PARTE 1
Capítulo 1: La Oscuridad en la Cima
Mi nombre es Ricardo Montemayor. Si buscas mi apellido en Google, verás fotos mías firmando contratos millonarios, inaugurando rascacielos en Reforma o cenando con políticos. Dicen que soy un hombre que lo ve todo, que no se me escapa ninguna oportunidad de negocio. Qué ironía más grande. Mientras yo me comía el mundo, en mi propia casa, mi hija vivía en una oscuridad absoluta que yo acepté sin cuestionar.
Todo comenzó una mañana de martes, de esas mañanas grises y contaminadas de la Ciudad de México. Estaba en mi despacho revisando unas acciones cuando escuché la vocecita de Luna.
—Papá, ¿por qué siempre está todo tan oscuro?
La pregunta me golpeó como un mazo en el pecho. Luna tenía siete años. Desde que nació, su diagnóstico fue “amaurosis congénita”. Ceguera total. O al menos, eso me aseguró el Doctor Murillo, una eminencia en oftalmología pediátrica, el tipo de médico que sale en las revistas de sociales y cobra las consultas en dólares.
Yo confiaba ciegamente en Murillo. Era mi amigo, mi compadre. Después de que mi esposa falleció, él fue quien me dio palmadas en la espalda y me dijo que se encargaría personalmente de los ojos de Luna.
Durante años, la rutina fue la misma: gotas tres veces al día “para la presión ocular”, revisiones mensuales y la misma sentencia: “No hay avances, Ricardo. Lo mejor es que aprenda a vivir así”.
Ese día, la tristeza de Luna me ahogaba. Necesitaba ayuda. Las enfermeras anteriores habían renunciado; decían que el ambiente en la casa era demasiado lúgubre, o simplemente no aguantaban mi mal genio. Fue entonces cuando la agencia envió a Julia.
Julia no traía cartas de recomendación de familias de alcurnia. Venía de trabajar en una fonda y de limpiar casas por día. Era viuda, joven, con esa piel morena curtida por el sol y unas manos que, aunque ásperas, tocaban a mi hija con una delicadeza que yo había olvidado.
—Señor —me dijo el primer día, sin bajar la mirada—, yo no sé de medicinas, pero sé cuidar. Perdí a mi chiquito hace seis meses. Sé lo que es el silencio en una casa.
La contraté de inmediato. No buscaba una experta, buscaba humanidad.
Capítulo 2: El Rayo de Luz
La presencia de Julia cambió la energía de la mansión. Donde antes había silencio protocolario, ahora se escuchaba a Julia tarareando canciones viejas mientras barría.
Fue en su segunda semana cuando ocurrió lo impensable. Yo estaba en la biblioteca, intentando concentrarme, cuando Julia entró sin tocar. Estaba pálida, con los ojos muy abiertos.
—Don Ricardo, tiene que venir. Ahora.
—Estoy ocupado, Julia. ¿Qué pasó? ¿Luna está bien?
—Es la niña, patrón. Venga, por favor.
La seguí hasta la sala principal. Luna estaba sentada en la alfombra, jugando con sus muñecas. El sol de las cinco de la tarde entraba con fuerza por los ventanales, creando haces de luz dorada donde flotaba el polvo.
—Observe —me susurró Julia.
Julia sacó de su bolsillo un espejo pequeño, de esos de maquillaje. Se colocó en un ángulo donde el sol rebotaba en el espejo y proyectó el reflejo directamente sobre la pared, cerca de la cara de Luna. Luego, movió el reflejo rápidamente hacia los ojos de la niña.
Luna parpadeó.
No fue un movimiento al azar. Frunció el ceño y giró la cabeza, como si algo le molestara.
—Eso no es posible —dije, sintiendo un nudo en la garganta—. Son reflejos involuntarios. El doctor Murillo dijo…
—Al diablo con lo que dijo el doctor —me interrumpió Julia, olvidando su lugar—. Ayer se me cayó un vaso. Brilló en el suelo. Ella lo buscó con la mirada. Don Ricardo, los niños ciegos escuchan el ruido, pero no buscan el brillo. Ella ve la luz. Poca, borrosa, pero la ve.
Me acerqué a mi hija. Me arrodillé frente a ella. —Lunita… —susurré. —Papi —dijo ella, extendiendo sus manitas para tocar mi cara—, huele a la loción de Julia. Huele a limpio.
Miré a Julia. Ella no estaba celebrando. Estaba preocupada. —Si ella puede ver la luz, ¿por qué el doctor insiste en que está en tinieblas totales? —preguntó Julia—. Y hay otra cosa, señor. Esas gotas…
Julia sacó el frasco de colirio que Murillo nos daba personalmente cada mes. No tenía etiqueta de farmacia, solo una etiqueta blanca con el nombre de Luna y la dosis.
—Cada vez que se las pongo, la niña se marea. Dice que le arden los ojos y que “se apaga la luz”.
Un escalofrío me recorrió la espalda. —¿Qué estás insinuando?
—Que alguien no quiere que su hija vea, señor.
PARTE 2
Capítulo 3: La Prueba del Rebozo y la Sombra de la Duda
Esa noche, la mansión en Lomas de Chapultepec se sentía más grande y fría que nunca. Después de la revelación de Julia sobre el reflejo en el espejo, no pude pegar el ojo. Me pasé las horas caminando por mi despacho, sirviéndome copas de tequila que no me bebía, mirando los diplomas del Doctor Murillo colgados en la pared de mi memoria. ¿Era posible? ¿Estaba yo loco por creerle a una empleada doméstica por encima de una eminencia médica?
A la mañana siguiente, el ambiente en la casa era tenso. Doña Mati, la ama de llaves que llevaba con mi familia veinte años y que adoraba al Doctor Murillo, miraba a Julia con recelo.
—Esa muchacha se toma atribuciones que no le corresponden, Don Ricardo —me susurró Mati mientras me servía el café—. La vi moviendo muebles en el cuarto de la niña. Dice que “para que entre la luz”. El doctor dijo claramente que la luz intensa le daña los nervios.
Me tragué el nudo en la garganta. —Déjala, Mati. Solo por hoy.
