MI MADRE BIOLÓGICA ME VENDIÓ AL NACER Y AHORA QUE SOY MILLONARIA POR LA HERENCIA DE MI ABUELA, REGRESÓ DE LAS SOMBRAS PARA QUITARME TODO: LA TRAICIÓN QUE DESTROZÓ A MI FAMILIA

{“aigc_info”:{“aigc_label_type”:0,”source_info”:”dreamina”},”data”:{“os”:”web”,”product”:”dreamina”,”exportType”:”generation”,”pictureId”:”0″},”trace_info”:{“originItemId”:”7579478103085305095″}}

PARTE 1: EL PRECIO DE LA SANGRE

Capítulo 1: El Sobre Amarillo

El reloj de pared marcaba las 11:03 de la mañana de un martes gris en la Ciudad de México, pero en mi casa el tiempo parecía haberse detenido hace tres semanas. Soy Ámbar Stevens, tengo 28 años y el luto se siente como una neblina pesada que no me deja respirar. Acababa de enterrar a Doña Dorotea, mi abuela, mi madre, mi todo. La mujer que me sostuvo en sus brazos cuando el mundo me soltó.

La casa en Coyoacán, esa casona vieja de muros gruesos y patio lleno de helechos, se sentía inmensa sin ella. Todavía podía oler su perfume de gardenias y el aroma a café de olla que siempre impregnaba la cocina. El funeral había sido íntimo, con tamales y atole, justo como ella lo pidió: “Nada de lloriqueos, mija, quiero que celebren que viví, no que morí”. Pero yo no podía celebrar. Sentía un agujero en el pecho tan grande que pensaba que el viento de la calle me atravesaba.

El timbre sonó, rompiendo el silencio sepulcral. Me sobresalté. Caminé arrastrando los pies hacia la puerta de madera maciza, esperando quizás otra corona de flores o algún vecino trayendo un tupper con comida que no iba a comer.

Pero no. Al abrir, me encontré con un notificador judicial. Un hombre de traje gris brillante por el uso, con cara de pocos amigos y una tabla con papeles.

—¿Señorita Ámbar Stevens? —preguntó sin mirarme a los ojos. —Soy yo. —Firme aquí. Notificación de demanda civil.

Mi estómago dio un vuelco. Firmé con la mano temblorosa, garabateando algo ilegible. Cerré la puerta y me recargué en ella, sintiendo el frío de la madera en mi espalda. Rompí el sobre amarillo con desesperación. ¿Deudas? Imposible. Mi abuela era la mujer más organizada del mundo; pagaba la luz tres días antes de que llegara el recibo.

Saqué los documentos y leí el encabezado. Mis rodillas fallaron y me deslicé hasta el suelo frío de loseta.

Demandante: Cinthia Monroe. Motivo: Reclamo de derechos sucesorios, nulidad parcial de testamento y compensación por daño moral. Monto demandado: $50,000,000.00 MXN (Cincuenta millones de pesos).

—¿Qué demonios? —susurré, y mi voz rebotó en el pasillo vacío.

Cinthia Monroe. Mi madre biológica. La mujer cuya cara solo había visto en una foto polaroid descolorida que mi abuela guardaba bajo llave. La mujer que, según la historia que me contaron mil veces, me entregó en el hospital civil a los tres días de nacida, firmó un papel y se fue a “perseguir sus sueños”.

—”Ella tenía sueños, mi niña”, me decía mi abuela mientras me trenzaba el cabello antes de ir a la primaria. “Sueños que no incluían cambiar pañales ni calentar mamilas”.

Y ahora, esos sueños incluían mi dinero. El dinero de Doña Dorotea.

Leí de nuevo, sintiendo cómo la bilis me subía por la garganta. Reclamaba la mitad de la herencia. La mitad de todo lo que mi abuela se partió el lomo construyendo durante 50 años. Decía que tenía “derechos biológicos inalienables” y que había sufrido un “trauma severo” por la separación.

¿Trauma? ¿Ella? Yo no había sabido nada de ella en 28 años. Ni una tarjeta de cumpleaños, ni una llamada en Navidad, ni una señal de humo. Nada. Y ahora que mi abuela estaba bajo tierra y su testamento era público, Cinthia aparecía como un buitre oliendo la carne fresca.

Mi celular vibró en mi bolsillo, sacándome del trance. Era un número desconocido con lada de la ciudad. No contesté. Segundos después, entró un mensaje de texto.

“Ámbar, soy tu madre. Tenemos que hablar antes de que esto se ponga feo. Sé que estás dolida, pero necesitas entender mi versión. Llámame.”

“Tu madre”. La audacia de esas dos palabras me hizo hervir la sangre. Sentí un calor repentino, una furia que desplazó a la tristeza por primera vez en tres semanas. Bloqueé el número sin pensarlo dos veces.

Necesitaba ayuda. Marqué el número de Tania, mi mejor amiga, mi hermana del alma.

—¿Bueno? —contestó ella con voz adormilada. —Tania, ¿estás sentada? —pregunté, mi voz quebrándose. —Ámbar, ¿qué pasa? Suenas fatal. ¿Estás bien? —Mi madre biológica… Cinthia… me está demandando. Quiere la mitad de la herencia de la abuela. Quiere 50 millones de pesos.

Hubo un silencio largo al otro lado de la línea. —¿Que esa perra hizo qué? —gritó Tania, tan fuerte que tuve que alejar el teléfono de mi oreja—. Voy para allá. Pon a calentar café. Esto es la guerra.

Esa noche no pude dormir. Cada vez que cerraba los ojos, veía los números. 50 millones. Mi abuela no era rica de cuna. Ella llegó a la Ciudad de México desde un pueblo perdido en Michoacán sin nada más que una maleta de cartón. Trabajó limpiando casas, vendiendo tamales, ahorrando cada peso debajo del colchón.

Empezó a comprar vecindades ruinosas en la Colonia Roma y la Doctores en los años 70 y 80, cuando nadie quería vivir ahí después del temblor. Vivió modestamente en esta misma casa de Coyoacán por 50 años, manejando su viejo Grand Marquis 1998 hasta que el motor dijo basta.

—”Riqueza generacional, mija”, me decía siempre, señalando sus edificios viejos en los mapas. “Esto no es para mí, es para ti. Para que tú no tengas que fregar pisos como yo”.

La ironía era cruel. La generación para la que ella construyó todo esto ni siquiera llevaba su sangre. Y ahora, la mujer que me dio la sangre quería robarse el sudor de mi abuela.

Capítulo 2: Los Papeles del Olvido

A las 6:00 a.m., el sol apenas comenzaba a pintar de naranja el cielo sobre los volcanes, pero yo ya estaba sentada en la mesa del comedor, rodeada de álbumes de fotos y cajas de documentos. Tania había llegado la noche anterior con tacos al pastor y una botella de tequila, lista para la batalla estratégica, pero se había quedado dormida en el sofá.

Yo necesitaba respuestas. Mi abuela era meticulosa, casi obsesiva con el orden. Si había algo sobre Cinthia, estaría en su despacho.

Entré a esa habitación sagrada. El despacho de Doña Dorotea era un santuario. Un escritorio de caoba inmenso, una calculadora de cinta que sonaba como metralleta y archivadores metálicos que guardaban la historia de su imperio.

