¡MILLONARIO FINGE ESTAR EN SILLA DE RUEDAS PARA PROBAR A SU NOVIA “FRESA” Y DESCUBRE UNA TRAICIÓN TAN CRUEL QUE TUVO QUE CANCELAR LA BODA EN EL ALTAR! (LA VENGANZA FUE ÉPICA)

PARTE 1

CAPÍTULO 1: El Aroma de la Hipocresía

La mañana del brunch de compromiso, mi penthouse en Reforma olía a café de grano veracruzano y a ese limpiador cítrico importado que Valeria insistía en que usaran las empleadas. Yo soy Santiago Mondragón. Para las revistas de negocios como Forbes México, soy el visionario que redefinió el mercado inmobiliario en Santa Fe. Para mis empleados, soy “el Licenciado” que siempre saluda de mano. Pero esa mañana, me sentía como un extraño en mi propia casa, un fantasma atrapado en un traje de lino italiano que costaba más que el coche de mi primer año de universidad.

Me ajusté los gemelos frente al ventanal, observando cómo el smog y la luz dorada de la Ciudad de México se mezclaban sobre el Bosque de Chapultepec. Suspiré, tratando de calmar ese nudo en el estómago que mi abuela solía llamar “mal presagio”.

Valeria entró detrás de mí. No caminaba, flotaba. Llevaba un vestido de seda color marfil que susurraba contra el piso de mármol y dejaba una estela de perfume Chanel que picaba en la nariz. Sonrió, pero no era para mí; era una sonrisa ensayada, dirigida al espejo, a la habitación, a la idea de nosotros, pero no a .

—Santi, amor, ya llegaron los de la revista Caras —dijo, su voz dulce pero con ese tono de mando que usan las niñas bien de las Lomas cuando quieren algo rápido—. No pongas esa cara de preocupación, arrugas el traje.

Los pequeños detalles siempre cuentan la historia real, ¿sabes? Un mesero se acercó con una charola de plata para rellenar su copa de champaña. Valeria extendió la copa sin siquiera mirarlo a los ojos, como si el brazo del hombre fuera una extensión mecánica del servicio. Cuando una gota minúscula salpicó el borde, ella limpió el cristal con una servilleta de lino con un gesto de repulsión tan sutil pero tan violento, como si el pobre chico le hubiera contagiado una enfermedad.

—Disculpe, señorita —murmuró el chico, bajando la cabeza.

—Fíjate para la otra, ¿quieres? —replicó ella, sin perder la sonrisa para el fotógrafo que acababa de entrar.

Sentí un golpe seco en el pecho. Yo me enamoré de su elegancia, de su capacidad para conversar de arte y negocios, de esa ambición que parecía correr a la par de la mía. Pero fuera de los reflectores, Valeria se desvanecía. O más bien, se mostraba.

En el elevador, mientras bajábamos al salón de eventos, el conserje, Don Beto, nos saludó con su habitual calidez: —Buenos días, Licenciado Santiago, Señorita Valeria. Feliz cumpleaños a su hijo, Licenciado, ¿verdad? —Gracias, Don Beto —respondí, dándole una palmada en el hombro—. Al rato le mando el pastel.

Valeria ni siquiera despegó la vista de su iPhone. —¿Quién es ese? —preguntó cuando las puertas se cerraron—. Santi, neta, no tienes que hablar con todo el mundo. Perdemos tiempo.

En la fiesta, la dinámica fue la misma. Ella decía “nosotros” cuando los planes eran glamurosos: “Nosotros vamos a viajar a Milán”, “Nosotros compramos la casa en Valle”. Pero decía “tú” cuando había problemas: “Tú tienes que arreglar lo de la cafetera”, “Tú no contrataste bien al DJ”.

Me escapé un momento hacia la barra, buscando un respiro. Dos baristas preparaban espressos a una velocidad industrial. El ruido del vapor cubría sus voces, pero yo tengo el oído entrenado. Crecí en la colonia Doctores antes de hacer dinero; aprendí a escuchar para sobrevivir.

—Está guapísima, wey, eso que ni qué —decía uno mientras limpiaba la barra. —Sí, pero tiene una vibra bien pesada —respondió el otro, sin levantar la vista—. Él se ve buena onda, siempre deja propina chida. Ojalá se dé cuenta de cómo lo trata cuando no hay nadie viendo. Pobre compa.

