
(PARTE 1 DE 3)
CAPÍTULO 1: El Encuentro en San Isidro
—Señor, ¿podría fingir ser mi esposo solo por un día?
La voz me detuvo en frío. Yo, Elías Tovar, había escuchado muchas cosas raras en mis treinta y siete años, sobre todo bajando al pueblo los días de mercado, pero nada como eso. Me giré despacio, acomodándome el costal de maíz que cargaba al hombro. El sol de la mañana proyectaba sombras largas sobre las banquetas agrietadas del centro de San Isidro.
Detrás de mí había una mujer. Joven, quizá apenas pasando los treinta, con el cabello alborotado por el viento de la sierra y unos tacones raspados que no encajaban con el empedrado. El pánico se le notaba en cada poro de la cara. Su abrigo estaba raído en los puños, y sus manos temblaban mientras apretaban la mochila escolar de una niña. Parecía que no había dormido en días, o quizás en semanas.
—¿Qué dijo? —pregunté, parpadeando.
—Sé que es una locura —susurró rápido, con los ojos moviéndose nerviosamente hacia la avenida principal—, pero por favor, solo por hoy. Si ese hombre me ve sola otra vez, se va a llevar a mi hija.
Seguí su mirada. Un sedán negro, demasiado limpio para estas calles polvorientas, estaba estacionado frente a la presidencia municipal. Recargado en la puerta había un hombre con gabardina oscura y una carpeta en la mano. Escaneaba la zona con la prepotencia de quien ya sabe cómo va a terminar el día. Tenía toda la pinta de ser un judicial o alguien del gobierno con malas intenciones.
Mi primer instinto fue dar un paso atrás, alejarme.
Ese no era mi asunto. Yo solo era un tallador de madera, un hombre moreno en un pueblo donde las apariencias importan demasiado, que vivía solo allá arriba en el monte para no molestar a nadie. En México, los problemas encuentran a la gente como yo más rápido de lo que nos dejan en paz. Involucrarme con una mujer güera y perseguida era un boleto directo a la cárcel… o al panteón.
—Creo que se equivocó de persona, seño —dije en voz baja, ajustando la correa del costal que me cortaba la circulación.
—No —negó ella con la cabeza, se le quebró la voz—. Lo vi hace rato. Vi cómo miró a ese niño que pedía monedas afuera de la panadería. Usted no lo ignoró, le compró un pan. Usted no es malo.
Me quedé callado. La observación me tomó por sorpresa.
—Me llamo Elena —añadió rápido, con lágrimas asomando—. Y mi hija se llama Marisol. Tiene seis años. Está escondida en la tienda de abarrotes. Por favor… solo camine conmigo y crúcelme la calle como si nos perteneciéramos. Es todo lo que le pido.
El hombre de la gabardina se giró. Nos vio. Se enderezó como un perro de presa que huele sangre y empezó a caminar hacia nosotros.
Algo se encendió en mis tripas. Algo que no había sentido desde mis tiempos en el ejército, antes de que la vida me obligara a esconderme. No era miedo. Era coraje.
—Soy Elías Tovar —dije con calma, y di un paso firme hacia ella—. Agárrese de mi brazo.
A Elena se le cortó la respiración, pero obedeció. Se enganchó a mi brazo como si fuera un tronco flotando en medio de una inundación. Cruzamos la calle juntos. Ella recargó su cabeza ligeramente en mi hombro, y yo caminé con una certeza silenciosa, aunque el corazón me retumbaba debajo de la camisa de franela.
El agente nos interceptó a mitad de la calle.
—Señora, teníamos una evaluación programada a las 10:00 a.m. No se presentó.
Elena no habló. Sentí cómo se tensaba contra mí. Apreté su brazo suavemente, una señal, y me giré hacia el tipo.
—Ella no se perdió nada —dije, mi voz grave y rasposa—. Estamos juntos ahora.
El hombre frunció el ceño, mirándome de arriba abajo con desprecio.
—¿Y usted es…? ¿Su esposo?
—Elías Tovar —respondí sin parpadear—. Hemos pasado por una mala racha, compa, pero hoy me llevo a mi mujer y a la niña a casa.
Los ojos del agente se entrecerraron.
—Usted no aparece en ningún expediente. No hay acta de matrimonio. No hay domicilio compartido.
—Mire —suspiré, cambiando el peso del costal al otro hombro para liberar mi mano derecha, por si acaso—, nosotros no vivimos de papeles. Yo construí nuestra casa en el monte con mis propias manos. ¿Quiere pruebas? Venga a verla.
En ese momento, la puerta de la tienda de abarrotes se abrió. Una figura pequeña se asomó. Una niña de ojos grandes y asustados, abrazada a un conejo de peluche sucio. Parecía estar conteniendo la respiración.
El agente se detuvo, miró a la niña, luego a mí. Sacó una pluma.
—Voy a darle seguimiento a esto. No desaparezcan.
—No lo haremos —dije.
El hombre se hizo a un lado, a regañadientes.
Elías y Elena continuaron hasta la acera. En cuanto llegamos a la seguridad de la banqueta, Marisol salió corriendo y se estrelló contra las piernas de su madre.
—¡Mami!
—Aquí estoy, mi amor, aquí estoy. —Elena se agachó, abrazándola con una fuerza desesperada.
Marisol alzó la vista y me miró con unos ojos enormes y cautelosos.
—¿Quién es él?
Elena levantó la cara. Tenía las pestañas empapadas.
—Él es… papá.
Marisol ladeó la cabeza, confundida, y luego extendió una manita temblorosa hacia mí.
Me quedé mirándola un momento. Mi mano, grande, callosa y llena de cicatrices de la madera, envolvió la suya con delicadeza.
—Vámonos —dije.
