
PARTE 1
Capítulo 1: La Tormenta Antes de la Calma
El sonido de la lluvia golpeando el techo de lámina de los vecinos era ensordecedor, pero no tanto como los gritos que retumbaban dentro de nuestro departamento.
—¡Daniel, por favor! —mi voz salió como un gemido ahogado. Sentí una punzada brutal en el vientre, como si alguien me estuviera retorciendo por dentro. Me aferré al respaldo del sofá viejo que habíamos comprado en el mercado de pulgas—. ¡El bebé ya viene! ¡Llévame al hospital!
Daniel se giró hacia mí. No era el Daniel del que me había enamorado. Sus ojos estaban inyectados de sangre, las venas de su cuello saltaban y sus manos temblaban, no de miedo, sino de una rabia incontrolable. En su mano derecha apretaba su celular como si quisiera triturarlo. La pantalla iluminaba su rostro con una luz azulada, mostrando un saldo en rojo que me sabía de memoria, aunque esta vez la cifra era monstruosa: “PÉRDIDA: $40,000 MXN”.
—¡Me arruinaste! —bramó, y su voz hizo que el aire se sintiera pesado—. ¡He perdido todo por tu culpa, María! ¡Todo!
Me doblé, cayendo de rodillas sobre la alfombra gastada. Otra contracción. Esta fue más larga, más cruel. —Daniel… te necesito —supliqué. El dolor me nublaba la vista—. No es por mí, es por él.
Daniel no se movió para ayudarme. En lugar de eso, caminó hacia la entrada, tomó la pañalera que yo había dejado lista junto a la puerta —esa que contenía los chambritas que mi mamá había tejido— y la lanzó hacia la calle. La maleta aterrizó en un charco, salpicando agua sucia.
—¡Lárgate! —gritó, señalando la oscuridad de la noche—. ¡Vete antes de que termines de destruirme por completo!
—Daniel, soy tu esposa… —mis lágrimas se mezclaban con el sudor. Me arrastré un poco hacia él—. Este es tu hijo.
—¡Ya no! —dijo con una frialdad que cortó más profundo que cualquier cuchillo—. ¡Tú y ese bebé son mi ruina!
Me tomó del brazo con una fuerza innecesaria, levantándome a trompicones, y me empujó. Mis pies descalzos resbalaron en el piso mojado de la entrada y caí de bruces sobre la banqueta fría. La lluvia me empapó en segundos.
—¡Daniel! —grité, girándome justo a tiempo para ver cómo azotaba la puerta.
El sonido del cerrojo al cerrarse fue definitivo. Ahí estaba yo. María. Sola en una calle oscura de nuestra colonia, bajo una tormenta eléctrica, a punto de dar a luz, mientras el hombre que me juró amor eterno se encerraba con sus demonios.
Pero para entender cómo llegamos a este infierno, tenemos que regresar al momento en que todo parecía el cielo. Porque esta pesadilla no empezó con gritos y lluvia. Empezó con café y una sonrisa.
Capítulo 2: Café con Aroma a Promesas
Dos años antes, la vida tenía otro color. Yo trabajaba en “El Cafecito”, un local pequeño pero acogedor cerca del centro. Me encantaba ese trabajo; el olor a grano tostado y pan dulce por las mañanas me hacía sentir viva. Yo tenía una sonrisa fácil y preparaba el mejor café de olla de la zona.
Todas las mañanas, a las 8:00 en punto, entraba él. Daniel. Era guapo, con esa piel morena clara y una sonrisa que te hacía olvidar que tenías que cobrarle. Siempre pedía lo mismo.
—Buenos días, hermosa —decía, recargándose en la barra—. ¿Me das mi café de siempre y, tal vez, tu número de teléfono hoy?
Yo me reía y negaba con la cabeza, limpiando la barra con un trapo. —Solo café, Daniel. Eso es todo lo que te llevas hoy.
Esto duró tres semanas. Era nuestro juego. Él preguntaba, yo decía que no, pero en el fondo, me moría de ganas de decir que sí. Me gustaba su persistencia, su amabilidad. Hasta que una mañana lluviosa, muy parecida a la noche en que me echó, Daniel no llegó.