Esperé a que Mati se fuera al mercado para iniciar nuestra operación. Julia me esperaba en la sala de juegos. Había cerrado las cortinas pesadas, dejando la habitación en penumbras, salvo por una rendija de luz solar que entraba como un láser.
—No basta con el espejo, patrón —me dijo Julia, con ojeras marcadas pero una determinación de hierro—. Necesitamos probar si distingue colores o solo contrastes. Si distingue colores, su retina está viva.
Julia sacó de su bolso un rebozo que había traído de su pueblo. Era de un amarillo chillón, intenso, bordado con hilos naranjas. Un color que gritaría en los ojos de cualquiera.
Trajimos a Luna. Mi hija caminaba tanteando el aire, acostumbrada a su eterna noche. —Papi, ¿por qué huele a miedo? —preguntó. Su sensibilidad me erizó la piel. —No es miedo, mi amor. Es emoción. Vamos a jugar.
Sentamos a Luna en una silla. Yo me quedé en una esquina, conteniendo la respiración, sintiéndome un traidor hacia ella y hacia la ciencia, pero con una esperanza estúpida latiendo en mi pecho.
—Lunita —dijo Julia suavemente—. Voy a pasar algo frente a ti. No hace ruido. No huele. Solo quiero que me digas si sientes que algo cambia.
Julia pasó el rebozo amarillo lentamente de izquierda a derecha, en la zona de penumbra. —Nada —dijo Luna, moviendo sus piecitos nerviosa.
Julia me miró. Yo negué con la cabeza, decepcionado. “Es ciega, Ricardo. Acéptalo”, me dije.
Pero Julia no se rindió. —Ahora vamos a hacerlo diferente.
Se acercó a la ventana. De un tirón violento, abrió las cortinas de par en par. El sol del mediodía inundó la sala, golpeando el rebozo amarillo y haciéndolo brillar casi como un foco. Julia lo agitó frente a la cara de Luna.
La reacción fue visceral. Luna no solo parpadeó. Se echó hacia atrás, cubriéndose la cara con las manos y soltando un grito ahogado. —¡Ay! ¡Quema!
Me lancé hacia ella. —¿Qué te duele, mi amor? ¿Te golpeó? —¡No! —llorozó ella—. ¡El fuego! ¡Me pusiste fuego en los ojos!
—¿Qué fuego, Luna? —preguntó Julia, con la voz temblorosa, arrodillándose—. ¿De qué color es el fuego?
Luna se quitó una mano del ojo, entrecerrándolo, y señaló el rebozo que Julia había dejado caer al suelo. —Ese… ese color. El color de las flores que huelen a miel. El… ¿Amarillo?
La palabra flotó en el aire, pesada y absoluta. Amarillo.
Un niño ciego de nacimiento no tiene concepto del amarillo. Puede entender “caliente” o “brillante”, pero no el nombre del color asociado a una experiencia visual.
Me quedé paralizado. Mi hija acababa de nombrar un color. Miré a Julia. Ella estaba llorando en silencio. —Ahí lo tiene, Don Ricardo. Ella ve. Ve mal, le duele, pero ve.
En ese momento, Doña Mati entró en la habitación, con las bolsas del mandado cayéndosele de las manos al ver la escena. —¡¿Qué le están haciendo a la niña?! —gritó—. ¡Voy a llamar al Doctor Murillo ahora mismo! ¡Le van a quemar las retinas!
—¡Nadie va a llamar a nadie! —rugí. Mi voz resonó tan fuerte que las ventanas vibraron. Me puse de pie, sintiendo una furia fría recorrerme las venas—. Mati, si tocas ese teléfono, estás despedida. Julia, ven conmigo al despacho. Tenemos que hablar de esas gotas. Ahora.
Capítulo 4: El Veneno y la Persecución en la Doctores
Una vez en el despacho, con la puerta cerrada con llave, Julia puso el frasco de gotas sobre mi escritorio de caoba. Parecía inofensivo. Un frasco pequeño, de etiqueta blanca, con el nombre de mi hija impreso y el logo de la clínica de Murillo.
—Patrón, mi instinto no falla. Cada vez que le pongo esto, la niña se marea. Ayer, probé una gota en mi propia lengua.
La miré horrorizado. —¿Estás loca? —Se me adormeció la boca, señor. Y se me nubló la vista por una hora. Esto no es medicina.
—Necesitamos analizarlo —dije, tomando el teléfono para llamar al laboratorio del Hospital ABC—. Tengo contactos…
—¡No! —me interrumpió Julia, casi arrebatándome el teléfono—. Don Ricardo, usted vive en una burbuja. El Doctor Murillo es dueño de la mitad de esos laboratorios, o amigo de los dueños. Si usted manda esto por los canales oficiales, él se enterará en cinco minutos. Cambiarán los resultados. Dirán que nos equivocamos.
Tenía razón. Murillo era poderoso. Pertenecía al mismo club de golf que los directores de los hospitales. —¿Entonces qué hacemos?
—Yo conozco un lugar —dijo Julia, bajando la voz—. Una amiga mía, Lupita, trabaja en un laboratorio patológico en la colonia Doctores. Es un lugar feo, señor, de esos que hacen pruebas para la procuraduría y para gente que no quiere hacer preguntas. Pero son buenos. Y no conocen a Murillo.
—Vamos —dije, agarrando las llaves de mi auto. —No, patrón. Si ven su Mercedes o su chofer en esa zona, llamaremos la atención. Y si Murillo lo tiene vigilado… tenemos que ir en taxi. Y usted… —me miró de arriba abajo— tiene que quitarse ese traje de tres mil dólares.
Media hora después, yo, Ricardo Montemayor, multimillonario, iba vestido con unos jeans viejos de jardinero y una gorra, sentado en la parte trasera de un taxi Tsuru que olía a gasolina, con Julia a mi lado apretando el frasco en su bolsa como si fuera oro.
El tráfico en el Viaducto estaba infernal. Mis paranoias empezaron a dispararse. Veía camionetas negras en cada esquina. ¿Me estaba volviendo loco o esa Suburban gris llevaba siguiéndonos desde Constituyentes?
—No mire atrás —susurró Julia, notando mi ansiedad—. Actúe normal.
