
Capítulo 1: El rascacielos y la fonda
El piso 50 de la Torre Clark en Paseo de la Reforma era un santuario de cristal y acero. Desde ahí, el mundo se veía pequeño, casi insignificante. Yo, Benjamín Clark, observaba el tráfico de la Ciudad de México como quien mira un hormiguero. Tenía todo lo que un hombre de 32 años podría desear: una colección de autos que no cabía en mi estacionamiento, una cuenta bancaria que marearía a cualquier contador y un apellido que abría todas las puertas de Polanco. Pero esa mañana de 24 de diciembre, me sentía como el hombre más pobre del mundo.
—Señor Clark, su camioneta está lista para llevarlo al club —dijo mi asistente, con esa voz monótona que solo tienen los que te temen o te adulan.
—Cancela todo, Sergio —respondí sin mirarlo—. Hoy no soy el “Señor Clark”. Hoy voy a una cita.
Sergio me miró de reojo mientras yo me quitaba el traje de tres piezas de dos mil dólares. En su lugar, me puse una camisa de franela que compré en un mercado de paca, unos jeans que tallé con una piedra para que se vieran viejos y unas botas que ensucié con tierra de las macetas de la oficina.
—¿Está seguro de esto, jefe? —preguntó Sergio, con una mezcla de preocupación y burla—. La esposa de su chofer dice que Raquel es una mujer “de mundo”. Si aparece vestido así en Santa María la Ribera, lo van a ningunear.
—Ese es exactamente el punto, Sergio —dije, ajustándome un reloj de plástico barato—. Si me quiere con esta facha, sabré que me quiere a mí. Si no, será otra interesada más para la colección.
Bajé por el elevador de servicio para que nadie me viera. Caminé varias cuadras hasta que el aire dejó de oler a perfume francés y empezó a oler a tacos de canasta y smog. Tomé un taxi de esos que todavía huelen a aromatizante de pino colgado en el retrovisor y le pedí que me llevara a “La Pasadita”.
Cuando entré a la fonda, el contraste me golpeó como un balde de agua fría. Las mesas eran de madera vieja, cubiertas con manteles de plástico de cuadros rojos. El lugar estaba lleno de gente que se reía a carcajadas, compartiendo platos de pozole y chicharrón en salsa verde. Era un caos hermoso, un caos que yo no conocía.
Me senté en el rincón más oscuro, tratando de pasar desapercibido. Mis manos, suaves por años de no cargar nada más pesado que una tablet, se sentían fuera de lugar sobre la mesa pegajosa. Pedí un café de olla. El primer sorbo me quemó la lengua, pero sabía a gloria; sabía a algo que no me costó una fortuna, pero que tenía alma.
Miré el reloj. Raquel llegaba tarde. En mi mundo, eso era un insulto. En este mundo, quizá solo era el tráfico de la ciudad. Esperé, sintiendo la mirada de algunos comensales que sospechaban de mi disfraz de “pobre”. No sabía que en menos de una hora, mi vida perfecta se caería a pedazos para dejar entrar algo mucho más real.
Capítulo 2: La humillación bajo la lluvia
La puerta de la fonda se abrió con un golpe seco. Raquel entró como si estuviera caminando por una pasarela de moda en lugar de una fonda de barrio. Llevaba un abrigo rojo que gritaba “diseñador” y unas botas de tacón que hacían un ruido insoportable contra el piso de mosaico desgastado.
Cuando sus ojos recorrieron el lugar, supe que esto iba a ser un desastre. Su expresión era la de alguien que acaba de oler basura podrida. Finalmente, su mirada aterrizó en mí. Se quedó estática unos segundos, comparando mi foto de perfil (donde salía de lejos y con ropa deportiva) con el hombre desarrapado que tenía enfrente.
—¿Ben? —preguntó, arqueando una ceja perfectamente depilada. Su tono de voz era tan afilado que podría haber cortado el mantel.
