Por Qué El Hombre Más Temido Del Poder En México Permitió Que Una Simple “Criada” Entrenara A Su Hija Ciega Para Sobrevivir… Y Pelear Por Su Vida.

PARTE 1

Capítulo 1: El Ruido en el Sótano

Fausto Beltrán, conocido en los bajos fondos como “El León”, escuchó el sonido antes de abrir la pesada puerta de caoba del sótano de su casona en Jardines del Pedregal. Crack. Crack. Crack.

No era un ruido que perteneciera a la tranquilidad comprada de su hogar. No era el tintineo del cristal de Baccarat, ni el eco lejano de las sirenas de la Ciudad de México, ni nada que él reconociera de su mundo de logística criminal y violencia organizada. Era madera contra madera. Seco. Rítmico. Un latido extraño y tribal.

Bajó los escalones de mármol con pasos silenciosos, herencia de sus años en la sierra. Todavía traía el abrigo de lana puesto, el nudo de la corbata apretándole el cuello como una soga de seda. Había vuelto temprano de una reunión en Santa Fe, con esa inquietud en el pecho que tantas veces le había salvado la vida. Algo no encajaba. Su instinto, ese animal que vivía en su estómago, le había susurrado: “Vuelve a casa”.

Se detuvo en la puerta entreabierta del sótano y miró por la rendija. La escena que se desplegó ante sus ojos desafiaba toda lógica.

Valentina estaba en el centro de la habitación, descalza sobre el piso frío. Tenía doce años, el cabello negro y lacio recogido en una coleta que se le deshacía, el cuello perlado de sudor. Sus ojos nublados, blancos de nacimiento, miraban hacia un punto muerto en el vacío. Y aun así, su cuerpo estaba en alerta total, como si pudiera ver cada centímetro de aquella sala con la piel.

Frente a ella, girando en círculos como un depredador paciente, estaba Isolda, la empleada doméstica que llevaba ocho meses trabajando en la mansión. Era una mujer de rasgos fuertes, oaxaqueña, silenciosa como una sombra. También tenía un palo de madera —un mango de escoba cortado— y lo golpeaba rítmicamente contra su propia palma, marcando un compás irregular.

—Otra vez —dijo la mujer, con una voz irreconocible. No era la voz de la sirvienta que preguntaba si quería café. Era una voz de mando, fría y profesional—. ¡Ataque!

El palo de Isolda cortó el aire con un silbido agudo. Valentina no se apartó. No se cubrió la cabeza con miedo, como Fausto hubiera esperado. Dio un paso hacia el sonido, elevó su propio palo en diagonal y bloqueó el golpe con una sincronía que hizo que el corazón de Fausto se detuviera un segundo.

¡Crack! El choque resonó en las paredes de piedra volcánica.

—Bien —dijo Isolda—. Pero dudaste, mija. La duda es muerte. Escucha el aire, Valentina. Un golpe se anuncia antes de tocarte. El viento cambia. —Lo intento… —jadeó la niña, con el pecho subiendo y bajando. —No lo intentes. Hazlo. O te rompo las costillas.

Tres golpes rápidos: alto, bajo, alto. Valentina bloqueó los dos primeros con una fluidez asombrosa, pero el tercero le alcanzó la cadera. Se dobló, respiró hondo con un silbido de dolor, pero no lloró. Fausto sintió una mezcla de admiración y furia ciega. Empujó la puerta con violencia.

El ruido del palo de Valentina al caer al suelo fue brusco, casi obsceno en el silencio repentino. —¿Qué demonios es esto? —su voz salió baja, contenida, con ese tono gutural que precedía a las sentencias de muerte en el cártel.

Valentina sonrió al oírlo, una sonrisa automática de alivio que se transformó en mueca. —Papá, llegaste temprano… La sonrisa se le borró cuando escuchó cómo sonaba su nombre en la boca de su padre: duro, peligroso.

Isolda dio un paso, colocándose apenas un poco delante de la niña. Fue un gesto mínimo, casi suicida. Fausto lo notó y eso lo encendió aún más. —Te hice una pregunta —masculló, clavando los ojos negros en la empleada—. ¿Qué chingados estás haciendo con mi hija?

—Enseñándole —respondió ella sin parpadear. Ni un temblor en la voz. —¿A qué? ¿A que la maten? ¡Es ciega, carajo! Apenas baja las escaleras sin agarrarse del barandal. —Eso no es cierto —la voz de Valentina se rompió, cargada de una dignidad herida que Fausto no conocía—. Puedo hacer más de lo que crees, papá. ¡Ya no soy una bebé!

—Sube a tu habitación, Valentina —ordenó él, señalando la escalera aunque ella no pudiera ver el gesto. —No, escúchame… —¡He dicho que subas!

La orden cortó el aire como un machetazo. Valentina apretó la mandíbula, dejó caer los hombros y empezó a subir las escaleras. Fausto la miró con rabia y miedo mezclados… y no pudo ignorar el detalle: subió rápido, rozando la pared con los nudillos, sin tropezar ni una sola vez.

Solo cuando el eco de sus pasos se perdió en el piso de arriba, Fausto se giró hacia Isolda. —Estás despedida. Te quiero fuera de mi casa en diez minutos. —No, no lo estoy. La insolencia lo dejó sin palabras un segundo. El hombre al que temían gobernadores y policías se quedó paralizado por la audacia de una empleada doméstica. —Disculpa, ¿qué dijiste?

—No me vas a despedir —repitió ella, tranquila—. Porque sabes que tengo razón, Don Fausto. Has rodeado a Valentina de guardias, muros y camionetas blindadas, pero no la has protegido. La has dejado indefensa. Y en tu mundo, señor Beltrán, los indefensos terminan en una bolsa negra.

Fausto cruzó la distancia en tres zancadas. La agarró del brazo, no con fuerza letal, pero sí con la suficiente para intimidar a cualquiera. —Tú no sabes nada de mi mundo —murmuró cerca de su cara. —Sé lo suficiente —sus ojos oscuros brillaron con un frío antiguo, un brillo que Fausto había visto en los ojos de sicarios viejos—. Tienes un punto débil. Todos saben cuál es. Todos saben que tu hija está aislada en esta jaula de oro, que no ve venir el peligro. ¿Cuánto crees que tardará alguien en decidir que ella es la forma más fácil de quebrarte?

—Tengo seguridad. Pago una fortuna. —La seguridad se compra. Y lo que se compra puede sobornarse, matarse o desaparecer con un billete más grande. Pero una hija que sabe defenderse, que puede “ver” con los oídos… eso no hay forma de quitártelo.

Quiso gritarle, golpearla, sacarla a patadas. No pudo. La verdad ya había sido dicha y flotaba en el aire húmedo del sótano. —Vete —dijo al final, soltándola—. Mañana hablamos. Y agradece que no te saco en la cajuela de un auto.