Me encontré mirando la puerta cada vez que sonaba la campanita. “Qué tonta eres, María”, me dije a mí misma. “Seguro ya se aburrió”. Pero a las 10:00 a.m., la puerta se abrió de golpe. Entró Daniel, empapado de pies a cabeza, escurriendo agua sobre el piso recién trapeado.
—Perdón por la hora —dijo, quitándose el cabello mojado de la frente—. Me paré a ayudar a una señora a cambiar la llanta de su coche bajo el aguacero. Nadie se detenía.
Lo miré. Ahí estaba, temblando de frío, con su ropa de trabajo arruinada, solo porque había decidido ayudar a una desconocida. Mi corazón dio un vuelco. Tomé una servilleta, escribí diez dígitos en ella y se la deslicé junto con su café caliente.
—¿Sabes qué? —le dije, sintiendo mis mejillas arder—. Aquí está el número que tanto pedías. La cara de Daniel se iluminó como si fuera Navidad o hubiera ganado la lotería… qué ironía pensar en eso ahora. —¿De verdad? —preguntó, incrédulo. —De verdad —sonreí—. Pero solo porque tienes un buen corazón.
Nuestra primera cita fue mágica. Me llevó a cenar tacos a un lugar sencillo pero delicioso frente al lago. Hablamos por horas. Me contó que trabajaba en construcción, que soñaba con ser arquitecto algún día. Yo le hablé de mis ganas de viajar, de conocer París o Nueva York.
—Te llevaré —me prometió esa noche, tomando mi mano sobre la mesa de plástico—. Viajaremos juntos. Tú, yo y el mundo.
Seis meses después, en esa misma cafetería, se arrodilló frente a todos los clientes. —María —dijo, con la voz temblorosa y una cajita de terciopelo en la mano—. Haces que todos mis días tengan sol. ¿Te quieres casar conmigo?
El lugar estalló en aplausos. Dije que sí entre lágrimas. Un señor mayor en la esquina invitó los cafés de todos para celebrar. Fue el día más feliz de mi vida. En nuestra boda, Daniel hizo una promesa frente al altar y frente a nuestras familias: —Prometo amarte en las buenas y en las malas. Cuando tengas miedo, te protegeré. Cuando me necesites, siempre estaré ahí.
Todos lloramos. Yo le creí cada palabra. No sabía que “siempre” tenía fecha de caducidad.
Capítulo 3: El Principio del Fin
La vida de casados era sencilla pero perfecta. Rentamos un departamentito en una colonia tranquila. Daniel trabajaba duro en la obra y yo seguía en la cafetería. Por las noches, cocinábamos juntos, veíamos series y soñábamos con el futuro.
—Quiero tres hijos —le dije una noche, acurrucada en su pecho. —¿Tres? —se rió Daniel—. Mejor cuatro. Dos niños y dos niñas. Y un perro. —Y un gato —agregué. —Y una casa con jardín para que corran.
Cuando descubrí que estaba embarazada un año después, bailamos en la sala. Daniel le hablaba a mi vientre plano, le cantaba canciones desafinadas y leía libros sobre “Cómo ser el mejor papá del mundo”. Pintó el cuarto extra de color amarillo. Compró zapatitos minúsculos. Todo era perfecto. Daniel era el hombre más amoroso que existía.
Pero a veces, las cosas perfectas se pudren por dentro sin que te des cuenta. Cuando tenía cuatro meses de embarazo, empecé a notar cosas raras. Pequeñas grietas en nuestra felicidad.
Una mañana, buscando calcetines en el cajón de Daniel, encontré unos papelitos arrugados al fondo. —Daniel —lo llamé—. ¿Qué es esto?
Eran tickets. No del súper, ni del cine. Eran tickets de apuestas deportivas. “Parlay de 5 equipos”, decían. Daniel entró al cuarto y, por un microsegundo, vi pánico en sus ojos. Pero enseguida puso esa sonrisa encantadora. —Ah, ¿eso? —dijo, quitándomelos suavemente—. Nada, amor. Unas quinielas con los de la chamba. Ya sabes, para ponerle emoción al partido del domingo. Son 50 pesitos.
