PARTE 1
Capítulo 1: El Aguijón Invisible
El dolor no pidió permiso para entrar. Llegó con la brutalidad de un verdugo silencioso, un pinchazo seco y profundo, anidado traicioneramente detrás de la oreja izquierda de Doña Aurora Contreras. La matriarca se detuvo en seco a mitad del pasillo de mármol que conectaba la sala principal con el jardín de invierno. Sus dedos, arrugados por el tiempo pero aún elegantes, se aferraron al marco de madera oscura de la puerta.
—Otra vez… —murmuró, con la voz quebrada por el miedo más que por el dolor mismo.
La mansión, ubicada en una de las zonas más exclusivas de Guadalajara, era inmensa. Demasiado grande para una mujer que sentía que se hacía más pequeña cada día. El eco de sus propios pasos la asustaba. A sus setenta y tantos años, Aurora sabía distinguir los achaques de la vejez: el crujir de las rodillas cuando llovía, el cansancio después de las cinco de la tarde. Pero esto era distinto. Era una invasión. Sentía como si una aguja invisible estuviera escarbando desde adentro hacia afuera.
Se llevó la mano a la nuca, tanteando con desesperación. Nada. La piel estaba intacta, suave, sin sangre. Pero la sensación de tener un cuerpo extraño, un parásito de acero, no desaparecía.
Desde el fondo de la casa, el ruido de la vajilla siendo colocada con una precisión casi militar la hizo estremecerse. Era Bárbara. Su nuera. La mujer que su hijo Santiago había traído a casa hacía tres años, deslumbrado por su belleza de revista y sus modales de alta sociedad. Desde que Bárbara pisó esa casa, el aire se había vuelto denso. Las flores del patio central se marchitaron misteriosamente, el café de olla ya no sabía a piloncillo y canela, y las risas se apagaron.
—¡Señora Aurora! El desayuno está servido —gritó Bárbara. No hubo calidez, ni un “buenos días”, ni un “¿cómo amaneció?”. Fue una orden disfrazada de aviso.
Aurora tragó saliva, intentando componer su postura. Santiago no estaba. Nunca estaba. Entre sus viajes a Ciudad de México y sus reuniones en el extranjero, el “gran empresario” se había vuelto un fantasma en su propio hogar, dejando a su madre a merced de una mujer que la miraba como si fuera un mueble viejo que estorba en la decoración.
Al entrar a la cocina, la luz blanca y fría lastimó los ojos de la anciana. Bárbara estaba de espaldas, acomodando servilletas de lino. Su cabello negro estaba recogido en un chongo tan apretado que parecía doloroso; su ropa, impecable, de marca, sin una sola arruga.
—Te tardaste, suegra —dijo sin voltear—. El té se enfría. Y sabes que odio que se desperdicien las cosas.
Aurora se sentó despacio. Otra punzada le atravesó el cráneo, obligándola a cerrar los ojos y soltar un gemido ahogado.
—¿Otra vez con su drama? —Bárbara giró sobre sus talones, con una sonrisa gélida pintada en los labios—. Se toca mucho la cabeza. ¿No será que ya le está fallando la azotea? A su edad, la demencia empieza con dolores imaginarios.
—Yo sé lo que siento, Bárbara —respondió Aurora, sacando fuerzas de donde no tenía—. Y esto no es imaginación. Me duele.
Bárbara soltó una risita seca. —Pues aguántese. O dígale a su hijo que la interne. Yo no soy enfermera.
Capítulo 2: Los Ojos que Sí Ven
El sonido del timbre rompió la tensión como un martillazo. Segundos después, se escucharon pasos ligeros y rápidos sobre el piso.
—¡Buenos días! Con permiso…
Era Jimena. La nueva muchacha de la limpieza. Apenas tenía veinticinco años, venía de una colonia popular, con sus manos curtidas por el trabajo y una trenza larga que le caía por la espalda. Llevaba solo cuatro días en la mansión, pero su presencia era como abrir una ventana en un cuarto cerrado.
—Pásale, chamaca —dijo Aurora, y por primera vez en la mañana, sus hombros se relajaron un poco.