Abrí el cajón etiquetado como “PERSONAL / FAMILIA”. Mis manos temblaban mientras sacaba una carpeta manila con mi nombre escrito en la caligrafía perfecta y cursiva de mi abuela: Ámbar – Importante.

Ahí estaba. Mi historia en papel. El certificado de adopción, firmado cuando yo tenía 6 meses. La firma de Cinthia era un garabato apresurado, hecho con pluma corriente, apenas legible. En los márgenes, alguien, probablemente una trabajadora social del DIF, había anotado con pluma roja: “Madre biológica rechaza derechos de visita. Solicita corte total. ‘Borrón y cuenta nueva'”.

Esas palabras se sintieron como ácido en mis ojos. “Borrón y cuenta nueva”. Como si yo fuera un error contable en su libro de vida.

Seguí buscando. Encontré mis boletas de calificaciones de la primaria, mi certificado de natación, una tarjeta del Día de las Madres que le hice a la abuela en tercer grado con sopa de coditos pegada. Y luego, al fondo de la carpeta, encontré algo que no esperaba.

Un sobre blanco, sellado, que decía: “Para Ámbar, leer solo si es necesario”.

Mi corazón latía tan fuerte que lo escuchaba en mis oídos. Rasgué el sobre. Adentro había tres cartas, todas dirigidas a la Sra. Dorotea Stevens. Todas firmadas por Cinthia Monroe. Las fechas eran de 1997, 1998 y 2003.

Mis manos sudaban frío mientras desdoblaba la primera carta, fechada meses después de mi adopción.

“Señora Stevens: Cometí un error. Quiero ver a la niña. Ya conseguí trabajo en una estética y estoy rentando un cuarto en Iztapalapa. Ya no estoy con él. Por favor, déjeme verla. Es mi hija.”

La segunda carta, un año después, era más agresiva. “No puede escondérmela para siempre. Voy a buscar un abogado. Usted se aprovechó de que yo era una niña asustada. Ámbar es mía.”

La tercera carta, de 2003, cuando yo tenía 6 años, destilaba veneno. “Quédese con ella, vieja bruja. Pero no crea que se me olvida. La sangre es la sangre. Un día ella sabrá que usted me la robó. Y cuando ella tenga dinero, o usted se muera, voy a regresar por lo que me toca.”

Se me cortó la respiración. Mi abuela nunca me mencionó estas cartas. Nunca me dijo que Cinthia había intentado volver, ni mucho menos que la había amenazado. Siempre me pintó la imagen de una madre que simplemente se fue.

Había una nota adhesiva amarilla pegada a la última carta, con la letra de mi abuela: “Llamé al Licenciado Valladares. Cinthia vino a la casa borracha y gritando. Se puso una orden de restricción en 2004. Guardar esto por seguridad de Ámbar.”

—Dios mío… —susurré.

Tania entró a la cocina, tallándose los ojos y con el cabello revuelto. —¿Qué encontraste, amiga? Pareces que viste un fantasma.

Le pasé las cartas sin decir palabra. Tania las leyó rápido, sus ojos abriéndose más con cada línea. —Esto no es una demanda, Ámbar —dijo Tania, dejando los papeles sobre la mesa con asco—. Esto es un secuestro. Ha estado esperando 20 años a que tu abuela muriera para cobrarte.

—Necesito un abogado —dije, sintiendo cómo la determinación reemplazaba al miedo—. Pero no cualquiera. Necesito al mejor tiburón de la ciudad.

—¿Cuánto dinero líquido tienes? —preguntó Tania, siempre pragmática.

Hice cuentas mentales rápidas. Los gastos del hospital privado en las últimas semanas de la abuela, el funeral de lujo que le di, los impuestos prediales… —Quizás unos 50 mil pesos en la cuenta corriente. La herencia está congelada en el juicio sucesorio.

Tania hizo una mueca. —50 mil no te alcanza ni para el saludo de un buen abogado penalista, amiga. Pero… —sus ojos brillaron—, la abuela Dorotea tenía amigos. Amigos poderosos de la vieja guardia. ¿Te acuerdas del Licenciado Valladares? ¿El que menciona la nota?

—¿El viejo Valladares? Debe tener como 80 años.

—Su hijo no. Shan Valladares. Ahora lleva el despacho. Está en Polanco. Vamos a verlo.

Esa misma tarde, manejé el viejo Grand Marquis de la abuela hacia Polanco. El coche flotaba sobre los baches como un barco. Tania iba de copiloto, revisando mi maquillaje. —Tienes que verte fuerte, Ámbar. No como la nieta huérfana, sino como la dueña del imperio.

El despacho de Valladares & Asociados estaba en un edificio de cristal en Campos Elíseos. Mármol en los pisos, aire acondicionado que olía a dinero y una recepcionista que parecía modelo.

—Señorita Stevens —dijo una voz grave a mis espaldas.

Me giré. Shan Valladares era un hombre de unos 50 años, con sienes plateadas y un traje que costaba más que mi coche. Tenía la mirada de alguien que desayuna problemas legales y cena victorias.

—Licenciado Valladares —le estreché la mano. —Pasa a mi oficina. Tu abuela era una gran mujer. Una leyenda en el sector inmobiliario. Lamento tu pérdida.

Nos sentamos frente a su escritorio masivo con vista al Bosque de Chapultepec. Le entregué la demanda sin preámbulos. Él la leyó en silencio, su mandíbula apretándose cada vez más.

—Increíble —murmuró—. Cinthia Monroe. Me acuerdo de ella. Yo era pasante cuando mi padre tramitó la orden de restricción en 2004.

—¿Usted sabía? —Sí. Tu abuela nos pagó para mantenerla lejos. Cinthia era… problemática. Drogas, malas compañías. Pero esto… —golpeó el papel con el dedo índice—, esto es basura legal.

—¿Entonces no puede ganar? —pregunté, sintiendo un rayo de esperanza.

Shan se quitó los lentes y me miró fijamente. —Legalmente, no tiene caso. Ella renunció a la patria potestad. En México, una vez que se firma la adopción plena, el vínculo jurídico se rompe totalmente. Ella es, ante la ley, una extraña para ti.

Suspiré aliviada. —Pero… —añadió Shan, y mi alivio se evaporó—, el sistema judicial en México es lento, Ámbar. Y corruptible si no se vigila. Ella puede meter amparos, apelaciones, recursos… Puede congelar las cuentas y las propiedades durante años. Su estrategia no es ganar el juicio. Su estrategia es asfixiarte financieramente hasta que te desesperes y le des dinero para que se largue.

—Es un chantaje —dijo Tania.

—Exacto. Es una extorsión disfrazada de demanda civil. Y defenderte de esto va a costar dinero.

—¿Cuánto? —pregunté con un hilo de voz.

—Para llevar esto hasta las últimas consecuencias, con peritos, investigación y defensa… calcula entre 800 mil y un millón de pesos en honorarios y gastos a lo largo del proceso.

Sentí que el piso se abría bajo mis pies. —No tengo ese dinero. Todo está en las propiedades que ella congeló.

Shan se recargó en su silla, entrelazando los dedos. —Lo sé. Y ella también lo sabe. Alguien la está asesorando, alguien que conoce bien dónde duele. Ámbar, voy a ser honesto. Tienes dos opciones: negociar y darle algo para que se vaya, o pelear con todo y arriesgarte a perder liquidez hasta quedarte en la calle mientras dura el juicio.

