
Parte 1: El Caos y la Esperanza Improbable
Capítulo 1: El Funeral de las 37
Soy Ricardo Mendoza. Si buscas mi nombre en Google, aparecerán artículos de Forbes y Expansión hablando de “Mantec”, mi empresa de tecnología, y de cómo convertí una startup de garaje en un unicornio financiero. Leerás sobre mi patrimonio, mis inversiones en bienes raíces y mi supuesta vida perfecta. Pero Wikipedia no te dice que el hombre de la foto, ese que sonríe con traje italiano, está muerto por dentro.
Morí hace un año y dos meses, el mismo día que el monitor cardíaco de Clarissa dejó de sonar en el Hospital ABC.
El cáncer fue un ladrón eficiente. En seis meses se llevó al amor de mi vida y dejó atrás un cascarón vacío: yo, y seis pedacitos de su alma: mis hijas. Mariana, Laura, Julia, Sofía, las gemelas Beatriz y Bianca, y la pequeña Isabela.
Desde ese día, mi mansión en Las Lomas de Chapultepec, esa fortaleza de concreto y cristal que construí para protegerlas, se convirtió en una zona de guerra.
—¡Señor Mendoza! —el grito agudo me sacó de mis pensamientos.
Estaba en mi despacho, intentando concentrarme en una fusión corporativa que me haría ganar millones, pero que me importaba un comino. Me levanté y caminé hacia el ventanal que da al jardín frontal.
Ahí estaba. La niñera número 37.
No recuerdo su nombre. Creo que era Marta, o quizás Marcela. Lo que sí recordaré siempre es cómo corría. Iba trastabillando con los tacones bajos de su uniforme blanco, que ahora estaba manchado de algo viscoso y verde. Su cabello, que al llegar esta mañana era un castaño impecable recogido en un chongo severo, ahora chorreaba pintura verde neón.
—¡Renuncio! —gritaba mientras forcejeaba con el pesado portón de hierro—. ¡Están poseídas! ¡Ni por todo el dinero de México vuelvo a entrar ahí!
Detrás de ella, en el umbral de la puerta principal, seis figuras pequeñas observaban la escena. Mariana, mi hija mayor de 12 años, estaba al frente, con los brazos cruzados y una sonrisa que me heló la sangre. A su lado, las gemelas Beatriz y Bianca chocaban las manos como si acabaran de ganar la Copa del Mundo.
Suspiré, apoyando la frente contra el cristal frío. Sentí esa presión familiar en el pecho, esa mezcla de vergüenza, ira y una tristeza tan profunda que me costaba respirar.
37 niñeras en dos semanas.
Las agencias ya no me contestaban el teléfono. La semana pasada, la directora de “Nanas VIP” me dijo amablemente que prefería perder mi cuenta millonaria a enviar a otra de sus empleadas al “matadero”. Así lo llamó.
Bajé las escaleras arrastrando los pies. El vestíbulo era un desastre. Había juguetes rotos esparcidos como minas terrestres, y el olor a pintura fresca era penetrante.
—Mariana —dije, tratando de imponer una autoridad que había perdido hacía mucho—. ¿Qué hicieron?
Ella me miró con esos ojos oscuros, idénticos a los de su madre. Pero donde en Clarissa había calidez, en Mariana había un invierno perpetuo.
—Nada, papá. Solo le dimos un cambio de look. Dijo que quería ponerle “color a nuestras vidas”, ¿no? —respondió con un sarcasmo que no corresponde a una niña de su edad.
—Mariana, por Dios… —comencé, pero me interrumpió.
—No la queremos aquí. No queremos a ninguna. Ya te lo dije el día que enterramos a mamá. Nadie va a ocupar su lugar. ¡Nadie!
Dio media vuelta y subió las escaleras corriendo. Escuché el portazo de su habitación segundos después. Las gemelas se escabulleron riendo hacia la cocina. Laura, mi niña de 10 años, estaba sentada en el último escalón, arrancándose un mechón de pelo con movimientos compulsivos.
Me acerqué a ella y le quité suavemente la mano de la cabeza. Ya tenía una calva visible cerca de la oreja.
—No hagas eso, princesa —susurré.
Ella me miró, con los ojos llenos de lágrimas contenidas, y no dijo nada. Se levantó y se fue.
Me quedé solo en el vestíbulo inmenso. Tengo mil millones de pesos en activos, pero no puedo comprar la paz mental de mis hijas. No puedo pagar para que dejen de sufrir. Soy el hombre más pobre del mundo.
Capítulo 2: La Chica de Iztapalapa
Augusto, mi asistente personal y probablemente la única persona que todavía me soportaba, entró al despacho media hora después. Traía una tablet en la mano y cara de funeral.
—Señor Mendoza, confirmé lo que temíamos. La agencia “Dulces Sueños” nos acaba de vetar. Y la señora que salió corriendo… bueno, está amenazando con demandar por daños emocionales y por el costo de su tratamiento capilar.
Me froté las sienes.
—Págale lo que pida, Augusto. Y dale un bono extra por el trauma. ¿Qué nos queda? ¿Quién sigue en la lista?
Augusto bajó la mirada, incómodo.
—Nadie, señor. Hemos agotado todas las agencias de la ciudad. Incluso llamé a una en Puebla y otra en Toluca. Se corrió la voz. En los grupos de WhatsApp de niñeras, su casa es considerada… bueno, “zona de riesgo”.
Me dejé caer en el sillón de cuero. El silencio de la casa era engañoso; sabía que arriba se estaba gestando el siguiente plan, la siguiente crisis.
—Entonces, ¿qué hago? ¿Dejo de trabajar para cuidarlas? Sabes que no puedo, los inversionistas me comerían vivo si descuido Mantec ahora. Y honestamente, Augusto… no sé cómo hacerlo. No sé cómo ser padre y madre a la vez. Me tienen miedo, o me odian, o ambas.
—Hay una alternativa, señor —dijo Augusto con cautela—. Dejemos de buscar una niñera calificada. Olvide las pedagogas, las enfermeras especializadas, las nanas con certificaciones europeas.
—¿De qué hablas?
—Necesitamos a alguien que mantenga la casa limpia. La ropa se acumula, la cocina es un desastre. Contratemos a una empleada doméstica general. Alguien de limpieza. Su trabajo será solo ese: limpiar. Yo puedo intentar venir más seguido para supervisar a las niñas, o contratar seguridad privada…
Era una idea desesperada, pero no tenía opciones. La casa estaba cayéndose a pedazos, literalmente.
—Está bien. Hazlo. Que venga quien sea, siempre y cuando no salga corriendo al ver a las gemelas.
