PARTE 1: EL DESPERTAR DEL TIBURÓN
Me llamo Roberto. En el mundo de los negocios me conocen como “El Tiburón”. Si quieres construir un edificio en la Ciudad de México y hay gente estorbando, me llamas a mí. Yo no pregunto por historias, yo pregunto por escrituras. Mi vida siempre fue una línea recta hacia arriba: del orfanato a la cima de los rascacielos. O eso creía yo.
Esa mañana, el sol de la capital pegaba fuerte. Me bajé de mi camioneta blindada, ajustándome el nudo de la corbata de seda. Mis abogados y los hombres de la constructora me seguían como sombras. El objetivo era simple: una vieja casa en una colonia que pronto sería el nuevo Santa Fe. Solo faltaba esa propiedad para cerrar el complejo de lujo “Torre Norte”.
—Señor, la señora se niega a salir —me dijo mi asistente, temblando—. Dice que de aquí solo sale muerta. —Pamplinas —respondí con mi voz de acero—. Denle el cheque de la oferta mínima y si no, que los cargadores saquen todo a la banqueta. Tengo una junta a las doce y no voy a perder millones por una vieja terca.
Entré a la casa sin tocar. El olor a canela y jabón de barra me golpeó de frente, un aroma que mi subconsciente reconoció antes que mi cerebro. La casa era humilde, de techos altos y paredes de adobe que habían visto mejores décadas. Doña Clara estaba ahí, sentada en una silla de madera, sosteniendo un rosario. Ni siquiera se inmutó cuando entré con mis botas de marca pisando su suelo limpio.
—Se acabó el tiempo, señora —le dije, sacando una pluma de oro—. Firme y váyase con algo de dignidad.
Ella no me miró. Señaló con su dedo huesudo hacia la pared junto a la entrada. —Mira primero, Betito. Luego, haz lo que tu ambición te mande.
Ese nombre. Nadie me decía “Betito” desde hacía cuarenta años. Me giré, listo para soltar un insulto, pero mis ojos se clavaron en una fotografía vieja. Era yo. Un bebé de apenas un año, riendo en los brazos de una mujer que irradiaba un amor que yo nunca creí haber recibido. Y en mi mano, un caballito de madera con una muesca en la oreja. Mi caballito. El que mordí cuando me dolían las encías en el orfanato. El único recuerdo que tuve de una vida que creía inexistente.
Mis piernas fallaron. El piso de tierra se sintió más real que cualquier alfombra de oficina. Caí de rodillas, y el “Tiburón” se ahogó en un mar de lágrimas que habían estado guardadas por cuatro décadas.
PARTE 2: EL REENCUENTRO Y LA REDENCIÓN
—¿Quién es usted? —logré articular, con el alma colgando de un hilo. Doña Clara se levantó. No se veía como una enemiga, sino como alguien que finalmente terminaba una guardia de mil años. Me trajo una taza de café en una cerámica despostillada. El café sabía a gloria y a tristeza.
—Soy la mujer que te tuvo que soltar para que no te fueras al cielo antes de tiempo —respondió ella—. Tu padre murió cuando tú apenas gateabas. No teníamos nada, Roberto. Vivíamos bajo un puente cerca de Tlatelolco. Te estabas secando, estabas enfermo. El doctor me dijo que si no comías bien, no pasarías del invierno.
El resentimiento que yo había usado como armadura empezó a agrietarse. Yo siempre pensé que mi madre me había dejado porque yo no valía nada. Que se había ido a buscar una vida fácil.
—Te dejé en la puerta del orfanato no porque no te quisiera, sino porque te amaba demasiado para verte morir de hambre —continuó Clara, con los ojos nublados—. Fui cada semana a preguntar por ti, escondida entre los árboles del parque. Te veía jugar desde lejos. Ahorré cada peso lavando ropa ajena para recuperarte, pero cuando tuve el dinero, ya te habían movido. Me dijeron que estabas en un programa de adopción cerrada. Me rompieron el corazón, hijo.
Me contó cómo me buscó por años, cómo recortaba mis fotos de las secciones de negocios de los periódicos. Esa casa vieja no era un capricho. Era su observatorio. Desde su ventana se veía mi oficina en la torre más alta. Ella me cuidaba desde la distancia, orgullosa del hombre en el que me había convertido, aunque ese hombre fuera un monstruo que venía a quitarle su techo.
Me levanté, pero ya no era el mismo. Mis abogados entraron, impacientes. —Señor, ¿procedemos? Las excavadoras están en la esquina.
Los miré como si fueran extraños. Saqué mi celular y marqué a mi socio principal. —Cancela todo. La Torre Norte se cancela hoy mismo. —¿Qué? ¡Roberto, estás loco! Perderemos más de cincuenta millones de pesos en penalizaciones —gritó por el auricular. —Prefiero perder cincuenta millones que perder mi alma dos veces —sentencié—. Y dile a Relaciones Públicas que el terreno se donará. Vamos a construir algo que valga la pena.
Pasé esa tarde sentado en el patio de Doña Clara, o mejor dicho, de mi madre. Le pedí perdón por cada palabra dura, por cada minuto de soberbia. Ella solo me acariciaba el cabello como si todavía fuera ese bebé de la foto.
No fue fácil. El mundo inmobiliario se me fue encima. Me llamaron débil, me llamaron loco. Pero por primera vez en mi vida, dormí en paz. No en mi cama King Size de diez mil dólares, sino en un catre viejo en la habitación de junto de mi madre, escuchando su respiración al otro lado de la pared.
Meses después, donde iba a estar un edificio de departamentos de lujo, se inauguró el “Centro Comunitario Clara”. Un lugar diseñado para madres solteras. Guardería gratuita, comedor y asesoría legal para que ninguna mujer en México tenga que elegir entre entregar a su hijo o verlo morir de hambre.
La prensa mexicana se volvió loca. “¿El Tiburón se volvió santo?”, decían los titulares. Yo no era un santo, solo era un hijo que había regresado a casa. Mi madre cortó el listón inaugural con una sonrisa que iluminó toda la colonia.
Hoy, mi madre vive conmigo en una casa con jardín, donde puede sembrar sus chiles y sus flores. Pero la foto… esa foto vieja, manchada y rota, ocupa el lugar más importante de mi sala de juntas.
Cada vez que un socio nuevo intenta convencerme de un negocio que pasa por encima de la gente, lo obligo a mirar la foto. Les cuento la historia de la muesca en la oreja del caballito de madera.
Porque aprendí que puedes ser dueño de la ciudad entera, pero si no tienes a quién amar, eres el hombre más pobre de la tierra. Mi madre me dio la vida dos veces: la primera cuando me tuvo, y la segunda cuando me perdonó.
A veces, el éxito no es llegar a la cima, sino saber bajar de ella para abrazar a quien siempre te estuvo esperando.
FIN.
