CAPÍTULO 1: El Eco de los Billetes
El sonido de los billetes cayendo al suelo rompió el silencio de la mansión como un trueno seco, de esos que anuncian una tormenta eléctrica sobre el Valle de México. No era el sonido metálico de las monedas, sino el susurro pesado del papel moneda golpeando la madera pulida, un sonido que Sebastián Mendoza conocía demasiado bien, pero que nunca esperó escuchar en la intimidad de su propio santuario.
Sebastián se quedó petrificado en el umbral. Su mano, aún aferrada al pomo de bronce frío, se tensó hasta que los nudillos se pusieron blancos. Acababa de regresar de un viaje de negocios a Guadalajara que había sido, por decirlo suavemente, un infierno logístico. Tres días de reuniones interminables, tráfico en López Mateos y comida de aeropuerto.
Eran las 10:45 de la noche. Su chófer lo había dejado frente a la imponente residencia en Las Lomas de Chapultepec, esa zona de la Ciudad de México donde el silencio cuesta millones y las bardas altas esconden tanto lujos como soledades. Sebastián subió las escaleras de mármol arrastrando su maleta Tumi, aflojándose la corbata italiana que sentía como una soga al cuello. Solo quería una ducha hirviendo y olvidar que era el CEO de Mendoza Tech por unas horas.
Pero al llegar al descanso del segundo piso, vio la línea de luz dorada filtrándose por debajo de la puerta de su recámara principal.
Su corazón dio un vuelco. El personal tenía instrucciones estrictas: nadie entraba a su habitación después de las 6 de la tarde, salvo emergencia. ¿Un ladrón? Improbable con la seguridad del fraccionamiento. ¿Una fuga de gas? ¿Un descuido?
Giró el pomo lentamente, esperando encontrar quizás una ventana abierta o una lámpara olvidada. Lo que encontró desafió toda lógica.
Camila Rivera, su empleada doméstica, estaba allí.
Camila, la chica de 24 años que llevaba ocho meses trabajando para él. La que se movía por la casa como un fantasma eficiente, la que siempre bajaba la mirada cuando él pasaba, la que preparaba el café exactamente como le gustaba sin que él tuviera que pedirlo.
Estaba sentada en su silla ejecutiva, frente a la imponente mesa de caoba donde él cerraba tratos millonarios. Pero no estaba limpiando el polvo.
Estaba rodeada de dinero.
No eran unos cuantos billetes sueltos. La superficie de la mesa estaba sepultada bajo fajos y fajos de papel moneda. Torres irregulares de billetes marrones de 500 pesos, azules de 20 , verdes de 200. Parecía como si alguien hubiera asaltado la caja fuerte de un banco y hubiera decidido contar el botín allí mismo.
Sebastián parpadeó, seguro de que el cansancio le estaba jugando una mala pasada. Pero la imagen era nítida.
Las manos de Camila temblaban. Temblaban con una violencia que hacía vibrar los papeles. Contaba meticulosamente, moviendo los labios en un conteo frenético y silencioso, como si estuviera rezando un rosario profano. Tenía un cuaderno escolar, de esos de pasta dura y hojas amarillentas, abierto a su lado, donde anotaba cifras con un lápiz mordido.
—Veinticinco, veintiséis, veintisiete… —su susurro era apenas audible.
Pero lo que heló la sangre de Sebastián no fue el dinero. Fue su rostro.
Camila estaba llorando.
No era un llanto dramático. Era ese llanto silencioso y corrosivo de quien ya no tiene fuerzas para sollozar. Lágrimas gruesas resbalaban por su nariz y caían sobre el dinero, manchando los rostros de Benito Juárez y Miguel Hidalgo.
Sebastián sintió que el aire abandonaba sus pulmones. Durante ocho meses, Camila había sido la definición de la integridad. Llegaba desde Iztapalapa a las 6 de la mañana, impecable. Se iba a las 6 de la tarde. Nunca faltaba. Nunca pedía adelantos.
¿De dónde diablos había sacado una cantidad que, a ojo de buen cubero, superaba los trescientos mil pesos?
Su cerebro de hombre de negocios, entrenado para detectar fraudes y traiciones, comenzó a trabajar a mil por hora. ¿Le había estado robando poco a poco? Imposible, él notaría esa cantidad. ¿Estaba lavando dinero para alguien más? ¿Había metido a gente peligrosa en su casa?
La ira comenzó a subir por su garganta, caliente y rápida. Dio un paso firme dentro de la habitación, haciendo sonar sus zapatos de suela de cuero contra la duela.
El sonido fue como un disparo en la habitación silenciosa.
Camila dio un salto en la silla. Al girarse, su codo golpeó una de las torres de billetes. El dinero salió volando, cayendo en cascada al suelo como hojas secas en otoño.
Sus ojos se encontraron. Y en ese instante, Sebastián vio algo que lo atravesó como una lanza.
Terror.
No vio la culpa del ladrón atrapado con las manos en la masa. No vio la astucia del criminal buscando una excusa. Vio el miedo primario, visceral, de un animal acorralado que sabe que su vida está a punto de terminar.
Camila se puso de pie tan rápido que la silla pesada se volcó hacia atrás con un golpe sordo.
—¡Señor Mendoza! —gritó, o intentó gritar, porque su voz se quebró en un gallo agudo—. Yo… yo…
Se lanzó al suelo, tratando de recoger los billetes frenéticamente, sus manos chocando entre sí, arrugando el papel, haciendo el caos aún peor.
—¡Perdón, perdón, perdón! —repetía, gateando entre el dinero—. No es lo que piensa, se lo juro por Diosito santo, no es lo que piensa.
Sebastián permaneció inmóvil, su figura alta proyectando una sombra larga sobre la chica arrodillada. La escena era grotesca y surrealista. Afuera, las luces de la Ciudad de México brillaban indiferentes; adentro, en una de las casas más exclusivas del país, una joven recogía una fortuna del suelo mientras temblaba como una hoja.
—¿Qué es todo esto, Camila? —su voz salió más grave de lo que pretendía, resonando en las paredes altas.
Ella se detuvo. Abrazó un puñado de billetes contra su pecho, protegiéndolos como si fueran un bebé recién nacido. Levantó la vista hacia él. Tenía los ojos hinchados, rojos, inyectados de pánico y falta de sueño.
—Es… es todo lo que tengo —susurró ella.
Sebastián frunció el ceño. —¿Todo lo que tienes? —repitió, incrédulo—. Camila, ahí hay cientos de miles de pesos. Tú ganas dieciocho mil al mes. ¿Me estás diciendo que esto es tuyo?
—Sí, señor. Es mío. Todo es mío. —Las lágrimas volvieron a brotar—. Por favor, no llame a la policía. Se lo suplico. No me quite el dinero. Si me lo quita… ella se muere.
La última frase quedó flotando en el aire, pesada y ominosa. —¿Ella? —preguntó Sebastián, sintiendo que su enojo empezaba a mutar en curiosidad—. ¿Quién se muere?
Camila cerró los ojos y bajó la cabeza, derrotada. —Mi hermana. Sofía.
Sebastián miró el reloj. 11:15 PM. Estaba agotado. Quería estar enojado. Quería despedirla por invadir su privacidad. Pero había una verdad dolorosa en la postura de esa chica que le impedía actuar con crueldad.