A veinte kilómetros de mi burbuja de privilegio, en una calle empinada de Iztapalapa donde el asfalto está lleno de baches y los cables de luz cuelgan como telarañas, sonaba un despertador.
Eran las 5:00 de la mañana.
Lucía Oliveira abrió los ojos. Tenía 25 años, pero sus manos ásperas contaban la historia de alguien que había trabajado el doble de tiempo. Se levantó de la cama que compartía con su hermana menor en un cuarto de tres por tres metros. El techo era de lámina y, cuando llovía, el ruido era ensordecedor, pero esa mañana había silencio.
Lucía se movió con la eficiencia de quien no tiene tiempo que perder. Se lavó la cara con el agua fría que había apartado en una cubeta la noche anterior —el suministro de agua en la colonia era intermitente— y se preparó un café soluble.
Su vida era una ecuación matemática de supervivencia. Su papá, don Chuy, fue maestro de obra hasta que una caída de un andamio le rompió la cadera y la capacidad de trabajar. Su mamá vendía tamales y atole en la esquina, pero la artritis cada vez le permitía amasar menos.
Todo el peso recaía en Lucía.
Ella estudiaba Psicología Infantil en la universidad pública por las noches, un sueño que mantenía vivo a base de cafeína y terquedad. De día, limpiaba casas. Casas de gente que tenía baños más grandes que toda su vivienda.
Su teléfono vibró sobre la mesa de plástico. Era un mensaje de Doña Tere, una señora que conectaba a chicas de limpieza con trabajos eventuales.
“Mija, me salió una urgencia. Es en Las Lomas. Pagan el doble, pero es para hoy mismo. El cliente está desesperado. ¿Te avientas?”
Lucía miró el mensaje. “Pagan el doble”. Eso significaba poder comprar los medicamentos de su papá y quizás, solo quizás, pagar la inscripción del semestre que venía.
“Va, Doña Tere. Mándeme la ubicación. Llego en dos horas”.
Lucía no sabía a dónde iba. No sabía que se dirigía a la boca del lobo. Se puso sus jeans gastados, una playera blanca impecable y sus tenis de batalla. Tomó su mochila, le dio un beso en la frente a su papá que aún dormía, y salió a la calle.
El viaje fue la odisea habitual: primero un mototaxi para bajar del cerro, luego un microbús atestado donde iba colgada de la puerta respirando smog, después el metro empujando y siendo empujada, y finalmente, otro camión que la dejó en la entrada de la zona residencial.
Cuando llegó frente a los imponentes portones negros de mi casa, Lucía no se sintió intimidada. Había visto cosas peores en su barrio que una casa grande. Se ajustó la mochila y tocó el timbre.
Desde la ventana del segundo piso, seis pares de ojos la escaneaban como un radar militar.
—Es otra víctima —susurró Mariana, pegada al cristal.
—Se ve pobre —dijo Beatriz, con la crueldad inocente de quien nunca ha tenido hambre—. Mira sus zapatos.
—¿Crees que aguante el “Coctel de Bienvenida”? —preguntó Bianca con una risita maliciosa.
—Veremos —dijo Mariana—. Preparen la cubeta.
Abajo, Augusto le abrió la puerta a Lucía.
—Buenos días. ¿Lucía, cierto? —preguntó él.
—Sí, señor. Vengo por lo de la limpieza.
—Pase, por favor. El señor Mendoza la espera. Solo una advertencia… —Augusto titubeó—. La casa es… complicada. Y las niñas… las niñas están pasando por un momento difícil. Su trabajo es limpiar, no tiene que interactuar con ellas. Si la molestan, ignórelas.
Lucía asintió, aunque sus ojos oscuros captaron el tono de miedo en la voz del hombre.
Entró en el vestíbulo. Lo primero que notó no fue el lujo, ni la lámpara de araña de cristal, ni los pisos de mármol italiano. Lo que notó fue la tristeza. La casa se sentía pesada, como si el aire fuera de plomo. Y vio el desorden. No era desorden de gente sucia, era desorden de gente que había dejado de importarles vivir.
Yo salí del despacho en ese momento. Me veía fatal; ojeras marcadas, la camisa arrugada, la barba de tres días.
—¿Usted es la nueva empleada? —pregunté sin mucho ánimo.
—Sí, señor. Lucía Oliveira. A sus órdenes.
—Mire, Lucía. No voy a mentirle. Esta casa es un infierno ahora mismo. Mis hijas… mis hijas no quieren a nadie aquí. Si logra limpiar la cocina y los baños sin que le prendan fuego a su ropa, le pagaré el triple.
Lucía me sostuvo la mirada. Había algo en sus ojos, una firmeza que no había visto en las otras 37 candidatas. No había miedo. Había curiosidad.
—No se preocupe, señor —dijo con una voz tranquila, que contrastaba con su acento de barrio—. En mi casa somos diez y un solo baño. Estoy acostumbrada a la guerra. ¿Dónde están las escobas?
En ese momento, un ruido sordo vino de arriba. Una cubeta de agua helada con hielos y colorante rojo cayó desde el barandal del segundo piso, aterrizando exactamente a medio metro de donde Lucía estaba parada. El agua salpicó sus tenis viejos, pero ella ni siquiera parpadeó.
Levantó la vista hacia el barandal. Allí estaban las gemelas, con la boca abierta porque habían fallado el tiro, y Mariana, mirándola con odio puro.
Lucía no gritó. No corrió.
Simplemente se agachó, mojó su dedo en el charco rojo del piso, lo miró y luego miró hacia arriba, a las niñas.
—Colorante vegetal —dijo Lucía con calma—. Sale fácil con vinagre. Pero si vuelven a tirar agua, ustedes la van a secar con sus propias blusas de seda. ¿Entendido?
Hubo un silencio sepulcral. Nadie, absolutamente nadie, les había hablado así. Ni yo.
Mariana frunció el ceño, confundida por la falta de miedo de la intrusa. Yo me quedé paralizado. Lucía se volvió hacia mí, sonrió levemente y preguntó:
—¿Por dónde empiezo, jefe?
Parte 2
Capítulo 3: La Estrategia del Barrio
Augusto me llevó a la cocina y desapareció rápido, como quien huye de una bomba de tiempo. Me quedé sola en ese espacio inmenso, lleno de electrodomésticos de acero inoxidable que costaban más que la casa de mis papás en Iztapalapa. Pero, a pesar del lujo, el lugar era un asco. Había platos con comida seca de hace días, manchas de grasa en el piso y un olor a leche agria que mareaba.
No empecé a limpiar de inmediato. Primero, cerré los ojos y respiré hondo.