Sus palabras no eran crueles, eran resignadas. Era el diagnóstico de la gente que ve todo y a la que nadie ve. Intenté justificarla. “Está estresada por la boda”, me dije. “Es la presión social”. Pero los patrones se acumulaban como ladrillos en un muro.

Valeria se acercó, me tomó del brazo y me guio hacia los fotógrafos. Su mano en mi espalda baja no era una caricia, era un empujón directivo. —Babe, barbilla arriba —susurró, acomodándome la cara con una uña perfectamente manicurada—. Te ves cansado. Sonríe, que esto va para la portada.

Me reí para disimular, porque los hombres como yo aprendemos a tragarnos la incomodidad para no hacer un escándalo. Pero una pregunta empezó a taladrarme el cerebro, tan insistente como una gotera en la noche: Si el dinero desapareciera mañana, si mi salud fallara… ¿ella se quedaría a mi lado o solo se quedaría vestida para la ocasión?

Salí al balcón. El viento de la ciudad enfriaba mi piel. Veía a Valeria a través del cristal, retocándose el labial, verificando su reflejo. No la estaba juzgando; la estaba midiendo. La riqueza me había enseñado muchas cosas, pero la más importante era esta: El amor que requiere iluminación de estudio no es amor, son Relaciones Públicas.

Abajo, en la entrada del edificio, el portero le decía a un repartidor: —Tiene facha de modelo, pero ¿amabilidad? Cero, mano. Las caras se arrugan, pero las mañas se quedan.

Esas voces eran un coro de fondo que yo no había pedido, pero que ya no podía ignorar. Respiré lento y profundo. Yo construí mi imperio probando la resistencia de los materiales: concreto, acero, vigas. No confías en un puente porque se vea bonito; confías en él porque le has pasado camiones de carga por encima y no se ha caído.

Mientras el brunch brillaba con risas falsas y tintineo de copas, tomé una decisión silenciosa. Una decisión que cambiaría mi vida. Si esto era amor real, aguantaría un terremoto. Si no lo era, el derrumbe me mostraría la verdad.

Levanté mi copa, sonreí para las cámaras y dejé que todos creyeran en el cuento de hadas. Pero por dentro, ya estaba diseñando la prueba de estrés más brutal de mi carrera. No iba a haber drama inmediato. Iba a ser gravedad aplicada lentamente.

CAPÍTULO 2: La Conspiración en la Sombra

Todo comenzó con un susurro que no debía escuchar.

Era tarde, casi las 11 de la noche. La fiesta había terminado y el servicio de limpieza estaba terminando de recoger. Me había aflojado la corbata y caminaba descalzo por el pasillo hacia mi despacho, buscando un momento de silencio y un vaso de whisky.

Me detuve en seco cuando escuché voces saliendo de la biblioteca. La puerta de caoba estaba entreabierta apenas unos centímetros.

—Ya casi está hecho, Roberto. Está demasiado enamorado como para darse cuenta —era la voz de Valeria. Sonaba diferente: fría, cortante, calculadora. Nada que ver con el tono dulce que usaba frente a las cámaras.

Una risa masculina le respondió. Grave, familiar. Demasiado familiar. —El matrimonio, luego el divorcio… y con lo del fideicomiso, el acuerdo te dejará con la mitad de todo en menos de un año. Eres una genio, Val.

Era Roberto. Mi socio. Mi mejor amigo desde la preparatoria. El hombre que firmó conmigo los primeros contratos en una oficina prestada en la Roma cuando no teníamos ni para comer. El hombre que iba a ser mi padrino de bodas.

Me congelé. Sentí cómo la sangre se me iba a los pies. Me pegué a la pared, conteniendo la respiración hasta que mis pulmones ardieron.

—Vas a estar hecha de por vida —continuó Roberto—. Y el acuerdo prenupcial… no se va a atrever a usarlo. Tiene pánico al escándalo público. Si lo presionamos con la prensa, cederá. —Quedará paralizado por la vergüenza —respondió Valeria, y pude escuchar el hielo en su voz—. Y cuando termine con él, seremos dueños de cada metro cuadrado que construyó.