Pensé en mi abuela. En cómo se levantaba a las 4 de la mañana para hacer los tamales. En cómo regateaba con los albañiles. En cómo defendió cada metro cuadrado de su patrimonio como una leona. ¿Ella le daría dinero a la mujer que me tiró a la basura?

Jamás.

Me puse de pie, sintiendo una fuerza nueva, una herencia invisible que no se mide en pesos. —No voy a negociar con terroristas, Licenciado. No le voy a dar ni un centavo de lo que mi abuela trabajó. Vamos a pelear. Y no solo me voy a defender… la voy a destruir en la corte.

Shan sonrió por primera vez. Una sonrisa depredadora. —Esa es la nieta de Dorotea Stevens. Bien. Si vamos a la guerra, necesitamos municiones. Y creo que sé dónde encontrarlas, pero no te va a gustar lo que vamos a descubrir.

—¿A qué se refiere?

—A tu padre.

—Mi padre murió en un accidente antes de que yo naciera. Eso me dijo la abuela.

Shan negó lentamente con la cabeza. —Tu abuela te protegió de muchas verdades, Ámbar. Tu padre, Shawn Stevens, hijo de Dorotea… su historia es la clave de todo esto. Y Cinthia lo sabe.

En ese momento supe que la caja de Pandora apenas se estaba abriendo. Lo que venía no era solo un juicio por dinero. Iba a ser una disección pública de mi propia identidad.

PARTE 2: LA VERDAD ENTERRADA

Capítulo 3: El Fantasma de Santiago

Salí del despacho del Licenciado Valladares con la cabeza dándome vueltas. Las luces de la Ciudad de México parpadeaban a mi alrededor mientras el tráfico de Reforma me mantenía prisionera en el coche, pero mi mente estaba en otro lado.

“Tu padre es la clave”.

Llegué a la casa de Coyoacán y sentí que entraba a un museo de secretos. Mi abuela, Doña Dorotea, siempre fue un libro abierto sobre sus negocios, sus recetas y sus opiniones políticas, pero sobre mi origen, siempre fue una tumba.

—”Tu papá se fue antes de que nacieras, mija. Y tu mamá… ella no estaba lista”.

Esa era la versión oficial. Corta. Sin dolor. Pero Shan Valladares había encendido una mecha que yo no podía apagar.

Esa noche, volví al despacho de la abuela. Esta vez no busqué papeles legales, busqué recuerdos. En el fondo del archivero, detrás de las facturas de 1990, encontré una caja de zapatos vieja, forrada con papel de regalo navideño descolorido. Tenía escrito un nombre con marcador negro: “SANTIAGO”.

Mis manos temblaban al abrirla. Lo primero que vi fue una foto de graduación de preparatoria, fechada en 1995. El chico de la foto tenía mi nariz. Tenía mis ojos. Y tenía esa sonrisa ladeada que veo en el espejo todas las mañanas.

Detrás de la foto, el golpe de realidad: Un acta de defunción. Santiago Antonio Stevens. Fallecido el 14 de febrero de 1997. Edad: 19 años. Causa: Accidente automovilístico en la Autopista México-Cuernavaca.

Hice cuentas mentales. Yo nací en enero de 1997. Él murió cuando yo tenía apenas un mes de nacida.

—Papá… —susurré, tocando el papel frío.

Mi abuela nunca me dijo que él murió después de que yo naciera. Siempre asumí que murió antes, o que simplemente se había esfumado. Pero lo más impactante no fue eso. Fue darme cuenta de que Santiago Stevens era hijo de Dorotea Stevens.

Me quedé helada. Siempre creí que Dorotea era mi “abuela adoptiva” en el sentido más estricto; una mujer que me adoptó del sistema o de un trato privado. Pero no. Dorotea era mi abuela biológica paterna.

Me había adoptado legalmente para quitarle los derechos a Cinthia, pero la sangre de Dorotea corría por mis venas todo este tiempo. ¿Por qué ocultármelo? ¿Por qué hacerme creer que no teníamos lazo de sangre?

Seguí escarbando en la caja. Encontré un diario pequeño de piel sintética. Era la letra de mi abuela, pero más joven, más angustiada.

Marzo de 1996: “Santiago me contó hoy sobre el embarazo. Está aterrorizado, es solo un niño, pero quiere hacerse cargo. Dice que ama a Cinthia, que se quiere casar. Le dije que están locos, que no tienen dónde caerse muertos. Cinthia me gritó. Tiene esa mirada salvaje, la misma que tenía el padre de Santiago antes de que el alcohol se lo llevara. Esa chica no está bien. Veo sus pupilas dilatadas. Huele a problemas.”

Agosto de 1996: “Santiago rompió con Cinthia. Dice que ella está usando ‘piedra’ otra vez. Que desaparece por días. Faltan tres semanas para que nazca la bebé. Mi hijo está destrozado. No sabe qué hacer.”

2 de Enero de 1997 (El día de mi nacimiento): “Cinthia trajo a la niña. Tres días de nacida. Dijo que no puede. Que la niña llora mucho y ella necesita dormir. Me pidió dinero. Le dije que no le daría ni un peso para drogas, pero que me quedaría con la niña. Santiago está feliz, pero tengo miedo. Cinthia no me miró a los ojos cuando firmó los papeles del hospital. Solo miraba mi bolsa.”

Cerré el diario de golpe. Las lágrimas me quemaban las mejillas. No fue un abandono poético de una madre joven que buscaba sueños. Fue una transacción. Fue una huida. Y mi padre… mi padre murió un mes después, probablemente con el corazón roto.

Mi celular vibró de nuevo. Era el mismo número. Cinthia. La rabia me invadió. Una rabia caliente, volcánica. Valladares me había dicho: “No hables con ella. Todo lo que digas puede ser usado en tu contra”.

Pero yo necesitaba verla. Necesitaba ver a la mujer que destruyó a mi padre y extorsionó a mi abuela.

Le mandé un mensaje: “Mañana a las 2:00 PM. Starbucks de Plaza Reforma 222. Si llegas tarde, me voy.”

Al día siguiente, llegué 15 minutos antes. Pedí un té verde que no pensaba tomarme y me senté en una mesa del fondo, vigilando la entrada como un halcón. Cinthia entró a las 2:00 en punto.

La reconocí al instante, no por la foto, sino porque era como verme en un espejo distorsionado del futuro. Tenía mis pómulos, mi altura. Pero su rostro estaba duro, marcado por líneas profundas de amargura y excesos. Vestía ropa de marca, pero se notaba que era de temporadas pasadas o imitaciones; intentaba proyectar una riqueza que claramente no tenía.

Se sentó frente a mí, dejando un bolso Michael Kors sobre la mesa con un golpe seco. —Ámbar —dijo, con una voz rasposa de fumadora—. Eres preciosa. Te pareces tanto a mi mamá.

—No te atrevas —le corté, mi voz sonó más fría de lo que esperaba—. No juegues a la familia feliz. ¿Por qué me estás demandando?

Cinthia suspiró, un gesto teatral. —Sé que estás enojada. Lo entiendo. Pero tienes que entender mi posición. Yo tenía 18 años, Ámbar. Estaba sola. Tu padre, ese cobarde… él me dejó sola.

