Parte 1
Capítulo 1: La piedra en mi garganta
El muro era lo único que no me pedía nada. No pedía pan, ni medicinas, ni milagros. Era solo yeso frío y desmoronado, con olor a tierra mojada y a las oraciones antiguas de quienes habían vivido en este cuarto antes que nosotros. Presioné mi frente contra él, sintiendo la aspereza de la cal contra mi piel, y por un momento, deseé convertirme en piedra. Si fuera de piedra, no sentiría el calor rítmico y ardiente de la fiebre de Mateo a través de mi camisa.
Soy Elena. En los registros de la ciudad, soy un número. En las calles de la Ciudad de México, soy una sombra con una escoba. Pero en esta habitación, bajo el peso sofocante de un techo de lámina que gemía bajo el sol del mediodía, yo era el pilar que sostenía un cielo a punto de colapsar.
En mi espalda, Mateo se movió. Tenía catorce meses, pero se sentía tan ligero como una hoja de maíz seca. El rebozo, hecho de trapos remendados, estaba tan apretado contra mi pecho que podía sentir sus latidos imitando los míos, un ritmo frenético y entrecortado como el de un pájaro atrapado en una jaula. Ya no lloraba. Eso era lo que me aterraba. El silencio en un niño es el sonido de una vela que se queda sin cera.
—Elena… —La voz venía de la cama. Era una voz que sonaba como papel de lija sobre madera. No me volví. No podía. Si lo hacía, tendría que mirar a mi madre, Clara, y si la miraba, tendría que reconocer que la mujer que alguna vez cargó cántaros de agua en cada hombro se estaba desapareciendo en el colchón.
—Te escucho, mamá —susurré al muro.
—No escuchas con el alma. Escuchas con el miedo —dijo ella. Sentí el roce de las sábanas—. Mírame, hija.
Cerré los ojos, tomé un trago del aire estancado y me giré. La habitación estaba bañada por una luz ámbar enfermiza. En el alféizar había un vaso de agua medio vacío y una pequeña maceta de barro con un malvón agonizante. Mi madre yacía allí, con el cabello como un halo de hilos de plata y la piel del color de la arcilla seca.
Entonces dijo las palabras que se sintieron como un desafío a la gravedad misma de nuestra pobreza, en ese francés que aprendió de las monjas hace décadas:
—J’ai besoin de ton OUI maintenant. ¿Crees que Dios puede cambiar tu situación?
Miré la escoba en la esquina. Ese era mi cetro de miseria. Pasaba doce horas al día barriendo los pisos de mármol de los ricos en Las Lomas, recogiendo su polvo y sus migajas. Conocía el precio de la penicilina y el de un ataúd. Sabía que Dios rara vez visitaba las colonias donde no llegaba el correo.
—Mamá —dije con la voz quebrada—, Dios está ocupado mirando las estrellas. No está mirando los agujeros de mis zapatos.
Capítulo 2: El peso del rebozo
El silencio que siguió fue más pesado que el calor. Miré mis pies. Llevaba un par de mocasines azules que encontré en un basurero hace tres meses. Me quedaban dos tallas grandes, rellenos con papel periódico para que no se me salieran. Eran del color de un cielo despejado, una ironía cruel dado que mis pies siempre estaban hundidos en el lodo.
Caminé hacia la ventana. Abajo, la calle era una cacofonía de vida tratando de sobrevivir a su propia extinción. Un perro callejero cojeaba junto a una pila de basura quemada. Un vendedor gritaba sobre tamales calientitos. El olor a diesel se mezclaba con el aroma a manteca frita.
—Mira a Mateo —susurró mi madre.
Estiré la mano hacia atrás y toqué su manita pequeña y pegajosa.
—Se está muriendo, mamá. Esa es la situación. La fe no compra antibióticos. La fe no arregla el agujero en el techo que deja que la lluvia nos ahogue cada agosto.
—La fe no es una moneda, Elena —replicó ella. Sus ojos, hundidos y oscuros, de repente brillaron con una lucidez aterradora—. La fe es una invitación. Estás parada en la puerta, manteniéndola cerrada con ambas manos porque tienes miedo al viento. Pero el viento es lo que limpiará el humo de esta habitación.