Retrocedí paso a paso, en silencio, aunque mi corazón retumbaba como un tambor de guerra en mis oídos. La rabia intentaba subir por mi garganta, ganas de entrar y romperles la cara a los dos, pero la disciplina me frenó. Yo no llegué a donde estoy por ser impulsivo. Llegué aquí por saber leer el mercado, por saber cuándo comprar y cuándo vender. Esto no era diferente.

Me encerré en el baño de visitas y me miré al espejo. Estaba pálido. La traición no es un golpe repentino; es como una inundación lenta que pudre los cimientos. Recordé todas las veces que Roberto me palmeó la espalda diciendo: “Eres un suertudo, hermano”. Recordé las miradas cómplices entre ellos que yo, en mi estupidez de enamorado, interpreté como amistad.

Más tarde, en la cocina, me encontré a Lupita, la jefa de las empleadas domésticas. Ella llevaba años conmigo, desde antes de que me mudara a este palacio en el cielo. Estaba guardando unas copas y se le veía triste. —Licenciado… —empezó, titubeando. Levanté la mano suavemente. —No digas nada, Lupita. Lo sé. Ella soltó un suspiro que era mitad alivio y mitad pena. Asintió una vez y siguió trabajando, pero su silencio me confirmó que no era paranoia mía. El personal lo sabía. Todos lo sabían. Yo era el último idiota en enterarse.

Esa noche no dormí. Me quedé mirando el techo, trazando el plan. No sería una venganza vulgar. Sería una revelación. Iba a construir un escenario, no para sus mentiras, sino para sus decisiones. Iba a darles exactamente lo que querían: un Santiago débil, vulnerable, roto. Y entonces veríamos qué tan profundo llegaba su crueldad.

Al día siguiente, mi voz sonaba tranquila cuando le di instrucciones a mi chofer. —Llévame a la carretera a Toluca, pero vamos en la camioneta vieja. Y necesito que llames a mi contacto en el hospital privado. Vamos a montar un show.

El chofer me miró por el retrovisor, confundido. —¿Jefe? —No hagas preguntas, Charly. Solo conduce.

Un hombre no prueba la lealtad anunciando el examen. Simplemente actúa y espera a que la verdad salga a flote.

La noticia se esparció rápido, diseñada quirúrgicamente para ser creíble. “Empresario Santiago Mondragón sufre grave accidente en carretera”. “Posible daño permanente en la columna”. Dejé que la historia respirara, que circulara por los grupos de WhatsApp de la alta sociedad, que llegara a oídos de Valeria y Roberto.

Pasé tres días en una clínica privada, aislado, preparando mi regreso. Pagué a médicos para falsificar informes, conseguí una silla de ruedas de alta tecnología y practiqué. Practiqué no mover las piernas. Practiqué la mirada de un hombre derrotado. Practiqué ser la carga que ellos tanto despreciaban.

Cuando la ambulancia me dejó frente a mi edificio, vi a Valeria esperándome en el lobby. Llevaba unos lentes oscuros enormes y un atuendo negro, como de viuda prematura. Corrió hacia mí cuando me bajaron en la camilla para pasarme a la silla.

—¡Mi amor! ¡Santi! —gritó, asegurándose de que los vecinos vieran su angustia. Me abrazó, pero su cuerpo estaba rígido. —Estoy bien… bueno, vivo —susurré con voz ronca.

Roberto estaba detrás de ella, con esa cara de preocupación fingida que ahora me daba náuseas. —Estamos contigo, hermano. Vamos a salir de esta —dijo, poniéndome una mano en el hombro.

Subimos al penthouse. El silencio en el elevador era denso. Yo mantenía la cabeza baja, actuando mi papel. “Parálisis de la cintura para abajo”, había dicho el médico pagado. “Pronóstico reservado”.

Los primeros días fueron un estudio de contrastes. Lupita y el personal se desvivían por ayudarme: sopas calientes, acomodarme las almohadas, ayudarme a pasar los umbrales de las puertas. Era una bondad genuina, de esa que no pide nada a cambio.

Valeria, sin embargo, mostró sus cartas casi de inmediato. La primera noche, le pedí un vaso de agua. Estábamos en la sala viendo televisión. —Val, por favor… no alcanzo la jarra. Ella suspiró, un sonido largo y pesado, como si le hubiera pedido que cargara un costal de cemento. —Ay, Santiago, ¿en serio? Acabo de sentarme —replicó sin mirarme. Se levantó de mala gana, llenó el vaso y lo puso en la mesa de centro, lejos de mi alcance, con un golpe seco que hizo salpicar el agua. —Ahí está.