Isolda asintió una vez, se arregló el delantal y, al pasar junto a él, murmuró: —Su hija es más fuerte de lo que cree, patrón. La pregunta es si usted es lo bastante valiente para dejar que lo demuestre.

Cuando se quedó solo, Fausto descubrió que le temblaban las manos. No de rabia. De miedo. Un miedo puro y helado que no sentía desde que era un “halcón” en las calles de Sinaloa.

Capítulo 2: La Loba de Tepito

Esa noche, el tequila reposado no bastó para acallar la inquietud. Fausto caminaba por su despacho como un animal enjaulado. La conversación con “El Chino”, su mano derecha y jefe de seguridad, solo avivó el incendio en su cabeza.

Valentina no era solo su niña; era su heredera. Su talón de Aquiles. Su nombre era un susurro obsesivo en los círculos criminales de la capital. Todos sabían que el modo más rápido de doblar al jefe Beltrán era tocar a la niña ciega.

—No puedes protegerla cada segundo, Fausto —le dijo El Chino por teléfono, con esa calma brutal que lo caracterizaba—. Puedes duplicar la seguridad, triplicarla. Siempre habrá un hueco. Un traidor. O la preparas… o la dejas a merced de los lobos.

Las palabras se quedaron clavadas en la mente de Fausto toda la noche. Al amanecer, tomó una decisión: antes de correr a la criada, iba a descubrir quién demonios era en realidad. Nadie aprende a pelear así limpiando pisos.

La dirección que le consiguió su equipo de inteligencia lo llevó a un lugar que Fausto no pisaba desde hacía años. No era Polanco, ni las Lomas. Era el corazón bravo de la ciudad: Tepito. El Barrio Bravo.

El gimnasio de boxeo estaba en el sótano de una vecindad vieja, entre puestos de piratería y olor a garnachas. Sin letrero, solo una puerta de metal despintada. Fausto entró con dos de sus hombres, pero les indicó que se quedaran en la entrada. Esto tenía que hacerlo solo.

Dentro, el olor a sudor rancio, linimento y sangre vieja le golpeó como un recuerdo desagradable de su infancia. El anciano detrás del mostrador, un tipo con la nariz chata y orejas de coliflor, lo reconoció al instante. El miedo cruzó su cara, pero se mantuvo firme. —No vengo por cobro de piso —dijo Fausto, sentándose en un banco de madera sin invitación—. Vengo por una mujer. Ahora se hace llamar Isolda. Pelo oscuro, bajita, fuerte. Trabaja en mi casa.

El viejo lo miró largo rato, masticando un palillo, hasta que suspiró como quien abre una herida antigua. —De verdad no la reconoces, ¿verdad, Don Fausto?

Se levantó arrastrando los pies, fue hacia una pared llena de fotos en blanco y negro, amarillentas por el humo del tabaco, y señaló una enmarcada con cinta adhesiva.

La joven de la fotografía estaba en un ring clandestino, rodeada de gente gritando. Llevaba el cabello rapado de los lados, el cuerpo fibroso lleno de cicatrices, sangre corriéndole de la nariz y una sonrisa salvaje, casi demoníaca. Tenía una mano en alto, victoriosa, y la otra señalando al cielo. Las facciones eran distintas, más jóvenes, menos cansadas. Pero los ojos… Los ojos eran los mismos pozos oscuros que lo habían desafiado en su sótano.

—La Loba —dijo el anciano con reverencia—. “La Loba de Tepito”. Invicta en cuarenta y siete peleas callejeras. Ganó más lana en dos años que todos nosotros en una vida. Peleaba con los ojos vendados a veces, solo para burlarse de los hombres. Y desapareció después del “Torneo de los Carniceros”. La noche que mataron a su hermano.

Cada frase era un golpe al hígado para Fausto. El anciano contó la historia mientras limpiaba un vaso con un trapo sucio: Isolda había empezado a pelear a los dieciséis para mantener a su hermano menor, Luca, un chico brillante que soñaba con ser arquitecto. Cuando Luca enfermó de los riñones, Isolda aceptó un trato con un sindicato criminal del centro: un campeonato clandestino brutal a cambio del dinero para el trasplante.

Cinco combates. Vale todo. Sin reglas. Si ganaba, salvaba la vida de Luca.

Ganó cuatro sin apenas un rasguño. Era una máquina de matar. En la final, antes de subir al ring improvisado en una bodega de la Doctores, le dijeron el precio real: si perdía, Luca viviría; si ganaba, él sería usado como “mensaje”, lanzado a los perros. Querían que se dejara caer. Isolda intentó perder. De verdad lo intentó. Pero cuando su oponente intentó romperle el brazo, su cuerpo reaccionó por instinto. El instinto de supervivencia que no se puede apagar. Lo noqueó en noventa segundos… y mientras la proclamaban campeona entre abucheos de los apostadores, en otro lugar de la ciudad, un chico de catorce años pagaba el precio de su victoria.

—La arena, el torneo, las apuestas… —el anciano clavó la mirada en Fausto, temblando pero valiente— todo eso lo financió tu gente, Don Fausto. O al menos, los socios con los que te juntabas en esa época. El dinero de ese campeonato pasó por manos de tu organización.

Fausto sintió náuseas. El aire del gimnasio se volvió irrespirable. Salió de allí con una certeza corrosiva, caminando entre los puestos de micheladas y ropa falsa sin ver nada: aquella criada silenciosa había entrado en su casa sabiendo exactamente quién era él. Sabía de dónde venía parte de su fortuna.

Y, aun así, estaba abajo, en su sótano, enseñando a su hija ciega a luchar. ¿Por qué? ¿Venganza? ¿O algo más retorcido?

No habló de ello con nadie. Regresó a la casona con el sol poniéndose sobre la ciudad contaminada, tiñendo el cielo de un rojo violento.

Esa tarde, encontró a Valentina de nuevo en el jardín trasero. Isolda había colgado campanas de viento a distintas alturas y había esparcido cristales rotos en un sendero. —Si pisas mal, te cortas —le decía Isolda—. Si te mueves rápido sin tocar las campanas, vives.

Fausto observó desde el balcón, oculto tras las cortinas. Algo dentro de él se quebró y se armó al mismo tiempo. Vio a su hija fallar. La vio cortarse el pie, una línea roja de sangre manchando el pasto cuidado. La vio morderse el labio para no chillar. Pero entonces, la vio detenerse. Cerrar los ojos (más de lo que ya estaban). Chasquear la lengua. Click. El sonido rebotó en las campanas. Ecolocalización. Valentina avanzó. Un paso. Dos. Esquivó una campana. Saltó sobre los cristales con una gracia que no tenía nada que ver con la vista y todo que ver con el alma.