En la universidad, mi profesor de Psicología del Desarrollo siempre decía: “El comportamiento es un idioma. Cuando un niño rompe algo, está hablando”. Bueno, estas niñas no estaban hablando; estaban gritando.
Saqué mi celular, puse mi lista de reproducción de cumbias bajito —solo para mí— y agarré la escoba.
No pasaron ni diez minutos cuando sentí que me observaban.
Eran las gemelas, Beatriz y Bianca. Estaban agazapadas detrás de la isla de la cocina, susurrando. Vi cómo una de ellas empujaba con el pie una botella de aceite de oliva virgen extra —de ese caro, importado— que estaba tirada en el suelo, destapada. El aceite comenzó a formar un charco dorado y resbaloso justo en el paso hacia el fregadero.
Esperaban que caminara, resbalara y me rompiera la crisma. Clásico.
Seguí barriendo, acercándome al charco. Ellas contenían la respiración, listas para reírse.
Pero yo no nací ayer. Crecí esquivando los cables sueltos y los perros bravos de mi colonia. Justo antes de pisar el aceite, me detuve. Me agaché lentamente, mojé mi dedo índice en el aceite y me lo llevé a la nariz como si fuera una catadora experta.
—Mmm… —dije en voz alta, sin mirarlas—. Aceite de oliva prensado en frío. Buenísimo para las puntas abiertas del cabello.
Las gemelas asomaron las cabezas, confundidas.
—¿No te vas a caer? —preguntó Bianca, decepcionada.
—No hoy, mija —respondí, mirándolas directamente—. Pero ya que tiraron medio litro, vamos a usarlo.
Fui a la alacena, saqué un kilo de harina y lo tiré sobre el charco de aceite. La mezcla se hizo una pasta grumosa en el piso.
—¡Qué asco! —gritó Beatriz.
—No es asco, es masa —les dije, pasándoles un trapo a cada una—. En mi casa no desperdiciamos nada. Ahora, van a jugar a las esculturas. Tienen cinco minutos para hacer una figura con esa masa del piso antes de que yo la limpie y la tire a la basura. Si hacen algo bonito, les tomo una foto. Si no, ustedes trapean lo que sobre.
Se miraron entre ellas. La curiosidad pudo más que la maldad. Era la primera vez que una adulta no les gritaba por el desorden, sino que transformaba el desorden en algo… ¿permitido?
Mientras ellas moldeaban muñecos deformes con la masa de aceite y harina sucia, yo limpié los platos. Por primera vez en meses, según supe después, hubo quince minutos de paz en esa cocina.
Pero la verdadera prueba no estaba en la cocina. Estaba arriba.
Subí al segundo piso con el cesto de la ropa sucia. Al pasar por una de las habitaciones, escuché un zumbido rítmico. Clac, clac, clac.
La puerta estaba entreabierta. Era Laura, la de 10 años. Estaba sentada frente al espejo, pero no se miraba a sí misma. Miraba al vacío. Su mano derecha subía a su cabeza, enrollaba un mechón de cabello castaño y… tiron.
Vi el dolor en su cara, pero también el alivio inmediato. Tricotilomanía. Lo había estudiado. Es ansiedad pura buscando una salida física.
Entré despacio. Ella dio un salto y escondió las manos detrás de la espalda, mirándome con miedo. Esperaba el regaño. Esperaba el “¡Deja de hacer eso, te vas a quedar calva!”.
No dije nada sobre su pelo.
Me senté en el suelo, a unos metros de ella, y empecé a doblar unos calcetines que traía en el cesto.
—Odio doblar calcetines —dije al aire—. Siempre pierdo uno. Creo que la lavadora se los come. ¿Tú sabes dónde van los calcetines perdidos?
Laura me miró, desconfiada.
—No sé —murmuró.
—Yo creo que se van de fiesta —seguí doblando—. Oye, necesito manos rápidas. Tengo prisa. Si me ayudas a encontrar los pares de estos veinte calcetines, te enseño a hacer una trenza de cuatro cabos. Es difícil, se necesita mucha destreza en los dedos.
Laura miró sus manos. Esas manos que usaba para lastimarse.
—¿De cuatro cabos? —preguntó con un hilo de voz—. Mi mamá sabía hacer esas.
Sentí un piquete en el corazón.
—Pues a ver si me sale igual que a ella. Pero necesito que tus manos estén ocupadas aquí, con los calcetines.
Laura se deslizó al suelo. Durante los siguientes veinte minutos, sus manos no tocaron su cabeza. Estuvieron ocupadas emparejando calcetines grises y azules. No la curé, claro que no. Pero le di un respiro. Le di veinte minutos de descanso a su propia mente.
Cuando salí del cuarto, Mariana estaba en el pasillo. La mayor. La generala.
Me miró con un odio frío, de adulto.
—No creas que porque las gemelas jugaron con harina y Laura dobló tu ropa ya ganaste —me dijo, cruzada de brazos—. Eres la sirvienta. Y te vas a ir, igual que las otras. Solo estamos recargando municiones.
—No soy la sirvienta, Mariana —le contesté, parándome firme frente a ella. Éramos casi de la misma altura—. Soy Lucía. Y no vine a ganar nada. Vine a limpiar la mugre que ustedes tienen miedo de tocar.
Mariana frunció el ceño, sin entender la doble intención de mis palabras.
—¿Qué mugre?
—La que no se barre con escoba —dije, y seguí mi camino hacia el cuarto de lavado.
Esa noche, cuando regresé a mi casa en Iztapalapa, me dolía hasta el último hueso. Mi mamá me sirvió un plato de frijoles y me preguntó:
—¿Cómo te fue con los ricos, mija?
—Son pobres, amá —le contesté, tomando una tortilla—. Son los pobres más tristes que he conocido en mi vida.
Capítulo 4: Sopa de Fideo y Silencios Rotos
Al día siguiente, el ambiente en la mansión Mendoza era tenso, como el aire antes de una tormenta eléctrica.
Ricardo, el padre, había salido temprano hacia sus oficinas en Santa Fe. Me dejó una nota en la cocina junto a un fajo de billetes para el gasto: “Lucía, por favor, que coman algo que no sea pizza. Intenta que sobrevivan hasta las 7 PM. Suerte.”
“Suerte”. Como si fuera un juego de azar.
A la 1:00 PM, el estómago de las niñas empezó a rugir. Estaban acostumbradas a chefs privados que les preparaban salmón con espárragos, o a pedir UberEats de restaurantes caros cuando las niñeras se rendían.
Pero hoy no había chef. Había Lucía.
