CREYERON QUE ERA UN SIMPLE TURISTA CON SU PERRO EN LA SIERRA, PERO NO SABÍAN QUE ERA UN EX-COMANDO: LO QUE PASÓ EN LA FONDA CAMBIÓ AL PUEBLO PARA SIEMPRE.

PARTE 1: LA CALMA ANTES DE LA TORMENTA

CAPÍTULO 1: Ecos en la Sierra

 

La primera mañana en San Pedro de las Cumbres me recibió con ese tipo de silencio que ya casi había olvidado que existía. El aire de la sierra era frío, limpio, con ese olor inconfundible a ocote y tierra mojada que te llena los pulmones y te recuerda que estás vivo. Era un contraste brutal con el olor a pólvora, sudor y miedo que se me había pegado a la piel durante mis últimos cinco años de servicio en las Fuerzas Especiales.

Me llamo Marcos. Tengo 35 años, y aunque mi cuerpo sigue reaccionando como si estuviera en una zona de guerra, mi mente intenta desesperadamente aprender a ser civil. Estaba parado en el porche de la cabaña de madera que rentamos, una construcción vieja pero firme, colgada en una ladera con vista al lago. Mi cabello, todavía cortado al ras por costumbre militar, atrapaba los primeros rayos de un sol pálido.

Dentro, Valeria tarareaba una canción de Natalia Lafourcade mientras desempacaba nuestra caja de la cocina. Ella tiene 29 años, es delgada, con una piel que parece porcelana salpicada de pecas y unos ojos color miel que guardan una calidez infinita. Valeria es pintora. Ella busca la luz en los paisajes, yo solía buscar sombras donde esconderme. De alguna manera, funcionamos. Ella fue mi ancla cuando las misiones se alargaban y yo regresaba a casa con la mirada vacía.

—Se siente raro —murmuré, apoyándome en el barandal de madera que crujió bajo mi peso.

Atlas salió de la habitación, sus garras haciendo un clac-clac rítmico sobre la duela. Es un Pastor Belga Malinois de cinco años, color carbonado, una máquina de músculos y nervios diseñada para proteger. Sus ojos ámbar no descansan; siempre están leyendo el entorno, calculando distancias, evaluando amenazas. Atlas fue mi binomio en la Marina. Nos retiramos juntos. Él tiene sus cicatrices, yo tengo las mías, y ambos compartimos ese silencio pesado.

Valeria salió al porche y me abrazó por la espalda. —¿Demasiado silencio? —preguntó suavemente. —Sí. Tal vez eso es lo que necesito —respondí, apretando su mano.

San Pedro de las Cumbres parecía una postal de un “Pueblo Mágico”. Bosques de pinos inmensos, neblina matutina y esa promesa de tranquilidad que venden en los folletos turísticos. Pero Atlas no opinaba lo mismo.

El perro se detuvo al borde del porche. Sus orejas triangulares giraron hacia el camino de terracería que bajaba hacia el pueblo. Su cuerpo se tensó, la cola bajó en línea recta. No ladró. Los perros profesionales no ladran por miedo; observan.

—¿Ves algo, compadre? —le pregunté en voz baja. Atlas mantuvo la postura rígida. Ese “modo estatua” lo conocía bien: lo hacía en Sinaloa antes de una emboscada. —Seguro es una ardilla, mi amor —dijo Valeria, tratando de aligerar el ambiente, aunque vi cómo se le erizaba la piel del brazo.

Más tarde, Valeria tomó su cuaderno de dibujo y caminó hacia el sendero norte. Yo me quedé arreglando una chapa de la puerta, pero mi mente estaba con ella. Atlas, por supuesto, no se separó de su lado. Él caminaba en “fusilera”, pegado a su pierna izquierda, escaneando el bosque.

Cuando regresaron, noté algo distinto. Valeria venía pálida, abrazando su cuaderno contra el pecho. Atlas venía caminando hacia atrás por tramos, gruñéndole a la línea de árboles. —¿Qué pasó allá arriba? —pregunté, sintiendo cómo mi pulso se aceleraba, ese viejo interruptor de combate encendiéndose. —No lo sé, Marcos —dijo ella, con la voz temblorosa—. Estaba dibujando cerca del viejo pinar. Sentí… sentí que alguien nos miraba. No era un animal. Atlas se puso como loco, se paró frente a mí y no dejaba de mirar hacia unos matorrales. Vi algo brillar, como metal. —¿Metal? —Sí. Y luego… nada. Solo silencio. Un silencio muy pesado.

Esa noche, mientras el cielo se teñía de violeta sobre la sierra, me senté en el porche limpiando mi navaja táctica, un viejo hábito para calmar los nervios. Atlas estaba a mi lado, hecho una piedra, gruñendo bajo, muy profundo, hacia la oscuridad del bosque. Alguien nos estaba vigilando. Lo sabía. Lo sentía en la nuca. Y en México, cuando sientes que te miran en el monte, rara vez es algo bueno.