—Hola, Raquel. Sí, soy yo. Qué bueno que llegaste —me levanté para saludarla, pero ella retrocedió un paso, como si tuviera miedo de que mi pobreza fuera contagiosa.
—¿Es una broma? —dijo, sin bajar la voz. La gente en las mesas de al lado dejó de hablar—. Me dijeron que eras “empresario”. Me dijeron que tenías ambición.
—Bueno, trabajo en el sector logístico —mentí, usando mi fachada de cargador de almacén—. Es un trabajo pesado, pero saco para el gasto. Siéntate, el café de olla está buenísimo.
Raquel soltó una carcajada que sonó como un cristal rompiéndose. Se cruzó de brazos, ignorando la silla que yo le ofrecía.
—¿Sentarme aquí? ¿En este cuchitril que huele a manteca? Por favor, Benjamín, o como te llames. Tengo una maestría en el extranjero, mi departamento en la Condesa cuesta más de lo que tú ganarías en diez años cargando cajas. No sé qué pensaba la esposa de Mauricio cuando nos presentó. Claramente pensó que yo estaba desesperada.
—Solo es una cena, Raquel. Pensé que podríamos conocernos, hablar de algo más que dinero —intenté mantener la calma, pero el pulso me vibraba en las sienes.
—¿De qué vamos a hablar? —me gritó ella, y esta vez el dueño de la fonda se asomó desde la cocina—. ¿De cómo ahorras para el camión? ¿De qué oferta hay en el súper? Yo tengo estándares. Yo salgo con hombres que me llevan a restaurantes donde la carta no tiene fotos de la comida.
En ese momento, la lluvia empezó a caer con fuerza afuera, golpeando el techo de lámina de una parte de la fonda. Raquel miró sus botas de piel.
—¡Y ahora mi calzado se va a arruinar por venir a esta colonia de mala muerte! Eres un perdedor, Ben. Un muerto de hambre que intenta ligar por encima de sus posibilidades. No me vuelvas a buscar, ni por error.
Se dio la vuelta y salió azotando la puerta. Me quedé ahí, de pie, sintiendo los ojos de cincuenta personas clavados en mi espalda. La humillación era física, un nudo amargo en la garganta. Por un segundo, quise salir corriendo, subirme a mi camioneta blindada y demostrarle quién era yo. Quería que viera mi oficina, mi reloj de oro, mi poder. Pero luego me senté lentamente. Ella no se había ido porque yo fuera una mala persona; se había ido porque pensaba que no tenía dinero.
—Esa mujer tiene el alma más fea que un coche chocado —susurró una voz a mi lado.
Miré hacia arriba. Era una niña pequeña, de unos seis años, con dos colitas despeinadas y un suéter verde que le quedaba un poco grande. Me miraba con una seriedad absoluta, como si entendiera el peso del mundo.
—Lili, no molestes al señor —dijo una mujer, acercándose rápidamente.
Era la mesera que me había servido el café. Tenía la cara lavada, el cabello recogido en una coleta sencilla y unos ojos que, a pesar de las ojeras, brillaban con una bondad que me desarmó por completo. Su nombre en el gafete decía: “Ámbar”.
Capítulo 3: Ámbar y el sabor de la bondad
—No se preocupe, no me molesta —dije, tratando de forzar una sonrisa que me salió más como una mueca de dolor.
—Le gritó muy feo —insistió la niña, Lili, recargando su barbilla en la orilla de mi mesa—. Mi mamá dice que las personas que gritan es porque tienen un fantasma en el corazón que les da miedo.
Ámbar suspiró, acariciando el cabello de su hija. Me miró con una disculpa sincera en los ojos, una que no pedía nada a cambio.
—Lo siento mucho, de verdad. Hay gente que olvida que todos somos humanos antes que cualquier otra cosa. ¿Quiere que le traiga un poco de pan de dulce? Invita la casa. Para que se le pase el trago amargo.
—No es necesario, gracias —respondí, aunque la verdad es que necesitaba algo que borrara el veneno de Raquel.