Abrí la despensa. Estaba llena de latas gourmet, trufas, pastas importadas… cosas que no sabían a hogar. Busqué hasta el fondo y encontré lo básico: jitomates (un poco arrugados en el refri), cebolla, ajo y una bolsa de pasta de fideo que seguramente alguna niñera anterior había comprado y olvidado.
—Hoy hay sopa de fideo —anuncié.
Puse música en mi celular, esta vez unos boleros viejitos, de esos que le gustaban a mi abuela. El olor a jitomate asado y cebolla frita empezó a inundar la casa. Es un olor poderoso. El olor del sofrito es capaz de despertar memorias ancestrales en cualquier mexicano, sea rico o pobre.
Poco a poco, fueron bajando. Como zombies atraídos por la vida.
Las gemelas se sentaron en la barra, balanceando los pies. Sofía, la de 8 años, se asomó tímida. Laura traía una gorra puesta para tapar sus calvas. Mariana entró última, con su iPad en la mano, fingiendo desinterés.
Serví los platos. Sopa de fideo caldosa, con trocitos de queso panela y una rebanada de aguacate. Nada de lujos.
Mariana miró el plato con desdén.
—¿Qué es esto? —preguntó, arrugando la nariz—. Parece comida de fonda.
—Es sopa de fideo, Mariana. Y sí, es comida de fonda, de casa, de pobre y de rico. Es comida —respondí, poniendo una canasta de tortillas calientes en el centro—. Si no quieres, ahí está la puerta. El UberEats tarda 45 minutos. Esta sopa está caliente ahora.
El hambre ganó. Beatriz probó la primera cucharada. Sus ojos se abrieron.
—Sabe… sabe como la de la abuela Tita —susurró. La abuela Tita, supe después, era la madre de Ricardo, que había fallecido años atrás.
El silencio se hizo en la mesa. No era un silencio tenso, era un silencio de degustación. De recuerdo.
De repente, me di cuenta de que faltaba alguien.
—¿Dónde está Isabela? —pregunté.
Isabela, la pequeña de 3 años. La que no hablaba.
Mariana señaló con la cabeza hacia la sala, sin dejar de comer.
Fui a buscarla. La encontré debajo de la mesa de centro de la sala principal, una mesa de vidrio pesada y peligrosa. Estaba hecha bolita, abrazando un conejo de peluche sucio.
Me agaché para verla.
—Hola, chiquita —le susurré.
Ella no me miró. Tenía la vista fija en el patrón de la alfombra persa.
No intenté sacarla. No intenté decirle “ven a comer”. Recordé mis clases. Sincronización. Tienes que entrar a su mundo antes de invitarlos al tuyo.
Traje mi plato de sopa y me metí debajo de la mesa con ella. Apenas cabía. Era ridículo: una mujer de 25 años y caderas anchas tratando de encajar bajo una mesa de diseño exclusivo.
Isabela me miró, sorprendida. Invadí su fuerte, pero no la ataqué.
Empecé a comer mi sopa allí abajo, en el suelo.
—Aquí se está más seguro, ¿verdad? —le dije suavemente—. El techo está bajito. Nada te puede caer encima.
Isabela parpadeó. Apretó su conejo.
—¿Tu conejo tiene hambre? —pregunté, tomando un fideo con la cuchara y ofreciéndoselo al peluche—. Cuidado, está caliente, señor Conejo.
Isabela soltó una risita. Fue un sonido tan leve que pensé que lo había imaginado. Como el tintineo de una campana muy lejana.
Acercó su carita a mi cuchara y, en lugar de dársela al conejo, abrió la boca.
Le di de comer allí, bajo la mesa, cucharada a cucharada. Fideo a fideo. Sin hablar. Sin exigirle palabras que no tenía fuerzas para pronunciar.
Fue entonces cuando escuché pasos pesados. Zapatos de vestir sobre mármol.
Ricardo había vuelto antes de tiempo.
Me congelé. Estaba debajo de su mesa de 50 mil pesos, dándole de comer a su hija como si fuéramos animales en una cueva.
Vi sus zapatos italianos detenerse frente a la mesa. El silencio en la casa era absoluto. No había gritos. No había llanto.
Ricardo se agachó lentamente hasta que su rostro quedó a nuestra altura.
Nos vio ahí. A mí, con las piernas entumidas, y a Isabela, con la boca manchada de tomate, comiendo por primera vez en semanas sin llorar.
Ricardo tenía los ojos rojos, cansados. Miró a su hija, luego me miró a mí. Esperaba que me regañara por la falta de etiqueta, por el absurdo de la situación.
Pero su voz se quebró cuando habló.
—¿Hay… hay un poco más de sopa para mí?
Esa tarde, el millonario Ricardo Mendoza comió sopa de fideo sentado en la alfombra de su sala, con la corbata desabechada, mientras su hija menor se quedaba dormida en mi regazo.
Por un momento, solo por un momento, dejaron de ser un “caso imposible” y volvieron a ser una familia.
Pero la tregua no iba a durar. Mariana nos observaba desde las escaleras, y su mirada no se había suavizado ni un poco. Al contrario. Ahora tenía un objetivo claro. Yo no era solo una molestia pasajera; me estaba volviendo peligrosa. Me estaba ganando la confianza del enemigo.
Y Mariana Mendoza no perdía guerras.
—Disfruta tu sopa, Lucía —la escuché susurrar cuando pasé junto a ella para llevar los platos—. Porque va a ser tu última cena aquí.
No sabía qué planeaba, pero sentí un escalofrío que no tenía nada que ver con el aire acondicionado. La verdadera batalla apenas comenzaba.
Capítulos 5 & 6
Capítulo 5: La Trampa de Diamantes
La tregua de la sopa de fideo duró lo que dura un suspiro en el metro Pantitlán en hora pico: nada.
Al día siguiente, Mariana cambió de táctica. Ya no hubo gritos, ni cubetazos de agua, ni miradas de odio evidente. Amaneció con una dulzura extraña, una sonrisa de comercial de pasta de dientes que me dio más miedo que sus amenazas.
—Buenos días, Lucía —me dijo cuando entré a la cocina a preparar el desayuno—. ¿Te ayudo a poner la mesa?
Me quedé helada con el trapo en la mano. Las gemelas, que estaban comiendo cereal, se miraron entre ellas con ojos de pánico. Si la generala estaba siendo amable, es que la bomba atómica ya estaba programada.
—Buenos días, Mariana —respondí con cautela—. Claro, llévate los jugos.
Durante toda la mañana, me siguió por la casa como una sombra servicial. Mientras yo sacudía los muebles de la sala, ella “acomodaba” los cojines. Mientras yo barría el pasillo, ella “recogía” los juguetes.