—¿Lo viste, Isolda? —gritó la niña al llegar al final, sucia y sangrando, pero sonriendo como nunca en su vida—. ¡Puedo “ver” el sonido!

Y por primera vez, Fausto Beltrán, “El León”, entendió que el mundo que él veía no era el mismo mundo que su hija habitaba… y que sus miedos la estaban encadenando más que cualquier enemigo.

Bajó al jardín. Isolda se tensó al verlo. Esperaba el despido. O el balazo. Fausto miró a su hija, que respiraba agitada y feliz. Luego miró a la mujer que había perdido todo por culpa de gente como él. —Sécale ese pie —dijo Fausto con voz ronca—. Y mañana… quiero que le enseñes a usar el cuchillo.

Isolda asintió, lenta y solemnemente. Fausto había aceptado el entrenamiento. Pero al hacerlo, había movido sin saberlo una pieza en el tablero de toda la ciudad. Los rumores vuelan en México. Y un rumor sobre la hija del Capo entrenando para la guerra solo podía significar una cosa:

La guerra ya venía en camino.

PARTE 2

Capítulo 3: El Susurro de las Navajas

En la Ciudad de México, los secretos no existen; solo hay verdades que la gente tiene miedo de decir en voz alta.

En las cantinas del Centro Histórico, entre el humo de cigarro y el olor a mezcal barato, y en los reservados VIP de los antros de Polanco, el rumor empezó a correr como pólvora: la hija de Fausto Beltrán ya no era la niña de cristal.

Decían que “El León” había traído a un demonio del pasado para entrenarla. —¿Te acuerdas de la Loba de Tepito? —susurraban los sicarios viejos mientras limpiaban sus armas—. Dicen que está en la mansión del Pedregal. Dicen que la niña ciega ahora camina sin bastón y que escucha cuando cargas una pistola a dos habitaciones de distancia.

Para los enemigos de Fausto, esto no era un chisme curioso. Era una señal de alarma. Un jefe mafioso que reactiva a una leyenda de las peleas callejeras para entrenar a su única heredera no lo hace por deporte. Lo hace porque se está preparando para la guerra.

Mientras la ciudad hablaba, el entrenamiento de Valentina dejó de ser un juego en el sótano y se trasladó al mundo real.

Isolda no tuvo piedad. Una mañana de martes, sacó a Valentina de la seguridad de la mansión. Sin guaruras. Sin camionetas blindadas. Solo ellas dos en un taxi viejo rumbo al Mercado de Jamaica.

—Esto es una locura —le susurró Valentina, aferrada al brazo de Isolda. El ruido del mercado era un muro sólido: gritos de vendedores, cláxones, música de banda a todo volumen, el olor penetrante a flores y chile seco. Para una niña ciega acostumbrada al silencio del aire acondicionado, era el infierno. —El mundo no se va a callar para que tú pelees, mija —le dijo Isolda al oído, dura como el cemento—. Aprende a filtrar. Tu enemigo tiene un sonido. El resto es solo ruido. Encuéntralo.

Caminaron por los pasillos estrechos. Isolda la soltó. Valentina entró en pánico un segundo. La gente la empujaba. Sentía los codos, las bolsas de mandado, el calor de los cuerpos. —¡Isolda! —gritó. Nadie respondió.

Entonces, sintió algo diferente. No fue un sonido, fue una intención. Una respiración agitada demasiado cerca de su bolsa. Un paso ligero que no encajaba con el ritmo de los cargadores. La mano del carterista fue rápida, experta. Iba directo a su bolsillo.

Valentina no pensó. Su cuerpo, programado por meses de repetición y dolor, reaccionó. Su mano izquierda interceptó la muñeca del ladrón antes de que tocara la tela. Giró la cadera, usó el impulso del hombre y le aplicó una palanca en el dedo pulgar que lo obligó a arrodillarse con un chillido.

El mercado se detuvo a su alrededor. Valentina estaba temblando, pálida, pero mantenía al tipo sometido contra un puesto de rosas. —Suéltalo —dijo la voz de Isolda, apareciendo de la nada a su lado—. Ya aprendió.

Regresaron a casa en silencio. Valentina no dijo nada hasta que llegaron a la seguridad de los muros de piedra. —Sabía dónde estaba —murmuró, tocándose las manos que aún le temblaban—. Lo sentí antes de que me tocara. Como… como si el aire me avisara. Isolda sonrió por primera vez en semanas. —Eso es el instinto, Valentina. Los ojos mienten. El miedo miente. El aire nunca miente.

Pero el triunfo duró poco. La “invitación” llegó ocho días después. No fue un correo, ni un mensaje de WhatsApp encriptado. Fue un hombre. Llegó a la puerta principal de la mansión. Traje italiano impecable, sonrisa de político y ojos de tiburón. Dijo ser emisario de “El Cardenal”, el capo que controlaba el corredor del Pacífico y que llevaba años queriendo la plaza de la capital.

Fausto lo recibió en la biblioteca, con una pistola pegada con cinta debajo de la mesa de caoba. —El Cardenal ha escuchado cosas interesantes sobre su familia —dijo el hombre, aceptando un tequila pero sin beberlo—. Dice que está armando a la niña. Que eso rompe la tregua. —Lo que yo haga en mi casa es mi problema —gruñó Fausto.

—Ya no. Se ha convocado a la “Mesa de los Patrones”. Quieren resolver las disputas territoriales de una vez por todas. De forma… civilizada. Un torneo. Fausto soltó una carcajada seca. —¿Un torneo? ¿Creen que estamos en una película de narcos? Aquí nos matamos en la calle.

—Demasiada sangre llama la atención del gobierno y de los gringos —el emisario se encogió de hombros—. Reglas antiguas para tiempos modernos. Un campeón por familia. El que gana, se queda con las rutas del aeropuerto. Hizo una pausa dramática y miró hacia el techo, como si pudiera ver a Valentina en su habitación. —Pero El Cardenal sugiere que, si su hija es tan peligrosa como dicen… tal vez ella debería representarlo.

Fausto sacó la pistola y la estampó contra la mesa. —Si alguien toca a mi hija… no va a quedar nadie a quien puedan llamar familia. Voy a quemar todo el maldito país.

El hombre ni siquiera parpadeó. Dejó un sobre negro sobre la mesa. —No es una sugerencia, Don Fausto. Es una elección. O envía a su campeón al torneo en ocho días… o bombardeamos su casa con todos adentro. Usted decide: arriesga a uno en la arena, o los sacrifica a todos en la guerra.