Suspiró, pasándose una mano por el cabello. —Levántate, Camila —ordenó, pero suavizó el tono—. Siéntate en esa silla. Y más te vale que tengas una explicación excelente, porque estoy a un minuto de llamar a seguridad. Tienes cinco minutos.
Camila asintió, sorbiendo la nariz, y se sentó en el borde de la silla, como si estuviera a punto de ser ejecutada.
CAPÍTULO 2: El Cuaderno de la Verdad
El silencio que siguió fue denso, casi masticable. Camila acomodó torpemente los billetes sobre la mesa, tratando de recuperar algo de dignidad, aunque sus manos seguían temblando incontrolablemente. Sebastián se aflojó el nudo de la corbata y se recargó contra el marco de la puerta, cruzando los brazos. No quería acercarse demasiado; necesitaba mantener la distancia física para mantener la distancia emocional. Había aprendido esa lección a la mala.
—Habla —dijo él, seco.
Camila tomó aire, un sonido rasposo y húmedo. —Señor… usted sabe que llevo ocho meses aquí. Pero antes de eso, trabajé cinco años limpiando oficinas en Santa Fe. Y los fines de semana lavo ropa ajena en mi colonia, en Iztapalapa.
Sebastián arqueó una ceja. Sabía que venía de un entorno humilde, pero no conocía los detalles. —¿Y?
—Llevo seis años ahorrando. Seis años, señor. —Su voz cobró un tinte de desesperación—. No gasto en nada. Vivo en un cuarto de azotea con mi hermana. Como lo que me dan en los trabajos o lo más barato que encuentro. No compro ropa, no salgo, no tengo novio, no tengo vida. Cada peso… cada centavo que cae en mis manos, va a una caja de zapatos. O iba, hasta hoy.
Sebastián miró el dinero con otros ojos. Ya no parecían billetes anónimos. Ahora veía las horas de sueño perdidas, las manos agrietadas por el cloro, los viajes eternos en el metro a hora pico. Pero la matemática seguía sin cuadrar del todo.
—¿Por qué? —preguntó él—. ¿Por qué alguien de 24 años vive así?
Camila estiró la mano y tomó el cuaderno viejo que reposaba sobre la mesa. Lo empujó suavemente hacia él, deslizándolo sobre la superficie pulida. —Véalo usted mismo. Página 40.
Sebastián se acercó. Tomó el cuaderno. Las hojas estaban gastadas por el tacto constante. Lo abrió.
Lo que vio lo dejó mudo.
No eran simples garabatos. Eran columnas de contabilidad doméstica llevadas con una precisión obsesiva. 15 de Marzo: $350 – Planchado Doña Lupe. 20 de Marzo: $5,000 – Quincena Oficina. Gasto: $200 – Pasajes y arroz. Ahorro: $5,150.
Página tras página, mes tras mes, año tras año. Una crónica de privación absoluta. Y al final de cada mes, una suma en rojo, siempre bajo el mismo encabezado: FONDO SOFÍA.
—¿Qué tiene Sofía? —preguntó Sebastián, cerrando el cuaderno lentamente. Sentía un peso extraño en el estómago.
Camila se abrazó a sí misma. —Comunicación interventricular con estenosis pulmonar severa.
Los términos médicos salieron de su boca con una fluidez que contrastaba con su educación básica. Era el lenguaje de quien ha pasado demasiadas horas en salas de espera de hospitales públicos.
—Es un agujero en su corazón —explicó ella, con la voz rota—. Nació con él. Los doctores del seguro dijeron que se cerraría solo, pero no fue así. Creció. Su corazón está fallando, señor Mendoza. Se cansa al caminar. Se le ponen los labios azules cuando sube las escaleras. Tiene 16 años y vive como una anciana de 80.
Sebastián conocía ese sentimiento. La impotencia ante la enfermedad. El frío que te recorre la espalda cuando un médico te dice palabras que no entiendes pero que suenan a sentencia de muerte.
—Necesita cirugía —continuó Camila, las lágrimas volviendo a caer—. A corazón abierto. En el sistema público nos traen de vuelta y vuelta. “No hay camas”, “falta el insumo”, “el cirujano está de vacaciones”. Llevamos tres años en lista de espera. Tres años viéndola apagarse.
Hizo una pausa para tomar aire, como si le doliera físicamente hablar. —La semana pasada se desmayó en la escuela. La llevé a un especialista privado, el Doctor Villalobos en el Hospital Ángeles. Dijo que ya no podemos esperar. Su ventrículo derecho está colapsando. Si no se opera pronto…
No terminó la frase. No hacía falta.
—¿Cuánto cuesta? —preguntó Sebastián.
—350,000 pesos —respondió ella—. Solo la cirugía. Sin contar la hospitalización, las medicinas, la terapia. El doctor me dijo que si pagaba el depósito mañana, la operan el lunes. El lunes, señor.
Sebastián miró la mesa llena de dinero. —¿Y cuánto tienes ahí?
Camila sollozó, un sonido agónico. —Estaba contando… una y otra vez… esperando que me hubiera equivocado, que hubiera más. Pero no. Hay 303,000 pesos.
Sebastián hizo el cálculo rápido. Faltaban 47,000 pesos. Para él, 47,000 pesos era una cena de negocios con clientes japoneses. Era un traje a la medida. Era un fin de semana en Valle de Bravo. Para Camila, esos 47,000 pesos eran la diferencia entre la vida y la muerte de su hermana.
—Me faltan cuarenta y siete mil —susurró ella, derrotada—. Mañana es la fecha límite para el depósito. He trabajado como mula seis años. He vendido todo. No tengo a quién pedirle prestado. Nadie le presta esa cantidad a una sirvienta.
Levantó la vista, y sus ojos oscuros se clavaron en los de él con una intensidad que lo quemó. —Por eso entré aquí, señor. No para robarle. Solo necesitaba un lugar tranquilo, con luz, para contar mi dinero y ver si Dios me hacía el milagro de que se multiplicara. Sé que estuve mal. Sé que invadí su casa. Puede despedirme. Puede echarme a la calle. Pero por lo que más quiera, no me quite este dinero. Es la vida de Sofía.
Sebastián se giró hacia la ventana. La ciudad brillaba afuera, un mar de luces interminable. Desde su torre de marfil en Las Lomas, la pobreza y la desesperación de la ciudad siempre habían sido un concepto abstracto, algo que veía en las noticias o a través del vidrio polarizado de su Mercedes.
Pero ahora la tenía en su habitación. Olía a miedo y a jabón barato.
Recordó a Elena. Su esposa. Sus ojos verdes apagándose en una cama de hospital hacía tres años. Recordó la rabia. Él tenía dinero entonces, sí, pero no el suficiente para el tratamiento experimental en Suiza. Había llegado tarde. Su primer millón llegó tres meses después del funeral de Elena. Una ironía cruel del destino: el éxito financiero cimentado sobre las cenizas de su felicidad personal.
Desde entonces, Sebastián se había vuelto frío. Eficiente. Un tiburón de los negocios que acumulaba riqueza solo por el terror de volver a sentirse impotente.
Y ahora, el universo le ponía una prueba frente a sus narices.
