
PARTE 1: EL DEUDA DE SANGRE
CAPÍTULO 1: El Crujido de las Costillas y la Mirada de un Predador (1050 palabras)
Mi nombre es Elena Solís. Treinta y pocos, médico de urgencias en el Hospital de la Fe, en el poniente de la Ciudad de México. Y sí, mi vida era un cliché, el de la doctora que salva vidas ajenas pero no tiene tiempo para salvar la suya. Mi historial de citas fallidas era más largo que mi lista de pacientes en la guardia de viernes.
Esa noche era la tercera cita de Tinder (o Bumble, francamente ya ni recuerdo) del mes. El mismo libreto: la mesa en un restaurante de moda en Polanco, la comida pretenciosa que nadie disfruta, y el hombre mediocre. Hoy le tocaba a Ricardo. Ricardo, con su camisa de lino abierta y su pulsera de cuencas, me hablaba de su “portafolio de cripto” mientras yo empujaba la pasta de un lado a otro en mi plato. Me preguntaba por qué me sometía a esto. Citas vacías, hombres que prometían más en el chat que en persona, conversaciones que iban a ninguna parte. Yo era la Doctora Solís, salvaba vidas. Pero era incapaz de salvar mi vida amorosa de este ciclo de aburrimiento predecible.
Estaba a punto de fingir una llamada de emergencia del hospital –el viejo truco de la “alerta roja”– cuando la realidad, de repente, se puso mucho más interesante que mis mentiras. Un mesero, con el rostro más pálido que la tela de la servilleta, llegó a nuestra mesa, respirando con dificultad. Sus ojos estaban inyectados de pánico.
“¿Hay un doctor aquí? ¡Por favor, necesitamos ayuda, ahora mismo!”
Me levanté de inmediato. El instinto profesional se activó antes de que mi cerebro registrara la situación. Ricardo, mi cita, solo parecía molesto, como si yo estuviera interrumpiendo la parte más emocionante de su relato sobre los NFTs.
“Soy doctora”, dije, con voz clara. “Dígame dónde.”
Seguí al mesero a través de los salones elegantemente iluminados, hasta llegar a una puerta discreta que daba a un comedor privado. Al cruzar el umbral, entré en una escena que no solo me sacaría de mi cita aburrida, sino que cambiaría el rumbo de mi existencia para siempre.
El salón privado era un caos contenido. En el centro, sobre el frío piso de mármol pulido, yacía desplomada una mujer anciana, tal vez de unos ochenta años. Sus labios eran de un azul violáceo, su cuerpo inmóvil.
Dos hombres de trajes italianos y relojes que valían mi sueldo anual estaban de pie, congelados, con sus teléfonos en la mano, inútiles.
Y a la cabeza de la larga mesa de caoba… estaba él.
Mi mirada se clavó en él. El hombre. Traje oscuro, impecable, que parecía hecho de la noche misma. Ojos oscuros, profundos, que no reflejaban miedo, sino una furia absoluta, inminente. Su rostro, tallado como en piedra volcánica, transmitía una quietud que no era calma, sino la quietud antes de una explosión nuclear. Nuestros ojos se encontraron por una fracción de segundo. Una conexión instantánea, pesada, cargada de una energía que me hizo sentir electricidades que nada tenían que ver con la medicina.
Luego, mi entrenamiento se impuso. Me arrodillé junto a la mujer.
“¡Llamen al 911!”, ordené. Nadie se movió. El silencio se hizo más profundo, solo roto por mi respiración acelerada. “¡Ahora!”, grité.
Le tomé el pulso en el cuello. Nada. Revisé su respiración. Nada. Paro cardíaco.
Incliné su cabeza, despejé la vía aérea y comencé las compresiones. Uno, dos, tres… El salón se quedó en un silencio sepulcral, solo interrumpido por el eco de mis conteos. Y por algo más: el sonido espeluznante de sus costillas cediendo y crujiendo bajo la presión rítmica de mis manos. Es una realidad inevitable en la Reanimación Cardiopulmonar (RCP), es necesario, pero siempre suena a catástrofe.
“¡Vamos, regrese!”, murmuré, concentrada. “Quince compresiones. Dos respiraciones.”
Podía sentir la intensidad de una mirada sobre mí. La mirada de ese hombre, Armando Vidal, que seguía en la cabecera, observando con una intensidad que me erizaba la piel incluso mientras luchaba por la vida de su madre. Quince compresiones más. “¡Vamos, Doña Rosaura, no se vaya!”
En el tercer ciclo, un milagro: jadeó. Sus ojos se abrieron, desorbitados. El aliento regresó a sus pulmones con un sonido áspero. Viva. La mantuve con la cabeza apoyada, revisando sus signos vitales mientras los paramédicos, que por fin habían sido llamados, irrumpían en el salón para tomar el relevo y subirla a una camilla.
Alguien me ayudó a ponerme de pie. Mis manos temblaban; era el bajón de adrenalina. El salón se había vaciado; todos seguían a los paramédicos. Todos, excepto él.
El hombre. Armando Vidal.
Estaba a menos de un metro de mí, estudiándome como si yo fuera un complejo mecanismo que acababa de desarmar y volver a armar.
“La salvaste”, dijo. Su voz era grave, controlada. Era peligrosa de una manera que no tenía nada que ver con el tono de voz, sino con la autoridad silenciosa que la acompañaba.
“Soy doctora”, respondí, intentando recuperar mi aplomo profesional. “Es mi trabajo.”
“Era mi madre.”
La palabra “madre” se suspendió en el aire. De repente, el crujido de las costillas adquirió un peso distinto. Yo acababa de salvar la vida de la persona más importante en el mundo de este hombre.
“Necesitará ir al hospital”, dije, sintiendo mi corazón latiendo como un tambor. “Querrán monitorearla, hacerle pruebas.”
“Lo sé”, respondió. Se acercó un paso más. “¿Quién eres?”
“Doctora Elena Solís.”
“Solís”, repitió lentamente, saboreando el nombre, probando su peso. “Soy Armando Vidal.”
El nombre no significaba nada para mí en ese momento, pero la forma en que lo pronunció —como si debiera significar algo, como si el mundo entero ya lo conociera— me hizo un escalofrío. Buscó algo en su saco y sacó una tarjeta de presentación. Papel negro grueso, letras grabadas en oro.
Armando Vidal. Sin título, sin negocio, solo un nombre y un número de teléfono.
“Sabrás de mí”, dijo. No era una pregunta. Era la sentencia.
Se dio la vuelta y se fue, dejándome allí parada, con el sudor y un poco de sangre de su madre en mis manos, y una tarjeta que se sentía más como un contrato de por vida que como una simple invitación.
Cuando regresé a mi mesa, Ricardo se había ido. La cuenta estaba pagada. Había una nota arrugada sobre la mesa: “Tardaste demasiado. Adiós.”
Me senté en el restaurante casi vacío y me reí. Una risa amarga, al borde de la histeria. De alguna manera, salvar la vida de una extraña acababa de arruinar la peor cita de mi vida. Y yo no tenía idea de que esa acción estaba a punto de arruinar, o transformar, todo lo demás.
CAPÍTULO 2: El Ejército de Camionetas Negras (1100 palabras)
Pasaron cuarenta y ocho horas. Traté de borrar de mi mente la imagen de Armando Vidal, de esa noche surrealista en el restaurante de Polanco. Me repetía que era solo otra anécdota de urgencias que contaría algún día en una cena. Pero no podía. La tarjeta. Seguía allí. Pesada, carísima, solo un nombre y un número. Como si no necesitara explicarse, porque todo el mundo ya sabía quién era.
No llamé. Me dije a mí misma que jamás llamaría. ¿Qué le diría? “Hola, ¿recuerdas a la doctora que te rompió las costillas a tu mamá? Solo llamaba para ver si ya puedo regresar a mis citas mediocres.”
Aparentemente, no necesité llamar, porque al tercer día, él vino a mí.
Estaba terminando mi turno en el área de urgencias del Hospital de la Fe, revisando expedientes, cuando Sarah, la jefa de enfermeras, me tomó del brazo. Su rostro estaba lívido, sus manos temblaban. Sarah es una mujer de acero, verla así me puso la piel de gallina.
“Elena”, siseó. “Hay alguien aquí para verte.”
“Ya terminé mi turno. Diles que saquen cita con la administración, o con mi consultorio…”
“No es un paciente”, me interrumpió, tragando con dificultad. “Es él. Y trajo a… trajo a todo el mundo.”
“¿Todo el mundo?”
Ella solo señaló hacia la entrada principal. Caminé lentamente hacia la estación de enfermería y miré a través de las puertas de cristal hacia el estacionamiento. Mi corazón se detuvo.