CAPÍTULO 2: La Fonda y los “Dueños” del Pueblo

 

La mañana siguiente amaneció fría. No pegué el ojo en toda la noche. Cada vez que cerraba los ojos, veía a Atlas en guardia. Al salir el sol, Valeria intentó actuar con normalidad, trenzando su cabello cobrizo frente al espejo, pero sus manos temblaban ligeramente. —Necesito salir, Marcos. No quiero encerrarme por miedo a un fantasma en el bosque. Vamos por pan y café al pueblo.

Acepté, pero mi radar interno estaba en alerta roja. Bajamos al pueblo. San Pedro de las Cumbres era pintoresco: calles empedradas, casas de adobe pintadas de colores vivos, ancianas vendiendo nopales en las esquinas. Pero bajo esa capa de folclore, noté las miradas. No eran miradas de curiosidad por los turistas; eran miradas de advertencia. Un “halcón” (un vigía del crimen organizado) pasó en una moto itálika sin placas, hablando por radio mientras nos miraba fijamente.

Llegamos a la “Fonda El Sazón”. Olía delicioso, a chilaquiles y café de olla. —Entra tú, amor. Yo me quedo afuera revisando una llanta de la camioneta que siento baja, y de paso le doy agua a Atlas —mentí. Quería quedarme afuera para vigilar el perímetro. —Está bien, no tardo.

Valeria entró. Atlas, sin embargo, se negó a quedarse conmigo. Lloró y rascó la puerta de la fonda. —Anda, ve con ella —le ordené. Atlas empujó la puerta con el hocico y entró tras ella, sentándose bajo su mesa.

Desde la ventana, vi cómo Valeria pedía unos panes dulces. La mesera, una chica joven llamada Ximena, la atendió rápido, con nerviosismo. Fue entonces cuando llegaron. Una camioneta Lobo negra, con vidrios polarizados y música de banda a todo volumen, se estacionó en doble fila. Bajaron tres tipos. Se notaba a leguas quiénes eran: los “malandros” locales. No narcos de alto nivel, sino esos matones de pueblo que se creen dueños del mundo porque su primo conoce a alguien.

El líder, un tal “El Javi”, de unos 40 años, gordo pero macizo, con camisa desabotonada y una cadena de oro falsa. Lo seguían “El Tuercas” y otro escuincle al que llamaban “El Flaco”. Entraron a la fonda como si fuera su cantina personal. El ambiente cambió de inmediato. La gente bajó la cabeza, clavando la vista en sus platos de pozole.

El Javi vio a Valeria. —Mira nomás, carne fresca en el pueblo —dijo, con esa voz aguardentosa que me heló la sangre desde afuera. Valeria se tensó. Atlas, bajo la mesa, dejó de jadear. Silencio total. El Tuercas se rió. —Buenos días, güerita. ¿Vienes sola o te perdiste? Aquí no nos gustan los fuereños que vienen a husmear.

Yo estaba afuera, limpiándome las manos con un trapo, pero mis ojos ya estaban midiendo la distancia: diez metros, una puerta mosquitera, tres objetivos. Valeria intentó ignorarlos. —Solo quiero mi cuenta, por favor —le dijo a Ximena. —No tan rápido, chula —El Javi se acercó, invadiendo su espacio personal. Apestaba a alcohol barato y loción cara—. Te estamos hablando. ¿O eres sorda? O a lo mejor eres de esas “fresas” de la ciudad que creen que somos indios, ¿verdad?

Atlas salió de debajo de la mesa. No ladró. Solo se interpuso. Un muro de setenta libras de pelo y músculo. Sus orejas estaban pegadas al cráneo y mostraba los colmillos de una forma que hubiera hecho correr a un hombre sensato. —¡Quita a tu pinche perro! —gritó El Flaco, retrocediendo y tropezando con una silla.

El Javi, queriendo demostrar poder, intentó patear a Atlas. —¡Largo, bestia! Grave error. Atlas esquivó la patada con una elegancia líquida y soltó un mordisco al aire, un aviso, un “clac” seco a centímetros de la pierna del tipo. —¡Te voy a matar al perro, vieja loca! —bramó El Javi, llevándose la mano a la cintura, como si fuera a sacar un arma.

En ese segundo, la puerta de la fonda se abrió de golpe. No la abrí, la atravesé. El sonido de la madera golpeando la pared resonó como un disparo. —¡DETENTE! Mi voz no fue un grito histérico. Fue una orden. La misma voz que usaba para detener convoyes en retenes militares. Los tres voltearon. Me vieron parado en el umbral. Botas tácticas, pantalón de mezclilla, playera gris que apenas contenía la tensión de mis hombros. Mis ojos azules, fríos como el hielo de la sierra, se clavaron en El Javi.