Llegamos a la colonia Doctores. El laboratorio estaba en un edificio despintado, entre un taller mecánico y una puesto de tortas. Subimos tres pisos por unas escaleras que rechinaban.
Lupita nos recibió. Era una mujer bajita, nerviosa, con una bata manchada de reactivos. —¿Es esto? —preguntó, tomando el frasco—. Julia me dijo que era urgente.
—Necesito un espectro completo —dije yo, tratando de sonar autoritario, pero mi disfraz no ayudaba—. Quiero saber cada componente químico. Pago lo que sea. En efectivo.
Saqué un fajo de billetes que había sacado de la caja fuerte. Los ojos de Lupita se abrieron como platos, pero asintió. —Denme dos horas. Vayan a dar una vuelta, pero no se alejen mucho. Esta zona no es segura.
Esas dos horas fueron las más largas de mi vida. Julia y yo nos sentamos en una fonda cercana. Pedimos café de olla. —¿Por qué hace esto, Julia? —le pregunté, rompiendo el silencio—. Podría haber ignorado todo, cobrar su sueldo y ya.
Julia miró su café. —Porque mi hijo murió por negligencia, señor. En un hospital público, porque no teníamos dinero para el especialista. Le dieron un diagnóstico mal y cuando se dieron cuenta, ya era tarde. —Levantó la vista, con los ojos llenos de lágrimas—. No voy a dejar que otro niño sufra por culpa de doctores malditos, y menos si tienen todo el dinero del mundo para salvarse.
Sentí una vergüenza profunda. Yo tenía el dinero, pero había estado ciego. Regresamos al laboratorio. Lupita estaba pálida. Había cerrado la puerta con tres cerrojos.
—¿Quién les dio esto? —preguntó, su voz un susurro aterrorizado. —¿Qué es? —exigí.
—Miren —nos mostró la pantalla de la computadora—. Tiene Atropina, sí, en dosis altas. Eso dilata la pupila y causa borrosidad. Pero eso no es lo grave. Lo grave es este compuesto de aquí: Vertezporfin-X.
—¿Qué es eso? —Es un inhibidor experimental. Se usa en quimioterapia para detener el crecimiento de vasos sanguíneos en tumores cancerígenos agresivos. Pero aplicado en un ojo sano y en desarrollo… —Lupita tragó saliva—. Señor, esto atrofia el nervio óptico. Mata las células sanas. Literalmente está “apagando” el ojo de la niña. Si se lo siguen dando seis meses más, la dejarán ciega irreversiblemente.
Sentí que el suelo se abría. —¿Es veneno? —Es peor. Es una castración química de la vista. Y hay algo más… este compuesto no está aprobado en México. Solo farmacéuticas transnacionales tienen acceso a esto para pruebas en fase 1. Alguien está usando a su hija como rata de laboratorio.
Tomé los resultados impresos. Mis manos temblaban de tal manera que arrugué el papel. —Vámonos, Julia. —Esperen —dijo Lupita—. Mientras analizaba esto… el sistema de alerta del laboratorio saltó. Este compuesto tiene un “marcador digital”. Es posible que al analizarlo, se haya enviado una alerta a la farmacéutica dueña de la patente. Tienen que irse ya.
Bajamos corriendo las escaleras. Al salir a la calle, mi sangre se heló. El taxi en el que habíamos llegado ya no estaba. En su lugar, una camioneta negra con vidrios polarizados estaba estacionada en doble fila frente al edificio. La puerta trasera se abrió.
—¡Corra, patrón! —gritó Julia.
Nos metimos en el mercado de refacciones, corriendo entre puestos de llantas y motores. Escuché pasos pesados detrás de nosotros. No eran policías. Eran profesionales. Nos escondimos tras un montón de cajas de aceites. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que me delataría. Saqué mi celular. Sin señal.
—Por aquí —dijo Julia, jalándome hacia un callejón trasero que daba a la estación del Metro. Logramos mezclarnos con la multitud en la estación Niños Héroes. Mientras el vagón avanzaba por el túnel oscuro, miré a Julia y luego los papeles en mi mano.
Ya no era solo un mal médico. Era una guerra. Y acababan de intentar cazarnos.
Capítulo 5: La Red de Mentiras y el Investigador Privado
Regresamos a la mansión entrando por la puerta de servicio, escondidos en la camioneta del jardinero, a quien tuve que confesarle parte de la verdad para que nos ayudara.
Esa noche, convertí mi casa en una fortaleza. Despedí a los guardias de seguridad de la entrada, sospechando que Murillo podría tenerlos comprados, y llamé a un equipo de seguridad israelí que me había recomendado un socio bancario. Hombres armados, leales solo al dinero que yo les pagaba, rodearon el perímetro.
Pero necesitaba información. Sabía qué le daban a Luna, pero necesitaba saber por qué y quiénes más estaban involucrados antes de ir a la policía. Si iba ahora, Murillo alegaría un error farmacéutico y se libraría con una multa. Yo quería verlo pudrirse en la cárcel.
Llamé a “El Gato” Pérez. Un investigador privado, ex judicial, un tipo con pocos escrúpulos pero muy efectivo. Llegó a medianoche.
—Don Ricardo —dijo, revisando los papeles del laboratorio mientras fumaba en mi terraza—. Esto es grande. El Vertezporfin-X es de Aether Pharma, una corporación suiza. Están desarrollando el fármaco para curar la ceguera diabética en adultos, pero necesitaban probar los efectos secundarios a largo plazo en tejido joven y sano.
—¿Y por qué mi hija? —pregunté, sintiendo asco. —Porque Luna tiene un perfil genético raro, ¿no? Su esposa era europea. La mezcla genética de la niña la hacía la candidata perfecta. Y lo más importante: usted tiene dinero. Nadie sospecharía que un multimillonario vendería a su hija. Era el crimen perfecto. Murillo reportaba “ceguera natural” mientras cobraba millones por debajo de la mesa enviando reportes de la degradación visual de la niña a Suiza.
—Quiero nombres, Gato. Quiero saber quién en Aether Pharma es el contacto. —El contacto en México es un tal Licenciado Salgado. Un “fixer”. Arregla problemas. Y según mis fuentes, Salgado ya sabe que alguien analizó la muestra en la Doctores. Están nerviosos, Don Ricardo. Y cuando esta gente se pone nerviosa, mata.
