REGRESÉ DEL EJÉRCITO PARA DARLE UNA SORPRESA A MI MADRE Y LA ENCONTRÉ COMIENDO DE LA BASURA MIENTRAS MI ESPOSA REMODELABA NUESTRA CASA CON MI DINERO: LA VENGANZA DE UN HIJO.

PARTE 1

CAPÍTULO 1: EL REGRESO DEL SOLDADO

El calor de Mérida no perdona, pero ese día, el sol que caía a plomo sobre el asfalto se sentía como una bendición. Bajé del autobús de segunda clase con el cuerpo adolorido por las horas de viaje, pero con el corazón galopando como un caballo desbocado. En mi mano derecha apretaba con fuerza el asa de mi vieja maleta de lona verde, esa que me había acompañado a través de desiertos y fronteras durante cinco largos años. En la izquierda, protegía lo más valioso que traía conmigo: un ramo de margaritas blancas, frescas, envueltas en papel estraza. Eran sencillas, pero eran las favoritas de mi jefa, de mi madre, Doña Juana.

Caminé por las calles de tierra y pavimento roto de la colonia donde crecí. El aire olía a tierra mojada y a leña quemada, ese olor que se te mete en los huesos y te grita “hogar”. Respiré hondo, cerrando los ojos un segundo. Cinco años. Cinco años soñando con este preciso instante: llegar, soltar la maleta, y verla salir de la cocina limpiándose las manos en el delantal para darme uno de esos abrazos que te reinician la vida.

—Ya llegué, jefa —murmuré para mí mismo, sonriendo como un tonto.

Cuando doblé la esquina y la casa de mi infancia apareció ante mis ojos, el paso firme con el que marchaba se detuvo en seco. Algo no cuadraba.

La casa… no era la casa que yo recordaba. La fachada, que siempre habíamos pintado de un amarillo alegre, ahora estaba cubierta de un gris cemento, frío y minimalista, que desentonaba violentamente con el resto de la cuadra colorida. El jardín, ese pequeño pedazo de selva que mi madre cuidaba como si fuera un templo, con sus rosales y sus hierbas para el té, había desaparecido. En su lugar, había grava blanca y unas plantas secas que pedían agua a gritos. La cerca de madera, que yo mismo había reparado antes de irme, estaba tirada a medias.

Sentí una punzada en el estómago, una mezcla de confusión y miedo. Subí los tres escalones de la entrada, equilibrando las flores. Toqué la puerta con los nudillos, tratando de espantar los malos pensamientos.

—¡Mamá! ¡Soy yo, Juan! —grité, esperando escuchar sus pasos apresurados. Silencio. Golpeé de nuevo, más fuerte esta vez, sintiendo cómo el sudor me bajaba por la nuca. —¡Jefa! ¡Ya llegué! ¡Abre, por favor!

La puerta se abrió con un rechinido lento, pero no apareció la figura bajita y cálida de mi madre. Quien estaba ahí, parada en el umbral, era Mónica. Mi esposa. O al menos, la mujer con la que me había casado antes de irme a buscar un futuro mejor para todos.

Me miró sin ninguna expresión, como quien mira al repartidor del gas. Llevaba una bata de seda negra, el cabello perfectamente planchado y las uñas impecables. No había ni un rastro de emoción en su rostro, ni una lágrima, ni una sonrisa. Su mirada era un témpano de hielo en medio del calor yucateco.

—Juan… —dijo, seca. Di un paso atrás, confundido. —Mónica… ¿Dónde está mi madre? Vine a verla, a abrazarla. Tengo años soñando con este día. ¿Está en la cocina?

Mónica desvió la mirada hacia la calle, como si le molestara que los vecinos nos vieran. Se cruzó de brazos y soltó las palabras que me caerían como una sentencia de muerte. —Tu madre ya no vive aquí, Juan. El ramo de margaritas tembló en mi mano. —¿Cómo que no vive aquí? ¿De qué hablas? —Un día simplemente se fue —dijo ella, con una naturalidad que me dio náuseas—. Dijo que no necesitaba a nadie, que quería vivir sola, lejos de todo esto. Agarró sus cosas y se largó.

Sentí que el suelo se abría bajo mis botas. Mi madre, Doña Juana, ¿irse? ¿La mujer que lloró tres días seguidos cuando me fui al ejército? ¿La mujer que me escribía cartas cada semana jurando que me esperaría con vida? —Eso es mentira —solté, con la voz quebrada—. Ella no se iría sin avisarme. ¿A dónde fue? ¿Por qué no me escribiste?

Mónica se encogió de hombros y se hizo a un lado para dejarme pasar. —Ella decidió irse, Juan. Dejó una nota y pidió que nadie la siguiera. Entra, no hagas un escándalo afuera.

Entré a la casa con pasos pesados, arrastrando la maleta como si llevara piedras. Si por fuera la casa era distinta, por dentro era irreconocible. Había desaparecido el olor a hogar. Todo estaba blanco, moderno, frío. En la estantería ya no estaban las fotos de mi primera comunión, ni las porcelanas que mi abuela le había dejado a mi madre. —¿Dónde están sus cosas? —pregunté, sintiendo que la rabia empezaba a calentarme la sangre—. ¿Su silla mecedora? ¿Sus bordados? —Lo doné todo —respondió Mónica desde la cocina, sirviéndose un vaso de agua—. Ella no quiso llevarse nada. Dijo que quería empezar de cero.

