PARTE 1: LA TORMENTA
CAPÍTULO 1: LA NOCHE MÁS FRÍA
El portazo retumbó en mis oídos, ahogando por un segundo el ruido de la tormenta que azotaba la ciudad. Me quedé paralizada en la banqueta, sintiendo el concreto helado bajo mis plantas desnudas. El vestido de encaje beige, ese que había comprado con tantos sacrificios para la cena de Navidad de la empresa de mi padrastro, ahora se pegaba a mi cuerpo como una segunda piel congelada.
—¡Por favor, Ramón! —grité, golpeando la madera maciza—. ¡Solo déjame sacar mis zapatos! ¡Tengo frío!
—¡Aquí no hay nada tuyo, malagradecida! —su voz se escuchaba distorsionada desde el otro lado—. ¡Deberías darme las gracias por no haberte botado el día que se murió tu madre!
La lluvia caía más fuerte, una de esas lluvias de la Ciudad de México que calan hasta el alma. Me abracé a mí misma, intentando dejar de temblar. Tres años. Tres malditos años aguantando sus miradas lascivas, sus comentarios sobre mi cuerpo, sus manos “accidéntales” en mi cintura. Pero esta noche, cuando me acorraló en la cocina con el aliento apestando a tequila barato, algo se rompió en mí. Lo empujé con todas mis fuerzas. Y él… él me echó como si fuera basura.
Mis pies, ya entumecidos y azules, me llevaron por inercia hacia la parada del camión, esa que usaba todos los días para ir a dar mis clases de danza. El refugio de metal y cristal estaba grafiteado y olía a humedad, pero en ese momento me pareció un palacio.
Me dejé caer en la banca, encogida en posición fetal.
—Oiga, señorita… ¿está bien?
Alcé la vista. Una niña pequeña me observaba. Tenía unos ojos color café profundo, enormes y preocupados. Llevaba un gorro gris de lana, una chamarra roja que claramente era de segunda mano y le quedaba grande, y unas botas mineras gastadas.
—Yo… sí, estoy bien —mentí, tratando de que no me temblara la voz.
La niña ladeó la cabeza. No me creyó ni un segundo. —No es cierto. Está temblando re harto y no trae zapatos. ¿Qué hace aquí tan noche? ¿Dónde están sus papás?
Una risa rota escapó de mis labios. —No tengo papás. Mi mamá murió hace tres años. Y al que le decía papá… bueno, ya no importa.
La niña se sentó a mi lado con una naturalidad pasmosa. —Yo tampoco tengo papás. Mi mamá se fue al cielo hace mucho. Ahora vivo… bueno, en casas prestadas.
Se me heló la sangre. DIF. Acogida temporal. —¿Y tú? —preguntó ella—. ¿Dónde es tu casa?
—No tengo casa —susurré, y decirlo en voz alta lo hizo real—. Me acaban de correr.
La niña asintió y abrió una bolsa de papel arrugada. —Tenga. Me ofreció la mitad de una torta de jamón. —Está buena. La señora Carmen me la dio en la mañana.
—No puedo, tú la necesitas.
—Tómela. Yo tengo y usted no. Así es esto. —Su lógica era aplastante. Tomé el pedazo con manos temblorosas. Sabía a gloria—. Me llamo Esperanza, pero dígame Espe.
—Isabela.
Esperanza me miró fijamente y dijo algo que se me quedaría grabado para siempre: —Sabe qué, Isabela… Usted no tiene casa y yo no tengo mamá. Pero ahorita nos tenemos la una a la otra.
CAPÍTULO 2: EL EXTRAÑO DE LA BATA BLANCA
Las lágrimas se mezclaron con la lluvia en mi cara. Esa niña, que no tenía nada, me estaba dando una lección de humanidad que ningún adulto me había dado jamás.
—Oigan…
Una voz masculina nos hizo saltar. Un hombre alto se acercaba desde la calle, sorteando los charcos. Tenía el pelo oscuro empapado y una expresión de alarma genuina. Debajo de su abrigo negro, alcancé a ver un uniforme azul. Scrubs médicos.
—¿Están bien? —preguntó, deteniéndose a una distancia prudente—. Hace demasiado frío para estar aquí.
Me tensé de inmediato. En esta ciudad, aprendes a desconfiar. Abracé a Esperanza, protegiéndola con mi cuerpo. —Estamos bien. Siga su camino.
El hombre frunció el ceño al ver mis pies descalzos. —Soy el Dr. Mateo Ruiz. Trabajo en el Hospital Infantil San Rafael, aquí a la vuelta. Salí de mi turno de noche… Miren, va a bajar la temperatura a cero grados. No pueden quedarse aquí.
—¿Es doctor de niños? —preguntó Esperanza, asomando la cabeza.
—Soy psicólogo infantil —dijo él, suavizando la voz—. Ayudo a los niños cuando están tristes o asustados.
Isabela lo estudió. No había malicia en sus ojos, solo cansancio y preocupación. —Mire, doctor —dije, tratando de sonar firme—. No vamos a ir a ningún lado con un extraño.
—Lo entiendo —dijo Mateo—. Pero mi departamento está a cinco minutos caminando. Tengo calefacción, comida caliente y un sofá cama. Pueden quedarse solo esta noche. Mañana buscamos una solución.
