“SEÑOR… ESAS NIÑAS VIVEN EN MI CALLE”: EL MILLONARIO EN DUELO QUE DESCUBRIÓ LA MENTIRA MÁS CRUEL EN UN BARRIO DE ECATEPEC Y DESATÓ UNA VENGANZA INIMAGINABLE.

PARTE 1

CAPÍTULO 1: EL RITUAL DEL DOLOR

El sol de mediodía caía a plomo sobre el Panteón Francés de la Ciudad de México, haciendo brillar las lápidas de mármol con una intensidad que lastimaba la vista. Pero Alejandro Vargas no sentía el calor. Hacía dos años que Alejandro no sentía nada más que un frío perpetuo en el centro del pecho, un vacío que ninguna cantidad de dinero podía llenar.

A sus cuarenta y tantos años, Alejandro era la sombra del hombre que solía ser. El “Rey del Concreto”, como lo llamaban en las revistas de negocios, el dueño de Constructora Vargas, una de las empresas más grandes del país. Antes, caminaba con la seguridad de quien tiene el mundo en la bolsa. Ahora, arrastraba los pies por los senderos del cementerio, encorvado, cargando un ramo de lirios blancos importados que costaban más de lo que muchas familias ganaban en un mes.

Sus pasos resonaban en el silencio respetuoso del sector más exclusivo del panteón. Llegó al mausoleo familiar, una estructura de granito negro y cristal. Ahí estaban. Dos nombres grabados en oro que le clavaban puñales en los ojos cada vez que los leía: Lucía y Sofía. Y al lado, Isabel.

—Hola, mis princesas —susurró Alejandro, con la voz rota de quien ha repetido esas palabras mil veces sin respuesta—. Papá ya llegó.

Se arrodilló, ignorando el polvo que manchaba sus pantalones de traje italiano. Con un pañuelo de seda, comenzó su ritual sagrado: limpiar cada letra, cada esquina de la lápida, como si al hacerlo pudiera borrar la tragedia que las puso ahí.

—Hoy les traje los lirios que le gustaban a mamá —continuó, hablando al aire—. ¿Se acuerdan cuando íbamos al mercado de Coyoacán y querían comprar todas las flores? Lucía, tú siempre querías las rojas. Sofi, tú las amarillas. Cómo peleaban por eso, mis niñas…

Se le quebró la voz. Se sentó en la banca de piedra frente a las tumbas y dejó que las lágrimas cayeran. No le importaba si alguien lo veía. En ese lugar, su cuenta bancaria no importaba. Era solo un padre más, destrozado por la culpa.

La culpa era un monstruo que vivía con él en su mansión vacía de Las Lomas. Porque la vida de Alejandro antes de esa noche de septiembre había sido perfecta, o eso creía. Tenía el éxito, los autos, la casa, pero sobre todo, las tenía a ellas. Sus gemelas. Rizos castaños, ojos color miel, la risa más contagiosa del mundo.

Su matrimonio con Isabel no había aguantado el ritmo. Ella venía de una familia tradicional, “gente bien” de toda la vida, pero el dinero y la obsesión de Alejandro por el trabajo desgastaron todo. El divorcio fue feo, pero civilizado al final. Isabel se quedó con la custodia y una pensión de 60,000 pesos mensuales.

Lo raro empezó después del divorcio. Isabel, acostumbrada a Polanco y Santa Fe, de repente se mudó. Dijo que quería “paz”, que quería alejarse del ruido de la ciudad. Se llevó a las niñas a una casa en una zona popular, lejos, casi saliendo hacia la carretera a Puebla. Alejandro protestó, gritó, amenazó con abogados, pero ella tenía la custodia.

Él manejaba horas para ir por ellas los fines de semana. A las niñas les encantaba ir a la mansión de papá, nadar en la alberca, jugar en el jardín inmenso. Y siempre, sin falta, lloraban cuando tenían que regresar con su mamá.

—No quiero ir, papi —le rogaba Sofía la última vez que la vio, agarrada de su pierna—. Mamá está rara. No nos deja salir.

—Es solo por unos días, mi amor —le había dicho él, besando su frente—. El viernes paso por ustedes.

Nunca pasó por ellas.

Ese martes a las 3 de la mañana, el teléfono sonó como una sentencia de muerte. —¿Señor Vargas? Habla el comandante Rojas. Hubo un accidente en la autopista. Una camioneta perdió el control, volcó y se incendió. Los documentos encontrados pertenecen a la señora Isabel y a dos menores…

Alejandro vomitó ahí mismo, en la alfombra persa de su recámara.

El reconocimiento de los cuerpos fue imposible. “Estado de carbonización total”, decía el informe forense. Solo identificaron el auto y unas pertenencias. Alejandro, en estado de shock, firmó lo que le pusieron enfrente. Enterró tres ataúdes sellados. Y con ellos, enterró sus ganas de vivir.

Ahora, dos años después, seguía ahí, sentado en la banca del panteón, un millonario que daría toda su fortuna por cinco minutos más con sus hijas.

—Perdónenme —sollozó, tapándose la cara con las manos—. Debí haberlas sacado de ahí. Debí haber peleado más. Soy un cobarde.

El viento movió las hojas de los árboles, y en ese susurro, Alejandro creyó escuchar algo más.

—Señor…

Se limpió los ojos rápidamente, molesto por la interrupción.

—Señor, disculpe…

Se giró. Detrás de él, parada a unos metros, había una niña.

CAPÍTULO 2: LA VERDAD EN LA CALLE 13

No tendría más de ocho o nueve años. Estaba flaquita, con la piel tostada por el sol de quien pasa demasiado tiempo en la calle. Llevaba una camiseta de un partido político que le quedaba grande y unos tenis rotos. Tenía las manos y la cara manchadas de tierra, pero sus ojos… sus ojos eran grandes, oscuros y brillantes.

