ME DIJO QUE NINGUNA MEXICANA LA VENCERÍA: LA VERDAD DETRÁS DE LA REVERENCIA QUE EL MUNDO NO VIO.

PARTE 1: EL RUIDO Y LA FURIA

Capítulo 1: El peso de una frase

Nunca olvidas el momento exacto en que alguien decide que no eres suficiente. Para mí, fue un martes por la tarde, 24 horas antes de la carrera más importante de mi vida. Estaba en el hotel, scrolleando en mi celular, cuando vi el video. Era la conferencia de prensa de Yuki Tanaka.

Ahí estaba ella. Impecable. Ni un pelo fuera de lugar. La prensa le preguntaba sobre mí, la “novata sorpresa” de México que había logrado tiempos cercanos a los suyos. Yuki ni siquiera parpadeó. Miró a la cámara con esos ojos que parecían de vidrio y soltó la bomba:

—”No me preocupa. No hay mexicana que me gane. Mañana será otro día de entrenamiento para mí”.

Sentí como si me hubieran dado una cachetada con un guante de hielo. Se me subió la sangre a la cabeza. Quería aventar el teléfono contra la pared. Mi mamá, que estaba doblando mi uniforme en la cama de al lado, me vio la cara.

—¿Qué pasó, mija? —preguntó.

—Dijo que no existo, mamá. Dijo que soy un entrenamiento.

Mi mamá se acercó, me quitó el celular y me agarró la cara con sus dos manos. Esas manos que han lavado ropa ajena para comprar mis tenis.

—Mejor —me dijo, mirándome fijo—. Que crea que eres invisible. El golpe duele más cuando no lo ves venir. Tú no vas a correr con la boca, Valeria. Tú vas a correr con el corazón. Y eso, ella no sabe qué es.

Esa noche no dormí. La frase “No hay mexicana que me gane” rebotaba en mi cabeza al ritmo de mi corazón. Tenía miedo. Sí, lo admito. Yuki llevaba tres años invicta. Era una máquina diseñada para correr. Yo era solo Valeria, la que entrenaba esquivando perros en el parque de su colonia. Pero el miedo, si lo sabes usar, es gasolina.

Capítulo 2: 49 Segundos de infierno

El estadio era un monstruo de mil cabezas gritando. El sol pegaba fuerte, ese calor que te pica la piel. Cuando nos alineamos en la pista, la busqué con la mirada. Yuki estaba en el carril 4. Yo en el 5. Estaba tan cerca que podía oler su loción mentolada para los músculos.

Ni siquiera me volteó a ver. Estaba en su mundo, mirando al infinito. Yo sentía que las piernas me temblaban, pero recordé las manos de mi mamá. Recordé los tamales que vendimos para pagar el boleto de avión. Recordé a mi gente.

—En sus marcas…

El silencio cayó sobre el estadio. Ese silencio que pesa toneladas.

—Listos…

¡BANG!

Salí como si me persiguiera el diablo. Los primeros 200 metros no pensé, solo sentí. El aire quemándome los pulmones, el tartán rebotando bajo mis picos. En la curva, la vi. Yuki iba adelante. Su técnica era perfecta, robótica, hermosa y aterradora a la vez.

“Ya se fue”, pensé por una fracción de segundo. “Tenía razón”.

Pero entonces, algo pasó. Escuché un grito en la grada. No sé si fue real o si me lo imaginé, pero sonó como un “¡VAMOS MÉXICO!”.

Mordí el aire. Apreté los dientes. Mis piernas empezaron a moverse solas, más rápido de lo que mi cerebro podía procesar. Faltaban 100 metros. La espalda de Yuki se hacía más grande. 50 metros. Estaba a su lado.

Pude ver su cara de reojo. Por primera vez en tres años, la máscara se rompió. Sus ojos se abrieron con pánico. Ella corría para no perder. Yo corría para ganar. Hay una diferencia abismal.

Crucé la línea.

No supe qué pasó hasta que vi el tablero.

  1. Valeria (MEX) – 49.02

  2. Yuki (JPN) – 49.50

El estadio explotó. Pero yo no escuchaba nada. Solo el zumbido en mis oídos y el golpeteo violento de mi corazón queriendo salirse del pecho.

PARTE 2: EL PRECIO DE LA GLORIA

Capítulo 3: El Colapso de la Realidad

El estadio no se sentía como un lugar real. Se sentía como un sueño febril, de esos donde intentas correr y el suelo se vuelve melaza, pero esta vez, yo había atravesado la melaza.

