PARTE 1
Capítulo 1: El Grito en el Silencio de San Pedro
El calor en Monterrey no perdona, ni siquiera a los muertos. Eran las tres de la tarde y el sol caía a plomo sobre el Panteón Valle de la Paz. Yo estaba ahí, parado frente al hueco en la tierra que se tragaría a mi madre para siempre, sintiendo cómo el sudor me bajaba por la espalda bajo el traje negro de diseñador. A mi alrededor, la “crema y nata” de la sociedad regia murmuraba cosas que no me importaban.
“Pobre Matías”, decían. “Tan joven y ya sin madre”. “Pero mira qué fuerte es Daniela, qué entereza”.
Daniela. Mi esposa. Estaba a mi lado, impecable tras sus lentes oscuros de marca, sosteniendo mi brazo con una firmeza que parecía más un candado que un consuelo. Llevábamos casados tres años. Tres años en los que ella había tomado el control de todo: la empresa, la casa, las cuentas y, finalmente, la vida de mi madre.
—Ya casi termina, amor —me susurró, secándose una lágrima invisible con un pañuelo de seda—. Fue una ceremonia hermosa. Tu madre estaría orgullosa de lo rápido y eficiente que fue todo.
Eficiente. Esa era la palabra favorita de Daniela. Todo tenía que ser eficiente. Incluso la muerte. Mi madre, Doña Isabel Montemayor, había muerto la noche anterior de un “infarto masivo” mientras dormía. Eso me dijo Daniela. Yo estaba en un viaje de negocios en Ciudad de México, un viaje que Daniela insistió que hiciera. Cuando regresé en el primer vuelo de la mañana, el ataúd ya estaba cerrado.
—El doctor dijo que era mejor recordarla como era —me había dicho Daniela en la casa, bloqueando la puerta de la habitación—. No te hagas daño, Matías. No la veas así.
Y yo, como un cobarde, le hice caso.
El sacerdote terminó su oración. Los encargados de la funeraria se acercaron para bajar el féretro. El mecanismo de las cuerdas rechinó. Y fue en ese segundo, cuando la madera estaba a punto de descender, que el protocolo se rompió.
—¡ALTO! ¡DETENGAN TODO!
El grito no fue de dolor. Fue de guerra.
Todos giramos. Corriendo entre las lápidas, tropezando con sus propios pies, venía Juana. Juana Martínez. La mujer que había criado a medio Monterrey, la que nos hacía el café de olla en las mañanas, la que le soba los pies a mi madre cuando se le hinchaban. Venía con el uniforme de servicio puesto, el cabello desalineado y la cara bañada en llanto.
—¡Su madre está viva, señor Matías! —gritó, señalando la caja—. ¡Ese ataúd es falso!
El silencio que siguió fue más pesado que la losa de mármol que esperaban poner. Los invitados se quedaron de piedra.
Capítulo 2: La Semilla de la Duda
Daniela reaccionó como si le hubieran dado una cachetada. Se puso rígida y su mano se clavó en mi bíceps con fuerza dolorosa.
—¿Qué hace esa mujer aquí? —siseó con veneno—. ¡Seguridad! ¡Saquen a esa loca! ¡Es una falta de respeto!
Dos guardias privados, de esos que parecen armarios con patas, corrieron a interceptar a Juana. La agarraron de los brazos con brusquedad. Ella forcejeó, pequeña y frágil contra esos gigantes, pero sus ojos… sus ojos estaban clavados en los míos.
—¡Suélteme! —chilló Juana—. ¡Señor Matías, escúcheme! ¡Por lo que más quiera! ¡Doña Isabel no está ahí! ¡Yo la vi anoche!
—¡Cállate, estúpida! —gritó Daniela, perdiendo la elegancia por primera vez. Se giró hacia los invitados, forzando una sonrisa nerviosa—. Por favor, disculpen. Es la empleada doméstica. La pobre está muy afectada, quería mucho a mi suegra y… bueno, ya saben cómo es esta gente, se confunden, hacen drama.
“Esta gente”. La frase me golpeó en el estómago. Mi madre, Doña Isabel, venía de “esa gente”. Mi madre había nacido en una colonia de tierra y lámina, y nunca, ni con todos los millones que mi padre hizo después, se olvidó de eso.
Miré a Juana. Estaba de rodillas ahora, sometida por los guardias, llorando. Pero no lloraba por ella. Lloraba por mi madre.