La observé en silencio. No necesitaba su amor ensayado para las cámaras. Necesitaba verla sin máscara aquí, en la privacidad de nuestro “hogar”.

Cada día, la máscara se resbalaba un poco más. Caminaba rápido dejándome atrás, cerraba puertas sabiendo que yo batallaba para abrirlas desde la silla. Me dejaba “estacionado” en el sol del jardín durante horas “para que tomara vitamina D”, mientras ella se iba de compras con mi tarjeta.

Pero lo peor vino con el dinero. Di la orden al banco de congelar ciertas cuentas bajo el pretexto de una “auditoría por el accidente”. Cuando la tarjeta de Valeria fue rechazada en una boutique de Masaryk, regresó a casa furiosa.

—¿Qué pasa con el dinero, Santiago? —me gritó, tirando su bolso al sofá. —Están revisando las cuentas, amor. Por mi estado… los socios están nerviosos —le dije, poniendo mi mejor cara de víctima—. Dicen que las cosas no están tan sólidas como antes.

Su silencio gritó más fuerte que cualquier insulto. No preguntó por mi salud. No me preguntó si estaba preocupado. Se quedó mirando a la nada, calculando su salida. —Genial —masculló—. Simplemente genial.

Unos días después, la crueldad dejó de ser pasiva. Estaba yo en el comedor, y Roberto había venido a “revisar unos papeles”. —Estás hecho una piltrafa, hermano —dijo Roberto, sirviéndose un tequila de mi colección privada—. Es triste verte así.

Valeria entró riendo. —Es como tener un mueble más, ¿no? Pero uno que estorba.

Pensaron que no los escuchaba, que estaba dormido en la silla frente al ventanal. Pero mi pulso estaba firme. Mi mente estaba clara. La rabia ya no era fuego, era hielo.

—Déjalos que crean que soy débil —pensé, apretando los puños sobre mis piernas inertes—. Déjalos que crean que ganaron.

La boda se acercaba. Y yo iba a asegurarme de que fuera un evento inolvidable. No iba a cancelar nada. Iba a dejar que llegaran hasta el altar. Porque la caída es mucho más dolorosa cuando estás a un paso de la cima.

PARTE 2

CAPÍTULO 3: Ecos en el Pasillo

La crueldad, descubrí, no siempre es un grito. A veces es un silencio prolongado, una puerta que se deja entreabierta para que la corriente te hiele los huesos, o un plato de comida que llega frío, como si fueras la última prioridad en un restaurante que está cerrando.

Los días pasaban lentos en el penthouse. Mi “parálisis” me había convertido en un espectador invisible de mi propia vida. Valeria ya ni siquiera disimulaba. Si sonaba mi celular, ella lo miraba y lo dejaba sonar hasta que se iba a buzón. Si le pedía que me acercara el control remoto, lo lanzaba al sofá con desdén, a veces calculando mal a propósito para que cayera al suelo.

—Ups —decía, sin voltear—. Búscalo tú, te sirve de ejercicio.

Pero lo más doloroso no era su desprecio, sino la invasión de Roberto. Mi socio, mi “hermano”, empezó a tratar mi casa como si ya fuera suya. Llegaba sin avisar, se servía mis mejores vinos y se sentaba en mi sillón favorito, poniendo los pies sobre la mesa de centro.

Una tarde lluviosa, típica de julio en la Ciudad de México, los escuché en la terraza. Yo estaba en la sala, con una manta sobre las piernas, fingiendo dormir. La puerta corrediza estaba apenas abierta.

—Ya hablé con el notario —decía Roberto, su voz mezclada con el sonido de la lluvia golpeando el cristal—. Si declaramos a Santiago mentalmente incompetente debido al trauma del accidente, tú tomas el control de las acciones del Grupo Mondragón como su esposa. —¿Y qué tan rápido podemos hacer eso? —preguntó Valeria. Escuché el tintineo de hielos en un vaso—. Ya no lo aguanto, Rob. Huele a medicina, me deprime verlo ahí tirado. Quiero mi vida de vuelta. Quiero nuestra vida.

Sentí un escalofrío que no tenía nada que ver con el clima. No solo querían mi dinero; querían anularme como ser humano. Querían declararme loco o inválido mental para despojarme de mi dignidad.