CAPÍTULO 2: El Camino a la Sierra
Una hora después, mi vieja camioneta Ford roja subía trabajosamente por las curvas de la carretera que lleva a la Sierra. El costal de maíz rodaba en la caja trasera cada vez que agarrábamos un bache. El viento silbaba a través de una ventana que no cerraba bien.
Marisol iba sentada entre nosotros, tarareando una canción que no reconocí, aferrada a su conejo. Elena no había dicho mucho desde que subimos. Mantenía a su hija cerca, echándome miradas de reojo como si esperara que yo me desvaneciera o, peor, que me convirtiera en un monstruo.
Cuando la cabaña apareció entre la neblina, escondida bajo unos pinos enormes, con la chimenea humeando y la leña apilada perfectamente en el porche, Marisol susurró:
—Huele a ocote.
—Es ocote y cedro —dije, apagando el motor.
Nos bajamos. Abrí la puerta para ellas. Elena vaciló antes de entrar.
—¿De verdad vive solo aquí arriba? —preguntó, mirando el aislamiento del lugar.
—¿Vivía? —corregí, sin mirarla—. Hasta ahora, supongo.
Entramos. El calor de la chimenea ahuyentó el frío húmedo de octubre. La cabaña era sencilla: un hogar de piedra de río, paredes de pino, estantes hechos a mano y una mesa de roble que yo mismo había lijado. No había lujos, no había televisión, pero todo era sólido. Todo estaba hecho para durar.
Marisol se subió al sofá y se acurrucó con su conejo. Yo señalé la única recámara.
—Ustedes tomen el cuarto. La niña necesita la cama. Yo duermo aquí en el suelo o en el sillón, no hay problema.
Elena negó con la cabeza, angustiada.
—Ya ha hecho demasiado. No puedo pedirle…
La miré a los ojos. Eran del color de la miel, pero estaban llenos de tormentas.
—Entonces déjeme hacer un poco más. Nadie duerme en el suelo en mi casa si hay una cama vacía.
Esa noche, mientras el fuego crepitaba bajo y el viento golpeaba las paredes de madera, Elena se sentó a la mesa con una taza de leche caliente con canela. Sus manos todavía temblaban.
—¿Por qué me ayudó? —preguntó.
Yo no levanté la vista del fuego que estaba atizando.
—Usted dijo que necesitaba a alguien que fingiera. Yo solía fingir mucho también. Fingir que estaba bien. Fingir que la pérdida no me había vaciado por dentro.
Ella asintió lentamente.
—No tiene que explicarme nada esta noche —añadí, poniéndome de pie—. Pero tampoco tiene que seguir corriendo. Al menos no hoy.
Los ojos de Elena brillaron. Miró a su hija, ya dormida en el sofá bajo una colcha gruesa tejida por mi abuela.
—Solo un día —susurró ella.
Me giré hacia ella antes de apagar la última lámpara de aceite.
—Ya veremos, seño. Ya veremos.
CAPÍTULO 3: Café de Olla y Verdades
El sol todavía no salía cuando me levanté del suelo. La espalda me dolía por la dureza de las tablas y el petate viejo, pero no me quejé. Habían pasado años desde que alguien más compartía mi techo, mucho menos una mujer y una niña.
El fuego en la chimenea se había convertido en brasas suaves. Me moví en silencio, avivándolo con manos expertas, con cuidado de no hacer ruido. Elena y Marisol se habían quedado dormidas en el sofá cama la noche anterior, acurrucadas bajo la colcha de parches. El brazo pequeño de Marisol estaba cruzado sobre el pecho de su madre; parecían una sola pieza, encajaban ahí como si la cabaña las hubiera estado esperando.
Me paré frente a la estufa de leña para preparar café de olla. El ritmo de moler los granos, echar la canela y el piloncillo al agua hirviendo me calmaba. Todo lo demás en esta situación era un caos, pero esto… esto lo entendía.
Escuché un sonido suave detrás de mí. Me giré.
Elena estaba despierta, sentándose despacio. Tenía el cabello enmarañado y los ojos hinchados, con ese rojo pesado de quien lloró en sueños. Se apretó la colcha contra el pecho.
—Buenos días —dijo, con voz ronca.
Asentí.
—El café ya casi está.
Ella miró hacia Marisol, que seguía profundamente dormida.
—No se despertó ni una vez. Eso es raro. Siempre tiene pesadillas.
No dije nada. Serví el café humeante en dos jarros de barro y esperé.
—No bromeaba —dijo ella suavemente, aspirando el aire—. Este lugar huele a paz.
Le ofrecí un jarro.
—La mayoría de los días, eso es todo lo que hay.
Ella lo tomó con ambas manos, dejando que el calor se le pasara a los dedos. Luego, con una voz más pequeña, dijo:
—Gracias por lo de ayer.
Me senté frente a ella en la mesa de madera rústica.
—Todavía no sé por qué dije que sí.
Elena soltó una risa triste y cansada.
—Quizás los dos estábamos desesperados en el mismo momento.
Nos quedamos en silencio un rato. El único sonido era el crujido ocasional de la leña.
—El padre de Marisol… —dijo Elena después de una larga pausa—. Nunca estuvo en la foto. No de verdad. La crie sola.
Asentí despacio, sin presionar.
—Pero hace tres años, su hermano apareció. Braulio Herrera. Trabaja en la Fiscalía, tiene contactos en el DIF. Dice que he estado mintiendo. Que falsifiqué registros. Que no soy apta. —Apretó el jarro con fuerza—. Quiere meterla al sistema. Edificios fríos, cuartos cerrados, gente extraña. Ella ya es ansiosa, Elías. Eso la va a romper.
—Usted no hizo nada ilegal —dije, más como afirmación que pregunta.