El estacionamiento del hospital, el carril de emergencias, los espacios reservados para doctores… todo estaba bloqueado. No por ambulancias, no por vehículos de pacientes. Estaba saturado por una flota de camionetas blindadas negras, idénticas, relucientes. Docenas. Cincuenta o más. Llenaban cada espacio, alineadas a ambos lados de la calle, bloqueando deliberadamente el acceso a urgencias.
Hombres de traje oscuro, grandes, profesionales, estaban de pie, inmóviles, como centinelas alrededor de cada vehículo. Armados. En posición de espera.
Y en el centro de esta aterradora demostración de poder, recargado en el cofre de un Mercedes oscuro, con los brazos cruzados, estaba Armando Vidal, observando la entrada. Esperándome.
“¡Dios mío!”, susurré.
“¿Quién es, Elena?”, la voz de Sarah era apenas audible. “¿De dónde lo conoces?”
“No lo sé”, mentí. “O sea, sé quién es, por su tarjeta. Armando Vidal.”
Sarah me tomó de los hombros, obligándome a mirarla a los ojos. “¡Elena, despierta! ¿No has oído hablar de él? Ese es ‘El Cardenal’ Vidal. La familia Vidal controla la mitad del tráfico de esta ciudad. Construcción, transporte de carga, y todo lo demás que no es legal. Su familia ha manejado el crimen organizado aquí por generaciones. Y está afuera, con lo que parece ser su ejército privado.”
La boca se me secó. “¿Por qué? ¿Por qué está aquí?”
“Creo que tendrás que preguntárselo tú misma.”
Volví a mirar a través del cristal. Armando no se había movido. Seguía vigilando, esperando, como si el tiempo no existiera para él, como si supiera con absoluta certeza que, tarde o temprano, yo saldría.
Tomé un respiro. La adrenalina regresó, pero esta vez mezclada con un terror punzante. Empujé las puertas y salí.
En el instante en que puse un pie en el asfalto, todos y cada uno de los hombres en ese estacionamiento se giraron. Cincuenta pares de ojos, todos concentrados, evaluándome. Me sentí desnuda, expuesta, como si estuviera entrando a un escenario para el que no había audicionado.
Armando se enderezó, separándose del Mercedes, y comenzó a caminar hacia mí. Sus hombres no lo siguieron. Se quedaron observando. Silenciosos. Disciplinados. Aterradores.
Se detuvo a menos de un metro. Lo suficientemente cerca para que pudiera oler su colonia, oscura, costosa, algo que probablemente valía más que la renta de mi departamento.
“Doctora Solís.” Su voz era firme, tranquila.
“Señor Vidal”, respondí, con la voz más estable de lo que sentía. “Está bloqueando el carril de emergencias. La gente podría morir.”
Algo pareció cruzar su expresión, apenas un destello de diversión. “Mis hombres saben hacerse a un lado para las ambulancias. Qué considerada.” Hizo una pausa. “¿Qué tal tu cita? ¿Ricardo, me parece?”
El calor me subió al rostro. ¡Lo recordaba! Por supuesto que lo recordaba.
“Eso no es asunto suyo.”
“Tiene razón. No lo es.” Hizo una pausa. “Mi madre quiere agradecerle personalmente. Insiste.”
“No es necesario. Solo estaba haciendo mi trabajo.”
“Ella insiste.” Su tono me hizo entender que aquello no era una sugerencia. “Cena, mañana por la noche, en mi casa.”
“Tengo turno mañana.”
“Ya hablé con la administradora de su hospital. Está cubierta.” Me miró sin inmutarse. “La Doctora Chen fue muy comprensiva cuando le expliqué la situación. Su turno fue reasignado. Siete de la noche. Mi chofer pasará por usted.”
Lo miré, incrédula. “¿Hiciste qué?”
“La Doctora Chen es muy razonable.”
“Usted no puede simplemente…”, me detuve, respiré. “No voy a ir a cenar a su casa.”
“¿Por qué no?”
“Porque no lo conozco. Porque esto”, señalé el estacionamiento lleno de hombres armados y camionetas, “es una locura. Porque usted es claramente peligroso, y no soy tan estúpida como para caminar hacia lo que sea que esto es.”
Me estudió por un largo momento. Esos ojos oscuros veían demasiado, me leían como un libro escrito en un lenguaje que solo él dominaba.
“Salvaste la vida de mi madre”, dijo en voz baja. “En mi mundo, eso crea una deuda de sangre. Y tengo la intención de pagarla. No quiero tu dinero.”
“No quiero su dinero.”
“Estoy ofreciendo protección. ¿De qué?”
“De todo.” Su voz bajó, se hizo más suave y, al mismo tiempo, más peligrosa. “Entraste en mi vida hace tres noches, Doctora Solís. Tocaste a mi madre. La trajiste de vuelta de la muerte. Lo entiendas o no, ya eres parte de mi mundo.”
“No soy parte de nada.”
“Lo eres.” Absoluta certeza. Sin espacio para la discusión. “Y en mi mundo, hay reglas. La primera es esta: Yo protejo lo que es mío.”
“No soy suya.”
Sonrió. No había calidez en esa sonrisa, solo el reconocimiento de un desafío que iba a disfrutar ganar. “Aún no.”
Metió la mano en su saco. Me tensé. Sacó una carpeta y me la tendió.
“¿Qué es esto?”
“Información que necesitarás. Dirección, hora, código de vestimenta.” Se dio la vuelta para marcharse, pero se detuvo, miró por encima del hombro. “Ponte algo lindo. Mi madre está deseando conocerte.”
“No voy a ir.”
“Sí, irás”, dijo.
Luego regresó a su Mercedes, se deslizó en el asiento trasero, y en menos de sesenta segundos, todo el convoy se puso en marcha, desapareciendo en el tráfico como si nunca hubieran estado allí.
Me quedé parada en el estacionamiento vacío, sosteniendo una carpeta con un temblor invisible, preguntándome en qué diablos me había metido.
PARTE 2: EL PRECIO DE LA LEALTAD
CAPÍTULO 3: Cena con la Reina del Imperio (1050 palabras)
Me dije a mí misma que no iría a esa cena. Me lo repetí cien veces mientras estaba parada frente a mi clóset la noche siguiente, mirando mi ropa que, de repente, se sentía patéticamente inadecuada. “Ponte algo lindo”, había dicho, como si yo tuviera un guardarropa lleno de atuendos para cenar con la realeza de la mafia. Elegí un vestido negro sencillo, profesional, nada que intentara impresionarle.
El chofer llegó exactamente a las 7:00 p.m. Era un hombre diferente a los que había visto en el hospital, mayor, con cabello plateado y unos ojos amables que parecían totalmente fuera de lugar en este mundo de control y violencia.
“Doctora Solís”, dijo con una ligera inclinación de cabeza. “Soy Vicente. La llevaré a la propiedad.”
“¿Propiedad? ¿No es una casa?” Propiedad. Por supuesto.
El viaje duró cuarenta minutos. Dejamos atrás la ciudad bulliciosa, serpenteamos por zonas residenciales, y luego entramos en un área de riqueza ancestral, de viejas mansiones y propiedades que probablemente tenían su propio código postal.
Vicente se detuvo frente a unas rejas de hierro forjado que se abrieron automáticamente. Solo el camino de entrada era más largo que mi calle. Árboles alineados creaban un dosel sobre el camino, bloqueando la luz del atardecer.
Y luego la vi. La mansión. Tres pisos de piedra, cristal y arquitectura que gritaban poder y permanencia. Luces encendidas en cada ventana. Jardines que debían requerir un ejército de jardineros. Fuentes, estatuas. Aquello no era un hogar. Era una declaración. Un linaje. No solo tengo dinero; tengo historia, legado, poder que abarca generaciones.
Vicente abrió mi puerta y me guió por unos escalones de mármol hasta unas puertas dobles que se abrieron antes de que las tocáramos. En la entrada, una mujer de unos sesenta años, con una sonrisa cálida y ojos vivaces, me recibió.
“¡Doctora Solís, bienvenida!”, me dijo. Tenía un acento italiano suave, inconfundible. “Soy María, la administradora de la casa. Por favor, pase.”
El interior era exactamente lo que esperaba y, a la vez, nada de lo que imaginaba. Mármol, candelabros de cristal, obras de arte dignas de un museo. Pero también había calidez. Fotos familiares sobre las mesas auxiliares, flores frescas por doquier, y el olor delicioso de ajo cocinándose, tomates, pan recién horneado.
“El señor Vidal está en el estudio con su madre”, me informó María. “Están ansiosos por verla. Por aquí, por favor.”
