
CAPÍTULO 1: EL GRITO EN EL SILENCIO
El aire en la sala 302 del Tribunal de la Ciudad de México estaba viciado, cargado con el olor a papel viejo, café barato y el miedo tangible de los que esperan una sentencia. Eladio Guerra sentía el peso del trapeador en sus manos, un peso que se había vuelto familiar, casi una extensión de su propio cuerpo tras quince años de anonimato.
A sus 45 años, Eladio se había convertido en un experto en la invisibilidad. Sabía exactamente cómo moverse para no interrumpir las conversaciones de los licenciados que desfilaban con sus trajes de diseñador y sus maletines de piel. Para ellos, él era parte del mobiliario, un objeto que dejaba el piso brillante pero que carecía de voz, de historia y, sobre todo, de intelecto.
Ese lunes, sin embargo, algo en el ambiente era distinto. El juicio contra Adriana de la Mora no era cualquier caso. Se trataba de una mujer que había revolucionado la tecnología en el país, una “chilanga” que había llegado a la cima de Forbes y que ahora estaba siendo acusada de un fraude masivo que olía a podrido desde kilómetros de distancia.
Eladio observaba desde un rincón. Sus ojos, profundos y cansados, no se despegaban de la mesa de la defensa. Adriana estaba sentada ahí, impecable en su traje Armani, pero sus hombros delataban la derrota. Eran las 9:15 de la mañana. Sus seis abogados, los más caros de las Lomas de Chapultepec, no habían llegado. Las sillas a su alrededor permanecían vacías, como un presagio del abandono total.
—Señorita De la Mora —dijo la Jueza Fisk, con una voz fría que resonó en toda la sala—, ¿dónde está su equipo legal?
Adriana se puso de pie, su voz temblando ligeramente, algo que nadie en el mundo de los negocios había visto jamás. —No lo sé, Su Señoría. Estuvieron conmigo ayer. No responden las llamadas. Nadie contesta en el despacho.
Fue entonces cuando la fiscal, una mujer con una sonrisa de cristal llamada Katherine Morris, se levantó con la elegancia de una hiena. —Su Señoría, es evidente que la defensa ha abandonado el caso por falta de argumentos. Solicito una sentencia condenatoria inmediata por rebeldía.
El mazo de la jueza se elevó. En ese instante, los últimos 15 años de la vida de Eladio pasaron frente a sus ojos. Recordó su propia caída, el despacho que le arrebataron, la cara de su esposa Sara antes de morir, y la promesa que se hizo de no dejar que la injusticia volviera a triunfar frente a sus narices.
—¡YO LA VOY A PROTEGER! —gritó Eladio.
El sonido del trapeador golpeando el suelo fue como un disparo. El silencio que siguió fue absoluto. Todos, desde los reporteros hasta la jueza, giraron para ver al hombre del uniforme azul de limpieza.
Eladio soltó el mango de madera y caminó hacia el pasillo central. Ya no caminaba encorvado por el peso del trabajo físico; sus hombros se ensancharon, su barbilla se levantó y, por un momento, el uniforme de mantenimiento pareció convertirse en la toga de un magistrado.
CAPÍTULO 2: EL FANTASMA DE REFORMA
—¿Quién es usted y qué cree que está haciendo? —preguntó la jueza, ajustándose los lentes, claramente ofendida.
—Mi nombre es Eladio Guerra, Su Señoría —respondió él, su voz llenando la sala con una autoridad que dejó mudos a los presentes—. Y deseo representar a la acusada en este juicio.
Una carcajada burlona brotó de la mesa de la fiscalía. —¿El de la limpieza quiere jugar a ser abogado? —se mofó Morris—. Regrese a sus baños, señor. Aquí hablamos de leyes, no de cloro.
Eladio no se inmutó. Metió la mano en su vieja y gastada cartera de cuero, la misma que usaba desde hacía casi dos décadas, y sacó una credencial plastificada, un poco amarillenta pero intacta. Se acercó al estrado y la puso sobre el escritorio de la jueza.
—Fui miembro de la Barra de Abogados de México por 18 años. Mi licencia sigue vigente, Su Señoría. Revísela.
La jueza tomó la tarjeta. Sus ojos se abrieron de par en par. Miró a Eladio, luego la tarjeta, y luego otra vez a Eladio. El nombre de Eladio Guerra no era desconocido para los que tenían memoria en el sistema judicial. Era el nombre del hombre que casi tumba a una de las petroleras más grandes del país antes de ser inhabilitado bajo cargos falsos de corrupción.