—Buenos días, Doña Aurora. Buenos días, señora Bárbara —saludó Jimena con respeto, pero sin bajar la mirada. Tenía esos ojos oscuros y vivaces típicos de la gente que ha visto mucho y teme poco.
—Empieza por la sala. Y hazlo bien, que ayer dejaste polvo en los zoclos —ordenó Bárbara con desdén, antes de tomar su celular y teclear furiosamente, ignorándolas a ambas.
Jimena asintió y comenzó su labor. Pero Jimena no solo limpiaba polvo; ella percibía energías. Y la energía de Doña Aurora era un grito de auxilio silencioso. Mientras sacudía los muebles, observaba a la anciana. Veía cómo se frotaba detrás de la oreja, veía la mueca de dolor que intentaba disimular, veía el miedo cuando Bárbara se movía cerca de ella.
Aprovechando que Bárbara salió al jardín a hablar por teléfono, Jimena se acercó a la mesa con el pretexto de recoger las tazas.
—Perdone que me meta, Doña… pero la veo malita. ¿Le duele la cabeza?
Aurora la miró. Sus ojos acuosos brillaron. —Ay, hija… me duele que no tienes idea. Siento como piquetazos. Como si tuviera espinas por dentro.
Jimena frunció el ceño. Dejó el trapo sobre la mesa y se secó las manos en su delantal. —Mi abuelita curaba de espanto y sabía de hierbas… ¿me deja ver? A lo mejor trae una infección o un golpe.
—No sé, Jimena… si Bárbara te ve… —La patrona está ocupada presumiendo su vida en el teléfono. Déjeme ver, ándele.
Aurora inclinó la cabeza, dócil como una niña pequeña. Jimena se acercó. Con una delicadeza extrema, sus dedos morenos separaron las hebras de cabello blanco como la nieve. Al principio no vio nada. Pero al mover un mechón justo detrás de la oreja, donde la piel es más tierna, se detuvo.
El corazón de Jimena dio un vuelco. —Santísimo Dios… —susurró.
No era una roncha. La piel estaba inflamada, roja, caliente. Y justo en el centro de la inflamación, se veía un punto negro. Algo metálico. Algo que brillaba bajo la luz de la lámpara.
—¿Qué pasa, hija? —preguntó Aurora, asustada por el tono de la joven. —Señora… no se mueva.
Jimena separó otro mechón un poco más arriba. Otro punto negro. Y otro más hacia la nuca. Eran pequeñas elevaciones, duras al tacto. Alguien había introducido objetos en el cuero cabelludo de la anciana.
—Señora, usted tiene… tiene fierros en la cabeza. Son como alfileres, pero están metidos… enterrados.
Aurora sintió que el mundo se le caía encima. —¿Metal? —Sí. Y esto no fue un accidente. Alguien se los puso.
—¿Quién me toca el cabello? —preguntó Aurora, y la respuesta llegó a su mente como un relámpago, trayendo consigo el recuerdo de las “sesiones de belleza” que Bárbara insistía en hacerle cada noche. “Déjese quieta, suegra, la voy a peinar para que no se vea tan fodonga”. Los jalones. El dolor que Bárbara decía que eran “nudos”.
—Fue ella… —susurró Aurora, temblando—. Fue mi nuera.
En ese instante, la sombra de Bárbara se proyectó en el piso de la cocina. Había regresado.
PARTE 2
Capítulo 3: La Amenaza Silenciosa
—¿Qué tanto cuchichean? —la voz de Bárbara cortó el aire.
Jimena reaccionó con una rapidez instintiva. Soltó el cabello de Doña Aurora y tomó la taza de té, fingiendo que la estaba retirando. —Nada, señora. Doña Aurora me decía que el té le supo muy rico.
Bárbara las escaneó con la mirada. Sus ojos de depredadora pasaron de la cara pálida de su suegra a las manos temblorosas de la empleada. —Más te vale ponerte a trabajar, Jimena. No te pago para que hagas vida social con mi suegra. Y usted, Aurora, váyase a su cuarto. No quiero verla rondando con esa cara de mártir.