Elena dudó.
—Pude haber “ajustado” algunas verdades para mantenerla a salvo. Nos mudamos muchas veces, usé la dirección de una amiga en la capital… pero nunca la descuidé. Nunca. Simplemente no confío en el sistema. Él tiene comprados a los jueces.
Me recargué en la silla, estudiándola.
—Yo tampoco confío en ellos.
Ella pareció aliviada al escuchar eso.
—Pero me metió en algo que no entiendo del todo —añadí, poniéndome serio—. Y necesito saberlo todo si voy a mantener esta mentira. Ese tipo de la gabardina no era un trabajador social cualquiera. Traía pistola bajo el saco. Lo vi.
Ella palideció.
—Lo sé. Es gente de Braulio.
—Bien. Cuénteme todo.
—Lo haré. Solo deme un poco de tiempo.
Miré mis manos callosas, pensando. Luego me levanté.
—Tengo chamba que hacer. Pueden quedarse aquí. Hay huevos y tortillas en la alacena, leche en la hielera. Hay leña atrás si el fuego se baja.
Elena parecía querer decir más, pero solo asintió.
—Está bien.
Salí al aire de la mañana. El cielo estaba pintado de un lavanda amoratado y plata, con la neblina arrastrándose entre los árboles como fantasmas. Mis botas crujieron en la escarcha mientras caminaba hacia el taller.
Mi mente regresaba una y otra vez a la mirada en sus ojos. Esa desesperación silenciosa, esa protección feroz. Yo conocía esa mirada. La había visto en el espejo años atrás, cuando enterré a mi hermano. La pérdida talla profundo, y una vez que se asienta, no se va fácilmente. Ahora, esa pérdida ajena estaba durmiendo en mi sofá.
CAPÍTULO 4: La Gallina Chona y el Primer Aviso
A media mañana regresé con tierra en los pantalones y una canasta con huevos frescos de las gallinas que tenía en el corral trasero.
—Su hija ya despertó —dije al entrar.
—Es educada —dijo Elena con una sonrisa débil—. Tuvo que crecer demasiado rápido.
Dejé los huevos en la barra.
—Pueden quedarse un tiempo más —solté de golpe.
Elena se enderezó.
—¿De verdad?
Di un asentimiento lento.
—Pero si voy a poner mi nombre y mi honor en esta mentira, quiero que signifique algo. No secretos, no sorpresas. No puedo protegerlas si estoy a ciegas.
Su expresión se suavizó.
—Es justo.
Marisol vino corriendo, abrazando a su conejo. Se detuvo en seco al verme.
—Señor Elías, ¿tiene pollitos?
—Tenía unos cuantos. Los tlacuaches se llevaron a la mayoría. Pero todavía tengo a una vieja gorda llamada Chona.
Marisol soltó una risita.
—¿Chona? ¡Qué nombre tan chistoso!
—Es una gallina con carácter —dije, y por primera vez en años, sentí que las comisuras de mis labios se levantaban en una sonrisa real—. ¿Quieres conocerla?
Elena observó desde el porche mientras yo llevaba a Marisol al gallinero. La niña se agachaba, riendo mientras la Chona se pavoneaba y cacareaba, indignada por la visita.
Regresé al porche después de un rato, limpiándome las manos en un trapo.
—Es buena con los animales —dije—. No confía en la gente, pero los animales no mienten.
Me senté en los escalones, cerca de Elena pero sin tocarla. Miramos los pinos mecerse con el viento.
—¿Por qué yo? —pregunté finalmente.
Elena se giró hacia mí.
—Porque usted no desvió la mirada cuando hablé. Usted escuchó. Eso es raro en un hombre hoy en día. Y porque… —dudó— se ve como alguien que sabe lo que es defender lo suyo.
No contesté de inmediato.
—Ya no está fingiendo, ¿verdad? —añadió ella.
Miré hacia el frente, mi voz grave.
—Estoy empezando a desear no tener que hacerlo.
Nos quedamos en silencio mientras el viento arreciaba. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que algo cambiaba dentro de mí. Como si mi vida no fuera solo madera y silencio. Quizás este era el comienzo de algo real. O quizás era solo un día prestado que ninguno de los dos olvidaría.
El golpe en la puerta llegó justo antes del mediodía.
Tres golpes secos. Demasiado fuertes. Demasiado autoritarios.
Me congelé secando un plato. Elena levantó la vista de la mesa donde ayudaba a Marisol a dibujar caballos con una crayola roja rota. La niña no notó la tensión que de repente llenó el cuarto, pero su madre sí. El color se le fue de la cara.
Me moví a la ventana y partí la cortina apenas un centímetro.
Una camioneta Suburban negra estaba estacionada afuera, bloqueando la salida de mi Ford. Placas de la capital.
—Quédate aquí —le dije a Elena, mi tono no admitía discusión.
—¿Es él? —su voz era un hilo.
—No lo sé todavía. Pero no abras la puerta a menos que sea yo.
Salí al porche, cerrando la puerta tras de mí con un golpe suave pero firme.
El aire estaba fresco. Un hombre alto, con un traje azul marino impecable que costaba más que mi casa entera, estaba esperando. Una carpeta de cuero bajo el brazo. Cabello engominado, expresión ilegible. A su lado, dos policías estatales con armas largas.
—¿Se le ofrece algo? —pregunté, mi tono plano.
El hombre dio un paso adelante.
—Señor Elías Tovar. Soy Braulio Herrera. Creo que tiene algo que me pertenece.
Sentí cómo se me tensaban los músculos de la espalda. Era él. El hermano. El “tío” que quería llevarse a la niña.
—Aquí no hay nada suyo, patrón. Esta es propiedad privada.
Braulio sonrió, una sonrisa fría que no llegaba a sus ojos.