Mi corazón martilleaba mientras la seguía por pasillos que parecían interminables. Pasamos por salas que vislumbré por puertas abiertas: bibliotecas, salones de estar, un comedor con una mesa para veinte personas.
María se detuvo ante una puerta, tocó dos veces y la abrió. “Ha llegado la Doctora Solís.”
El estudio era más pequeño de lo que esperaba. Íntimo. Estanterías del suelo al techo, un escritorio inmenso, muebles de piel, y una chimenea con fuego crepitando, a pesar de que la noche era templada. Y allí, en una silla alta junto a la chimenea, estaba Doña Rosaura Vidal, la mujer cuya vida había salvado.
Se veía diferente. Saludable, con color en las mejillas, ojos brillantes. Sonrió al verme y extendió ambas manos hacia mí.
“Mijita, ven acá. Déjame verte bien.”
Avancé y dejé que tomara mis manos. Su agarre fue sorprendentemente firme. Me jaló hacia ella, me besó ambas mejillas con ese afecto tan italiano-mexicano, y luego me sostuvo a distancia, examinando mi rostro.
“Qué belleza”, murmuró. “Y qué valiente. Mi hijo me contó lo que hiciste. Que no dudaste. Que luchaste por mi vida como si yo fuera tu propia madre.”
“Soy doctora, Señora Vidal. Estaba haciendo mi trabajo.”
“Rosaura”, insistió. “Dime Rosaura. Y salvaste más que mi vida esa noche, mi niña. Salvaste a mi hijo de perder a la persona más importante de su mundo.”
Lancé una mirada a un lado. Armando estaba cerca de la chimenea, observando el intercambio con una expresión indescifrable. Se había quitado el traje por un pantalón oscuro y una camisa de vestir blanca, con las mangas remangadas hasta los codos. De alguna manera, así se veía aún más peligroso. Más real.
“Mama”, dijo en voz baja. “La doctora dijo que necesita descansar.”
“Estoy bien”, lo ignoró Rosaura, agitando la mano. “¡Deja de fastidiarme! Tengo ochenta y tres años. Me he ganado el derecho de cenar con la mujer que me dio más tiempo con mi único hijo.”
Único hijo. El peso de esa revelación. La presión. Volví a mirar a Armando y vi algo fugaz en su expresión. Vulnerabilidad. Apareció y desapareció en un instante.
“Ven”, dijo Rosaura, levantándose con una firmeza sorprendente. “La cena está lista. Espero que tengas hambre, María ha estado cocinando todo el día.”
La cena fue en un comedor más pequeño, aunque seguía siendo formal y hermoso. Íntimo. Una mesa para seis que esa noche solo ocupábamos tres.
La comida era increíble. Pasta hecha en casa. Cordero braseado. Vino que probablemente era más viejo que yo.
Rosaura no paraba de hablar. Contaba historias, hacía preguntas sobre mi trabajo, mi vida, mi familia. Era cálida, divertida. Nada de lo que se esperaría de la madre del jefe de la mafia.
Armando apenas hablaba. Él observaba. Escuchaba. Ocasionalmente añadía un detalle a las historias de su madre. Pero la mayor parte del tiempo, me observaba a mí. No de una manera depredadora, sino como si estuviera memorizando, catalogando, aprendiendo la composición de cada una de mis sonrisas y mi incomodidad.
Después de la cena, Rosaura se disculpó. “Me canso fácilmente, mijita”, me dijo, besándome la mejilla de nuevo. “Gracias por venir. Por complacer a una anciana que quería agradecer a su salvadora.”
“Fue un placer, Rosaura.”
Ella apretó mi mano y miró a su hijo. Una comunicación sin palabras pasó entre ellos. Algo que no pude leer. Luego, María la ayudó a salir de la habitación, y me quedé a solas con Armando.
El silencio se estiró. Pesado. Cargado.
Sirvió dos copas del vino que había en la mesa y deslizó una hacia mí.
“Tu madre es encantadora”, dije.
“Lo es.” Él tomó un sorbo lento. “También es la única persona en este mundo por la que yo mataría sin dudar.”
La forma casual en que lo dijo, sin un ápice de emoción, me erizó la piel. No era una amenaza. Era un hecho. Como decir que el cielo es azul.
“¿Por qué estoy realmente aquí?”, pregunté. “Esto no era solo para que su madre me diera las gracias.”
“¿No lo era? Podrías haberme enviado flores, un cheque, una tarjeta de agradecimiento.” Lo miré a los ojos. “No necesitabas traer cincuenta hombres armados a mi hospital. No necesitabas reorganizar mi horario de trabajo sin preguntar. No necesitabas esta cena.”
Él sonrió. Lento. Peligroso. “Tienes razón. No necesitaba nada de eso.”
“¿Entonces por qué lo hiciste?”
“Porque quería ver si vendrías.” Se recostó en su silla, estudiándome. “Quería ver si caminarías hacia la boca del lobo solo porque te lo pedí.”
“Usted no me lo pidió. Usted lo exigió.”
“Y sin embargo, aquí estás”, sus ojos se fijaron en los míos. “Usando ese vestido negro, sentada en mi mesa, bebiendo mi vino. Dime, Doctora Solís, ¿por qué viniste de verdad esta noche?”
Abrí la boca, la cerré. No tenía una buena respuesta. Me había convencido de que era por obligación, cortesía profesional, respeto por la familia de una paciente. Pero aquello era una mentira. La verdad era más oscura, más complicada.
Había venido porque una parte de mí deseaba verlo de nuevo. Deseaba comprender qué era este hombre. Quería saber por qué un hombre que comandaba ejércitos y controlaba media ciudad me miraba como si yo fuera un acertijo que valía la pena resolver.
“Vine”, dije con cuidado. “Porque su madre merece que le agradezcan por criar a alguien que valora la lealtad.”
“¿Es la única razón?”
“Sí.”
“Mentirosa”, lo dijo suavemente, casi con ternura. “Viniste porque tú también lo sentiste esa noche en el restaurante, cuando nuestros ojos se encontraron sobre el cuerpo moribundo de mi madre. Algo cambió.”
“Nada cambió.”
“Todo cambió.” Se levantó, caminó alrededor de la mesa y se detuvo junto a mi silla. “Entraste en mi mundo, Elena. Tocaste lo más preciado que hay en él. Y ahora no puedo dejar de pensar en la mujer que se arrodilló para salvar a una extraña sin saber quién era el hijo de esa extraña.”
Me puse de pie también. Tenía que hacerlo. Estaba demasiado cerca, demasiado intenso. “Necesito irme.”
“Vicente te llevará a casa cuando estés lista.”
“Estoy lista ahora.”
“¿Lo estás?” Extendió la mano. Me quedé helada. Sus dedos rozaron mi mandíbula. Fue un toque suave, reverente. “Porque algo me dice que no estás lista para alejarte de esto… de mí.”
Debí haberme apartado. Debí haberle quitado la mano de un manotazo. Debí haber corrido. En cambio, me quedé allí, mi corazón latiendo furiosamente mientras él trazaba la línea de mi mandíbula con su pulgar.
“Eres peligroso”, susurré. “Sí, debería mantenerme lejos de usted.” “Sí, esto es una locura.”
“Sí”, se inclinó más cerca, su aliento cálido rozando mi oído. “Pero no te vas a mantener lejos, ¿verdad, doctorita? Porque por primera vez en tu vida aburrida y predecible, te sientes viva.”
CAPÍTULO 4: El Acorralamiento del Sentimiento (1050 palabras)
Me aparté de él, poniendo la mayor distancia posible entre nosotros. Mi pulso era un estruendo en mis sienes, y odié que probablemente él pudiera percibirlo, que supiera exactamente el efecto que tenía sobre mí.
“Necesito irme ahora mismo.”
“Claro.” Él retrocedió de inmediato, dándome espacio para respirar. “Vicente te está esperando.”
El viaje de regreso a mi pequeño departamento fue en silencio. Vicente no hizo preguntas, no intentó una conversación banal. Simplemente condujo mientras yo miraba por la ventana, intentando procesar lo que acababa de suceder.
Armando Vidal había tocado mi rostro, me había llamado mentirosa y había visto a través de cada una de las defensas que había construido. Y la peor parte: tenía razón.
Me sentía viva. Por primera vez en años, algo más que salvar vidas en Urgencias hacía que mi pulso se acelerara. Y eso me aterraba más que cualquier otra cosa.
Llegué a casa a las diez de la noche, me quité los tacones, me puse mi pijama y traté de convencerme de que el episodio había terminado. Había conocido a su madre, cenado con ellos, la deuda estaba saldada. Nunca más volvería a ver a El Cardenal Vidal.
Mi teléfono sonó a la medianoche. Número desconocido. Sabía quién era antes de contestar.