Me quedé de pie en medio de esa sala ajena, sosteniendo las margaritas que ya empezaban a marchitarse por el calor. Una imagen de mi madre me vino a la mente: ella sentada en su mecedora, bordando bajo la luz de la ventana, diciéndome: “Hijo, esta casa es tuya y mía, aquí siempre tendrás tu refugio”. Esa mujer no se había ido por gusto. Algo oscuro había pasado aquí. Miré a Mónica, que tecleaba en su celular sin inmutarse, y supe que tenía que salir de ahí antes de perder la cabeza.

—Voy a salir —dije, con la mandíbula apretada. —Como quieras —respondió ella sin mirarme.

CAPÍTULO 2: ENTRE LA BASURA Y LA VERDAD

Salí de la casa como si me faltara el aire. Caminé sin rumbo por las calles de mi colonia, bajo el sol que ya empezaba a quemar la piel. Mi mente era un torbellino. ¿Cómo pudo pasar esto? Yo le mandaba dinero a Mónica cada mes. Dinero para la casa, dinero para las medicinas de mi madre, dinero para que no les faltara nada. ¿Dónde estaba todo eso?

Necesitaba respuestas. Fui directo a la panadería “La Esperanza”, donde mi madre compraba el pan dulce todas las tardes. La dueña, Doña Conchita, una señora mayor que me conocía desde que yo corría en pañales, estaba acomodando unas conchas en el mostrador. Al verme, sus ojos se abrieron como platos. —¡Juanito! ¡Virgen Santísima, muchacho, volviste!

Me acerqué al mostrador, desesperado. —Doña Conchita, por favor, dígame la verdad. ¿Ha visto a mi madre? Mónica dice que se fue, que nos abandonó. La sonrisa de Doña Conchita se borró de golpe. Bajó la voz y miró hacia los lados, como si las paredes oyeran. —Ay, mijo… —suspiró con tristeza—. Tiene meses que no vemos a Doña Juana. Al principio, tu mujer decía que estaba enferma, que no quería visitas. Pero luego… luego empezaron los rumores. —¿Qué rumores? —exigí saber, sintiendo un nudo en la garganta. —Decían que la echaron, Juan. Que la vieron salir una noche llorando con unas bolsas negras. Nadie sabe a dónde fue. Pero tu madre no se fue por gusto, eso te lo firmo con sangre.

El corazón me latía tan fuerte que pensé que se me iba a salir del pecho. Agradecí con un gesto y salí corriendo. No podía ser. No mi madre. Guiado por una corazonada, o tal vez por la desesperación, mis pies me llevaron hacia el Mercado San Benito. Era el lugar donde mi madre iba cada domingo, su lugar feliz entre frutas, marchantes y regateos.

El mercado era un caos de ruido, olores y gente. Caminé entre los puestos de carne colgada y montañas de chiles secos, buscándola en cada rostro, en cada esquina. —¿Ha visto a una señora bajita, de trenzas blancas? —preguntaba a los vendedores. Todos negaban con la cabeza o me ignoraban.

Estaba a punto de rendirme, a punto de caer de rodillas y gritar, cuando llegué a la parte trasera del mercado, donde se acumulan los desperdicios y los camiones de carga. El olor era rancio, ácido. Y ahí la vi.

Detrás de un puesto de sandías, junto a un contenedor de basura verde, había una figura humana agachada. Llevaba una falda que alguna vez fue colorida, ahora gris de mugre. Estaba revolviendo una bolsa de plástico con unas manos que temblaban como hojas al viento. Me acerqué despacio, sintiendo que el mundo se detenía. El ruido del mercado se apagó. Solo escuchaba mi propia respiración y el sonido de las bolsas plásticas. —¿Mamá? —murmuré.

La mujer se detuvo. Giró la cabeza lentamente, como si le doliera el cuello. Cuando vi su rostro, sentí que me moría. Era ella. Pero no era ella. Tenía los ojos rojos, la piel pegada a los huesos, los labios secos y partidos. Sus hermosas trenzas blancas estaban enmarañadas y sucias. Me miró con miedo, encogiéndose, como si esperara un golpe. —No… no me pegues, ya me voy —susurró con una voz que no reconocí.

Caí de rodillas frente a ella. Las margaritas se me cayeron de las manos y quedaron tiradas en el lodo. —Mamá… soy yo. Soy Juan. Tu hijo. Ella parpadeó, confundida. Sus ojos, nublados por el hambre y el abandono, se enfocaron en mi rostro. Levantó una mano sucia y me tocó la mejilla. —¿Juan? —dijo, y su voz se rompió en un sollozo—. ¿Eres tú, mi niño? Pensé que te habías olvidado de mí.