—Tengo un reporte de una mujer y una menor residiendo en esta propiedad ilegalmente. Vengo por ellas. Y si usted se interpone, señor Tovar, le aseguro que la madera no será lo único que termine astillado hoy.
Crucé los brazos, plantándome en el escalón más alto. Medía diez centímetros más que él y pesaba veinte kilos más de puro músculo trabajado en el monte.
—Ellas son mi familia —mentí, sintiendo el peso de la palabra en mi lengua—. Y de aquí no sale nadie sin una orden judicial firmada por un juez que no esté en su nómina.
Braulio dejó de sonreír. Hizo una señal a los policías. Ellos quitaron el seguro de sus armas. El sonido metálico resonó en el silencio del bosque.
—No creo que entienda la situación, Tovar —dijo Braulio suavemente—. Esto no es una negociación.
Fue entonces cuando la puerta detrás de mí se abrió.
—¡Déjalos en paz!
Elena salió, pálida pero furiosa, con Marisol aferrada a su pierna.
Braulio la miró como quien mira a un insecto.
—Elena. Se acabó el juego. Sube a la camioneta.
—Ella no va a ningún lado —gruñí, dando un paso para ponerme entre ellos y las mujeres.
Braulio me miró a los ojos.
—Te vas a arrepentir de esto, indio.
—Inténtalo —retembló mi voz.
El viento sopló fuerte, levantando polvo. Nadie se movió. Era el momento en que todo se rompía o todo comenzaba.
(PARTE 2 DE 2)
CAPÍTULO 5: 48 Horas de Plazo
El aire se sentía eléctrico, cargado de esa estática que precede a los relámpagos. Mis manos estaban cerradas en puños, listos para lo que fuera. Los policías estatales miraban a Braulio, esperando la orden. Un movimiento en falso y mi porche se convertiría en una zona de guerra.
Braulio Herrera sostuvo mi mirada. Sus ojos, oscuros y vacíos, evaluaron la situación. Sabía que si ordenaba disparar, habría escándalo. Y a los políticos como él no les gustan los escándalos antes de las elecciones.
—Bien —dijo finalmente, alisándose la solapa del saco—. Si quieren jugar a la casita, jueguen. Pero escúchame bien, Tovar.
Dio un paso adelante, invadiendo mi espacio personal. Olía a colonia cara y a corrupción.
—Voy a solicitar la custodia de emergencia. Tengo jueces que me deben favores desde Tijuana hasta Tapachula. Tienes 48 horas antes de que regrese con una orden de cateo y una sentencia que mandará a esta mujer a la cárcel y a la niña a una institución del estado.
Me señaló con un dedo índice perfectamente manicurado.
—Y a ti… a ti te voy a hundir tan profundo que ni los gusanos te van a encontrar.
Se dio la vuelta.
—Vámonos.
Subieron a la Suburban. Las llantas chirriaron sobre la grava, levantando una nube de polvo que nos ahogó por un segundo.
Cuando el sonido del motor se desvaneció montaña abajo, Elena soltó el aire que había estado reteniendo y se desplomó en la silla de mimbre. Temblaba como una hoja seca.
—Se acabó —susurró, cubriéndose la cara con las manos—. Tiene a los jueces. Tiene el dinero. No podemos ganar.
Marisol, que no entendía del todo pero sentía el miedo, se abrazó a la pierna de su madre.
Me quedé mirando el camino vacío. La sangre me zumbaba en los oídos.
—No —dije, mi voz sonando más ronca de lo normal—. No se acabó.
Elena me miró, con los ojos rojos.
—Elías, no entiendes. Él destruye todo lo que toca. Deberíamos irnos. Cruzar la frontera, escondernos…
—Huir es lo que él espera —interrumpí, girándome hacia ellas—. Si corremos, somos culpables. Si nos quedamos, peleamos.
—¿Pelear con qué? —gritó ella, desesperada—. ¡Tú eres carpintero y yo soy una fugitiva sin dinero!
Me acerqué a ella, me agaché para quedar a su altura y puse mis manos sobre sus hombros. Estaban fríos.
—Tengo algo mejor que dinero, Elena. Tengo memoria. Y en este pueblo, la gente se acuerda de quién es quién.
Fui hacia el teléfono fijo que tenía en la pared de la cocina. Marqué un número que no había usado en años.
—¿A quién llamas? —preguntó ella.
—A la única persona en este estado que odia a Braulio Herrera más que tú.
El teléfono repicó tres veces.
—¿Bueno? —contestó una voz de mujer, rasposa por el cigarro y la edad.
—Licenciada Collins —dije—. Soy Elías. El hijo de la difunta Martha. Necesito un favor. Y es de los grandes.
Hubo un silencio al otro lado. Luego, una risa seca.
—Elías Tovar. Pensé que te habías vuelto un ermitaño. Si me estás llamando, es porque alguien está sangrando o a punto de hacerlo.
—Todavía no hay sangre, Licenciada. Pero Braulio Herrera está en mi puerta.
El tono de la mujer cambió instantáneamente. Se volvió afilado como una navaja.
—Te veo en mi despacho en una hora. Trae todo lo que tengas.
Colgué.
—Arréglese, seño —le dije a Elena—. Vamos a bajar al pueblo. Y esta vez, no vamos a escondernos.
CAPÍTULO 6: Testigos de Piedra
El despacho de la Licenciada Miriam Collins estaba detrás de una peluquería en el centro viejo. Olía a papel rancio, tabaco y café quemado. Miriam era una mujer de setenta años, pequeña pero formidable, con el cabello teñido de un rojo furioso y unos lentes de pasta colgados al cuello.
Escuchó la historia de Elena sin parpadear. Anotaba cosas en una libreta amarilla con una furia contenida.