Era una actuación digna de un Oscar.
A eso de las 11 de la mañana, Ricardo estaba en su despacho en una videollamada importante con inversionistas de Tokio. La casa estaba en un silencio sospechoso.
—Lucía —dijo Mariana, apareciendo detrás de mí mientras yo limpiaba los vidrios del ventanal—. ¿Podrías ayudarme en el cuarto de mi mamá?
El “cuarto de mamá”. El santuario prohibido. Desde que llegué, esa puerta había permanecido cerrada con llave. Augusto me había dicho que solo Ricardo entraba allí para limpiar superficialmente, porque no soportaba que nadie moviera las cosas de Clarissa.
—Mariana, sabes que tu papá no quiere que entremos ahí —le dije.
—Lo sé, pero… —se le quebró la voz, y por un segundo, pareció una niña de 12 años y no un monstruo calculador—. Dejé mi tablet ahí la última vez que entré con papá. Y la necesito para la escuela. Por favor, Lucía. Papá está ocupado y si lo interrumpo se enoja. Tú tienes la llave maestra de servicio, ¿verdad?
Dudé. Mi instinto de barrio me gritaba: “¡Es una trampa, mensa!”. Pero ver sus ojos aguados me hizo dudar. Era una niña extrañando a su madre.
—Solo entramos, agarramos la tablet y salimos. Nada de tocar cosas. ¿Entendido?
Mariana asintió frenéticamente.
Saqué el llavero que Augusto me había confiado. Abrí la puerta de roble macizo.
El olor a ella seguía ahí. Un perfume floral, suave, mezclado con el olor a encierro. La habitación estaba intacta. Frascos de perfume sobre el tocador, ropa doblada sobre una silla, como si ella fuera a salir del baño en cualquier momento.
Mariana corrió hacia la mesita de noche.
—¡Aquí está! —dijo, agarrando su tablet.
Yo me quedé en el umbral, sintiéndome una intrusa.
—Listo, vámonos —dije.
Mariana se acercó a mí, y al pasar por mi lado, tropezó. Se agarró de mi delantal para no caerse.
—¡Ay! Perdón, Lucía. Soy muy torpe.
—No pasa nada. Cuidado.
Salimos y cerré la puerta con llave. Mi corazón latía rápido. Sentía que habíamos profanado un templo.
Media hora después, el grito de Ricardo retumbó en toda la casa.
—¡LUCÍA! ¡MARIANA! ¡VENGAN AQUÍ AHORA MISMO!
Bajé las escaleras corriendo. Ricardo estaba en el vestíbulo, rojo de furia. Mariana estaba a su lado, llorando a mares.
—¿Qué pasa, señor? —pregunté.
—¡No te hagas la tonta! —Ricardo temblaba. Nunca lo había visto así—. Mariana me dijo que te vio entrar a la habitación de Clarissa. ¡Le dije a Augusto que esa puerta estaba prohibida!
—Señor, Mariana me pidió… —empecé a explicar.
—¡Mentira! —gritó Mariana, sollozando—. Yo te vi entrar. Te dije que no lo hicieras y me empujaste. ¡Papá, revisa su delantal! ¡Vi que se metió algo en la bolsa!
El mundo se detuvo. Entendí la jugada. El tropiezo. El “agarrón” para no caerse.
Ricardo me miró. Su mirada no era de odio, era de decepción profunda. De alguien que había empezado a confiar y se sentía traicionado.
—Saca lo que tengas en la bolsa, Lucía —dijo con voz helada.
Metí la mano en el bolsillo derecho de mi delantal. Mis dedos tocaron algo frío y duro.
Saqué la mano lentamente. En mi palma brillaba un anillo de diamantes. El anillo de compromiso de Clarissa. Una joya que valía más que toda la vida de trabajo de mis padres juntos.
Mariana soltó un grito teatral.
—¡Es el anillo de mamá! ¡Se lo quería robar!
Miré a Ricardo. Miré a Mariana.
Cualquier otra persona en mi situación se habría puesto a llorar, a suplicar, a jurar por la Virgen de Guadalupe que era inocente. Hubiera sido la palabra de la sirvienta contra la palabra de la hija. Y la hija siempre gana.
Pero yo no soy cualquier sirvienta. Soy psicóloga en formación y soy de Iztapalapa. Sé cuándo alguien miente y sé por qué lo hace.
No lloré. Cerré el puño sobre el anillo y levanté la cara.
—Señor Mendoza —dije con una calma que no sentía—. Use la lógica. Si yo quisiera robarme este anillo, ¿por qué me lo dejaría en la bolsa del delantal mientras sigo trabajando en la casa? ¿Para que me lo encuentren? Si fuera una ladrona, este anillo ya estaría en una casa de empeño en el Centro Histórico y yo estaría cruzando la frontera.
Ricardo parpadeó. La lógica simple es el mejor antídoto contra la histeria.
—Mariana dice que te vio… —balbuceó él.
Me giré hacia Mariana. Ella dejó de “llorar” por un segundo, sorprendida de que no estuviera pidiendo clemencia.
—Mariana no quiere proteger el anillo de su mamá —dije suavemente, mirándola a los ojos—. Mariana quiere proteger el lugar de su mamá. Ella cree que si yo me quedo, si tú confías en mí, poco a poco voy a borrar el recuerdo de Clarissa. Me puso el anillo en la bolsa no por el valor del dinero, sino porque sabe que es lo único que te haría correrme sin preguntar.
Mariana apretó los labios. Su cara se puso roja, pero ya no de actuación, sino de rabia contenida.
—¡Cállate! —me gritó Mariana, olvidando su papel de víctima—. ¡Tú no sabes nada! ¡Eres una gata! ¡Lárgate de mi casa!
Ahí estaba. La confesión implícita.
Ricardo miró a su hija, atónito. Vio la manipulación. Vio el dolor retorcido que la había llevado a incriminar a una inocente.
Se pasó la mano por la cara, agotado.
—Mariana, vete a tu cuarto —dijo en voz baja.
—Pero papá, ella…
—¡A tu cuarto! —rugió Ricardo.
Mariana salió corriendo, golpeando el piso con furia.
Ricardo se dejó caer en la escalera. Me extendió la mano. Le devolví el anillo.
—Perdón, Lucía —susurró, mirando la joya—. No sé… no sé qué hacer con ella. Se está convirtiendo en alguien que no reconozco.
—No es mala, señor —le dije, sentándome en el escalón de abajo, rompiendo otra vez la barrera empleado-patrón—. Está herida. Y las heridas infectadas huelen mal y se ven feas. Pero se pueden curar. Solo necesita dejar de pelear sola.