El emisario se levantó, se abotonó el saco y salió sin dar la espalda. Fausto se quedó mirando el sobre negro. Sabía que era una trampa. Una emboscada disfrazada de honor. Pero cuando el emisario mencionó a Valentina, el miedo se le había metido en los huesos. El Cardenal sabía. Sabía que Fausto nunca la enviaría. Sabía que Fausto iría él mismo, o enviaría a sus mejores hombres, dejando la casa vulnerable.

Era una jugada maestra de ajedrez. Lo que El Cardenal no sabía, era que en esa casa ya no vivía una niña asustada. Vivía una loba en entrenamiento.

Capítulo 4: La Tormenta Perfecta

Ocho días. Ese era el plazo que marcaba el reloj de la muerte.

En esos ocho días, la mansión de los Beltrán dejó de ser un hogar y se convirtió en un cuartel. Las ventanas se cubrieron, los guardias patrullaban con armas largas las 24 horas, y el ambiente olía a pólvora y café cargado.

Pero la verdadera batalla estaba ocurriendo en la azotea.

Era temporada de lluvias en la Ciudad de México. El cielo se caía a pedazos todas las tardes, convirtiendo la ciudad en una laguna gris. Fausto intentó detenerlo. Quiso llevarse a Valentina a la casa de seguridad en la sierra de Durango. Esconderla. Enterrarla bajo tres capas de concreto y olvido.

La discusión estalló en la sala principal, mientras los relámpagos iluminaban los vitrales. —¡Nos vamos esta noche! —gritó Fausto, lanzando una maleta al suelo—. ¡Ya está decidido! —¡Yo no me voy! —Valentina se plantó frente a él. Ya no bajaba la cabeza. Sus ojos blancos estaban fijos en el lugar donde sabía que estaba su padre.

—¡No entiendes nada! —bramó él, desesperado, agarrándola por los hombros—. ¡Esto es una trampa! Quieren matarnos. Eres mi debilidad, Valentina. Si te tienen a ti, me tienen a mí. ¡Por eso te escondo!

Hubo un silencio terrible. Solo se oía la lluvia golpeando los cristales. Valentina se soltó de su agarre con un movimiento suave pero firme. —Estoy cansada, papá —dijo, con una voz que sonaba mucho mayor a sus doce años—. Estoy cansada de ser la excusa perfecta para que todos te amenacen. Cansada de que me trates como si fuera de vidrio.

Dio un paso hacia él. —No soy tu debilidad porque sea ciega. Soy tu debilidad porque tú insistes en que lo sea. Tus pecados ya me alcanzaron, papá. Nací dentro de este mundo de mierda. No puedes cambiar eso con dinero ni con viajes a la sierra. Pero puedes decidir algo: ¿me vas a esconder hasta que me encuentren y me maten temblando de miedo? ¿O me vas a dejar sobrevivir?

Fausto sintió que el aire se le iba. Las palabras de su hija dolían más que cualquier bala que hubiera recibido en su vida. Ella le estaba obligando a decir en voz alta lo que llevaba años callando: su culpa. La culpa por el dinero manchado, por la sangre que había pagado los lujos de esta casa.

—Déjame ser fuerte —susurró ella—. Confía en mí, papá. Por una maldita vez, confía en mí.

Detrás de ellos, recargada en el marco de la puerta, Isolda observaba. Tenía los brazos cruzados y una expresión indescifrable. Fausto miró a la criada, a la ex-campeona, a la víctima de su propio sistema. —¿Tú crees que está lista? —le preguntó Fausto, con la voz rota.

Isolda miró a la niña. —No —dijo con brutal honestidad—. Nadie está listo para lo que viene. Pero ella tiene algo que usted ya perdió, patrón: hambre.

Esa noche, bajo la peor tormenta del año, subieron a la azotea. No había techo. El agua caía como latigazos helados. El piso de loseta estaba resbaloso como jabón. El ruido de los truenos era ensordecedor; borraba cualquier sonido sutil, cualquier pisada, cualquier respiración.

—Si puedes luchar aquí —le gritó Isolda, empapada, con el cabello pegado al cráneo y un palo de combate en la mano—, podrás luchar en cualquier infierno.

Valentina estaba en el centro, tiritando de frío, desorientada. El agua confundía sus sentidos. El ruido de la lluvia al golpear el suelo creaba un estática blanca en su mente. No podía oír dónde estaba Isolda.

—¡Estoy ciega! —gritó Valentina, presa del pánico—. ¡Aquí no oigo nada! —¡Entonces no oigas! —respondió la voz de Isolda, que parecía venir de todas partes—. ¡Siente! ¡El agua cambia cuando alguien se mueve! ¡La vibración en el piso cambia!

Isolda atacó. Valentina recibió el golpe en el hombro y cayó al suelo mojado, tragando agua. —¡Levántate! —bramó Isolda. Otro golpe. Valentina rodó, raspándose las rodillas. Lloraba, pero las lágrimas se confundían con la lluvia.

Fausto observaba desde la puerta de la escalera, empapándose, con el corazón en la garganta. Quería correr, detenerlo, abrazar a su niña. Pero se obligó a quedarse quieto. Sabía que si intervenía ahora, la condenaba a muerte.

Valentina se puso de pie, resbalando. Cerró la boca. Dejó de intentar escuchar con los oídos y empezó a escuchar con los pies. Sintió una vibración mínima en la loseta. Un chapoteo que no era lluvia.

Isolda se lanzó desde la izquierda. Valentina no la oyó. La sintió. Sintió el desplazamiento del aire y el agua. Se agachó justo a tiempo. El palo de Isolda pasó zumbando sobre su cabeza. Valentina barrió la pierna de su maestra. Isolda, sorprendida por la tracción, perdió el equilibrio y cayó pesadamente en un charco.

Antes de que pudiera levantarse, la punta del palo de Valentina estaba en su garganta. La niña respiraba agitada, con el pecho subiendo y bajando, el agua escurriendo por su cara desafiante. —Te encontré —dijo Valentina.

Isolda se quedó en el suelo un momento, mirando el cielo negro y tormentoso. Luego, empezó a reír. Una risa ronca, liberadora. Se levantó y, en lugar de corregir su postura, abrazó a la niña. Un abrazo fuerte, de guerrera a guerrera.

—Estás lista —le susurró al oído.

Más tarde, secos y con ropa caliente, cenaron en la cocina. El ambiente había cambiado. Ya no eran patrón, hija y sirvienta. Eran una unidad. Un equipo extraño forjado en la tensión.

Isolda miró a Fausto sobre su taza de café de olla. —Hace diez años un niño murió en un ring por culpa de gente como usted —dijo ella. No había odio en su voz, solo una tristeza infinita—. Vine a esta casa dispuesta a odiarlo. A buscar la manera de devolverle el daño.