Se dio la vuelta lentamente. Camila seguía ahí, temblando, esperando su sentencia. Sebastián caminó hacia su escritorio. Camila se encogió, pensando que él iba a llamar a la policía. En su lugar, Sebastián abrió el cajón superior derecho. Sacó su chequera personal y una pluma Montblanc pesada.
—¿Tienes los datos del hospital? —preguntó, sin mirarla.
Camila parpadeó, confundida. —¿Mande?
—El hospital. La cuenta para el depósito. ¿La tienes?
—Sí… sí, la tengo en el cuaderno. Pero señor, me faltan 47,000 pesos. Aunque deposite esto mañana, no me van a aceptar la cirugía si no está completo.
Sebastián terminó de escribir. Arrancó el cheque con un sonido rrrrisp satisfactorio. Caminó hacia ella y le extendió el papel.
—No vas a depositar ese dinero en efectivo, Camila. Es peligroso andar con eso en la calle y el SAT te va a comer viva si intentas meterlo al banco de golpe. Guarda eso. Úsalo para la recuperación, para comida, para que Sofía tenga una cama cómoda cuando salga.
Camila tomó el cheque con dedos temblorosos. Leyó la cifra y casi se le cae el papel. Sus ojos se abrieron desmesuradamente. —Señor… aquí dice… cuatrocientos mil pesos.
—Es para cubrir la cirugía y cualquier imprevisto —dijo Sebastián, con un tono casual, como si estuviera hablando del clima—. Mañana temprano vas al banco, lo cobras y pagas el hospital. Y quiero los recibos, Camila. Soy contador, me gustan los papeles en orden.
Camila se quedó muda. Miraba el cheque, luego a él, luego al cheque. Su cerebro no lograba procesar el giro de los acontecimientos. De estar a punto de ser despedida o arrestada, a tener la solución de todos sus tormentos en un pedazo de papel.
—¿Por qué? —preguntó ella, con un hilo de voz—. ¿Por qué haría esto por mí? Soy solo la que limpia.
Sebastián la miró a los ojos, y por primera vez en años, la máscara de frialdad se agrietó. —Porque yo sé lo que es tener el dinero y que sea demasiado tarde —dijo suavemente—. Y no voy a permitir que eso te pase a ti.
Camila soltó el cheque sobre la mesa y se abalanzó hacia él. Antes de que Sebastián pudiera reaccionar, ella le había rodeado la cintura con los brazos, hundiendo su rostro en su pecho, sollozando con una fuerza que sacudió su propio cuerpo.
—Gracias, gracias, gracias —repetía ella, mojando su camisa de diseñador de 500 dólares.
Sebastián se quedó rígido un momento. No estaba acostumbrado al contacto físico. Pero lentamente, torpemente, levantó una mano y le dio unas palmaditas en la espalda. —Ya, ya —dijo, sintiéndose extrañamente humano por primera vez en mucho tiempo—. Mañana tienes mucho que hacer. Y Camila…
Ella levantó la vista, con el rostro bañado en lágrimas pero iluminado por una esperanza feroz. —¿Sí, señor?
—Mañana no vengas a trabajar. Ve con tu hermana. Ella te necesita más que mis pisos.
Lo que Sebastián no sabía en ese momento, mientras veía a su empleada recoger su tesoro de billetes y salir de su habitación como si llevara el Santo Grial, era que ese cheque no solo salvaría a Sofía. Ese cheque era el primer paso para salvarlo a él mismo de la soledad que lo consumía.
La verdadera historia apenas comenzaba.
CAPÍTULO 3: El Peso de un Papel
Esa noche, el viaje de regreso a Iztapalapa se sintió diferente para Camila. Normalmente, el trayecto de hora y media en transporte público —del microbús que bajaba de las Lomas al Metro Auditorio, y de ahí el largo transbordo hasta la línea 8— era una tortura de cansancio y alerta constante. Aferraba su bolso contra el pecho, cuidando los pocos pesos que llevaba, con el miedo siempre latente de un asalto.
Pero hoy, el miedo era distinto.
Llevaba en la bolsa interior de su uniforme, pegado a su piel como si quisiera fundirlo con su corazón, un cheque por cuatrocientos mil pesos.
Cada vez que el vagón del metro se sacudía o alguien se pegaba demasiado a ella en la estación Chabacano, Camila sentía que el corazón se le salía del pecho. No era solo dinero; era la vida de Sofía doblada en cuatro partes.
Llegó a su colonia, San Miguel Teotongo, pasadas la una de la mañana. Las calles estaban desiertas, iluminadas apenas por farolas intermitentes y la luz de alguna tienda de abarrotes que se negaba a cerrar. Los perros ladraban a su paso, un coro familiar que esta noche sonaba a bienvenida.
Subió las escaleras de concreto desnudo hasta el cuarto de azotea que llamaban hogar. Abrió la puerta con cuidado para que las bisagras oxidadas no chirriaran.
Adentro, el olor a humedad y Vick VapoRub la recibió. En la cama individual, envuelta en tres cobijas, dormía Sofía.
Camila se acercó y encendió la pequeña lámpara de buró. La luz tenue iluminó el rostro de su hermana. Sofía estaba pálida, con esas ojeras violáceas que ya eran parte de su fisionomía. Su respiración era un silbido leve, forzado, como si cada bocanada de aire tuviera que pedir permiso para entrar a sus pulmones dañados.
Camila se sentó en el borde del colchón, sintiendo cómo la adrenalina de las últimas horas daba paso a un agotamiento brutal. Sacó el cheque y lo alisó sobre sus rodillas.
—Sofi… —susurró, acariciándole el pelo sudado.
Sofía se removió y abrió los ojos lentamente. Estaban vidriosos por el sueño y la medicación. —¿Cami? —Su voz era débil—. ¿Qué hora es? ¿Estás bien? Llegas tardísimo.
—Estoy bien, chaparra. Estoy mejor que nunca. —Camila sonrió, y una lágrima solitaria se escapó—. Despierta bien. Tengo que contarte algo.
Sofía se incorporó con esfuerzo, tosiendo un poco. —¿Te corrieron? —preguntó alarmada, viendo los ojos rojos de su hermana—. ¿Pasó algo con el señor enojón?
Camila soltó una risa nerviosa. —No, no me corrieron. Y el señor enojón… resulta que no es tan malo como pensábamos.
Le extendió el cheque. Sofía lo tomó, entornando los ojos para leer en la penumbra. —¿Qué es esto? —Murmuró, leyendo las cifras—. Cuatrocientos… mil… —Se detuvo. Miró a Camila, luego al papel, luego a Camila otra vez—. Cami, ¿qué hiciste? ¿De dónde sacaste esto? ¡Dime que no hiciste nada malo!
—Es un regalo, Sofi. —Camila le tomó las manos—. El señor Mendoza… me vio contando mis ahorros. Le conté de ti. Le conté de la cirugía. Y me dio esto. Dijo que es para que te operes el lunes.
Sofía se quedó inmóvil. El papel temblaba en sus manos delgadas. —¿El lunes? —susurró—. ¿De verdad? ¿Ya no tenemos que esperar a que haya cupo en el General?
—Ya no. Vamos al Ángeles. Con el doctor Villalobos. Vas a tener tu corazón nuevo, Sofi. Vas a poder correr. Vas a poder ir a la prepa sin desmayarte.