En ese momento, las luces de la casa parpadearon. Julia entró corriendo al despacho. —Señor, el sistema de cámaras se reinició solo. Y… recibí un mensaje en mi celular.
Me mostró la pantalla. Un número desconocido. El mensaje decía: “La niña es frágil. Un accidente puede ocurrir en cualquier momento. Devuelvan la muestra y olviden todo. Tienen 24 horas.”
La furia me invadió, desplazando al miedo. —¿Amenazan a mi hija en mi propia casa?
Me volví hacia El Gato. —Consígueme todo sobre Salgado. Dónde vive, dónde come, quién es su amante. Y Julia… prepara a Luna. Vamos a jugar el juego más peligroso de nuestras vidas.
Al día siguiente, decidí no esconderme. Si querían guerra, tendrían guerra. Organicé una “cena de gala improvisada” para mis socios más cercanos y, por supuesto, invité al Doctor Murillo. El pretexto: Anunciar una donación millonaria a su clínica.
—¿Qué planea? —me preguntó Julia mientras le ajustaba el vestido a Luna. Ya no le poníamos las gotas. En solo 48 horas, la niña decía que las “sombras” tenían bordes más claros. —Voy a hacer que se confiese —dije mientras me colocaba un micrófono oculto bajo la solapa del smoking—. Murillo es codicioso. Y la codicia hace que la gente cometa errores. Julia, tú servirás el vino. Necesito que estés ahí, pero invisible. Eres la única testigo que sabe cómo reacciona él cuando se siente acorralado.
Capítulo 6: La Cena de los Lobos
La cena fue un espectáculo de hipocresía. La mesa estaba servida con vajilla de plata y cristalería francesa. Murillo llegó puntual, sonriendo, aunque noté sudor en su frente. No sabía si yo sabía. Era un juego de póker.
También invité a un “inversionista” sorpresa: El Gato Pérez, disfrazado de empresario minero del norte, ruidoso y vulgar, diseñado para poner nervioso a Murillo.
—Doctor —dijo El Gato, masticando un pedazo de carne—, me dicen que usted hace milagros con los ojos. Tengo un sobrino ciego. ¿Cree que su… tratamiento especial… le sirva?
Murillo casi se atraganta con el vino. —Cada caso es único —respondió tenso—. La medicina requiere paciencia. —Paciencia y capital, ¿no, Ricardo? —dijo Murillo mirándome, tratando de reafirmar nuestra “amistad”.
—Por supuesto —respondí, levantando mi copa—. De hecho, Humberto (Murillo), quería brindar por ti. Por cómo has cuidado de Luna estos años.
Hice una señal. Julia entró al comedor trayendo a Luna de la mano. La niña llevaba un vestido azul. Caminaba mejor, con más confianza. Murillo la miró y sus pupilas se dilataron. Notó el cambio. Notó que Luna no miraba al vacío, sino que dirigía sus ojos hacia la lámpara de araña del techo.
—¡Qué hermosa está! —dijo Murillo, poniéndose de pie—. Pero debería estar descansando, la luz le hace daño…
—Ella dice que le gusta la luz, Humberto —dije fríamente—. Dice que ve colores. Amarillo. Azul.
El silencio en la mesa fue sepulcral. —Eso es una alucinación cortical —dijo Murillo rápido, demasiado rápido—. Es un efecto secundario de la enfermedad. Significa que el cerebro está muriendo. Necesitamos aumentar la dosis de las gotas. Mañana mismo.
Julia, que servía el vino a mi lado, “accidentalmente” dejó caer la botella sobre el pantalón de Murillo. —¡Estúpida india! —gritó él, perdiendo la compostura completamente, levantando la mano como para golpearla.
Yo le atrapé la muñeca en el aire. Apreté fuerte. —Cuidado, Humberto. Estás en mi casa. —Tu sirvienta es una torpe. Y tú, Ricardo, estás en negación. Si no le das las gotas, la niña sufrirá convulsiones. Es parte del cuadro clínico.
—¿O es parte del síndrome de abstinencia del veneno que le das? —solté la bomba.
Murillo se soltó de mi agarre, retrocediendo. —No sé de qué hablas. Estás paranoico. Me voy.
—No te vas a ninguna parte —dijo El Gato, sacando su placa real de ex-federal y bloqueando la puerta. —Siéntate, Humberto —ordené—. Tenemos que hablar de Aether Pharma y del Licenciado Salgado.
La cara de Murillo se transformó. El miedo dio paso a una maldad pura. —Ustedes no entienden —siseó—. No soy solo yo. Salgado tiene gente afuera. Si no salgo de aquí en diez minutos y hago una llamada, entrarán. Y no vendrán a hablar. Vendrán a limpiar la escena. Luna es un activo de la empresa, Ricardo. Si no sirve para el experimento, la eliminarán para borrar la evidencia.
Miré a Julia. Ella corrió hacia Luna y la abrazó, protegiéndola con su cuerpo. —Estás blofeando —dije.
En ese instante, se escuchó un estruendo en la entrada principal. Disparos. Vidrios rotos. Murillo sonrió. —Te lo dije. El Licenciado Salgado no deja cabos sueltos.
Capítulo 7: Noche de Cristales Rotos
El caos estalló. Mis guardias israelíes respondieron al fuego, pero los atacantes eran un comando paramilitar. Entraron por los ventanales del jardín.
—¡Al cuarto de pánico! —grité.
Agarré a Murillo por el cuello de la camisa, usándolo de escudo humano, y empujé a Julia y a Luna hacia el pasillo secreto detrás de la biblioteca. —¡Suéltame! —chillaba Murillo—. ¡Me matarán a mí también si me ven contigo!
—¡Ese es tu problema! —le respondí, arrastrándolo.
Llegamos a la puerta blindada del refugio, pero el sistema electrónico estaba bloqueado. —¡Hackearon el sistema! —gritó El Gato, disparando su arma hacia el pasillo donde dos hombres vestidos de negro avanzaban con armas largas.