—¿Por qué haría eso por nosotras? —espeté.
Mateo señaló a Esperanza, que empezaba a tiritar. —Porque ella es una niña. Porque tú estás descalza en una tormenta. Y porque a veces, hacer lo correcto es la única opción que uno tiene para poder dormir tranquilo.
Miré a Esperanza. Sus labios empezaban a ponerse morados. —Isabela… —susurró la niña—. Creo que podemos confiar en él. Tiene ojos buenos.
Cerré los ojos un segundo. Era una locura. Pero quedarnos ahí era una sentencia de muerte. —Está bien —dije—. Pero si intenta algo…
—No intentaré nada —prometió Mateo—. Vamos, el café está esperando.
PARTE 2: LA FAMILIA ACCIDENTAL Y LA TORMENTA PERFECTA
CAPÍTULO 3: EL PLAZO DE LAS 72 HORAS
El sonido de la puerta cerrándose tras Carmen, la trabajadora social, dejó un silencio denso en el departamento, solo roto por el zumbido del refrigerador y el lejano claxon de algún taxista impaciente en la avenida.
Me quedé de pie en medio de la sala, sintiéndome como una intrusa en un museo. El departamento de Mateo no era lujoso, pero tenía ese orden masculino y funcional que gritaba “estabilidad”, algo que yo no había tenido en años. Había libros de psicología apilados en el suelo, una planta (un teléfono) que trepaba por una repisa y el olor persistente a café de grano y madera vieja.
—72 horas —murmuré, sintiendo que el aire se me escapaba de los pulmones.
Esperanza estaba sentada en el sofá, con las piernas colgando, balanceando sus botas militares gastadas. Me miraba como si yo tuviera el plan maestro para salvar el universo, cuando en realidad ni siquiera sabía dónde iba a dormir mañana.
—¿Eso es mucho o poquito? —preguntó la niña, arrugando la nariz.
Mateo se pasó una mano por el cabello, desordenándolo aún más. Se veía agotado. Las ojeras bajo sus ojos contaban la historia de un turno nocturno en el hospital seguido de este drama doméstico imprevisto.
—Es tiempo suficiente, Espe —dijo él, forzando una sonrisa que no le llegaba a los ojos—. Pero tenemos reglas. Si vamos a hacer esto, Isabela, necesitamos un plan de guerra. Siéntate.
Me senté en el borde del sillón, lo más lejos posible de él. Mi instinto de supervivencia seguía gritando que corriera. Los hombres que ofrecen ayuda “desinteresada” suelen cobrarla muy caro después. Ramón me había enseñado eso a la mala.
—Primero: comida y ropa —dijo Mateo, sacando una libreta y una pluma—. No puedes ir a buscar trabajo con ese vestido de fiesta arruinado. Segundo: documentación. ¿Tienes tu INE? ¿CURP? ¿Algo?
Negué con la cabeza, sintiendo la vergüenza arder en mis mejillas. —Ramón se quedó con todo. Salí solo con lo puesto y mi bolsa de mano. Tengo mi celular y… creo que unos cincuenta pesos en monedas.
Mateo suspiró, pero no con fastidio, sino con resignación. —Vale. Sin documentos es difícil, pero no imposible. Tengo una amiga en el Registro Civil que nos puede ayudar a sacar copias certificadas si tienes tus datos de memoria. ¿Y Ramón? ¿Va a buscarte?
El nombre de mi padrastro hizo que un escalofrío me recorriera la espalda. —Él… él es vengativo. Si se entera de que estoy aquí, no solo vendrá por mí. Te hará daño a ti también. Es un hombre con dinero y malas amistades. Mateo, de verdad, no tienes por qué meterte en esta bronca.
Mateo dejó la pluma y me miró fijamente. Sus ojos eran de un café claro, casi ámbar, y tenían una intensidad que me obligó a desviar la mirada. —Ya estoy metido, Isabela. Desde el momento en que metí a una niña fugitiva y a una mujer descalza en mi sala. Ahora, la prioridad es que Carmen no tenga excusas para llevarse a Esperanza a Puebla.
Esa tarde se convirtió en una extraña danza doméstica. Mateo sacó ropa de una caja de donaciones que tenía guardada para sus pacientes del hospital: unos jeans que me quedaban un poco grandes y una sudadera gris. Me di un baño caliente. Dios, el agua caliente. Lloré bajo la regadera durante veinte minutos, dejando que el lodo y la humillación de la noche anterior se fueran por el desagüe. Cuando salí, oliendo a jabón neutro y con el cabello mojado, me sentí humana otra vez.
La noche cayó rápido sobre la ciudad. Mateo preparó molletes con pico de gallo para cenar. Algo tan sencillo, tan chilango, tan casero. Nos sentamos los tres en la pequeña mesa redonda de la cocina.
—Están ricos —dijo Esperanza con la boca llena, manchándose de frijoles—. Mi mamá hacía molletes, pero les ponía chorizo.
—A la próxima les ponemos chorizo, te lo prometo —dijo Mateo, limpiándole la mejilla con una servilleta. Lo hizo con tanta delicadeza que algo se me estrujó en el pecho. ¿Cómo podía un extraño tratarla con más cariño en un día que su propia familia de acogida en meses?