La abracé con todas mis fuerzas. La abracé sintiendo sus costillas marcadas, su olor a basura y a soledad. La abracé llorando a gritos, sin importarme que la gente se nos quedara viendo. —Perdóname, jefa, perdóname —le decía al oído, mientras ella lloraba en mi pecho—. Te juro que no sabía. Te juro que voy a matar a quien te hizo esto.

Un marchante se acercó, conmovido por la escena. —Joven, ¿necesita ayuda? —¡Un taxi! ¡Necesito llevarla a la Cruz Roja, ahora! —grité.

La levanté en mis brazos. No pesaba nada. Era como cargar a un pajarito herido. Mientras esperábamos el taxi, le quité un pedazo de lechuga podrida del cabello y le limpié la cara con mi camisa. Ella se aferraba a mi uniforme como si fuera un salvavidas en medio del mar. —Ya estoy aquí, mamá. Ya nadie te va a hacer daño nunca más.

Subimos al taxi y mientras avanzábamos por las calles de Mérida, con el atardecer pintando el cielo de naranja, miré las manos de mi madre entrelazadas con las mías. Luego pensé en Mónica. Pensé en su bata de seda, en su casa remodelada, en su mentira fría y calculadora. En ese momento, el soldado que había regresado buscando paz desapareció. En su lugar, nació un hombre dispuesto a hacer justicia, costara lo que costara. Mónica no sabía con quién se había metido. Había tocado lo más sagrado que tiene un mexicano: a su madre. Y eso, se paga caro.

PARTE 2

CAPÍTULO 3: LA VÍBORA CON PIEL DE SEDA

 

El hospital olía a alcohol y a desinfectante barato, ese olor que se te queda pegado en la nariz y te recuerda que ahí la gente lucha por no irse. Mi madre, Doña Juana, dormía en una cama de sábanas ásperas, conectada a un suero que goteaba con una lentitud desesperante. Se veía tan pequeña ahí acostada… Su piel, antes morena y llena de vida, ahora tenía un tono grisáceo, cenizo. Sus manos, esas manos que habían torteado masa por años para darme de comer, estaban llenas de rasguños y mugre que las enfermeras aún no lograban sacar del todo.

Me senté en una silla de plástico duro a su lado, sosteniendo su mano como si fuera de cristal. No podía dejar de mirarla. Cada arruga nueva en su cara era una puñalada en mi pecho. ¿Cuánto tiempo había pasado durmiendo en la calle? ¿Cuántas noches de lluvia? ¿Cuántos desprecios?

Pasaron dos horas. El silencio solo lo rompía el bip-bip del monitor cardíaco.

De repente, la puerta de la habitación se abrió. No fue con cuidado, ni con respeto. Fue con esa seguridad arrogante de quien se siente dueña del mundo. Entró Mónica.

Si mi madre parecía un fantasma, Mónica parecía una estrella de telenovela. Llevaba un vestido negro entallado que resaltaba su figura, el cabello recogido en un chongo perfecto sin un solo pelo fuera de lugar, y un maquillaje impecable que ocultaba cualquier rastro de culpa. El olor de su perfume caro, Chanel o algo así, inundó el cuarto, tapando el olor a medicina. Me dio asco.

Entró caminando despacio, haciendo sonar sus tacones contra el piso de linóleo. Miró primero a mi madre con una mezcla de curiosidad y repugnancia, y luego clavó sus ojos en mí.

—Juan… —dijo suavemente, intentando poner cara de víctima—. Qué bueno que la encontraste. Estaba muy preocupada.

Me levanté despacio, soltando la mano de mi madre con cuidado. Sentía una presión en las sienes, como si la sangre me hirviera. —¿Preocupada? —pregunté, con la voz grave, casi un gruñido—. Me dijiste que se había ido de viaje. Me dijiste que estaba bien. La encontré comiendo basura en el mercado, Mónica. ¡Basura!

Ella no retrocedió. Al contrario, suspiró con esa calma teatral que siempre usaba cuando quería hacerme sentir que yo estaba loco. Se sentó en la orilla de la cama vacía de al lado y cruzó las piernas. —No te mentí, Juan. Solo… traté de protegerte. No quería que sufrieras estando tan lejos, en medio del peligro.

—¿Protegerme? —Solté una risa seca, sin humor—. ¿De qué? ¿De saber que mi madre se estaba muriendo de hambre mientras tú remodelabas la casa con mi dinero?

Mónica frunció el ceño, ofendida. —No entiendes nada. Tu madre… cambió. Meses después de que te fuiste, empezó a perder la cabeza. Se volvió agresiva, paranoica. Decía cosas sin sentido, hablaba sola. Una noche… —hizo una pausa dramática y bajó la voz—, una noche intentó prenderle fuego a la cocina. Conmigo adentro.

Me quedé helado. Miré a mi madre, dormida e indefensa. ¿Mi jefa, agresiva? ¿La mujer que sacaba arañas de la casa con un vaso para no matarlas? —Eso no puede ser verdad —dije, negando con la cabeza—. Mi madre está sana. Hablé con ella por cartas hace poco.