“Te fuiste sin despedirte”, dijo Armando.
“Su madre ya estaba en la cama.”
“No estaba hablando de mi madre.”
Cerré los ojos. “¿Qué quiere?”
“Verte de nuevo.”
“Eso no va a pasar.”
“¿Por qué no? Porque soy peligroso. Porque mi mundo es peligroso.”
“Porque soy una doctora y usted es un…”, me detuve.
“Dígalo”, su voz era tranquila, casi divertida. “¿Soy un qué, Elena? ¿Un criminal? Sí.”
No había vergüenza. No había evasión. Solo una simple aceptación. “Lo soy. ¿Te asusta?”
“Debería, pero no lo hace.” Una declaración, no una pregunta.
“¿Quieres saber por qué?”, continuó. “Porque pasaste toda tu vida siendo buena, siguiendo reglas, haciendo lo que se supone que debes hacer. ¿Y a dónde te llevó eso? A una tercera cita de Tinder con Ricardo, que te abandona porque tardaste demasiado salvando la vida de alguien.”
“Usted no sabe nada de mi vida.”
“Sé que eres brillante, capaz, hermosa, y completamente desperdiciada en hombres que no pueden ver lo que tienen justo en frente de ellos.” Hizo una pausa. “Yo sí te veo, Elena. A toda tú. Deja de huir. Ven a trabajar para mí.”
Las palabras quedaron suspendidas en el aire. Debí haber oído mal.
“¿Qué?”
“Mi madre necesita un médico privado. Alguien en quien confíe. Alguien que haya demostrado que luchará contra la muerte misma para salvarla. Te quiero a ti.”
“Tengo un trabajo.”
“Te pagaré el triple de lo que te paga el hospital. Más beneficios, vivienda si la quieres. Recursos médicos completos a tu disposición. Lo que necesites.”
“No quiero su dinero.”
“¿Entonces qué quieres?” Su voz se hizo más grave. “Dime lo que quieres y te lo daré. Todo.”
“Nada. Yo…”, negué con la cabeza, aunque él no podía verme. “Quiero seguir haciendo mi trabajo. Salvar vidas en Urgencias. Ser normal, tener una vida normal.”
“Nunca fuiste normal, Doctorita. Solo te convenciste de que debías serlo.”
“Adiós, Armando.” Colgué. Apagué el teléfono, me metí en la cama y me quedé mirando el techo hasta el amanecer.
No volvió a llamar ese día, ni al siguiente. Me dije a mí misma que sentía alivio. Que esto era exactamente lo que yo quería. Espacio, distancia, mi vida normal de vuelta.
Pero al tercer día, llegué a casa después de un turno de doce horas agotador y encontré un paquete junto a la puerta de mi departamento. Envoltura pesada y costosa, sin remitente.
Dentro, había un maletín médico de cuero, personalizado, de fabricación italiana. De esos que cuestan miles de dólares. Y dentro del maletín: equipo de diagnóstico portátil de última generación, un equipo de EKG que cabía en la palma de mi mano, suministros que la mayoría de los hospitales no podían costear.
La tarjeta era simple. Papel negro grueso, letras doradas. Solo dos palabras: “Piénsalo bien.”
Debí haberlo devuelto. Debí haberme negado. En cambio, puse el maletín en mi clóset e intenté olvidar su existencia.
Pero no pude olvidarlo.
Una semana después, estaba en turno de noche cuando Sarah me tomó a un lado de nuevo. Su rostro estaba pálido, preocupado.
“Elena, hay unos hombres preguntando por ti.”
Mi estómago dio un vuelco. “¿Qué clase de hombres?”
“De los que ponen nerviosa a la seguridad. Están en la sala de espera. Dijeron que es urgente. Dijeron que los envió Doña Rosaura Vidal.”
Fui a verlos de inmediato. Tres hombres de traje. Uno de ellos se adelantó. Profesional, respetuoso. “Doctora Solís. La Señora Vidal está teniendo dolores en el pecho. Se niega a ir al hospital. Preguntó específicamente por usted.”
“Estoy trabajando. No puedo simplemente irme.”
“El Señor Vidal dijo que le dijera que él se encargará de todo con el hospital. Por favor, doctora. Está asustada. Confía en usted.”
Y allí estaba. La trampa. Bellamente construida. Imposible de rechazar. Porque Rosaura no era una palanca, era una persona real. Una paciente que confiaba en mí. Una madre que tenía miedo.
“Dame cinco minutos.”
Encontré a la Doctora Chen, le expliqué la situación. Ella me miró fijamente por un largo momento. “La familia Vidal donó dos millones de dólares a este hospital el año pasado. Si Rosaura Vidal te quiere a ti específicamente, deberías ir.”
“¿Me estás ordenando que vaya, o me lo estás pidiendo?”
“Te estoy diciendo que negarte sería complicado.”
Así que fui. Dejé que me llevaran a esa mansión. Dejé que me guiaran por las escaleras hasta la habitación de Rosaura, donde estaba sentada en la cama, con una mano sobre el pecho, respirando superficialmente.
Armando estaba junto a la ventana. Se giró cuando entré. Nuestras miradas se encontraron. Él lo había sabido. Él había orquestado esto. Había usado la salud de su propia madre para traerme aquí.
Salvo que, cuando examiné a Rosaura, los síntomas eran reales. Latidos irregulares. Presión arterial elevada. Angina inducida por el estrés. No era mortal, pero tampoco era falso.
“Necesita descansar”, le dije. “Nada de emociones. Voy a llamar a su cardiólogo.”
“No”, Rosaura me agarró la mano. “No quiero a otro doctor. Te quiero a ti. Tú me entiendes. Tú te preocupas. Por favor, mijita, quédate. Solo por esta noche. Asegúrate de que estoy bien.”
Miré a Armando. No dijo nada. Solo observaba. Esperó. Dejó que su madre hiciera el ruego.
“Rosaura, yo no creo que…”
“Por favor.” Sus ojos mostraban miedo genuino. “Me siento segura contigo aquí.”
Y así fue como terminé pasando la noche en una habitación de huéspedes en la Propiedad Vidal. Revisé a Rosaura cada dos horas. Desayuné a la mañana siguiente con ambos. Como si aquello fuera normal. Como si yo perteneciera allí.
Armando me llevó a casa él mismo. Sin chofer, sin guardias, solo él en un Mercedes negro, manejando el tráfico matutino como si lo hiciera todos los días.
“Usted la usó”, le dije.
“No. Sus síntomas eran reales. Su miedo era real. Pero sí, sabía que vendrías.” No se disculpó. No fingió. “Porque eres una buena doctora. Porque te importa. Porque así eres tú.”
“Esto tiene que parar.”
“¿Por qué?”
“Porque me está jalando a su mundo, y yo no quiero ser jalada.”
Él se detuvo en medio de la calle. Se giró para mirarme de lleno.
“¿Y si no te estoy jalando? ¿Y si te estoy agarrando antes de que caigas?”
“Eso no tiene sentido.”
“Te estás ahogando, Elena. En ese hospital, en tu vida ordinaria, en esas citas terribles con hombres que no te merecen. Te estás ahogando y ni siquiera lo sabes.” Su mano cubrió la mía en el asiento. “Déjame lanzarte un salvavidas.”
“Su salvavidas está hecho de sangre y violencia.”
“Sí, pero es real. Es honesto. Y es mejor que sofocarte lentamente en una vida que te está matando un día aburrido a la vez.”
Retiré mi mano. “Lléveme a casa.”
“No hasta que escuches mi oferta.”
“No quiero trescientos mil al año, más vivienda, más autoridad médica total sobre el cuidado de mi madre…”
“No son trescientos mil. Es el doble. Trabajas en horario normal. Tienes fines de semana libres. Vives en la casa de huéspedes de la propiedad, entrada separada, completa privacidad. Nunca entraré sin permiso.”
“¿Por qué?”
“Porque mi madre necesita a alguien en quien confíe. Y porque tú necesitas una vida que no te haga querer gritar cada vez que deslizas a la derecha en otra cita vacía. ¿Crees que me conoces?”
“Creo que te veo. Hay una diferencia.” Se inclinó. “Toma el trabajo, Elena. No por mí. No por el dinero. Por ti misma. Porque mereces algo mejor que lo que estás aceptando.”
“¿Y si digo que no?”
“Entonces te llevo a casa. Mi madre busca a otro doctor. Y no nos volvemos a ver.” Sus ojos me sujetaron. “Pero tú y yo sabemos que no vas a decir que no.”
“¿Por qué?”
“Porque soy irresistible. Porque estás muy seguro de que simplemente me voy a alinear como todos los demás.”