—Yo sé lo que vi, patrón —dijo Juana, bajando la voz, pero con una intensidad que me erizó la piel—. Anoche llegaron unos hombres. No eran de la funeraria. Sacaron a Doña Isabel por la puerta de servicio. Ella se movía, señor. ¡Ella gemía! ¡Estaba viva! La subieron a una camioneta gris, no a una carroza.
Mi corazón empezó a latir tan fuerte que sentí que se me salía por la garganta. —Daniela —dije, mi voz sonó extraña, lejana—. Daniela, ¿por qué cerraste el ataúd tan rápido?
Mi esposa se giró hacia mí. Sus ojos detrás de los lentes oscuros eran ilegibles, pero su boca temblaba. —Matías, por favor. No vas a creerle a la sirvienta antes que a tu esposa. Vi el acta de defunción. El doctor estaba ahí. Tu madre murió. ¡Aceptalo!
Pero algo no cuadraba. La prisa. La insistencia en que yo viajara. La cremación programada para esa misma tarde, justo después del entierro.
—Nadie vio el cuerpo —dijo Juana desde el suelo—. Nadie se despidió. ¿No se le hace raro, señor? Usted no le dio el último beso.
Esa fue la estocada final. El recuerdo de mi padre en su lecho de muerte me vino a la mente: “Cuida a tu madre, hijo. Que nadie le quite su dignidad”.
Me solté de Daniela. —Suelten a Juana —ordené. —Señor Montemayor, nosotros… —empezó el guardia. —¡QUE LA SUELTEN HE DICHO!
Caminé hacia el ataúd. El sol quemaba, pero yo sentía un frío mortal. Daniela corrió detrás de mí. —¡No te atrevas, Matías! ¡Esto es ilegal! ¡Vas a traumar a todos! ¡Es tu madre!
Me detuve frente a la caja. Puse la mano sobre la tapa. Estaba tibia por el sol. —Exacto, Daniela. Es mi madre. Y si está muerta, no le va a molestar que su hijo la vea una vez más. Pero si no está…
Miré a Daniela a los ojos. Se quitó los lentes. Había terror puro en su mirada. —Abran el ataúd —dije.
PARTE 2
Capítulo 3: Raíces de Tierra y Oro
Mientras los empleados de la funeraria buscaban las herramientas para desatornillar la tapa, el tiempo pareció detenerse. Mi mente voló hacia atrás, años antes de este momento grotesco.
Necesitan entender quién era Isabel Montemayor para comprender por qué esto era tan grave. Mi madre no era una “señora de sociedad” cualquiera. Ella caminaba descalza por el jardín de la mansión en Valle Oriente porque decía que necesitaba “sentir la tierra” para no volverse tonta con tanto dinero.
Nació pobre. Muy pobre. Mi padre, Don Esteban, se enamoró de ella cuando él era un carpintero y ella vendía gorditas de azúcar afuera de una fábrica. Construyeron este imperio ladrillo a ladrillo. Cuando mi padre murió y nos dejó la fortuna, mi madre siguió siendo la misma. Saludaba de beso al jardinero, comía en la cocina con Juana y detestaba las fiestas de gala.
Juana llegó a nuestras vidas hace diez años. Venía huyendo de un marido golpeador, con una mochila y hambre. Mi madre no le dio trabajo; le dio un hogar. Se sentaban juntas a ver telenovelas, a desgranar elotes, a platicar de la vida. Eran más hermanas que patrona y empleada.
Por eso, cuando Daniela entró a mi vida, el choque fue brutal. Daniela venía de una familia “bien” pero venida a menos. Tenía el apellido, pero no el dinero. Era hermosa, inteligente y calculadora. Desde el primer día, miró a mi madre como si fuera un mueble viejo y corriente que desentonaba con la decoración moderna.
—Tu madre necesita cuidados especiales, Matías —me empezó a decir hace un año—. Ya está grande. Dice cosas raras. Se le olvidan las cosas.
Poco a poco, Daniela fue aislando a mi madre. “No la molestes, está descansando”. “Cambie al personal, eran muy ruidosos”. Pero Juana se quedó. Juana era inamovible. Hasta hoy.
Capítulo 4: El Veneno Lento
El sonido del destornillador eléctrico rompió mis recuerdos. Zzzzt. Zzzzt. Cada tornillo que salía era un golpe a mi realidad.
Miré a Daniela. Estaba temblando, enviando mensajes frenéticos en su celular. Recordé los últimos meses. Mi madre había decaído de una forma alarmante. De ser una mujer llena de energía, pasó a estar siempre dormida, siempre mareada.