—Escribía esas cartas en sus momentos de lucidez —insistió Mónica, levantándose y acercándose a mí, poniéndome una mano en el pecho—. Pero la mayor parte del tiempo era un peligro. Llamé a los médicos, Juan. Intenté internarla en un lugar decente, pero ella se escapó. Se fue gritando que no me quería ver. Yo no la eché… ella huyó de su propia locura.

Me miró a los ojos con esa intensidad que antes me enamoraba. —Hice lo que pude, mi amor. Cuidar a una persona mentalmente inestable no es fácil. Y tú no estabas aquí para verlo.

Por un segundo, solo por un maldito segundo, la duda se sembró en mi mente. ¿Y si era verdad? El Alzheimer o la demencia no avisan. ¿Y si mi madre realmente había perdido la razón y yo estaba culpando a mi esposa injustamente? Mónica vio mi duda y aprovechó. Me abrazó por la cintura, recargando su cabeza en mi pecho. —Ya estás aquí. Ahora nos encargaremos de ella… o de buscarle un lugar donde la cuiden profesionales. Nosotros tenemos que seguir con nuestra vida.

En ese momento, mi madre se movió en la cama. Un gemido suave salió de su garganta. Me solté de Mónica y me incliné hacia ella. Vi una lágrima solitaria escurrirse por la mejilla sucia de mi madre, aun con los ojos cerrados. Limpié la lágrima con mi dedo pulgar. Esa lágrima no era de locura. Era de dolor. De un dolor profundo y consciente.

Recordé algo. Las cartas. En las últimas cartas, la letra de mi madre había cambiado, sí, pero no por locura. Las líneas estaban temblorosas, como si escribiera con miedo, o a escondidas. Y recordé las llamadas que Mónica siempre cortaba rápido, diciendo que mi madre “estaba dormida” o “en el baño”.

Me enderecé y miré a mi esposa. —¿Tienes los reportes médicos? —pregunté frío—. Si la vio un doctor, debe haber recetas, diagnósticos, papeles. Mónica se tensó. Fue imperceptible, pero yo la conocía. Un pequeño tic en su ojo izquierdo. —Todo se perdió cuando ella desordenó la casa antes de irse. Tiró papeles, rompió documentos… Ya te dije, estaba fuera de sí.

—Ya veo —dije. No le creía. Ni una sola palabra. Pero no podía explotar ahí, no sin pruebas. —Vete a la casa, Mónica. —Pero Juan… —Vete. Me quedaré con ella esta noche. Mañana hablamos.

Ella me miró con fastidio, pero asintió. Se alisó el vestido, me dio un beso rápido en la mejilla —que sentí como el beso de Judas— y salió de la habitación taconeando con fuerza. Cuando la puerta se cerró, el silencio volvió. Me acerqué al oído de mi madre y le susurré: —Descansa, jefa. Voy a averiguar la verdad. Y si ella te hizo algo… te juro por Dios que lo va a pagar.

CAPÍTULO 4: LA CARTA BAJO LA TEJA

 

Al día siguiente, dejé a mi madre al cuidado de las enfermeras por una hora. Necesitaba aire, y necesitaba respuestas que Mónica no me iba a dar. El sol de la mañana ya picaba en la piel mientras caminaba por mi antiguo barrio. Las calles parecían las mismas, pero yo las sentía ajenas. Los vecinos me saludaban con timidez y luego volteaban la cara, como si tuvieran vergüenza.

Llegué a una casa pequeña, pintada de un verde limón desgastado, con un jardín lleno de macetas de barro. Era la casa de Doña Berta. Berta había sido la mejor amiga de mi madre desde que tengo memoria. Eran uña y mugre. Si alguien sabía qué había pasado realmente en esos cinco años, era ella.

Toqué el portón de reja. —¡Doña Berta! Unos pasos lentos se escucharon y luego apareció ella. Berta había envejecido mucho, caminaba encorvada, pero sus ojos azules seguían teniendo esa chispa de inteligencia. Cuando me vio, se llevó las manos a la boca. —¡Juanito! —Gritó, y corrió como pudo a abrirme la reja—. ¡Muchacho, estás vivo!

Me abrazó llorando. Olía a hierbabuena y a jabón de lavandería. —Pásale, mijo, pásale. Rápido. Me metió a su sala, que estaba llena de santos y fotos familiares. Me sentó en el sofá y me trajo un vaso de agua fría. —Doña Berta, necesito saber qué pasó con mi madre. La encontré en el mercado… estaba… Se me quebró la voz. Berta se sentó frente a mí y suspiró largo y profundo, como si hubiera estado guardando ese aire por años.

—Ay, Juan. Yo sabía que esto iba a pasar. Yo le dije a Juana que te escribiera, pero ella no quería preocuparte. Decía: “Mi hijo está en la guerra, Berta, si le cuento mis penas lo van a matar por andar distraído”.

Apreté el vaso de agua hasta que mis nudillos se pusieron blancos. —Mónica dice que mi mamá se volvió loca. Que intentó quemar la casa. Berta soltó una carcajada amarga, llena de rabia. —¿Loca? ¡Loca está esa mujer tuya, pero de maldad! Tu madre estaba más cuerda que tú y yo juntos. Lo que tenía era tristeza, Juan. Mucha tristeza.