Aurora se levantó con dificultad. Al pasar junto a Jimena, le apretó la mano fugazmente. Un pacto silencioso se había sellado.
Esa tarde, la mansión se convirtió en un campo de batalla psicológico. Jimena sabía que no podía quedarse de brazos cruzados. Fue a su bolso y sacó su “kit” de emergencia: una pinza de depilar, alcohol y una pequeña linterna. Esperó a que Bárbara saliera a su clase de pilates.
Corrió a la habitación de Doña Aurora. —Tenemos que sacar eso, señora. Se le va a infectar. Y necesitamos ver qué es.
Aurora estaba sentada frente al espejo, llorando en silencio. —Hazlo, hija. Sácame esta maldición.
Con manos firmes, Jimena desinfectó la zona. Encendió la linterna. —Voy a jalar, va a doler un poquito. Una, dos… tres.
El tirón fue rápido. Aurora soltó un grito ahogado. Jimena levantó la pinza hacia la luz. Atrapado en la punta, había un alfiler de cabeza negra, de esos acerados, largos, oxidados por los fluidos del cuerpo.
—¡Maldita! —exclamó Jimena con rabia—. ¡Es una maldita!
—Hay más… siento que hay más —lloró Aurora.
Jimena extrajo dos más. Cada uno era una prueba de la tortura sistemática a la que esta anciana había sido sometida. No era solo maltrato; era sadismo. Bárbara disfrutaba peinándola, clavándole estas agujas día tras día, viéndola sufrir, llamándola loca, mientras la “mataba” lentamente con infecciones y dolor.
Justo cuando Jimena guardaba los alfileres en un pañuelo, la puerta se abrió de golpe. Bárbara no había ido a pilates.
—¡Sabía que algo tramaban, par de gatas! —gritó, cerrando la puerta tras de sí con llave.
Capítulo 4: El Verdadero Rostro del Mal
Bárbara ya no fingía. La máscara de socialité perfecta se cayó, revelando un rostro desfigurado por el odio. —¿Qué creen que están haciendo? —siseó, acercándose a ellas.
Jimena se interpuso entre la anciana y la nuera. —Le estoy sacando lo que usted le metió. ¡Es usted un monstruo! ¿Cómo se atreve a clavarle alfileres a una señora mayor?
Bárbara soltó una carcajada que heló la sangre de Aurora. —¿Y quién te va a creer a ti, muerta de hambre? —Bárbara caminó por la habitación, tocando los muebles con arrogancia—. Santiago come de mi mano. Si yo le digo que tú le robaste las joyas a su madre y que la golpeaste, él me va a creer a mí. Y a ti… a ti te voy a meter a la cárcel donde te vas a pudrir.
Aurora se levantó, temblando de ira. —Mi hijo no es tonto, Bárbara.
—Tu hijo es un hombre ocupado, Aurora. No tiene tiempo para tus achaques. Yo lo cuido, yo manejo su agenda, yo manejo sus cuentas… —Bárbara se detuvo, dándose cuenta de que había hablado de más.
—Ah… —dijo Jimena, entendiendo todo—. No es solo crueldad. Es dinero. Usted la quiere volver loca o matarla para quedarse con todo.
Bárbara se abalanzó sobre Jimena, intentando arrebatarle el pañuelo con los alfileres. Hubo un forcejeo. Bárbara, a pesar de su apariencia frágil, era fuerte. Empujó a Jimena contra el tocador. —¡Dame eso!
—¡No! —gritó Aurora, tomando un jarrón pesado y amenazando con lanzarlo—. ¡Aléjate de ella!
Bárbara se detuvo, sorprendida por la reacción de la anciana. —Miren nada más… la vieja sacó las uñas.
—Lárgate de mi cuarto —dijo Aurora con una voz que no usaba desde hacía años—. Y prepárate, porque cuando Santiago vuelva…
—Cuando Santiago vuelva, tú ya no vas a tener memoria —amenazó Bárbara—. Ten mucho cuidado, Jimena. Los accidentes pasan. En la calle, en los camiones… sería una lástima que algo te pasara camino a tu casucha.
