinco estrellas ubicado en una de las zonas más exclusivas de Reforma. Querían invitarla a una entrevista para un puesto de camarista.

—¡Elena, no manches, es tu oportunidad! —gritó Sofi, abrazando a su amiga como si ya hubieran ganado la lotería—. ¡Ese hotel paga súper bien y dan prestaciones!

A la mañana siguiente, Elena llegó al Gran Meliá a las 9:00 en punto, con su mejor ropa —una blusa blanca planchada tres veces y un pantalón negro que ya estaba perdiendo color—. La entrevista fue más amable de lo que esperaba. Había algo profundamente genuino en los ojos de Elena; la persistencia de quien no se deja vencer, la sinceridad y un cansancio cuidadosamente oculto tras una sonrisa nerviosa. El gerente asintió después de unos momentos de silencio.

—Felicidades, señorita Mireles. Está contratada. Empieza el lunes.

Elena salió del hotel con los ojos rojos de contener las lágrimas, el corazón le latía tan fuerte que le temblaban las manos al marcarle a Sofi. “¡Me lo dieron, güey! ¡Me dieron la chamba!”.

Esa noche, en su cuartito familiar de la Doctores, Sofi preparó una olla de espagueti rojo para celebrar. Se sentaron juntas en la cama vieja, comiendo y riendo como si todas sus dificultades hubieran quedado atrás.

—Te lo mereces, amiga —dijo Sofi con absoluta confianza—. De ahora en adelante, la vida va a mejorar. Ya verás, vamos a salir de pobres.

Pero Sofi no tenía idea de que solo unos días después, una decisión que parecía inofensiva cambiaría la vida de Elena para siempre.

Ese sábado, Sofi insistió en que salieran a celebrar su primera semana de trabajo.

—Vamos a la Condesa —dijo emocionada—. Hay un antro nuevo, “El Imperial”, que está súper de moda. Te mereces divertirte un poco, mija.

Elena negó con la cabeza, claramente dudosa. —Ay no, Sofi. Sabes que no me laten esos lugares. Son muy caros y me siento incómoda con tanta gente “fresa”.

—Solo una noche, ándale —suplicó Sofi, haciendo ojos de perrito—. Solo una noche para sentirnos vivas. Yo invito las primeras chelas.

Al final, Elena cedió por cansancio. Se pusieron los vestidos más bonitos que pudieron conseguir prestados o de segunda mano. Elena eligió un vestido negro sencillo y modesto, mientras que Sofi se puso uno rojo llamativo que resaltaba su figura.

“El Imperial” estaba a reventar. La música electrónica golpeaba contra sus pechos, las luces LED parpadeaban sin cesar en todos los colores imaginables. Para Elena, era un mundo completamente extraño. Un mundo de gente con dinero, hijos de papi, con tiempo para desperdiciar y sin necesidad de preocuparse por la renta de mañana.

Sofi jaló a Elena hacia la pista de baile. Bailaron y rieron, tratando de encajar. Pero Elena no se dio cuenta de que, una hora antes, había tomado una pastilla muy fuerte para un dolor de cabeza que la estaba matando desde la tarde.

Cerca de las 11 p.m., la mezcla del medicamento y un par de tequilas que Sofi le había invitado comenzó a hacer efecto. La cabeza le daba vueltas, las piernas se le pusieron de trapo. El ruido se volvió insoportable.

—Sofi, necesito acostarme —susurró Elena, aferrándose al brazo de su amiga—. Me siento súper mareada.

—¿Quieres ir a casa? —preguntó Sofi, preocupada al verla pálida.

—No, no aguanto el viaje en metro ahorita. Solo necesito recostarme un ratito en algún lado.

Elena se separó de su amiga y subió tambaleándose hacia el área VIP del segundo piso, buscando un baño o un sillón. El pasillo largo se desenfocaba ante sus ojos como si estuviera bajo el agua. Una puerta de una sala privada estaba entreabierta. Adentro estaba completamente oscuro, con un silencio antinatural que contrastaba con el caos de abajo.

Elena entró, vio un sillón largo y cómodo que parecía una cama, y se desplomó en él. El sueño la arrastró como una ola violenta. No tenía idea de dónde estaba, ni de quién era ese reservado exclusivo.

Al mismo tiempo, Gabriel Altamirano, entonces de 33 años y ya CEO de Empresas Altamirano, estaba sentado solo en la barra privada de ese mismo reservado.