Berta se inclinó hacia mí, bajando la voz. —Desde que te fuiste, esa mujer cambió. Al principio todo bien, pero en cuanto dejaste de llamar seguido por las misiones, Mónica empezó a sacar las uñas. Le quitó el manejo del dinero a tu mamá. Luego la sacó de su cuarto grande y la mandó al cuartito de servicio, ese que está atrás junto al lavadero. —¿Qué? —sentí un golpe en el estómago. —Sí. Y no la dejaba salir. Yo iba a verla y Mónica no me abría. Me decía: “La señora está descansando”. ¡Mentira! A veces yo escuchaba a Juana llorando desde la barda de atrás.

Berta se levantó con dificultad y caminó hacia una repisa donde tenía una imagen de la Virgen de Guadalupe. Levantó la imagen y, de un hueco escondido en la pared, sacó un sobre amarillento y arrugado. Regresó y me lo puso en las manos.

—Toma. Tu madre me dio esto una tarde que logró escaparse un ratito al jardín. Me lo pasó por la cerca y me dijo: “Guárdalo, Berta. Si mi hijo vuelve y yo ya no estoy, dáselo. Si no vuelve… quémalo”.

Mis manos temblaban tanto que casi rompo el papel al abrirlo. Era una hoja de cuaderno, escrita con lápiz. La letra de mi madre, esa caligrafía redonda y bonita que ella tenía, estaba torcida, manchada de lágrimas secas.

“Hijo mío, mi Juanito: Si estás leyendo esto, es porque ya volviste. Gracias a Dios. Es lo único que le pedí a la Virgen cada noche: que te trajera con bien. No quiero que te enojes, mi amor. No quiero que hagas ninguna locura. Pero ya no aguanto más. Mónica dice que estorbo. Dice que la casa es de ella y que yo huelo a viejo. Me ha quitado mis fotos, me ha quitado mi ropa. Ayer me dijo que si no me iba por las buenas, me iba a sacar por las malas. No te escribí esto antes porque tú tienes que concentrarte en volver vivo. Yo ya viví mi vida, tú tienes la tuya por delante. Si me voy, no me busques con rencor. Búscame con amor. Yo siempre voy a estar esperándote, aunque sea en una banqueta o en el cielo. Te ama, tu madre, Juana.”

Terminé de leer y sentí que algo se rompía dentro de mí para siempre. No era solo tristeza. Era una furia negra, densa, que me subía desde los pies hasta la cabeza. Arrugué la carta contra mi pecho y cerré los ojos. —Me la va a pagar, Berta —susurré—. Te juro que me la va a pagar.

Berta me tomó de la mano. —Ten cuidado, Juan. Esa mujer es lista. Y tiene a todo el barrio engañado con su cara de mosca muerta. Me levanté. Ya no era el mismo hombre que había entrado a esa casa. —No necesito que el barrio sepa. Solo necesito que ella sepa que yo sé. Gracias, Doña Berta.

Salí de ahí con la carta en el bolsillo, ardiendo contra mi piel. Pero necesitaba algo más. La carta era la palabra de mi madre contra la de Mónica. Para destruir a Mónica como ella había destruido a mi madre, necesitaba pruebas irrefutables. Necesitaba verle la cara al diablo.

Y entonces, recordé.

CAPÍTULO 5: LA CINTA DE LA VERDAD

 

Caminé de regreso a mi casa. Mónica no estaba; su coche no estaba en la entrada. Mejor así. Entré con mis llaves. El ambiente frío y “moderno” de la sala me revolvió el estómago de nuevo. Me fui directo al estudio, un pequeño cuarto que yo usaba antes de irme y que ahora Mónica usaba para guardar sus abrigos y zapatos.

Años atrás, antes de irme al ejército, yo era un paranoico de la seguridad. Había instalado un sistema de circuito cerrado (CCTV) sencillo: dos cámaras en la entrada, una en el patio trasero y una en la sala. Eran cámaras viejas, de las que graban en un disco duro local (DVR) escondido en el falso techo del armario del estudio. Mónica nunca fue buena con la tecnología. Para ella, esas “cajitas” eran solo luces que parpadeaban. Probablemente ni se acordaba de que existían, o pensó que estaban desconectadas.

Abrí el armario, quité un par de cajas de zapatos italianos y metí la mano en el hueco del plafón. Mis dedos tocaron metal frío. El DVR estaba ahí. Y la luz roja de “REC” estaba encendida. Mi corazón dio un vuelco. El sistema tenía una función de sobreescritura, pero el disco era enorme, de 4 terabytes. Podía guardar meses, quizás un año de video si la calidad estaba baja.

Saqué el aparato, lo desconecté y lo llevé a la sala. Lo conecté a la pantalla plana gigante de 60 pulgadas que Mónica había comprado con mi dinero. El sistema arrancó. Empecé a buscar. Retrocedí en la línea de tiempo. Un mes atrás. Dos meses. Seis meses. Ahí estaba.

La fecha marcaba el 14 de Febrero. Día del amor y la amistad. Qué ironía. Le di Play.