Roberto se rió, un sonido seco. —Paciencia, muñeca. Después de la boda, es cuestión de semanas. Un par de firmas, un médico bien pagado que certifique que el golpe le afectó el cerebro, y listo. Lo mandamos a una casa de reposo en Cuernavaca y nos olvidamos del problema.

Apreté los dientes con tanta fuerza que pensé que se romperían. Una casa de reposo. Me iban a encerrar y a tirar la llave mientras ellos gastaban mi fortuna viajando por Europa.

Esa noche, Lupita, la empleada doméstica, entró a mi habitación para traerme la cena. Sus ojos estaban rojos, como si hubiera estado llorando. —Señor Santiago… —susurró, dejando la bandeja en la mesa de noche. —Dime, Lupita. —Tenga cuidado —dijo, mirando hacia la puerta con miedo—. Escuché… escuché cosas feas. No se tome las medicinas que le da la señorita Valeria. Solo las que yo le traiga o las que vengan cerradas de farmacia. Por lo que más quiera.

La miré a los ojos y vi una lealtad que valía más que todos mis edificios en Reforma. —Gracias, Lupita —le dije, tomándole la mano—. No tengas miedo. Falta poco para que esto termine.

CAPÍTULO 4: Veneno en la Copa

La advertencia de Lupita no fue paranoia. Dos días después, la prueba llegó en una copa de jugo de naranja.

Era domingo por la mañana. Valeria entró a la habitación con una sonrisa extrañamente brillante, de esas que usaba para las fotos de sociales. —Buenos días, dormilón. Te traje el desayuno —dijo, poniendo la bandeja sobre mis piernas. Había fruta picada, café y un vaso grande de jugo. —Gracias —respondí, manteniendo mi papel de novio agradecido y vulnerable.

Ella se quedó ahí, parada al pie de la cama. Normalmente me dejaba solo para comer, pero esta vez observaba. Esperaba. —Tómatelo todo, necesitas vitaminas para la boda —insistió, señalando el jugo.

Acerqué el vaso a mis labios. El olor a cítricos era fuerte, pero debajo de la naranja, mi nariz captó algo más. Un olor químico, amargo, sutilmente metálico. Era el mismo olor de unas pastillas fuertes para dormir que me habían recetado hacía años, pero concentrado.

Si me tomaba eso, probablemente pasaría el día sedado, babeando, incapaz de pensar o hablar. Justo la imagen de “incompetencia mental” que necesitaban empezar a construir.

Fingí un espasmo en la mano. —¡Ay! —grité, y dejé caer el vaso “accidentalmente”. El jugo se derramó sobre las sábanas blancas y la alfombra persa. El líquido naranja se expandió rápido, manchándolo todo.

La cara de Valeria se transformó. La máscara de dulzura cayó en una fracción de segundo, revelando una furia pura y dura. —¡Eres un inútil! —gritó, olvidándose de actuar—. ¡Maldita sea, Santiago! ¡Esa alfombra cuesta más que tu vida ahora mismo!

Se abalanzó para tratar de limpiar, pero se detuvo, respirando agitada. Se dio cuenta de que había gritado demasiado. —Lo siento… es el estrés —dijo, forzando la voz a calmarse, aunque sus ojos seguían inyectados de odio—. Voy a llamar a Lupita para que limpie tu desastre.

Cuando salió, saqué mi celular escondido bajo la almohada. Había grabado el audio. “Eres un inútil”. Su tono, su ira… era oro puro. Minutos después, Roberto entró. No tocó la puerta. —Valeria me dice que estás teniendo problemas con tus manos —dijo, mirándome con esa falsa compasión de depredador—. Tal vez deberíamos adelantar la cita con el neurólogo. No te ves bien, hermano.

—Fue un accidente, Roberto. Solo se me resbaló —dije, bajando la mirada. —Claro, claro. Accidentes… te pasan muchos últimamente. Oye, por cierto, necesito que firmes unos poderes para la empresa. Ya sabes, por si “accidentalmente” no puedes tomar decisiones pronto.

Me puso una carpeta enfrente y una pluma en la mano. Mis dedos temblaron, esta vez no tuve que actuar mucho; la rabia me hacía vibrar. Garabateé una firma ilegible, sabiendo que mi abogado ya tenía instrucciones precisas de invalidar cualquier documento firmado después de mi accidente. Era una trampa para ellos, no para mí.