—¿Apuestas? —pregunté, frunciendo el ceño. Nunca lo había visto apostar. —Tranquila, es solo diversión. No pasa nada.
Le creí. Porque lo amaba y porque 50 pesos no parecían gran cosa. Pero el instinto de una mujer, y más el de una madre, rara vez se equivoca. Esa sensación en mi estómago no eran pataditas del bebé. Era miedo.
Semanas después, el celular de Daniel no paraba de sonar. Mensajes, notificaciones. Incluso en la madrugada. —¿Quién es? —preguntaba yo, adormilada. —Nadie, cosas del trabajo —respondía él, volteando el teléfono boca abajo.
Luego, llegaron los avisos. —Daniel —le dije un sábado, con un sobre rojo en la mano—. Llegó el aviso de corte de luz. Dice que debemos dos meses. Él ni siquiera levantó la vista de su celular. Estaba viendo un partido de fútbol, mordiéndose las uñas. —Ah, sí. Se me pasó. El lunes lo pago. —Pero nosotros nunca nos atrasamos, Daniel. Yo te di el dinero la semana pasada.
—¡Se me olvidó, María! —me gritó, y el tono de su voz me asustó. Nunca me había hablado así—. Ya deja de molestar.
Esa tarde fui al cajero automático para sacar dinero para la despensa. Metí la tarjeta. “FONDOS INSUFICIENTES”. Me quedé helada. Intenté otra vez. Lo mismo. La cuenta de ahorros, donde guardábamos el dinero para el parto y el depósito de la casa… estaba vacía. Cero pesos con cero centavos.
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies.
Capítulo 4: El Abismo de la Ludopatía
Esperé a Daniel sentada en la cocina, con los estados de cuenta desplegados sobre la mesa como un mapa de nuestra destrucción. Cuando entró, vio mi cara y supo que se había acabado el juego.
—¿Dónde está nuestro dinero, Daniel? —pregunté, con la voz temblando—. ¿Dónde están los 30 mil pesos que ahorramos para el bebé?
Se dejó caer en la silla, pálido. —Tuve… tuve unos gastos. El coche falló y… —¡El coche está bien! —golpeé la mesa—. ¡Deja de mentirme! ¡Te gastaste todo en apuestas!
Hubo un silencio largo. Solo se escuchaba el zumbido del refrigerador. —Lo voy a recuperar —susurró finalmente, cubriéndose la cara con las manos—. María, te lo juro. Estuve a punto de ganar ayer. Si el delantero no hubiera fallado ese penal, tendríamos el doble. ¡El doble!
Lo miré horrorizada. No hablaba como mi esposo. Hablaba como un adicto. —Daniel, eso no es dinero real. ¡Es el futuro de tu hijo!
—¡Tú no entiendes! —se levantó de golpe, caminando de un lado a otro—. He estado estudiando las estadísticas. Ya sé cómo funciona. Solo necesito una racha buena. Una sola, y te llevo a París, te compro la casa, todo.
—No quiero París, Daniel. ¡Quiero pañales! ¡Quiero pagar la luz!
Desde esa noche, Daniel se transformó. Se volvió un fantasma en su propia casa. Desaparecía por horas. Vendió la televisión cuando yo no estaba. “Se descompuso”, me dijo, pero yo sabía la verdad. Vendió su reloj. Vendió hasta la licuadora.
Yo estaba de siete meses y tenía que lavar ropa ajena para poder comer, porque mi sueldo de la cafetería se iba en pagar las deudas que él dejaba. Mi madre me visitó un día y se horrorizó al verme tan flaca y ojeras. —Hija, ese hombre te está consumiendo. Tienes que dejarlo. —No puedo, mamá —lloraba yo—. Va a cambiar. Él me prometió que va a cambiar. Es el padre de mi bebé.
Qué ilusa fui. La situación explotó dos semanas antes de mi fecha de parto. Un hombre, un tipo con aspecto peligroso, tocó a nuestra puerta buscando a Daniel. —Dile a tu maridito que tiene 24 horas para pagarme los 10 mil pesos que me debe —me dijo, escupiéndole al suelo—. O se va a arrepentir.