—Yo insisto —dijo Ámbar con una calidez que me hizo sentir, por primera vez en años, que no estaba siendo evaluado—. Nadie debería estar solo en Navidad, y menos con el corazón apachurrado.
Se fue a la cocina y regresó con un plato de pan dulce recién horneado y una rebanada de pay de queso. Se sentó un momento conmigo, ya que el lugar empezaba a vaciarse debido a la tormenta. Lili se sentó en la silla de enfrente y sacó un libro para colorear.
—¿Usted trabaja aquí cerca? —preguntó Ámbar con curiosidad genuina.
—En un almacén, por los rumbos de Vallejo —mentí de nuevo, pero esta vez me dolió hacerlo—. Cargo camiones, muevo cajas. Ya sabe, la chamba diaria.
—Es un trabajo muy digno —dijo ella, asintiendo—. Yo soy enfermera pediátrica en el Hospital General, pero los fines de semana y los días festivos ayudo aquí a mi tío. La vida en la ciudad no perdona, y menos cuando una tiene una pequeña guerrera que mantener.
—¿Enfermera y mesera? Eso es mucho trabajo —dije, impresionado. Mis “problemas” de oficina sobre fusiones de empresas me parecieron ridículos comparados con su realidad.
—Se hace lo que se puede por los que se aman —respondió ella con una sonrisa que iluminó la fonda entera—. Mi Lili es mi motor. Ella pasó por algo muy difícil hace un par de años… tuvo leucemia.
El corazón se me encogió. Miré a la niña, que coloreaba un sol naranja con mucha concentración. Se veía tan sana, tan llena de vida.
—Fueron tiempos oscuros —continuó Ámbar, bajando un poco la voz—. Pero el hospital, los doctores y las oraciones nos sacaron adelante. Ahora estamos en remisión, aunque las deudas de los tratamientos son como una sombra que no se quita. Por eso doblo turno. Pero estamos vivas, Benjamín. Y eso es lo único que importa hoy.
Nos quedamos en silencio un momento. Ella no me pidió dinero, no me contó su historia para darme lástima; me la contó para compartir su esperanza. Yo, el hombre que podía comprar el hospital entero, me sentí pequeño ante su fortaleza.
—Ben, ¿tienes familia? —preguntó Lili de pronto, sin levantar la vista de su dibujo.
—No realmente, chaparra. Mis papás murieron hace tiempo y no tengo hermanos. Estoy un poco solo en estas fechas.
Lili dejó su crayón y me miró fijamente. Luego miró a su mamá. Hubo un entendimiento silencioso entre ellas, esa conexión que solo tienen las madres y los hijos que han sobrevivido a tormentas juntos.
—Mamá, ¿por qué Ben no viene a cenar con nosotras? No podemos dejar que cene solo un sándwich de Oxxo en Navidad.
Ámbar se puso roja de inmediato, nerviosa. —Lili, no podemos andar invitando a la gente así… el señor ha de tener planes, o quiere descansar.
—No tengo planes —dije, y las palabras salieron de mi boca antes de que pudiera procesarlas—. Y la verdad, me encantaría cenar con ustedes. Si no es mucha molestia.
Ámbar me miró, buscando en mis ojos alguna señal de que fuera un peligro. Vio mi ropa vieja, mis botas sucias y la tristeza que aún me quedaba de la humillación de Raquel. Pero también vio algo más: una necesidad desesperada de conexión humana.
—Es una cena sencilla —advirtió ella—. Rompope casero, unos tamales que trajo mi tía y ensalada de manzana. No es un banquete de hotel.
—Para mí, sería el mejor banquete del mundo —respondí con total sinceridad.
Capítulo 4: El departamento de la calle Fresno
Salimos de la fonda cuando el turno de Ámbar terminó. Caminamos bajo el paraguas grande de ella, con Lili en medio saltando en los charcos. Yo cargaba la bolsa de las sobras que el tío de Ámbar les había regalado. Mientras caminábamos por las calles de la Santa María, veía los edificios antiguos con sus fachadas descuidadas, las luces de colores en las ventanas y los puestos de tamales echando vapor.