Bárbara salió dando un portazo.
—Señora… —dijo Jimena, sobándose el brazo golpeado—. Ella es capaz de todo. —Lo sé, hija. Pero ya no tengo miedo. Ahora tengo pruebas.
Capítulo 5: El Regreso del Hijo Pródigo
La noche cayó sobre Guadalajara. La lluvia golpeaba los cristales de la mansión. Jimena no se fue a su casa; se quedó velando el sueño de Doña Aurora, sentada en un sillón, con una silla trabando la puerta por dentro.
A la mañana siguiente, el ambiente era eléctrico. Bárbara actuaba como si nada hubiera pasado, tarareando mientras servía café, pero sus ojos vigilaban cada movimiento. Sabía que estaba en la cuerda floja, pero confiaba en su manipulación.
Cerca del mediodía, el sonido de un motor potente rugió en la entrada. Un sedán negro se estacionó. —¡Es él! —exclamó Aurora.
Santiago Contreras bajó del auto. Alto, con el rostro cansado de tanto viaje, aflojándose la corbata. No sabía que estaba entrando a una zona de guerra.
Bárbara corrió a recibirlo en la puerta, lanzándose a sus brazos. —¡Mi amor! ¡Qué bueno que llegaste! —dijo con voz llorosa—. ¡Ha sido un infierno! Tu madre… tu madre está muy mal. Ha estado agresiva, metió a una sirvienta nueva que le está llenando la cabeza de ideas, ¡me atacaron, Santiago!
Santiago frunció el ceño, confundido. —¿Qué? ¿De qué hablas? ¿Dónde está mamá?
—En su cuarto. No quiere salir. Amor, creo que ya es hora de buscar un asilo… por su bien —susurró Bárbara, destilando veneno.
Santiago se soltó suavemente y caminó hacia las escaleras. —Voy a verla.
—¡No vayas solo! —intentó detenerlo Bárbara, pero él ya subía los escalones de dos en dos.
Al entrar a la habitación, encontró una escena que le rompió el alma. Su madre, sentada con dignidad, y a su lado, la joven empleada, sosteniendo un pañuelo.
—Mamá… Bárbara dice que… —Cierra la puerta, hijo —ordenó Aurora.
Capítulo 6: La Verdad Sangra
Santiago obedeció, sintiendo que el piso se movía. —¿Qué pasa aquí?
—Siéntate, señor —dijo Jimena, con voz firme—. Y escuche. Porque lo que va a oír y ver le va a doler, pero necesita saberlo.
Jimena abrió el pañuelo sobre la cama. Los alfileres oxidados y con restos de sangre seca y cabello brillaron bajo la luz. —Esto… esto estaba en la cabeza de su madre. —¿Qué? —Santiago miró los objetos, sin comprender—. ¿Se cayó? ¿Tuvo un accidente?
—No, Santiago —dijo Aurora, tomándole la mano—. Bárbara me los puso. Uno por uno. Mientras me peinaba. Mientras me decía que me quería ver bonita.
—¡Eso es imposible! —gritó Santiago, negándose a creer que la mujer con la que dormía fuera un monstruo—. ¡Bárbara te adora! ¡Ella te cuida!
—Ella me tortura —corrigió Aurora—. Y quiere mi dinero.
—¡Mentira! —la puerta se abrió de golpe. Bárbara estaba allí, con el maquillaje corrido, fingiendo desesperación—. ¡Están locas! ¡Esa gata trajo eso! ¡Ella se lo hizo para culparme y sacarte dinero, Santiago! ¡Mírala, es una muerta de hambre!
Santiago miró a Jimena, luego a Bárbara. La duda cruzó su rostro. Bárbara era su esposa. Jimena era una extraña. —Jimena… —comenzó a decir Santiago con voz dura—. ¿Qué clase de juego es este?
Jimena no retrocedió. Sacó su celular del bolsillo de su delantal. —Yo no juego, señor. Yo grabo.
Presionó play. El audio, grabado el día anterior durante la confrontación, llenó la habitación con una claridad espeluznante.