Crucé la meta y el mundo se apagó por un segundo. No hubo sonido. No hubo luz. Solo hubo un pitido agudo en mis oídos y la sensación de que mis pulmones habían sido sustituidos por carbón ardiendo. Mis piernas, esas que me habían cargado durante 49 segundos de locura, decidieron renunciar. Se doblaron como popotes y caí al tartán.

Ese tartán azul que quemaba la piel.

Sentí la textura rasposa contra mi mejilla. Olía a químico, a sudor y a electricidad estática.

Entonces, el sonido regresó de golpe. Un rugido. No era un aplauso educado. Era un rugido animal, visceral, que venía de las gradas donde vi manchitas verdes, blancas y rojas saltando como locas.

—¡VALERIA! ¡VALERIA! ¡VALERIA!

Intenté levantarme, pero el cuerpo no me respondía. Estaba en shock. Mi cerebro reptiliano seguía corriendo, incapaz de entender que ya había terminado.

—¡Respira, cabrona, respira! —escuché la voz de mi entrenador, el “Profe” Beto.

Sentí sus manos callosas agarrándome de los hombros, sacudiéndome. Cuando abrí los ojos, su cara estaba a centímetros de la mía. El hombre que nunca lloraba, el hombre que me hacía correr bajo la lluvia a las cinco de la mañana gritándome que era lenta, estaba llorando como un niño chiquito. Tenía los mocos escurriendo y los ojos inyectados de sangre.

—¡Lo hiciste! ¡Me lleva la chingada, lo hiciste! —gritaba, mezclando groserías con plegarias.

Me ayudó a sentarme. El mundo daba vueltas. Busqué aire, bocanadas grandes y desesperadas. Y entonces, mi visión se aclaró.

Lo primero que vi no fue el tablero. Fue a ella.

Yuki Tanaka.

Estaba a tres metros de distancia. No estaba en el suelo. No estaba buscando aire. Estaba de pie, con las manos en las caderas, en esa pose de superheroína que había visto en mil revistas. Su pecho subía y bajaba rítmicamente, controlando cada exhalación como si fuera una máquina calibrada.

Pero su cara… su cara era la de alguien que acaba de ver un fantasma.

Estaba mirando el tablero gigante en la curva norte. Sus ojos estaban tan abiertos que se veía el blanco alrededor del iris oscuro. No parpadeaba. Parecía una estatua de cera a punto de derretirse bajo el sol.

Seguí su mirada.

1. V. RIVERA (MEX) – 49.02 (PB) 2. Y. TANAKA (JPN) – 49.50

Cuarenta y ocho centésimas. Medio parpadeo. Esa fue la diferencia entre su inmortalidad y mi milagro.

La vi tragarse el grito. Vi cómo se le tensaban los tendones del cuello. Esperaba que hiciera un berrinche, que pateara el suelo, que llorara. Es lo que hacemos los humanos cuando nos rompen el corazón frente a 60,000 personas.

Pero Yuki no era humana. O eso nos habían hecho creer.

Su entrenador, un hombre bajo y calvo con uniforme oficial del equipo japonés, saltó la valla de publicidad. Corrió hacia ella. No iba con los brazos abiertos para consolarla. Iba con el ceño fruncido, con una urgencia militar.

Llegó a su lado y le dijo algo al oído. Algo corto. Seco.

Yuki se estremeció. Fue un movimiento casi imperceptible, como si le hubiera dado una descarga eléctrica. Y entonces, hizo lo impensable.

Levantó el brazo y, con un movimiento brusco, se quitó la mano de su entrenador del hombro. Lo empujó.

El estadio jadeó. Las cámaras, que habían estado enfocándome a mí y a mi bandera, giraron violentamente hacia el drama japonés. La “Dama de Hielo” acababa de rechazar a su creador.

Yuki no esperó. Dio media vuelta y empezó a caminar hacia la salida de la pista, hacia el túnel oscuro bajo las gradas. Caminaba con la espalda recta, pero había algo roto en su andar. Arrastraba ligeramente el pie derecho.

—Déjala —me dijo el Profe Beto, poniéndome la bandera de México sobre los hombros. La tela pesada se sentía como un abrazo de mi abuela—. Ahorita no es tu problema. Ahorita eres la reina del mundo, flaca.

Me levantaron. Mi mamá saltó de la grada —no sé cómo burló a la seguridad, esa mujer es capaz de cruzar campos minados— y se me colgó del cuello.