—¿Qué quieres? —preguntó Alejandro, más brusco de lo que pretendía. No estaba de humor para vendedores ambulantes o limosneros, aunque usualmente era generoso.

La niña dio un paso atrás, asustada por el tono del hombre de traje, pero no se fue. Apretó sus manitas sucias contra su pecho.

—No quiero molestarlo, señor. Es que… lo he visto aquí muchos sábados. Siempre llorando.

Alejandro suspiró, buscando su cartera en el saco. —¿Quieres dinero? Ten —sacó un billete de 500 pesos y se lo extendió sin mirar—. Cómprate algo y déjame solo, por favor.

La niña miró el billete azul con los ojos como platos, pero, para sorpresa de Alejandro, no lo tomó. Negó con la cabeza.

—No, señor. Bueno, sí necesito lana, mi mamá está mala… pero no es por eso. Es que tengo que decirle algo. Es sobre… —la niña señaló con un dedo tembloroso hacia el mausoleo de granito—, sobre las niñas de la foto. Las que dice ahí sus nombres.

Alejandro se tensó. Se puso de pie lentamente, su sombra cubriendo a la pequeña. —¿Qué sabes tú de mis hijas? —su voz salió baja, peligrosa.

La niña tragó saliva, armándose de valor. —Es que, señor… esas niñas no pueden estar ahí adentro. No pueden estar muertas.

—¿De qué estás hablando? —Alejandro sintió una mezcla de furia y confusión. ¿Quién era esta niña? ¿Alguien la había mandado para torturarlo?

—Porque viven en mi calle, señor —soltó la niña de golpe, como si las palabras le quemaran la boca—. Esas niñas viven en mi colonia.

El tiempo se detuvo. Los ruidos de la ciudad, los cláxones lejanos, los pájaros, todo desapareció. Solo quedó el zumbido en los oídos de Alejandro.

—¿Qué dijiste? —susurró.

—Que viven por mi casa —repitió la niña, ganando confianza—. Son igualitas. Gemelas. Pelo chinito, así como castaño. Siempre andan juntas. Su mamá es una señora güera, flaca, que siempre anda con lentes oscuros. No las deja salir casi nunca, pero yo las veo por la ventana o en el patio de atrás cuando voy a la escuela.

Alejandro sintió que las piernas le fallaban y tuvo que agarrarse de la banca de piedra. —Eso es imposible. Mis hijas murieron en un accidente hace dos años. Yo las enterré. Esto es una broma enferma. ¿Quién te mandó? ¿Eh?

La niña retrocedió, asustada por la reacción del hombre. —¡Nadie, señor! ¡Se lo juro por mi jefecita! Yo no miento. Las he oído. La señora les grita “¡Lucía, Sofía, métanse!”. Son los mismos nombres que están ahí escritos.

Lucía y Sofía. Alejandro sintió un golpe en el estómago. La niña sabía los nombres. Claro, estaban escritos en la lápida, cualquiera podía leerlos. Pero la descripción… “Pelo chinito”, “Señora güera”. Isabel era rubia.

Su mente racional gritaba que era imposible. Había informes policiales, actas de defunción, un funeral. Pero su corazón… su corazón de padre empezó a latir con una violencia que dolía. Una chispa, pequeña y peligrosa, se encendió en la oscuridad de su duelo.

—¿Dónde vives? —preguntó Alejandro, con la voz temblando.

—En Ecatepec, señor. En la colonia La Laguna. Está re lejos.

Alejandro la miró fijamente a los ojos. Buscaba la mentira, la malicia. Pero solo encontró inocencia y una urgencia desesperada.

—Mira, niña… —Alejandro sacó la cartera de nuevo. Esta vez sacó todos los billetes que traía. Eran como cinco mil pesos en efectivo—. Si esto es mentira, si me estás haciendo esto por dinero, te juro que te vas a arrepentir. Pero si me llevas ahí… si me llevas a esa casa y veo lo que dices… te doy lo que quieras. Lo que necesites para tu mamá.

La niña miró el fajo de billetes y asintió frenéticamente. —Va, señor. Vamos. Yo le digo por dónde. Se lo juro que están ahí.

Alejandro no lo pensó más. La lógica se fue al diablo. Agarró a la niña —que dijo llamarse Jimena— y caminaron rápido hacia el estacionamiento. Subieron a su camioneta Mercedes negra, blindada, un tanque de lujo que contrastaba brutalmente con la pequeña copiloto que apenas alcanzaba a ver por la ventana.

Alejandro arrancó quemando llanta. Salieron del panteón y tomaron el Periférico hacia el norte.

El trayecto fue una tortura. Alejandro manejaba con los nudillos blancos de tanto apretar el volante. Jimena le iba dando indicaciones. —Derecho, derecho… ahora agarre la de cuota… sígase hasta donde se ve el teleférico…

Pasaron de las zonas arboladas y los edificios de cristal a un paisaje gris de concreto, casas sin terminar con varillas expuestas y calles llenas de baches. Entraron a Ecatepec. El entorno se volvía cada vez más hostil, más pobre. La camioneta de lujo llamaba la atención; la gente se les quedaba viendo, pero a Alejandro no le importaba si lo asaltaban. Solo quería llegar.

—Es por aquí, señor. Métase en esa calle de tierra.

La camioneta rebotó en los baches de una calle sin pavimentar. Perros callejeros ladraban al paso del vehículo.

—Ahí —señaló Jimena, agachándose un poco en el asiento como si tuviera miedo de ser vista—. Es esa casa azul despintada. La de la puerta de fierro oxidada.