Fausto bajó la mirada, avergonzado. —Pero conocí a Valentina —continuó Isolda, poniendo su mano callosa sobre la mano fina de la niña—. Y vi a mi hermano. Vi a un niño que nunca tuvo oportunidad, resucitado en ella. No puedo perdonar lo que pasó, Don Fausto. Nunca voy a perdonarlo. Pero puedo elegir a quién protejo ahora.

Se levantó y fue hacia la ventana, mirando la noche oscura de la Ciudad de México. —Mañana vamos a ese torneo. Y le juro por la memoria de Luca… que nadie va a tocar a esta niña mientras yo respire.

Fausto asintió. —Gracias —dijo, y fue la primera vez en su vida que esa palabra salió de su boca sin esperar nada a cambio.

Al día siguiente, las camionetas negras se alinearon en la entrada. Valentina salió vestida no con ropa deportiva, sino con un traje negro, sencillo, hecho a medida para permitirle moverse. Llevaba el cabello trenzado fuerte, al estilo de las boxeadoras de Tepito. No llevaba gafas oscuras. Quería que vieran sus ojos. Quería que vieran que no tenía miedo.

Fausto le abrió la puerta de la blindada. —¿Lista, mija? Ella asintió, palpando el cuchillo oculto en su bota. —Fierro, papá. Vámonos.

La caravana salió hacia el lugar del encuentro: un antiguo rastro abandonado en la zona industrial de Vallejo. Iban hacia la boca del lobo. Pero el lobo no sabía que la presa que esperaba… tenía colmillos propios.

Capítulo 5: El Rastro de la Traición

El lugar elegido para el “torneo” era una burla cruel a la historia de la ciudad. El viejo Rastro de Ferrería, en la zona industrial de Vallejo. Un laberinto de concreto, ganchos oxidados y drenajes que todavía olían a sangre de res y cerdo, aunque llevara años clausurado.

La caravana de Fausto Beltrán entró levantando polvo y basura. El cielo de la Ciudad de México seguía gris, pesado, como una losa de plomo a punto de caer sobre ellos. —Esto huele a muerto —murmuró Isolda desde el asiento trasero. No hablaba del olor del matadero. Hablaba de esa electricidad estática que eriza la piel antes de una balacera.

Valentina iba en medio, con las manos sobre las rodillas. No temblaba. Estaba escuchando. El motor de la Suburban, el rechinar de las llantas sobre la grava, y algo más… un zumbido lejano. —Hay mucha gente —dijo la niña en voz baja—. Demasiada para un duelo de uno contra uno.

Fausto apretó el volante hasta que los nudillos se le pusieron blancos. —Chino —habló por el radio—, ojos abiertos. Si ves una sombra que no te guste, suelta el plomo. —Copiado, patrón.

Bajaron del vehículo. El escenario era teatral, casi ridículo. En el centro de la nave principal, donde antes destazaban el ganado, habían limpiado un círculo de concreto. Había focos industriales iluminando el centro con una luz amarilla y enfermiza. Alrededor, en las pasarelas de metal oxidadas que rodeaban la planta baja, se veían siluetas.

Hombres. Muchos. No eran espectadores neutrales. Eran sicarios del Cártel del Pacífico. Se les notaba en la postura rígida, en las manos cerca de la cintura, en las miradas que no buscaban entretenimiento, sino blancos.

En el “palco” improvisado (una oficina de supervisión con vidrios rotos en el segundo piso), estaba el emisario del traje caro, fumando un puro. A su lado, un hombre que debía ser el campeón rival: una montaña de músculos tatuada, con la mirada perdida de quien ha consumido demasiada metanfetamina para sentir dolor.

Fausto caminó hacia el centro con Valentina a su derecha e Isolda a su izquierda. Sus hombres, encabezados por El Chino, se desplegaron en abanico detrás, con los rifles cortos pegados al cuerpo bajo las gabardinas.

—Bienvenidos al matadero —resonó la voz del emisario por un megáfono—. Las reglas son simples. Sin armas de fuego en el círculo. Gana quien queda de pie. Pierde quien deja de respirar.

Fausto miró hacia arriba. Sus ojos de “León” escanearon las pasarelas. —Es una trampa —le susurró a Isolda sin mover los labios—. En cuanto empiece la pelea, nos van a rafaguear desde arriba. Nos trajeron para ejecutarnos en bola. —Lo sé —respondió ella, tensando los músculos—. Valentina, ¿oyes los generadores? —Sí —respondió la niña—. Están a la derecha. Son dos. Grandes. Diesel.

El gigante rival bajó al círculo. Hacía crujir el cuello. No traía armas, pero sus puños eran del tamaño de ladrillos. El emisario sonrió desde arriba. —Que pase el campeón de los Beltrán. O… la campeona.

Fausto dio un paso al frente, con la intención de entrar él mismo y acabar con la farsa. Pero Valentina le puso la mano en el pecho. —Espera —dijo ella. —No vas a entrar ahí, mija. Nos van a matar a todos de todas formas. —Exacto —dijo ella—. Por eso necesito que confíes en mí. Ahorita.

Valentina levantó la cara hacia el palco, hacia donde venía la voz del emisario. —¡Oiga! —gritó con su voz de niña, que resonó extraña en aquella nave industrial—. ¿Puedo pedir una condición? El emisario se rió. —¿Una última voluntad, princesa? —La luz —dijo ella, señalando los focos—. Me lastima los ojos. Aunque no vea, me duele. ¿Podemos pelear a oscuras? ¿O su gorila tiene miedo de la oscuridad?

Hubo un murmullo burlón en las pasarelas. El gigante soltó una carcajada ronca. —Apaguen esa mierda —ordenó el emisario, divertido—. Que la niña muera cómoda. De todos modos, tenemos visores nocturnos arriba.

Fausto entendió de golpe. Miró a Isolda. Ella asintió imperceptiblemente y metió la mano en su bolso, donde no guardaba maquillaje, sino dos granadas de humo caseras que habían fabricado la noche anterior.

Las luces industriales se apagaron con un clack sonoro. La nave quedó en penumbra, apenas iluminada por la luz sucia que entraba por los tragaluces rotos del techo, filtrada por el smog de la ciudad. Era esa hora del atardecer donde todo es gris y las sombras se alargan.

—Ahora —susurró Valentina.

Isolda lanzó las granadas al suelo. No eran de fragmentación, eran de cobertura. Un humo denso, blanco y picante, estalló en el centro del círculo, llenando la planta baja en segundos. Al mismo tiempo, El Chino y los hombres de Fausto, que ya esperaban la señal, levantaron sus armas hacia las pasarelas.

—¡¡Fuego!! —gritó el emisario, dándose cuenta tarde del error.