Llegamos a un edificio de esos que tienen historia en sus grietas. Subimos tres pisos por escaleras de cemento que olían a limpiador de pino y comida casera. Ámbar abrió la puerta de un departamento pequeño, pero impecable.
—Bienvenidos a nuestra fortaleza —dijo con orgullo.
El lugar no medía más de cincuenta metros cuadrados. La sala tenía un sillón viejo cubierto con una manta tejida a mano, una televisión pequeña y un árbol de Navidad de plástico que apenas medía un metro, decorado con esferas de colores y dibujos hechos por Lili. No había lujos, pero el lugar irradiaba un calor que mi departamento inteligente en Polanco nunca había tenido.
—Ponte cómodo, Ben. Voy a calentar la cena —dijo Ámbar, quitándose el delantal.
Me quedé en la sala con Lili. Ella me arrastró a su rincón de juguetes y me mostró a su muñeco favorito, un oso al que le faltaba un ojo pero que ella abrazaba como si fuera un tesoro.
—Se llama “Capitán” —me explicó—. Él me cuidó cuando estaba en el hospital y me dolía el brazo por las medicinas. Es muy valiente.
—Se nota que es un gran guerrero, igual que tú —le dije, sentándome en el suelo con ella.
—Ben, ¿tú eres valiente? —me preguntó de repente.
—A veces. A veces tengo miedo de que la gente no me quiera por quien soy, sino por lo que piensan que tengo —respondí, dándome cuenta de que le estaba diciendo la verdad más profunda de mi vida a una niña de seis años.
—Pues yo te quiero porque me caíste bien y porque tienes ojos de gente buena —dijo ella con esa lógica infantil que es aplastante.
Cenamos en una mesa plegable. Los tamales estaban deliciosos, el atole de guayaba me calentó el alma y la plática fluyó como si nos conociéramos de toda la vida. Ámbar me contó sus luchas para terminar su especialidad, cómo a veces no dormía por estudiar mientras Lili dormía a su lado. Yo le conté historias inventadas de mi “vida en el almacén”, pero mezcladas con verdades sobre mi infancia solitaria.
En un momento, Ámbar se levantó para traer más atole y vi una pila de sobres en la barra de la cocina. Eran estados de cuenta con sellos rojos: “Urgente”, “Último aviso”. Mis ojos, entrenados para los negocios, leyeron las cifras en un segundo. Debía casi doscientos mil pesos en gastos médicos acumulados.
Sentí una punzada de rabia. Mientras yo me preocupaba por si mis acciones subían o bajaban un punto, esta mujer maravillosa perdía el sueño por una cifra que para mí era lo que costaba una llanta de mi Ferrari.
—Ben, ¿estás bien? —preguntó Ámbar, regresando a la mesa.
—Sí, perdón. Me quedé pensando en lo buena que está la comida —dije, forzando la vista hacia otro lado.
—Es poco, pero es con mucho cariño —dijo ella, sentándose de nuevo—. Sabes, hace mucho que no teníamos invitados. Desde que James murió, nos hemos cerrado un poco. Pero hoy… hoy se siente diferente. Se siente como Navidad.
Miré a Ámbar a los ojos y sentí una conexión eléctrica, algo que nunca había sentido con ninguna de las mujeres de mi círculo social. Ella no era una “mesera” o una “enfermera pobre”. Era una mujer íntegra, fuerte, radiante. Y en ese momento supe que mi experimento había terminado, pero que mi mentira apenas empezaba a complicarse.
No podía simplemente sacar mi chequera y resolverle la vida; ella era demasiado orgullosa, me echaría a la calle si pensara que le estoy dando caridad. Tenía que ser inteligente. Tenía que ser su ángel anónimo mientras seguía siendo “Ben el de las cajas”.