Estábamos atrapados en el pasillo. Julia vio una rejilla de ventilación antigua, decorativa, a ras de suelo. —¡Don Ricardo! ¡El ducto de la lavandería! ¡Cabe la niña!
—¡No voy a dejar a Luna sola! —¡Yo voy con ella! —dijo Julia—. Usted y el detective deténganlos. ¡Yo la saco por el jardín trasero hacia la casa de los vecinos!
No hubo tiempo para pensar. Besé la frente de Luna. —Ve con Julia. Ella son tus ojos ahora. Julia metió a Luna en el ducto y se arrastró tras ella. Yo cerré la rejilla y empujé un librero pesado frente a ella justo cuando los sicarios doblaron la esquina.
El tiroteo fue ensordecedor. El Gato cayó herido en el hombro. Yo disparé mi arma, una vieja pistola que apenas sabía usar, rezando para no morir antes de saber que mi hija estaba a salvo. Murillo, en el pánico, intentó correr hacia los sicarios gritando: —¡Soy yo! ¡Soy el Doctor! ¡No disparen!
La respuesta fue una ráfaga de metralleta. Los hombres de Salgado no venían a rescatar a nadie. Venían a borrar todo. Murillo cayó al suelo, herido de gravedad, pagando el precio final de su pacto con el diablo.
De repente, sirenas. Muchas sirenas. No eran patrullas normales. Eran helicópteros. La Marina. El Gato, sangrando en el suelo, sonrió con los dientes manchados de rojo. —Llamé a mis amigos de verdad… hace una hora. Tardan… pero llegan.
Los sicarios huyeron al escuchar los rotores de los helicópteros sobre la casa. Corrí hacia el jardín trasero, ignorando el peligro. —¡Julia! ¡Luna!
Las encontré cerca de la barda perimetral. Julia estaba en el suelo, cubriendo a Luna. Tenía un corte en la frente y su uniforme estaba rasgado, pero tenía una piedra enorme en la mano, lista para atacar a quien se acercara. Luna estaba llorando, pero ilesa.
—Están bien —susurró Julia, y se desmayó en mis brazos.
Esa noche, la policía detuvo al Licenciado Salgado en el aeropuerto tratando de huir a Zúrich. Encontraron en su laptop toda la base de datos del experimento ilegal, incluyendo los videos que Murillo enviaba.
Murillo sobrevivió, apenas, para enfrentar la justicia. Pero la imagen que nunca olvidaré fue ver a Julia, herida y sucia, negándose a ser atendida por los paramédicos hasta que revisaran a Luna primero. Ahí supe que esa mujer no era mi empleada. Era mi familia.
Capítulo 8: Justicia y Amanecer
El juicio duró seis meses y fue, sin duda, el evento mediático del año. Ver a Murillo en silla de ruedas, escuchando los cargos, no me dio placer. Me dio lástima. Un hombre brillante consumido por la avaricia.
El testimonio de Julia fue la clave. Narró con una claridad devastadora cómo descubrió las mentiras. Cuando el abogado defensor intentó desacreditarla diciendo que era una “simple sirvienta sin educación”, Julia respondió: —Puede que no tenga sus títulos, licenciado. Pero sé distinguir la luz de la oscuridad. Y sé distinguir a un hombre malo cuando lo veo. Usted defiende a monstruos. Yo defiendo a una niña.
El jurado tardó menos de dos horas. Culpables. Todos. Murillo, Salgado y la farmacéutica, que fue expulsada del país y multada con una cifra histórica que donamos íntegramente a hospitales públicos.
Pero el verdadero final de esta historia no ocurrió en un tribunal. Ocurrió tres meses después, en una playa de Puerto Vallarta.
Habíamos llevado a Luna a conocer el mar. Ya no usaba gafas oscuras. Usaba unos lentes graduados gruesos, sí, pero sus ojos estaban abiertos, absorbiendo el mundo con una voracidad increíble.
Estábamos sentados en la arena al atardecer. Julia, ahora recuperada y radiante, estaba a mi lado. Ya no había barreras de “patrón” y “empleada” entre nosotros. Habíamos sangrado juntos.
—Papá —gritó Luna, corriendo hacia el agua y regresando—. ¡El mar es gigante! ¡Y hace ruido! ¡Y es azul, pero también verde!
—Es hermoso, mi amor —dije.
Luna se detuvo frente a Julia. Le puso sus manitas mojadas y llenas de arena en la cara. —Julia… gracias por encender la luz.
Julia sonrió, y vi en sus ojos esa paz que solo tienen las personas que han cumplido su misión en la vida. Le tomé la mano a Julia. Ella no la apartó. Entrelazó sus dedos con los míos.
—¿Crees que pueda ver las estrellas esta noche? —preguntó Julia, mirando al cielo que empezaba a oscurecerse.
—Con nosotros a su lado —respondí, besando la mano de la mujer que me había enseñado a ver—, Luna verá todo lo que quiera. Incluso las estrellas más lejanas.
El imperio Montemayor seguía ahí. Mis edificios, mis cuentas. Pero nada de eso valía un centavo comparado con el milagro que tenía frente a mí: mi hija viendo el atardecer, y la mujer que amaba sosteniendo mi mano. La oscuridad se había ido para siempre.
FIN.
HISTORIA PARALELA: LOS OJOS DE LA SIERRA Y EL ÚLTIMO SECRETO
Capítulo 1: El Eco en la Fundación
Había pasado un año desde que el infierno de Aether Pharma se derrumbó. Un año desde que mi hija Luna vio por primera vez el azul del mar. La vida en la mansión de Lomas de Chapultepec había cambiado radicalmente. Ya no era un mausoleo de silencio y cortinas cerradas; ahora era una casa llena de ruido, de música y de luz.
Julia y yo habíamos formalizado la Fundación “Luz para Luna”. No era solo un pasatiempo de rico para deducir impuestos; era nuestra cruzada. Nos dedicábamos a rastrear diagnósticos oftalmológicos sospechosos en zonas rurales. Pero, aunque habíamos ganado la guerra mediática, la paz completa se nos resistía.
Todo comenzó una tarde lluviosa de septiembre. Estábamos en la oficina de la Fundación, revisando solicitudes de becas. Julia se veía radiante, con ese aire de seguridad que le daba saberse dueña de su destino, pero esa tarde la noté extraña.