—Señor Guerra… —la voz de la jueza perdió su filo—. Han pasado quince años. ¿Cree que todavía es competente para llevar un caso de esta magnitud?
—Su Señoría, la justicia no tiene fecha de caducidad. Conozco los procedimientos, conozco la ley, y lo más importante: sé identificar una trampa cuando la tengo enfrente —Eladio giró hacia Adriana, quien lo miraba como si estuviera viendo a un fantasma—. ¿Acepta que la represente, señorita De la Mora?
Adriana, que había pasado meses rodeada de tiburones que solo querían su dinero, vio algo en los ojos de ese hombre que no había visto en mucho tiempo: honestidad pura. Una sinceridad que no se compra con 6,000 pesos la hora.
—Sí, Su Señoría —dijo ella con firmeza—. Acepto al Licenciado Eladio Guerra como mi defensor.
El murmullo en la sala se convirtió en un caos. Los periodistas escribían frenéticamente en sus laptops: “¡De intendente a defensor! El regreso de Eladio Guerra”.
La jueza golpeó el mazo tres veces. —Tienen 15 minutos para conferenciar. No toleraré más retrasos.
Eladio se acercó a la mesa de la defensa. Por primera vez en quince años, estaba del lado correcto de la barandilla. Cuando se sentó frente a Adriana, ella se inclinó y le susurró: —¿Por qué hace esto? Ni siquiera me conoce.
—Porque he pasado quince años limpiando la suciedad de este lugar, Adriana —respondió él en voz baja—. Y ya es hora de que alguien empiece a limpiar la suciedad de verdad. Hay algo muy raro aquí. Que tus abogados no llegaran no es coincidencia. Es una ejecución orquestada.
CAPÍTULO 3: EL PESO DE LA VERDAD EN UN CAFÉ DE CHINO
Los quince minutos de receso fueron los más intensos en la vida de Adriana. En esa pequeña sala privada, rodeada de muebles de oficina viejos y el zumbido de un ventilador cansado, escuchó a Eladio desmenuzar el caso con una precisión quirúrgica.
Adriana le explicó su tecnología: un procesador cuántico capaz de funcionar a temperatura ambiente. En un país como México, donde la energía es cara y el acceso a la alta tecnología es limitado, esto era el “Santo Grial”. Era la llave para que México dejara de depender de las potencias extranjeras.
—Me acusan de habérselo robado a “Nexus Innovations” —explicó ella, con la voz entrecortada—. Pero Nexus ni siquiera existía cuando yo ya tenía los primeros prototipos en mi departamento de la colonia Roma, viviendo a base de sopas instantáneas y café recalentado.
Eladio escuchaba sin tomar notas. No lo necesitaba. Su mente, entrenada en los años dorados de su carrera, absorbía cada detalle, cada pausa, cada duda en la voz de Adriana. Sabía que ella no mentía. Un mentiroso se enfoca en las cifras; alguien que dice la verdad se enfoca en el proceso, en el sacrificio.
—Tus abogados no omitieron estas pruebas por error, Adriana —dijo Eladio, cerrando la carpeta que ella le había entregado—. Te estaban saboteando. Alguien les pagó para que perdieras este juicio.
—Pero, ¿quién tendría tanto poder?
—Alguien a quien tu tecnología le quita el sueño. O mejor dicho, alguien a quien tu tecnología le quita los miles de millones que gana con el petróleo y el carbón.
El juicio se reanudó. Eladio se puso de pie frente al jurado. Su traje no era de marca; era un traje que había comprado esa misma noche en una tienda de saldos en el centro, gastando los últimos pesos que tenía para la renta de su hija. Pero cuando empezó a hablar, el traje dejó de importar.
—Damas y caballeros del jurado —comenzó Eladio, su voz resonando con una fuerza que hizo que los presentes se enderezaran—. Mi nombre es Eladio Guerra. Hace una hora, yo estaba ahí atrás, trapeando el pasillo por donde ustedes caminaron para entrar aquí. No tengo un despacho en las Lomas, ni un equipo de asistentes con iPads. Lo único que tengo es la verdad.
El jurado lo miraba con una mezcla de curiosidad y respeto. Eladio les habló de cómo la justicia en México se había convertido en un artículo de lujo, algo que solo los que podían pagar abogados de seis cifras podían obtener.
—Pero hoy —continuó, señalando a Adriana—, van a ver que la verdad no se puede ocultar bajo una capa de cera o un traje caro. Adriana de la Mora no robó nada. Ella creó algo que puede cambiar el futuro de nuestro país, y por eso, los que no quieren que nada cambie, la quieren destruir.