—Descansa, Santi. Te ves fatal —dijo Roberto, tomando la carpeta con una sonrisa triunfal.

Esa noche, me arrastré fuera de la cama hasta la silla de ruedas y fui al despacho en silencio. Abrí la caja fuerte. Saqué una grabadora de voz pequeña, de esas de espía, y la pegué con cinta adhesiva debajo del escritorio principal, donde sabía que ellos se reunían a hablar. La guerra había comenzado, y yo tenía el arma más poderosa: su propia confianza.

CAPÍTULO 5: La Víspera del Juicio

El día anterior a la boda, el ambiente en la casa era eléctrico, pero por las razones equivocadas. Llegaron los trajes, los arreglos florales, los coordinadores de eventos corriendo de un lado a otro con sus radios.

Yo estaba en la sala, siendo ignorado como un mueble viejo que no combina con la decoración nueva. Valeria se probaba el velo frente al espejo de cuerpo entero que habían traído. Se veía espectacular, no podía negarlo. Era la imagen perfecta de la novia inocente.

—¿Te gusta, amor? —preguntó, mirándose a sí misma, no a mí. —Te ves hermosa —dije. Ella se giró y me miró en la silla de ruedas. Su expresión fue de lástima mezclada con asco. —Lástima que las fotos van a salir raras —suspiró—. Un novio sentado arruina la simetría. Tendré que pedirle al fotógrafo que me tome más ángulos sola.

Se acercó a mí y me acarició la mejilla. Su mano estaba fría. —Mañana es el gran día, Santi. Por fin seremos uno mismo. O bueno, lo que es mío será mío y lo que es tuyo… también será mío —susurró lo último tan bajo que solo yo pude escucharlo, seguido de una risita que pretendía ser una broma pero era una sentencia.

Más tarde, llegó la prueba final. Roberto estaba bebiendo con unos amigos en la terraza, celebrando como si fuera su despedida de soltero y no la mía. —¡Por Santiago! —brindó Roberto en voz alta, alzando su copa hacia donde yo estaba—. El hombre que lo tiene todo… y no puede disfrutar nada.

Las risas de sus amigos fueron puñaladas. —Oye, Rob, ¿y qué vas a hacer con la empresa cuando él estire la pata? —preguntó uno, ya borracho. —Digamos que Grupo Mondragón va a tener una reestructuración agresiva —respondió Roberto, guiñando un ojo—. Y una nueva dirección mucho más… dinámica.

Yo escuchaba todo desde la penumbra del salón. Lupita se acercó a mí con un vaso de agua (segura). —Señor, ¿por qué permite esto? —me preguntó, con lágrimas en los ojos—. Cancele la boda. Mándelos al diablo a todos. Tomé su mano callosa y trabajadora. —Porque si la cancelo hoy, solo serán rumores, Lupita. Dirán que el “inválido amargado” se arrepintió. Pero si lo hago mañana… mañana el mundo entero verá quiénes son. Necesito que estén en la cima para empujarlos.

Esa noche, acostado en la cama, repasé el plan. Los oficiales de policía amigos de mi padre estarían vestidos de civil entre los invitados. Mi abogado tenía las grabaciones, los videos de las cámaras de seguridad que había reactivado en secreto, y los testimonios de Lupita y el chofer. Cerré los ojos. Mañana no sería una boda. Sería una ejecución pública.

CAPÍTULO 6: El Desfile de las Mentiras

La iglesia en Polanco era un espectáculo de opulencia. Rosas blancas importadas de Holanda cubrían cada columna, y un cuarteto de cuerdas tocaba música barroca que resonaba en la cúpula dorada.

Los invitados empezaron a llegar. La crema y nata de la sociedad mexicana: políticos, empresarios, influencers, gente que te sonríe de frente y te critica en cuanto das la vuelta. Todos cuchicheaban al verme.

Yo estaba al pie del altar, en mi silla de ruedas, con un smoking hecho a la medida que disimulaba mi supuesta atrofia muscular. —Pobrecito —escuché decir a una señora de las Lomas con demasiadas cirugías—. Tan guapo que era. Dicen que ya no le funciona nada. —Pero qué buena es Valeria, ¿no? Casarse con él así. Eso es amor verdadero —respondió su amiga.