Llegó un sobre manila sin remitente. Solo tenía un sello postal borroso de un pueblo en la Sierra Norte de Puebla: San Juan de las Nieblas.
—¿Qué es esto? —pregunté, viendo cómo Julia abría el sobre con un abrecartas de plata.
Dentro no había una carta. Había una fotografía vieja, maltratada por la humedad. Era una foto de un grupo de niños indígenas, parados frente a una escuela de lámina. Todos llevaban gafas oscuras, de esas baratas que venden en los tianguis.
Al reverso, una sola frase escrita con letra temblorosa: “Aquí también vinieron los doctores de la niebla. Queda uno.”
Julia soltó la foto como si quemara. Se puso pálida, más pálida que el día que enfrentamos a Murillo. —San Juan de las Nieblas… —susurró, y su voz se quebró—. Don Ricardo… Ricardo. Mi hijo nació cerca de ahí. Antes de venir a la ciudad, antes de todo… yo viví en esa región.
Me acerqué y le tomé los hombros. —¿Qué significa “queda uno”, Julia?
Ella me miró con ojos llenos de terror y esperanza. —Significa que el experimento no empezó con Luna. Empezó allá, en la sierra, donde nadie hace preguntas. Donde si un niño se queda ciego, la gente dice que fue “mal de ojo” o castigo de Dios. Ricardo, si queda uno vivo… tenemos que ir.
Intenté ser racional. Soy un hombre de negocios. —Mandemos a los abogados, Julia. O a la Guardia Nacional. Esa zona es complicada, hay caciques, hay…
—¡No! —me cortó ella—. Si mandas uniformados, los esconderán o los matarán para borrar evidencia. Tengo que ir yo. Soy de allá. Entiendo su silencio.
Suspiré, sabiendo que había perdido la discusión antes de empezarla. —No vas a ir tú. Vamos a ir nosotros.
Capítulo 2: El Camino al Olvido
Dejamos a Luna bajo el cuidado de mi hermana, que había volado desde Monterrey, y con un equipo de seguridad privada custodiando la casa las 24 horas. No iba a cometer el mismo error dos veces.
El viaje a San Juan de las Nieblas no fue en mi Mercedes blindado. Rentamos una camioneta pick-up 4×4, vieja y despintada, para no llamar la atención. Yo cambié mis trajes italianos por botas de trabajo y una chamarra de mezclilla. Julia iba callada, mirando por la ventana cómo el paisaje cambiaba de los rascacielos de la ciudad a los valles verdes y luego a las montañas cerradas por la neblina.
San Juan no aparecía en el GPS. Tuvimos que preguntar en tres gasolineras y comprar un mapa físico en una tienda de abarrotes. —Es tierra de nadie, jefe —me dijo el despachador de la última gasolinera, viéndome con lástima—. Ahí la ley es Don Eladio. Si van para allá, mejor que lleven un buen santo en el tablero.
Llegamos al atardecer. El pueblo parecía colgado de la ladera de la montaña, rodeado de un bosque denso de pinos y encinos. La neblina era tan espesa que apenas podía ver el cofre de la camioneta. Las calles eran de tierra y piedra. La gente nos miraba desde las ventanas, escondiéndose tras cortinas raídas. No había niños jugando en la calle.
—Se siente la muerte —murmuró Julia.
Nos dirigimos a la iglesia, el único edificio que parecía sólido. El cura, un hombre anciano con sotana desgastada, nos recibió con recelo. —No queremos limosnas —dijo antes de que yo pudiera hablar—. Y no queremos problemas con Don Eladio.
—No somos gobierno, padre —intervino Julia, hablando en náhuatl fluido. Yo me quedé sorprendido. Nunca la había escuchado hablar su lengua materna. El rostro del cura se suavizó un poco al escuchar las palabras familiares.
Intercambiaron frases rápidas y secas. El cura señaló hacia el monte, hacia una zona donde el bosque se volvía negro. —Dice que el niño está en la “Cueva del Tecolote” —me tradujo Julia, con lágrimas en los ojos—. Dice que su abuela lo tiene ahí porque la luz del sol lo hace gritar de dolor. Dice que los “doctores de la ciudad” venían cada mes a darle gotas mágicas, hasta que dejaron de venir hace un año.
Hace un año. Justo cuando detuvimos a Murillo.
—¿Cómo se llama el niño? —pregunté. —Mateo. Tiene ocho años.
El nombre me golpeó. El hijo fallecido de Julia se llamaba Mateo.
Capítulo 3: La Cueva del Tecolote
Decidimos no esperar al amanecer. El cura nos advirtió que Don Eladio, el cacique local que controlaba la tala de árboles y el comercio, sabía todo lo que pasaba en el pueblo. Si se enteraba de que forasteros buscaban al niño, podría moverlo. Al parecer, Eladio recibía “renta” de la farmacéutica por permitir el uso de la clínica rural para las pruebas.
Subimos a pie. La camioneta no pasaba por la vereda. La lluvia comenzó a caer, fría y constante, convirtiendo el camino en un río de lodo. Yo resbalé dos veces, llenándome de fango hasta las orejas, pero Julia subía con la agilidad de una cabra de monte. La rabia la impulsaba.
Llegamos a una choza de madera podrida pegada a la entrada de una pequeña cueva natural. Un perro flaco nos ladró, pero no atacó. Una anciana salió, machete en mano.
—¡Amo xicala! (¡No entren!) —gritó.
—Soy Julia. Vengo a ayudar a Mateo. Sé lo que le pasa en los ojos. A mi niña le pasaba lo mismo.
La anciana bajó el machete, temblando. Nos dejó pasar. El interior olía a leña quemada y humedad. Al fondo, en la parte más oscura, sobre un petate sucio, había un bulto pequeño cubierto con cobijas pesadas.
Me acerqué con la linterna apagada. —Mateo —susurré.
El bulto se movió. Una carita asomó. El niño tenía los ojos vendados con trapos sucios. —Me duelen —gimió el niño—. No prendas la luz. El sol me muerde.