Cuando Daniel llegó, lo confronté. —¡Vinieron a amenazarnos a la casa! —le grité—. ¡Estoy a punto de dar a luz y tengo miedo de abrir la puerta! —Ya lo voy a arreglar —dijo, con esa mirada maníaca en los ojos—. Tengo un dato seguro. Un partido arreglado en segunda división. Es dinero fácil, María. Solo necesito… necesito algo para apostar.
Me miró las manos. Específicamente, miró mi dedo anular. —No —dije, cubriendo mi mano—. Ni lo pienses. —Es la herencia de mi abuela, María. Es mi anillo. —¡Es mi anillo de bodas! ¡Es lo único que me queda!
—¡Préstamelo! —se abalanzó sobre mí. Forcejeamos. Yo, con mi panza de nueve meses, tratando de proteger lo último que tenía de dignidad. Él, ciego por la avaricia. Me lo arrancó del dedo, lastimándome la piel. —¡Te lo voy a traer de vuelta con intereses! —gritó mientras salía corriendo—. ¡Vas a ver! ¡Vas a ver que tengo razón!
Me quedé en el piso, llorando, acariciando mi dedo desnudo. Sabía que no lo volvería a ver. Ni al anillo, ni al dinero.
Esa noche, el partido “seguro” resultó ser un fracaso. Daniel perdió todo. El anillo, el dinero prestado, la dignidad. Llegó a casa empapado por la lluvia, con la mirada vacía. Yo estaba en la cama, sintiendo las primeras contracciones, aunque no quería decirle nada para no alterarlo.
—Perdí —dijo, parado en el marco de la puerta. No dije nada. ¿Qué podía decir? —¡Dí algo! —gritó—. ¡Dime que soy un inútil! ¡Dime que tenías razón! —Estoy cansada, Daniel —susurré—. Solo quiero dormir.
—¡Claro! Tú siempre cansada, siempre víctima. ¿Crees que no sé que tienes dinero escondido? Me congelé. Había guardado 500 pesos en una lata de café, escondida detrás de los productos de limpieza. Era para el taxi al hospital. Era mi único salvavidas. —No tengo nada.
Daniel empezó a destrozar el cuarto. Tiró los cajones, rompió el espejo. —¡Dámelo! ¡Sé que tienes dinero! ¡Necesito recuperarme! —¡Es para el hospital! —grité, tratando de levantarme—. ¡El bebé ya viene!
Encontró la lata. Sacó los billetes arrugados. Sus ojos brillaron con una esperanza enferma. —Con esto me alcanza. Con esto puedo entrar a la mesa de póker de Don Chuy. —Daniel… me duele mucho —gemí. El dolor era insoportable. Sentí líquido correr por mis piernas. Se me había roto la fuente.
Él miró el dinero. Luego me miró a mí, mojada, temblando, a punto de parir a su hijo. Y tomó su decisión.
—No voy a desperdiciar esto en un taxi —dijo. —¡Llévame tú! —supliqué. —Vendí el coche la semana pasada, María. ¿No te acuerdas? Se dirigió a la puerta. —Daniel, ¡no me dejes! ¡El bebé va a nacer!
Fue entonces cuando la bestia se apoderó de él completamente. —¡Tú tienes la culpa de mi mala suerte! —me gritó—. ¡Desde que te embarazaste soy un perdedor! ¡Lárgate! ¡Lárgate de mi casa!
Me sacó a empujones. Me tiró a la calle como si fuera basura. Y así, volvemos al inicio. Yo, en el suelo, bajo la lluvia, con un dolor que me desgarraba las entrañas, viendo cómo la puerta de mi hogar se cerraba en mi cara.
Pero lo que Daniel no sabía era que esa noche, al cerrarme la puerta, no me estaba destruyendo. Me estaba liberando. Y mientras él iba a perder sus últimos 500 pesos, yo estaba a punto de ganar el amor más grande de mi vida. Y también… estaba a punto de conocer a mi ángel guardián.
PARTE 2
Capítulo 5: Un Ángel bajo el Diluvio
La lluvia caía como látigos sobre mi espalda. El asfalto de la calle estaba helado, pero mi cuerpo ardía en fiebre y dolor. Cada contracción era un terremoto que sacudía mis cimientos. Intenté levantarme, pero mis piernas no respondían; eran gelatina.