Cuando me despedí esa noche, Lili me dio un abrazo que me llegó hasta los huesos. Ámbar me acompañó a la puerta.
—Gracias por venir, de verdad —susurró—. Hiciste que un día difícil se volviera especial.
—Gracias a ustedes por recibirme. Nos vemos pronto, Ámbar. Lo prometo.
Bajé las escaleras con el corazón a mil por hora. Saqué mi teléfono inteligente de última generación, ese que había tenido escondido todo el tiempo, y marqué a mi jefe de seguridad.
—Arturo, despierta a quien tengas que despertar —dije, con la voz del Benjamín Clark que todos conocían—. Tengo una lista de deudas médicas de un hospital. Quiero que desaparezcan mañana mismo. Y necesito comprar un edificio en la calle Fresno. Sí, ahora mismo. No me importa el precio.
Caminé hacia la calle principal, viendo las luces de la ciudad. El juego había cambiado. Ya no era sobre probar a Raquel; era sobre salvar a Ámbar. Lo que no sabía era que el secreto de mi fortuna sería la prueba más grande que nuestro amor tendría que enfrenta.
Capítulo 5: Operación Milagro en la Santa María
La mañana del 26 de diciembre, la Ciudad de México despertó con un sol pálido que apenas calentaba el pavimento. Para Ámbar, era un día de angustia: su viejo Chevy Monza no arrancaba y la renta estaba por vencerse. Pero para mí, era el día en que “Operación Milagro” entraba en marcha.
—Sergio, ¿está todo listo? —pregunté desde mi oficina en Polanco, mientras me ponía de nuevo mi camisa de franela para mi transformación diaria.
—Todo bajo control, jefe. El mecánico, Don Lupe, ya tiene el coche. Se le dijo que la fonda “La Pasadita” pagó todo como bono navideño. Los estados de cuenta del hospital ya marcan “Saldo Cero” gracias a una donación anónima de una fundación suiza. Y sobre el edificio de la calle Fresno… ya es suyo.
Colgué y sentí una mezcla de triunfo y terror. Estaba jugando a ser Dios en la vida de una mujer que apenas conocía, pero que ya lo era todo para mí.
Fui a buscar a Ámbar a la fonda. Cuando llegué, ella estaba llorando, pero no de tristeza. Me abrazó con tanta fuerza que casi pierdo el equilibrio.
—¡Ben! No vas a creer lo que pasó —sollozó en mi hombro—. El hospital me llamó… ¡una fundación pagó la deuda de Lili! Toda. Hasta el último peso. Y Don Lupe me devolvió el coche; dice que el motor está como nuevo y que el dueño de la fonda liquidó la cuenta. ¡Es un milagro de la Virgen, Ben!
—Eso es increíble, Ámbar. Te lo mereces por ser tan trabajadora —dije, tratando de que mi voz no temblara.
—Pero hay algo más —me miró fijamente—. El casero, Don Goyo, vino hace rato. Dice que vendió el edificio y que el nuevo dueño bajó las rentas a la mitad porque va a remodelar todo. Ben… ¿cómo puede pasar tanto bueno en un solo día? Es como si alguien nos estuviera cuidando desde arriba.
—A veces el universo se cansa de ver sufrir a la gente buena —respondí, dándole un beso en la frente.
Esa tarde la pasamos celebrando con helados en el parque de la Alameda Central. Pero mientras Lili corría tras las palomas, yo sentía el peso de mi secreto. Cada vez que Ámbar me agradecía por ser su apoyo moral, yo sentía que la estaba traicionando. Estaba construyendo una catedral sobre cimientos de arena.
Capítulo 6: El laberinto de las mentiras
Llegó la víspera de Año Nuevo. Ámbar me invitó a pasarla con ellas. Yo había inventado mil excusas en mi oficina para no asistir a la gala anual de los Clark.
—Diles que me enfermé, Sergio. Inventa un brote de malaria si es necesario —le había ordenado a mi asistente.