—Leí el diario de la abuela —mentí, quería ver su reacción—. Sé que Santiago quería casarse contigo. Sé que tú eras la que andaba en la fiesta mientras él intentaba trabajar.

Los ojos de Cinthia se oscurecieron. La máscara de madre dolida cayó por un segundo. —Dorotea te llenó la cabeza de basura. Esa vieja siempre me odió. Ella pensaba que yo no era suficiente para su “bebé de oro”.

—Ella me crio. Ella me amó. Tú me vendiste.

—¡Yo no te vendí! —gritó, y un par de personas en las mesas cercanas voltearon a vernos—. ¡Yo hice lo mejor para ti! ¿Crees que quería darte? No tenía dinero, no tenía casa. Dorotea tenía todo. Era lo justo.

Se inclinó sobre la mesa, bajando la voz a un susurro sibilante. —Y hablando de lo justo… ese dinero, esos 50 millones… no son solo tuyos. Dorotea era la madre de mi novio. Si Santiago no se hubiera muerto en ese accidente, yo habría sido su esposa. Esa herencia habría sido mía por ley.

Ahí estaba. La verdad desnuda y fea. —Esto no es sobre mí —dije, sintiendo asco—. Ni siquiera es sobre ser mi madre. Es sobre el dinero que crees que perdiste hace 20 años porque mi papá se murió y no pudiste casarte con él.

—Yo te parí —siseó ella, señalándome con un dedo de uña acrílica larga—. Eso cuenta. Mi cuerpo se rompió para que tú vivieras. Y ahora tú vives como reina en esa mansión mientras yo tengo deudas hasta el cuello. Merezco mi parte.

Me puse de pie. Mis piernas temblaban, pero me obligué a mantenerme firme. —No mereces nada. Ni mi dinero, ni mi tiempo, ni mi apellido. Nos vemos en la corte, Cinthia. Y prepárate, porque no voy a tener la piedad que tuvo mi abuela.

Salí del café sin mirar atrás, pero sentía su mirada clavada en mi nuca como un cuchillo.

Capítulo 4: La Declaración

La guerra legal comenzó dos semanas después. El ambiente en la sala de juntas del despacho de Valladares era gélido. Era el día de la deposición, el interrogatorio previo al juicio donde todo queda grabado.

Cinthia llegó acompañada de su abogado, un tal Licenciado Treviño. Era un tipo bajito, con traje brilloso y una sonrisa de tiburón que no le llegaba a los ojos. Se especializaba en “derecho familiar”, que en su caso significaba exprimir herencias.

Nos sentamos en una mesa larga de caoba. Una estenógrafa estaba lista para transcribir cada palabra. Shan Valladares se sentó a mi lado, irradiando una calma peligrosa.

—Comencemos —dijo Treviño, abriendo su carpeta—. Señora Monroe, describa para el registro su relación con la demandada, la señorita Ámbar Stevens.

Cinthia se aclaró la garganta. Había venido vestida de manera más conservadora, con un suéter pastel y poco maquillaje. Estaba actuando el papel de su vida.

—Di a luz a Ámbar el 2 de enero de 1997 —empezó, con voz temblorosa y ensayada—. Fue el día más feliz y triste de mi vida. Yo era muy joven, pobre, víctima de las circunstancias. Tomé la decisión imposible de dejarla con su abuela paterna, Dorotea, porque quería que tuviera una vida mejor.

Quise gritar. Shan me apretó la mano por debajo de la mesa para que me callara.

—¿Y después de la adopción? —preguntó Treviño.

—Traté de buscarla —dijo Cinthia, y una lágrima solitaria rodó por su mejilla—. Mandé cartas. Llamé. Pero Dorotea me bloqueó todo. Me amenazó. Me dijo que si me acercaba llamaría a la policía. Ella envenenó a mi hija en mi contra. Me robó la oportunidad de ser madre.

—Eso es mentira —solté. No pude contenerme.

Treviño sonrió. —Licenciado Valladares, controle a su clienta.

—Mi clienta hablará en su turno —dijo Shan con voz suave—. Continúe.

Treviño siguió guiando a Cinthia a través de una historia de telenovela donde ella era la mártir y mi abuela la villana rica y cruel. Cuando terminaron, Cinthia se limpió los ojos con un pañuelo de papel, mirando a la cámara con dolor fingido.

—Su turno, Licenciado Valladares —dijo Treviño con arrogancia.

Shan se puso de pie, abrochándose el botón del saco. No miró sus notas. Miró directamente a Cinthia.

—Señora Monroe, usted afirma que la señora Dorotea Stevens le impidió ver a su hija. ¿Es correcto? —Sí. Totalmente.

—¿Y usted afirma que intentó contactarla por todos los medios legales? —No tenía dinero para abogados. Ella lo sabía.

—Ya veo. —Shan sacó un documento de su maletín—. Señora Monroe, ¿reconoce esto?

Deslizó sobre la mesa el reporte policial de 2004. —Es el reporte de la policía delegacional de Coyoacán. Dice aquí que usted se presentó en el domicilio de la señora Stevens a las 3:00 AM, en estado de ebriedad, rompió una ventana con una piedra y gritó… cito textualmente: “Demen dinero o quemo la casa con la niña adentro”.

La cara de Cinthia palideció. —Eso… eso está sacado de contexto. Yo estaba alterada. Estaba pasando por un duelo.

—¿Un duelo que duró siete años después de dar a luz? —preguntó Shan, implacable—. Curiosa forma de mostrar amor maternal. Amenazar con quemar a su hija.

—¡Yo nunca le haría daño!

—Hablemos de dinero, Cinthia —intervine yo, poniéndome de pie. Treviño intentó protestar, pero Shan lo detuvo con un gesto—. Dijiste que querías ser mi madre. Que te robaron esa oportunidad.

—Así fue —respondió ella, desafiante.

—Bien. Hablemos de ser madre —mi voz temblaba, pero ya no de miedo, sino de adrenalina—. Hablemos de cuando me dio varicela a los siete años y la abuela Dorotea se quedó tres noches sin dormir poniéndome pomada y contándome cuentos. Hablemos de cuando me rompí el brazo en la primaria y ella vendió sus joyas para pagar el mejor ortopedista.

Me incliné sobre la mesa, mirándola a los ojos. —Hablemos de cada festival del Día de las Madres donde yo era la única niña que le llevaba flores a su abuela, mientras tú estabas… ¿dónde estabas, Cinthia?

—¡Estaba construyendo mi vida! —gritó ella, perdiendo la compostura—. ¡Estaba tratando de sobrevivir!

—¿Sobrevivir? —Me reí, una risa seca—. Llevas 28 años “sobreviviendo” y ahora vienes a decir que te mereces 50 millones de pesos por el trabajo que hizo otra mujer. Mi abuela me enseñó a trabajar. Me enseñó el valor del dinero. ¿Tú qué me has enseñado? ¿A extorsionar?

—Licenciado, esto es acoso —dijo Treviño, cerrando su carpeta.

—No, esto es la verdad —dijo Shan—. Y tengo una pregunta más para la señora Monroe.

Shan sacó otro papel. Este era diferente. Tenía sellos de otro estado.