—¡Te lo dije! —lloraba mi mamá en mi oído, empapándome el uniforme—. ¡Te dije que esos frijoles te iban a dar alas!

Me reí. Me reí y lloré al mismo tiempo. Abracé a mi mamá, olí su perfume barato y sentí sus manos temblorosas. Por un momento, olvidé a Yuki. Olvidé la frase. Olvidé el miedo.

Pero la paz dura poco en este deporte.

Un oficial de la organización, un tipo alto con un chaleco amarillo neón y cara de pocos amigos, se nos acercó con una tabla en la mano.

Doping control. Now. (Control de dopaje. Ahora) —dijo en inglés, sin emoción.

Give her a minute, man! (¡Dale un minuto, hombre!) —gritó el Profe.

Protocol. Now. —insistió el oficial, señalando el túnel. El mismo túnel por donde había desaparecido Yuki.

Me despedí de mi mamá. —Te veo afuera, ma. Pídete unos tacos si encuentras.

El Profe me dio una palmada en la espalda. —Ve. Orina en el frasco y sal a que te pongan la medalla.

Caminé hacia el túnel. El ruido del estadio se fue apagando conforme entraba en la sombra del concreto. El aire se volvió frío. Dejé la luz del sol y entré a las tripas del estadio.

No sabía que lo más difícil del día no había sido la carrera. Lo más difícil estaba a punto de empezar en una pequeña sala blanca de 4×4 metros.

Capítulo 4: La Sala de Espera del Infierno

Nadie te habla de la “Sala de Espera” del control antidopaje. En la televisión ves la carrera y luego ves el podio. No ves el purgatorio que hay en medio.

Es un cuarto estéril, con luces fluorescentes que zumban, sillas de plástico duro y una mesa llena de botellas de agua selladas. Ahí nos encierran a las ganadoras hasta que nuestros cuerpos deshidratados sean capaces de producir una muestra de orina. A veces toma diez minutos. A veces toma tres horas.

El oficial abrió la puerta y me hizo pasar.

Ahí estaba ella.

Yuki estaba sentada en la esquina más alejada, encogida en una silla azul. Todavía tenía puestas las zapatillas de clavos. No se había cambiado. Tenía la mirada clavada en el piso de linóleo blanco, perdida en algún punto invisible.

Cuando entré, la puerta se cerró detrás de mí con un clic seco. El silencio era absoluto. Asfixiante.

Éramos solo nosotras dos y una supervisora que miraba su celular en la otra esquina, aburrida de la vida.

Me senté lo más lejos posible de ella. Me dolía todo el cuerpo. El ácido láctico empezaba a endurecer mis músculos. Necesitaba agua, pero me daba miedo hacer ruido al abrir la botella.

El ambiente estaba tan tenso que sentía que si respiraba fuerte, el aire iba a estallar.

Miré a Yuki de reojo.

Estaba temblando.

No era un temblor de frío. Sus manos, apoyadas sobre sus rodillas desnudas, vibraban como si tuviera parkinson. Sus nudillos estaban blancos de tanto apretar la piel.

—¿Estás bien? —La pregunta se me salió antes de que pudiera frenarla.

Mi voz sonó demasiado fuerte en el cuarto vacío.

Yuki no se movió. Ni un milímetro. Parecía que no me había escuchado.

—Oye —insistí, un poco más suave—. ¿Quieres agua?

Lentamente, como si su cuello fuera de metal oxidado, giró la cabeza hacia mí.

Me arrepentí de haber hablado.

Sus ojos no tenían luz. Estaban oscuros, vacíos, aterradores. Me miró con una mezcla de confusión y desprecio absoluto.

Silence —susurró. Fue apenas un siseo.

—Solo quería…

I said silence (Dije silencio) —me cortó. Su inglés era mecánico—. No me hables. No existes.

Me quedé helada. La arrogancia seguía ahí. Incluso derrotada, incluso temblando en una silla de plástico, seguía creyéndose superior. Sentí una punzada de coraje en el estómago.

—Pues existo lo suficiente para ganarte —le solté en español. No sé si me entendió, pero por el gesto de su boca, supo que no era un cumplido.

Regresó su mirada al suelo.

Pasaron diez minutos eternos. Yo bebía agua desesperadamente. Ella no había tocado ni una botella.

De repente, la puerta se abrió de golpe.

Entró el entrenador de Yuki. No debería estar ahí. El acceso es restringido solo para atletas. La supervisora se levantó para detenerlo, pero el tipo la ignoró y caminó directo hacia Yuki.