“No.” Su voz fue tranquila, segura. “Porque hace tres noches te estabas quejando de tu vida aburrida con un hombre al que no le importabas. Y ahora estás sentada en un coche con el hombre más peligroso de México. Sintiéndote más viva de lo que te has sentido en años. Y no quieres que ese sentimiento termine.”
Lo odié. Odié que tuviera razón. Odié que mi pulso estuviera acelerado. Odié que una parte de mí quisiera decir que sí solo para ver qué pasaría después.
“Necesito tiempo para pensar.”
“Tómate todo el tiempo que necesites.” Puso el coche en marcha. “Pero mientras piensas, hazte una pregunta: ¿Cuándo fue la última vez que alguien te hizo sentir de la manera en que yo te hago sentir?”
Me llevó a casa en silencio, me acompañó hasta mi puerta como un caballero y me tendió su tarjeta de nuevo. “Llámame cuando estés lista para dejar de mentirte a ti misma.”
Luego, se fue. Y yo me quedé en mi portal, sosteniendo esa tarjeta, sabiendo que todo lo que había dicho era verdad. Sabiendo que iba a llamarlo. Sabiendo que mi vida normal, segura y aburrida estaba a punto de terminar. Y no estaba segura de si sentía terror o alivio.
CAPÍTULO 5: La Ficción de la Distancia Profesional (1050 palabras)
Lo llamé tres días después. No dije mucho. Solo: “Acepto el trabajo, pero tengo condiciones.”
“Nómbralas.”
“Quiero autonomía médica completa. Lo que yo diga sobre el cuidado de tu madre es ley. Sin discusiones, sin dudas. Si digo que necesita ir al hospital, va. ¿De acuerdo?”
“De acuerdo.”
“Quiero mi propio espacio. La casa de huéspedes que mencionaste, entrada separada. No entras sin mi permiso. Nunca.”
“De acuerdo.”
“Y esto es estrictamente profesional. Soy la doctora de tu madre. Nada más. Lo que creas que está pasando entre nosotros termina ahora.”
Silencio. Luego: “Si eso es lo que necesitas decirte a ti misma para decir que sí, Doctora Solís, entonces, de acuerdo. Lo llamaremos estrictamente profesional.”
La forma en que lo dijo dejó claro que no me creía. La peor parte: yo tampoco me creía.
Presenté mi renuncia en el hospital. Dos semanas de aviso. La Doctora Chen lo tomó mejor de lo que esperaba. “Los Vidal son buena gente para tener en tu esquina”, dijo. “Cuida a Rosaura. Y Elena, ten cuidado.”
“¿Cuidado de qué?”
Ella solo me miró. No necesitó decirlo. Cuidado de él. Cuidado de ese mundo. Cuidado de ti misma.
Dos semanas después, Vicente me recogió. Toda mi vida cabía en cuatro maletas y tres cajas. No era mucho para treinta años de vida. Tampoco era mucho lo que dejaba atrás.
La casa de huéspedes era una pequeña cabaña en el borde de la propiedad. Pequeña para sus estándares, claro. Para mí, era más grande que mi departamento. Dos habitaciones, cocina completa, sala con chimenea, y puertas francesas que daban a un jardín privado.
“El Señor Vidal la amuebló para usted”, dijo Vicente. “Pero si desea cambiar algo, solo hágaselo saber a María.”
El mobiliario era perfecto. Sencillo, elegante. Como si alguien hubiera pensado realmente en lo que a mí me gustaría, en lugar de simplemente tirar dinero en cosas caras.
Una nota esperaba en la encimera de la cocina. El mismo papel negro grueso, las mismas letras doradas. Solo dos palabras: “Bienvenida a casa. Cena con mi madre a las 7. Ropa informal.”
Casa. La palabra se sentía peligrosa. Aquello no era mi casa. Era un trabajo. Un trabajo muy bien pagado en un lugar muy bonito. Eso era todo.
Desempaqué. Organicé mis suministros médicos en la segunda habitación, que convertí en consultorio. Intenté ignorar que, a través de la ventana de mi dormitorio, podía ver la casa principal. Podía ver luces encendidas en lo que asumí era el estudio de Armando en el tercer piso. Intenté ignorar que él probablemente podía ver mi cabaña con la misma facilidad.
A las 7 p.m., caminé hacia la casa principal. María me recibió con un cálido abrazo. “Doctora Elena, estamos tan felices de que esté aquí. Rosaura no ha hablado de otra cosa en todo el día.”
La cena fue en el pequeño comedor. Solo nosotros tres. Rosaura estaba animada, feliz, hablando de sus rosales, de un evento benéfico que estaba planeando. Armando la escuchaba, a veces añadía detalles, y me observaba cuando creía que yo no lo estaba mirando.
Después de cenar, Rosaura se disculpó. “Soy una mujer de acostarse temprano, querida.” Me besó la mejilla. “Pero Elena, ¿podrías dar un paseo conmigo mañana por la mañana? Quiero mostrarte mis rosas.”
“Me encantaría.”
Ella me besó la mejilla y me dejó a solas con su hijo. Otra vez.
Armando sirvió dos copas de vino. Me tendió una. “No tienes que beberla, pero pareces necesitarla.”
La tomé. “Ha sido un día largo. Adaptándome.”
“¿Bien?”
“La casa de huéspedes es preciosa. Gracias.”
“De nada.” Se recargó en el aparador, estudiándome. “Estás nerviosa.”
“No estoy nerviosa.”
“Has revisado la salida dos veces desde que mi madre se fue. Estás sentada en el borde de la silla como si estuvieras lista para correr. Y no me has mirado a los ojos por más de dos segundos.”
Me obligué a mirarlo. Sostener su mirada. “¿Mejor o peor?”
“Ahora puedo ver lo asustada que estás. Y no estás asustada de mí.”
“Sé que estás asustada de ti misma”, corrigió. “Estás asustada de lo que sentiste esa noche cuando toqué tu rostro. Estás asustada de que venir aquí no fue por el trabajo ni por el dinero. Estás asustada de que deseas esto. Me deseas a mí.”
“Eres muy confiado para alguien que ahora es técnicamente mi empleado.”
“¿Me equivoco?”
“Sí. No. No lo sé.” Tomé un largo sorbo de vino en lugar de responder.
“Lo haré más fácil para ti”, dijo Armando. “Voy a ser honesto. Completamente honesto. Y luego podrás decidir qué quieres hacer con esa honestidad.”
“Te escucho.”
“No he podido dejar de pensar en ti desde el momento en que te vi de rodillas luchando por la vida de mi madre. No porque seas hermosa, que lo eres. No porque seas brillante, que lo eres. Sino porque en ese momento, vi algo que no había visto en mucho tiempo.” Hizo una pausa.
“Vi a alguien que se preocupa más por salvar una vida que por a quién pertenece esa vida. Eso es mi trabajo.”
“No, esa eres tú. Hay una diferencia.” Se acercó. No era una amenaza, solo su presencia era intensa. “En mi mundo, la gente siempre quiere algo. Siempre tiene un ángulo. Siempre están calculando lo que pueden obtener de mí. Pero tú, ni siquiera sabías quién era yo. No te importó. Solo viste a la madre de alguien muriendo y luchaste como una demonio por salvarla.”
“Sigo sin entender qué tiene esto que ver con…”
“Te deseo, Elena. No solo como la doctora de mi madre. Te quiero en mi vida, en mi mundo, en mi cama.” Lo dijo simple, directamente. “Pero también sé que eso te aterroriza. Así que voy a ser paciente. Te voy a dar espacio. Voy a dejar que te convenzas de que esto es solo un trabajo. Y cuando estés lista, si alguna vez lo estás, vendrás a mí.”
La boca se me secó. “¿Y si nunca estoy lista?”
“Entonces viviré con eso. Porque tenerte aquí cuidando a mi madre es mejor que no tenerte en mi vida en absoluto.” Levantó su copa de vino. “Pero estarás lista, doctorita. Eventualmente.”
“¿Cómo lo sabes?”
“Porque ya lo estás. Simplemente no lo has admitido.”
Me levanté. “Debo irme. Ha sido un día largo y tengo ronda con tu madre por la mañana.”
“Claro.” Me acompañó hasta la puerta, la mantuvo abierta. “Duerme bien, Elena.”
“Buenas noches, Armando.”
Estaba a mitad del césped cuando me llamó. “¡Elena!”
Me giré. Estaba en la silueta del marco de la puerta. Oscuro, poderoso, peligroso. “Bienvenida a casa.”