Si supieran.

Roberto estaba a mi lado como mi padrino (Best Man). Se veía impecable, pero nervioso. Se ajustaba la corbata constantemente y revisaba su reloj. —Tranquilo, hermano —me dijo, inclinándose hacia mi oído—. Ya casi termina tu sufrimiento. —Gracias, Roberto. Siempre has sido… leal —le respondí, inyectando todo el sarcasmo que pude, aunque él estaba demasiado ansioso para notarlo.

La música cambió. La Marcha Nupcial comenzó a sonar. Las puertas enormes de madera se abrieron y la luz del sol entró a raudales, recortando la silueta de Valeria.

Caminó por el pasillo central como una reina conquistadora. No me miraba a mí con amor; miraba su futuro asegurado. Miraba las cuentas bancarias, las casas en Europa, el poder. La gente suspiraba al verla pasar. Era la actuación de su vida.

Cuando llegó al altar, su padre, un hombre que me debía dinero de tres negocios fallidos, me entregó su mano. —Cuídala, Santiago —dijo, con alivio de que su hija ya fuera problema (y solución financiera) de otro. —Con mi vida —respondí.

El sacerdote comenzó la ceremonia. Las palabras de siempre sonaban vacías en ese aire cargado de traición. “El amor es paciente, es bondadoso… no tiene envidia…” Miré a Valeria. Tenía los ojos secos, brillantes de ambición. Miré a Roberto. Tenía una sonrisa torcida, mirando a la novia de su “mejor amigo” con deseo y complicidad.

—Santiago Mondragón —dijo el sacerdote—, ¿aceptas a Valeria como tu legítima esposa, para amarla y respetarla, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte los separe?

El silencio llenó la iglesia. Todos esperaban mi “sí”. Bajé la cabeza un momento. Dejé que el silencio se estirara hasta volverse incómodo. Un segundo. Dos. Tres. La gente empezó a murmurar. Valeria me apretó la mano, clavándome las uñas. —Di que sí, idiota —susurró entre dientes, sin mover los labios.

Levanté la vista. Mis ojos ya no tenían la neblina de la tristeza. Estaban claros, duros, fijos en ella. —En la salud y en la enfermedad… —repetí en voz alta, para que hasta la última fila escuchara—. Esa es la parte graciosa, ¿no, Valeria?

CAPÍTULO 7: El Milagro de la Justicia

Un murmullo de confusión recorrió las bancas. El sacerdote me miró desconcertado. —Hijo, ¿qué…?

Solté la mano de Valeria como si me quemara. —Hace meses, pensé que tenía la vida perfecta —dije, mi voz ganando fuerza, proyectándose sin necesidad de micrófono—. Pensé que tenía a la mujer que me amaba y al amigo que daría la vida por mí.

—Santiago, estás delirando, por favor… —intentó intervenir Roberto, dando un paso adelante. —¡Cállate! —grité. El eco retumbó en las paredes de piedra.

Y entonces, hice lo impensable. Mis manos se aferraron a los apoyabrazos de la silla. Los nudillos se pusieron blancos. Con un movimiento fluido y poderoso, impulsé mi cuerpo hacia arriba. Las piernas, esas que todos creían muertas, se estiraron firmes. Me puse de pie. Mido 1.85, y en ese momento, me sentí de tres metros.

El grito de la congregación fue unísono. Fue un sonido de shock puro, de incredulidad. Alguien dejó caer una copa. Una tía se desmayó. Valeria retrocedió tambaleándose, pálida como su vestido. Se llevó las manos a la boca. —Imposible… —balbuceó—. Tú… tú estabas…

—¿Paralítico? —completé, dando un paso hacia ella, firme, sin cojear—. Nunca lo estuve. Pero necesitaba estar sentado para ver lo bajo que podían caer ustedes dos.

Caminé hacia el centro del altar, girándome hacia los invitados. —Fingí mi accidente para probar si su amor era real. Y lo que encontré fue podredumbre. Saqué un control remoto pequeño de mi bolsillo y apunté hacia una pantalla gigante que habían instalado para mostrar un video de “nuestra historia de amor”.