El tiempo se detuvo. —¿Quién te crees tú, pendejo? —balbuceó El Javi, aunque vi la duda en sus ojos. Esperaba a un turista asustado, a un “godín” de vacaciones. No esperaba a alguien que se paraba como si estuviera a punto de demoler el edificio. Caminé hacia ellos. Despacio. Cada paso retumbaba en el piso de mosaico. Atlas se colocó a mi lado, en perfecta sincronía. Éramos una unidad de nuevo. —Creo que estás confundido —dije, con una voz peligrosamente suave—. Esto no es una negociación. Le vas a pedir una disculpa a mi esposa y te vas a largar.

El Javi soltó una risa nerviosa. —Mira, compa. Tú no sabes con quién te metes. Aquí mi gente… —Tu gente no está aquí —lo interrumpí, dando un paso más, invadiendo su zona de confort, obligándolo a levantar la vista—. Aquí estamos tú y yo. Y te prometo, por lo más sagrado, que si vuelves a mirar a mi mujer o a mi perro, vas a descubrir por qué me dieron de baja con honores en lugar de meterme a la cárcel.

La amenaza flotó en el aire. No dije que era marino, no dije nada específico, pero él lo olió. Olió la violencia contenida. Olió que yo no tenía miedo. El Tuercas jaló a El Javi del brazo. —Vámonos, Javi. Ya viene la tira. El Javi se puso rojo de la ira y la humillación. Me sostuvo la mirada dos segundos, pero sus ojos vacilaron. Bajó la vista. —Esto no se queda así, “soldadito” —masculló. —Sí, sí se queda así —respondí.

Salieron de la fonda empujándose entre ellos. Escuché cómo arrancaban la Lobo quemando llanta. La fonda seguía en silencio absoluto. Me giré hacia Valeria. Mi máscara de guerra cayó al instante. —¿Estás bien, amor? Ella asintió, pálida pero firme. —Sí. Gracias. Acaricié la cabeza de Atlas. —Buen chico.

Ximena, la mesera, se acercó con la bolsa de pan. —No me paguen —susurró, con los ojos llenos de miedo—. Pero por favor, váyanse. El Javi… él no olvida. Es sobrino del alcalde y trabaja para gente muy mala. Tienen que irse del pueblo.

Tomé la bolsa. Miré a Valeria. —No nos vamos a ir —le dije a Ximena, pero también me lo dije a mí mismo—. Acabamos de llegar. Salimos a la calle. El sol brillaba, pero yo sabía que la oscuridad se acercaba. Al humillar a esos tipos, habíamos declarado una guerra sin saberlo. Y en la sierra, las guerras no se ganan con palabras.

PARTE 2: EL ASEDIO INVISIBLE

 

CAPÍTULO 3: El Código de la Sierra

 

El trayecto de regreso a la cabaña fue en un silencio sepulcral, solo roto por el zumbido de los neumáticos sobre la terracería y la respiración agitada de Valeria. Atlas iba en el asiento trasero, pero no dormía. Iba sentado, con la nariz pegada a la ventana, venteando el aire como si buscara el rastro de la pólvora antes de que se disparara la primera bala.

Cuando cerramos la puerta de la cabaña detrás de nosotros, el aire cambió. Lo que hace unas horas era nuestro refugio romántico, nuestro escape del caos de la ciudad, ahora se sentía diferente. Las ventanas ya no eran marcos para ver el paisaje; eran puntos ciegos. La puerta de madera rústica ya no era encantadora; era una barrera demasiado delgada.

Valeria dejó las cosas en la mesa y se sentó en el sofá, abrazándose las rodillas. Sus manos temblaban. —¿Qué acaba de pasar, Marcos? —preguntó, con la voz quebrada—. Solo fuimos por pan. ¿Por qué ese tipo nos odia tanto?

Me senté frente a ella y tomé sus manos. Estaban heladas. —No es odio, Val. Es poder. En pueblos como este, tipos como “El Javi” necesitan que todos les tengan miedo para sentirse importantes. Cuando no les tienes miedo, se rompe su ilusión. Y eso no lo perdonan.

Atlas se echó a nuestros pies, pero no relajó los músculos. Sus orejas giraban como radares, captando el crujido de las ramas afuera, el viento en los pinos, el sonido distante de un motor. Sabía que no podía quedarme de brazos cruzados. Saqué mi celular. Tenía un contacto, un viejo amigo de la Policía Federal que ahora estaba en la Guardia Nacional, quien me había pasado el número del comandante local “por si las dudas”. Nunca pensé que lo usaría tan pronto.