El infierno se desató en Vallejo. Los sicarios de arriba abrieron fuego hacia el humo. Las balas picaban el concreto, levantando astillas de piedra que silbaban como avispas. Los hombres de Fausto respondían, creando una barrera de ruido ensordecedor.

—¡Al suelo! —gritó Fausto, tratando de cubrir a su hija. Pero Valentina no estaba en el suelo. Valentina había desaparecido en el humo.

Para Fausto, para el gigante, para los sicarios con visores nocturnos que veían todo blanco por el humo caliente… el mundo se había acabado. Pero para Valentina Beltrán, la oscuridad y el caos eran su casa. El ruido de los disparos era ensordecedor para cualquiera, pero ella había aprendido a filtrar en el Mercado de Jamaica. Escuchaba las botas del gigante pisando fuerte, buscándola a ciegas. Escuchaba su respiración pesada.

El juego había cambiado. Ya no era un torneo. Era una cacería. Y la presa acababa de convertirse en el depredador.

Capítulo 6: Ojos que no ven

El humo era una pared sólida. Fausto disparaba su pistola escuadra hacia las sombras de arriba, guiándose por los fogonazos de los rifles enemigos. Sentía el hombro de Isolda contra el suyo. Ella también disparaba, fría y metódica. —¿Dónde está? —gritó Fausto, con el pánico arañándole la garganta—. ¡¿Dónde está Valentina?!

—¡Déjela trabajar! —le gritó Isolda de vuelta, cambiando el cargador—. ¡Aquí abajo ella es la única que ve!

A tres metros de ellos, dentro de la nube blanca, el gigante del Cártel del Pacífico daba manotazos al aire. —¡Sal, pinche escuincla! —rugía, tosiendo por el humo químico—. ¡Te voy a partir en dos!

Valentina estaba agachada a menos de un metro de él. Para ella, el humo no existía. El escenario se dibujaba en su mente por vibraciones. Cada disparo que retumbaba en las paredes de metal le daba una imagen por “ecolocalización flash”. Podía sentir dónde estaban las columnas, dónde estaba su padre, y sobre todo, dónde estaba el monstruo que quería matarla.

El gigante dio un paso pesado hacia la izquierda. Su bota golpeó una rejilla de drenaje. Clang. Valentina se movió. No corrió; fluyó. Se deslizó por el suelo, silenciosa como un fantasma. Sacó el cuchillo de su bota. No buscó el pecho ni el cuello; el tipo era demasiado alto y ella demasiado pequeña. Buscó lo que Isolda le había enseñado: la estructura. Con un movimiento preciso y brutal, clavó la hoja en la parte posterior de la rodilla del gigante, cortando tendones, y tiró hacia atrás.

El hombre aulló, un sonido que se mezcló con las ráfagas de ametralladora, y su pierna colapsó. Cayó de rodillas, quedando a la altura de la niña. —Hola —susurró Valentina. Antes de que el hombre pudiera reaccionar, ella giró sobre su propio eje y le propinó una patada circular directa a la sien. No tenía la fuerza de un hombre adulto, pero tenía la mecánica perfecta y la sorpresa. El gigante cayó de cara contra el concreto, inconsciente o muerto. A ella no le importó.

—¡Papá! —gritó ella, su voz cortando el caos—. ¡A las tres! ¡Columna derecha!

Fausto escuchó la voz de su hija. No venía del suelo, ni de una esquina asustada. Venía del centro de la batalla. —¡Moverse! —ordenó a Isolda. Corrieron hacia la columna de concreto que Valentina les indicaba. Las balas barrieron el lugar donde habían estado un segundo antes.

Se reunieron tras el pilar. Fausto tocó la cara de su hija, buscando sangre, heridas. Solo encontró sudor y hollín. —Estoy bien —dijo ella rápido—. Papá, arriba. Pasarela dos. Hay un tirador que no deja de moverse. Está flanqueando al Chino.

Fausto no lo veía. El humo y la oscuridad se lo impedían. Pero confiaba en ella. Salió de la cobertura, apuntó hacia la negrura de la pasarela dos y vació el cargador. Se oyó un grito y el sonido de un cuerpo cayendo sobre láminas de metal. —Le diste —confirmó Valentina.

De repente, el tiroteo bajó de intensidad. Los hombres de arriba habían dejado de disparar. —¿Se les acabaron las balas? —preguntó Isolda, limpiándose la sangre de un rozón en la mejilla. —No —dijo Valentina, girando la cabeza como una antena parabólica—. Están bajando. Oigo las escaleras de metal. Son muchos. Diez… doce… vienen por los dos lados.

Estaban rodeados. El humo empezaba a disiparse, dejándolos expuestos. Fausto miró a su alrededor. El Chino y dos de sus hombres estaban atrincherados cerca de la entrada, pero no podían llegar a ellos sin cruzar el campo abierto. Estaban solos los tres contra una docena de sicarios de élite que bajaban a terminar el trabajo a quemarropa.

Isolda sacó un segundo cuchillo. Fausto recargó su último cargador. —Valentina —dijo Fausto, con la voz cargada de una emoción terrible—, si esto se pone feo, quiero que corras hacia el drenaje. No mires atrás. —No —respondió ella. Agarró un tubo de metal que había en el suelo, pesado, oxidado—. Ya no corro, papá.

Las sombras de los sicarios empezaron a emerger de la bruma, recortadas contra la luz tenue. Láseres rojos de miras tácticas empezaron a bailar sobre el pecho de Fausto. —Suelten las armas —dijo la voz del emisario, ahora amplificada y furiosa—. Se acabó el juego.

Fausto dudó. Si disparaba, morían. Si se rendía, los torturaban y luego morían. —Isolda… —murmuró. —Estoy lista —dijo la oaxaqueña.

Pero entonces, ocurrió algo que nadie en el Rastro esperaba. Un estruendo, más fuerte que cualquier granada, sacudió el edificio entero. El portón de carga trasero, una estructura de acero de tres toneladas, voló hacia adentro como si fuera de papel. Una camioneta blindada, una “Monstruo” artesanal con blindaje de placa soldada, entró embistiendo todo a su paso, aplastando escombros y sicarios desprevenidos.

La torreta superior de la camioneta giró. No eran policías. No era el ejército. La camioneta estaba pintada de negro mate, sin logotipos. Pero Valentina reconoció el sonido del motor. —¡Tío Víctor! —gritó.

Víctor “El Carnicero”, el antiguo socio de Fausto que supuestamente se había retirado a un rancho en Michoacán tras jurar no volver a empuñar un arma, estaba detrás del volante. La puerta trasera del vehículo se abrió en movimiento. —¡Súbanse, chingada madre! —gritó Víctor, disparando una escopeta recortada con una mano.