Más tarde, acomodamos a Esperanza en la cama de Mateo. Él sacó unas cobijas y armó un fuerte de almohadas en el sofá para él, insistiendo en que yo durmiera en un colchón inflable que sacó del clóset, alegando que el sofá le destrozaría la espalda a cualquiera que no estuviera acostumbrado.
—Descansa, Isabela —me dijo antes de apagar la luz de la sala—. Mañana empieza la batalla.
Me quedé mirando el techo en la penumbra, escuchando los ruidos del edificio: el vecino de arriba arrastrando muebles, un perro ladrando, las sirenas lejanas. No podía dormir. Cada vez que cerraba los ojos, veía la cara de Ramón, roja de ira, y sentía sus manos intentando agarrarme.
De repente, un grito ahogado rompió el silencio. Venía de la recámara. Salté del colchón y corrí hacia el cuarto, con el corazón en la garganta. Mateo llegó un segundo después que yo.
Esperanza estaba sentada en la cama, empapada en sudor, con los ojos abiertos pero sin ver nada. Gritaba en silencio, boqueando por aire. —¡No! ¡No me encierres! ¡Está oscuro!
—Espe, mi vida, despierta —susurré, acercándome con cuidado. Sabía lo que eran los terrores nocturnos; mi madre los tenía después de casarse con Ramón.
—¡Mamá! —sollozó la niña.
Me senté en la orilla de la cama y la abracé. Ella se aferró a mi sudadera con una fuerza desesperada, temblando como una hoja. —Shh, aquí estoy. Soy Isabela. Estás segura. Nadie te va a encerrar. Mira, hay luz.
Mateo encendió la lámpara de la mesita de noche, una luz cálida y tenue. Se quedó en el marco de la puerta, observando la escena con una expresión indescifrable. Empecé a tararear una canción de cuna, una vieja que mi abuela me cantaba: “Duérmase mi niña, duérmase mi sol…”
Poco a poco, la respiración de Esperanza se calmó. Sus puños se relajaron. —¿Isabela? —susurró, con la voz pastosa.
—Aquí estoy, chaparra.
—Soñé con el sótano. El de la casa del señor Vargas.
Sentí una oleada de furia pura. El señor Vargas, su anterior padre de acogida. —Ya no existe ese sótano, Espe. Aquí no hay sótanos. Solo hay un doctor que hace molletes y una bailarina que te quiere mucho.
Ella asintió y cerró los ojos, pero no me soltó. Me quedé ahí, acariciándole el pelo, hasta que su respiración se volvió profunda y rítmica. Cuando levanté la vista, Mateo seguía ahí.
—Tienes un don —susurró él.
—No es un don —respondí, con la voz quebrada—. Es que conozco el miedo. Sé a qué huele. Y sé que lo único que lo espanta es saber que no estás solo en la oscuridad.
Mateo asintió lentamente. —Mañana te acompaño a buscar trabajo. No voy a dejar que enfrentes la ciudad sola.
—Puedo hacerlo sola, Mateo.
—Lo sé. Pero ya no tienes que hacerlo.
Esa frase se quedó flotando en el aire, más pesada y más cálida que cualquier cobija.
CAPÍTULO 4: LA BÚSQUEDA Y EL SABOTAJE
El segundo día amaneció gris, con esa capa de smog que a veces ahoga a la Ciudad de México y hace que el sol parezca una moneda vieja y gastada. Teníamos 48 horas restantes.
El plan era sencillo pero brutal: conseguir una oferta de trabajo por escrito para demostrar “estabilidad económica futura” a Carmen, y recuperar mis documentos. Mateo se llevó a Esperanza a la clínica donde trabajaba —la escondió en su consultorio con un iPad y libros de colorear— mientras yo me lanzaba a la jungla de asfalto.
Me puse los zapatos que Mateo le había pedido prestados a una vecina: unos tenis dos tallas más grandes que rellené con papel de baño. Me sentía ridícula, pero la necesidad tiene cara de perro.
Mi primera parada fue la academia de danza donde había trabajado los últimos dos años. La Academia “Bellas Artes del Sur”, un localito pretencioso en la colonia Del Valle. La dueña, la señora Grotowski, siempre me había pagado en efectivo para evitar impuestos, pero esperaba que al menos me diera una carta de recomendación.
Entré y la campanilla de la puerta sonó. El olor a duela y resina me golpeó con nostalgia. —¿Señora Grotowski?
La mujer salió de su oficina, ajustándose los lentes. Al verme con la ropa prestada y el cabello recogido en una coleta apresurada, hizo una mueca. —Isabela. Vaya facha. No viniste ayer. Dejaste a las niñas de pre-ballet plantadas.
—Lo siento mucho, tuve una emergencia personal grave. Necesito pedirle un favor enorme. Necesito una carta que diga que trabajo aquí. Solo eso. Para un trámite legal.
La señora Grotowski se cruzó de brazos y soltó una risa seca. —¿Trabajas aquí? Isabela, querida, tu padrastro vino hoy en la mañana.
El suelo se abrió bajo mis pies. —¿Ramón? ¿Estuvo aquí?
—Sí. Un hombre encantador, muy preocupado. Nos dijo que has recaído en… tus vicios. Que robaste dinero de su casa y huiste. Nos advirtió que si te dábamos trabajo, nos veríamos implicados en una investigación policial.