—Es la demencia senil, amor —decía Daniela mientras le daba unas pastillas nuevas—. El doctor Martínez dice que es normal.
¿Quién era el Doctor Martínez? Nunca lo vi. Siempre venía cuando yo estaba en la oficina.
Juana se me acercó una vez, hace dos meses. —Señor Matías, esas pastillas no le hacen bien. La tienen atarantada. Cuando no se las toma, ella está lúcida. Yo, ciego y estúpido, regañé a Juana. —Tú no eres doctor, Juana. No te metas. Deja que Daniela la cuide.
Qué imbécil fui. La culpa me golpeó el pecho. Daniela no la estaba cuidando; la estaba apagando. La estaba borrando para quedarse con todo. Mi madre era la titular de la fortuna. Mientras ella viviera, Daniela tenía acceso limitado a las cuentas grandes. Con mi madre muerta… yo heredaba todo, y como estamos casados por bienes mancomunados, Daniela se convertía en la dueña de la mitad de Monterrey.
—Falta un tornillo —dijo el empleado de la funeraria, secándose el sudor.
El aire se volvió irrespirable. Los invitados murmuraban, algunos grababan con sus celulares. Esto iba a estar en todas las redes sociales en minutos. “El escándalo de los Montemayor”.
Juana se acercó a mí. Me tomó la mano. Sus manos eran rasposas, trabajadoras, honestas. —Prepárese, mi niño —me dijo, usando el apodo que mi madre usaba—. La verdad duele, pero libera.
Capítulo 5: La Revelación del Vacío
El último tornillo cayó al suelo. Cling.
El empleado miró a Daniela, luego a mí, buscando una última confirmación. Yo asentí. Levantó la tapa pesada de caoba y terciopelo.
Me acerqué. Esperaba ver el rostro pálido de mi madre. Esperaba ver sus manos cruzadas con el rosario de perlas que le regaló mi padre. Esperaba estar equivocado y tener que pedir perdón de rodillas por profanar su descanso.
Pero cuando la tapa se abrió por completo, un grito ahogado recorrió a la multitud.
Nada. No había nada.
El ataúd estaba vacío. Solo el satén blanco, inmaculado, brillando bajo el sol cruel. Ni un cuerpo, ni cenizas, ni ropa. Solo un hueco. Un hueco del tamaño de una madre.
El mundo se me vino encima. Me tambaleé. —¿Dónde está? —susurré. Luego grité—. ¡¿DÓNDE ESTÁ MI MADRE?!
Me giré hacia Daniela. Ella ya no fingía. Estaba retrocediendo, con los ojos desorbitados, buscando una salida. —Matías, yo… te lo puedo explicar… era para protegerte… el cuerpo se… se lo llevaron para prepararlo mejor…
—¡MENTIROSA! —Juana se le abalanzó. No la golpeó, solo se plantó frente a ella como una leona—. ¡Diga dónde la tienen! ¡Diga a qué agujero la aventaron!
La gente comenzó a gritar. Alguien llamó a la policía. Yo agarré a Daniela por los hombros. —¡¿Dónde está?! ¡Si le pasó algo te juro que te mato!
—¡No está muerta! —gritó Daniela, rompiéndose en llanto histérico—. ¡Está en la clínica Santa Elena! ¡Solo quería que firmaras los papeles de la herencia! ¡Iba a traerla de vuelta después, te lo juro!
La solté con asco. Cayó al pasto, rodeada de sus mentiras. —Juana —dije, sintiendo que la adrenalina me quemaba las venas—. Vamos por ella.
Capítulo 6: Carrera contra la Muerte
Dejamos a Daniela ahí, retenida por sus propios invitados y la seguridad del panteón hasta que llegara la policía. Subí a mi camioneta. Juana subió de copiloto. Arranqué haciendo rechinar las llantas, saliendo del cementerio como un alma que lleva el diablo.
La Clínica Santa Elena. Sabía dónde era. Un lugar de mala muerte en las afueras, rumbo a la carretera nacional, donde “arreglaban” problemas discretos de gente rica. Adicciones, abortos clandestinos, y ahora, secuestros de ancianas.
—No se preocupe, patrón —decía Juana, aunque ella también temblaba—. Doña Isabel es fuerte. Es de roble.