—¡Ayuda! —grité, pero mi voz se ahogó en un trueno que retumbó sobre la colonia—. ¡Por favor, alguien ayúdeme!
Miré hacia las ventanas de los vecinos. La mayoría estaban oscuras; era martes por la noche y la gente trabajaba temprano. Solo se veía el resplandor de algún televisor lejano. Me arrastré unos centímetros hacia la luz de la farola, con la esperanza de que algún taxi o patrulla pasara, pero la calle estaba desierta. Solo los perros callejeros buscaban refugio.
—Por favor, mi amor, aguanta —le susurré a mi vientre, abrazándolo con mis brazos empapados—. No salgas todavía. Aquí no. No en la banqueta.
Pero la naturaleza no espera. Sentí una presión inmensa, una urgencia primitiva. Mi cuerpo se estaba partiendo en dos para dar vida, mientras mi alma se partía en mil pedazos por el abandono. Cerré los ojos, esperando lo peor, rezándole a la Virgencita que cuidara a mi bebé si yo no sobrevivía a esa noche.
De repente, escuché el chapoteo de unos pasos apresurados sobre los charcos. —¡Dios mío! ¡Mija! ¿Qué haces ahí tirada?
Abrí los ojos y vi una silueta borrosa acercándose. Era una mujer mayor, bajita pero robusta, cargando un paraguas enorme de colores. Era Doña Carmen, la vecina de al lado, esa señora que siempre salía a barrer su banqueta a las 6 de la mañana y que regañaba a los niños si jugaban con la pelota cerca de sus macetas.
—¡Doña Carmen! —sollocé, aferrándome a sus tobillos—. ¡Estoy pariendo! ¡Daniel me echó!
Doña Carmen tiró el paraguas al suelo para cubrirme y se arrodilló en el lodo sin importarle sus rodillas. —¿Cómo que te echó? ¡Ese desgraciado! —su cara se transformó en una máscara de furia protectora—. ¡A ver, respira, mija, respira!
Sacó su celular, un modelo viejito con teclas grandes, y marcó con dedos temblorosos. —¡Bueno! ¡Quiero una ambulancia en la Colonia San Miguel, calle Cedro número 45! ¡Tengo a una muchacha dando a luz en plena calle bajo la lluvia! ¡Sí, es urgente, carajo, se nos muere aquí!
Mientras esperábamos, Doña Carmen se quitó su rebozo de lana y me lo puso encima. Me acariciaba el pelo mojado, que se me pegaba a la cara. —Tranquila, María. No estás sola. Ya estoy aquí.
—Tengo miedo, Doña Carmen —lloré, temblando de frío—. No tengo dinero. Daniel se llevó lo del hospital. No tengo ni para el taxi. —¡Al diablo el dinero! —dijo ella firmemente—. Ahorita lo importante eres tú y esa criatura. Si ese infeliz no te quiso cuidar, aquí está tu vecina. Aquí está tu gente. En México nadie se queda solo si yo puedo evitarlo.
A lo lejos, escuchamos la sirena. Nunca un sonido me había parecido tan celestial. La ambulancia de la Cruz Roja dio la vuelta en la esquina, salpicando agua, y se detuvo frente a nosotras. Bajaron dos paramédicos, un hombre joven llamado Tomás y una chica llamada Sara. —¡Rápido, la camilla! —gritó Sara al ver mi estado.
Me subieron con cuidado. El dolor era cegador, pero sentí la mano rasposa y cálida de Doña Carmen apretando la mía. —Yo voy con ella —le dijo al paramédico—. No tiene a nadie más. Yo soy su… su abuela postiza, qué carambas.
—Súbale, madre —dijo Tomás—. Vámonos volando al Hospital General.
Mientras la ambulancia arrancaba, miré por la ventana trasera. La casa, mi casa, se veía oscura y siniestra bajo la lluvia. Daniel estaba ahí dentro, o tal vez ya se había ido a apostar mis últimos 500 pesos. En ese momento, mientras nos alejábamos a toda velocidad, sentí que dejaba atrás no solo una casa, sino una vida entera de mentiras.