Las dos hermanas se abrazaron en esa habitación fría, llorando en silencio para no despertar a los vecinos. Era el llanto de quien ha cargado un saco de piedras durante años y, de repente, alguien llega y corta la cuerda.
Mientras tanto, al otro lado de la ciudad, en la mansión de Las Lomas, el silencio era diferente. Era un silencio caro y vacío.
Sebastián Mendoza no podía dormir. Estaba sentado en su estudio, con un vaso de whisky intocado frente a él. La luz de la luna entraba por el ventanal, iluminando una fotografía enmarcada en plata sobre su escritorio.
Era Elena. Sonriendo frente a la Torre Eiffel, en ese viaje que hicieron cuando aún eran novios y no tenían un peso, comiendo baguettes baratas en las bancas del parque.
Sebastián tomó el marco. Sus dedos trazaron el contorno de la sonrisa de su esposa.
Recordó la última noche en el hospital público. El olor a desinfectante barato y enfermedad. Elena estaba en una sala común, separada de otros pacientes solo por una cortina de tela percudida. Él le sostenía la mano, sintiendo cómo el calor la abandonaba poco a poco.
—Prométeme que no te vas a amargar, Sebas —le había dicho ella, con la voz apenas audible por la morfina—. Eres brillante. Vas a salir de esta quiebra. Pero no dejes que el dinero te coma el corazón.
Él había llorado, jurándole al cielo y a ella que haría lo que fuera para salvarla. Pero sus bolsillos estaban vacíos. El tratamiento experimental en Houston costaba dos millones de pesos. Él tenía deudas por cinco.
Ella murió a las 3:00 AM, mientras él peleaba con una enfermera para que le cambiaran el suero.
Murió esperando. Murió porque él fue lento. Murió porque ser buena persona no pagaba las facturas médicas.
Sebastián dejó la foto sobre el escritorio con un golpe seco. Se levantó y caminó hacia el ventanal. Hoy, por primera vez en tres años, sentía que podía respirar un poco mejor. Haberle dado ese cheque a Camila no borraba el pasado. No traía a Elena de vuelta. Pero calmaba, aunque fuera un poco, la bestia de la culpa que vivía en su pecho.
—Ojalá sea suficiente —dijo al aire vacío de la mansión—. Ojalá esta vez el dinero llegue a tiempo.
CAPÍTULO 4: Mundos que Colisionan
La mañana del viernes fue un torbellino. Camila y Sofía llegaron a la sucursal bancaria a primera hora, antes incluso de que abrieran las puertas. Camila tenía terror de que el cheque rebotara, de que fuera una broma cruel, de que el banco pensara que lo había robado.
Pero cuando pasó a la ventanilla y el cajero vio la firma de Sebastián Mendoza —un cliente distinguido de la banca privada—, el trato cambió instantáneamente. En veinte minutos, tenía en sus manos el comprobante de la transferencia directa al Hospital Ángeles del Pedregal.
—Está hecho —dijo Camila saliendo del banco, sintiendo el sol en la cara como una bendición—. Vámonos al hospital.
El proceso de internamiento fue rápido gracias al dinero. No hubo preguntas sobre estudios socioeconómicos, ni listas de espera, ni “vuelva usted mañana”. El dinero era una llave maestra que abría todas las puertas que habían estado cerradas para ellas durante años.
El Doctor Villalobos las recibió en su consultorio con una sonrisa cálida. —Me alegra verlas tan pronto —dijo, revisando el expediente de Sofía—. Hicieron un esfuerzo titánico. Ahora déjenmelo a mí.
Pero mientras explicaba los riesgos de la cirugía —una lista aterradora de complicaciones posibles, desde hemorragias hasta fallo sistémico—, la puerta del consultorio se abrió sin previo aviso.
Las enfermeras de la recepción se habían quedado calladas. Entró Sebastián Mendoza.
Llevaba un traje gris impecable, sin corbata, y gafas de sol que se quitó al entrar. Su presencia llenó la pequeña habitación, absorbiendo el oxígeno.
Camila se puso de pie de un salto, casi tirando su bolsa. —¿Señor Mendoza?
El Doctor Villalobos, sorprendido, se levantó también y extendió la mano. —Sebastián. No sabía que vendrías. Hace años que no te veía por aquí. ¿Conoces a mis pacientes?
—Ernesto —saludó Sebastián, estrechando la mano del médico con firmeza—. Estudiamos juntos la prepa —explicó brevemente a Camila—. Y sí, las conozco. Soy… el patrocinador de la cirugía de Sofía.
Sofía, sentada en la camilla de exploración con sus piernas colgando y una bata de papel azul, lo miraba con los ojos abiertos como platos. —¿Usted es el jefe de mi hermana? —preguntó, con esa franqueza imprudente de los adolescentes.
Sebastián se giró hacia ella. Era la primera vez que la veía. Vio la fragilidad en sus muñecas delgadas, el tono pálido de su piel, pero también vio una chispa de inteligencia feroz en sus ojos oscuros. Se parecía a Camila, pero con una luz diferente, una luz que luchaba por no apagarse.
—Así es —dijo Sebastián, suavizando su postura—. Tú debes ser Sofía. He oído mucho sobre ti y tus costosos gustos en cirugías.
Sofía soltó una risita nerviosa. —Dicen que tengo un corazón muy exigente.
—Señor… no tenía que venir —interrumpió Camila, sintiéndose abrumada. Ver a su jefe millonario en un consultorio médico, preocupándose por ellas, era demasiado irreal—. Usted ya hizo demasiado. De verdad. No quiero quitarle su tiempo.
Sebastián la miró. Vio las ojeras, el uniforme de empleada que había cambiado por unos jeans desgastados y una blusa blanca sencilla. —Camila, invertí una suma considerable en esto. Como hombre de negocios, me gusta supervisar mis inversiones personalmente. —Usó su tono corporativo, su armadura habitual, pero sus ojos decían otra cosa—. Además… quería asegurarme de que Ernesto no se hubiera olvidado de cómo operar después de tantos años jugando golf.
El doctor rio. —No te preocupes, Sebas. Mis manos siguen siendo las mejores de México.
La atmósfera en la habitación cambió. La tensión del miedo a la muerte se diluyó un poco con la presencia de Sebastián. Él se quedó durante toda la explicación preoperatoria, haciendo preguntas agudas sobre los tiempos de recuperación, los medicamentos y las probabilidades de éxito. Preguntas que Camila, en su angustia, no habría sabido formular.
Cuando salieron del consultorio, ya era tarde. A Sofía la llevaron a su habitación privada —una suite con vista a la ciudad que parecía un hotel de cinco estrellas— para prepararla.
Camila y Sebastián se quedaron solos en el pasillo del hospital. El olor a antiséptico flotaba en el aire, trayendo recuerdos dolorosos para ambos.
—¿Por qué vino realmente? —preguntó Camila, atreviéndose a mirarlo a los ojos—. No fue por “supervisar su inversión”.
Sebastián metió las manos en los bolsillos del pantalón. Miró hacia el final del pasillo, donde una familia lloraba abrazada frente a la puerta de Terapia Intensiva. —Porque odio los hospitales —confesó—. Y odio que la gente esté sola en ellos.