Cuando Elena terminó de contar cómo Braulio la había amenazado, cómo manipuló los reportes psicológicos y cómo la había acosado tras la muerte del padre biológico de Marisol, Miriam golpeó la mesa con la palma de la mano.
—Ese desgraciado —masculló—. Siempre supe que era un animal, pero esto… esto es cacería.
Miró a Elías.
—Tú respondes por ella con tu vida, ¿verdad?
—Con mi vida, Licenciada.
Miriam asintió.
—Bien. Él va a presentar la solicitud de custodia mañana a primera hora. Alegará inestabilidad mental de la madre y “ambiente peligroso” por estar contigo. Necesitamos testimonios. Gente que haya visto cómo trataba a la niña antes.
Elena bajó la mirada.
—Nadie va a hablar. Todos le tienen miedo.
—Entonces buscamos a alguien que no tenga nada que perder —dijo Elías, poniéndose de pie—. Doña Cora.
Elena levantó la vista.
—¿La señora de la guardería?
—Ella vio los moretones hace dos años, ¿no? —preguntó Elías—. Usted me dijo que ella intentó reportarlo.
—Sí, pero la amenazaron. Le dijeron que cerrarían su negocio.
—Vamos a verla —dijo Miriam, tomando su bastón—. Si yo estoy presente, recordará que la ley pesa más que el miedo. O al menos, yo haré que pese más.
Fuimos a la casa de Doña Cora en la colonia Las Flores. Era una casita humilde pintada de azul chillante. Cuando Cora abrió la puerta y vio a Elena, se puso pálida. Pero cuando vio a la Licenciada Collins detrás de nosotros, abrió la reja.
Nos sentamos en su cocina. Cora nos sirvió agua de limón, con las manos temblorosas.
—No puedo —decía, negando con la cabeza—. Ese hombre tiene ojos en todos lados. Si hablo…
—Si no habla, esa niña va a terminar en un orfanato estatal controlado por él —dijo Elías con voz suave pero firme—. Y usted sabe lo que les pasa a las niñas ahí.
Cora miró a Marisol, que jugaba con un gato en el patio, ajena a la conversación. La mujer apretó los labios. Se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Recuerdo ese día —susurró Cora—. La niña traía marcas en los brazos. Él dijo que se había caído. Pero una caída no deja la marca de unos dedos.
Elías puso una mano sobre la mesa.
—¿Lo diría frente a un juez?
Cora cerró los ojos, respiró hondo y asintió.
—Sí. Por la niña. Lo haré.
Salimos de ahí con una pequeña victoria, pero la sensación de ser observados no se iba. Mientras conducía de regreso a la cabaña, noté un coche gris a doscientos metros detrás de nosotros. Sin luces.
—Nos siguen —dije, mirando por el retrovisor.
Elena se giró, asustada.
—Tranquila. No van a hacer nada aquí. Solo quieren intimidar.
Esa noche, convertimos la cabaña en una fortaleza. Cerré todas las ventanas, aseguré las trancas. Saqué mi vieja escopeta del armario, la limpié y la dejé cargada, pero escondida detrás del sofá.
Cenamos en silencio. Frijoles, tortillas y queso. La comida más simple del mundo, pero sabía a gloria porque estábamos juntos.
—Elías —dijo Elena cuando Marisol ya dormía—. Si mañana perdemos…
—No vamos a perder.
—Pero si perdemos —insistió ella, tomándome la mano sobre la mesa. Su piel estaba suave, caliente—. Prométeme que no dejarás que se la lleven así nada más. Prométeme que la sacarás de aquí.
La miré a los ojos, esos ojos color miel que en dos días se habían convertido en mi mundo entero.
—Te prometo que mientras yo respire, nadie va a tocar a esa niña. Ni a ti.
El viento aulló afuera, golpeando las paredes de madera como si el mismo diablo quisiera entrar. Pero dentro, por primera vez, no sentí soledad. Sentí propósito.
CAPÍTULO 7: El Juicio de Fuego
El juzgado civil de San Isidro no era como los de las películas. Era un edificio de concreto mal ventilado, con ventiladores de techo que giraban perezosamente y moscas zumbando contra los vidrios.
Llegamos temprano. La Licenciada Collins iba vestida con un traje sastre antiguo pero impecable, caminando como si fuera la dueña del lugar. Yo me puse mi única camisa de vestir blanca, planchada por Elena esa misma mañana, y mis botas de trabajo boleadas hasta que parecían espejos.
Cuando entramos a la sala, Braulio ya estaba ahí. Rodeado de tres abogados jóvenes con trajes brillantes y tablets caras. Nos miró y soltó una risita burlona.
El juez entró. El Juez Arreola. Un hombre gordo, con cara de pocos amigos y fama de aceptar “regalos”. Mi corazón se hundió.
—Caso de custodia de la menor Marisol Herrera —anunció el secretario.
La audiencia fue brutal.
El abogado principal de Braulio, un tipo llamado Licenciado Salinas, se lanzó a la yugular. Presentó fotos editadas donde Elena se veía desalineada. Presentó estados de cuenta bancarios “sospechosos”.
—Su Señoría —dijo Salinas, caminando de un lado a otro—, esta mujer secuestró a su propia hija. Vive en una cabaña en la sierra, sin servicios básicos adecuados, cohabitando con un hombre con el que no tiene relación legal, un hombre con antecedentes de violencia.
Me tensé. Se referían a una pelea en un bar hace diez años, cuando defendí a un amigo.
—¡Objeción! —gritó la Licenciada Collins, poniéndose de pie con una agilidad sorprendente—. El señor Tovar es un ciudadano ejemplar, veterano del ejército y dueño legítimo de su propiedad.
—Sostenida, pero vaya al grano —gruñó el Juez.