—¡Corre, Valentina! —gritó Fausto. Los tres corrieron bajo una lluvia de plomo. Isolda cubría la retaguardia, desviando balas con su propio cuerpo si era necesario, pero moviéndose como una acróbata. Valentina corría guiada por el sonido del motor diesel del “Monstruo”.

Saltaron al interior de la camioneta blindada. Las balas rebotaban en el metal como granizo. Fausto jaló a Isolda hacia adentro justo cuando el vehículo daba un giro de 180 grados, derrapando sobre la sangre y el aceite del suelo.

Mientras se alejaban a toda velocidad, dejando atrás el caos del matadero, Fausto miró a su hija. Estaba sentada en el suelo de metal, abrazada a sus rodillas, respirando fuerte. —¿Estás bien? —le preguntó. Valentina levantó la cara. Tenía una mancha de sangre ajena en la frente. —Sí —dijo. Y luego, con una seriedad que heló la sangre de los adultos presentes—: Pero escuché al hombre del traje hablar por teléfono antes de que entrara el tío Víctor. —¿Qué dijo? —preguntó Isolda. —Dijo: “Activen el Plan B. Vayan por la casa. Vayan por la madre”.

Fausto se quedó paralizado. Su esposa. La madre de Valentina, que estaba en un hospital privado en la colonia Roma recuperándose de una cirugía, supuestamente segura y anónima. Habían asumido que el objetivo era Fausto. Se equivocaron. El objetivo era exterminar el linaje completo.

—Víctor —rugió Fausto hacia la cabina—, ¡a la Roma! ¡Ahora! El vehículo blindado rugió y aceleró hacia la noche de la Ciudad de México. La guerra no había terminado en el matadero; apenas estaba empezando.

Capítulo 7: Código Rojo en la Roma

La camioneta blindada, el “Monstruo”, rugía por la Avenida Insurgentes como una bestia prehistórica suelta en la modernidad. Víctor conducía con una mano en el volante y la otra sosteniendo un radio de frecuencia corta, ignorando semáforos, banquetas y el claxon furioso de los taxistas.

—¡Están a cinco minutos! —gritó Víctor, con el sudor corriéndole por la sien—. Mis “halcones” dicen que entraron dos camionetas al estacionamiento del hospital hace diez minutos. —¡Acelera, carajo! —bramó Fausto, recargando su arma con manos temblorosas.

Valentina estaba sentada en el suelo del vehículo, con los ojos cerrados. El ruido de la sirena que Víctor había encendido para abrirse paso era ensordecedor, pero ella estaba haciendo algo más difícil: estaba trazando un mapa mental del hospital que conocía de memoria. El Hospital en la Colonia Roma. Cuarto piso. Habitación 402. Al final del pasillo, a la derecha. Piso de loseta, chirriante. Puertas pesadas.

—Papá —dijo ella, su voz cortando el pánico de los adultos—. No podemos entrar por el lobby. —¿Qué dices? —Fausto la miró, desesperado. —Si ya están ahí, tienen gente en el lobby esperando que llegues. Es un cuello de botella. Nos van a rafaguear en cuanto crucemos la puerta giratoria.

Isolda, que estaba revisando sus cuchillos, levantó la vista. —La niña tiene razón. Esperan un rescate frontal. —¿Entonces qué hacemos? —preguntó Víctor, dando un volantazo que hizo chirriar las llantas blindadas—. ¿Entramos volando?

—Por la lavandería —dijo Valentina—. Mamá me llevaba por ahí cuando no quería que la prensa nos viera. La entrada de proveedores, calle de atrás. Conecta directo con el montacargas. El montacargas hace un ruido específico, un zumbido grave… si subimos por ahí, saldremos a espaldas del control de enfermeras.

Fausto miró a su hija. En medio del caos, ella era la única que pensaba con claridad. El miedo ya no la paralizaba; la afilaba. —Hazlo, Víctor —ordenó Fausto—. A la calle de atrás.

Llegaron derrapando. La calle trasera estaba oscura, llena de contenedores de basura. Bajaron del vehículo en movimiento. Fausto, Isolda, Valentina y dos de los hombres de Víctor. La puerta de servicio estaba cerrada con cadena. Isolda no esperó a buscar la llave; disparó a la cerradura. Entraron.

El olor a detergente industrial y ropa limpia inundó sus narices. Corrieron hacia el montacargas. Valentina iba en medio, tocando las paredes, guiándolos. —Aquí —señaló una puerta metálica—. El botón está a la altura del hombro.

Subieron. El ascensor era lento, agónico. El zumbido mecánico parecía una cuenta regresiva. —Escuchen —susurró Valentina cuando el indicador marcó el piso 3. Todos guardaron silencio. —No oigo nada —dijo Fausto. —Exacto —respondió ella, pálida—. Es un hospital. Debería haber enfermeras, carritos, monitores pitando. No se oye nada. Han despejado el piso. O mataron a todos… o los encerraron.

Las puertas del piso 4 se abrieron con un ding alegre que sonó como un insulto. El pasillo estaba en penumbra. Solo las luces de emergencia rojas parpadeaban. El silencio era sepulcral.

—Isolda, conmigo al frente —susurró Fausto—. Valentina, atrás. Avanzaron en formación táctica. Pasaron el mostrador de enfermeras. Vacío. Había una taza de café derramada en el suelo, todavía humeante. Se los habían llevado rápido.

Faltaban diez metros para la habitación 402. La puerta estaba cerrada. De repente, Valentina se detuvo en seco y agarró la camisa de su padre. —¡Alto! —susurró tan bajo que apenas fue audible. —¿Qué pasa? —Hay alguien en el techo —dijo ella, señalando los paneles de falso plafón del pasillo—. Escucho la respiración. Está esperando a que pasemos debajo.

Fausto no dudó. Levantó su arma hacia el techo y disparó tres veces. El plafón explotó en una lluvia de yeso y polvo. Un cuerpo cayó pesadamente al suelo, con un rifle de asalto en las manos. Un sicario que había estado acechando desde arriba, listo para ejecutarlos por la espalda.

—¡Nos descubrieron! —gritó Isolda.

La puerta de la habitación 402 se abrió de golpe. Un hombre salió usando a Elena, la madre de Valentina, como escudo humano. Tenía una pistola pegada a su sien. Elena estaba en bata, con vías intravenosas todavía conectadas, los ojos desorbitados por el terror.

—¡Suelten las armas! —gritó el sicario. Era el Emisario del traje, ahora despeinado y manchado de sangre—. ¡Suéltalas, Beltrán, o le vuelo la cabeza a tu mujer!

Fausto se congeló. Su peor pesadilla estaba ocurriendo. Soltó su pistola lentamente. Isolda hizo lo mismo. El Emisario sonrió, nervioso pero triunfante. —Bien. Ahora, la niña. Que venga conmigo. El Patrón quiere conocer a la “maravilla”.