Julia se arrodilló y sacó de su mochila unas gafas de sol especiales, de grado médico, que habíamos traído por si acaso. —Mateo, soy amiga. Te voy a poner unos escudos mágicos. Ya no te va a morder el sol.
Con una ternura infinita, le quitó las vendas. Los ojos del niño estaban rojos, irritados, con las pupilas dilatadas al máximo, idénticos a como estaban los de Luna hace un año. Vertezporfin-X. El veneno seguía activo en sus venas.
—Tenemos que llevárnoslo, abuela —dijo Julia—. Si se queda aquí, quedará ciego en un mes. En la ciudad tengo medicinas para revertirlo.
La anciana lloró. —Don Eladio dijo que si el niño se iba, nos quemaba la casa. Dijo que el niño es “seguro de vida”.
En ese momento, escuchamos motores rugiendo camino arriba. Luces de faros cortaron la neblina. —Ya saben que estamos aquí —dije, sintiendo la adrenalina de los viejos tiempos—. Julia, agarra al niño. Abuela, venga con nosotros.
Capítulo 4: El Bloqueo del Cacique
Salimos de la choza justo cuando dos camionetas bloquearon la vereda de abajo. Hombres armados con escopetas y rifles de caza bajaron. En medio de ellos, un hombre gordo, con sombrero tejano y botas de piel de avestruz, fumaba un puro. Don Eladio.
—Buenas noches, señores —gritó Eladio, con una voz rasposa—. Se han perdido muy feo. Esa carga que llevan es propiedad del pueblo.
Me adelanté, poniéndome frente a Julia y Mateo. —Soy Ricardo Montemayor. Si me tocas un pelo a mí o a mi gente, mañana tendrás al Ejército peinando cada metro de tu monte. Sé quién eres y sé quién te pagaba. Aether Pharma ya no existe, Eladio. Se acabó el cheque.
Eladio soltó una carcajada que resonó en el valle. —Uy, qué miedo. El millonario de la tele. Mire, don Ricardo, aquí arriba no hay señal de celular. Y los barrancos son muy profundos. Nadie se entera de lo que pasa en la niebla.
—¿Qué quieres? —pregunté, calculando la distancia entre nosotros y el bosque lateral. —El niño se queda. Es mi garantía por si esos gringos vuelven a pagar. O por si usted quiere pagar. Digamos… cinco millones de pesos por dejarlos bajar la montaña.
—No tengo ese dinero aquí. —Pues entonces se quedan a cenar… indefinidamente. —Hizo una señal a sus hombres. Cortaron cartucho.
Julia, que tenía a Mateo cargado en la espalda, me susurró al oído: —Ricardo, el barranco de la izquierda. Hay un sendero de chivos. Es peligroso, pero la camioneta de ellos no entra.
Miré a Eladio. —Está bien. Hablemos de negocios. Tengo cuentas en Suiza…
Mientras hablaba, metí la mano en mi chamarra, no buscando un arma, sino una bengala de emergencia que había comprado en la tienda de alpinismo antes de salir. —¿Sabe qué me gusta de la niebla, Don Eladio? —dije, quitando el seguro de la bengala. —¿Qué? —Que brilla muy bonito.
Encendí la bengala y la lancé no al cielo, sino directamente a los pies de sus hombres. El fósforo rojo estalló con un resplandor cegador y un humo denso. Los caballos de los pistoleros se asustaron, y los hombres gritaron, cegados momentáneamente por el destello en la oscuridad total.
—¡CORRAN! —grité.
Nos lanzamos hacia el barranco. Fue una locura. Resbalábamos por el lodo, agarrándonos de raíces y ramas espinosas. Escuchaba los disparos de escopeta zumbar sobre nuestras cabezas, rompiendo ramas de pino. Pum. Pum.
Mateo gritaba, aterrado. —¡No lo sueltes, Julia! —bramé, ayudando a la abuela que apenas podía caminar.
Bajamos rodando unos cincuenta metros hasta caer en el lecho de un arroyo seco. Estábamos cubiertos de barro, sangre y espinas. —¿Están bien? —pregunté, jadeando. —El niño está bien —dijo Julia, limpiándole la cara a Mateo—. Pero la abuela se torció el tobillo.
—No puedo caminar —gimió la anciana. Escuchamos los gritos de los hombres de Eladio bajando por la ladera. Venían con perros.
Miré a Julia. Estaba agotada, pero sus ojos brillaban con una ferocidad que me enamoró aún más. —Julia, llévate a Mateo y a la abuela siguiendo el arroyo. Lleva al pueblo de abajo, a Zacatlán. Ahí hay policía federal. —¿Y tú? —Yo los voy a distraer.
—¡Estás loco! ¡Te van a matar! —Soy Ricardo Montemayor —dije, intentando sonreír, aunque estaba aterrorizado—. Siempre cierro el trato. Vete. ¡VETE!
La besé rápido, un beso sabor a lluvia y miedo, y la empujé. Ella cargó a Mateo, ayudó a la abuela y desapareció en la oscuridad del cauce.
Yo me quedé ahí. Tomé una piedra grande y golpeé un tronco hueco, haciendo ruido, y encendí la linterna de mi celular, apuntando hacia el lado contrario, hacia la parte alta del monte. —¡Por aquí, imbéciles! —grité.
Los perros ladraron y corrieron hacia mí. Empecé a correr cuesta arriba, alejándome de mi familia.
Capítulo 5: El Fantasma en la Niebla
Corrí hasta que mis pulmones ardieron. Los hombres de Eladio eran más rápidos en este terreno. Sentí un golpe seco en la pierna y caí. No fue una bala, fue una raíz, pero fue suficiente. Tres hombres me rodearon, iluminándome con linternas potentes. Eladio llegó al último, respirando con dificultad.
—Se acabó el juego, catrín —dijo, apuntándome con su pistola a la cabeza—. ¿Dónde está el niño? —Lejos —jadeé—. Y para cuando los encuentres, mi equipo de seguridad ya habrá rastreado mi teléfono. ¿Crees que vine solo?
Eladio dudó. —Mientes. —Tengo un chip subcutáneo —mentí, improvisando con lo que había visto en películas—. Mis signos vitales se monitorean en tiempo real. Si mi corazón se detiene, se envía una alerta roja a la Marina con estas coordenadas exactas. Máteme, Eladio. Y verá cómo llueven soldados en su monte en diez minutos.