Esa noche, el dinero, el poder y su reputación no valían nada. Horas antes, había descubierto que su socio y mejor amigo desde la universidad, le había robado 8 millones de dólares con contratos falsos y se había fugado.

Ocho años de confianza tirados a la basura. La traición le ardía más que el dinero perdido. Gabriel se había bebido media botella de whisky caro él solo, tratando de ahogar la rabia y el dolor que le roían las entrañas. El alcohol solo lo había dejado más aturdido y vulnerable.

Cerca de la medianoche, Gabriel, en un estado de embriaguez que rara vez se permitía, se tambaleó hacia el sillón grande de la sala privada para intentar dormir la mona antes de que su chofer viniera por él. Se dejó caer pesadamente en la oscuridad.

En su neblina alcohólica, sintió un cuerpo cálido a su lado. Su mente traicionada por el whisky asumió que era alguna compañía de esas que a veces se acercaban a los hombres ricos en estos lugares. No pensó. Solo actuó por un instinto básico de buscar consuelo, calor humano en una noche gélida de traición.

Elena estaba profundamente inconsciente por la mezcla de pastillas y alcohol. Apenas se movió.

Y esa noche, en medio de la confusión, el dolor y la soledad de dos almas de mundos opuestos, sus destinos se tocaron de la manera más trágica y permanente posible. Una conexión que permanecería oculta durante cinco largos años.

PARTE 2

CAPÍTULO 3: El Amanecer de la Culpa

La luz del sol se filtraba de manera agresiva por las pesadas cortinas de terciopelo de la sala VIP. Elena despertó con un martilleo en las sienes que parecía querer partirle el cráneo. Tardó unos segundos en reconocer el techo artesonado y el olor a tabaco caro y perfume de diseñador.

Entonces, el recuerdo la golpeó como un balde de agua helada.

Se incorporó de un salto, con el corazón galopando en su garganta. Miró a su alrededor. Estaba sola. El hombre, aquel cuya sombra apenas recordaba en su estado de semi-inconsciencia, ya no estaba. La habitación exudaba un lujo que la hacía sentir pequeña, sucia, fuera de lugar.

—¿Qué hice? —susurró con la voz quebrada—. Dios mío, ¿qué hice?

Sus manos temblaban mientras buscaba su ropa esparcida por la alfombra. Se vistió con movimientos torpes, con las lágrimas ya nublando su vista. La humillación le quemaba la piel. Ella no era así. Ella no buscaba esto.

Fue entonces cuando lo vio. Sobre la almohada de seda, brillando con una insolencia dorada, estaba el collar. Lo tomó entre sus dedos. Era pesado, frío, con esa “A” gótica grabada que parecía observarla. Al lado, sobre una mesa de cristal, un fajo de billetes. Diez mil pesos. Sin nota. Sin nombre. Sin una explicación.

Elena sintió que el estómago se le revolvía. El dinero no se sentía como ayuda, se sentía como el pago por algo que ella ni siquiera pudo decidir. Quiso dejarlo ahí, pero recordó la renta vencida, el hambre de Sofi, la receta médica que no había podido surtir. Con un nudo de vergüenza en la garganta, guardó el dinero y el collar en su bolsa y salió corriendo del lugar, evitando la mirada de los empleados que ya empezaban a limpiar el antro.

Cuando llegó al cuartito de la Doctores, se desplomó en los brazos de Sofi y lloró durante horas. No pudo contarle todo. Solo le dijo que se había quedado dormida y que un hombre le había dejado eso.

—Es oro de verdad, Elena —dijo Sofi, examinando el collar—. Esto vale una fortuna. Podríamos salir de aquí.

—No —respondió Elena con firmeza—. Ese collar no se vende. No sé por qué, pero siento que es lo único que me queda de una noche que desearía borrar.


CAPÍTULO 4: El Diagnóstico que Cambió Todo

Un mes pasó volando entre turnos dobles en el hotel y el intento desesperado de Elena por enterrar aquella noche en el rincón más oscuro de su memoria. Pero el cuerpo tiene memoria propia, y la suya empezó a protestar.

Las mañanas se volvieron un suplicio. El olor al jabón de limpieza del hotel la hacía correr al baño. El café, que antes era su combustible, ahora le provocaba náuseas insoportables.