Capítulo 6: Esperanza y Desesperación
El hospital olía a alcohol y a urgencia. Las luces fluorescentes del pasillo pasaban sobre mi cabeza como estrellas fugaces mientras corrían conmigo en la camilla.
—¡Dilatación completa! —gritó Sara—. ¡Ya se le ve la cabecita! ¡No llegamos a sala de partos, va a ser aquí en urgencias!
Me metieron en un cubículo con cortinas azules. Doña Carmen se quedó en la entrada, rezando el Rosario en voz alta, una letanía de Ave Marías que me daba ritmo para respirar. —¡Empuje, María! —ordenó el doctor de guardia, un hombre con cara de cansancio pero manos firmes—. ¡Con ganas!
Empujé. Empujé con toda la rabia que tenía guardada. Empujé pensando en cada mentira de Daniel, en cada billete perdido, en cada noche que dormí sola esperando a que llegara. Y luego, empujé pensando en el amor, en las ganas de ver la cara de esa personita que no tenía la culpa de nada.
—¡Ahhh! —grité, sintiendo que mi cuerpo se desgarraba.
Y entonces, el silencio se rompió. Un llanto. Fuerte, agudo, lleno de vida. —¡Es una niña! —anunció el doctor, levantando a una criatura morada y arrugada que pataleaba con fuerza—. ¡Mire nada más qué pulmones!
Me la pusieron en el pecho. Estaba calientita, cubierta de vernix, pero era lo más hermoso que mis ojos habían visto jamás. Abrió un ojito y me miró. Juro que me miró. Lloré, pero esta vez de alivio. —Hola, mi amor —susurré, besando su cabecita húmeda—. Soy mamá. Ya estás a salvo.
Doña Carmen se asomó por la cortina, con los ojos llenos de lágrimas. —¡Ay, qué preciosidad! —exclamó—. ¿Cómo se va a llamar, mija? Lo pensé un segundo. Solo había un nombre posible después de haber sobrevivido a esa noche. —Esperanza —dije—. Se llama Esperanza.
Mientras tanto, al otro lado de la ciudad, en un cuarto lleno de humo de cigarro y olor a cerveza rancia, Daniel estaba viviendo su propio “parto”, pero uno de miseria. Estaba en la mesa de póker de Don Chuy, un lugar clandestino detrás de una vulcanizadora. —Voy con todo —dijo Daniel, empujando mis 500 pesos al centro de la mesa. Sus manos temblaban.
El otro jugador, un tipo con cicatriz en la ceja, sonrió y mostró sus cartas. Escalera real. Daniel miró sus cartas. Un par de doses. Nada. Se acabó. —Perdiste, carnal —dijo el tipo, barriendo el dinero—. Sáquese de aquí si no trae más lana.
Daniel se quedó mirando el fieltro verde de la mesa. Los 500 pesos que le había robado a su esposa en labor de parto habían durado exactamente 15 minutos. Salió a la calle. La lluvia seguía cayendo. De repente, la realidad lo golpeó como un ladrillo en la cara. No tenía dinero. No tenía el anillo de su abuela. No tenía coche. Y lo peor… se dio cuenta de lo que había hecho.
—María… —susurró. Corrió. Corrió bajo la lluvia hacia el Hospital General, el único lugar público donde atienden urgencias sin seguro privado. Llegó empapado, jadeando, con los zapatos llenos de lodo.
—¡Busco a mi esposa! —le gritó a la recepcionista—. ¡María! ¡Estaba embarazada! La recepcionista, una señora con lentes que había visto de todo, lo miró de arriba abajo con desprecio. —¿Usted es el marido? —preguntó—. La señora María acaba de dar a luz a una niña sana. —¡Gracias a Dios! —Daniel intentó pasar—. Voy a verlas.
—¡Alto ahí! —la recepcionista se paró—. La paciente dio instrucciones claras. Y la señora que venía con ella, una tal Doña Carmen, me dijo que si usted aparecía, llamara a seguridad. —¿Qué? Soy el padre… —Usted es el hombre que la dejó tirada en la banqueta, ¿verdad? —la voz de la recepcionista se elevó, y la gente en la sala de espera volteó a ver—. Aquí las noticias vuelan, joven. Lárguese antes de que llame a la policía.