Voz de Bárbara (en la grabación): “¿Y quién te va a creer a ti, muerta de hambre? Santiago come de mi mano… Yo manejo sus cuentas… Ten mucho cuidado, los accidentes pasan…”
La cara de Santiago se transformó. El color huyó de su rostro, dejándolo pálido como un papel. La voz de su esposa, esa voz que le susurraba “te amo”, ahora sonaba como la de un demonio calculador.
—¿Eso es todo? —preguntó Santiago, con una calma aterradora. —No —dijo Jimena—. También grabé cuando admitió lo de los alfileres.
El segundo audio reprodujo la risa cruel de Bárbara y la frase: “La vieja sacó las uñas”.
Santiago se giró lentamente hacia su esposa.
Capítulo 7: La Caída de la Reina
Bárbara retrocedió, chocando contra el marco de la puerta. Ya no había lugar para mentiras. —Santiago, amor… es un montaje. Es IA. Tú sabes que ahora pueden fingir voces…
—¡Cállate! —el grito de Santiago retumbó en toda la mansión. Fue un rugido de dolor, de traición y de culpa—. ¡No te atrevas a decir una palabra más!
Bárbara intentó correr, pero Santiago fue más rápido. La tomó del brazo, no con violencia física, sino con la firmeza de un juez dictando sentencia. —Vas a quedarte ahí.
—¡Me lastimas! —lloró ella. —No tanto como tú lastimaste a la mujer que me dio la vida.
Santiago sacó su teléfono y marcó tres dígitos. —¿Policía? Necesito una unidad en Puerta de Hierro. Urgente. Intento de homicidio y violencia doméstica grave.
Los minutos que siguieron fueron eternos. Bárbara pasó de las súplicas a los insultos, revelando su verdadera naturaleza. Gritó que odiaba a la vieja, que estaba harta de esperar a que se muriera para heredar, que Santiago era un pelele. Cada palabra era un clavo más en su propio ataúd.
Cuando las sirenas iluminaron la fachada de la casa con luces rojas y azules, los vecinos comenzaron a asomarse. La “perfecta” Bárbara salió esposada, gritando improperios, arrastrada por dos oficiales.
Santiago no salió a verla. Se quedó en la habitación, arrodillado frente a su madre, llorando como un niño pequeño sobre su regazo. —Perdóname, mamá. Perdóname por estar ciego. Perdóname por dejarte sola.
Aurora le acarició el cabello, como cuando era niño. —Ya pasó, mijo. Ya pasó. El mal ya se fue.
Capítulo 8: Sanar las Heridas
Pasaron los meses. La mansión Contreras cambió. Bárbara enfrentaba un juicio largo y penoso; las auditorías revelaron que había estado robando sistemáticamente a la empresa de Santiago durante años. Su ambición fue su ruina.
En la casa, las ventanas se abrieron de par en par. El olor a canela volvió a la cocina. Santiago redujo sus viajes. Entendió que ninguna fortuna vale la pena si el precio es la familia.
Y Jimena… Jimena no solo conservó su trabajo. Santiago la nombró ama de llaves principal y le pagó los estudios de enfermería que siempre había soñado cursar.
Una tarde, mientras el sol se ponía sobre Guadalajara, pintando el cielo de naranja y violeta, los tres estaban en el jardín. Aurora ya no tenía dolores. Su cabello había crecido, cubriendo las cicatrices, pero la lección quedaba grabada en el alma de todos.
—¿Sabe, Doña Aurora? —dijo Jimena, sirviendo un café de olla humeante—. Dicen que la sangre llama, pero yo creo que la lealtad llama más fuerte.
Aurora sonrió, tomando la mano de la joven que le salvó la vida. —Tienes razón, hija. A veces los ángeles no tienen alas, tienen trenzas y un delantal.
Santiago miró a las dos mujeres más importantes de su vida y, por primera vez en años, sintió que estaba verdaderamente en casa.
La pesadilla había terminado. La verdad, aunque dolorosa, había curado la herida que ningún médico podía ver.
FIN