Sentí una oleada de rabia. Era la rabia de los cansados, la furia legítima de una mujer que había hecho todo bien y aun así terminó sin nada. Había trabajado hasta que mis uñas sangraron. Me había saltado comidas para que Mateo tuviera unas gotas de leche. Había rezado hasta que mis rodillas quedaron moradas.
—¡He dicho “sí” mil veces! —grité, y el sonido asustó a un cuervo en el alféizar—. ¡Dije que sí cuando acepté limpiar baños! ¡Dije que sí cuando el doctor me dijo que no podía ayudarme sin un depósito! ¡He sido una mujer de “sí” toda mi vida!
—No —dijo Clara suavemente—. Le dijiste “sí” al mundo. Yo te pido que le digas “sí” al Imposible.
Miré el zapato azul en el suelo, cerca de la cama. Parecía un bote solitario en un vasto mar de madera. Mi vida era ese zapato. Perdido, disparejo y vacío.
Parte 2
Capítulo 3: La anatomía de un milagro
¿Cómo describe un novelista la ruptura de un corazón? No es un chasquido limpio. Es un chirrido lento, como placas tectónicas moviéndose bajo una montaña.
Me apoyé contra el marco de la ventana. El vaso de agua en el alféizar atrapó un rayo de luz perdido. Por una fracción de segundo, el agua no parecía agua; parecía plata líquida. El malvón, a pesar de sus hojas marchitas, sostenía un solo capullo rojo diminuto que se negaba a caer.
Pensé en México. Mi país. Una tierra donde construimos altares para los muertos y bailamos con esqueletos. Somos un pueblo del “entre-medio”. Vivimos entre las ruinas antiguas de imperios y los rascacielos de cristal del futuro. Sabemos que el velo entre lo que se ve y lo que no se ve es tan delgado como el ala de una polilla.
Sentí el pecho de Mateo expandirse contra mi espalda. Tomó un respiro largo y estremecedor. Sonó como el viento a través de un cañón.
Algo cambió en mí. No fue un estallido repentino de alegría; fue una rendición total y aplastante. Me di cuenta de que mi “fuerza” —esa dureza que usaba para sobrevivir— era en realidad mi prisión. Estaba tratando de controlar una tormenta con un abanico de papel.
Me volví hacia mi madre. Ella me observaba, con el aliento entrecortado, esperando. No era solo mi madre en ese momento; era la voz de cada ancestro que había sobrevivido a la hambruna, la guerra y la peste.
—Si lo digo —susurré—, y nada cambia… si muere esta noche… no volveré a hablar nunca más.
—Si no lo dices —respondió ella—, ya se ha ido. Dale a Dios el permiso de ser Dios.
Cerré los ojos. No imaginé una iglesia ni un sacerdote. Imaginé la luz en ese vaso de agua. Imaginé el capullo rojo en la planta moribunda. Imaginé un mundo donde una madre no tuviera que apoyarse contra una pared para no caerse.
—Sí —dije.
La palabra se sintió como una piedra saliendo de mi garganta.
—Sí —dije más fuerte. Abrí los ojos. Caminé hacia el centro de la habitación, cerca de los pies de la cama de mi madre. Solté la pared. Me mantuve de pie sin apoyo, con el peso de mi hijo, mi madre y mi pobreza descansando sobre mis hombros. —Creo. No entiendo, no veo el camino, y estoy aterrada… pero SÍ. Cámbialo. Cámbiame
Capítulo 4: El aroma del jazmín
El aire en la habitación no solo cambió; se transfiguró. El olor a polvo acumulado, a medicina barata y a enfermedad fue reemplazado súbitamente por algo agudo, fresco y dulce: el aroma del jazmín de noche. Era imposible. No había jardines en kilómetros a la redonda, solo asfalto, basura y la persistente bruma de la contaminación de la ciudad. Pero allí estaba, inundando mis pulmones, limpiando el rincón más oscuro de mi miedo.
Mateo comenzó a toser. Entré en pánico por un segundo, mis manos temblorosas buscaron desesperadamente desatar el nudo del rebozo. Pensé que era el final, que sus pulmones estaban rindiéndose. Pero la mano de mi madre —con una fuerza que no había mostrado en meses— se extendió y me sujetó la muñeca con firmeza.
—Espera —jadeó ella, con los ojos fijos en el niño.