La imagen era en blanco y negro, granulada, pero clara. Era la sala. Mi madre estaba sentada en una silla de madera, cosiendo algo. Se veía delgada, frágil. Entró Mónica. Llevaba bolsas de compras de tiendas caras. En el video (sin audio al principio, pero luego subí el volumen del canal 1), se veía a Mónica tirar las bolsas al sofá y gritarle algo a mi madre. Subí el volumen al máximo. El audio era sucio, pero se entendía.

—¡Ya estoy harta de verte aquí! —gritaba Mónica en la grabación—. ¡Hueles a naftalina! ¡Invité a mis amigas a cenar y no quiero que salgas de tu cuarto!

Mi madre, en la pantalla, bajó la cabeza y susurró algo. —Solo estoy cosiendo, hija. No molesto.

—¡Sí molestas! ¡Tu sola presencia molesta! —Mónica se acercó y le arrebató el bordado de las manos. Lo tiró al suelo y lo pisó con sus tacones. —¡Esta casa es mía! ¡Juan no va a volver, seguro ya se buscó a otra o se murió por ahí! ¡Lárgate!

Vi cómo Mónica la agarraba del brazo. Mi madre, mi viejita, intentó resistirse, pero estaba débil. Mónica la arrastró. Literalmente la arrastró por la sala hacia la puerta principal. Mi madre lloraba. Se agarraba del marco de la puerta. —¡Mónica, por favor, es de noche! ¡No tengo a dónde ir! —¡Vete al diablo! —gritó mi esposa.

La empujó. Vi a mi madre caer de rodillas en el porche de cemento. Mónica agarró una bolsa de basura negra que tenía preparada en la entrada, se la tiró encima y le cerró la puerta en la cara. Después, Mónica se recargó en la puerta, se arregló el cabello, respiró hondo y sonrió. Sonrió.

Pausé el video justo en esa sonrisa. Me quedé mirando la pantalla congelada. Sentí una lágrima caliente bajar por mi mejilla, pero no era de tristeza. Era de pura y absoluta determinación. Esa sonrisa de Mónica iba a ser lo último que ella disfrutaría en esta casa.

Desconecté el DVR con cuidado. Guardé una copia del video en mi celular y otra en una memoria USB. Ahora tenía el arma. Solo faltaba apretar el gatillo.

Me senté en el sofá de cuero blanco de Mónica. Puse mis botas sucias encima de la mesa de centro de cristal. Saqué mi navaja del ejército y empecé a limpiarme las uñas, esperando. Escuché el motor de su coche afuera. La puerta se abrió.

—¡Juan! Ya regresé, te traje… —Mónica entró con una sonrisa falsa, cargando una bolsa de comida para llevar. Se detuvo en seco al verme. Vio mis botas en su mesa. Vio mi cara. Y por primera vez en cinco años, vi miedo real en sus ojos.

—Siéntate, Mónica —dije, señalando el suelo—. Tenemos que ver una película juntos.

El show estaba por comenzar.

CAPÍTULO 6: LA SENTENCIA

 

Mónica se quedó parada en la entrada de la sala, con la bolsa de comida china en una mano y las llaves del coche en la otra. Su mirada iba de mis botas sucias sobre su mesa de cristal inmaculado a mi cara, que debía parecerse a la de un juez a punto de dictar sentencia de muerte. —Juan, por favor… quita los pies de la mesa. Me costó una fortuna —dijo, intentando recuperar esa autoridad ridícula que creía tener.

No respondí. Con una calma que me asustaba hasta a mí mismo, levanté el control remoto y presioné Play. En la pantalla gigante de 60 pulgadas, su crimen cobró vida. El video empezó a correr. Se vio a Mónica gritando, tirando el bordado al suelo, pisoteándolo. Se vio el momento exacto en que agarraba a mi madre del brazo, con esa violencia fría, y la arrastraba hacia la puerta como si fuera un perro sarnoso.

El sonido de sus propios gritos en la grabación llenó la sala: ¡Lárgate! ¡Nadie te quiere aquí! Mónica soltó la bolsa de comida. El recipiente de arroz frito se abrió al caer, desparramándose por el suelo brillante. Ella se llevó las manos a la boca, pálida como un papel. —Juan… eso… eso está editado. ¡Eso no es lo que parece! —tartamudeó, retrocediendo hacia la puerta.

Me levanté despacio. Apagué la tele. El silencio que siguió fue peor que los gritos. —¿Editado? —pregunté, caminando hacia ella paso a paso. Ella retrocedía hasta chocar con la pared—. ¿Me crees estúpido, Mónica? ¿Crees que después de sobrevivir cinco años en el ejército no sé reconocer a un enemigo cuando lo tengo enfrente?

—¡Estaba estresada! —gritó ella, con lágrimas de cocodrilo brotando de sus ojos—. ¡Tú no estabas! ¡Yo estaba sola con ella! ¡Me desesperé! ¡Perdóname, mi amor, podemos arreglarlo, te juro que la voy a buscar y la traeré de vuelta!

Llegué hasta ella. Estaba tan cerca que podía oler su miedo. —No te molestes —dije en voz baja—. Yo ya la encontré. La encontré comiendo sobras en un basurero, Mónica. Mientras tú te comprabas esos zapatos que traes puestos.