—¡Eso es mentira! —grité, sintiendo las lágrimas de impotencia picar en mis ojos—. ¡Él me golpeaba! ¡Él me echó!
—Mira, no quiero escándalos. Aquí vienen niñas de buenas familias. No puedo tener a una… criminal, según tu padre, dando clases. Estás despedida. Y si no te vas ahora, llamo a la patrulla.
Salí de ahí temblando de rabia. Ramón se me había adelantado. Me estaba cerrando las puertas antes de que siquiera pudiera tocarlas.
Caminé sin rumbo durante horas. Fui a cafeterías, a tiendas de ropa, a fondas económicas buscando letreros de “Se solicita ayudante”. En todas partes me pedían solicitud elaborada, comprobante de domicilio, cartas de recomendación. La burocracia mexicana es un muro imposible de escalar si no tienes papeles.
Al mediodía, el hambre me dobló. Me senté en una banca de un parque, viendo a la gente pasar: oficinistas comiendo tortas, vendedores ambulantes gritando “¡Gorditas de nata!”, parejas tomadas de la mano. Me sentía invisible. Desechable.
Mi celular vibró. Era Mateo. “¿Cómo vas? Espe está preguntando por ti. Dice que si ya eres millonaria.”
Sonreí, una sonrisa triste. “Me cerraron todas las puertas. Ramón estuvo en la academia. Les dijo que soy una ladrona y drogadicta.”
La respuesta de Mateo llegó enseguida: “Voy por ti. Mándame tu ubicación.”
Veinte minutos después, el coche modesto de Mateo, un sedán gris lleno de abolladuras, se detuvo frente al parque. Esperanza estaba en el asiento de atrás, con los vidrios abajo, saludando frenéticamente.
—Súbete —dijo Mateo, con la mandíbula tensa.
—No conseguí nada —dije al entrar, sintiendo que había fallado—. Carmen se la va a llevar mañana.
—Todavía no —dijo Mateo, arrancando el coche con brusquedad—. Tengo un plan B. Pero primero vamos a comer. Nadie piensa bien con el estómago vacío.
Nos llevó a un mercado en Coyoacán. El lugar era un caos de colores, olores a fritanga, fruta fresca y flores. Nos sentamos en un puesto de quesadillas. Mateo pidió tres de chicharrón prensado y refrescos.
—Escucha, Isabela —dijo él, limpiando la mesa de hule con una servilleta—. Si Ramón te boletinó en tu mundo, tenemos que buscar en el mío. En la clínica necesitamos una recepcionista auxiliar para el turno de la tarde. La paga no es una millonada, pero es formal. Con seguro social.
—¿Puedes hacer eso? ¿Contratarme así nada más?
—Soy socio minoritario de la clínica. Puedo contratar a quien se me dé la gana. Y tú eres organizada, hablas bien y tienes presencia.
—Mateo, estás arriesgando tu reputación. Si Ramón se entera…
—Que se entere. Quiero que se entere. Quiero que sepa que no estás sola.
En ese momento, una sombra cayó sobre nuestra mesa. Levanté la vista, esperando ver a un mesero, pero me encontré con dos hombres corpulentos, vestidos con chamarras de cuero baratas y lentes oscuros, a pesar de que estábamos bajo el techo de lámina del mercado.
—¿Tú eres la tal Isabela? —preguntó uno de ellos, con acento arrastrado y dientes amarillos.
Instintivamente, Mateo se puso de pie, interponiéndose entre ellos y nosotras. —¿Quién pregunta?
—No es contigo, doctorcito —dijo el otro tipo, escupiendo al suelo—. Venimos a darle un recado a la señorita de parte del Patrón. Dice que le devuelvas lo que te llevaste o que te atengas a las consecuencias. Y dice que la niña… bonita niña, por cierto… sería una lástima que le pasara algo.
La mención de Esperanza hizo que viera rojo. Me levanté de golpe, tirando el banco. —¡No se atrevan a mirarla!
Mateo no retrocedió. A pesar de que los tipos eran más grandes y claramente peligrosos, él se plantó firme. —Estamos en un lugar público —dijo Mateo con voz calmada pero gélida—. Hay policías en la esquina. Tienen tres segundos para largarse antes de que grite que están intentando secuestrar a una menor. Y créanme, en este mercado, si grito “secuestradores”, la gente los lincha antes de que llegue la patrulla.
Los matones miraron alrededor. La señora de las quesadillas ya tenía un cuchillo cebollero en la mano, mirándolos mal. El carnicero de enfrente había dejado de picar carne y nos observaba. La solidaridad del barrio mexicano: nadie se mete con los clientes.
—Estás advertida, flaca —gruñó el primero—. El tiempo corre.
Se dieron la vuelta y se perdieron entre la multitud. Mis piernas fallaron y me dejé caer en el banco, temblando incontrolablemente. —Saben dónde estamos —susurré—. Nos siguieron.
Esperanza estaba pálida, agarrando su quesadilla con tanta fuerza que la había aplastado. —¿Eran amigos del señor Vargas?
—No —dijo Mateo, tomando mi mano sobre la mesa y apretándola fuerte—. Eran cobardes contratados por un cobarde mayor. Pero cometieron un error.
—¿Cuál? —pregunté.