Camila sintió un nudo en la garganta. —Mi hermana y yo siempre hemos estado solas, señor. Desde que mis papás murieron en el accidente hace siete años. Nos acostumbramos.
—Nadie debería acostumbrarse a la soledad, Camila. —Sebastián se giró hacia ella—. Mañana es la cirugía a las 7 de la mañana. Voy a estar aquí.
—No es necesario…
—Voy a estar aquí —repitió él, con una firmeza que no admitía discusión—. Voy a traer café. Y voy a esperar contigo. Porque si algo sale mal… no quiero que estés sola cuando te den la noticia.
Camila asintió, incapaz de hablar. Sebastián dio media vuelta para irse, pero se detuvo. —Ah, y Camila… deja de decirme “señor Mendoza” cuando estemos aquí. En este edificio, todos somos iguales ante la muerte. Llámame Sebastián.
La vio quedarse allí, pequeña y valiente en medio del pasillo blanco. Sebastián caminó hacia el elevador con el corazón latiéndole rápido. No lo admitiría en voz alta, pero sentía miedo. Miedo de volver a pasar por esto. Miedo de encariñarse con esa niña de ojos vivaces que mañana le abrirían el pecho.
Pero por primera vez, el miedo no lo paralizaba. Lo hacía sentir vivo.
Esa noche, en la habitación 402, Sofía miraba por la ventana. —Es guapo tu jefe —dijo de repente.
Camila, que acomodaba las cosas en el pequeño sofá cama, se puso roja. —¡Sofía! Cállate. Es mi jefe y nos está salvando la vida. Tenle respeto.
—No dije nada malo. Solo dije que es guapo. Y que te mira mucho.
—Me mira porque le doy lástima, mensa. Porque somos su obra de caridad del año.
Sofía se recostó en las almohadas, poniéndose seria. —No, Cami. La lástima se ve diferente. La gente nos ha mirado con lástima toda la vida. Él te mira… con admiración. Como si fueras una guerrera.
—Duérmete ya. Mañana es el gran día.
Camila apagó la luz. Se acostó en el sofá, escuchando el monitor cardíaco de su hermana. Beep… beep… beep… Rezaba para que ese sonido siguiera allí mañana. Rezaba para que Sebastián tuviera razón y esta vez el dinero llegara a tiempo. Pero en el fondo de su mente, una duda la carcomía: ¿Qué pasaría después? Si Sofía sobrevivía, ¿qué sería de ellas? ¿Y por qué sentía que su corazón, ese que ella creía blindado contra todo hombre, empezaba a latir diferente cada vez que Sebastián Mendoza entraba en la habitación?
La verdadera prueba estaba por comenzar. Y no sería solo en el quirófano.
CAPÍTULO 5: El Tiempo se Detiene a las 7:00 AM
El lunes amaneció sobre la Ciudad de México con un cielo gris plomo, amenazando lluvia, típico de esas mañanas donde el smog y la neblina se abrazan sobre el Periférico Sur. Camila se despertó a las 5:00 de la mañana, aunque en realidad no había dormido. Había pasado la noche en una vigilia intermitente, escuchando cada respiración de Sofía, memorizando el ritmo de su pecho al subir y bajar, aterrorizada de que fuera la última vez que lo viera moverse sin ayuda mecánica.
Sofía seguía dormida, con una paz que parecía ajena al huracán que se avecinaba.
A las 6:00 AM, la habitación se llenó de actividad. Enfermeras entraron con la eficiencia coreografiada de un equipo de pits de Fórmula 1. Termómetro, presión, cambio de bata, medias de compresión.
—Buenos días, bella durmiente —dijo la enfermera jefe, una mujer robusta con voz maternal—. Hora de prepararse. Tu carruaje al quirófano ya viene.
Sofía se despertó desorientada, pero cuando vio a Camila, esa máscara de valentía adolescente se instaló en su rostro. —Estoy lista —dijo, aunque Camila notó cómo le temblaban las manos bajo la sábana—. Solo espero que el doctor haya tomado mucho café.
Camila le apretó la mano, sintiendo que sus propios dedos estaban helados. —Todo va a salir bien, chaparra. Te lo prometo.
A las 6:30, la puerta se abrió. Camila esperó ver a un camillero, pero quien entró traía dos vasos de cartón humeantes y una bolsa de papel de una panadería francesa de Polanco.
Sebastián.
Había cumplido. Estaba allí, vestido con unos jeans oscuros y una sudadera gris, lejos de su imagen corporativa habitual. Se veía cansado, con sombra de barba en el rostro, pero sus ojos estaban alertas.
—Dije que vendría —saludó, entregándole un café a Camila—. Y traje croissants. Sé que no tienen hambre, pero el cuerpo necesita combustible para esperar.
—Gracias… Sebastián —dijo Camila, probando el nombre en su boca. Aún se sentía extraño tutear al hombre que firmaba sus cheques, pero en ese momento, él no era su jefe; era su única ancla en medio de la tormenta.
—¿Y para mí no hay? —preguntó Sofía desde la cama, intentando bromear. —Ayuno estricto, señorita —respondió Sebastián guiñándole un ojo—. Pero cuando despiertes, te prometo el banquete que quieras. Tacos, pizza, lo que pidas.
El momento de la verdad llegó a las 6:45. Los camilleros entraron. El traslado hacia el área de quirófanos fue un borrón de luces fluorescentes y techos blancos pasando a velocidad.
Llegaron a las puertas dobles. Esas puertas batientes que dividen el mundo de los vivos del mundo de la incertidumbre. Un letrero rojo brillaba arriba: SOLO PERSONAL AUTORIZADO.
—Hasta aquí, familia —dijo el camillero con suavidad.
Camila sintió que las piernas le fallaban. Se inclinó sobre la camilla, aferrándose a su hermana como si pudiera protegerla físicamente del bisturí. —Te amo, Sofi. Te amo más que a nada. Eres fuerte. No te rajes, ¿me oyes? No te rajes.
Sofía, ya medio adormilada por el sedante preoperatorio, sonrió débilmente. —No me rajo, Cami. Te veo al rato. Cuida al señor Mendoza… se ve nervioso.
Las puertas se abrieron. La camilla cruzó el umbral. Y luego, con un soplido hidráulico, las puertas se cerraron, tragándose a lo único que Camila amaba en este mundo.
El silencio que siguió fue ensordecedor.
Camila se quedó mirando la madera de las puertas, esperando… no sabía qué. Un grito, una señal, un milagro. Sintió que el piso se inclinaba. El aire del pasillo se volvió irrespirable.
Unas manos firmes la sostuvieron por los hombros antes de que cayera. —Respira —la voz de Sebastián estaba justo en su oído, grave y controlada—. Respira, Camila. Ya está en las mejores manos. Ya hiciste tu parte. Ahora nos toca la parte más difícil: esperar.
La guio hasta la sala de espera del tercer piso. Era un lugar lujoso, con sillones de piel y revistas de arquitectura, muy diferente a las sillas de plástico duro y metal frío del Hospital General donde habían pasado tantas horas. Pero el miedo, descubrió Camila, se siente igual en la seda que en el poliéster.
Se sentaron. El reloj en la pared marcaba las 7:15 AM.