Entonces me llamaron al estrado.
Sentí las miradas de todos clavadas en mí. Braulio me miraba con una sonrisa de tiburón.
—Señor Tovar —dijo Salinas, acercándose—. Usted afirma ser el prometido de la señora Elena.
—Así es.
—¿Desde cuándo?
—Desde que decidimos que la vida es mejor juntos —respondí, esquivando la trampa de las fechas.
—¿Duermen en la misma cama? —preguntó, con malicia.
Hubo un murmullo en la sala. Elena bajó la cabeza, avergonzada.
Me incliné hacia el micrófono.
—Licenciado, en mi casa hay respeto. Lo que pasa o no pasa a puerta cerrada es asunto de familia. Pero le diré algo: esa niña duerme segura. Come tres veces al día. Y ríe. ¿Cuándo fue la última vez que su cliente hizo reír a esa niña?
Braulio golpeó la mesa.
—¡Es un mentiroso! ¡Esa niña es sangre de mi hermano!
—¡Orden! —gritó el Juez.
Entonces llegó el turno de la Licenciada Collins.
Llamó a Doña Cora. La mujer entró temblando, pero cuando vio a Braulio, algo en ella se endureció. Contó la historia de los moretones. Contó cómo la niña llegaba llorando porque su “tío” le gritaba. Contó las amenazas.
La sala se quedó en silencio.
Braulio se puso rojo de ira. Le susurró algo a su abogado.
El Juez Arreola parecía incómodo. Se aflojó el cuello de la camisa. Sabía que Doña Cora era conocida en el pueblo; su testimonio tenía peso moral, aunque legalmente fuera solo una palabra contra otra.
—¿Tiene alguna otra prueba, Licenciada? —preguntó el Juez, queriendo acabar rápido.
—Una más, Su Señoría.
La puerta de atrás se abrió. Entró una mujer que nadie esperaba. Joven, con traje sastre y una placa colgada al cuello.
—Agente Denise Harper, Fiscalía Especializada en Delitos contra la Familia —dijo, mostrando su credencial.
Braulio se puso blanco.
—Hemos estado investigando al señor Herrera por una denuncia anónima sobre tráfico de influencias y falsificación de documentos en otros tres casos de custodia —dijo la Agente, caminando hacia el estrado—. Y curiosamente, encontramos transferencias interesantes a cuentas vinculadas con familiares de este tribunal.
El Juez Arreola tragó saliva tan fuerte que se escuchó en la primera fila.
—Solicito que se suspenda cualquier cambio de custodia hasta que mi investigación federal concluya —dijo Denise, clavando su mirada en el Juez.
El Juez golpeó el mazo, casi rompiéndolo.
—Se… se suspende la sesión. La menor permanece con la madre bajo la tutela temporal del domicilio actual hasta nuevo aviso. ¡Corte!
Salió corriendo a su despacho.
En el caos que siguió, Braulio se acercó a nosotros. Ya no sonreía. Parecía un animal acorralado.
—Esto no se queda así, Tovar —siseó—. Acabas de firmar tu sentencia de muerte. Y la de ellas.
—Vete al diablo, Braulio —le dije, poniéndome frente a Elena.
Salió del juzgado hecho una furia.
Elena se abrazó a mí, llorando.
—Ganamos —sollozó—. ¡Ganamos!
Acaricié su cabello, pero mis ojos estaban fijos en la puerta por donde salió Braulio.
—Ganamos tiempo, Elena. Solo tiempo.
CAPÍTULO 8: La Calma Antes de la Tormenta
La victoria se sintió dulce, pero efímera, como un caramelo que se deshace demasiado rápido en la boca.
Salimos del juzgado bajo una lluvia ligera. La Agente Denise nos detuvo en las escaleras.
—No se confíen —nos advirtió, encendiendo un cigarro—. Braulio está desesperado. Y un hombre con poder que pierde el control es más peligroso que un narco con una metralleta.
—¿Qué hacemos? —preguntó Elena, abrazando a Marisol.
—Vayan a casa. Enciérrense. Voy a poner una patrulla cerca, pero mis recursos son limitados hasta que el juez federal apruebe la orden de aprehensión. Eso tardará un par de días.
—¿Un par de días? —repetí—. En un par de días nos pueden matar tres veces.
—Es lo mejor que tengo. Cuídense.
Regresamos a la cabaña. El ambiente había cambiado. Ya no era solo un refugio; era una trinchera.
Esa tarde, mientras Elena cocinaba un caldo de pollo para celebrar, yo salí a revisar el perímetro. La lluvia había borrado las huellas, pero algo no me gustaba. Los pájaros estaban demasiado callados.
Entré a la casa.
—Elena, empaca una mochila.
Ella soltó el cucharón.
—¿Qué? ¿Por qué? Acabamos de ganar.
—No. La Agente dijo que Braulio está desesperado. Un tipo como él no espera a la justicia. Él crea su propia justicia.
En ese momento, mi celular vibró. Era un mensaje de un número desconocido. Solo una foto.
Era una foto de mi cabaña, tomada desde el bosque. De hace cinco minutos.
Y un texto: “Bonita fogata. Sería una lástima que se apagara.”
Se me heló la sangre.
—¡Al suelo! —grité, lanzándome sobre Elena y Marisol.
El primer disparo rompió la ventana de la cocina, haciendo estallar el jarro de barro donde habíamos tomado café esa mañana.
¡PANG!
Vidrios volaron por todos lados. Marisol gritó. Elena la cubrió con su cuerpo bajo la mesa.
Me arrastré hacia el sofá, agarré la escopeta y una caja de cartuchos.
—¡Elías! —gritó Elena, aterrorizada.