Ricardo me miró. Por primera vez, vi al hombre detrás del millonario. Un hombre asustado que no sabía cómo salvar a su familia.
—Gracias por no irte —dijo.
—Todavía no canto victoria, jefe —respondí con media sonrisa—. Apenas es mediodía.
Capítulo 6: Los Gritos en la Oscuridad
Esa noche, la mansión Mendoza parecía una casa embrujada. Las sombras eran largas y el silencio pesaba toneladas. Yo me quedé más tiempo del acordado. Le dije a mi mamá por mensaje que me quedaría a “terminar un trabajo especial”, porque sabía que Ricardo estaba al borde del colapso y no quería dejarlo solo con las niñas en ese estado.
A las 2:00 de la mañana, el grito desgarró el aire.
No fue un grito de berrinche. Fue un grito de terror puro, primitivo.
—¡MAMÁÁÁÁÁ! ¡MAMÁÁÁÁÁ!
Salté del sofá de la sala donde me había quedado dormida con un ojo abierto. Corrí escaleras arriba.
En el pasillo del segundo piso, la escena era desgarradora.
Ricardo estaba de pie frente a la puerta de Julia, la niña de 9 años. Estaba en pijama, temblando de pies a cabeza. Tenía la mano en el pomo de la puerta, pero no la abría. Estaba paralizado. Lloraba en silencio mientras su hija gritaba al otro lado de la madera.
—¡Señor! —le dije, llegando a su lado—. ¿Qué pasa? ¿Por qué no entra?
Ricardo me miró con ojos desorbitados.
—No puedo… —susurró con voz estrangulada—. Si entro… si me ve… grita más. Dice que soy la muerte. Dice que yo la dejé morir. Son terrores nocturnos, Lucía. Confunde mi cara con la de los doctores. No puedo entrar… soy su monstruo.
Me partió el alma. El propio padre no podía consolar a su hija porque su dolor estaba tan mezclado con el trauma que su presencia solo lo empeoraba.
—Hágase a un lado —le dije firmemente.
Ricardo se apartó, derrotado.
Abrí la puerta. El cuarto estaba en penumbras, solo iluminado por una luz de noche. Julia estaba sentada en la cama, con los ojos totalmente abiertos pero ciegos. No estaba despierta. Estaba atrapada en una pesadilla vívida. Gritaba y manoteaba al aire como si espantara insectos invisibles.
—¡No! ¡Quítamelos! ¡Mamá!
Entré despacio. Sabía que no debía tocarla bruscamente o el pánico sería peor.
—Julia —dije con voz grave y calmada—. Julia, soy Lucía. Estoy aquí. El piso está frío. Siente el aire.
Ella seguía gritando.
Miré alrededor. Necesitaba algo para “aterrizarla”, para traerla de vuelta a la realidad. Vi un vaso de agua en la mesa de noche. Metí mis dedos, salpicándome de agua fría, y luego, con suavidad, rocié unas gotas sobre su cara.
El shock térmico la hizo jadear. Dejó de gritar por un segundo.
—Julia —repetí, empezando a tararear bajito una canción de cuna, “Duerme Negrito”, la misma que mi mamá me cantaba cuando tenía miedo por las balaceras en el barrio—. Duerme, duerme negrito… que tu mamá está en el campo, negrito…
Me senté al borde de la cama, no muy cerca, pero lo suficiente para que mi presencia fuera un ancla. Empecé a golpear suavemente el colchón con un ritmo constante. Pum, pum, pum. Como un latido de corazón gigante.
Julia giró la cabeza hacia el sonido. Sus ojos empezaron a enfocar. El terror ciego dio paso a la confusión, y luego, al reconocimiento borroso.
—¿Mamá? —susurró.
—No, mi cielo. Soy Lucía. Mamá te está cuidando desde arriba, pero yo estoy aquí cuidando tus sueños desde abajo.
Julia rompió a llorar, pero ya no era terror. Era desahogo. Se lanzó hacia mí y me abrazó. Era un abrazo desesperado, de alguien que se está ahogando y encuentra una tabla de madera.
La abracé fuerte. Olía a sudor infantil y a miedo. La mecí hasta que su respiración se calmó.
Cuando finalmente se quedó dormida, exhausta, la acomodé en las almohadas.
Salí al pasillo. Ricardo estaba sentado en el suelo, con la cabeza entre las rodillas.
—Ya se durmió —le dije en voz baja.
Ricardo levantó la vista. Parecía haber envejecido diez años en diez minutos.
—¿Cómo lo hiciste? —preguntó—. Yo he traído a los mejores psiquiatras. Le han dado pastillas. Y tú… con una canción…
—No es magia, señor. Es contacto. A veces los niños no necesitan pastillas, necesitan saber que hay alguien que no se asusta de su oscuridad. Usted se asusta. Ella siente su miedo y se retroalimenta.
Ricardo asintió, tragando saliva.
—Tengo miedo todo el tiempo, Lucía. Desde que Clarissa murió, siento que estoy caminando sobre hielo delgado y que en cualquier momento se va a romper y nos vamos a hundir todos. Trabajo 16 horas al día para no tener que venir aquí y ver el vacío que ella dejó. Soy un cobarde.
Me senté a su lado en el piso de mármol frío.
—No es cobarde. Está dolido. Pero sus hijas no necesitan al empresario exitoso. Necesitan al papá que se sienta en el suelo y admite que también tiene ganas de llorar.
Hubo un silencio largo, cómodo. Por primera vez, sentí que no hablaba con un jefe, sino con un compañero de batalla.
Pero la paz en esa casa siempre tenía ojos.
Al final del pasillo, en la oscuridad de la escalera que llevaba al tercer piso (donde estaban los cuartos de servicio y el desván), vi una sombra moverse.
Era Mariana.
Había visto todo. Había visto cómo calmé a su hermana cuando su padre no pudo. Había visto a su padre derrumbado confesándose conmigo.
Y esta vez, no vi rabia en su silueta. Vi algo peor. Vi resignación. La resignación de un general que sabe que ha perdido el castillo y decide que, si no puede defenderlo, lo va a destruir todo.
Mariana dio media vuelta y desapareció en la oscuridad. No hizo ruido.
—Váyase a dormir, señor Ricardo —le dije, sintiendo un nudo en el estómago—. Mañana será otro día.
—Gracias, Lucía. De verdad. No sé qué haríamos sin ti.