—Señora Monroe, usted declaró bajo juramento al inicio de esta sesión que Ámbar Stevens es su única hija. ¿Correcto? —Sí —dijo ella, dudando por primera vez.

Shan deslizó el documento lentamente. —Entonces, ¿quién es Kevin Gael Monroe, nacido en 2001 en el Estado de México y entregado al sistema DIF para adopción tres meses después?

El silencio en la sala fue absoluto. Se podía escuchar el zumbido del aire acondicionado. Cinthia se quedó congelada, con la boca entreabierta. Sus ojos iban del papel a Shan, y luego a mí.

—Yo… —balbuceó.

—Tiene otro hijo —susurré, sintiendo un golpe en el estómago—. Abandonaste a otro.

—¡No lo abandoné! —chilló ella, histérica—. ¡No podía tenerlo! ¡Ustedes no saben lo que es vivir en la calle!

—Sabemos que mintió bajo juramento —dijo Shan, frío como el hielo—. Y sabemos que su patrón de conducta no es el de una madre dolida, sino el de una persona que usa a sus hijos como moneda de cambio o estorbo.

Treviño agarró a Cinthia del brazo. —Esta deposición ha terminado. Nos vamos.

Salieron de la sala casi corriendo. Cinthia no me miró al salir. Iba llorando, pero esta vez, sabía que sus lágrimas no eran de actuación. Eran de miedo.

Me dejé caer en la silla, exhausta. —¿Tiene otro hijo? —le pregunté a Shan.

—Lo encontramos ayer —dijo él—. Un investigador privado. Al parecer, Kevin fue adoptado por una familia en Querétaro. Él no sabe nada de esto.

—Dios mío… —Me tapé la cara con las manos.

Pensé que habíamos ganado. Pensé que con esto ella se retiraría, avergonzada. Pero subestimé la desesperación de Cinthia. Y subestimé lo peligroso que es un animal acorralado.

Esa noche, mientras intentaba cenar con Tania, escuchamos un ruido afuera de la casa. Sirenas. Muchas sirenas. Y luego, el olor a humo.

Corrí a la ventana. El viejo Grand Marquis de mi abuela, estacionado frente a la casa, estaba envuelto en llamas.

PARTE 3: LA CAJA DE PANDORA

Capítulo 5: Cenizas en la Banqueta

El olor a hule quemado y gasolina se te mete hasta en los huesos. Es un olor que no se olvida. Estaba parada en la banqueta de mi calle en Coyoacán, envuelta en una cobija que Tania me había puesto sobre los hombros, viendo cómo los bomberos terminaban de ahogar las llamas que consumían lo que quedaba del Grand Marquis de mi abuela.

Ese coche era una reliquia. Un tanque de guerra de 1998 color vino. Mi abuela lo amaba. Decía que “ya no los hacen así de fuertes”. Irónicamente, el fuego demostró que nada es indestructible.

—Fue provocado —dijo un policía de la Secretaría de Seguridad Ciudadana, guardando una libreta en su chaleco—. Encontraron estopa con solvente en la llanta trasera. ¿Tiene enemigos, señorita?

Solté una risa nerviosa, al borde de la histeria. —Solo mi madre —murmuré.

Tania estaba furiosa, gritándole a otro oficial que exigía revisar las cámaras del C5. Pero yo sabía quién había sido. No necesitaba un video borroso para saber que esto era obra de la desesperación de Cinthia. El mensaje era claro: Si no me das el dinero, voy a quemar todo lo que amas.

A la mañana siguiente, el Licenciado Shan Valladares llegó a mi casa antes que el sol. Vio el esqueleto calcinado del coche en la calle y su cara se endureció.

—Esto ya no es civil, Ámbar. Esto es penal. Daño en propiedad ajena, intimidación… podríamos intentar tentativa de homicidio si probamos que sabía que estabas cerca.

Estábamos en la cocina tomando café negro. Yo no había dormido. —Ella está loca, Shan. Primero me demanda, luego miente en la deposición sobre mi hermano, ¿y ahora esto? ¿Qué sigue? ¿Va a venir por mí?

—No si la metemos a la cárcel antes —dijo Shan, revisando su celular—. Pero necesitamos vincularla directamente. Cinthia no es tonta, seguramente pagó a algún drogadicto de la zona para que prendiera el fuego. Ella no se va a ensuciar las manos.

Mi celular sonó. Era un número local, pero no lo tenía guardado. Mi corazón saltó. ¿Otra amenaza? ¿Cinthia burlándose de mi coche quemado?

Contesté con el altavoz activado. Shan me hizo señas para que grabara la llamada. —¿Bueno? —dije, tratando de sonar firme.

—¿Ámbar? —Era una voz de mujer, pero no era la voz rasposa y agresiva de Cinthia. Era una voz mayor, cansada, suave. —Sí, soy yo. ¿Quién habla?

Hubo una pausa larga, solo se escuchaba una respiración agitada al otro lado. —Me llamo Patricia Monroe. Soy… soy la madre de Cinthia. Tu abuela.

Casi se me cae el teléfono. Tania, que estaba friendo huevos, se quedó con la espátula en el aire. Shan se inclinó hacia el teléfono, los ojos muy abiertos.

—Señora… yo no sabía que usted existía. Cinthia dijo que usted la había corrido de la casa. Que era una mala madre.

—Cinthia dice muchas cosas —respondió Patricia, y su voz se quebró—. Vi las noticias. Vi lo del coche en el noticiero de la mañana. Reconocí la casa. Ámbar, mi hija es capaz de cualquier cosa por dinero. Tienes que protegerte.

—¿Por qué me llama ahora? —pregunté, sintiendo una mezcla de desconfianza y curiosidad. Han pasado 28 años.

—Porque ya no puedo callar más. He vivido con la vergüenza de lo que hizo mi hija toda mi vida. Pero ver que está atacando a su propia sangre… eso no lo voy a permitir. Tengo cosas que necesitas ver. Cosas que Dorotea sabía, pero que se llevó a la tumba.

—¿Qué cosas?

—La verdad de por qué te entregó. No fue por amor, mi niña. Y tengo las pruebas.

Acordamos vernos esa misma tarde. Ella vivía en una unidad habitacional en Iztacalco, lejos del glamour de Polanco y de la historia de Coyoacán. Shan insistió en acompañarme. “No vas a ir sola a la boca del lobo”, dijo.

El viaje hacia el oriente de la ciudad fue silencioso. Yo iba pensando en la palabra “abuela”. Para mí, abuela solo había una: Doña Dorotea, con sus manos oliendo a masa y sus refranes sabios. ¿Quién era esta Patricia? ¿Era cómplice? ¿Era víctima?

Llegamos a los edificios de ladrillo rojo. Había ropa tendida en las ventanas y niños jugando fútbol en el estacionamiento. Subimos tres pisos por unas escaleras estrechas.

La puerta se abrió antes de que tocáramos. Patricia era una mujer bajita, con el cabello completamente blanco recogido en un chongo y un delantal de cuadros. Sus ojos… sus ojos eran los míos. Eran los ojos de Cinthia, pero sin la maldad. Estaban llenos de una tristeza infinita.

—Pásale, mija —me dijo, abriendo los brazos pero sin atreverse a tocarme—. Licenciado, bienvenido. Perdonen el desorden.