—Amenazaron a una niña frente a un barrio entero. Vámonos. No es seguro estar aquí afuera.
El camino de regreso fue silencioso. La amenaza había dejado de ser digital. Ahora era física, real y olía a violencia barata. Pero había algo más: la mano de Mateo no había soltado la mía hasta que llegamos al coche. Y por primera vez, sentí que tenía un escudo.
CAPÍTULO 5: FANTASMAS DEL PASADO Y UNA VISITA INESPERADA
De vuelta en el departamento, la tensión era palpable. Cerré todas las cortinas y puse el seguro de la puerta. Mateo se puso a hacer llamadas frenéticas en la cocina, hablando en voz baja sobre “órdenes de restricción” y “seguridad privada”.
Esperanza estaba callada, dibujando monstruos negros en una hoja de papel. Me senté con ella. —Oye, esos monstruos dan miedo.
—Son los hombres malos —dijo ella sin levantar la vista—. Siempre encuentran dónde estamos. Por eso me escapo. Para que no encuentren a las personas que me cuidan.
Se me rompió el corazón. —Espe, mírame. Tú no eres un peligro. Tú eres un regalo. Y nadie, escucha bien, nadie va a lastimarte mientras yo respire.
—Pero no tienes casa —dijo ella con su lógica brutal.
—Tengo algo mejor. Tengo coraje. Y tengo a Mateo.
En ese momento, el timbre sonó. Los tres saltamos. Mateo salió de la cocina, con el celular en la mano. —No espero a nadie.
Miró por la mirilla y soltó una maldición en voz baja. —Mierda.
—¿Son los tipos del mercado? —pregunté, buscando algo para usar como arma. Un jarrón, lo que fuera.
—Peor. Es Lucía.
—¿Quién es Lucía?
—Mi ex prometida. Y abogada de la firma que representa a la empresa de tu padrastro.
Abrí los ojos como platos. ¿El destino podía ser más cruel? Mateo abrió la puerta antes de que ella empezara a gritar.
Lucía entró como un huracán de perfume caro y superioridad moral. Era guapísima, de esa manera intimidante y perfecta: cabello rubio impecable, traje sastre azul marino, tacones de aguja que repiqueteaban en la duela.
—Mateo, tenemos que hablar. Ahora. —Su mirada cayó sobre mí y luego sobre Esperanza. Hizo una mueca de disgusto—. Veo que el rumor es cierto. Has convertido tu departamento en un albergue de caridad.
—Hola, Lucía. ¿Qué haces aquí? —Mateo cruzó los brazos, bloqueándole el paso hacia la sala.
—Vengo a salvarte el pellejo, como siempre. —Lucía sacó un sobre manila de su bolso—. Mi cliente, el señor Ramón Heredia, está muy molesto. Dice que estás refugian a su hijastra fugitiva y a una menor secuestrada. Me pidió que iniciara una demanda contra ti por obstrucción de justicia y secuestro. Podrías perder tu licencia, Mateo.
Sentí que la bilis me subía a la garganta. —Yo no secuestré a nadie —dije, dando un paso al frente—. Y Ramón es un abusador.
Lucía me miró de arriba abajo, deteniéndose en mis tenis prestados. —Tú debes ser Isabela. La “víctima”. Mira, querida, no sé qué cuento le vendiste a Mateo, él siempre ha tenido complejo de salvador, le encanta recoger gatitos heridos. Pero Ramón es un hombre respetable. Tú eres una chica sin oficio ni beneficio con un historial de inestabilidad.
—¡Cállate! —gritó Mateo. Su voz retumbó en las paredes—. No hables de ella así. No tienes idea de lo que ha pasado.
—¿Ah, no? —Lucía se acercó a él, bajando la voz—. Mateo, por favor. Es lo mismo que pasó con tu hermana. Estás tratando de arreglar el pasado salvando a esta gente. Pero te van a arrastrar al fondo con ellas. Firma esto, entrega a la niña al DIF y dile a esta mujer que se vaya. Es la única forma de que salgas limpio.
Hubo un silencio terrible. Miré a Mateo, esperando ver duda en sus ojos. Lucía había tocado un nervio. ¿Era cierto? ¿Solo éramos un proyecto para sanar su culpa?
Mateo tomó el sobre manila y, sin abrirlo, lo rompió por la mitad. Luego volvió a romperlo. —Lárgate, Lucía.
La mujer parpadeó, sorprendida. —¿Qué?
—Dije que te largues. Y dile a tu cliente que si se acerca a cien metros de Isabela o de Esperanza, voy a usar cada conexión que tengo en el hospital, en la prensa y en la policía para exponer lo que realmente le hizo a su hijastra. Y créeme, tengo amigos psiquiatras que pueden testificar sobre el perfil de un depredador como él.
Lucía se puso roja de ira. —Estás cometiendo el error de tu vida, Mateo. Te vas a arrepentir cuando estés en la cárcel.
Dio media vuelta y salió dando un portazo.
Me quedé temblando. Mateo se dejó caer en el sofá y escondió la cara entre las manos. —Lo siento —dijo él, con la voz ahogada—. No debiste escuchar eso.
Me senté a su lado, guardando una distancia prudente. —¿Qué pasó con tu hermana? —pregunté suavemente.