CAPÍTULO 6: El Corte y el Rescate (1050 palabras)
Esa noche, me acosté en mi nueva cabaña mirando el techo. A través de mi ventana, la luz de su estudio seguía encendida. Podía imaginarlo allí, trabajando, pensando. Tal vez pensando en mí. Cerré las cortinas, diciéndome que estaba siendo ridícula. Esto era un trabajo, un buen trabajo, muy bien pagado. Eso era todo. Pero no podía dejar de escuchar su voz. “¿Deseas esto? ¿Me deseas a mí?” La peor parte: tenía razón.
Los días se convirtieron en semanas. Caí en una rutina. Mañanas con Rosaura, revisando signos vitales, ajustando medicamentos, paseando por los rosales. Tardes revisando sus archivos médicos, investigando tratamientos.
Las noches eran peligrosas, porque casi siempre había cena. A veces solo Rosaura y yo, a veces los tres. Y cada vez que Armando estaba allí, lo sentía. Esa atracción, esa conciencia. La forma en que sus ojos me seguían, la forma en que mi piel se calentaba cuando se acercaba demasiado. Profesional. Esto es estrictamente profesional, me repetía.
En mi quinta noche en la propiedad, estaba en mi cabaña cuando llamaron a la puerta. Abrí, esperando a María. Encontré a Armando. Levantó ambas manos.
“Dijiste que no podía entrar sin permiso. No voy a entrar, pero necesito tu ayuda.”
“¿Es Rosaura?”
“No, soy yo.” Giró la mano, la palma hacia arriba. Sangre. Un corte profundo en su palma. Todavía sangraba abundantemente.
Mis instintos médicos se dispararon de inmediato. “¿Qué pasó?”
“Rompí un vaso. Fui descuidado. Necesita sutura.”
“Entra. Siéntate. Déjame buscar mis cosas.”
Él dudó en el umbral.
“Estás sangrando. Entra. Siéntate.”
Obedeció. Se sentó en la mesa de mi cocina mientras yo buscaba mi maletín médico. Acerqué una silla, tomé su mano entre las mías y examiné la herida bajo la luz.
“Es profundo. Debiste haber ido al hospital.”
“No confío en el personal del hospital con ciertas cosas.”
“Como el hecho de que probablemente te hiciste esto haciendo algo ilegal.”
“Como el hecho de que la gente habla y prefiero que la gente no hable de mí.”
Me vio limpiar la herida. No se inmutó cuando la irrigé.
“Tienes buenas manos.”
“Soy doctora. Se supone que debo tener buenas manos.”
“No me refería a eso.”
Levanté la mirada. Nuestros rostros estaban a centímetros. Su mano estaba en la mía. Podía sentir su pulso. Firme, fuerte, mientras el mío se aceleraba.
“Esto va a doler”, dije. “La anestesia, quiero decir.”
“Puedo manejar el dolor.”
Inyecté la anestesia local, esperé a que hiciera efecto y comencé a suturar. Puntos pequeños, precisos. Mis manos estaban firmes, a pesar de mi corazón martilleante.
“Eres buena en esto”, dijo en voz baja.
“He tenido práctica. En el hospital, en la facultad de medicina, y antes de eso, con mi hermano pequeño cuando tenía demasiado miedo de decirle a mi mamá que se había cortado jugando.” La memoria me hizo sonreír. “Yo tenía doce. Él, ocho. Usé aguja e hilo del costurero de mi mamá. Ni siquiera estaban estériles. Es un milagro que no le diera una infección.”
“Siempre has sido una sanadora.”
“Siempre he sido alguien que no soporta ver sufrir a la gente.”
Até el último punto y vendé su mano. “Listo. Mantenlo seco. Cambia el vendaje diariamente. Vuelve en una semana y te quito los puntos.”
“Gracias.”
No se movió. Yo tampoco. Nos quedamos allí, mis manos aún sosteniendo las suyas. La cocina en silencio, roto solo por el sonido de nuestra respiración.
“Debería irme”, dijo.
“Sí.”
“Pero no quiero.”
“Lo sé.”
“Dime que me vaya, Elena.”
Debía hacerlo. Sabía que debía hacerlo. Profesional. Estrictamente profesional. Ese era el trato. Pero las palabras no salían. En cambio, pregunté: “¿Por qué viniste aquí realmente esta noche?”
“Porque me corté la mano y necesitaba un doctor.”
“Mentirosa.”
Sonrió. Lento. Peligroso. “Porque quería una excusa para verte, para estar cerca de ti, para verte trabajar, para que tus manos estuvieran sobre mí, aunque solo fuera para suturarme. Porque estoy tratando de ser paciente, Doctorita, pero es lo más difícil que he hecho en mi vida.”
Giró su mano, atrapó la mía y entrelazó nuestros dedos.
Se fue esa noche. Lentamente. A regañadientes. Pero se fue. Y cerré la puerta con llave detrás de él, presionando mi frente contra la madera, intentando calmar mi corazón. Esto no podía pasar. Lo que fuera esto, yo era su empleada, la doctora de su madre. Tenía que seguir siendo profesional. Tenía que seguir siendo segura.
Excepto que nada de lo relacionado con Armando Vidal era seguro. Y yo estaba empezando a darme cuenta de que ese era exactamente el atractivo.
La mañana siguiente comenzó normalmente. Café con Rosaura, chequeo de signos vitales. Su presión estaba bien. Paseamos por los jardines.
“Le haces bien a mi hijo, ¿sabes?”, me dijo Rosaura de repente.
“Soy la doctora de su madre. Eso es todo.”
Ella sonrió, sabía, era una sonrisa amable. “Si tú lo dices, querida. Pero yo he visto cómo te mira. No he visto a mi hijo mirar a nadie así en mucho tiempo. Tal vez nunca.”
“Rosaura, yo sé lo que es, lo que hace, el mundo en el que vive.”
Ella se detuvo, se giró para mirarme. “Pero también es mi hijo. Y ha estado solo por tanto tiempo. Tan cuidadoso, tan controlado. Tú lo haces estar menos solo.”
No pude responder. En ese momento, mi teléfono sonó. Número desconocido. Casi no contesto, pero algo me hizo tomarlo.
“¿Doctora Solís?” La voz de una mujer. Joven. Asustada. “Por favor, tiene que ayudarme. Es mi mamá. No está respirando bien. Se está poniendo azul y no sé qué hacer. Y el 911 dijo que tardará veinte minutos en llegar…”
“Cálmate. ¿Dónde estás?”
“El viejo distrito de bodegas. Bodega 6. Por favor, apúrese. Se está muriendo.”
La llamada terminó. Miré a Rosaura. “Tengo que irme. Alguien necesita ayuda.”
“Toma a Vicente. Él te llevará. ¿Y, Elena? Ten mucho cuidado.”
Debí haberlo cuestionado. Debí haberme preguntado por qué alguien tenía mi número personal. Debí haber pensado por qué me llamarían a mí en lugar de esperar a una ambulancia. Pero mis instintos de médico anularon todo lo demás. Alguien se estaba muriendo. Alguien necesitaba ayuda.
Vicente condujo rápido. El distrito de bodegas quedaba a veinte minutos de la ciudad. Viejos edificios industriales, abandonados. No era un lugar al que quisieras ir, ni siquiera a plena luz del día.
La Bodega 6 era la más grande. Vicente se detuvo en la entrada. Agarré mi maletín, lista para salir.
“Doctora Solís.” Vicente me puso una mano en el brazo. “Esto no me huele bien. Déjeme revisar primero.”
“Alguien se está muriendo, Vicente. No hay tiempo.”
“Entonces iré contigo.”
Entramos juntos. El edificio estaba oscuro, cavernoso. Vacío, excepto por maquinaria vieja y escombros. No había gente. Ni mujer moribunda. Ni hija asustada.
“¡Hola!”, grité. Mi voz hizo eco. Nadie respondió.
“Doctora Solís.” La voz de Vicente era tensa, urgente. “Tenemos que irnos ya.”
Fue entonces cuando lo escuché. Pasos. Múltiples pasos, viniendo de diferentes direcciones. Rodeándonos.
Las luces se encendieron. Cegadoras. Levanté la mano para cubrir mis ojos. Cuando mi visión se ajustó, los vi. Hombres. Al menos una docena, todos armados, todos observándonos con un enfoque depredador.
Y frente a ellos, un hombre de unos cincuenta años, traje costoso, ojos fríos, y una sonrisa que me heló la sangre.
“Doctora Solís”, dijo. “Gracias por venir tan pronto.”
CAPÍTULO 7: La Declaración del Dueño (1050 palabras)
Vicente se puso delante de mí, la mano dentro de su saco, tocando su arma. “Señor Duca, esto es un error.”
“¿Lo es?”, se burló el hombre, Duca. Hizo un gesto y sus hombres se dispersaron, bloqueando todas las salidas.
“Baje su arma, Vicente. Está en desventaja. Y si dispara, la buena doctora muere primero.”