Marqué. Timbró tres veces. —¿Bueno? —una voz ronca, cansada. —Comandante Solís. Soy Marcos, el inquilino de la cabaña azul en la subida al cerro. Tengo un problema. Le conté lo de la fonda. Sin adornos, estilo militar. Situación, actores, amenaza. Hubo un silencio largo al otro lado de la línea. —Mire, joven —dijo Solís, y pude escuchar el chasquido de un encendedor—. “El Javi” es sobrino de gente pesada aquí. No es narco grande, pero es… travieso. Le gusta jugar al patrón. Si no hubo golpes ni sangre, no puedo detenerlo. Es su palabra contra la de él. —Me amenazó. A mí y a mi esposa. —Lo entiendo. Voy a mandar una patrulla a dar la vuelta más tarde. Pero mi consejo, de compas: no le busquen ruido al chicharrón. Mejor quédense en su cabaña un par de días o, si pueden, regresen a la ciudad. La sierra es muy bonita, pero tiene dientes.

Colgué. “Tiene dientes”. No sabía que yo también muerdo.

Esa tarde, la atmósfera en la cabaña se volvió densa. Valeria intentó pintar en el porche, pero cada vez que pasaba un coche por la carretera de abajo, se le caía el pincel. Yo no podía quedarme quieto. Mi mente, entrenada durante años para el conflicto asimétrico, empezó a trabajar sola.

Empecé a “asegurar el perímetro”. Para cualquiera, parecía que solo estaba recogiendo leña o arreglando el jardín. En realidad, estaba creando líneas de visión claras. Moví unas macetas pesadas para que sirvieran de cobertura en el porche. Revisé cada ventana, cada cerradura. Atlas me seguía, entendiendo el juego. No era tiempo de jugar a la pelota; era tiempo de patrullar.

Al caer la noche, el cielo se puso negro, sin luna. La oscuridad en la sierra es absoluta. Mientras Valeria preparaba té para calmar los nervios, yo me senté en la sala a oscuras, mirando hacia el camino. De repente, Atlas se levantó. No fue un movimiento brusco. Fue lento, fluido, letal. Se paró frente a la puerta principal y soltó un gruñido que no salió de su garganta, sino de su pecho, una vibración profunda que sentí en las suelas de mis botas.

—¿Qué pasa? —susurró Valeria, paralizada con la taza en la mano. —Shh. Apaga la luz. Quedamos en penumbras. Me acerqué a la ventana lateral, moviendo la cortina apenas un milímetro. Al principio no vi nada. Solo sombras y árboles. Pero luego, un destello. Abajo, en el límite de la propiedad, donde empieza el bosque denso, vi la luz roja de un cigarro. Alguien estaba ahí parado, fumando, mirando hacia la cabaña. No se escondía. Quería que supiéramos que estaba ahí.

Mi corazón no se aceleró por miedo; se ralentizó por concentración. El “switch” se había encendido. —¿Marcos? —la voz de Valeria era un hilo. —Están vigilando —dije con frialdad—. Quieren asustarnos. Quieren que no durmamos. —¿Qué vamos a hacer? Me giré hacia ella. En la oscuridad, mis ojos ya se habían acostumbrado. —Vamos a dormir por turnos. Atlas y yo hacemos la primera guardia. Esa noche, la cabaña dejó de ser un hogar. Se convirtió en una base de operaciones. Y la guerra psicológica acababa de comenzar.

CAPÍTULO 4: Plata o Plomo en la Entrada

 

El amanecer trajo una falsa sensación de seguridad. La luz del sol disipó la neblina y los fantasmas de la noche anterior. A las 9:00 AM, una patrulla de la policía municipal pasó lento por el camino de terracería. El oficial saludó con la mano desde la ventana. Solís había cumplido, al menos por ahora.

Valeria suspiró aliviada al ver la patrulla. —Tal vez solo fue el susto de ayer, Marcos. Tal vez ya se les pasó el coraje. Quería creerle. Dios sabe que quería creerle. Pero Atlas seguía inquieto. No comió su desayuno. Se la pasaba yendo de la puerta trasera a la delantera, gimiendo bajo. Los perros no mienten. Los perros huelen la intención.

A media mañana, estaba afuera reparando un escalón del porche, con el martillo en la mano, cuando el sonido regresó. No era el motor suave de la patrulla. Era el rugido gutural de un motor V8 modificado, sin silenciador. Me enderecé despacio. La Lobo negra apareció en la curva. Pero esta vez no venía sola. Detrás de ella venían dos motocicletas de cross, con tipos usando cascos cerrados.

Se detuvieron justo en la entrada de nuestro camino de grava, bloqueando la salida. No entraron a la propiedad. Se quedaron ahí, en el límite, en tierra de nadie. El Javi bajó del lado del copiloto. Esta vez traía una camisa más limpia, pero la misma actitud de perdonavidas. El Tuercas bajó del lado del conductor. Los de las motos se quedaron con los motores encendidos, acelerando en vacío. Vroom, vroom. Ruido. Intimidación pura.