Alejandro frenó de golpe.

La casa era miserable. Un bloque de concreto pintado de un azul que alguna vez fue brillante pero ahora se caía a pedazos. Había vidrios rotos en la banqueta. Un tinaco negro se asomaba por el techo. Era el último lugar en la tierra donde imaginaría a sus princesas, acostumbradas a sábanas de hilo egipcio y clases de ballet.

—¿Estás segura? —preguntó Alejandro, con un nudo en la garganta que apenas lo dejaba respirar.

—Segurita. Ahí viven.

Alejandro apagó el motor. El silencio dentro de la camioneta era asfixiante. —Quédate aquí, Jimena. Traba las puertas.

Bajó del auto. El aire olía a tierra y a basura quemada. Sus zapatos de diseñador pisaron el lodo seco. Caminó hacia la puerta de metal. Cada paso pesaba una tonelada. Sentía que iba a vomitar del miedo. Miedo a que fuera mentira. Miedo a que fuera verdad.

Se paró frente a la puerta. No había timbre. Golpeó con los nudillos. El sonido metálico resonó en la calle vacía. Toc. Toc. Toc.

Nada.

Volvió a golpear, más fuerte. —¡Hola! —gritó—. ¡Busco a la señora Isabel!

Escuchó pasos al otro lado. Pasos arrastrados. Luego, el sonido de un cerrojo quitándose. La puerta se abrió solo unos centímetros, asegurada por una cadena por dentro.

Un ojo azul, rodeado de ojeras profundas y arrugas prematuras, se asomó por la rendija.

Alejandro dejó de respirar. Reconocería ese ojo en cualquier parte. Aunque estaba demacrada, envejecida, sin maquillaje y con el pelo sucio… era ella.

—¿Isabel? —susurró Alejandro, como si estuviera viendo a un fantasma.

El ojo se abrió desmesuradamente. Hubo un grito ahogado del otro lado. Isabel intentó cerrar la puerta de golpe, pero Alejandro reaccionó con un instinto animal. Metió el pie, bloqueando el cierre, y empujó con todo su peso.

—¡¡Alejandro, no!! —gritó ella, con voz de pánico.

La cadena se rompió con un chasquido seco. La puerta se abrió de par en par. Alejandro entró tropezando en la penumbra de la sala.

El lugar apestaba a encierro y humedad. Había ropa tirada por todos lados. Pero Alejandro no vio nada de eso. Su mirada se clavó en el fondo de la habitación, donde un sofá viejo y roto estaba pegado a la pared.

Y ahí, abrazadas la una a la otra, temblando de miedo, con la ropa vieja y el pelo enmarañado, había dos niñas.

Más grandes. Más flacas. Pero eran ellas. Sus ojos color miel lo miraban con terror.

—¿Papá? —susurró una de ellas. Era la voz de Lucía.

Alejandro cayó de rodillas al suelo de cemento pulido. El mundo se le vino encima. No estaban muertas. Estaban ahí. Vivas. En el infierno, pero vivas.

—¡¡Isabel!! —rugió Alejandro, girándose hacia su exmujer, que estaba arrinconada contra la pared, temblando como una hoja—. ¡¿Qué chingados hiciste?!

PARTE 2

CAPÍTULO 3: EL INFIERNO DETRÁS DE LA PUERTA AZUL

Alejandro sentía que el piso de cemento pulido se movía bajo sus rodillas como si estuviera en medio de un terremoto. No podía quitar la vista de ellas. Lucía y Sofía. Sus bebés.

Ya no eran las niñas de rizos perfectos y vestidos de diseñador que recordaba. Estaban más altas, flaquísimas, con la piel pálida de quien no ha visto el sol en meses. Llevaban unas camisetas viejas de propaganda electoral que les quedaban como vestidos y estaban descalzas, con los pies negros de mugre. Pero eran ellas.

—¿Papá? —volvió a preguntar Lucía, con la voz temblorosa, aferrándose al brazo de su hermana.

Alejandro intentó hablar, pero solo salió un sonido gutural, un sollozo atorado en la garganta. Se arrastró de rodillas hacia el sofá, extendiendo los brazos como un náufrago que ve tierra firme.

—Mis niñas… mis princesas… —logró decir al fin, con las lágrimas empapándole la cara—. Soy yo. Papá está aquí.

Sofía, que siempre había sido la más tímida, se escondió detrás de Lucía. No corrieron a abrazarlo. No hubo esa escena de película donde los hijos se lanzan a los brazos del padre perdido. Hubo miedo. Un miedo profundo y animal. Se encogieron contra el respaldo del sofá sucio, mirándolo como si fuera un monstruo.

Eso le dolió a Alejandro más que la noticia de su muerte.

—¡No las toques! —gritó Isabel, lanzándose hacia adelante para interponerse entre él y las niñas—. ¡Las vas a asustar!

Alejandro se puso de pie de un salto, la tristeza transformándose instantáneamente en una furia volcánica. Agarró a Isabel por los hombros, clavándole los dedos con fuerza, y la empujó contra la pared despintada.

—¡¡Mírame!! —le rugió en la cara. El olor a alcohol barato en el aliento de ella lo golpeó—. ¡Mírame a los ojos y dime qué carajos es esto! ¡Las enterré, Isabel! ¡Lloré sobre sus tumbas durante dos años! ¡Pagué sus funerales! ¿Cómo pudiste? ¡¿Cómo pudiste hacerme esto?!

Isabel empezó a llorar, un llanto histérico y feo. —¡No tuve opción, Alejandro! ¡Te juro que no tuve opción!

—¡Siempre hay una opción! —gritó él, golpeando la pared con el puño, haciendo saltar pedazos de yeso—. ¡Me dijiste que estaban muertas! ¡Falsificaste sus muertes! ¡Eso es cárcel, Isabel! ¡Te vas a podrir en Santa Martha por esto!