La pantalla se encendió. Pero no aparecieron fotos de viajes. Apareció el video de seguridad de mi despacho. Se veía a Roberto y Valeria besándose apasionadamente sobre mi escritorio. El audio llenó la iglesia: “Cuando se muera, o cuando lo encerremos, todo será nuestro. Es un pobre diablo.” —era la voz de Valeria. “Solo firma los papeles y nos largamos a Mónaco, mi amor.” —respondía Roberto.

El horror en la iglesia era palpable. Los padres de Valeria se cubrían la cara. Los invitados sacaban sus celulares, grabando todo. La transmisión en vivo de la boda perfecta se había convertido en el reality show más escandaloso de México.

—¡Es mentira! ¡Es un montaje! —gritó Roberto, desesperado, mirando a todos lados. —No es montaje —dije—. Y tampoco lo es el intento de envenenamiento. O el fraude financiero que has estado cometiendo a mis espaldas, “socio”.

Hice una señal hacia la entrada. Cuatro agentes de la Policía de Investigación, que habían estado esperando en la sacristía, entraron marchando por el pasillo central. —Roberto Casas y Valeria Guzmán —dijo el comandante, mostrando una orden de aprehensión—. Quedan detenidos por intento de homicidio, fraude y conspiración.

Roberto intentó correr hacia una puerta lateral, pero mi chofer, Charly, le bloqueó el paso y lo empujó de vuelta hacia los policías. Lo esposaron contra el altar, sobre las flores blancas que ahora parecían una burla.

Valeria no corrió. Se quedó paralizada, llorando, pero no de arrepentimiento, sino de rabia por haber perdido. —Lo hiciste a propósito… —me escupió cuando los policías la tomaron de los brazos—. ¡Eres un monstruo! Me acerqué a ella, quedando cara a cara por última vez. —No, Valeria. Yo soy el hombre que te iba a dar el mundo. Tú eres la que eligió quedarse con nada.

CAPÍTULO 8: El Telón Cae

La salida de la iglesia fue un caos. Los paparazzi, que habían sido contratados por Valeria para documentar su “boda del año”, ahora se daban un festín fotografiándola esposada, con el rímel corrido, siendo metida a una patrulla de la Ciudad de México. Roberto iba en otra, gritando amenazas que nadie escuchaba.

Yo me quedé en las escalinatas de la iglesia, de pie. Mis piernas estaban cansadas, no por debilidad, sino por la tensión de haber contenido tanta furia durante meses.

Lupita salió de entre la multitud y me abrazó llorando. —Lo logramos, señor. Se hizo justicia. —Sí, Lupita. Se acabó.

Los días siguientes fueron una tormenta mediática. Todos los noticieros hablaban del “Caso Mondragón”. Los videos se hicieron virales en TikTok y Twitter. Me convertí en tendencia, no como la víctima, sino como el hombre que jugó ajedrez mientras sus enemigos jugaban a las damas chinas.

El proceso legal fue rápido con tanta evidencia. Los audios, los videos, las pruebas toxicológicas del “jugo” que guardé. Roberto y Valeria enfrentaban sentencias largas. El imperio que querían robar se convirtió en su celda.

Un mes después, regresé a mi penthouse. Se sentía diferente. Había mandado cambiar todos los muebles, quitar las alfombras, pintar las paredes. Quería borrar su rastro. Salí al balcón, el mismo donde meses atrás había decidido ponerlos a prueba. La ciudad brillaba bajo la noche, indiferente a nuestros dramas, inmensa y hermosa.

Me serví un whisky, esta vez con la certeza de que nadie lo había envenenado. Había perdido a mi prometida. Había perdido a mi mejor amigo. Había perdido la inocencia de creer que el amor es incondicional solo porque sí. Pero había ganado algo más importante: la verdad. Y había recuperado mi vida.

Miré mi reflejo en el cristal. Ya no veía al hombre cansado que buscaba la aprobación de una mujer superficial. Veía a un sobreviviente.

La riqueza puede comprar una boda de cuento de hadas, puede comprar el silencio de mucha gente y puede comprar las mejores medicinas. Pero nunca, jamás, podrá comprar la lealtad. Esa se regala, se cuida y, cuando se traiciona, se cobra muy caro.

Bebí un sorbo, sentí el calor del licor bajando por mi garganta y sonreí. Estaba solo, sí. Pero por primera vez en mucho tiempo, estaba libre. Y eso valía más que todos los millones del mundo.

FIN

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