Valeria salió al porche. —Marcos… —su voz temblaba. Le hice una seña con la mano, palma abajo. Quédate ahí. No bajes. Atlas salió disparado de la casa y se colocó a mi lado derecho. Su pelaje del lomo estaba erizado, una cresta de furia primitiva. No ladró. Solo clavó sus ojos ámbar en El Javi.

Caminé hacia ellos. Me detuve a cinco metros de la camioneta. —Buenos días, vecino —gritó El Javi, con una sonrisa falsa que mostraba un diente de oro—. Bonito día para arreglar la casa, ¿no? No respondí. Solo lo miré. Mi silencio era mi arma. Lo incomodaba. —Venimos en son de paz, güero —continuó, abriendo los brazos—. Pensamos que ayer empezamos con el pie izquierdo. Queríamos ver si necesitaban algo. Agua, gas… protección.

La palabra “protección” salió de su boca como un escupitajo. —No necesitamos nada de ustedes —dije, mi voz plana, sin emoción. El Javi se quitó los lentes oscuros. Sus ojos estaban inyectados de sangre, probablemente por la cocaína o la cruda. —Mire, compa. Usted no es de aquí. No sabe cómo se mueven las cosas en la sierra. Aquí todos pagamos una cuota… vecinal. Para que no pasen accidentes. Para que no se pierdan los perritos bonitos como ese.

Atlas dio un paso adelante. Un solo paso. El Javi retrocedió instintivamente, chocando contra la puerta de su camioneta. —Tu perro me está mirando feo otra vez —dijo, perdiendo la sonrisa—. Deberías amarrarlo. O un día de estos va a amanecer con veneno en la panza.

Eso fue todo. Sentí una oleada de calor frío subirme por la espalda. Di dos pasos hacia él, rompiendo la distancia de seguridad. Los tipos de las motos se tensaron. —Escúchame bien, porque no lo voy a repetir —dije, bajando la voz para que solo él me escuchara, obligándolo a inclinarse—. Creen que porque venimos de fuera somos presas fáciles. Creen que soy un turista asustado. Me acerqué más, hasta que pude oler su miedo agrio bajo la loción barata. —Esto para mí es un martes cualquiera. He estado en lugares donde la gente como tú no duraría ni cinco minutos. Allá tenía reglas. Tenía órdenes. Aquí… aquí solo tengo a mi familia. Y si tú, o tus amigos los motoristas, ponen un pie dentro de mi propiedad, o si le tocan un solo pelo a mi perro… no voy a llamar a la policía.

El Javi tragó saliva. Su nuez de Adán subió y bajó. —¿Me estás amenazando, chilango? —Te estoy educando. Lárguense.

El Javi se subió a la camioneta, azotando la puerta. —Ya estás avisado, cabrón. Sabemos tus rutinas. Sabemos cuándo sale tu vieja a pintar. Sabemos que estás solo. Arrancaron, levantando una nube de polvo y grava que nos cubrió por completo.

Me quedé parado ahí hasta que el ruido de los motores se desvaneció montaña abajo. —Marcos… —Valeria estaba llorando en el porche. Subí y la abracé. —Tranquila. Solo son ladridos. Pero yo sabía que no era cierto. Fui hacia el buzón de correo, una caja vieja de metal al final del camino, para ver si habían dejado algo. Estaba abollado, como si le hubieran dado un batazo al pasar. Al enderezarlo, vi algo pegado en la parte de abajo. Era pequeño, negro, magnético. Un rastreador GPS. Barato, pero funcional.

Se me heló la sangre. No solo eran matones de pueblo. Alguien les estaba dando tecnología. Alguien con más recursos estaba detrás de esto. No habían venido a amenazar; habían venido a marcar el objetivo. Habían venido a confirmar que estábamos aquí para poder seguirnos.

Arranqué el dispositivo y lo aplasté con la bota hasta hacerlo pedazos. Miré hacia el bosque denso que rodeaba la cabaña. Ya no veía árboles. Veía posiciones de tiro. Veía rutas de escape. La cabaña acababa de dejar de ser una casa. Ahora era “El Álamo”. Entré a la casa. —Valeria —dije, y mi voz ya no era la de su esposo, era la del Teniente Marcos—. Empaca una mochila de emergencia. Ahora. —¿Nos vamos? —preguntó ella, con esperanza. Miré a Atlas, que seguía vigilando la entrada, inmóvil. —No. Si salimos ahora, nos pueden emboscar en la carretera. Estamos más seguros aquí adentro hasta que tenga un plan. Vamos a fortificar.

La guerra había llegado a San Pedro de las Cumbres. Y yo no tenía municiones, no tenía equipo táctico, y no tenía refuerzos. Solo tenía un perro, un martillo, y la voluntad absoluta de que nadie tocaría a mi mujer mientras yo siguiera respirando

PARTE 3: FUEGO EN LA SIERRA

 

CAPÍTULO 5: La Oscuridad Tiene Ojos

 

La noche cayó sobre San Pedro de las Cumbres como una mortaja pesada. No había luna, solo un manto de estrellas indiferentes sobre el bosque. Dentro de la cabaña, habíamos entrado en “modo asedio”. Apagamos todas las luces principales. Si querían vernos, tendrían que usar visión nocturna; si nosotros queríamos verlos, usaríamos el elemento sorpresa.