Vicente se mantuvo firme. “El Señor Vidal…”
“El Señor Vidal hará exactamente lo que yo le diga, porque ahora tengo algo que él quiere.” Los ojos de Duca se clavaron en mí. “Algo que él valora.”
Mi garganta estaba seca. “No sé de qué se trata esto, pero solo soy una doctora. No tengo nada que ver con usted.”
“Tiene todo que ver. Está viviendo en su casa, comiendo en su mesa, cuidando a su preciosa madre. Y por lo que dicen mis fuentes, se está convirtiendo en mucho más que una simple empleada.” Se acercó un paso. “Usted es su debilidad, Doctora Solís, y en este negocio, la debilidad es una oportunidad.”
El arma de Vicente ya estaba afuera. Apuntando a Duca. “Si la toca, Armando quemará a toda su familia hasta los cimientos.”
“Puede intentarlo. Pero primero tendrá que encontrarla.” Duca sacó su teléfono, comenzó a escribir. “Le estoy enviando un mensaje ahora mismo. Mis demandas son simples: territorio. Tres cuadras en el distrito financiero que su familia ha controlado por cincuenta años. Me las cede. O la Doctora Solís sufre un accidente muy desafortunado.”
“Él no negociará con usted.”
“Oh, creo que sí. Porque a diferencia del resto de nosotros, Armando Vidal tiene una conciencia, un corazón. Y eso lo vuelve predecible.” Duca le dio a enviar. “Ahí está. Hecho. Ahora esperamos.”
El teléfono de Vicente vibró. Él lo miró, su expresión se oscureció. “Doctora Solís. Cuando le diga que corra, corre. No mire atrás. No se detenga. Solo corra. ¿Entendido? ¡Corra!”
Antes de que pudiera responder, el mundo explotó. No literalmente, pero se sintió así.
Las puertas principales de la bodega se abrieron de golpe. Camionetas negras, docenas de ellas, frenando en formación. Hombres saliendo en oleada. Los hombres de Armando.
Y luego, Armando mismo, entrando por las puertas como un ángel vengador. Traje oscuro, expresión aún más oscura. La furia contenida en cada movimiento controlado.
“Duca”, su voz atravesó el espacio. Calma. Mortal. “Cometiste un error.”
“¿Lo hice? Tengo a tu mujer. Me parece que es una palanca.”
“No es mi mujer. Es la doctora de mi madre. Una civil inocente a la que acabas de secuestrar. Eso rompe las reglas. Nuestras reglas. Las que evitan que esta ciudad caiga en una guerra total.”
“Las reglas cambian. El poder se mueve. Tu familia ha tenido el control por demasiado tiempo. Es hora…”
“Es hora de que la dejes ir. Ahora. Y tal vez, solo tal vez, te deje vivir.”
Duca se rió. “Estás en desventaja, Vidal. ¿Lo estoy?”
Armando levantó la mano, chasqueó los dedos, y de repente me di cuenta de algo. Los hombres de Armando no estaban solo en las puertas. Estaban por todas partes. En las pasarelas superiores, detrás de la maquinaria, rodeando a los hombres de Duca. Al menos tres por cada uno de ellos.
“¿Qué decías?”, la voz de Armando era como el hielo.
La sonrisa de Duca se desvaneció. Miró a su alrededor, dándose cuenta de su error. Pero no retrocedió. En cambio, sacó un arma y me apuntó.
“No importa cuántos hombres tengas. Aprieto este gatillo y ella muere. Así que, esto es lo que va a pasar…”
No terminó, porque Vicente se movió rápido, empujándome detrás de él mientras su arma disparaba. Duca gritó, su arma cayó al suelo.
Todo sucedió a la vez. Los hombres de Duca levantaron sus armas. Los de Armando hicieron lo mismo. Por un terrible segundo, pensé que todos moriríamos en un tiroteo en una bodega.
“¡Alto al fuego!”, la voz de Armando cortó la tensión. Comando absoluto. “¡Todos dejen sus armas ahora!”
Sus hombres obedecieron de inmediato. Los de Duca dudaron, mirando a su jefe. Duca estaba en el suelo, sujetándose el hombro sangrante. La rabia y el dolor torcían sus facciones.
“Me disparaste. Realmente me disparaste.”
“Apuntaba a tu cabeza”, dijo Vicente con calma. “Fallé. Mis disculpas.”
Armando caminó hacia Duca, lento, deliberado, hasta que se paró sobre él, mirándolo como si fuera algo que necesitaba ser raspado de su zapato.
“Rompiste las reglas. Amenazaste a una inocente. Apuntaste un arma a alguien bajo mi protección. Cualquiera de esas cosas sería suficiente para acabar contigo.” Se agachó, a la altura de sus ojos. “Pero voy a ser misericordioso. ¿Sabes por qué?”
Duca escupió. “Porque eres débil.”
“No. Porque ella está mirando.”
Armando me lanzó una mirada fugaz, de un solo segundo. Vi algo en su expresión. Algo puro, que me cortó la respiración.
“Y no quiero que vea de lo que soy capaz cuando alguien amenaza lo que es mío.”
Se levantó, asintió a sus hombres. “Llévense a Duca al hospital. Asegúrense de que sobreviva. Luego informen a la Comisión que violó los acuerdos. Que decidan su castigo. En cuanto a sus hombres…” Miró a su alrededor. “Tienen dos opciones. Márchense ahora y busquen un nuevo empleo, o sigan leales a un hombre que acaba de perderlo todo. Elijan sabiamente.”
Eligieron. En segundos, los hombres de Duca bajaron sus armas, retrocedieron, y desaparecieron, dejando a su jefe sangrando en el suelo.
Armando caminó hacia mí. Vicente se apartó, y Armando estaba allí, en mi espacio, sus manos ahuecando mi rostro, sus ojos buscando los míos.
“¿Estás herida?”
Negué con la cabeza. No podía hablar. La adrenalina estaba desapareciendo y mis manos empezaban a temblar.
“Vicente, llévala al coche. Ahora.”
“Sí, señor.”
Pero yo no me movía. No podía. Porque acababa de verlo. Lo había visto a él. Visto lo que realmente era. El poder. La violencia. La forma en que los hombres obedecían sin cuestionar. La forma en que podía acabar con alguien con una palabra.
“Elena.” Su voz era suave. En desacuerdo con todo lo que acababa de presenciar. “Ve con Vicente. Te alcanzo en casa.”
¿Casa? Lo llamó casa, como si yo perteneciera allí, como si yo fuera parte de este mundo ahora, lo quisiera o no. Vicente me guió hacia la salida. Miré hacia atrás una sola vez. Vi a Armando de pie en esa bodega, rodeado de sus hombres, con sus enemigos a sus pies. Se veía exactamente como el rey de un imperio construido sobre sangre y miedo. Y lo más aterrador: no estaba asustada. Estaba sintiendo algo completamente diferente. Algo para lo que aún no tenía nombre.
CAPÍTULO 8: El Último Ultimátum de la Mafia (1150 palabras)
El viaje de regreso fue silencioso. Vicente me vigilaba por el espejo retrovisor, pero yo no podía hablar. Mi mente repetía la escena una y otra vez. La pistola apuntándome. La forma casual en que Duca había amenazado mi vida. La forma en que Armando había aparecido, como si hubiera quemado el mundo entero para llegar a mí.
“Estás en shock”, dijo Vicente en voz baja. “Es normal. Cuando lleguemos a casa, debes descansar. Le diré a María que te prepare un té.”
“Me llamó suyo.”
Los ojos de Vicente se encontraron con los míos en el espejo. “Sí. No lo soy. No soy nada suyo.”
“Con respeto, Doctora Solís. Usted lo es. Lo ha sido desde el momento en que salvó la vida de su madre. Simplemente aún no lo sabía.”
Llegamos a la propiedad. Vicente me ayudó a salir, me acompañó hasta mi cabaña, se aseguró de que estuviera a salvo. “Cierre la puerta. No le abra a nadie, excepto al Señor Vidal o a mí. ¿Entendido?”
Asentí. Cerré la puerta. Me quedé en mi sala, temblando, aún procesando. Me habían secuestrado, apuntado con un arma, casi asesinado, por su culpa.
Esto era lo que parecía su mundo. Violencia, peligro, la muerte acechando en cada esquina. Debí haber empacado. Debí haber huido, tan lejos y rápido como pudiera.
Excepto que no podía. Porque lo único en lo que podía pensar era en la mirada de sus ojos cuando había tomado mi rostro. El miedo puro. El alivio desesperado. La forma en que había dicho “mío”, como si fuera la palabra más importante en cualquier idioma.