—¡Me iban a matar! —chilló ella, deslizándose hasta el suelo—. ¡A ellas también! Me endeudé, Alejandro… me metí con gente muy pesada antes del divorcio. Gente de la maña. Querían dinero, mucho dinero que yo no tenía. Dijeron que si no pagaba se llevarían a las niñas. Que las iban a… a desaparecer.

Alejandro la miró con asco. —¿Y por eso fingiste un accidente? ¿Por eso me destruiste la vida? ¿Por qué no me dijiste? Yo tengo dinero. Yo habría pagado lo que fuera. Tengo seguridad, tengo contactos. Las habríamos protegido.

—¡Porque ellos tienen gente en la policía! —Isabel se jalaba el pelo, desesperada—. Si yo te decía, si íbamos a la policía, se iban a enterar. La única forma de que nos dejaran en paz era que pensaran que estábamos muertas. Tuve que pagarle a un forense corrupto, a un comandante… me gasté todo, Alejandro. Todo. Vendí las joyas, usé los ahorros… compramos nuestra libertad con nuestra muerte.

Alejandro negó con la cabeza, incrédulo ante la magnitud de la locura. —No compraste libertad, Isabel. Compraste esto… —señaló la habitación miserable, las ventanas tapadas con cartones, el olor a humedad—. Las tienes viviendo como ratas. Secuestradas. Sin escuela, sin amigos, sin padre.

Se giró hacia las niñas, ignorando los sollozos de su exmujer. Se agachó de nuevo, tratando de suavizar su expresión, aunque por dentro estaba ardiendo.

—Lucía, Sofi… escúchenme —dijo con voz suave, tratando de controlar el temblor de sus manos—. Papá no sabía nada. Mamá… mamá me dijo que se habían ido al cielo. Pero ya estoy aquí. Y nos vamos a ir. Nos vamos a ir a la casa grande. A su casa.

Lucía lo miró con esos ojos grandes, llenos de confusión. —Mamá dijo que tú ya no nos querías —susurró la niña—. Dijo que era peligroso que nos vieras. Que si nos encontrabas, los hombres malos vendrían.

Alejandro cerró los ojos un segundo, sintiendo cómo se le partía el alma. Isabel no solo le había robado a sus hijas; les había envenenado la mente contra él.

—Eso no es verdad, mi amor. Nunca fue verdad —Alejandro se quitó el reloj de oro, uno que Sofía solía morder cuando era bebé, y se lo mostró—. ¿Se acuerdan de este reloj? ¿Se acuerdan de cómo jugaban con él?

Sofía estiró una manita sucia y tocó la esfera fría del reloj. Un chispazo de reconocimiento cruzó su carita. —El reloj de papi… —murmuró.

—Sí. Soy yo. Y nadie, nunca más, les va a hacer daño. Vámonos.

Alejandro se levantó decidido. —¡No te las puedes llevar! —Isabel se levantó tambaleándose—. ¡Tengo la custodia!

Alejandro soltó una risa seca, sin humor, que resonó terrorífica en la pequeña sala. —¿Custodia? Estás legalmente muerta, Isabel. Tú no existes. Y si intentas detenerme, juro por Dios que no llamo a la policía… hago algo peor.

La amenaza quedó flotando en el aire. Isabel vio la mirada de Alejandro —una mirada de un hombre que ha estado en el infierno y ha vuelto— y supo que había perdido. Se quedó paralizada, temblando, mientras él tomaba las manos de las niñas.

—Vamos, mis amores. No tengan miedo.

Lucía y Sofía dudaron un segundo, mirando a su madre. —¿Mamá? —preguntó Lucía.

Isabel se tapó la cara con las manos y asintió débilmente. —Vayan… vayan con su papá.

Alejandro no esperó más. Las sacó de esa casa, empujándolas suavemente hacia la luz cegadora de la tarde en Ecatepec.

Afuera, Jimena seguía recargada en la camioneta, vigilando como un pequeño halcón. Cuando vio salir a Alejandro con las dos niñas, se le iluminó la cara con una sonrisa chimuela.

—¡Se lo dije, jefe! —gritó la niña—. ¡Se lo dije que eran ellas!

Alejandro se detuvo frente a ella. Las gemelas miraban a Jimena con curiosidad; probablemente era la primera niña de su edad que veían de cerca en dos años.

—Jimena… —Alejandro buscó en sus bolsillos. Ya le había dado todo el efectivo que traía, pero no era suficiente. Se quitó una esclava de oro gruesa que llevaba en la muñeca derecha—. No traigo más efectivo. Pero esto vale mucho. Véndelo. O guárdalo. Me salvaste la vida hoy.

Jimena tomó la joya pesada, boquiabierta. —No manches… gracias, señor.

—Dame tu dirección exacta —le pidió Alejandro, sacando su celular y anotando rápidamente—. Voy a volver. No sé cuándo, pero voy a volver y me voy a asegurar de que tú y tu mamá estén bien. Es una promesa de Alejandro Vargas.

Jimena asintió, con los ojos llenos de lágrimas. Alejandro subió a las gemelas a la parte trasera de la Mercedes. El contraste era brutal: la piel de los asientos color crema contra la ropa sucia de las niñas.

Arrancó el motor. Mientras se alejaban levantando polvo, Alejandro miró por el retrovisor. Isabel estaba en el marco de la puerta, una figura espectral y derrotada, viendo cómo su mentira se desmoronaba y se alejaba en una camioneta de lujo.

CAPÍTULO 4: EL REGRESO A UN MUNDO OLVIDADO

El camino de regreso a la Ciudad de México fue el viaje más silencioso y extraño de la vida de Alejandro.