—Cuéntame algo —pidió Camila después de veinte minutos de silencio, mientras retorcía una servilleta hasta deshacerla—. Por favor, háblame. No puedo estar a solas con mi cabeza. Si pienso en lo que están haciendo ahí dentro… me voy a volver loca.
Sebastián dejó su café en la mesa de centro. La miró, evaluando qué decir. —¿Quieres que te cuente de París? —preguntó.
—¿París?
—Elena, mi esposa… ella siempre quiso ir. —Sebastián miró hacia la ventana, donde la lluvia empezaba a golpear el cristal—. Cuando nos casamos, estábamos quebrados. Yo tenía una consultora pequeña que apenas daba para la renta, y ella pintaba cuadros que vendía en el mercado de Coyoacán. Su sueño era tomar un café en Montmartre, en el mismo lugar donde pintaba Picasso.
Camila lo escuchaba, hipnotizada no solo por la historia, sino por la vulnerabilidad en la voz de un hombre que parecía de piedra.
—Nunca la llevé —continuó él, con un dolor antiguo en la voz—. Siempre dije “el próximo año”, “cuando cerremos este trato”, “cuando tengamos liquidez”. El “después” nunca llegó. Murió sin ver la Torre Eiffel.
Sebastián giró el anillo de matrimonio que, Camila notó por primera vez, ya no llevaba en el dedo, sino guardado en una cadena bajo su camisa. —Cuando tuve dinero, fui. Fui solo. Me senté en ese café, pedí dos capuchinos y puse su foto en la silla vacía. La gente me miraba como a un loco. Pero mientras estaba ahí, entendí algo brutal, Camila.
—¿Qué entendió? —susurró ella.
—Que el dinero es una herramienta, no un objetivo. El dinero no sirve de nada si no tienes con quién compartirlo. —La miró fijamente—. Hoy, estar aquí contigo, esperando por Sofía… me hace sentir que finalmente estoy usando mi dinero para algo que vale la pena. No para comprar cosas, sino para comprar tiempo. Tiempo para que ustedes sí puedan ir a París juntas.
Camila sintió que las lágrimas le picaban los ojos, pero esta vez no eran de angustia, sino de una extraña gratitud. —Ella va a ir —dijo Camila con determinación—. Le prometo que Sofía va a ir a ese café y se va a tomar un chocolate caliente a su salud, Sebastián.
El reloj marcó las 9:00 AM. Salió una enfermera. —¿Familiares de Sofía Rivera?
Ambos saltaron de sus asientos como impulsados por un resorte. —Aquí.
—Ya abrieron. El corazón está expuesto. Todo va según el plan. El doctor Villalobos dice que la anatomía es compleja, pero manejable. Volveré en dos horas.
Dos horas. Ciento veinte minutos. Camila se dejó caer en el sofá. Primer round superado. Faltaban muchos más.
CAPÍTULO 6: Corazones Detenidos
El tiempo en un hospital no es lineal. A veces vuela y a veces se estanca como agua podrida. Las 11:00 de la mañana llegaron y pasaron con un reporte positivo: “Reparación de la válvula pulmonar en proceso”.
Pero a la 1:00 de la tarde, la actualización no llegó.
Camila miraba el reloj cada treinta segundos. 1:05. 1:10. 1:15. El pasillo estaba desierto. El murmullo lejano de los carritos de comida y los llamados por altavoz solo aumentaban su ansiedad.
—Ya se tardaron —dijo Camila, poniéndose de pie y caminando de un lado a otro en la pequeña sala—. Dijeron cada dos horas. Ya pasaron dos horas y cuarto. Algo pasó.
—Tranquila —Sebastián intentó sonar calmado, pero Camila vio cómo revisaba su propio reloj—. En cirugía los tiempos son estimados, no exactos. Puede que se hayan encontrado con algo que requiere más detalle. Eso es bueno. Significa que son meticulosos.
—O significa que se les fue —replicó ella, con la voz elevándose por el pánico—. Significa que su corazón no aguantó. Es una niña, Sebastián. Es muy chiquita.
—Camila, siéntate. —¡No me puedo sentar! ¡Es mi hermana! ¡Es lo único que tengo! Si ella se muere… yo me muero. No hay plan B. No hay vida después de esto.
Camila empezó a hiperventilar. El aire entraba en sus pulmones pero no llegaba a su sangre. Sentía hormigueo en las manos. El pánico, ese monstruo que había mantenido a raya durante días, finalmente rompió la jaula.
—¡Necesito saber! —gritó, corriendo hacia la puerta del área quirúrgica.
—¡Camila, espera! —Sebastián la alcanzó justo antes de las puertas dobles, agarrándola de los brazos—. ¡No puedes entrar ahí! ¡La vas a contaminar!
—¡Suéltame! ¡Quiero verla!
Ella luchó, golpeando el pecho de Sebastián con sus puños cerrados, descargando años de frustración, de pobreza, de miedo. —¡Déjame pasar! ¡Por favor!
Sebastián no la soltó. La abrazó. La envolvió en sus brazos con fuerza, inmovilizándola contra su cuerpo mientras ella se desmoronaba. —Shh, shh. Estoy aquí. No te voy a soltar. Estoy aquí.
Camila lloró contra su hombro, gritos ahogados que empapaban la sudadera gris. Sebastián acariciaba su pelo, mirando por encima de su cabeza hacia las puertas cerradas con una expresión feroz. Él también estaba asustado. Si esa niña moría… sabía que Camila no sobreviviría al golpe. Y, sorprendentemente, sentía que él tampoco saldría ileso.
En ese momento, las puertas se abrieron.
Camila se separó de golpe, limpiándose la cara con el dorso de la mano. Salió el doctor Villalobos.
Traía el gorro quirúrgico puesto y el cubrebocas colgando del cuello. Su bata azul tenía manchas oscuras, pequeñas salpicaduras que Camila identificó con horror como sangre. Su rostro era ilegible. Esa máscara profesional que los médicos perfeccionan para no dar esperanzas ni destruir mundos antes de tiempo.
—Doctor… —la voz de Camila fue un hilo.
Villalobos se quitó los guantes mientras caminaba hacia ellos. Suspiró profundamente. —Hubo una complicación —dijo.
El mundo de Camila se detuvo. El sonido ambiental desapareció. Solo escuchaba un zumbido agudo en sus oídos. Sebastián dio un paso adelante, colocándose instintivamente entre el doctor y Camila, como un escudo.
—¿Qué tipo de complicación, Ernesto? —preguntó Sebastián, con voz dura.
—Cuando intentamos desconectarla de la bomba de circulación extracorpórea… su corazón no quiso arrancar por sí solo al principio. Hubo un bloqueo eléctrico. Tuvimos que usar el marcapasos temporal y darle soporte farmacológico agresivo.
Camila sintió que las rodillas se le doblaban, pero la mano de Sebastián la sostuvo por el codo, manteniéndola vertical.
—¿Y? —insistió Sebastián.
El doctor Villalobos finalmente sonrió. Una sonrisa cansada, pero genuina. —Y es una luchadora. Después de cinco minutos de tensión… arrancó. Su ritmo es sinusal. La reparación fue un éxito total, Camila. Cerramos el defecto interventricular y la válvula nueva está funcionando perfectamente.
Camila soltó el aire que no sabía que estaba conteniendo en un sollozo explosivo. —¿Está viva?