Una hora después, escuché pasos en mi porche. Un golpe, firme, familiar.
Abrí la puerta. Armando estaba allí. Se veía agotado. Peligroso. Y cuando nuestros ojos se encontraron, algo dentro de mí se rompió.
“¿Estás bien?”, preguntó.
Y en lugar de responder, di un paso adelante y me arrojé a sus brazos. Dejé que me abrazara mientras temblaba, mientras la realidad de lo que casi sucedía me golpeaba por fin.
“Te tengo”, susurró contra mi cabello. “Te tengo. Estás a salvo ahora. Te lo prometo.”
Pero yo no estaba a salvo. Nunca volvería a estarlo. Porque acababa de darme cuenta de algo aterrador. Algo que lo cambiaba todo. Yo no quería huir de Armando Vidal. Quería correr hacia él. Y eso me asustaba más que cualquier arma.
Me sostuvo por mucho tiempo, justo en el umbral, sus brazos sólidos, seguros, lo único que me impedía desmoronarme por completo. Cuando finalmente me aparté, sus manos se quedaron en mis hombros, estabilizándome. Sus ojos buscaron mi rostro con una intensidad que hacía difícil respirar.
“Pasa”, dije. Mi voz estaba ronca. “Por favor.”
Me siguió, cerró la puerta, puso el seguro y se quedó allí, en mi sala, como si no estuviera seguro de qué hacer a continuación. Como si, por una vez, Armando Vidal no tuviera el control total.
“Siéntate”, dije. “Voy a hacer café, o té, o algo más fuerte. Creo que tengo whisky por ahí.”
“Elena.” Me agarró la muñeca suavemente mientras pasaba a su lado. “Para.”
“Estoy bien. Solo necesito…”
“Para.” Más firme esta vez. Me hizo girar para que lo enfrentara. “No estás bien. Casi te matan hoy. Tienes permitido no estar bien.”
Mi garganta se cerró. “Si dejo de moverme, si dejo de hacer algo, me voy a derrumbar. Y no puedo. Soy doctora. Se supone que debo estar tranquila en las emergencias. Yo…”
“Se supone que debes ser humana. Y los humanos se rompen a veces. Especialmente después de que alguien les apunta con una pistola a la cabeza.” Su pulgar dibujó círculos en el interior de mi muñeca, justo sobre mi pulso acelerado. “Está bien romperse, doctorita. Te tengo.”
Eso fue todo. Esas dos palabras. Te tengo. Algo en mi pecho se hizo añicos y, de repente, no pude contenerlo más. El miedo, el shock de adrenalina, la realidad de lo cerca que había estado de morir. Comencé a temblar. De verdad. Mis rodillas se doblaron y Armando me atrapó, me levantó como si no pesara nada. Me llevó al sofá y se sentó conmigo en su regazo, abrazándome mientras yo temblaba.
“Lo siento”, logré decir. “Lo siento. No sé por qué…”
“Shhh. No te disculpes. Nunca te disculpes por esto.” Su mano acarició mi cabello. Lento, tranquilizador. “Estás a salvo ahora. Te lo prometo, estás a salvo.”
“Él sabía. Duca sabía de mí. De nosotros. De…” Me aparté para mirarlo. “Dijo que yo era tu debilidad.”
Algo oscuro brilló en los ojos de Armando. “Se equivocó.”
“¿Se equivocó? Viniste por mí. Trajiste a todo tu ejército. Pudiste haber muerto.”
“Hubiera traído mil hombres. Hubiera quemado esa bodega hasta los cimientos con todos dentro. Hubiera comenzado una guerra que consumiría toda esta ciudad.” Sus manos acunaron mi rostro, obligándome a mirar sus ojos. “¿No lo entiendes? No hay nada. Nada que yo no haría para mantenerte a salvo.”
“¿Por qué?” La palabra salió rota, desesperada. “No soy nadie. Solo soy una doctora que contrataste.”
“Eres todo.” Lo dijo como si fuera la verdad más simple del mundo. “Eres todo, y ni siquiera lo sabes.”
“Armando, ¿sabes lo que sentí cuando Vicente me llamó? Cuando me dijo que Duca te tenía?” Su voz era grave, vulnerable de una manera que nunca le había escuchado. “Terror. Puro. Absoluto. Me han disparado, apuñalado, casi me matan más veces de las que puedo contar. Y nunca sentí miedo como en ese momento. Porque perderte sería peor que cualquier bala. Peor que cualquier cuchillo. Me destruiría.”
Mi aliento se cortó. “Apenas me conoces.”
“Sé lo suficiente. Sé que luchas por la gente incluso cuando no pueden luchar por sí mismos. Sé que ves lo bueno en la gente incluso cuando no lo merecen. Sé que entraste en mi mundo sin dudar porque una anciana que acababas de conocer necesitaba ayuda.” Hizo una pausa, tragó. “Y sé que, por primera vez en mi vida, quiero algo más que poder, más que control, más que este imperio que he construido. ¿Qué quieres?”
“A ti.” Su frente tocó la mía. “Solo a ti. En mi vida, en mi mundo, en mi cama, en mi futuro. Cada versión de ti. La doctora, la mujer, la persona que me hace querer ser mejor de lo que soy.”
Yo estaba llorando. ¿Cuándo había empezado a llorar? Lágrimas corrían por mi rostro mientras Armando Vidal, el hombre más peligroso de México, me abrazaba como si yo fuera algo precioso, algo por lo que valía la pena luchar.
“Tengo miedo”, susurré.
“¿De mí?”
“De esto. De lo que siento. De lo mucho que deseo algo que sé que no debería desear.” Mis manos se aferraron a su camisa. “Eres un criminal. Lastimas a la gente. Vives en un mundo donde la gente es secuestrada y le disparan.”
“Y sé lo que soy. Nunca fingí ser otra cosa.” Su pulgar secó mis lágrimas. “Pero contigo, quiero ser más. Quiero ser el hombre que te protege, que te hace sonreír, que te da una vida segura y feliz y todo lo que mereces.”
“No puedes prometer eso. Hoy demostró que no puedes prometer eso.”
“Hoy demostró exactamente lo contrario.” Sus ojos ardieron en los míos. “Hoy demostró que cualquiera que te amenace enfrentará a un ejército. Me enfrentará a mí. Y yo soy mucho más aterrador que cualquier arma. Ahora eres mía, Elena. Lo aceptes o no. Huya o te quedes, eres mía. Y protejo lo que es mío con todo lo que tengo.”
“Esto es una locura.”
“Sí.”
“Esto nunca funcionará.”
“Probablemente no.”
“Debo irme. Debo volver a mi vida normal.”
Me besó, cortando cada argumento racional con su boca en la mía. Dios mío, no se parecía a nada que hubiera imaginado. Era consumidor, desesperado, como si estuviera vertiendo cada emoción que no podía decir en ese beso.
Debí haberlo empujado. Debí haber mantenido los límites. Profesional. Estrictamente profesional. Pero en lugar de eso, le devolví el beso. Envolví mis brazos alrededor de su cuello. Me permití ahogarme en la intensidad de Armando Vidal.
Cuando finalmente nos separamos, ambos respirábamos agitadamente. Sus ojos estaban oscuros, peligrosos, llenos de promesas.
“Dime que pare”, dijo. Su voz era áspera, tensa. “Dime que me aleje y lo haré. Pero Elena, si no me dices que pare, no lo haré. Te llevaré a tu habitación y te mostraré exactamente lo que significa ser mía.”
Mi corazón latía con fuerza. Cada pensamiento racional gritaba que dijera que no. Pero las palabras que salieron no fueron un no.
“No pares.”
Algo feroz brilló en sus ojos. Triunfo, posesión, hambre. Se puso de pie, levantándome con él. Mis piernas se envolvieron alrededor de su cintura automáticamente. Me llevó hacia mi dormitorio, su boca encontrando la mía de nuevo.
“Última oportunidad”, murmuró contra mis labios. “Última oportunidad para cambiar de opinión.”
“No quiero cambiar de opinión. No quiero ser racional. No quiero estar a salvo.” Me aparté para mirarlo. “Te quiero a ti. Que Dios me ayude. Te quiero a ti.”
“Entonces me tienes.” Pateó la puerta del dormitorio para cerrarla detrás de nosotros. “Me tienes a mí. Todo de mí. Cada parte oscura, peligrosa y rota. Y nunca te voy a dejar ir.”
Me acostó en la cama, se quedó sobre mí por un momento, solo mirándome, como si estuviera memorizando este momento, esta elección. Luego, me siguió, y todo lo demás desapareció. El miedo, el peligro, los argumentos racionales. Solo estábamos él y yo. Solo este momento donde finalmente dejé de huir de lo que quería y me permití caer