Mateo suspiró, un sonido largo y doloroso. —Se llamaba Sofía. Cuando mis papás se divorciaron, el sistema falló. Yo ya era mayor de edad, estaba estudiando medicina fuera. A ella la pusieron en una casa de acogida temporal mientras se resolvía la custodia. Fueron solo seis meses. Pero en esos seis meses… la rompieron.
Levantó la vista, con los ojos llenos de lágrimas no derramadas. —Cuando por fin pude sacarla, ya no era la misma. Cayó en depresión, drogas… Murió en un accidente de coche hace cinco años. Iba drogada. Me pasé la vida estudiando psicología infantil para tratar de salvarla, pero llegué tarde.
—Por eso nos ayudaste —susurré.
—Al principio, sí. Vi a Esperanza y vi a Sofía. Te vi a ti, protegiéndola como una leona, y vi a la persona que yo debí haber sido. —Se giró hacia mí y me tomó la mano—. Pero ahora… ahora no es por Sofía. Es por ti. Porque en 48 horas me has enseñado más de valentía que todos mis años de carrera.
Nos miramos. El aire entre nosotros cambió. Ya no era gratitud o miedo. Era algo eléctrico, magnético. Su mano en la mía se sentía como un ancla. Nos acercamos lentamente. Podía oler su colonia, una mezcla de cítricos y tabaco. Mis labios hormigueaban.
—¡Tengo hambre! —gritó Esperanza desde la cocina, rompiendo el momento como un cristal cayendo al suelo.
Mateo y yo nos separamos de golpe, riendo nerviosamente. —Voy… voy a hacer quesadillas —dijo él, levantándose rápido, con las orejas rojas.
Sonreí. Ramón tenía matones, Lucía tenía demandas, pero nosotros teníamos quesadillas y una verdad que empezaba a nacer entre las ruinas.
CAPÍTULO 6: LA FUGA EN EL MERCADO Y EL SECRETO REVELADO
A la mañana siguiente, el día 3, el caos se desató. Me desperté con el sonido de Mateo hablando por teléfono en la sala, discutiendo con alguien de recursos humanos de su clínica para acelerar mi contrato. Entré al baño a lavarme la cara.
Cuando salí, el departamento estaba en silencio. Demasiado silencio. —¿Mateo? ¿Espe?
Mateo entró desde el pasillo del edificio, pálido como un papel. —La puerta estaba abierta. Isabela… Esperanza no está.
—¿Qué? —Sentí que la sangre se me iba a los pies—. Estaba durmiendo hace diez minutos.
—Su mochila no está. Y dejó esto.
Me entregó una hoja de cuaderno arrancada. Con letra infantil y temblorosa decía: “Escuché a la señora rubia. Si me quedo, el hombre malo les va a hacer daño a ustedes. Me voy para que estén seguros. Los quiero. Espe.”
—¡Se fue por mi culpa! —grité, agarrando mis tenis—. ¡Pensó que era un peligro para nosotros!
—Tenemos que encontrarla. No puede haber ido lejos. No conoce la zona.
Salimos corriendo. La colonia Narvarte es un laberinto de calles arboladas y edificios viejos, pero cerca hay avenidas enormes y peligrosas. Nos dividimos. Mateo tomó el coche para recorrer las avenidas; yo fui a pie hacia el parque donde habíamos estado ayer. Mi instinto me decía que ella buscaría lugares que conociera.
Corrí hasta que me ardieron los pulmones. Pregunté a los puesteros, a los barrenderos. —¿Una niña con chamarra roja? ¿Botas grandes? Nadie la había visto.
Entonces lo recordé. El mercado. El lugar donde nos habíamos sentido “familia” por un momento antes de que llegaran los matones. Tal vez ella pensaba que ahí podía esconderse entre la gente.
Corrí hacia el mercado de Coyoacán. Estaba a veinte minutos a pie, pero lo hice en diez. Entré atropellando gente, ignorando los insultos. —¡Esperanza! —gritaba, desesperada.
El mercado estaba a reventar. Olor a pescado crudo, a cilantro, el ruido ensordecedor de la música de banda en los puestos de discos piratas. Era el lugar perfecto para que una niña se perdiera… o para que alguien se la llevara.
La vi. Estaba agazapada detrás de un puesto de piñatas, abrazando sus rodillas. Pero no estaba sola. Un hombre estaba agachado frente a ella, hablándole. No era uno de los matones de ayer. Era peor. Llevaba un uniforme de policía, pero su actitud no era de ayuda. La tenía agarrada del brazo.
—¡Suéltala! —grité, lanzándome sobre él sin pensar.
El policía se sorprendió y la soltó. Empujé a Esperanza detrás de mí y encaré al oficial. —¿Qué le está haciendo?
—Tranquila, señora —dijo el policía con una sonrisa burlona—. La vi solita y pensé que estaba perdida. Solo le estaba preguntando dónde vivía.
—¡Mentira! —chilló Esperanza—. ¡Me dijo que si no me iba con él, iba a meter a mi mamá a la cárcel!
El policía cambió su expresión a una de amenaza. —Mire, doñita. Hay una alerta por una niña con estas características. Reportada como sustraída por un tal Ramón Heredia. Si me la llevo ahorita, me gano una buena recompensa. Así que no la haga de pedo.