—Estás pálida, mija —le dijo una de las compañeras de limpieza—. ¿No estarás “encargando”?

Elena sintió un escalofrío. “No, no puede ser”, se repetía. Pero la duda era un parásito que no la dejaba dormir. Finalmente, fue a una clínica de salud gratuita en la colonia Obrera.

La espera fue eterna. El olor a desinfectante y el llanto de otros niños en la sala le apretaban el pecho. Cuando la enfermera salió con los resultados, su sonrisa era compasiva.

—Felicidades, señorita Mireles. Tiene cinco semanas de embarazo.

El mundo de Elena se desintegró en ese instante. Salió de la clínica como una sonámbula. Caminó por las calles llenas de puestos de tacos y ruido de microbuses, pero no veía nada. Estaba embarazada de un desconocido. Un hombre del que solo tenía un collar y un fajo de billetes que ya se había gastado en sobrevivir.

—¿Cómo voy a mantenerlo? —se preguntaba en voz alta mientras las lágrimas caían sin control—. No tengo nada. Apenas puedo conmigo misma.

Al llegar a casa, se lo confesó a Sofi. La reacción de su amiga fue el único faro de luz en su tormenta.

—No vas a estar sola, Elena. Ese niño o niña va a ser lo más valioso que tengamos. Si ese tipo no aparece, yo seré su tía, su padre y lo que haga falta. No te voy a dejar caer.

Elena puso su mano sobre su vientre, aún plano. Sintió una conexión eléctrica, un instinto de protección que nunca había experimentado.

—Te voy a cuidar —susurró—. No sé quién es tu padre, pero yo te voy a amar por los dos.


CAPÍTULO 5: El Viacrucis de una Madre Soltera

Pasaron cinco años. Cinco años que envejecieron a Elena más que cualquier década. La vida en la Ciudad de México para una madre soltera sin estudios es una guerra de guerrillas.

Valentina, o “Vale”, como todos la llamaban, creció siendo la luz de la vecindad. Tenía unos ojos grises profundos, inteligentes, que contrastaban con su carita mexicana. Era el vivo retrato de aquel hombre de la Condesa, aunque Elena intentara no pensar en ello.

Elena ya no trabajaba en el Gran Meliá. La despidieron cuando el embarazo empezó a ser evidente y sus náuseas afectaron su rendimiento. Desde entonces, su vida fue una sucesión de trabajos mal pagados: mesera en una fonda, vendedora de catálogos, y finalmente, vendiendo dulces y chicles en los semáforos de las zonas ricas cuando el dinero de verdad faltaba.

Sofi se había mudado al Estado de México tras casarse con un buen hombre, pero seguía mandándole lo que podía. Sin embargo, la mayor parte del tiempo, eran solo Elena y Vale contra el mundo.

Hubo noches en las que Elena cenaba solo agua para que Valentina tuviera un vaso de leche. Noches de fiebre donde el miedo a perderla era más fuerte que el hambre.

—Mamá, ¿por qué yo no tengo papá? —le preguntó Valentina una noche, mientras Elena le cepillaba el cabello.

Elena se detuvo. Sabía que ese día llegaría. Fue al cajón de madera vieja y sacó el collar de oro. La pieza brillaba, intacta, como si el tiempo no pasara por ella.

—Este collar era de tu papá, Vale —le dijo con la voz trémula—. Él no pudo estar con nosotros, pero dejó esto para que supieras que eres especial. Es tu tesoro. Nunca dejes que nadie te lo quite.

Desde ese día, Valentina no se quitó el collar. Para ella, ese trozo de metal era el vínculo con un héroe imaginario que algún día vendría a rescatarlas.


CAPÍTULO 6: La Jaula de Oro de Gabriel

Mientras Elena luchaba por cada peso en la Doctores, al otro lado de la ciudad, en una mansión de Las Lomas de Chapultepec, Gabriel Altamirano vivía en una parálisis emocional.

Había recuperado su empresa, sus millones y su estatus. Era el soltero más codiciado, pero por dentro se sentía como un cascarón vacío. Su relación con Vanessa era un contrato de conveniencia: ella aportaba el linaje social y él el capital. Pero no había pasión, no había verdad.

—Hijo, necesitas un heredero —le decía su padre, don Edmundo, desde su silla de ruedas—. Alguien que lleve el apellido Altamirano con orgullo.