El cacique bajó el arma un centímetro. El miedo a lo desconocido, a la tecnología que no comprendía, era su debilidad. —Atenlo —ordenó—. Vamos a ver si es cierto.
Me arrastraron de vuelta a las camionetas. Me golpearon, sí. Me rompieron dos costillas. Me aventaron a la batea de la pick-up como un costal de papas. Pasé las horas más largas de mi vida mirando las estrellas entre los pinos, rezando para que Julia hubiera llegado.
Al amanecer, llegamos al pueblo. Pero algo estaba mal. Había silencio. Demasiado silencio. Las camionetas se detuvieron en la plaza principal.
—Jefe… —dijo uno de los pistoleros con voz temblorosa—. Mire.
Levanté la cabeza con dificultad. La plaza no estaba vacía. Estaba llena. Cientos de personas. Hombres, mujeres, ancianos. Todos con machetes, palos y piedras. Pero no estaban solos. Al frente de ellos, parada sobre la fuente de piedra, estaba Julia. Y a su lado, no había soldados. Había mujeres indígenas. Docenas de ellas.
Julia había bajado, pero no huyó. Había despertado al pueblo. Había ido casa por casa, hablando en su lengua, mostrando a Mateo, contando la verdad: que Eladio vendía a sus hijos a los demonios de la ciudad.
—¡Suelten al hombre! —gritó Julia. Su voz retumbó en la plaza.
Eladio se bajó, riendo nervioso. —¿Se van a rebelar? ¡Yo soy la ley aquí! ¡Tengo armas!
—Tú tienes balas —dijo Julia—. Pero nosotros somos el pueblo. Y ya nos cansamos de estar ciegos.
Una piedra voló desde la multitud y golpeó el parabrisas de la camioneta de Eladio. Luego otra. Luego una lluvia. Los pistoleros de Eladio, viendo la marea humana, bajaron las armas. Eran matones, pero no suicidas. Eran primos y sobrinos de la gente que estaba ahí parada. —Jefe, yo no le tiro a mi tía —dijo uno, y tiró el rifle.
Eladio se quedó solo, apuntando con su pistola a todas partes. —¡Atrás! ¡Los mato!
Julia bajó de la fuente y caminó hacia él. Sin armas. —Mírame, Eladio. Mírame a los ojos. Ya no te tenemos miedo.
Eladio tembló. Miró a la gente, miró a Julia, y finalmente, miró las luces azules y rojas que aparecían a lo lejos, en la carretera que subía de Zacatlán. Julia sí había llamado a la policía al llegar abajo, pero había regresado con el pueblo para asegurarse de que no me mataran antes de que llegaran las patrullas.
El cacique tiró la pistola al suelo y levantó las manos. El reinado del terror en San Juan de las Nieblas había terminado.
Capítulo 6: La Nueva Visión
Dos días después, estaba en una cama de hospital en la Ciudad de México, con el torso vendado y una pierna en alto. La puerta se abrió y entró Luna, corriendo con sus gafas nuevas, seguida de Julia y de un niño tímido que se aferraba a la mano de ella.
—¡Papá! —Luna se subió a la cama con cuidado—. Julia dice que eres un héroe. Que peleaste con dragones.
Sonreí, acariciando su pelo. —Solo con unos coyotes viejos, mi amor.
Miré al niño. Mateo. Ya no llevaba vendas. Llevaba unas gafas oscuras especiales y ropa limpia. —Hola, Mateo —dije. —Hola, señor —susurró—. Gracias.
Julia se acercó. Se veía cansada, pero feliz. Se sentó en el borde de la cama. —Los doctores dicen que Mateo recuperará el 60% de su vista. Llegamos a tiempo. El daño no es total.
—¿Y la abuela? —Está bien. Se quedará en la casa de huéspedes de la Fundación hasta que arreglemos su casa en el pueblo. El gobierno incautó las propiedades de Eladio. Van a construir una clínica real. Una clínica de la Fundación.
Le tomé la mano a Julia. —Julia, allá arriba… en la montaña… pensé que no te volvería a ver. —Yo también —dijo ella, apretando mi mano—. Por eso regresé. No iba a dejar que mi familia perdiera a otro hombre.
Se hizo un silencio. Uno de esos silencios cómodos, llenos de significado. —Dijiste “mi familia” —noté. Ella sonrió, ruborizándose un poco. —Bueno, técnicamente soy la tutora de Luna, y Mateo va a necesitar a alguien… y usted, don Ricardo, claramente necesita a alguien que lo cuide para que no se ande tirando por barrancos.
Reí, y me dolió la costilla, pero no me importó. —Julia, cásate conmigo.
Ella abrió los ojos, sorprendida. Luna soltó un grito de emoción y empezó a saltar en la cama. Mateo sonrió tímidamente. —¿Es en serio? —preguntó ella—. Mire que soy mandona, terca y vengo con un pueblo entero de parientes.
—Es lo que necesito —respondí—. Necesito tus ojos para ver lo que es importante. Necesito tu fuerza.
Julia se inclinó y me besó, allí mismo, frente a los niños y las enfermeras que pasaban. —Sí, patrón. Digo… sí, Ricardo. Acepto.
Epílogo
Seis meses después, la boda no fue en un salón de lujo en Polanco. Fue en San Juan de las Nieblas. La plaza estaba llena de flores. Mateo llevaba los anillos. Luna llevaba las arras, caminando con seguridad sin tropezar.
Cuando salimos de la iglesia, el sol brillaba fuerte sobre la sierra. Pero nadie se escondió. Los niños del pueblo llevaban sus gafas especiales, donadas por la Fundación, y corrían persiguiendo burbujas de jabón.
Miré a mi esposa, Julia. Miré a mis hijos, Luna y Mateo (a quien estábamos en proceso de adoptar legalmente junto con su abuela). El mundo ya no era oscuro. Ni para mí, ni para ellos. Habíamos cruzado la niebla y encontrado algo mejor que la riqueza: habíamos encontrado la luz. Y esta vez, nadie nos la iba a apagar.
FIN DE LA HISTORIA PARALELA.