“Eso es lo que me preocupa”, pensé mientras bajaba al cuarto de servicio que me habían asignado temporalmente. Me estaba volviendo indispensable demasiado rápido. Y en la mente de una niña celosa y herida, eso me convertía en el objetivo final.
Me acosté, pero no pude dormir. Tenía el presentimiento de que la verdadera tormenta estaba por llegar. Y no me equivoqué. Lo que Mariana haría al amanecer no solo pondría en riesgo mi trabajo, sino la vida de todos nosotros
Capítulos 7 & 8
Capítulo 7: La Hoguera de las Vanidades
No fue un grito lo que me alertó esa mañana. Fue el silencio. Un silencio espeso, antinatural, que se sentía más fuerte que cualquier ruido. Eran las 7:00 AM y, habitualmente, a esa hora ya se escuchaban los pasos de las gemelas corriendo o la televisión encendida con caricaturas.
Pero hoy, nada.
Me levanté de la cama de un salto, con esa sensación de vacío en el estómago que te avisa cuando la desgracia está tocando la puerta. Me vestí rápido y salí al pasillo.
—¿Señor Ricardo? —llamé. Nadie respondió.
Bajé a la cocina. Estaba vacía. El café no estaba hecho. La puerta corrediza de cristal que daba al jardín trasero estaba abierta de par en par, y las cortinas blancas se mecían suavemente con el viento frío de la mañana.
Y entonces lo olí.
No era olor a pan tostado. Era un olor acre, químico. Olor a plástico y tela quemada.
Salí corriendo al jardín. El pasto estaba húmedo por el rocío, pero mis pies no sentían el frío. Mis ojos recorrieron el inmenso patio trasero, pasando por la alberca cubierta, los juegos infantiles… y se detuvieron en la casita de té.
Era una construcción de madera blanca, estilo victoriano, al fondo del jardín. Augusto me había contado que era el lugar favorito de Clarissa, donde pintaba y jugaba con las niñas. Desde su muerte, estaba clausurada.
Pero ahora, una columna de humo negro, denso y feo, salía por las ventanas de la casita.
—¡DIOS MÍO! —grité, echando a correr.
Mis tenis resbalaban en el pasto. Mientras me acercaba, vi una figura parada frente a la puerta de la casita. Era Mariana.
Estaba inmóvil, mirando el fuego. En su mano derecha colgaba una caja de cerillos. Su cara estaba pálida, iluminada por el resplandor anaranjado que empezaba a devorar la madera seca de la estructura.
—¡Mariana! —grité, llegando hasta ella y sacudiéndola por los hombros—. ¿Qué hiciste? ¿Dónde están tus hermanas?
Mariana me miró. Sus ojos no tenían vida. Estaba en shock.
—Solo… solo quería quemar tu ropa —balbuceó, con la voz temblorosa—. Robé tu mochila… quería quemar tu uniforme para que te fueras. Pero… había solventes de pintura de mamá adentro… explotó…
El corazón se me detuvo.
—¿Dónde están las gemelas? —pregunté, gritándole a la cara—. ¡Mariana! ¿Dónde están Beatriz y Bianca?
Mariana señaló la casita en llamas con un dedo tembloroso.
—Se metieron… querían ver… se escondieron adentro cuando prendí el cerillo… la puerta se trabó…
El mundo se volvió rojo.
No pensé. No analicé. El instinto de Iztapalapa, el instinto de supervivencia, tomó el control.
—¡RICARDO! —grité con toda la fuerza de mis pulmones, un grito que debió escucharse hasta Polanco—. ¡LLAMA A LOS BOMBEROS!
Me lancé hacia la puerta de la casita. Estaba ardiendo. La madera estaba caliente al tacto. Intenté abrirla, pero la perilla estaba hirviendo y la madera hinchada por el calor la había atascado.
Escuché los gritos dentro.
—¡Ayuda! ¡Quema! ¡Papá!
Eran las gemelas. Estaban vivas, pero no por mucho tiempo. El humo negro estaba llenando el pequeño espacio.
Miré a mi alrededor buscando algo, lo que fuera. Vi una maceta de barro pesado decorativa. La cargué con una fuerza que no sabía que tenía y la estrellé contra la ventana lateral.
El cristal estalló. Una bocanada de humo salió disparada.
—¡Aléjate, Mariana! —ordené sin mirar atrás.
En ese momento, Ricardo llegó corriendo. Estaba descalzo, en pijama. Cuando vio las llamas y escuchó los gritos de sus hijas, se frenó en seco.
Vi el terror paralizarlo. Sus ojos se inyectaron de pánico. Revivía la muerte. Estaba viendo a su familia morir otra vez y su cerebro se desconectó. Se quedó petrificado, boqueando como un pez fuera del agua.
—¡Ricardo, no te quedes ahí! —le grité—. ¡Busca la manguera!
Pero él no reaccionaba.
No podía esperar a que el millonario superara su trauma. Me quité el suéter, lo mojé rápidamente en el bebedero de pájaros que había cerca, me lo enrollé en la cabeza y la cara, y trepé por la ventana rota.
El calor adentro era insoportable. Era como entrar en un horno de pizza. El humo me cegó al instante.
—¡Beatriz! ¡Bianca! —grité, tosiendo.
—¡Aquí! —una vocecita llorosa venía de debajo de una mesa de trabajo antigua.
Me arrastré por el suelo, donde el aire era un poco más respirable. El fuego lamía las paredes y el techo. Las latas de pintura vieja y aguarrás que Clarissa usaba estaban empezando a estallar como petardos.
Las encontré abrazadas, temblando, con las caras manchadas de hollín.
—¡Vámonos! —les dije, agarrando a una bajo cada brazo.
Eran pesadas, pero la adrenalina es una droga poderosa. Las arrastré hacia la ventana.
—¡Salten! —les ordené, levantando a Bianca primero hacia el marco de la ventana—. ¡Salten afuera!
Bianca trepó y cayó al pasto del otro lado. Agarré a Beatriz. Ella lloraba, agarrándose de mi pierna.
—¡Tengo miedo!
—¡Más miedo te va a dar si te quedas! ¡Fuera! —la empujé con fuerza.
Apenas Beatriz salió, una viga del techo colapsó detrás de mí, bloqueando la salida y tirando un estante lleno de lienzos sobre mi espalda.
El golpe me sacó el aire. Caí al suelo, atrapada bajo los escombros ardientes. Sentí el fuego morder mi brazo. El dolor fue agudo, terrible.
—¡Lucía! —escuché el grito de Ricardo afuera. Al fin había reaccionado.
Intenté moverme, pero el humo me estaba ganando. Mis pulmones ardían. Mi visión se cerraba como un túnel negro.