—Vanessa dice que está embarazada, papá —respondió Gabriel, mirando por la ventana hacia el jardín impecable—. Pero no siento nada. Es como si me faltara una pieza del rompecabezas.

Gabriel a menudo recordaba aquella noche de hace cinco años. La traición de su socio lo había llevado al límite, y el recuerdo de una mujer cálida en la oscuridad de aquel reservado lo perseguía como un fantasma. Recordaba haber dejado su collar familiar —un acto de locura o quizás de gratitud desesperada— y algo de dinero. Siempre se preguntó qué habría sido de ella.

—Señor, el Mercedes está listo —anunció Omar, su chofer.

Gabriel suspiró, se ajustó el reloj de cien mil dólares y salió a enfrentar un mundo que le pertenecía, pero en el que ya no se encontraba.


CAPÍTULO 7: El Encuentro Inevitable

El destino tiene un sentido del humor retorcido. Elena cayó en cama con una fiebre tifoidea que la dejó incapacitada. En su delirio, le dio a Valentina los últimos cincuenta pesos y la receta médica.

—Ve a la farmacia de la esquina, mi amor. No hables con nadie. Corre.

Valentina, valiente como su madre, salió a la calle. Pero la farmacia estaba cerrada. Desesperada y llorando, la niña empezó a caminar más allá de su zona segura, terminando cerca de las avenidas principales que conectan la pobreza con el lujo.

Fue ahí donde el Mercedes de Gabriel frenó. Fue ahí donde el oro del collar gritó la verdad bajo el sol de la tarde.

Cuando Gabriel vio a la niña en la banqueta, el tiempo se colapsó. El collar, la “A” gótica, los ojos grises que eran un espejo de los suyos… no hacían falta pruebas de ADN.

—¿Quién te dio esto? —preguntó Gabriel, arrodillado en el suelo, sin importarle que su traje de diseñador se manchara de tierra.

—Mi papá —respondió Valentina, sollozando—. Mi mamá está muy enferma y no tengo dinero para su medicina.

Gabriel sintió que el corazón se le salía del pecho. En ese momento, el hombre de negocios desapareció. Solo quedó un padre que acababa de nacer.

—Llévame con ella —ordenó—. Ahora mismo.


CAPÍTULO 8: El Choque de Mundos y la Elección

Llegar a la vecindad fue un shock para Gabriel. Nunca había estado en un lugar así. Subió las escaleras desvencijadas siguiendo a la niña hasta el pequeño cuarto. Ahí, vio a Elena: pálida, sudorosa, pero aún hermosa con esa belleza digna que solo la lucha otorga.

—¿Tú? —susurró Elena al abrir los ojos y ver al hombre de la foto que guardaba en su mente.

—Soy yo —respondió Gabriel con voz quebrada—. Y no voy a permitir que pases un segundo más en este lugar.

Gabriel se llevó a ambas a su mansión en Las Lomas esa misma noche. Pero la llegada no fue un cuento de hadas. Vanessa ya lo esperaba, furiosa.

—¿Qué es esto, Gabriel? ¿Quiénes son estas muertas de hambre? —gritó Vanessa, mirando con asco a Elena.

—Es mi hija, Vanessa. Y ella es la mujer que la crió sola mientras yo vivía en esta mentira.

—¡Es una estafadora! ¡Solo quiere tu dinero! —Vanessa se lanzó contra Elena para sacarla de la casa a empujones. En el forcejeo, Valentina intentó defender a su mamá, tropezó con una mesa de centro de mármol y cayó, golpeándose la frente.

El grito de la niña detuvo el tiempo. La sangre empezó a correr.

Gabriel empujó a Vanessa con una fuerza que nunca había usado. —¡Lárgate de mi casa! ¡No vuelvas nunca! ¡Se acabó!

Gabriel cargó a Valentina mientras Elena lloraba de angustia. Esa noche, en el hospital, mientras los tres estaban unidos por primera vez, Gabriel tomó una decisión.

—No sé qué pase mañana —dijo Gabriel, tomando la mano de Elena—, pero desde hoy, tú y Valentina son mi única prioridad. Ya no soy el magnate solitario. Soy un hombre que acaba de encontrar su alma.

Elena lo miró, y por primera vez en cinco años, el peso del mundo se sintió un poco más ligero. El collar de oro ya no era un símbolo de una noche perdida, sino el eslabón que finalmente había cerrado el círculo del destino

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