Mateo tosió de nuevo, un sonido profundo, como si estuviera despejando un camino obstruido. Y entonces, soltó un grito. No era ese quejido débil y lastimero de la última semana que me partía el alma. Era un llanto agudo, exigente, vibrante. Era el sonido de la vida reclamando sus derechos, el grito de quien no piensa irse a ninguna parte.
Lo saqué del rebozo con movimientos torpes y lo sostuve frente a mí. Sus ojos estaban abiertos, claros, sin esa película vidriosa y opaca que me decía que se estaba yendo. Me miró, y por primera vez en un mes, estiró una manita regordeta y me apretó la nariz con curiosidad.
Toqué su frente. Estaba fresca. La fiebre, esa bestia que lo estaba devorando por dentro, se había evaporado como el rocío ante el sol.
Caí de rodillas, abrazándolo contra mi pecho, sollozando sobre su cabello que ahora, milagrosamente, olía a pasto calentado por el sol.
—Está fresco, mamá. La fiebre… se fue. Se fue de verdad.
Clara se dejó caer sobre su almohada. Parecía exhausta, como si hubiera corrido un maratón, pero la sombra grisácea que habitaba en sus mejillas se había retirado. Una paz profunda emanaba de ella.
—La situación no ha cambiado, Elena —me dijo con voz suave pero firme—. Seguimos sin dinero. El techo sigue goteando. Pero tú… tú ya no te estás apoyando en el muro. El milagro no es solo que el niño esté sano; el milagro es que ahora eres libre para caminar.
Capítulo 5: El mensajero en la puerta
El “milagro” de nuestra supervivencia material no llegó en un carruaje de lujo, ni cayó del cielo en una bolsa de oro. Llegó tres horas después, cuando el sol empezaba a ceder ante la tarde, en forma de un golpe seco y rítmico en nuestra puerta de madera astillada.
Era el licenciado Diego. Un hombre para quien yo había trabajado hacía un año, limpiando su despacho jurídico hasta que cambió sus oficinas a un edificio inteligente en Santa Fe y perdimos el contacto. Se veía completamente fuera de lugar en nuestro pasillo oscuro y estrecho; su traje de corte impecable desprendía un aroma a madera de cedro y aire acondicionado que contrastaba con la humildad del edificio.
—Elena —dijo, ajustándose los lentes, pareciendo genuinamente sorprendido de haberme encontrado—. Te he estado buscando por toda la colonia. Fui a tu dirección anterior, luego pregunté en el mercado… Parecía que la tierra te había tragado.
Me quedé helada, con Mateo aún en mis brazos, ahora balbuceando suavemente.
—Mi hermana… —continuó Diego, sin esperar a que yo hablara— acaba de comprar una hacienda enorme cerca de Chiapas, en la selva. Necesita a alguien de absoluta confianza. No quiere a alguien que solo limpie; quiere a una administradora, alguien que sepa cómo se lleva una casa de verdad y que no le tenga miedo al trabajo duro. El puesto incluye una casa para el personal, escuela para los niños del lugar y… bueno, ella está buscando desesperadamente una cocinera que conozca los sabores de antes. Me acordé de los tamales que tu madre me llevaba a la oficina.
Miré mi vieja escoba de mijo, apoyada en la esquina. Miré mis mocasines azules, los que me quedaban grandes y que ahora parecían listos para recorrer kilómetros.
—¿Cuándo empezamos? —pregunté, sintiendo que el nudo en mi garganta finalmente se disolvía.
—El camión sale mañana mismo —dijo él, con una sonrisa pequeña. Sacó un sobre de su bolsillo interior y me lo extendió—. Es un adelanto de tu primer mes. Para los gastos de la mudanza. Y para que le compres algo de comer a ese guerrero que tienes ahí.
Cuando se fue, miré el sobre. Había suficiente para pagarle al doctor que nos negó la entrada, para saldar la deuda con el tendero y para comprar tres boletos hacia una vida nueva.
Capítulo 6: El umbral de la esperanza
Esa noche no dormimos. Pasamos las horas empacando nuestra vida en tres maletas viejas y un par de cajas de cartón. Curiosamente, no sentía cansancio. Sentía una energía eléctrica recorriendo mis venas, la misma que sentí cuando dije aquel “SÍ” frente al muro.