Había soñado con este momento mil veces. En sus sueños, había risas, abrazos, preguntas atropelladas. Pero la realidad era pesada. Las niñas iban sentadas atrás, rígidas, con los cinturones de seguridad puestos, mirando por la ventana con la boca abierta.

El mundo había seguido girando sin ellas. Veían los anuncios espectaculares, el tráfico de Indios Verdes, los edificios altos, como si fueran turistas en otro planeta.

—¿Tienen hambre? —preguntó Alejandro, rompiendo el silencio. Su voz sonó demasiado fuerte en la cabina insonorizada.

Lucía y Sofía se miraron entre ellas. Parecían comunicarse telepáticamente, un hábito que habían desarrollado en el encierro. —Sí —dijo Sofía en voz baja.

—¿Qué se les antoja? ¿Pizza? ¿Hamburguesas? ¿Tacos?

—¿Tacos? —preguntó Lucía, incrédula—. Mamá decía que los tacos eran muy caros.

Alejandro apretó el volante hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Muy caros. Isabel recibía una fortuna y les hacía creer que eran pobres para justificar su escondite en la miseria. La rabia le subió por la garganta como bilis, pero la tragó. No podía explotar ahora.

—Hoy podemos comer lo que quieran. Todo lo que quieran.

Paró en un autoservicio de comida rápida en Insurgentes. Compró cajitas felices, helados, pays, todo lo que pudo. Las niñas comieron con una voracidad que le rompió el corazón otra vez. Comían como si no supieran cuándo volverían a ver comida. Se mancharon la cara, las manos. Alejandro las veía por el retrovisor y lloraba en silencio, dejando que las lágrimas cayeran sobre su corbata de seda.

Cuando entraron a Las Lomas de Chapultepec, el ambiente cambió. Las calles arboladas, las mansiones con bardas altas, las cámaras de seguridad. Las niñas se pegaron a las ventanas.

—¿Aquí vivíamos? —preguntó Lucía.

—Sí, mi amor. Aquí vivían. Y aquí van a vivir siempre.

Alejandro metió la camioneta en la rampa de su casa. El portón eléctrico se abrió lentamente, revelando el jardín inmenso y la fachada blanca de estilo colonial moderno.

Al bajar, el personal de servicio salió a recibirlo. Doña Martha, la ama de llaves que llevaba veinte años con la familia, traía una toalla para limpiar el coche, pensando que el señor Vargas venía solo del cementerio como siempre.

Cuando vio bajar a las dos niñas sucias y despeinadas, Doña Martha soltó la toalla y se llevó las manos a la boca.

—¡Santísima Virgen de Guadalupe! —gritó, persignándose—. ¡Señor Alejandro! ¿Son…?

—Son ellas, Martha —dijo Alejandro, con la voz quebrada—. Están vivas.

Martha corrió y se arrodilló frente a las niñas, llorando a gritos, abrazándolas sin importarle la mugre. —¡Mis niñas! ¡Mis chiquitas! ¡Creí que estaban con Diosito!

Las niñas recordaban a Martha. Fue el primer momento en que sus caras se relajaron. —¿Nana? —dijo Sofía, y se echó a llorar en el hombro de la mujer robusta.

Alejandro sintió un alivio inmenso al verlas llorar. El llanto era bueno. El llanto significaba que estaban soltando el miedo.

—Martha, prepara baños calientes. Quémales esa ropa. Quiero pijamas nuevas, comida caliente, todo. Y llama a mi hermano Javier. Dile que venga ya. Que es de vida o muerte.

Entraron a la casa. El vestíbulo de mármol brillaba bajo el candelabro de cristal. Las niñas caminaban de puntitas, como si tuvieran miedo de ensuciar el piso.

—Esta es su casa —les repitió Alejandro—. Pueden correr, pueden brincar, pueden ensuciar. No importa. Nada importa más que ustedes.

Las llevó arriba. Se detuvo frente a la puerta blanca al final del pasillo. La habitación que había mantenido intacta durante dos años. Giró la perilla y abrió la puerta.

El olor a lavanda y a encierro salió de golpe. Todo estaba igual. Las camas con colchas de princesas, la casa de muñecas, los peluches en la repisa. Era una cápsula del tiempo de cuando tenían seis años. Ahora tenían ocho, casi nueve. La ropa del clóset no les quedaría. Los juguetes quizás les parecerían de bebés.

Pero las niñas entraron despacio, tocando todo con reverencia. Sofía fue directo a su cama y agarró un conejo de peluche gris, “Tambor”, que estaba sentado en la almohada.

Lo abrazó tan fuerte que Alejandro pensó que lo rompería. —Me acordaba de él… —susurró Sofía—. Soñaba con él.

Lucía se paró frente al espejo de cuerpo entero. Se miró a sí misma: sucia, con el pelo enredado, con la camiseta vieja. Y luego miró el reflejo de la habitación perfecta detrás de ella. —Papá… —dijo sin voltear—. ¿Mamá va a venir?

Alejandro se tensó. Sabía que esa pregunta llegaría. Se arrodilló detrás de ella y la miró a través del espejo. —No hoy, Lucía. Mamá… mamá tiene que arreglar muchas cosas. Hizo cosas que no estuvieron bien. Pero ustedes están conmigo ahora. Y yo nunca, nunca las voy a dejar ir.

En ese momento, se escuchó un frenazo afuera, seguido de portazos y pasos corriendo por la escalera. —¡Alejandro! ¡Alejandro! —era la voz de Javier, su hermano.

Javier entró en la habitación jadeando, con los ojos desorbitados. Cuando vio a las gemelas sentadas en las camas, se quedó petrificado en el marco de la puerta. Se puso pálido, como si fuera a desmayarse.