—Sobre mi cadáver —gruñí, buscando algo, lo que fuera. Agarré un palo de piñata que estaba en el suelo.
—¿Me vas a pegar con un palo, loca? —El policía llevó la mano a su macana.
—¡Ella no! —La voz de Mateo tronó detrás de nosotros—. ¡Pero yo te voy a romper la cara si la tocas!
Mateo llegó jadeando, con el teléfono en la mano grabando video. —Estoy transmitiendo en vivo a mi cuenta de Facebook. Tengo cinco mil seguidores viendo cómo un oficial de policía acosa a una menor y a una mujer. ¿Quieres ser famoso, oficial?
El policía miró el teléfono, miró a la gente que empezaba a arremolinarse (porque en México el chisme es deporte nacional y todos sacaron sus celulares), y escupió al suelo. —Pinches locos. Quédense con la escuincla.
Se dio la media vuelta y se perdió entre los puestos de verduras.
Me giré hacia Esperanza, solté el palo y caí de rodillas para abrazarla. Lloramos las dos, ahí en medio del pasillo de las piñatas, oliendo a cartón y pegamento. —Nunca, nunca vuelvas a hacer eso —le dije entre sollozos—. Tú no nos pones en peligro. Tú eres nuestra razón para pelear. ¿Entiendes?
Esperanza asintió, hipando. —Tenía miedo. Escuché al hombre malo por teléfono.
Mateo se agachó con nosotras. —¿A qué hombre malo, Espe?
—A mi papá… digo, al señor Vargas. Cuando vivía con él. Y luego escuché al señor Ramón en la tele. Tienen la misma voz de cuando hablan de dinero escondido.
Mateo y yo nos miramos. —Espe —dijo Mateo muy serio—. ¿Qué escuchaste exactamente sobre el dinero?
—El señor Ramón gritaba mucho por teléfono cuando fue a visitar al señor Vargas una vez. Decía que “el clavo” estaba bajo la madera, en el cuarto de la niña. Que ahí nadie buscaría. Que eran millones.
Me quedé helada. —¿Ramón conocía al señor Vargas?
—Sí —dijo Esperanza—. Eran amigos. Hacían negocios.
Todo encajó. La red de corrupción. Por eso Ramón sabía dónde estaba Esperanza. Por eso el sistema fallaba tanto. Estaban coludidos. Y Esperanza… Esperanza era el testigo clave que podía derrumbarlo todo.
—Tenemos que ir a la policía —dijo Mateo—. Pero no a la delegación del barrio. Tenemos que ir a la Fiscalía General. Ahora mismo.
CAPÍTULO 7: EL ASEDIO Y LA CONFESIÓN
No pudimos llegar a la Fiscalía. Cuando intentamos salir del mercado, el coche de Mateo estaba bloqueado por una camioneta negra sin placas. Dos hombres estaban recargados en el cofre. Eran los mismos del día anterior, pero ahora traían tubos de metal.
—Creo que ya valimos —murmuró Mateo.
—¡Corre! —grité.
Regresamos corriendo al interior del mercado, buscando una salida trasera. El corazón me latía tan fuerte que me dolía el pecho. Esperanza corría de mi mano, sin quejarse. Salimos por el área de carga y descarga, donde los camiones bajaban fruta. —¡Taxi! —gritó Mateo, parando un Tsuru destartalado que pasaba.
Nos subimos atropelladamente. —¡Al Hospital General, rápido! —ordenó Mateo. Era un lugar público, con seguridad federal, y ahí tenía amigos.
El taxista, un señor mayor con bigote, vio nuestras caras de pánico por el retrovisor y pisó el acelerador. —¡Agárrense, que nos vamos hechos la mocha!
La persecución duró diez minutos eternos. La camioneta negra nos seguía a distancia. Mateo iba llamando a Carmen, la trabajadora social. —¡Carmen! ¡Es una trampa! ¡Ramón y Vargas son socios! ¡La niña sabe dónde está el dinero! ¡Nos están siguiendo, necesito patrullas en el Hospital General YA!
Llegamos al hospital derrapando. Mateo lanzó un billete de quinientos pesos al taxista y corrimos hacia la entrada de urgencias. Los guardias de seguridad nos interceptaron. —¡Dr. Ruiz! ¿Qué pasa?
—¡Código Plata! —gritó Mateo, usando el código de amenaza de seguridad—. ¡Me vienen siguiendo hombres armados!
En segundos, las puertas de cristal se cerraron y bloquearon. Vimos a través del vidrio cómo la camioneta negra frenaba, los tipos nos miraban con odio, y luego daban la vuelta para huir al escuchar las sirenas de la policía acercándose.
Nos desplomamos en las sillas de la sala de espera. Estábamos a salvo.
Media hora después, llegó Carmen acompañada de agentes de la Policía de Investigación y una fiscal especializada en delitos financieros. —Isabela, Mateo —dijo Carmen, visiblemente alterada—. ¿Qué demonios está pasando?
—Esperanza tiene la llave —dije, tomando la mano de la niña—. Ella sabe dónde Ramón esconde el dinero robado.
La fiscal se arrodilló frente a Esperanza. Era una mujer joven pero con mirada dura. —Hola, pequeña. ¿Me puedes contar lo que escuchaste?