Le arranqué las llaves del coche de la mano. —Esas llaves son mías. El coche lo pagué yo. —Juan… no me hagas esto… —Esta casa —continué, mirando alrededor con asco—, la remodelaste con mi dinero, pero las escrituras siguen a nombre de mi padre, y por herencia, son mías y de mi madre. Tú aquí no eres dueña ni del aire que respiras.

La tomé del brazo. No con violencia, pero con firmeza. La llevé hacia la puerta, tal como ella había hecho con mi madre meses atrás. —Tienes cinco minutos —dije, abriendo la puerta principal de par en par—. Agarra lo que te quepa en una maleta y lárgate.

—¿Qué? ¡No puedes echarme! ¡Soy tu esposa! —chilló, aferrándose al marco de la puerta. —Dejé de tener esposa el día que tiraste a mi madre a la calle. ¡Tienes tres minutos!

Mónica corrió escaleras arriba, llorando y gritando maldiciones. Yo me quedé abajo, contando los segundos. Bajó arrastrando una maleta Louis Vuitton, metiendo ropa a lo loco. Cuando llegó a la puerta, intentó una última jugada. Me miró con ojos suaves, intentando seducirme. —Juan… piensa en nosotros. En nuestros planes. La miré con un vacío total. —Mis planes son cuidar a la mujer que me dio la vida. Tú ya no existes en ellos.

La saqué al porche. Los vecinos, alertados por los gritos, estaban asomados. Doña Berta estaba en su reja, mirando con los brazos cruzados y una sonrisa de satisfacción que no podía ocultar. —¡Y no vuelvas! —le grité mientras ella bajaba los escalones tropezándose con sus tacones. Le tiré la maleta por las escaleras. Se abrió y su ropa cara quedó regada en la banqueta. —¡Ahí tienes! —dije—. Igual que como dejaste a mi madre. Recoge tu dignidad del suelo y vete.

Mónica me miró con odio puro, recogió sus trapos humillada bajo la mirada de todo el barrio, paró un taxi que pasaba y se subió sin mirar atrás. Cerré la puerta. Respiré hondo. La casa estaba en silencio. Pero esta vez, no se sentía fría. Se sentía limpia.

CAPÍTULO 7: EL RENACER ENTRE LAS FLORES

 

Vendí la casa. No podía vivir ahí. Las paredes tenían demasiada memoria y el aire estaba viciado por la traición. Con el dinero de la venta y mis ahorros del ejército, decidí cumplir el sueño que mi madre y yo teníamos desde que mi padre murió: irnos a un lugar tranquilo, lejos del ruido y del dolor.

Nos mudamos a San Cristóbal de las Casas. Allá, el aire es fresco, huele a pino y a café. La recuperación de mi madre no fue rápida. El cuerpo sana con comida y medicinas, pero el alma tarda más. Durante los primeros meses, se despertaba llorando en la noche, pensando que seguía en la calle, buscando cartones para taparse del frío. Yo corría a su cama, la abrazaba y le decía: —Aquí estoy, jefa. Estás en tu casa. Nadie te va a sacar nunca más.

Poco a poco, el color volvió a sus mejillas. Sus ojos, que habían estado apagados como cenizas, empezaron a brillar de nuevo. Un día, la vi en el jardín de nuestra nueva casa, una casita de adobe con tejas rojas. Estaba tarareando una canción mientras regaba unas macetas de geranios. —Hijo —me llamó—, quiero hacer algo. No quiero estar sentada todo el día. Mis manos todavía sirven.

Ahí nació la idea. Encontramos un local pequeño cerca de la plaza principal. Lo pintamos de colores vivos: amarillo sol, azul cielo. Mi madre sacó sus viejos patrones de bordado y decoramos las mesas con manteles hechos por ella. Le pusimos “Café Doña Juana: El Sabor del Hogar”.

No era un lugar lujoso. No había meseros de etiqueta ni menús en francés. Pero había café de olla con canela, pan recién horneado por ella misma y, sobre todo, había amor. La gente empezó a llegar. Primero los vecinos, luego los turistas. Todos quedaban encantados, no solo con la comida, sino con ella. Doña Juana salía de la cocina, con su delantal impecable y sus trenzas ahora limpias y brillantes, y saludaba a cada cliente como si fuera de la familia. —Coma, mijo, que está muy flaco —les decía a los mochileros, y ellos sonreían agradecidos.

Yo me encargaba de la administración y de servir las mesas. Verla a ella feliz, recuperando su dignidad, mandando en su cocina, era el mejor pago que la vida me podía dar. El soldado había encontrado su nueva misión: proteger la sonrisa de esa viejita.

Una tarde, mientras cerrábamos caja, mi madre se sentó en una de las mesas y acarició el mantel bordado. —Juanito… —Mande, jefa. —Gracias. —¿Por qué, mamá? —Por devolverme la vida. Yo pensé que me iba a morir en esa banqueta, sola y olvidada. Pero tú volviste por mí. Me acerqué y le besé la frente. —Yo volvería por ti mil veces, mamá. Hasta el infierno iría a buscarte.