Valeria estaba sentada en el suelo del baño principal, la habitación más segura por no tener ventanas grandes y estar rodeada de muros de carga. Tenía una radio de onda corta que siempre cargaba en mis viajes y una linterna. —Si escuchas disparos, te tiras al piso y abrazas a Atlas. No salgas por nada del mundo hasta que escuches mi voz o la clave “Cielo Azul”. ¿Entendido? Ella asintió, con lágrimas en los ojos pero la mandíbula firme. —Te amo, Marcos. No hagas estupideces. —Hacer estupideces es mi especialidad —intenté sonreír, pero mi cara estaba rígida.

Me moví a la sala. Atlas se quedó con ella un momento, lamiéndole la mano, pero cuando me vio tomar mi posición junto a la ventana, vino trotando. Sabía que su lugar estaba en la línea de fuego. A las 2:00 AM, el sensor de movimiento improvisado que había colocado en el jardín (unas latas con piedras atadas a un hilo de pescar invisible) sonó. Cling-cling. Suave. Casi imperceptible.

Atlas levantó la cabeza, las orejas girando hacia el este. No eran borrachos del pueblo. Los borrachos hacen ruido, gritan, rompen botellas. Esto era silencio táctico. Me deslicé por el suelo hasta la ventana. A través de las rendijas de la persiana, vi sombras. Eran tres. Se movían en formación de cuña, cubriendo sus ángulos. Llevaban pasamontañas y, lo que me heló la sangre, chalecos tácticos. —Mierda —susurré. “El Javi” no tenía la capacidad para esto. Estos no eran sus amigos de la cantina. Eran sicarios entrenados o ex-militares corruptos. El GPS, la vigilancia… habíamos tocado una fibra sensible sin saberlo. Quizás la fonda era solo una fachada para algo más grande, y al desafiarlos, nos convertimos en un cabo suelto que debían cortar.

Uno de ellos se acercó a la caja de fusibles en el exterior. Click. La electricidad de la cabaña murió. El zumbido del refrigerador se detuvo. Silencio total. Esperaban que entráramos en pánico. Esperaban gritos. En su lugar, les dimos oscuridad.

El líder del grupo hizo una seña hacia la puerta trasera. Iban a intentar entrar forzándola. Me arrastré hacia la cocina. Tenía mi pistola, una Sig Sauer 9mm que pude traer legalmente, pero solo tenía dos cargadores. Contra tres tipos con armas largas, era una desventaja suicida. Necesitaba cambiar las reglas del juego.

Cuando escuché el crack de la madera de la puerta trasera cediendo ante una palanca, solté a Atlas. —Fass —susurré. El comando de ataque. Atlas no ladró. Salió disparado como un misil negro a través de la oscuridad de la cocina. El primer tipo apenas puso un pie dentro cuando Atlas lo impactó en el pecho. El grito fue terrorífico. El sonido de un hombre siendo derribado por 35 kilos de furia canina resonó en la casa. El arma del tipo salió volando.

—¡Contacto! ¡Contacto! —gritó uno de ellos afuera. Disparé dos veces a través del marco de la puerta, buscando los fogonazos de sus armas. Bang, bang. Escuché un gemido afuera. Uno cayó. —¡Retirada! ¡Tiene “fierro”! —gritaron. Arrastraron a su compañero herido y al que Atlas había mordido, que se liberó a patadas, dejando un rastro de sangre en el porche.

El motor de una camioneta rugió y se alejaron a toda velocidad. Atlas regresó a mí, jadeando, con el hocico manchado de sangre ajena. Lo revisé rápido. Estaba bien. Regresé al baño. Valeria estaba temblando, abrazada a la radio. —¿Se fueron? —preguntó. —Por ahora —dije, recargando mi arma—. Pero esto fue solo el reconocimiento. Estaban probando nuestras defensas. Miré mi reloj. Eran las 3:30 AM. —Valeria, necesito hacer una llamada. Esto ya no es una pelea de bar. Esto es guerra.

CAPÍTULO 6: Hermanos de Sangre

 

Al amanecer, la niebla cubría los rastros de sangre en el porche, pero no podía borrar la realidad: nos estaban cazando. Marqué el número que juré no usar a menos que fuera vida o muerte. —¿Bueno? —contestó una voz al segundo tono. Sonaba alerta, como si estuviera esperando la llamada. —Chino, soy Marcos. Código Rojo en la Sierra. Hubo una pausa. —¿Ubicación? —San Pedro de las Cumbres. Necesito apoyo. Tengo hostiles con entrenamiento militar, equipo táctico y cero intenciones de dialogar. Estoy con Valeria y el Perro. —Voy para allá. Dame cuatro horas. Aguanta. No te mueras, cabrón.