—Está viva. Está estable. Y tiene un corazón que ahora funciona como el de cualquier adolescente sana. La estamos pasando a Terapia Intensiva Pediátrica. En una hora podrán verla, pero solo uno por uno y cinco minutos.
Camila se tapó la cara con las manos, llorando de alivio, de felicidad, de pura descarga de adrenalina. —Gracias, gracias, doctor. Dios lo bendiga.
Villalobos asintió y miró a Sebastián. —Estuvo cerca, amigo. Pero tu inversión está a salvo. —Le dio una palmada en el hombro y se retiró hacia los vestidores.
Cuando quedaron solos de nuevo, el silencio en la sala de espera había cambiado. Ya no pesaba. Ahora flotaba.
Sebastián miró a Camila. Ella levantó la vista, con los ojos rojos, el maquillaje corrido, el pelo revuelto, y una sonrisa que iluminaba todo el tercer piso del hospital.
Y sin pensarlo, sin la barrera de “empleado y patrón”, sin la distancia social que los separaba, Camila se lanzó a sus brazos otra vez. Pero este abrazo fue diferente al del pánico. Fue un abrazo de celebración. De victoria compartida.
Sebastián la levantó ligeramente del suelo, cerrando los ojos. Olía a vainilla y lágrimas. —Lo logramos —susurró él en su oído—. Lo logramos, Camila.
—Usted la salvó —dijo ella, separándose un poco para mirarlo a los ojos, sus rostros a centímetros de distancia—. Su dinero compró al mejor doctor, el mejor equipo. Usted hizo esto.
Sebastián negó con la cabeza, apartándole un mechón de pelo de la frente con una delicadeza que lo sorprendió a él mismo. —El dinero pagó la cirugía. Pero tú la mantuviste viva todos estos años para llegar aquí. Tú eres el milagro, Camila. Yo solo fui el instrumento.
Una hora después, entraron a la UCI. Ver a Sofía conectada a tantos tubos, con el pecho vendado y máquinas pitando a su alrededor, fue impactante. Pero el monitor mostraba una línea verde constante, rítmica, fuerte. Pip… pip… pip…
La música más hermosa que Sebastián había escuchado jamás.
Se quedó atrás, en la penumbra de la habitación, viendo cómo Camila le besaba la mano a su hermana inconsciente. Y allí, entre el zumbido de los respiradores, Sebastián Mendoza tomó una decisión.
No podía volver a su vida vacía. No podía volver a las reuniones sin sentido, a la mansión silenciosa, a la cena solitaria. Había probado lo que significaba salvar una vida, y era una droga más potente que cualquier éxito financiero.
Miró a Camila, iluminada por la luz de los monitores, y supo que su deuda con el destino, esa que contrajo cuando Elena murió, estaba empezando a pagarse. Pero también supo que ya no quería que Camila fuera solo su empleada. Quería que fuera parte de lo que venía después.
Porque salvar a Sofía no era el final. Era solo el comienzo.
CAPÍTULO 7: La Cicatriz de la Vida
Los siguientes tres días en el Hospital Ángeles fueron una especie de limbo bendito. Sofía fue trasladada de Terapia Intensiva a una habitación normal en tiempo récord. El doctor Villalobos no dejaba de llamarla “su paciente milagro”, aunque Camila sabía que el verdadero milagro no era médico, sino humano.
La primera vez que Sofía se puso de pie, apoyada en el brazo de Camila, se detuvo frente al espejo del baño. Se abrió la bata con cuidado y miró la incisión vertical que recorría su esternón, cubierta aún por gasas estériles.
—Se ve ruda —dijo Sofía, tocando el borde del vendaje.
—Es una cicatriz de guerra, chaparra —respondió Camila, conteniendo las lágrimas de orgullo—. Significa que ganaste. Significa que eres más fuerte que la muerte.
—Significa que ya no voy a poder usar bikinis escotados —bromeó Sofía, aunque sus ojos brillaban.
—Te compro el traje de baño que quieras. Uno de buzo si hace falta —dijo una voz masculina desde la puerta.
Sebastián estaba allí, recargado en el marco, con esa presencia tranquila que se había vuelto indispensable. Ya no llevaba traje. Vestía unos jeans y una camisa polo azul marino. Parecía más joven, más relajado, como si la cirugía de Sofía también le hubiera extirpado un peso a él.
—¿Sigue aquí, Sebastián? —preguntó Sofía, volviendo a la cama con paso lento pero firme—. Ya estoy bien. Ya no tiene que cuidarnos. Seguro tiene empresas que dirigir y millones que ganar.
Camila le lanzó una mirada de advertencia a su hermana, pero Sebastián solo rio.
—Las empresas se dirigen solas si contratas a la gente correcta. Y sobre los millones… descubrí que no sirven de mucho si no tienes con quién gastarlos en un café del hospital que sabe a rayos.
Se acercó y dejó unas revistas de chismes y crucigramas sobre la mesa de noche. —Además, tengo que asegurarme de que sigas las instrucciones del doctor. Nada de esfuerzos, nada de dramas y mucha comida.
Esa tarde, mientras Sofía dormía su siesta recuperadora, Camila y Sebastián bajaron a la cafetería. Se sentaron en una mesa apartada, junto al ventanal que daba al jardín.
—Tengo que volver a trabajar —soltó Camila de repente, rompiendo el silencio cómodo que había entre ellos—. Ya abusé mucho de usted… de ti. Llevo casi una semana sin limpiar la casa. El polvo debe estar acumulándose en las cortinas.
Sebastián dejó su taza de café sobre la mesa con un tintineo suave. La miró fijamente, con esa intensidad que a Camila le hacía sentir mariposas en el estómago, algo que no había sentido desde la prepa.
—Camila… no vas a volver a limpiar mi casa.
Camila sintió un frío repentino. —¿Me… me vas a despedir? —Su voz tembló—. Entiendo. Sé que crucé la línea. Sé que fue mucha confianza. Pero necesito el trabajo, Sebastián. Ahora más que nunca. Tengo que pagarte. Sé que fueron 400 mil pesos. Voy a trabajar gratis si es necesario, te firmaré pagarés, lo que sea, pero no me corras.
La desesperación volvió a asomar en sus ojos. La vieja costumbre de esperar siempre lo peor.
Sebastián estiró la mano y, en un gesto impulsivo, cubrió la mano de Camila con la suya. Su palma era cálida y firme. —Detente. Respira. Nadie te está corriendo. Bueno, técnicamente sí, te estoy corriendo de ser mi empleada doméstica. Porque estás sobrecualificada para limpiar pisos.
Camila lo miró sin entender. —¿De qué hablas? No terminé la carrera. Dejé la UNAM en tercer semestre de Pedagogía cuando mis papás murieron. No tengo título. No soy nada.
—Eres todo, Camila. —Sebastián apretó su mano—. Te vi esta semana. Te vi negociar con las enfermeras, te vi organizar los medicamentos, te vi mantener la calma cuando el mundo se caía a pedazos. Tienes una inteligencia emocional que no se enseña en Harvard. Y tienes algo más importante: conoces el dolor.
Sebastián sacó un sobre manila de su maletín de cuero que había dejado en la silla contigua. Lo deslizó sobre la mesa hacia ella.
—¿Qué es esto?