—¡Llévala al baño! ¡Métanse a la tina y no salgan por nada del mundo! —ordené, con la adrenalina borrando todo el miedo.
Otro disparo impactó en la madera de la puerta principal, astillándola. Eran armas de grueso calibre. No eran policías. Eran sicarios.
Me asomé por la ventana rota. Vi tres siluetas moviéndose entre los árboles, acercándose a la casa.
—Querían guerra —murmuré, cargando el arma con un chasquido metálico—. Pues bienvenidos al infierno.
Disparé hacia el bosque. Un grito de dolor respondió.
Esto ya no era sobre fingir. Ya no era sobre papeles o jueces corruptos. Ahora era supervivencia pura.
Me giré hacia el pasillo donde Elena me miraba desde la puerta del baño, con los ojos desorbitados.
—Te dije que las iba a proteger —le dije, y por primera vez, ella vio al soldado que yo fui alguna vez, no al carpintero—. Y yo nunca rompo una promesa.
El tiroteo comenzó.
(PARTE 3 DE 3)
CAPÍTULO 9: Fuego en la Sierra
El sonido de los disparos en la sierra es diferente al de la ciudad. No hay eco de concreto; el sonido se lo traga el monte, seco y aterrador.
Me arrastré por el suelo de madera hasta la esquina de la ventana rota. Mi viejo entrenamiento militar, ese que pensé que había enterrado junto con mis medallas en una caja de zapatos, regresó de golpe. Respiré hondo. Uno, dos, tres.
—¡Están flanqueando! —me grité a mí mismo.
Eran tres. Uno cubriendo desde los árboles, dos avanzando hacia el porche. Profesionales, pero arrogantes. Pensaron que venían a asustar a un carpintero, no a cazar a un soldado.
Me levanté lo suficiente para asomar el cañón de la escopeta.
¡BOOM!
El disparo de advertencia le voló un pedazo de corteza al pino donde se escondía el tirador. El tipo gritó y se tiró al suelo.
—¡La próxima va a la cabeza! —rugí con una voz que hizo vibrar las paredes—. ¡Lárguense de mi tierra!
Respondieron con una ráfaga de balas que hizo volar astillas de la puerta principal. Me agaché, sintiendo un ardor en el hombro izquierdo. Una astilla o un rozón, no importaba.
—¡Elías! —escuché el grito ahogado de Elena desde el baño.
—¡No salgan! —respondí, recargando.
Sabía que no podía aguantar mucho. Eran tres contra una escopeta de caza. Necesitaba cambiar la jugada.
Me arrastré hacia la cocina, agarré una botella de alcohol de caña de 96 grados que usaba para curar heridas y un trapo viejo. En diez segundos tenía una molotov casera.
Esperé. Escuché botas pesadas subiendo los escalones del porche. El rechinido de la madera vieja los delató.
—Ahora —susurré.
Me levanté, encendí el trapo con el mechero de la estufa y lancé la botella por la ventana rota hacia el porche.
El fuego estalló con un rugido anaranjado. Los hombres gritaron, sorprendidos por las llamas que repentinamente les bloqueaban el paso. Retrocedieron, tosiendo y maldiciendo.
—¡Vámonos, se nos cae el cantón! —gritó uno de ellos.
Escuché el motor de un vehículo arrancando a toda velocidad. Y luego, a lo lejos, el sonido más hermoso del mundo: sirenas. Muchas sirenas.
Me dejé caer contra la pared, con el pecho subiendo y bajando como un fuelle. El hombro me sangraba, manchando mi camisa blanca.
La puerta del baño se abrió. Elena salió corriendo, con Marisol en brazos.
—¡Elías! —Se tiró al suelo junto a mí, ignorando la sangre, ignorando el fuego que empezaba a lamer el marco de la ventana—. ¡Estás herido!
—Estoy bien —dije, tratando de sonreír, aunque me dolía hasta el alma—. Se fueron.
Marisol se soltó de su madre y me abrazó el cuello, llorando.
—Tengo miedo, papá —dijo.
La palabra me golpeó más fuerte que cualquier bala. No dijo “Señor Elías”. Dijo “papá”.
Acaricié su cabeza con mi mano llena de pólvora y tierra.
—Ya pasó, mi niña. Nadie va a entrar aquí. Yo te cuido.
Las luces rojas y azules de la policía federal inundaron la sala, bailando sobre los vidrios rotos. La pesadilla había terminado, pero la batalla final apenas comenzaba.
CAPÍTULO 10: Cenizas y Promesas
La Agente Denise Harper entró a la cabaña con el arma desenfundada, seguida por un equipo táctico. Cuando vio a los sicarios huyendo (ya interceptados en la carretera, según la radio) y a nosotros en el suelo, bajó el arma.
—Maldita sea, Tovar —dijo, mirando el desastre—. Te dije que te escondieras, no que iniciaras la Tercera Guerra Mundial.erm
—Ellos tocaron la puerta, yo solo contesté —dije, dejando que los paramédicos me revisaran el hombro. Solo era un rozón, superficial pero doloroso.
Esa noche no pudimos quedarnos en la cabaña. Era una escena del crimen. Denise nos llevó a un “refugio seguro”, que resultó ser un motel discreto en las afueras del pueblo vecino, custodiado por federales de su entera confianza.
Elena estaba en silencio mientras curaba mi herida en la habitación del motel. Marisol finalmente se había quedado dormida en la cama king size, agotada por el terror.
—Tu casa… —susurró Elena, pasando un algodón con alcohol por mi brazo—. Todo lo que construiste… está arruinado por mi culpa.
Le tomé la mano, deteniendo sus movimientos.
—Una casa son solo tablas y clavos, Elena. Eso se arregla. Lo que no se arregla es perder a la familia.
Ella levantó la vista. Tenía los ojos hinchados.