—No mames… —susurró Javier, olvidando su vocabulario frente a las niñas—. Es verdad. Dios mío, Alejandro, es verdad.

Se acercó temblando y las abrazó a las dos al mismo tiempo. Javier, el tío divertido, el soltero eterno que siempre les traía dulces a escondidas. —¡Están enormes! ¡Están vivas! —Javier lloraba y reía al mismo tiempo—. ¡Cabrón, las encontraste!

Esa noche, la mansión Vargas volvió a tener vida. Pero no fue una noche fácil.

Después de los baños, con el pelo mojado y envueltas en pijamas que les quedaban cortas (las únicas que encontraron), las niñas intentaron dormir. Pero el silencio de Las Lomas era diferente al ruido de Ecatepec. No había perros ladrando, ni música de sonidero a lo lejos. Había un silencio sepulcral que las asustaba.

Alejandro se sentó en un sillón en la esquina de la habitación, vigilándolas. No pensaba dormir. Tenía miedo de cerrar los ojos y despertar de nuevo en la pesadilla de ayer.

A eso de las tres de la mañana, Sofía se despertó gritando. —¡No! ¡No quiero! ¡Mamá, no apagues la luz!

Alejandro saltó y corrió a la cama. —Shh, shh, aquí estoy. Soy papá. Hay luz, mira.

Encendió la lámpara de buró. Sofía estaba empapada en sudor, temblando. —Soñé que estábamos en la caja —sollozó—. En la caja negra.

Alejandro sintió un escalofrío. —¿Qué caja, mi amor?

—Donde mamá nos escondía cuando tocaban la puerta —dijo Lucía desde la otra cama, despierta y con la mirada fija en el techo—. Nos metía en el tinaco vacío del patio si alguien preguntaba por nosotras. Decía que si hacíamos ruido, los hombres malos nos llevarían.

Alejandro sintió que la sangre le hervía. En el tinaco. Isabel las escondía como animales. La magnitud del trauma que sus hijas cargaban apenas empezaba a asomar la cabeza. No solo era el secuestro; era la tortura psicológica constante.

Se acostó en medio de las dos camas, en el tapete, y les dio la mano a ambas. —Nadie las va a meter en ninguna caja nunca más. Si alguien toca la puerta, yo abro. Yo soy el monstruo más grande de este cuento ahora, y nadie va a pasar por encima de mí.

Las niñas se calmaron poco a poco. Alejandro se quedó ahí, mirando el techo, mientras la primera luz del amanecer entraba por la ventana.

Estaban a salvo físicamente. Pero Alejandro sabía que la verdadera batalla apenas comenzaba. Tenía que sanar sus mentes, reconstruir su confianza y, sobre todo, tenía que decidir qué hacer con Isabel.

Porque mientras él acariciaba las manos de sus hijas rescatadas, su teléfono vibró en el bolsillo. Un mensaje de un número desconocido.

Lo sacó con cuidado para no despertarlas. La pantalla brilló en la oscuridad.

Mensaje de texto: “Devuélvemelas o te hundo. Tú no sabes con quién te metiste. Tengo copias de los papeles de la empresa. Sé sobre los sobornos de la construcción del puente en 2018. Si no me traes a las niñas mañana, voy a la prensa y tú te vas a la cárcel conmigo.”

Era Isabel.

Alejandro leyó el mensaje dos veces. Una sonrisa fría, peligrosa, se dibujó en su rostro. Isabel creía que aún tenía poder. Creía que podía chantajearlo con trapos sucios del pasado.

Pero Isabel había olvidado una cosa: Alejandro Vargas ya había estado muerto en vida dos años. Ya no tenía nada que perder más que a sus hijas. Y por ellas, era capaz de quemar el mundo entero, incluyéndose a sí mismo.

—Inténtalo —susurró al teléfono—. Solo inténtalo.

PARTE 3

CAPÍTULO 5: CICATRICES INVISIBLES Y AMENAZAS DE PAPEL

El sol de la mañana entraba por los ventanales blindados de la mansión en Las Lomas, pero no traía calor. Alejandro no había pegado el ojo en toda la noche. Estaba sentado en la cabecera de la mesa del comedor, con una taza de café negro enfriándose frente a él y el celular vibrando con mensajes de su abogado, el Licenciado Rodrigo Campos.

Frente a él, la escena era desgarradora.

Lucía y Sofía estaban desayunando. Doña Martha les había preparado de todo: hot cakes, fruta picada, huevos revueltos, jugo de naranja recién exprimido. Una mesa digna de reyes. Pero las niñas no comían con alegría. Comían con desesperación.

Alejandro observó cómo Sofía, disimuladamente, envolvía un pedazo de pan dulce en una servilleta y se lo metía en el bolsillo de su pijama nueva.

—Sofi, mi amor —dijo Alejandro suavemente—, no necesitas guardar comida. Aquí siempre va a haber. Si tienes hambre al rato, vas a la cocina y pides lo que quieras.

Sofía se puso roja y bajó la mirada, avergonzada. —Es para después, papá. Por si se acaba. Mamá decía que si comíamos mucho un día, al otro no iba a haber.

Alejandro sintió que le clavaban un picahielos en el pecho. Por si se acaba. En su casa, donde se tiraba comida a diario, sus hijas vivían con mentalidad de supervivencia.

—Aquí nunca se va a acabar, princesa. Te lo prometo.

En ese momento, Javier entró al comedor, con ojeras hasta el suelo pero vestido y listo para la guerra. Se sentó al lado de Alejandro y habló en voz baja.

—Ya está aquí el Licenciado Campos. Está en el despacho. Dice que la cosa está fea, carnal.