CAPÍTULO 4: LA ALIADA INESPERADA
Esa noche, tras una jornada agotadora donde Eladio logró poner en duda al primer testigo de la fiscalía —un analista técnico que claramente no sabía de lo que hablaba—, Eladio se reunió con la única persona en la que confiaba plenamente: su hija Mia.
Se vieron en una taquería cerca de la estación del metro Tacubaya. Mia llegó con su laptop bajo el brazo, su cara reflejando una mezcla de orgullo y preocupación.
—Papá, lo que encontré es enorme —dijo ella, abriendo una serie de carpetas digitales—. Nexus Innovations es una empresa fantasma. El rastro de dinero viene de una serie de empresas en las Islas Caimán, pero el dueño final es “Energía del Norte”.
Eladio sintió un golpe en el estómago. Energía del Norte. La misma empresa que lo había destruido a él hacía quince años. La misma empresa que controlaba gran parte de la red eléctrica y los contratos petroleros del país.
—Es una venganza, papá —susurró Mia—. No solo contra ella, sino que si tú ganas este caso, los vas a exponer a ellos.
—Entonces no tenemos opción, hija. Tenemos que ir por todo.
—Hay algo más —Mia bajó la voz—. He estado rastreando los correos de los abogados que abandonaron a Adriana. Recibieron transferencias millonarias desde una cuenta vinculada al CEO de Nexus el mismo día que inició el juicio. Es el soborno más descarado que he visto.
De repente, un hombre con gorra y sudadera oscura se detuvo frente a su mesa. Eladio, instintivamente, puso su brazo frente a su hija. El hombre dejó un sobre amarillo sobre la mesa y se alejó rápidamente hacia la oscuridad de la calle.
Dentro del sobre había una foto de Eladio entrando a su departamento en Iztapalapa, y una nota escrita con recortes de periódico: “A veces, el que mucho limpia, se termina ensuciando. Deja el caso o tu hija no llegará a su graduación”.
Eladio apretó el papel hasta que sus nudillos se pusieron blancos. Miró a Mia, quien estaba pálida.
—Papá, tengo miedo —dijo ella.
—Yo también, mi vida —respondió Eladio, mirándola a los ojos—. Pero si nos detenemos ahora, ellos ganan. Y ya les dejamos ganar una vez. Esta vez no.
CAPÍTULO 5: EL TRAJE DE 200 PESOS Y EL TESTIGO DE CRISTAL
La mañana del segundo día de juicio, el ambiente en el tribunal era eléctrico. La noticia del “barrendero que resultó ser un tiburón de las leyes” ya estaba en todos los noticieros matutinos. Afuera, en las escalinatas, había más cámaras que en una alfombra roja de los Premios Ariel.
Eladio llegó temprano. No vestía su uniforme azul de intendente, pero tampoco traía un traje de marca. Llevaba un saco gris que había rescatado de una paca en el tianguis la noche anterior y una camisa blanca que él mismo había almidonado en su pequeña tabla de planchar en Iztapalapa. Sus zapatos, aunque viejos, brillaban tanto que podías ver tu reflejo en ellos. Eladio sabía que en este mundo, como te ven te tratan, pero como hablas, te respetan.
—¿Está listo, Licenciado? —le preguntó Adriana al verlo entrar. Ella se veía radiante, pero sus ojos delataban que no había pegado el ojo en toda la noche.
—Nací listo para esto, Adriana. Hoy vamos a hacer que el sistema trabaje para nosotros y no para ellos —respondió Eladio con una calma que infundía terror en sus oponentes.
La fiscalía llamó a su testigo estrella: el Dr. Braulio Méndez, un científico de renombre internacional que juraba por su vida que Adriana le había robado los algoritmos de su procesador cuántico. Méndez se sentó en el estrado con una arrogancia que se sentía a kilómetros.
—Doctor Méndez —comenzó Katherine Morris, la fiscal—, ¿podría decirle al jurado cuándo terminó usted de desarrollar el algoritmo principal que la acusada supuestamente le robó?
—Fue entre enero y marzo de 2021 —respondió el doctor, ajustándose sus lentes de oro—, en los laboratorios de Nexus Innovations.
Eladio se levantó lentamente. No llevaba hojas, no llevaba tablet. Solo llevaba la verdad en la punta de la lengua. Se acercó al estrado, caminando con esa elegancia natural de quien ha recorrido los pasillos del poder y los de la necesidad.