—Ábrelo.
Camila abrió el sobre con dedos nerviosos. Sacó un contrato. El membrete decía: FUNDACIÓN ELENA MENDOZA – SEGUNDAS OPORTUNIDADES.
Leyó el cargo: Coordinadora de Casos Sociales. Leyó el sueldo. Casi se atraganta. Era cuatro veces lo que ganaba limpiando la mansión y las oficinas juntas.
—No entiendo… —susurró.
—Voy a abrir una fundación, Camila. —La voz de Sebastián se llenó de entusiasmo, un brillo que ella no había visto antes—. Esta semana me di cuenta de que hay miles de Sofías allá afuera. Niños que mueren porque sus papás no tienen 47 mil pesos, o 10 mil, o 500. El sistema está roto, pero yo tengo los recursos para poner parches.
Se inclinó hacia adelante. —Pero yo soy un hombre de números. Soy frío. No sé hablar con las familias, no sé entender su miedo. Tú sí. Tú has estado ahí. Quiero que tú seas el corazón de esto. Quiero que encuentres a los niños, que hables con los padres, que me digas a quién ayudamos.
Camila miraba el papel, luego a él. Las lágrimas empañaron su visión. —¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué yo?
—Porque tú me salvaste a mí, Camila —dijo Sebastián con voz ronca—. Yo te di dinero para Sofía, sí. Pero tú me diste un propósito. Me recordaste la promesa que le hice a Elena. Si no fuera por ti, seguiría siendo un millonario amargado bebiendo whisky solo en una casa vacía. Me devolviste la humanidad.
Camila no pudo contenerse más. Lloró allí mismo, en la cafetería, pero eran lágrimas de una liberación absoluta. El peso de seis años de supervivencia, de contar centavos, de humillaciones silenciosas, se disolvió.
—Acepto —dijo, limpiándose las mejillas—. Pero con una condición.
Sebastián sonrió, esperando. —¿Cuál?
—Que tú vengas con nosotras a comer tacos cuando Sofía salga. Y que te comas tres de pastor con todo.
Sebastián soltó una carcajada que hizo que varias personas en la cafetería voltearan. —Trato hecho.
CAPÍTULO 8: El Contrato del Corazón
El día del alta médica, el sol brillaba sobre la Ciudad de México como si el clima también celebrara. El cielo estaba de un azul insultante, limpio por la lluvia de la noche anterior.
Sofía salió del hospital en silla de ruedas —protocolo obligatorio hasta la salida—, pero su sonrisa iluminaba más que el sol. Llevaba unos jeans holgados y una sudadera nueva que Sebastián le había regalado, una que decía “Survivor” en letras doradas.
En la entrada principal, el Mercedes negro de Sebastián esperaba. Pero esta vez, el chófer no abrió la puerta trasera para que Sebastián entrara solo. Sebastián abrió la puerta para ellas.
—¿A dónde vamos? —preguntó Sofía mientras se acomodaban en los asientos de piel color crema—. ¿A Iztapalapa?
Camila y Sebastián intercambiaron una mirada cómplice a través del retrovisor.
—No exactamente —dijo Sebastián, arrancando el auto él mismo. Le había dado el día libre al chófer. Quería conducir él.
Condujeron hacia el sur, pero no hacia el oriente de la ciudad. Entraron en una calle tranquila de la colonia Del Valle. Edificios de departamentos con balcones llenos de plantas, parques cercanos, seguridad.
Sebastián estacionó frente a un edificio moderno de cuatro pisos. —Tenemos una parada técnica antes de llevarlas a casa.
Bajaron. Camila ayudó a Sofía, aunque ella insistía en que podía sola. Subieron por el elevador al segundo piso. Sebastián sacó un juego de llaves y abrió la puerta del departamento 201.
—Pásenle.
El departamento estaba amueblado con sencillez pero con buen gusto. Tenía mucha luz natural, piso de madera y, lo más importante, no tenía humedad, ni techos de lámina, ni escaleras peligrosas.
—Es lindo —dijo Sofía, mirando alrededor—. ¿Aquí vive algún amigo tuyo?
Sebastián se giró hacia Camila y le puso las llaves en la mano. —Aquí vive la nueva Coordinadora de mi fundación. Y su hermana.
Camila sintió que el aire se le iba. —Sebastián… no. El trabajo lo acepto, pero esto… esto es demasiado. No puedo.
—Es parte del paquete de compensación —interrumpió él, usando su tono de negocios para disimular la emoción—. Necesito a mi coordinadora cerca de las oficinas, que estarán en la Narvarte. Iztapalapa está muy lejos. Además… —miró a Sofía—, el doctor dijo que ella necesita un ambiente libre de polvo y humedad para recuperarse al 100%. Considéralo un beneficio corporativo. Te lo descontaré de la nómina si te hace sentir mejor, a plazos chiquitos.
Sofía gritó y se lanzó a abrazar a Sebastián, con cuidado de no lastimarse el pecho. —¡Gracias, gracias! ¡Tiene balcón! ¡Cami, mira, tiene balcón!
Camila caminó lentamente por la sala. Tocó los muebles, miró la cocina integral limpia y brillante. Era el hogar que siempre había soñado para Sofía. El hogar que sus padres hubieran querido darles.
Se giró hacia Sebastián. Él estaba parado junto a la puerta, con las manos en los bolsillos, mirándolas con una expresión de satisfacción profunda. Ya no había rastro del hombre cansado y triste que había encontrado esa noche en su habitación.
—No sé cómo pagarte todo esto —dijo Camila, acercándose a él.
—Ya me pagaste —respondió él en voz baja, solo para que ella escuchara—. Me enseñaste que la familia no es la sangre, Camila. La familia son las personas que te sostienen cuando te caes. Ustedes me sostuvieron esta semana, aunque no se dieron cuenta.
Camila se paró de puntitas y le dio un beso suave en la mejilla. Fue un gesto inocente, pero cargado de una promesa de futuro. Sebastián cerró los ojos un segundo al sentir el contacto.
—Bienvenida a tu nueva vida, Camila Rivera —susurró él.
—Bienvenida a la tuya, Sebastián Mendoza —respondió ella.
Esa noche, pidieron pizzas y se sentaron en el suelo de la sala nueva, brindando con refresco. Sofía reía, contando chistes malos sobre hospitales. Sebastián reía con ellas, manchándose la camisa cara de salsa de tomate, sin importarle en lo absoluto.
Camila los miró y supo que todo había valido la pena. Cada piso fregado, cada humillación, cada lágrima, cada peso ahorrado en ese cuaderno viejo. Todo la había llevado a este momento preciso.
Miró por la ventana hacia las luces de la ciudad. Ya no se veían amenazantes ni lejanas. Elena, la esposa de Sebastián, estaba en algún lugar, sonriendo. Camila estaba segura de ello. Porque esa noche, en ese departamento, tres corazones rotos se habían unido para formar uno solo, más fuerte, más grande y lleno de cicatrices hermosas.
El cuaderno de cuentas seguía en su bolsa, pero la última página ya no tenía números rojos ni deudas imposibles. Camila sacó una pluma y escribió una última línea:
Fecha: Hoy. Saldo: Infinito. Concepto: Una segunda oportunidad.
Y cerró el cuaderno para siempre.
FIN.