El departamento era minúsculo pero impecable. Había un altar a la Virgen de Guadalupe en la esquina con veladoras encendidas. Y fotos. Muchas fotos. Me acerqué a la repisa. Había fotos de una Cinthia adolescente, sonriendo, antes de que las drogas le chuparan la vida. Y en el centro, en un marco dorado, una foto mía de bebé. La única que debió haber tenido.

—He rezado por ti todos los días durante 28 años —dijo Patricia, sirviéndonos té de canela—. Le pedía a la Virgencita que Dorotea te cuidara bien. Y veo que lo hizo. Eres una mujer de bien.

—¿Por qué nunca me buscó? —pregunté, sentándome en el sofá cubierto de plástico.

—Dorotea me lo prohibió. Y tenía razón. Si yo me acercaba, Cinthia se enteraría. Y si Cinthia sabía dónde estabas… iba a usarte para sacar dinero. Yo era el eslabón débil. Tuve que sacrificarme para que estuvieras a salvo.

Shan sacó su libreta. —Señora Patricia, usted mencionó pruebas. ¿A qué se refiere?

Patricia se levantó y fue a su recámara. Regresó con una caja de cartón vieja, de esas de archivo muerto. La puso sobre la mesa de centro como si pesara una tonelada.

—Cinthia le ha dicho al juez que te dio en adopción por amor, ¿verdad? Que era joven y pobre.

—Sí —asentí—. Dijo que quería que tuviera una mejor vida.

Patricia negó con la cabeza, con amargura. —Cinthia no te dio por amor. Cinthia intentó venderte.

Capítulo 6: El Precio de una Vida

La frase quedó flotando en el aire viciado del departamento. Cinthia intentó venderte.

—¿Cómo? —mi voz apenas era un susurro.

Patricia abrió la caja. El olor a papel viejo inundó la sala. Empezó a sacar documentos, cuadernos y recortes.

—Cuando Cinthia quedó embarazada, yo le rogué que dejara las drogas. Le dije que yo le ayudaba a criar al bebé. Que aquí cabíamos todos. Pero ella quería dinero. Quería irse al norte, o comprar más “piedra”. Cuando tú naciste, ella no te veía como una hija. Te veía como un cheque.

Patricia me extendió una hoja de cuaderno arrancada. Era una carta manuscrita con la letra inconfundible de Cinthia, fechada en enero de 1997.

“Señora Dorotea: Ya nació la escuincla. Si la quiere, le cuesta 50 mil pesos. Si no me da el dinero para el viernes, se la regalo a cualquiera o la dejo en una iglesia. Usted decide. Quiero el dinero en efectivo.”

Sentí náuseas. Leí la nota dos veces, tres veces. “La escuincla”. “50 mil pesos”. Mi propia madre me había puesto precio como si fuera un mueble usado.

—Dorotea estaba horrorizada —continuó Patricia, con lágrimas en los ojos—. Vino a verme a mí primero. Me preguntó si yo podía hacerme cargo. Le dije que no tenía dinero, que Cinthia me golpeaba para quitarme la pensión. Dorotea tomó la decisión ese día.

Shan tomó la carta con cuidado, como si fuera evidencia de un crimen, que de hecho lo era. —Esto cambia todo —dijo Shan—. Esto prueba premeditación y tráfico de menores, aunque no se haya consumado la venta como tal, prueba que la adopción fue una medida de protección extrema.

—Hay más —dijo Patricia, sacando más papeles—. Aquí están las denuncias que yo misma le puse a mi hija. Robo a casa habitación. Agresiones. Y esto…

Sacó un acta de nacimiento original y un acta de defunción. —Kevin no fue el único —dijo Patricia bajando la voz—. Hubo otro bebé. Antes que tú. En 1995.

Miré el papel. Ángel Monroe. Fallecido a los 4 meses de edad. Causa: Desnutrición severa y negligencia.

Me tapé la boca para no gritar. Un hermano mayor. Muerto de hambre. —Ella lo dejaba solo para irse de fiesta —sollozó Patricia—. Cuando regresó, el niño ya no respiraba. La policía no pudo probar nada porque dijeron que fue “muerte de cuna”, pero yo sé la verdad. Yo sé que ella lo dejó morir. Por eso, cuando tú naciste, yo avisé a Dorotea. Le dije: “Sáquela de ahí antes de que la mate también”.

Me levanté y abracé a Patricia. Las dos lloramos en esa sala pequeña. Lloré por el hermano que no conocí, por el hermano que fue adoptado lejos, y por la niña que fui, que se salvó de milagro gracias a dos abuelas que, a su manera, hicieron lo imposible.

—Esto destruye su carácter moral ante cualquier juez —dijo Shan, su voz temblando ligeramente. Incluso él, un abogado curtido, estaba impactado—. Señora Patricia, ¿estaría dispuesta a testificar esto en la corte? ¿A declarar contra su propia hija?

Patricia se limpió las lágrimas con el delantal. Se enderezó, y vi en ella la misma fuerza que tenía Doña Dorotea. —Esa mujer dejó de ser mi hija el día que dejó morir a Ángel. Si tengo que sentarme ahí para que deje de hacerle daño a Ámbar, lo haré. Ya he callado demasiado tiempo.

Salimos de ahí con la caja de pruebas. Era dinamita pura. Mientras manejábamos de regreso, Shan iba haciendo llamadas.

—Quiero peritos caligráficos para autenticar la carta de extorsión mañana mismo. Quiero certificar las actas de defunción y las denuncias penales. Vamos a pedir una audiencia de emergencia.

—Shan —dije, mirando por la ventana cómo la ciudad pasaba rápido—. Ella va a ir a la cárcel, ¿verdad?

—Por la quema del coche, es probable. Pero con esto… con esto nos aseguramos de que nunca vea un peso de la herencia. Y más importante, nos aseguramos de que nadie más sea su víctima.

Llegamos a mi casa. Tania estaba esperándome con un bat de béisbol en la sala, paranoica por el incendio. Le contamos todo. Tania, que usualmente tiene un comentario sarcástico para todo, se quedó muda.

—Es un monstruo —dijo finalmente—. Ámbar, estás viva de milagro.

Esa noche, acostada en mi cama, miré el techo. Me sentía extrañamente ligera. El miedo se había ido, reemplazado por una certeza fría. Cinthia Monroe no era mi madre. Era mi depredadora. Y yo había dejado de ser su presa.

Pero Cinthia tenía una última carta bajo la manga. A la mañana siguiente, cuando estábamos preparándonos para ir al juzgado a presentar las nuevas pruebas, mi celular estalló en notificaciones.

—No abras Facebook —me dijo Tania, entrando a mi cuarto con cara de pánico.

—¿Qué pasó?

—Abre Facebook. Es viral.

Tomé el teléfono. En mi feed, compartido miles de veces, había un video. Era Cinthia. Estaba sentada frente a una cámara, con un ojo morado (claramente maquillaje mal aplicado) y llorando desconsoladamente.

“Hola a todos. Soy la madre de Ámbar Stevens. Hago este video porque temo por mi vida. Mi hija, influenciada por abogados corruptos, me mandó golpear anoche. Me quemaron mi casa. Solo quiero lo que es justo, quiero abrazar a mi hija, pero ellos tienen el poder y el dinero. Por favor, ayúdenme. Compartan esto. No dejen que los ricos aplasten a una madre pobre.”