—Doctor Méndez, qué gusto saludarlo —dijo Eladio con una sonrisa casi paternal—. Usted dice que trabajó en ese algoritmo de enero a marzo de 2021, ¿es correcto?
—Absolutamente.
Eladio sacó un pequeño folder de su maletín de lona. —Qué extraño. Porque aquí tengo el registro de altas del Seguro Social de Nexus Innovations. Y según este documento oficial, usted fue dado de alta en la empresa hasta el 21 de abril de 2021.
El silencio en la sala fue absoluto. El doctor Méndez empezó a sudar.
—¿Cómo explica usted, doctor, que terminó un algoritmo en marzo para una empresa en la que todavía no trabajaba? ¿Acaso tiene una máquina del tiempo además de ser científico?
—Yo… bueno… trabajé como consultor externo… —balbuceó el doctor, cuya cara ya no era de arrogancia, sino de pánico.
—No mienta, doctor. Mentir ante un juez es un delito grave. ¿O prefiere que hablemos de los 5 millones de pesos que entraron a su cuenta personal desde una subsidiaria de “Energía del Norte” hace apenas dos semanas?
La fiscal Morris saltó de su silla como si tuviera un resorte. —¡Objeción! ¡Eso es impertinente!
—¡Es relevante porque es un soborno, Su Señoría! —rugió Eladio, su voz retumbando en las paredes del juzgado—. ¡Este hombre no es un testigo, es un mercenario pagado para hundir a una mujer inocente!
El mazo de la jueza golpeó la mesa. Adriana miraba a Eladio con una mezcla de adoración y asombro. El hombre que ayer le sacaba brillo al mármol, hoy estaba haciendo pedazos al sistema corrupto frente a sus ojos.
CAPÍTULO 6: EL REFUGIO DE CRISTAL EN VALLE DE BRAVO
Tras la humillación del doctor Méndez, las amenazas pasaron de notas en papel a acciones directas. Esa tarde, al salir del juzgado, un auto negro intentó cerrarle el paso a la camioneta de Adriana. Gracias a los reflejos del chofer, lograron escapar, pero quedó claro que ya no estaban seguros en la ciudad.
—Tienes que venir conmigo, Eladio. Tú y tu hija —dijo Adriana mientras los escoltas la rodeaban—. Mi casa en Valle de Bravo es una fortaleza. Tengo seguridad privada las 24 horas. Si se quedan en su departamento, no van a pasar de esta noche.
Eladio dudó. Él siempre había sido un hombre orgulloso, alguien que no aceptaba favores. Pero al ver la cara de su hija Mia, el miedo por ella pudo más que su orgullo.
Llegaron a la propiedad de Adriana al anochecer. Era una mansión espectacular rodeada de bosques, con muros altos y cámaras en cada rincón. Para Eladio, que vivía en un cuarto donde apenas cabía su cama, aquello se sentía como otro planeta.
Esa noche, mientras Mia dormía por fin tranquila, Eladio y Adriana se quedaron en la terraza, viendo el reflejo de la luna sobre el lago.
—Gracias, Eladio —dijo ella, acercándosele. El aroma de su perfume, caro y sofisticado, se mezclaba con el olor a pino—. No solo por lo de hoy, sino por creer en mí cuando ni yo misma lo hacía.
—Adriana, yo sé lo que es que te quiten todo por una mentira. Me tomó quince años volver a tener una voz. No iba a dejar que te hicieran lo mismo.
Se miraron por un largo momento. La distancia entre el barrendero y la multimillonaria se desvanecía. En ese rincón de México, solo eran dos almas heridas luchando contra gigantes. Ella tomó su mano, una mano marcada por el trabajo duro, y la apretó con fuerza.
—Prométeme que no nos vamos a rendir —susurró ella.
—Te lo prometo por la memoria de mi esposa —respondió él.
Pero la paz duró poco. A las 2:00 de la mañana, las alarmas de la mansión empezaron a aullar. En las pantallas de seguridad, se veían sombras moviéndose entre los árboles. No eran rateros comunes; eran profesionales, tipos con equipo táctico y armas largas que no venían a robar cuadros, venían por el teléfono de Eladio y el silencio de Adriana.
Maddox, el jefe de seguridad de Adriana, entró corriendo. —¡Al búnker! ¡Ya! ¡Son demasiados!