Valentina dio un paso al frente. No tenía armas en las manos. —Déjala ir —dijo Valentina, con una voz tranquila que no encajaba con la situación—. Tu problema es con mi papá. No con ella. —Cállate y camina, ciega.

Valentina caminó despacio por el pasillo. Cerró los ojos detrás de sus párpados. Click. Chasqueó la lengua suavemente. El sonido rebotó en el pasillo. Rebotó en el Emisario. Rebotó en su madre. Y rebotó en algo más… un extintor colgado en la pared, justo detrás de la cabeza del hombre.

—No soy ciega —susurró Valentina cuando estuvo a tres metros—. Solo veo diferente.

Y entonces, hizo lo que Isolda le había enseñado en las tardes de lluvia. No atacó al hombre. Atacó al entorno. Valentina agarró una bandeja metálica de un carrito de curaciones que tenía a la mano y la lanzó con toda su fuerza, no hacia el sicario, sino hacia el extintor detrás de él.

El ruido fue estruendoso. ¡CLANG! Fue un sonido agudo, metálico, inesperado. El Emisario, por puro reflejo instintivo, giró la cabeza un milisegundo hacia el ruido. Su arma se desvió dos centímetros de la sien de Elena.

Fue todo lo que Fausto necesitó. Sacó una segunda pistola pequeña que llevaba en la tobillera, se tiró al suelo y disparó. El tiro fue perfecto. Justo en el hombro del Emisario. El hombre gritó y soltó a Elena.

—¡Ahora, Isolda! —gritó Valentina. La “Loba” saltó sobre el hombre herido como un animal salvaje. No hubo piedad. En dos segundos, la amenaza había terminado.

Fausto corrió hacia su esposa, abrazándola entre lágrimas y sangre. Valentina se quedó de pie en medio del pasillo, respirando el aire cargado de pólvora, escuchando los latidos de su familia que, por primera vez en años, latían al mismo ritmo.

Capítulo 8: La Leyenda de la Loba Blanca

El amanecer sobre la Ciudad de México fue naranja y gris, smog y esperanza mezclados. Las patrullas de la policía habían llegado, pero como siempre en México, llegaron tarde, cuando el trato ya estaba cerrado y las llamadas correctas se habían hecho. Fausto Beltrán tenía contactos. El incidente en el hospital se reportaría como un “intento de secuestro fallido por delincuentes comunes”. Nadie mencionaría al Cártel. Nadie mencionaría la guerra.

Tres meses después.

La mansión del Pedregal había cambiado. Ya no parecía una prisión. Las cortinas estaban abiertas. En el jardín trasero, donde antes Valentina se tropezaba con miedo, ahora había un dojo al aire libre, con piso de madera y tatami.

Fausto estaba sentado en la terraza, tomando café, viendo la escena. Su esposa, Elena, ya recuperada, estaba a su lado, leyendo un libro, pero de vez en cuando levantaba la vista para sonreír.

En el tatami, Valentina y Isolda entrenaban. Pero ya no era una maestra enseñando a una alumna desesperada. Era un combate de pares. Valentina, ahora con trece años, se movía con una fluidez que hipnotizaba. Ya no usaba bastón dentro de la casa. No lo necesitaba. Conocía cada crujido, cada corriente de aire, cada eco.

Isolda lanzó una patada alta. Valentina se agachó, giró y barrió. Isolda saltó la barrida y contraatacó. Se detuvieron, riendo, sudadas bajo el sol de la mañana. Isolda miró hacia la terraza y asintió a Fausto. Un gesto de respeto mutuo. La sirvienta se había convertido en la tía, en la protectora, en la hermana de sangre que la vida les debía.

Fausto dejó su taza y caminó hacia ellas. Valentina giró la cabeza antes de que él llegara. —Hola, papá. Traes zapatos nuevos. Suenan diferente. Fausto sonrió. —Nada se te escapa, ¿verdad?

Se arrodilló frente a ella. Le tomó las manos, esas manos que ahora tenían callos de sujetar armas de madera, pero que seguían siendo las manos de su niña. —Tuve una reunión hoy —dijo Fausto, serio—. Con los otros Jefes. La Mesa de los Patrones. Isolda se tensó. Elena cerró su libro.

—¿Qué pasó? —preguntó Valentina. —Preguntaron por ti —dijo él—. Tienen miedo. Corren historias. Dicen que la hija de Beltrán es una bruja, que ve en la oscuridad, que es un soldado perfecto. Me ofrecieron paz. Una paz real. Nadie quiere meterse con la familia de la “Loba Blanca”.

Valentina soltó una risita nerviosa. —¿Loba Blanca? ¿Ese es mi apodo? —Es tu leyenda —corrigió Isolda, orgullosa—. Y las leyendas protegen más que las balas.

Fausto miró a su hija a los ojos, esos ojos blancos que antes le causaban tanta culpa y dolor, y que ahora solo le inspiraban asombro. —Pasé mi vida construyendo muros para que el mundo no te tocara, Valentina. Pensé que mi trabajo era esconderte. Estaba equivocado. Mi trabajo no era evitar que el mundo te golpeara… era asegurarme de que, cuando te golpeara, tú pudieras devolver el golpe más fuerte.

Valentina asintió. —Ya no tengo miedo, papá. Bueno… sí tengo. Pero el miedo ya no me manda. —Lo sé —Fausto le besó la frente—. Y por eso, eres la jefa más fuerte que esta familia ha tenido.

Se levantó y miró a Isolda. —La clase terminó por hoy. ¿Vamos a comer tacos? —Al pastor —dijo Valentina rápido—. Con piña. Y escuché que abrieron un puesto nuevo en Coyoacán que tiene buena música. —¿Cómo sabes eso? —Tengo oídos en todas partes —bromeó ella, guiñando un ojo nublado.

Salieron de la casa, no como fugitivos, ni como víctimas. Salieron caminando por la puerta principal. Fausto iba al frente. Isolda atrás. Y en medio, caminando con la seguridad de quien es dueña de su propio destino, iba Valentina.

La oscuridad seguía ahí, en sus ojos. El mundo seguía siendo un lugar peligroso, lleno de violencia y traición. Pero Valentina Beltrán había aprendido la lección más importante de todas: la oscuridad no es un final. Es solo un lienzo negro donde los que tienen valor pueden pintar su propia luz.

Y en las calles de la Ciudad de México, entre susurros y corridos, nació una nueva historia. La historia de la niña que no necesitaba ver para vencer. La Loba Blanca.

FIN.

Related Posts

Our Privacy policy

https://topnewsaz.com - © 2025 News