Alejandro asintió. Se levantó, besó la cabeza de sus hijas y les puso caricaturas en la televisión gigante de la sala. —Quédense con la nana Martha. Papá tiene que trabajar un ratito.

Entró al despacho donde Rodrigo Campos, un abogado penalista con fama de tiburón y trajes de cien mil pesos, lo esperaba revisando unos papeles con cara de preocupación.

—Alejandro, esto es una locura —dijo Campos sin saludar—. Legalmente, tus hijas están muertas. Tenemos actas de defunción, peritajes forenses, sentencias de juzgado civil cerrando la sucesión. Resucitarlas legalmente va a ser un desmadre burocrático que ni te imaginas. El Registro Civil, el MP… todos van a querer saber a quién se sobornó.

—Me vale madres la burocracia, Rodrigo. Arréglalo. Paga a quien tengas que pagar, como siempre. Lo que me preocupa es esto.

Alejandro le enseñó el mensaje de Isabel. La amenaza.

Campos leyó el texto y soltó un silbido. —”Copias de los papeles de la empresa… sobornos del puente en 2018″. Alejandro, si ella tiene eso, te tiene agarrado de los huevos. Ese puente fue un contrato federal. Si sale a la luz que hubo mordida, no solo se cae la empresa, te vas al bote por fraude y corrupción. Y con el gobierno actual, te van a usar de ejemplo.

Alejandro se sirvió un whisky, a pesar de ser las diez de la mañana. —Que lo saque.

Campos lo miró como si estuviera loco. —¿Cómo?

—Que lo saque, Rodrigo. Que vaya a la prensa. Que diga que Alejandro Vargas es un corrupto. Me da igual. Que se caiga la empresa. Tengo dinero guardado en cuentas offshore para vivir tres vidas. Pero no le voy a devolver a mis hijas.

—Alejandro, piensa con la cabeza fría. Si vas a la cárcel, ¿quién cuida a las niñas? El estado. El DIF se las lleva. Y ahí sí, olvídate.

Ese fue el golpe de realidad. El DIF. El sistema. Si él caía, ellas quedaban desamparadas otra vez.

—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Alejandro, con la voz tensa.

—Guerra sucia —dijo Campos, afilando la mirada—. Ella te amenaza con destruir tu reputación. Nosotros la amenazamos con destruir su libertad. Falsedad de declaraciones, fraude procesal, secuestro, corrupción de menores… la lista de delitos que cometió para fingir su muerte suma cincuenta años de cárcel. Ella no quiere ir a la cárcel, Alejandro. Ella quiere dinero y control.

—Quiere a las niñas —dijo Alejandro.

—No —corrigió el abogado—. Quiere lo que las niñas representan: la pensión. El estilo de vida. Si quisiera a las niñas, no las tendría viviendo en un cuchitril en Ecatepec mientras ella cobraba tu dinero. ¿Sabes qué encontramos en sus cuentas?

Alejandro negó.

—Seguía cobrando la pensión en una cuenta a nombre de una prestanombres, su prima lejana. El dinero entraba y salía. ¿Sabes en qué se gastaba? Casinos online y pagos a unos prestamistas colombianos. Tu exmujer no estaba protegiendo a las niñas de la mafia, Alejandro. Se estaba protegiendo a ella misma de sus deudas de juego.

Alejandro sintió náuseas. La historia de “protegerlas de los narcos” era media verdad y media mentira. Isabel tenía deudas, sí, pero su adicción al juego era la verdadera causa. Las niñas eran su escudo humano, su excusa para desaparecer y seguir recibiendo dinero sin que los cobradores la encontraran físicamente.

—Cítala —dijo Alejandro, con una calma aterradora—. Cítala hoy mismo. En un lugar neutral. Vamos a terminar con esto.

CAPÍTULO 6: EL PRECIO DEL SILENCIO

La reunión fue en una bodega industrial vacía propiedad de la constructora, en la zona de Vallejo. Alejandro no quería cámaras, ni testigos, ni meseros escuchando en un restaurante. Solo concreto, eco y verdad.

Isabel llegó en un taxi. Se veía un poco mejor que el día anterior, se había bañado y maquillado para tapar las ojeras, pero sus manos temblaban. Traía una carpeta bajo el brazo. Su “seguro de vida”.

Alejandro estaba parado en medio de la bodega, con Javier y el Licenciado Campos a sus lados. Parecían un tribunal de inquisición.

—¿Dónde están? —fue lo primero que dijo Isabel, intentando sonar fiera—. Quiero verlas.

—No vas a volver a verlas —dijo Alejandro, con voz gélida—. Nunca más.

Isabel soltó una risa nerviosa y levantó la carpeta. —¿Ah, sí? Aquí tengo pruebas de las transferencias al Secretario de Obras Públicas, Alejandro. Tengo correos impresos. Tengo grabaciones. Si no me das a mis hijas y reactivas mi pensión, mañana sales en primera plana de El Universal.

Alejandro dio un paso adelante. Sus zapatos de diseñador resonaron en el concreto.

—Hazlo.

Isabel parpadeó, confundida. —¿Qué?

—Ve a la prensa. Publícalo. Pero en el momento en que lo hagas, yo publico esto.

Javier le entregó a Alejandro una tablet. En la pantalla había un video. Era de las cámaras de seguridad de un casino clandestino en el Estado de México. Se veía a Isabel, hace seis meses (cuando supuestamente estaba muerta), apostando fichas frenéticamente en una mesa de póker.

—Y no solo eso —continuó Alejandro—. Tenemos los estados de cuenta de tu prima. Sabemos que te gastaste tres millones de pesos en apuestas en línea mientras mis hijas comían frijoles y vivían encerradas en un cuarto sin ventanas.