Manejé violando todos los semáforos en rojo. Mis manos apretaban el volante hasta que los nudillos se pusieron blancos. ¿Cómo pude ser tan ciego? ¿Cómo dejé que la ambición de una mujer destruyera a la mujer que me dio la vida?
Llegamos en veinte minutos. Era un edificio gris, sucio, escondido tras una barda alta. No esperé. Estrellé la camioneta contra el portón de metal. El golpe fue brutal, pero la adrenalina no me dejó sentir dolor.
Bajé corriendo. Juana venía detrás de mí. —¡Doña Isabel! —gritaba Juana—. ¡Ya llegamos!
Entramos a la recepción. Una enfermera con cara de pocos amigos intentó detenernos. —¡Oigan, no pueden pasar! La empujé a un lado. —¡Busco a Isabel Montemayor! ¡Y si no me dice dónde está, quemo este lugar con usted adentro!
La mujer, aterrorizada, señaló un pasillo oscuro. —Habitación 4. Al fondo.
Corrí. Sentía que el pasillo se estiraba, como en una pesadilla. Llegué a la puerta 4. Estaba cerrada con llave. Le di una patada. Dos. A la tercera, la madera cedió.
Capítulo 7: El Reencuentro
La habitación olía a humedad y a medicina barata. Las cortinas estaban cerradas. En una cama de metal, conectada a un suero, estaba ella.
Se veía tan pequeña. Tan frágil. Tenía el cabello canoso enmarañado y los labios secos. —¡Mamá! —me lancé a su lado.
Le quité las agujas del brazo. Le toqué la cara. Estaba fría, pero respiraba. Sus párpados se movieron lentamente. Abrió los ojos. Esos ojos color miel que tantas veces me miraron con amor y que yo había dejado de mirar.
—Mati… —susurró. Su voz era un hilo—. Sabía… sabía que vendrías.
Me rompí. Lloré como no lloraba desde que era niño. Lloré sobre su pecho, pidiéndole perdón mil veces. —Perdóname, mamá. Soy un idiota. Perdóname.
Juana entró a la habitación. Al verla, mi madre sonrió de verdad. —Juanita… —dijo mi madre—. Me trajiste a mi hijo. —Se lo prometí, Doña Isabel —dijo Juana, llorando y besándole la mano—. Le prometí que no la dejaría sola.
Sacamos a mi madre de ahí en brazos. No esperamos ambulancia. La subí a mi camioneta, con Juana atrás cuidándola como un perro guardián. Mientras nos alejábamos de ese infierno, vi las luces de las patrullas llegando a la clínica. La justicia llegaba tarde, pero llegaba.
Capítulo 8: La Verdadera Herencia
Han pasado tres meses desde ese día.
El escándalo sacudió a todo México. “El Caso Montemayor” estuvo en todos los noticieros. Daniela está en el penal de Topo Chico, esperando sentencia por secuestro, intento de homicidio y fraude. Sus abogados intentaron alegar locura, pero el video del ataúd vacío es una prueba demasiado contundente. Nadie le cree. Sus amigos de la alta sociedad la abandonaron al instante.
Mi madre se recuperó. Es increíble lo que hace el amor y la buena comida. Volvió a caminar por su jardín, descalza, sintiendo la tierra.
Hoy por la mañana, bajé a la cocina. Ahí estaban las dos: mi madre y Juana, tomando café de olla y riéndose de algún chisme de la tele. Me detuve en el marco de la puerta a observarlas.
Perdí mucho dinero en el divorcio y en las demandas para limpiar el nombre de la empresa. Perdí “amigos” que solo estaban ahí por el interés. Pero gané algo que no tiene precio.
Juana ya no lleva uniforme. Ya no es “la sirvienta”. Es la gerente de la casa y, para efectos prácticos, mi segunda madre. Se sienta a la mesa con nosotros.
Me acerqué a ellas y les di un beso a cada una. —¿Qué hay de desayuno? —pregunté. —Gorditas de azúcar —dijo mi madre, guiñándome un ojo—. Como las que vendía antes de ser rica. Para que no se te olvide de dónde venimos, Matías.
Sonreí. —Nunca se me va a olvidar, mamá. Nunca más.
A veces, la vida te tiene que poner un ataúd vacío enfrente para que entiendas que lo único que realmente llena tu vida son las personas que te aman de verdad, no las que dicen amarte mientras te cuentan los billetes.
Si tienes a tu madre viva, ve y abrázala. Y si tienes a alguien leal como Juana en tu vida, cuídala, porque esa lealtad vale más que todo el oro de Monterrey.
Fin.