—¿Somos familia? —preguntó, con la voz temblorosa—. Porque esto empezó como una mentira. Me pediste que te contara la verdad, pero… ¿esto es verdad para ti?
Me senté en el borde de la cama. El dolor del hombro era un recordatorio constante de que esto era real.
—Elena, hace tres días yo era un hombre que hablaba más con sus gallinas que con la gente. Vivía en el pasado. Ustedes… ustedes trajeron la vida de vuelta.
Me acerqué un poco más.
—Cuando esos tipos dispararon, no pensé en mi casa. Pensé en que si algo les pasaba a ustedes, yo me moría ahí mismo. Eso no es mentira. Eso es lo más real que he sentido en años.
Elena soltó el algodón y me abrazó. Fue un abrazo desesperado, lleno de miedo y alivio, pero también de algo más. La besé. No fue un beso de película, fue un beso de sobrevivientes. Sabía a lágrimas y a promesa.
—No voy a dejar que Braulio gane —le susurré contra su cabello—. Mañana se acaba esto.
CAPÍTULO 11: La Caída del Cacique
La mañana siguiente, la noticia corrió como pólvora por todo el estado.
“Balacera en la Sierra: Atentan contra familia y testigo protegido”.
La Agente Harper había jugado bien sus cartas. Filtró la historia a la prensa nacional antes de que los contactos de Braulio pudieran taparla. Ahora no era un pleito doméstico; era un escándalo de corrupción y violencia.
Estábamos desayunando en la habitación cuando Harper entró, con una sonrisa de oreja a oreja y una carpeta bajo el brazo.
—Prendan la tele —dijo.
Elena encendió el viejo televisor del motel.
En las noticias, aparecía una imagen en vivo desde el aeropuerto internacional de la Ciudad de México. Elementos de la Guardia Nacional estaban escoltando a un hombre esposado, con la cabeza cubierta por una chamarra, pero el traje azul marino era inconfundible.
—Braulio Herrera fue detenido esta mañana intentando abordar un vuelo privado a Panamá —narraba el reportero—. Se le acusa de lavado de dinero, tráfico de influencias, intento de homicidio y secuestro.
Elena se llevó las manos a la boca.
—Lo atraparon… —susurró, como si no pudiera creerlo—. De verdad lo atraparon.
—El Juez Arreola también cantó —dijo Harper, sentándose y robándose una tostada de mi plato—. En cuanto vio que el barco se hundía, entregó todas las grabaciones, los sobornos, todo. Braulio no va a salir de la cárcel en los próximos cuarenta años.
Marisol, que comía cereal en la cama, miró la pantalla y luego a su madre.
—¿El tío malo ya no va a venir?
Elena corrió hacia ella y la levantó en el aire, girando.
—¡Nunca más, mi amor! ¡Nunca más!
Yo me quedé parado junto a la ventana, viendo la escena. Sentí un peso enorme levantarse de mis hombros, un peso que ni siquiera sabía que cargaba.
Harper se me acercó.
—Hiciste un buen trabajo, Tovar. Deberías considerar volver al servicio.
Negué con la cabeza, mirando a Elena y Marisol reír.
—Ya tengo una misión, Agente. Y es de tiempo completo.
CAPÍTULO 12: La Verdadera Boda
Seis meses después.
La cabaña olía a madera fresca y barniz. Me había tomado tres meses reparar el porche y cambiar las ventanas, pero aproveché para hacerle un cuarto extra. Un cuarto rosa, por petición expresa de la “arquitecta” Marisol.
Era un sábado de abril. El sol brillaba sobre la sierra, derritiendo los últimos rastros del invierno.
El patio estaba lleno de gente. Doña Cora estaba sirviendo mole con arroz. La Licenciada Collins estaba sentada en la mejor silla, tomando tequila y regañando a quien se dejara. Incluso la Agente Harper había venido, vestida de civil, lo cual era raro de ver.
La Chona cacareaba orgullosa paseándose entre las mesas, robando migajas de pastel.
Yo estaba parado frente al Juez del Registro Civil (uno nuevo y honesto, gracias a Dios), ajustándome la corbata. Me sentía más nervioso que el día del tiroteo.
La música de un trío de guitarras empezó a sonar. * “Si nos dejan…”*
Elena salió de la cabaña.
No llevaba un vestido blanco de princesa. Llevaba un vestido sencillo de lino color crema, con flores bordadas a mano por las mujeres del pueblo. Llevaba el cabello suelto, adornado con una flor de campo. Se veía… se veía como la paz.
Caminó hacia mí, con Marisol tirando pétalos de flores delante de ella.
Cuando llegó a mi lado, me tomó las manos. Ya no temblaban.
—Señor Tovar —dijo, con esa chispa de broma en los ojos—, ¿está listo para dejar de fingir?
Sonreí, sintiendo que el corazón se me salía del pecho.
—Nunca estuve más listo en mi vida, señora Tovar.
El juez carraspeó.
—Estamos aquí para unir a este hombre y a esta mujer…
No escuché mucho del discurso. Solo veía a Elena. Pensaba en ese día en la calle, cuando una extraña me pidió un favor imposible. Pensaba en cómo un “sí” puede cambiar el destino.
—Acepto —dije, cuando llegó el momento.
—Acepto —dijo ella.
Y cuando nos besamos, y la gente aplaudió, y Marisol corrió a abrazarnos las piernas gritando “¡Vivan los novios!”, supe que la vida es extraña.
A veces, tienes que fingir para sobrevivir. Pero a veces, la mentira es solo la semilla de la verdad más grande de todas.
Ese día, el carpintero solitario y la madre fugitiva dejaron de existir. Y nació una familia. Una familia real, construida con madera, fuego y amor del bueno.
FIN