Esa noche, en el pequeño departamento de la calle Fresno, la felicidad era palpable. Ámbar llevaba un vestido sencillo que había comprado en rebaja, pero para mí, se veía más elegante que cualquier reina. Cenamos bacalao y brindamos con sidra barata.
—Ben —dijo ella, mientras las luces de los fuegos artificiales estallaban sobre el horizonte de la ciudad—, nunca me imaginé que este año terminaría así. Contigo. A veces me da miedo que seas demasiado bueno para ser verdad. Que un día despiertes y te des cuenta de que una enfermera con deudas y una niña no son suficientes para ti.
—Eres más que suficiente, Ámbar. Eres todo lo que no sabía que necesitaba —le dije con total sinceridad.
Pero la paz duró poco. A media noche, un hombre empezó a golpear la puerta con violencia. Era Don Goyo, el antiguo dueño del edificio. Estaba borracho y furioso.
—¡Ámbar! ¡Sal de ahí! ¡Ese contrato de venta fue un robo! —gritaba desde el pasillo—. ¡Díganle a su “nuevo dueño” que no me voy a quedar de brazos cruzados! ¡Los voy a sacar a todos a patadas!
Lili empezó a llorar, escondiéndose detrás de mis piernas. Mi instinto de protección saltó. Abrí la puerta de golpe.
—Lárgate de aquí, Goyo. Ahora mismo —dije con una voz que no era la de un cargador de almacén. Era la voz de un hombre acostumbrado a mandar.
—¿Y tú quién eres, muerto de hambre? —se burló él—. ¿El nuevo novio pobre? Me dijeron que el comprador es un pez gordo de Polanco. ¡Seguro tú eres su gato!
—No te lo voy a repetir. Si vuelves a molestar a esta familia, te vas a arrepentir el resto de tu vida —le puse una mano en el pecho y lo empujé hacia las escaleras. El miedo en sus ojos fue instantáneo. Se fue maldiciendo, pero se fue.
Cuando cerré la puerta, Ámbar me miraba con extrañeza. —¿Ben? ¿Dónde aprendiste a hablar así? Parecías otra persona…
—Es que… en el almacén a veces hay que ponerse firme —mentí, sintiendo que el nudo en mi garganta se apretaba más. La verdad estaba pidiendo a gritos salir, pero el miedo a perderlas me cosía los labios.
Capítulo 7: La caída del imperio de cristal
El golpe final no vino de Don Goyo, sino de mi pasado. Raquel, la mujer que me había humillado en la fonda, no era tonta. Había visto a un hombre idéntico a Benjamín Clark en una zona pobre y su ambición se encendió. Contrató a un paparazzi para seguirme.
Tres días después del Año Nuevo, el escándalo estalló. Estaba en mi oficina, ya vestido de CEO, cuando Sergio entró sin tocar.
—Jefe… mire esto.
En la pantalla de la computadora, un sitio de chismes mostraba fotos mías saliendo del edificio de Ámbar, fotos mías cargando a Lili, y fotos mías besando a Ámbar en el Chevy Monza. El titular decía: “El Billonario Ermitaño: Benjamín Clark juega a la casita en el barrio. ¿Excentricidad o amor real?”.
—¡Maldita sea! —golpeé el escritorio—. ¡Tengo que ir con ella ahora mismo!
Pero era tarde. Ámbar ya lo había visto. Cuando llegué a la calle Fresno, había reporteros en la puerta. Subí por la escalera de incendios para evitar las cámaras. Entré al departamento y encontré a Ámbar sentada en el suelo, rodeada de periódicos y con la tablet encendida. Lili estaba con la vecina.
—¿Benjamín Clark? —su voz era gélida, vacía. No me miró—. ¿Dueño de Clark Industries? ¿Propietario de media ciudad?