Fui a la ventana una última vez. El sol se estaba poniendo sobre la Ciudad de México, tiñendo el smog de un color oro y violeta que la hacía parecer una ciudad de ensueño, y no la jungla de asfalto que casi nos devora. Entendí entonces que el muro no había estado ahí para sostenerme en mi caída. Había estado ahí para que yo tuviera algo desde donde impulsarme hacia adelante.
Soy una narradora del alma mexicana. Sé que muchos leerán esto y verán solo una serie de coincidencias afortunadas. Dirán que la fiebre bajó por un proceso biológico natural y que la visita del abogado fue solo una cuestión de tiempo. Pero yo sé la verdad. Las coincidencias son el lenguaje que usa el destino cuando quiere pasar desapercibido.
En la tierra del “entre-medio”, donde la vida y la muerte se dan la mano cada 2 de noviembre, sabemos que un “Sí” es la palabra más poderosa de cualquier idioma. Es el sonido de un alma que finalmente decide volar, incluso cuando sus alas están hechas de harapos y remiendos.
Me puse el zapato azul que estaba tirado en el suelo. Todavía no me quedaba perfecto, todavía bailaba un poco en mi pie, pero por primera vez en años, sabía exactamente hacia dónde me dirigía.
Capítulo 7: El viaje hacia la luz
Al alba, el camión de mudanzas de la empresa de Diego se estacionó frente a la vecindad. El aire de la mañana en la Ciudad de México era frío y picante, pero yo no sentía el calosfrío de antes. Ayudé a mi madre a bajar las escaleras; caminaba lento, pero sus ojos tenían un brillo que yo creía perdido para siempre. Mateo iba envuelto en una manta limpia, observando el mundo con una curiosidad renovada.
Mientras el camión avanzaba por las avenidas vacías de la capital, dejando atrás las torres de cristal y las zonas de lujo donde yo solía ser invisible, sentí que me despojaba de una piel vieja. Atravesamos los volcanes, el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, que se alzaban como guardianes blancos vigilando nuestra salida.
—Mira, Mateo —le dije, señalando las montañas—. Ese es el mundo que te estaba esperando.
Mi madre tomó mi mano. Sus dedos estaban calientes.
—Elena, nunca olvides el olor del jazmín —me susurró—. El mundo intentará convencerte de que lo que vivimos ayer fue un sueño o un golpe de suerte. Pero tú sabes que fue la respuesta. El universo no ignora el clamor de quien se atreve a soltar la pared.
Llegamos a Chiapas tres días después. El verde era tan intenso que dolía a los ojos. El aire olía a tierra fértil, a lluvia reciente y a café. La hacienda era un lugar de techos altos y pasillos largos, donde el viento soplaba con libertad. Ya no había láminas que crujieran con el calor, sino tejas rojas que cantaban con el agua.
Capítulo 8: La dueña de mi destino
Han pasado cinco años desde que dejé aquella habitación en la Ciudad de México. Hoy, ya no limpio los pisos de otros con la cabeza baja. Administro esta hacienda con la firmeza de quien conoce el valor de cada grano de café y la ternura de quien sabe lo que es pasar hambre.
Mateo corre por los cafetales. Es un niño fuerte, moreno por el sol, con una risa que espanta a los pájaros de las ramas. Mi madre, Clara, tiene un pequeño jardín de hierbas medicinales y, por supuesto, un arbusto de jazmín que florece cada noche junto a su ventana.
A veces, cuando el trabajo se vuelve pesado o cuando los problemas de la vida diaria intentan agobiarme, vuelvo a pensar en aquel zapato azul y en la pared de yeso frío. Me recuerdo a mí misma que la pobreza más grande no es la falta de dinero, sino la falta de fe en que el mañana puede ser distinto.
Soy Elena, y mi historia no es solo mía. Es la historia de miles de mujeres en México que se levantan cada día con el peso del mundo en sus hombros. A ellas les digo: no se apoyen en el muro del miedo. Suelten la pared. Digan que sí al milagro, aunque les tiemble la voz.
Porque cuando te atreves a decir “Sí” a lo imposible, el cielo no tiene más remedio que abrirse y dejar pasar la luz. Y esa luz, créanme, es lo suficientemente fuerte como para convertir los harapos en alas y los desiertos en jardines.