El video tenía 2 millones de reproducciones. Los comentarios eran una carnicería: “Maldita hija malagradecida”, “El dinero pudre a la gente”, “Justicia para la señora”.

Cinthia había llevado la guerra a las redes sociales. Había invertido los papeles. Ahora yo no era la víctima; ante los ojos de México, yo era la villana millonaria que golpeaba a su madre.

Shan llamó inmediatamente. —No salgas de la casa. Hay reporteros afuera.

Me asomé por la cortina. Efectivamente, había cámaras de televisión y gente gritando afuera de mi portón.

—¿Qué hacemos? —pregunté, sintiendo que el pánico regresaba.

—Ella quiere jugar sucio —dijo Shan—. Quiere un juicio mediático porque sabe que va a perder el juicio legal. Pues bien. Si ella quiere un espectáculo, le vamos a dar la verdad. Pero no en un video de Facebook. Se la vamos a dar ante el juez, y vamos a dejar que las pruebas hablen. Prepárate, Ámbar. El juicio final se adelantó.

PARTE 4: LA SENTENCIA DE LA SANGRE

Capítulo 7: El Circo de los Buitres

Durante tres días, mi casa en Coyoacán se convirtió en una prisión. Afuera, las cámaras de televisión y un grupo de “activistas” que creyeron las mentiras de Cinthia acampaban en la banqueta. Gritaban cosas como “¡Justicia para la madre!” y “¡Hija ingrata!”.

El video viral había hecho su trabajo. México ama una buena telenovela, y Cinthia les había dado el guion perfecto: la pobre madre arrepentida contra la heredera millonaria y cruel.

Yo estaba en la sala, con las cortinas cerradas, viendo cómo mi reputación era destrozada en Twitter.

—Deja el teléfono, Ámbar —dijo Tania, quitándomelo de la mano—. No leas los comentarios. Son bots y gente que no tiene vida.

—Creen que mandé golpearla, Tania. Creen que soy un monstruo.

El timbre sonó, pero no era la puerta principal, sino la entrada de servicio por el callejón. Era Shan Valladares. Entró con el traje impecable, pero con ojeras marcadas. Traía una carpeta roja bajo el brazo.

—¿Viste las noticias? —le pregunté.

—Las vi. Y es irrelevante. En el tribunal no se ganan los casos con likes, se ganan con evidencias. Y tengo noticias.

Shan puso la carpeta roja sobre la mesa. —La Fiscalía completó el peritaje del incendio de tu coche. Encontraron huellas en la botella de solvente que usaron. Y adivina qué… coinciden con un tal “El Rolas”, un narcomenudista de Iztapalapa que tiene antecedentes.

—¿Y eso qué tiene que ver con Cinthia?

—Que “El Rolas” cantó en cuanto lo apretaron. Confesó que una señora le pagó 5 mil pesos para “darle un susto a la fresa de Coyoacán”. Y nos dio el número de celular de quien lo contrató. Es el celular de Cinthia.

Sentí un escalofrío. Ya no era una sospecha. Mi madre biológica había pagado para incendiar mi propiedad.

—Ya tenemos la orden de aprehensión —dijo Shan, con una sonrisa fría—. Pero no la vamos a ejecutar todavía. Vamos a dejar que llegue a la audiencia final mañana. Vamos a dejar que se siente ahí, confiada, creyendo que va a ganar sus 50 millones. Y entonces, le vamos a quitar la máscara frente al juez y frente a toda esa prensa que ella misma convocó.

La mañana del juicio final, el Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad de México parecía un estreno de cine. Había más cámaras que abogados. Tuve que entrar por el sótano, escoltada por seguridad, para evitar que me aventaran cosas.

Entré a la Sala 4. El aire acondicionado estaba a todo lo que daba, congelando el ambiente. Cinthia ya estaba ahí. Llevaba un collarín falso y maquillaje para acentuar el supuesto golpe en el ojo. Se veía patética y triunfante a la vez. Cuando me vio entrar, se persignó exageradamente para que las cámaras (que permitieron entrar brevemente) la vieran.

A su lado, el Licenciado Treviño revisaba sus papeles, sonriendo como si ya estuviera gastando su comisión.

Pero yo no venía sola. Detrás de mí, caminando despacio pero con la cabeza en alto, venía Patricia Monroe. Mi abuela. La verdadera madre de Cinthia. Cuando Cinthia vio a su madre entrar y sentarse en mi lado de la sala, su sonrisa se borró. El collarín pareció apretarle un poco más.

—Todos de pie —anunció el alguacil—. Preside la Honorable Jueza Carmen Villalobos.

La Jueza Villalobos era una mujer de unos 60 años, con una mirada que podía cortar el vidrio. No toleraba tonterías. Se sentó, ajustó sus lentes y miró a ambas partes.

—Esta es la audiencia final para dictar sentencia sobre la demanda de nulidad de testamento y reclamación de derechos hereditarios. Licenciado Treviño, tiene la palabra.

Treviño se puso de pie, teatral. —Su Señoría. Estamos aquí ante una injusticia bíblica. Una madre separada de su hija por la pobreza y la manipulación de una mujer rica, la finada Dorotea Stevens. Mi clienta, Cinthia Monroe, solo pide lo que por derecho de sangre le corresponde. Pide ser reconocida y compensada por el daño moral de haberle arrebatado a su única hija.

—¿Única hija? —interrumpió la Jueza, revisando sus notas—. Proceda.

—Así es, Su Señoría. Además, solicitamos medidas de protección urgente, dado que la demandada ha mostrado conductas violentas hacia mi clienta, como se ha hecho público en redes sociales.

Cinthia sollozó en el momento justo. Un Óscar a la mejor actuación.

—¿Ha terminado, Licenciado? —preguntó la Jueza con tono aburrido.

—Sí, Su Señoría.

—Licenciado Valladares. Su turno.

Shan se levantó. No llevó papeles al estrado. Solo llevó la caja vieja de zapatos que Patricia nos había dado.

Capítulo 8: El Martillo de la Justicia

—Su Señoría —comenzó Shan, su voz resonando en la sala acústica—. La parte actora basa toda su demanda en tres premisas: Que ama a su hija, que fue forzada a darla en adopción, y que Ámbar es su única familia. Hoy vamos a demostrar que las tres son mentiras flagrantes.

Shan caminó hacia el estrado de testigos. —Llamo a declarar a la señora Patricia Monroe.

El murmullo en la sala fue instantáneo. Treviño saltó de su silla. —¡Objeción! La señora Monroe no estaba en la lista de testigos inicial.

—Se aceptó como prueba superveniente hace 24 horas, Licenciado. Si hubiera revisado su correo en lugar de dar entrevistas, lo sabría —respondió Shan. La Jueza asintió.

Patricia subió al estrado. Se veía pequeña en esa silla de cuero, pero cuando juró decir la verdad, su voz no tembló.

—Señora Patricia —preguntó Shan—. ¿Por qué su hija Cinthia entregó a Ámbar a la señora Dorotea Stevens en 1997?

Patricia miró a Cinthia. Cinthia le devolvió una mirada de odio puro, tan intensa que me dio miedo. —Porque quería dinero para drogas —dijo Patricia, claro y fuerte—. Intentó vendérsela.