El “Chino” Rodríguez. Mi antiguo binomio antes de Atlas. Ahora trabajaba en seguridad privada de alto nivel en Monterrey. Tenía acceso a cosas que yo no: vehículos blindados, drones y, lo más importante, más potencia de fuego.

Las siguientes cuatro horas fueron las más largas de mi vida. Reforcé la puerta trasera con muebles. Llené botellas de vidrio con thinner y aceite que encontré en el cuarto de herramientas: bombas molotov caseras. Si iban a entrar, se iban a quemar. Valeria ayudó. Dejó de llorar y se puso a trabajar. Cortó sábanas para vendas, llenó cubetas de agua. Esa es la mujer de la que me enamoré; se dobla, pero no se rompe.

A medio día, una camioneta Suburban gris, sin placas delanteras, subió por el camino. Atlas se tensó, pero luego movió la cola. Reconoció el olor. El Chino bajó. Llevaba una gorra de béisbol y chaleco antibalas visible. Abrió la cajuela y fue como Navidad. —Traje juguetes —dijo, saludándome con un abrazo fuerte que me sacó el aire—. Escopeta táctica, dos rifles de asalto, visión nocturna y munición para regalar. Miró a Valeria. —Señora, perdón por la visita tan repentina. —Gracias por venir, Chino —dijo ella, con una sonrisa débil.

Nos sentamos a planear. —Investigué un poco en el camino —dijo el Chino, desplegando un mapa en la mesa—. “El Javi” es un títere. El verdadero dueño de la plaza es un grupo que está usando este pueblo para esconder laboratorios en la sierra y mover armas hacia la costa. Tú, mi amigo, le pateaste el perro al portero de una organización criminal. —Por eso el equipo táctico —deduje—. No quieren testigos. —Exacto. Y ahora saben que pediste refuerzos. Van a venir con todo esta noche. Tienen que limpiar el desastre antes de que la Marina o la Guardia Nacional real se enteren.

La tarde pasó en una tensa calma. Fortificamos la cabaña como si fuera un búnker en Afganistán. Colocamos el dron del Chino en el aire para vigilancia perimetral. Al caer el sol, el cielo se puso rojo sangre. Atlas estaba inquieto, patrullando de ventana en ventana. —Vienen —dijo el Chino, mirando la pantalla del controlador del dron—. Tres camionetas. Vienen pesados. Miré a Valeria. —Al baño. Ahora. Y ponte los protectores de oídos. Me dio un beso rápido, con sabor a despedida. —Acábalos, Marcos.

CAPÍTULO 7: El Infierno en la Cabaña

 

El ataque no fue sutil esta vez. No hubo sigilo. La primera camioneta embistió la puerta de la cerca perimetral. Disparos de armas automáticas, AK-47, destrozaron las ventanas de la sala. El vidrio estalló hacia adentro como lluvia de diamantes. —¡Al suelo! —gritó el Chino. Nos cubrimos detrás de los sofás que habíamos volteado y rellenado con libros y colchones.

Atlas estaba echado a mi lado, temblando por la adrenalina pero sin moverse. Él sabía que su momento llegaría. —¡Salgan con las manos en alto y los matamos rápido! —gritó una voz amplificada por un megáfono desde afuera. —¡Chúpame esta! —respondió el Chino, asomándose y soltando una ráfaga controlada con su rifle. El tiroteo fue ensordecedor. Las balas atravesaban la madera de la cabaña como si fuera papel.

—¡Están flanqueando por la izquierda! —gritó el Chino. Vi en el monitor del dron a dos figuras corriendo hacia el lado ciego de la casa, donde estaba el depósito de gas. —¡Van a volar el tanque! —grité. No tenía ángulo de tiro. Miré a Atlas. —Atlas, ¡busca! Abrí la puerta lateral apenas unos centímetros. El perro salió disparado hacia la oscuridad. Segundos después, escuché gritos de terror. —¡El perro! ¡Quítamelo, quítamelo! Atlas había cazado.

Salí cubriéndome con el marco de la puerta. Vi a uno de los tipos en el suelo, con Atlas prendido de su brazo armado, sacudiéndolo como un muñeco de trapo. El otro intentaba apuntarle al perro. No le di oportunidad. Dos disparos. Pecho y cabeza. Cayó seco. —¡Atlas, aus! (Suelta) —ordené. El perro soltó al herido y regresó a mí corriendo en zig-zag, esquivando las balas que venían de la entrada principal.

Regresamos adentro justo cuando una granada de humo entró por la ventana rota. El humo gris llenó la sala. No podíamos ver nada. —¡Visores! —ordenó el Chino. Nos pusimos las gafas de visión nocturna. El mundo se volvió verde fosforescente. A través del humo, vi siluetas entrando por la puerta principal. Eran cuatro. —¡Fuego libre! —grité.