CAPÍTULO 8: EL PERDÓN Y EL FINAL

 

Pasó un año. El Café Doña Juana era un éxito total. Teníamos fila los fines de semana. La vida era buena. Pero el destino, caprichoso como siempre, tenía una última prueba para nosotros.

Era una tarde lluviosa de octubre. El café estaba lleno, con ese ambiente acogedor que da la lluvia afuera y el calorcito adentro. La campanita de la entrada sonó. Yo estaba detrás de la barra preparando un chocolate caliente. Levanté la vista y me quedé paralizado.

En la puerta, empapada y temblando, estaba Mónica. Pero no era la Mónica altiva y elegante que yo había echado de casa. Estaba demacrada. Llevaba ropa desgastada, el cabello sin arreglar y se notaban las ojeras profundas bajo sus ojos. Parecía haber envejecido diez años en uno solo. Nuestras miradas se cruzaron. Yo sentí una mezcla de lástima y desprecio.

Ella dio un paso vacilante hacia adentro. Los clientes la miraron extrañados por su aspecto. —Juan… —susurró. Salí de la barra y me planté frente a ella, bloqueándole el paso. No iba a dejar que contaminara nuestro santuario. —¿Qué haces aquí? —pregunté seco. —Juan, por favor… perdóname. Me fue muy mal. El dinero se acabó… mis “amigas” me dieron la espalda cuando supieron lo que pasó. Nadie me da trabajo. Estoy… estoy sola.

Intentó agarrarme la mano, pero me aparté. —Eso es lo que cosechaste, Mónica. Sembraste viento y recogiste tempestades. —Tengo hambre, Juan. No tengo a dónde ir. Por los viejos tiempos… ayúdame.

El murmullo en el café cesó. Todos miraban. Entonces, la puerta de la cocina se abrió. Salió Doña Juana, secándose las manos. Se detuvo al ver a Mónica. Mónica bajó la cabeza, avergonzada. La mujer a la que había llamado “vieja inútil”, a la que había tirado a la basura, ahora estaba ahí, parada con dignidad, dueña de su negocio, dueña de su vida.

Mi madre caminó despacio hasta nosotros. Yo me puse tenso, listo para echar a Mónica a patadas si mi madre decía una palabra. Pero mi madre hizo algo que me dejó sin aliento. Miró a Mónica, esa mujer que casi la mata de tristeza, y suspiró.

—Hija… —dijo mi madre, con voz suave. Mónica rompió a llorar. Cayó de rodillas al suelo, sollozando. —Perdóneme, Doña Juana. Perdóneme, soy una basura. —Levántate —dijo mi madre, firme pero sin odio—. No te arrodilles ante nadie más que ante Dios.

Mónica se levantó, temblando. Mi madre se giró hacia la barra, tomó una bolsa de papel, metió cuatro panes grandes recién hechos y un vaso térmico con café caliente. Se volvió hacia Mónica y se lo extendió. —Ten. Para que cenes caliente. Mónica tomó la bolsa con manos temblorosas, sin poder creerlo. —¿Me… me perdona?

Mi madre la miró a los ojos, con esa sabiduría infinita que solo dan los años y el sufrimiento. —Te perdono, Mónica. No por ti, sino por mí. Porque guardar rencor es como tomar veneno esperando que el otro se muera. Te perdono para que mi corazón siga limpio. Pero… —y aquí mi madre alzó un dedo, marcando su límite—, aquí no tienes lugar. Mi hijo y yo tenemos una vida, y tú ya no cabes en ella.

Mónica asintió, derrotada pero agradecida por esa última muestra de piedad inmerecida. —Gracias… —murmuró. Se dio la vuelta y salió a la lluvia. La vi alejarse a través del vidrio mojado, perdiéndose en la oscuridad de la calle, sola con su conciencia.

Cerré la puerta y puse el seguro. Me giré hacia mi madre. —Eres demasiado buena, jefa. Yo no le hubiera dado ni agua. Ella sonrió y me acarició la mejilla. —Ay, mijo. El hambre es canija, y yo sé lo que se siente. Nadie merece dormir con la panza vacía, ni siquiera ella. Además… la mejor venganza es ser feliz y que te vean bien. Y míranos, Juanito… estamos mejor que nunca.

La abracé. Ahí, en medio del aroma a café y pan, entendí todo. Entendí que el verdadero poder no está en la fuerza bruta, ni en el dinero, ni en la venganza. El verdadero poder está en un corazón que, a pesar de haber sido roto y humillado, sigue siendo capaz de amar y perdonar.

Esa noche, cerramos el café temprano. Caminamos a casa bajo el mismo paraguas, mi madre agarrada de mi brazo. Ya no era el soldado que regresó de la guerra con una maleta de sueños rotos. Ahora era un hombre completo, porque había salvado su mundo entero: a su madre.

MORALEJA: El amor de una madre es el único ejército que nunca te abandona. Cuídala, ámala y protégela, porque el día que falte, no habrá dinero ni lágrimas que la traigan de vuelta. Y recuerda: la vida es un restaurante, nadie se va sin pagar la cuenta.

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