CAPÍTULO 7: LA HORA DEL JUICIO FINAL
El “cuarto de pánico” era una habitación blindada bajo la biblioteca. Eladio, Adriana y Mia se encerraron mientras escuchaban el eco de los disparos y los gritos afuera. Eladio abrazaba a su hija, sintiendo que la historia se repetía. Pero esta vez, él tenía un as bajo la manga.
—Mia, el teléfono de Vance… ¿lograste desbloquearlo? —preguntó Eladio.
—Sí, papá —dijo ella, con las manos temblorosas pero la mente lúcida—. Logré recuperar los mensajes borrados. No solo son los sobornos a los abogados de Adriana, hay grabaciones de llamadas con el Secretario de Energía. Estaban planeando sabotear toda la red eléctrica para culpar a la tecnología de Adriana y forzar una ley que les diera el monopolio por 50 años.
—Es una traición a la patria —susurró Adriana, horrorizada.
De pronto, un golpe seco sacudió la puerta blindada. Estaban intentando usar explosivos. Eladio sabía que el tiempo se acababa. Tomó el teléfono y, usando la conexión satelital del búnker, empezó a transmitir en vivo a través de todas las redes sociales que Mia había preparado.
—México, escuchen —dijo Eladio a la cámara del celular—. Mi nombre es Eladio Guerra. Me conocen como el barrendero del tribunal, pero hoy soy el testigo de la verdad. Lo que van a escuchar a continuación es cómo los dueños de la energía en este país están dispuestos a matar para que ustedes sigan pagando recibos caros…
La transmisión se volvió viral en segundos. Millones de mexicanos empezaron a compartir el video. El escándalo era tan grande que ni el gobierno ni la policía podían seguir ignorándolo.
Cuando los atacantes estaban a punto de reventar la puerta, el sonido de helicópteros de la Marina llenó el aire. El escándalo mediático había obligado a las autoridades a intervenir. Los mercenarios huyeron hacia el bosque, pero el daño ya estaba hecho. La verdad ya estaba en las manos de todo el país.
CAPÍTULO 8: UN NUEVO AMANECER EN REFORMA
Dos meses después, la Ciudad de México se veía distinta desde el piso 25 de un edificio inteligente en Paseo de la Reforma. El juicio había terminado con la detención de Gregory Vance, el CEO de Nexus, y de varios altos funcionarios que ahora esperaban sentencia en el Reclusorio Norte.
Adriana de la Mora no solo había recuperado su empresa, sino que se había convertido en un símbolo de resiliencia. Pero lo más importante no eran sus acciones en la bolsa, sino el letrero que colgaba en la puerta de la oficina de al lado: “GUERRA & ASOCIADOS: Defensoría del Pueblo”.
Eladio estaba ahí, vistiendo un traje hecho a la medida, pero conservando la misma humildad con la que empujaba su carrito de limpieza. Mia, ahora inscrita en la mejor facultad de leyes y trabajando como su jefa de investigación digital, entró con una pila de expedientes.
—Papá, tenemos diez casos nuevos hoy. Gente que fue despojada de sus tierras por constructoras, madres que no reciben pensión… todos vienen buscando al “Abogado del Pueblo”.
Eladio sonrió y besó la frente de su hija. —Diles que pasen, Mia. Aquí nadie es invisible.
Adriana entró en la oficina con una botella de tequila de edición especial. —Creo que es hora de brindar, Licenciado.
Se quedaron solos en la oficina, viendo el atardecer caer sobre el Ángel de la Independencia. El caos de la ciudad seguía allá abajo, pero por primera vez en quince años, Eladio se sentía en paz.
—Sabes que la gente sigue hablando, ¿verdad? —dijo Adriana con una sonrisa pícara—. Dicen que la multimillonaria se enamoró del hombre que le limpiaba el piso.
—Pues diles que tienen razón —respondió Eladio, tomándola por la cintura—. Porque ese hombre aprendió que para ver la suciedad del mundo, a veces hay que estar de rodillas tallando el suelo. Y tú aprendiste que la verdadera riqueza no está en el banco, sino en tener a alguien que dé la cara por ti cuando el resto te da la espalda.
Se besaron con la intensidad de dos personas que habían sobrevivido a un naufragio. Eladio Guerra ya no era un fantasma. Era un hombre que había demostrado que en México, aunque la justicia a veces tarda y se llena de polvo, siempre hay alguien dispuesto a pasar el trapeador, limpiar la mugre y hacer que la verdad brille más que el sol.
Porque al final, no importa el uniforme que uses, sino el tamaño del corazón con el que defiendes lo que es justo.