El Chino y yo abrimos fuego simultáneamente. El pasillo se convirtió en un embudo de muerte. Los atacantes, cegados por el humo y sin visión nocturna, disparaban a ciegas. Nosotros no. Cayeron uno tras otro. De repente, el tiroteo cesó. Silencio. Solo el pitido en mis oídos y el olor acre de la cordita.

—¿Se acabaron? —preguntó el Chino, cambiando cargador. —No —dije, sintiendo un escalofrío—. Falta el jefe. En ese momento, la puerta del baño se abrió de golpe. Giré el arma, pero me detuve. No era un atacante. Era El Javi. Había entrado por una ventana pequeña del baño de visitas que olvidamos asegurar. Tenía a Valeria agarrada del pelo, con una pistola en su sien.

—¡Suelten las armas o le vuelo la cabeza! —gritó, con los ojos desorbitados, sudando miedo y drogas. Valeria lloraba en silencio, mirándome. El Chino y yo nos congelamos. —Tranquilo, Javi —dije, levantando las manos lentamente—. Ya ganaste. Vamos a bajar las armas. —¡Que se muera el perro primero! —chilló—. ¡Mata al pinche perro!

Atlas estaba a tres metros, gruñendo bajo, con los músculos listos para saltar. —No puedo dispararle al perro, Javi. Hazlo tú si quieres —mentí, tratando de ganar tiempo. El Javi cometió el error de novato. Desvió la mirada hacia Atlas por una fracción de segundo. Valeria, recordando lo que le enseñé una vez jugando, se dejó caer con todo su peso muerto hacia el suelo. El Javi perdió el equilibrio por un instante, su mano con el arma se levantó.

Fue todo lo que necesité. No disparé. Estaban demasiado cerca. Me lancé hacia adelante. Pero Atlas fue más rápido. El perro saltó, pasando por encima de Valeria, y cerró sus mandíbulas en la garganta de El Javi. El disparo del Javi salió hacia el techo. Cayó al suelo, pataleando, con 35 kilos de justicia encima. —¡Atlas, quieto! —grité, corriendo a separar al perro antes de que lo matara. El Chino aseguró a Valeria y apuntó al Javi. —Se acabó —dijo el Chino.

A lo lejos, las sirenas empezaron a sonar. No la policía municipal. Eran sirenas de la Guardia Nacional. El Chino había llamado a la caballería real antes de llegar.

CAPÍTULO 8: El Sol Sale para Todos

 

Tres meses después.

Estoy sentado en el mismo porche. La madera tiene parches nuevos donde tapamos los agujeros de bala. El aire sigue oliendo a pino, pero ahora se siente diferente. Se siente a victoria. La investigación federal fue brutal. Cayeron cabezas. No solo El Javi y sus matones, sino el alcalde y varios empresarios que usaban el pueblo para lavar dinero. Resulta que nuestra resistencia destapó una cloaca que llevaba años pudriendo la sierra.

Valeria sale con dos tazas de café. Su cabello brilla al sol. Ha vuelto a pintar, pero sus cuadros tienen más fuerza ahora, más contrastes de luz y sombra. —¿En qué piensas? —me pregunta, sentándose a mi lado. —En que debimos habernos ido a la playa —bromeo. Ella se ríe. Una risa limpia, sin miedo. —Y perdernos toda la diversión? No lo creo.

Atlas está en el jardín, mordisqueando un juguete de goma. Ya no patrulla con ansiedad. Ahora duerme panza arriba bajo el sol. Es el perro más famoso del pueblo. La gente lo saluda cuando bajamos a caminar. Los niños quieren tomarse fotos con “El Guardián”. Ya no somos los fuereños. Somos parte de la leyenda de San Pedro.

Miré hacia el camino. Una camioneta de la policía estatal pasó despacio. El oficial tocó el claxon y saludó con respeto. Ahora sí nos cuidan.

Dicen que Dios pone sus batallas más duras a sus mejores soldados. No sé si soy un buen soldado de Dios, he hecho muchas cosas de las que no me enorgullezco. Pero esa noche, en la oscuridad, sentí que algo más grande que nosotros sostenía los muros de esta cabaña. A veces, la luz no llega como un amanecer suave. A veces llega como el fogonazo de un arma defendiendo a los inocentes, o como el brillo en los ojos de un perro leal que no sabe retroceder.

Si estás leyendo esto, y sientes que estás acorralado, que los “dueños” de tu mundo te tienen contra la pared… recuerda a Atlas. Recuerda que el tamaño del enemigo no importa cuando tienes la razón y el coraje de tu lado. No te rindas. No bajes la mirada. Y si te amenazan… muérdeles la mano.

FIN

Related Posts

Our Privacy policy

https://topnewsaz.com - © 2025 News