—Ámbar, déjame explicarte…
—¡¿Explicarme qué?! —se puso de pie, gritando con un dolor que me desgarró el alma—. ¿Que me viste la cara de estúpida? ¿Que te burlaste de mis deudas, de mi trabajo, de mi vida? ¿Fue divertido, Benjamín? ¿Ver cómo la mesera se enamoraba del pobre cargador para luego reírte en tu penthouse?
—¡Nunca me reí! ¡Lo hice porque quería que alguien me amara de verdad! —intenté acercarme, pero ella retrocedió como si fuera un monstruo.
—¡Me compraste, Benjamín! Pagaste mis deudas sin decirme, compraste mi edificio para controlarme. ¡Me quitaste mi dignidad! Todo lo que sentía por ti… todo era una mentira. No eres el hombre que conocí. Ese hombre era bueno, era humilde. Tú… tú solo eres un niño rico jugando con personas reales.
—Te amo, Ámbar. Eso es lo único real aquí.
—Vete de aquí. No vuelvas nunca. No quiero tu dinero, no quiero tu edificio, y no quiero volver a ver tu cara.
Salí del departamento mientras los flashes de las cámaras me cegaban. Había ganado el mundo, pero había perdido mi alma.
Capítulo 8: El milagro de la honestidad
Pasé un mes en un limbo gris. Doné millones a causas que no me importaban, asistí a juntas que me parecían vacías. No sabía nada de ellas. Ámbar se había mudado y había cambiado de trabajo. No usé mis recursos para rastrearla; se lo debía. Tenía que respetarla.
Pero una tarde, recibí un sobre. Era un cheque por 500 pesos. Una nota decía: “La primera cuota de lo que te debo por el arreglo del coche. No quiero nada de ti. Ámbar”.
Esa pequeña nota me dio una idea. No podía comprar su perdón, pero podía ganármelo. Dejé de ser el CEO. Delegué la empresa a Sergio y me mudé a un pequeño departamento cerca del Hospital General. Empecé a trabajar de voluntario en el área de oncología pediátrica, leyendo cuentos a los niños, limpiando pisos, siendo útil sin usar mi nombre.
Un día, después de seis meses, Ámbar entró a la sala común. Se quedó petrificada al verme ahí, con una bata de voluntario, ayudando a un niño a pintar. No dije nada. Solo seguí trabajando. Así pasaron semanas. Nos cruzábamos en los pasillos. Yo solo asentía y seguía.
Finalmente, una tarde de lluvia, ella me esperó a la salida. —¿Por qué haces esto, Benjamín? Tienes billones. Podrías estar en París.
—Porque aquí es donde está la gente que amo —dije, empapado por el agua—. Y porque descubrí que “Ben” era más feliz que “El Señor Clark”. No estoy aquí para presumir, Ámbar. Estoy aquí porque es el único lugar donde me siento vivo.
Ella me miró por un tiempo eterno. Vio mis manos, ahora callosas por el trabajo real, vio mis ojos cansados pero honestos. —Lili te extraña —susurró—. Dice que el “Fantasma de tu corazón” ya se fue.
—¿Y tú? ¿Tú me extrañas?
Ámbar no contestó con palabras. Se acercó y me besó bajo la lluvia de la Ciudad de México. No fue un beso de película, fue un beso de perdón, de nuevas oportunidades y de verdad absoluta.
Un año después, celebramos la Navidad. No en un hotel de lujo, sino en nuestra nueva casa en Coyoacán. Una casa que compramos juntos, con sus ahorros y los míos (los de mi sueldo como administrador del hospital, pues doné la mayoría de mi fortuna a la investigación del cáncer infantil).
Mientras Lili jugaba en el jardín con su muñeca “Princesa”, me arrodillé frente a Ámbar. —Ya no hay secretos, Ámbar. Solo nosotros. ¿Quieres ser mi esposa?
—Sí, mil veces sí —respondió ella, mientras el sol de la tarde iluminaba su rostro.
Esa noche aprendí la lección más grande de todas: el dinero puede construir rascacielos, pero solo la verdad puede construir un hogar. Y yo, por fin, había llegado a casa.
FIN