Daniel retrocedió. Las miradas de las otras personas en la sala de espera eran puñales. “Poco hombre”, murmuró una señora. “Desgraciado”, dijo otro. Salió del hospital derrotado. Esa noche, el padre de mi hija durmió acurrucado bajo un puente peatonal, temblando de frío, mientras yo dormía abrazada a la verdadera riqueza de mi vida: mi pequeña Esperanza.
Capítulo 7: La Caída del Villano y el Renacer
Las semanas siguientes fueron una lección de karma para Daniel y una lección de solidaridad para mí. En la colonia, el chisme corrió más rápido que el agua. Doña Carmen se encargó de que cada vecina, cada tendero y cada perro supiera lo que Daniel había hecho.
—¡Lo corrieron de la obra! —me contó Doña Carmen un día, mientras me ayudaba a cambiar a Esperanza—. El arquitecto se enteró porque su esposa es prima de la recepcionista del hospital. Le dijo que no quería “basura” trabajando en sus edificios.
Daniel se convirtió en el apestado del barrio. Nadie le fiaba en la tienda. Sus amigos de parranda le dieron la espalda; incluso entre los apostadores hay códigos, y dejar a tu mujer pariendo en la calle rompe todos. Lo vieron durmiendo en parques, sucio, barbudo, pidiendo monedas. Tocó fondo. El hombre que se sentía el rey del mundo con un boleto de lotería en la mano, ahora peleaba con los gatos por un pedazo de torta en la basura.
Por mi parte, descubrí que la familia no siempre es de sangre. Doña Carmen me prestó un cuarto en su casa. “Para que no estés sola, mija”, me dijo. Las vecinas llegaban con ollas de tamales, atole, bolsas de pañales y ropita usada pero limpia. —Tenga, vecina, para la niña —me decían—. Usted échele ganas.
La dueña de la cafetería donde trabajaba antes, la señora Paty, vino a verme. —En cuanto te sientas lista, tu trabajo te está esperando, María. Y puedes traer a la niña; le acomodamos un corralito en la bodega para que la vigiles.
Lloré de agradecimiento. No tenía marido, no tenía ahorros, pero tenía una comunidad. Tenía un pueblo que me sostenía. Me volví fuerte. Cada vez que miraba a Esperanza, con sus ojitos negros y curiosos, sentía una fuerza de leona. Trabajaba doble turno, ahorraba cada centavo en la misma lata de café (que ahora guardaba bajo llave), y poco a poco, fui comprando mis cosas. Una cuna. Una estufita.
Pasaron seis semanas. Esperanza ya sonreía. Era idéntica a él, a Daniel, pero con mi barbilla. A veces me dolía verla y recordar, pero el amor era más grande que el rencor.
Un martes por la tarde, tocaron a la puerta de Doña Carmen. Yo estaba doblando ropa. Doña Carmen abrió y se quedó parada en el marco, bloqueando la entrada con su cuerpo ancho. —¿Qué quieres aquí? —le ladró a alguien. —Quiero verlas… por favor, Doña Carmen. Solo quiero verlas.
Esa voz. Rasposa, rota, humilde. Me acerqué despacio. Ahí estaba Daniel. Pero no era el Daniel soberbio que me echó. Estaba flaco, los pómulos marcados, la ropa desgastada pero limpia, como si la hubiera lavado en un lavadero público. Tenía las manos entrelazadas y la cabeza gacha.
—María… —dijo al verme. Sus ojos se llenaron de agua—. Perdóname. Sé que no tengo derecho a pedir nada, pero… supe que nació. Supe que es niña.
Doña Carmen estaba a punto de cerrarle la puerta en las narices, pero le puse una mano en el hombro. —Déjelo, Doña Carmen —dije suavemente. —Mija, este hombre casi te mata. —Lo sé. Pero Esperanza tiene derecho a saber quién es su padre. Aunque sea para que él vea lo que perdió.
Capítulo 8: El Largo Camino a la Redención
Daniel entró a la salita. Se quedó de pie, sin atreverse a sentarse en el sillón cubierto de plástico. Yo fui al cuarto y regresé con Esperanza en brazos. Ella estaba despierta, chupándose el dedo.