Esperanza, con una valentía que me dejó sin aliento, contó todo. Las llamadas, las visitas de Ramón a la casa de acogida, la mención del “clavo” bajo el piso de mi antigua habitación.
La fiscal se levantó y sacó su radio. —Solicito orden de cateo inmediata en la residencia de Ramón Heredia. Prioridad alta. Sospecha de lavado de dinero y ocultamiento de evidencia.
Esa noche, dormimos en una sala privada del hospital, custodiados por dos policías. Mateo juntó dos camillas y nos acostamos los tres, con Esperanza en medio. —Se acabó —susurró Mateo en la oscuridad—. Lo atrapamos.
—Todavía no —dije, acariciando la frente de Espe—. Falta lo más difícil. Convencer al juez de que una mujer sin casa y un doctor “imprudente” son los mejores padres para esta niña.
CAPÍTULO 8: LA DECISIÓN FINAL Y LA PROMESA
La semana siguiente fue un torbellino. El cateo fue un éxito. Encontraron no solo el dinero (millones de pesos en efectivo bajo la duela de mi cuarto), sino discos duros con pruebas de fraude que implicaban a políticos y empresarios, incluido el dueño de la casa de acogida, el Sr. Vargas.
Ramón fue arrestado sin derecho a fianza. Lucía, al ver el barco hundirse, renunció a su defensa y desapareció del mapa.
Pero mi batalla personal apenas empezaba. La audiencia con el DIF fue en una oficina gris y fría. Carmen estaba ahí, junto con un comité de evaluación. Yo llevaba un traje sastre prestado por una enfermera amiga de Mateo. Ya tenía mi contrato de trabajo en la clínica (recepcionista, turno vespertino), y Mateo había firmado una carta de responsabilidad solidaria.
—Señorita Morales —dijo la directora del comité, revisando mis papeles—. Su caso es… inusual. Usted misma fue víctima de violencia doméstica hasta hace una semana. No tiene vivienda propia, vive con su novio…
—No es mi novio —interrumpí, y sentí a Mateo tensarse a mi lado—. Es mi compañero de equipo. Y Esperanza no es un “caso”. Es mi hija. Tal vez no biológica, pero la elegí. Y ella me eligió a mí.
—El protocolo indica que la niña debe ir a una familia establecida. Los Vega, en Barcelona, están interesados.
—¡Los Vega no saben que le gusta el chocolate con canela! —exploté, poniéndome de pie—. ¡No saben que le dan miedo los sótanos! ¡No saben que necesita que le canten para dormir! Yo sí lo sé. Porque yo estuve ahí cuando nadie más estaba.
Hubo un silencio incómodo. Entonces, la puerta se abrió y entró Esperanza, que se suponía debía esperar afuera. Corrió hacia mí y me abrazó las piernas. —Si me llevan con los Vega, me voy a escapar otra vez —dijo con voz firme—. Y esta vez no me van a encontrar. Yo me quedo con Isabela y con Mateo. Ellos son mi familia real.
La directora miró a la niña, luego a mí, y finalmente a Mateo, que tenía la mano puesta protecturante en mi hombro. Suspiró y cerró la carpeta. —El interés superior del menor dicta que debemos priorizar el vínculo afectivo. Y está claro que aquí hay un vínculo indestructible. —Sonrió levemente—. Aprobamos la custodia temporal pre-adoptiva por un año. Si en un año todo sigue bien… será permanente.
Rompí a llorar. Mateo me abrazó tan fuerte que me sacó el aire, y Esperanza se unió al abrazo gritando de alegría.
18 MESES DESPUÉS
El sol de la primavera chilanga entraba a raudales por los ventanales del estudio de danza en la colonia Roma. Había logrado rentar el local con mis ahorros y un préstamo de Mateo. Las paredes estaban llenas de fotos de mis alumnas.
—¡Mamá, mira! Esperanza hizo un grand jeté casi perfecto. A sus once años, estaba creciendo rápido, fuerte y segura.
La puerta se abrió y entró Mateo. Se veía diferente: más relajado, más feliz. Traía un ramo de girasoles. —¡Papá Mateo!
Me acerqué a él. Ya no había dudas entre nosotros. Habíamos pasado el último año y medio construyendo una vida desde los escombros. Peleas por quién lavaba los platos, noches de películas, domingos en Chapultepec. —Feliz aniversario —dijo él, dándome un beso que supo a promesa cumplida.
—No es nuestro aniversario —me reí—. Eso fue el mes pasado.
—No. Hoy hace 18 meses que te encontré en la lluvia. —Se puso serio y sacó una cajita del bolsillo—. Isabela, tú llegaste sin zapatos y con el corazón roto, y terminaste reparando el mío. Quiero que seamos una familia legal, completa y eterna. ¿Te quieres casar conmigo?
Esperanza soltó un grito agudo de emoción. Miré el anillo, miré a mi hija bailando alrededor, miré al hombre que me había sostenido cuando me caía.
—Sí —dije, con la certeza absoluta de quien ha sobrevivido a la tormenta—. Sí, sí y sí.
Afuera, empezó a lloviznar. Una lluvia suave, de esas que limpian la ciudad. Pero esta vez, yo estaba adentro, con zapatos calientes, y rodeada de un amor que ninguna tormenta podría apagar jamás.
FIN.