Isabel palideció. —Eso… eso es mentira. Yo estaba enferma…

—¡Cállate! —gritó Alejandro, y el eco retumbó en las paredes metálicas—. ¡Tú eres la enfermedad! Las mataste en vida, Isabel. Les robaste dos años de infancia. Les enseñaste a tener miedo de su propio padre. ¿Y tienes los huevos de venir a amenazarme?

El Licenciado Campos intervino, con su voz suave y letal de abogado. —Señora Isabel, la situación es esta. Usted cometió delitos federales graves. Falsificación de documentos oficiales, soborno a funcionarios, fraude. Si vamos a juicio, le aseguro que no volverá a ver la luz del sol en cuarenta años. Y en la cárcel de mujeres… bueno, a las que le hacen daño a sus hijos no les va muy bien ahí adentro.

Isabel empezó a retroceder, acorralada. La bravuconería se desmoronaba. —Pero… soy su madre. Ellas me necesitan.

—Ellas necesitan sanar —dijo Alejandro—. Y tú eres el veneno. Así que esta es la oferta. Y es la única que vas a recibir.

Alejandro sacó un sobre amarillo y lo tiró al suelo, a los pies de Isabel.

—Ahí hay un boleto de avión a España, solo de ida. Y un cheque por quinientos mil pesos. Es lo último que vas a ver de mi dinero en tu vida. Te vas hoy. Desapareces. No escribes, no llamas, no mandas señales de humo. Firmas la renuncia total de la patria potestad ahora mismo y te largas.

—¿Y si no quiero? —desafió ella, aunque le temblaba la voz.

—Entonces sales de aquí esposada —dijo Campos, señalando la entrada de la bodega. Afuera, una patrulla de la policía (amigos de Alejandro) estaba esperando con las luces apagadas—. Ya tenemos la orden de aprehensión lista por el fraude de su propia muerte. Solo falta que Alejandro dé la señal para ejecutarla.

Isabel miró el sobre en el suelo. Miró a Alejandro, a su exesposo, el hombre que alguna vez amó o al menos utilizó. Vio en sus ojos que ya no había amor, ni lástima, ni siquiera odio. Solo había una determinación absoluta de borrarla del mapa.

Se agachó lentamente, derrotada, y recogió el sobre. —Preguntarán por mí —susurró, con lágrimas en los ojos—. Sofía preguntará por mí.

—Y yo les diré la verdad cuando tengan edad para entenderla —dijo Alejandro—. Les diré que estabas enferma y que te tuviste que ir para no hacerles más daño.

Isabel firmó los papeles que Campos le puso sobre una mesa plegable. Su firma, temblorosa, selló su destino.

—Adiós, Alejandro —dijo ella, caminando hacia la salida, una figura pequeña y patética en la inmensidad de la bodega.

—No vuelvas —respondió él.

Cuando la puerta de metal se cerró tras ella, Alejandro sintió que le quitaban una losa de cien kilos de la espalda. Se dejó caer en una silla, exhalando todo el aire que tenía en los pulmones.

—¿Crees que se vaya? —preguntó Javier.

—Tomará el dinero y se irá —dijo Alejandro—. Es una superviviente. Y sabe que si se queda, la destruyo.

—¿Y ahora qué? —preguntó Campos, guardando los documentos firmados como si fueran oro.

Alejandro se puso de pie y se ajustó el saco. —Ahora viene lo difícil, Rodrigo. Ahora tengo que ir a casa y explicarle a dos niñas rotas por qué su mamá no va a volver nunca.

Esa tarde, la conversación fue en el jardín. El sol de la tarde bañaba el pasto verde, un contraste cruel con la oscuridad del tema.

Lucía y Sofía estaban sentadas en el pasto, jugando con Tambor, el conejo de peluche. Cuando vieron llegar a Alejandro, Sofía levantó la vista esperanzada.

—¿Vino mamá?

Alejandro se sentó en el pasto con ellas, sin importarle manchar el traje. Las tomó de las manos. —Mis amores… mamá se tuvo que ir.

—¿A dónde? —preguntó Lucía, frunciendo el ceño con esa sospecha adulta que no debería tener una niña de ocho años.

—Se fue lejos. A un lugar donde la pueden ayudar. Mamá… mamá tiene una enfermedad en la cabeza que la hace decir mentiras y hacer cosas peligrosas. Y para que ustedes estén seguras, ella tiene que estar lejos.

—¿Es por nuestra culpa? —preguntó Sofía, con los ojos llenándose de lágrimas—. ¿Porque pedimos tacos?

Alejandro la abrazó con fuerza, sintiendo cómo se le rompía el corazón en mil pedazos. —No, mi vida. Nunca. Nada de esto es culpa de ustedes. Ustedes son perfectas. Mamá las quiere, a su manera, pero no puede cuidarlas. Yo sí. Y yo no me voy a ir nunca.

Las niñas lloraron. Lloraron por la madre que las secuestró pero que también era su único mundo. Lloraron de miedo y de tristeza. Y Alejandro lloró con ellas, sosteniendo las piezas de su familia rota, jurando reconstruirlas con paciencia y amor, costara lo que costara.

Pero mientras las abrazaba, Alejandro sabía algo que ellas no. La pesadilla de Isabel había terminado, pero las secuelas… las pesadillas nocturnas, el miedo a los espacios cerrados, la desconfianza… eso apenas empezaba.

Y faltaba una pieza más en este rompecabezas. La niña de la calle. Jimena. La pequeña heroína de Ecatepec que seguía esperando en el polvo, confiando en la palabra de un millonario.

Alejandro miró a Javier por encima de las cabezas de las niñas y asintió. Era hora de pagar las deudas de gratitud.

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