Pensé en mi papá. Pensé en mi mamá vendiendo tamales. Pensé: “Bueno, al menos pagan el doble por muerte en el trabajo”.
Y luego, todo se volvió negro.
Capítulo 8: El Milagro y la Rendición
—… respira… vamos, mujer valiente, respira…
La voz venía de lejos, como si estuviera bajo el agua. Sentí una presión rítmica en el pecho. Luego, aire frío entrando a la fuerza en mis pulmones.
Desperté con una tos violenta y dolorosa que sentí que me desgarraba la garganta. Escupí hollín y saliva.
Abrí los ojos. El cielo azul de la Ciudad de México giraba sobre mí.
Estaba tirada en el pasto, lejos de la casita, que ahora era una bola de fuego rodeada de bomberos lanzando agua.
Sobre mí estaba Ricardo. Tenía la cara negra de humo, la pijama rasgada y quemaduras en las manos. Lloraba. Lloraba abiertamente, dejando caer lágrimas sobre mi cara mientras me aplicaba RCP (reanimación cardiopulmonar).
—¡Está viva! —gritó cuando me vio abrir los ojos—. ¡Paramédicos! ¡Aquí!
Intenté sentarme, pero un dolor agudo en el brazo izquierdo me lo impidió. Tenía una quemadura fea, vendada improvisadamente con lo que parecía ser una camisa de seda de Ricardo.
—Las niñas… —grazné. Mi voz sonaba como lija.
—Están bien. Están todas bien. Gracias a ti. Dios mío, Lucía, gracias a ti.
Ricardo me abrazó. No fue un abrazo protocolario. Se derrumbó sobre mí, escondiendo su cara en mi hombro sano, sollozando como un niño. El hombre de los mil millones de reales, el rey de la tecnología, temblaba en los brazos de su empleada doméstica.
—Entraste por mí… —susurré, dándome cuenta de sus quemaduras.
—No podía dejarte morir. No después de que salvaste lo único que me importa.
Unos minutos después, los paramédicos me subieron a una camilla. Tenía quemaduras de segundo grado en el brazo y una intoxicación leve por humo, pero iba a vivir.
Mientras me llevaban hacia la ambulancia estacionada en la entrada principal, vi a Mariana.
Estaba sentada en la parte trasera de una patrulla, con una manta térmica sobre los hombros. No estaba detenida, pero estaba aislada. Miraba al suelo, derrotada, destruida por la culpa.
—Esperen —le dije al paramédico—. Necesito hablar con ella.
—Señorita, necesita ir al hospital…
—¡Solo un minuto!
Me bajaron la camilla cerca de ella. Mariana levantó la vista. Esperaba odio. Esperaba que la señalara con el dedo y le dijera a la policía: “Esa niña loca casi nos mata”.
Me miró con terror.
—Perdón… —susurró, con la voz rota—. Perdón, Lucía. Yo no quería… solo quería que te fueras. Tenía miedo de que papá te quisiera más que a mamá. Tenía miedo de olvidarla.
Extendí mi mano sana hacia ella.
—Mariana, mírame.
Ella levantó los ojos, llenos de lágrimas.
—Tu mamá no está en esa casita. No está en su ropa, ni en sus perfumes, ni en el anillo. Tu mamá está en ti. Tienes sus ojos. Tienes su carácter fuerte. Mientras tú vivas, ella no desaparece. No necesitas quemar el mundo para recordarla.
Mariana rompió a llorar, un llanto desgarrador que llevaba guardando un año. Se bajó de la patrulla y corrió hacia la camilla. Me abrazó con cuidado, enterrando la cara en mi pecho.
—No te vayas, por favor —sollozó—. No te vayas.
Acaricié su cabello sucio de hollín.
—No me voy a ir, chamaca loca. Tengo que enseñarte a limpiar este desastre. Y me debes un uniforme nuevo.
Ricardo observaba la escena desde unos metros, con Isabela en brazos. Por primera vez en mucho tiempo, su rostro no reflejaba angustia, sino una paz profunda y dolorosa. Había fuego, había cenizas, pero la guerra había terminado.
Epílogo: Un mes después
La casita de té ya no existe. Ahora hay un jardín de flores blancas que plantamos entre todos.
Yo sigo trabajando en la mansión Mendoza. Bueno, “trabajando” es un decir. Oficialmente, soy la “Gerente del Hogar”, un título rimbombante que Augusto inventó para justificar mi aumento de sueldo (que ahora paga mi universidad y las terapias de mi papá sin problemas).
Pero en realidad, soy algo más.
Las cenas ya no son silenciosas. Hay ruido, hay peleas por el último pedazo de pizza, hay risas.
Laura ha dejado de arrancarse el pelo; ahora le estoy enseñando a tejer bufandas, y sus manos siempre están ocupadas creando en lugar de destruyendo. Julia duerme con una lámpara de estrellas que compramos juntas en el centro, y si se despierta, sabe que puede tocar mi puerta.
Isabela dijo su primera palabra la semana pasada. No fue “papá”, ni “mamá”. Estábamos en la cocina haciendo galletas y se le cayó una. Me miró y dijo, muy seria: “Masa”. Nos reímos durante horas.
¿Y Ricardo?
Ricardo ha vuelto a ser Ricardo. Ha empezado a llegar temprano del trabajo. A veces, cuando cree que no lo veo, me mira de una forma que me pone nerviosa. No es la mirada de un jefe. Es la mirada de un hombre que está empezando a ver colores después de vivir en blanco y negro.
Ayer, mientras lavaba los platos, se acercó y se puso a secar a mi lado.
—Lucía —dijo de repente.
—¿Mande, señor?
—Deja de decirme señor. Me llamo Ricardo. Y… estaba pensando. El fin de semana voy a llevar a las niñas a Valle de Bravo. Queremos que vengas. No a trabajar. A estar con nosotros. Como… familia.
Dejé de lavar. Lo miré. Ahí estaba el millonario, con un trapo de cocina en la mano, esperando mi respuesta como si su vida dependiera de ello.
Sonreí. Una sonrisa de Iztapalapa, sincera y sin miedo.
—Claro que voy, Ricardo. Pero yo pongo la música en el camino. Nada de noticias financieras. Pura cumbia.
Él se rio. Una risa franca, ligera.
—Trato hecho.
No sé qué depare el futuro. No sé si esto terminará en un cuento de hadas o si es solo una estación en el viaje. Pero por ahora, en esta casa ya no hay monstruos. Solo hay una familia rota que está aprendiendo a pegarse de nuevo, pieza por pieza, con un poco de pegamento, mucha paciencia y, por supuesto, sopa de fideo.
FIN