Cuando Daniel la vio, se rompió. Cayó de rodillas en el piso de mosaico y empezó a llorar con un llanto feo, profundo, de esos que salen del estómago. —Es… es perfecta —balbuceó entre sollozos—. Dios mío, es perfecta.
—Se llama Esperanza —dije, manteniéndome firme, aunque por dentro temblaba—. Porque es lo único que me mantuvo viva esa noche.
Daniel levantó la cara. Estaba bañada en lágrimas. —Soy un monstruo, María. Lo sé. He estado viviendo en el infierno estas semanas, y me lo merezco. Cada vez que cierro los ojos te veo bajo la lluvia. —No busco tus disculpas, Daniel —le dije fría—. Las palabras no pagan pañales. Las palabras no borran el miedo que sentí.
—Lo sé. No vengo a pedirte que vuelvas conmigo. Sé que perdí ese privilegio. Vengo a decirte que… que voy a cambiar. De verdad. Sacó un papelito del bolsillo de su pantalón. Era una ficha de un grupo de Neuróticos Anónimos y Jugadores Anónimos. —Llevo dos semanas yendo. Conseguí trabajo de velador en una bodega. No gano mucho, pero… —sacó un billete de 200 pesos arrugado y lo puso en la mesa—. Esto es para ella. Es todo lo que me sobró de la semana. No aposté ni un peso.
Miré el billete. Luego lo miré a él. —¿Quieres cargarla? —pregunté. Daniel abrió los ojos como platos. —¿Me dejas? —Lávate las manos primero. Bien lavadas.
Cuando tomó a Esperanza en sus brazos, temblaba tanto que tuve que ayudarle a acomodarla. La niña, bendita inocencia, le sonrió. Daniel enterró su cara en el pechito de la bebé y lloró en silencio. —Te prometo, hija… —susurró—. Te prometo que voy a ser un hombre del que no te avergüences. Me va a tomar la vida entera, pero lo voy a hacer.
Le permití quedarse diez minutos. Luego, Doña Carmen, que vigilaba desde la cocina con un cucharón en la mano por si acaso, le dijo que ya era hora. —Vete, Daniel —le dije en la puerta—. Si sigues yendo a las reuniones, y si traes dinero para la niña cada semana, te dejaré verla. Pero a la primera falla, a la primera apuesta… no nos vuelves a ver nunca. —No fallaré —dijo él. Y por primera vez en años, le creí. No porque confiara en él, sino porque vi el miedo en sus ojos. El miedo a perder lo único puro que le quedaba.
Un año después…
Es domingo. Estamos en el parque de la colonia. Yo empujo el columpio donde Esperanza, que ya tiene un año y dos dientes, se ríe a carcajadas. —¡Más alto, mamá! —balbucea en su idioma de bebé.
A unos metros, sentado en una banca, está Daniel. Se ve mejor. Ha subido de peso, viste ropa sencilla pero decente. Sigue trabajando de velador y ahora también lava coches los fines de semana. Me entrega un sobre cada viernes, sin falta. Nunca es mucho, pero es constante. No hemos vuelto. No creo que volvamos nunca; el amor romántico se murió esa noche bajo la lluvia. Pero ha nacido algo diferente: un respeto cauteloso.
Él se acerca con un helado de limón para la niña. —Ten, chaparrita —dice, limpiándole la boca con ternura. Esperanza le sonríe y dice: —¡Papá! El rostro de Daniel se ilumina. Es su premio mayor. Mejor que cualquier lotería, mejor que cualquier quiniela.
Me mira y asiente con la cabeza, un gesto de gratitud infinita. Yo le devuelvo el gesto. Aprendí que el perdón no es para el que te ofendió, es para uno mismo, para no cargar con el veneno. Daniel está luchando sus batallas, día a día, contra su adicción. Y yo… yo gané mi propia batalla.
Miro al cielo. Ya no hay nubes negras. El sol brilla fuerte sobre nosotras. —Vámonos, Esperanza —le digo, cargándola—. La abuela Carmen hizo mole.
Daniel se queda en el parque, viéndonos alejar, con la lección aprendida a fuego: Nunca apuestes lo que no estás dispuesto a perder, porque la familia es la única fortuna que no se recupera con dinero.
FIN.