—¡Mentira! —gritó Cinthia, poniéndose de pie y arrancándose el collarín falso en el proceso—. ¡Esa vieja está loca! ¡Siempre me ha tenido envidia!

—¡Siéntese y guarde silencio o la expulso de mi sala! —tronó la Jueza Villalobos.

Shan sacó la carta manuscrita. La “nota de venta”. —Señora Patricia, ¿reconoce esta letra? —Es de mi hija. Yo estaba ahí cuando la escribió. Dice que si Dorotea no le daba 50 mil pesos, tiraría a la niña en una iglesia.

Shan entregó la carta a la Jueza. Villalobos la leyó, su rostro pasando de la neutralidad al disgusto absoluto. —Se integra como Prueba A —dijo la Jueza.

—Hay más —continuó Shan—. La señora Cinthia afirma que Ámbar es su única hija. Señora Patricia, ¿es eso cierto?

—No. Tuvo un hijo en 1995. Ángel. Murió por negligencia a los cuatro meses. Y otro en 2001, Kevin, a quien abandonó en el DIF.

Shan presentó las actas de defunción y de adopción. La sala estaba en silencio total. Los periodistas que habían logrado entrar tecleaban furiosamente en sus celulares. La narrativa de la “madre sufrida” se estaba desmoronando en tiempo real.

—Y finalmente, Su Señoría —dijo Shan, volviéndose hacia Cinthia—. Sobre la supuesta violencia que sufre la señora Monroe… tenemos el informe pericial de la Fiscalía General de Justicia con número de folio 8933-B.

Shan levantó el documento. —Este informe vincula a la señora Cinthia Monroe como autora intelectual del incendio del vehículo de mi clienta hace tres días. Pagó para intimidar a su propia hija.

Cinthia se veía acorralada. Sudaba. El maquillaje se le corría. Treviño intentaba susurrarle algo, pero ella lo empujó.

—¡Es mentira! —gritó Cinthia, perdiendo totalmente el control—. ¡Todo es un montaje! ¡Ustedes los ricos siempre ganan! ¡Yo la parí! ¡Ese dinero es mío! ¡Dorotea era una maldita lavandera que se creía la gran cosa! ¡Ella me robó a mi novio y me robó mi vida!

—Nadie le robó nada, señora Monroe —dije yo. Me puse de pie. Shan no me detuvo. Miré a la mujer que me dio la vida y sentí… lástima. Solo lástima.

—Tuviste 28 años para buscarme —le dije, con la voz tranquila—. No para pedir dinero, sino para saber si estaba viva. Si comía. Si era feliz. Pero nunca te importó. Solo te importó cuando viste el signo de pesos en el obituario. Esa herencia no es dinero, Cinthia. Esa herencia son 50 años de mi abuela fregando pisos y vendiendo casas para que yo no tuviera que ser como tú. Y no voy a permitir que la toques.

Cinthia intentó abalanzarse sobre mí, pero los alguaciles la interceptaron antes de que pudiera dar dos pasos. —¡Eres una malagradecida! —bramaba mientras la sujetaban—. ¡Ojalá te hubieras muerto con tu hermano!

La Jueza Villalobos golpeó el mallete con fuerza letal. ¡PUM!

—¡Suficiente! —La voz de la Jueza resonó como un trueno—. He escuchado suficiente.

La sala se congeló. La Jueza se quitó los lentes y miró a Cinthia con una mezcla de horror y desprecio profesional.

—Señora Monroe, en mis 30 años en el estrado, he visto casos viles. Pero usted… usted ha rebasado los límites de la decencia humana. No solo ha intentado defraudar el patrimonio de su hija biológica, sino que ha utilizado el sistema judicial como herramienta de extorsión y ha cometido actos delictivos para aterrorizarla.

La Jueza comenzó a dictar sentencia, rápida y furiosa. —Primero: Se desestima la demanda de nulidad de testamento en su totalidad, con perjuicio. Usted no tiene, ni tendrá jamás, derecho sobre los bienes de Ámbar Stevens. —Segundo: Se condena a la parte actora al pago de costas judiciales y gastos de defensa de la demandada, fijados en 850 mil pesos. —Tercero: En vista de las evidencias presentadas sobre el incendio y el intento de venta de una menor, ordeno que se de vista inmediata al Ministerio Público para que proceda con la detención de la señora Cinthia Monroe en este mismo acto.

Cinthia gritó cuando los policías le pusieron las esposas. —¡No! ¡Treviño, haz algo!

El abogado Treviño ya estaba guardando sus cosas, alejándose de ella como si tuviera una enfermedad contagiosa. —Yo no defiendo criminales penales, señora. Con permiso.

Vi cómo se llevaban a Cinthia. Pasó junto a mí, gritando insultos, pero sus palabras ya no me dolían. Eran ruido. Solo ruido. Cuando la puerta se cerró tras ella, el silencio que quedó fue bendito.

Patricia se acercó a mí y me abrazó. Un abrazo torpe, pero sincero. —Se acabó, mi niña. Se acabó.

Salimos del tribunal. La prensa estaba afuera, esperando sangre. Cuando vieron salir a Cinthia esposada, los flashes se dispararon como relámpagos. Luego, salí yo, del brazo de mi abuela Patricia y de Shan.

—¿Señorita Stevens, qué tiene que decir? —gritó un reportero, poniéndome un micrófono en la cara—. ¿Es verdad que su madre va a la cárcel?

Me detuve. Respiré hondo el aire contaminado pero libre de la Ciudad de México. Miré a la cámara, sabiendo que el video se vería en todas partes.

—Solo voy a decir esto una vez —dije firme—. La familia no es la sangre. La familia es quien te cuida cuando tienes fiebre. Quien te enseña a ser decente. Quien te ama sin pedirte el 50% a cambio. Mi madre fue Dorotea Stevens. Y hoy, ella por fin puede descansar en paz.

Caminamos hacia el coche de Shan.

Seis meses después.

La casa de Coyoacán olía a pintura fresca y a flores nuevas. Había remodelado la cocina, pero dejé el despacho de la abuela intacto. Patricia venía los domingos a comer. No intentaba ser mi madre, ni mi abuela de tiempo completo. Solo éramos dos mujeres aprendiendo a conocerse, uniendo los pedazos rotos de una historia común.

Con el dinero que iba a gastar en el juicio si este se hubiera alargado, fundé la “Beca Dorotea”: un fondo para pagar la universidad de jóvenes que salen del sistema de adopción y no tienen familia. El primer becado fue un chico de Querétaro que quiere ser arquitecto.

Me senté en el pórtico, viendo el atardecer caer sobre la calle empedrada. Cinthia estaba en el Reclusorio de Santa Martha Acatitla, esperando juicio por daños en propiedad ajena y asociación delictuosa. No la había ido a visitar. No pensaba hacerlo.

Tomé una foto vieja de la abuela Dorotea, la que tenía en mi cartera. —Lo logramos, abuela —susurré al viento—. El imperio está a salvo. Y yo también.

Sonreí. Por primera vez en mucho tiempo, el futuro no me daba miedo. Era mío. Completamente mío.

FIN

Related Posts

Our Privacy policy

https://topnewsaz.com - © 2025 News