Empezó a hablarle en japonés. Rápido. Violento. En voz baja, pero con un tono que cortaba como navaja. No necesitaba entender el idioma para saber lo que estaba pasando.

Le estaba reclamando.

Vi cómo Yuki se hacía pequeña en la silla. Sus hombros se encogieron. Bajó la cabeza hasta que su barbilla tocó su pecho. El entrenador señalaba el reloj, señalaba sus piernas, señalaba la puerta. Su dedo índice le picaba el hombro a Yuki con cada frase. Tak. Tak. Tak.

Era humillante.

Hey! —grité, poniéndome de pie. El instinto de barrio me salió—. Leave her alone! (¡Déjala en paz!).

El entrenador se giró y me miró como si fuera un insecto. Me barrió de arriba a abajo con una mueca de asco.

This is not your business, little girl (Esto no es tu asunto, niñita) —me escupió en inglés.

—Es mi asunto si no la dejas respirar —di un paso adelante. Estaba cansada, me dolían las piernas, pero tenía tanta adrenalina que podría haberlo golpeado con la botella de agua.

El tipo soltó una risa burlona. Se volvió hacia Yuki, le dijo una última frase que sonó a sentencia de muerte, y salió del cuarto azotando la puerta.

El silencio regresó. Pero ahora era diferente.

Yuki levantó la cara. Por primera vez, me miró a los ojos sin la máscara de “Terminator”.

Tenía los labios mordidos. Había una gota de sangre en su labio inferior.

—¿Por qué? —preguntó. Su voz era ronca.

—¿Por qué qué? —le respondí, todavía a la defensiva.

—¿Por qué me defiendes? —Me miraba con genuina curiosidad, como si yo fuera un espécimen alienígena—. Soy tu enemiga. Dije que… que no podías ganarme.

Suspiré y me dejé caer en mi silla. —En México decimos que “lo cortés no quita lo valiente”. Me caes mal, Yuki. La neta. Pero nadie merece que lo traten como basura cuando acaba de correr 400 metros en 49 segundos. Ni siquiera tú.

Yuki parpadeó. Procesando la información. —Basura… —susurró la palabra en español, probando su sabor—. Sí. Eso soy ahora.

—No digas mames —le contesté—. Eres la segunda mujer más rápida del planeta hoy. Eso no es basura.

—En mi país… —Yuki miró sus manos temblorosas—. En mi familia… el segundo lugar es el primer perdedor. El segundo lugar es deshonra.

—Pues tu familia está bien pendeja —dije.

Yuki abrió los ojos como platos. Se quedó callada un segundo, y luego, para mi sorpresa total, soltó una pequeña risa. Fue un sonido seco, como una tos, pero era una risa.

—Quizás —dijo ella—. Quizás sí.

La supervisora nos llamó. —Rivera, Tanaka. Muestras listas.

Nos levantamos. El momento de “conexión” se rompió. Yuki volvió a poner su cara de piedra, se alisó el uniforme y caminó hacia el baño sin esperarme.

Pero algo había cambiado. Ya no era la diosa intocable. Era una niña asustada con un entrenador bully. Y yo, Valeria Rivera, de Iztapalapa para el mundo, acababa de ver su grieta.

Capítulo 5: El Juicio Público

Salimos del control antidopaje cuarenta minutos después. El sol ya estaba bajando, pintando el estadio de naranja. Ahora tocaba la parte que más odiaba: La Zona Mixta.

Es un laberinto de vallas metálicas donde se amontonan cientos de periodistas de todo el mundo. Te gritan, te lanzan micrófonos a la cara, te graban con celulares mientras estás sudada y fea. Es un zoológico y nosotras somos los animales.

Yo iba primero. Yuki venía unos cinco metros atrás.

Apenas asomé la nariz, los flashes estallaron como tormenta eléctrica.

—¡Valeria! ¡Aquí! —¡Valeria! ¿Qué se siente callarle la boca a Japón? —¡Valeria! ¿Es esta tu venganza?

Las preguntas eran agresivas. Buscaban el titular sangriento. Buscaban conflicto.

Me detuve ante la prensa mexicana. Ahí estaba TV Azteca, Televisa, ESPN. —No es venganza —dije, tratando de mantener la calma—. Es deporte. Entrené duro. Ella entrenó duro. Hoy me tocó a mí.

—Pero ella te menospreció —insistió un reportero con bigote—. Dijo que eras un entrenamiento. ¿Qué le dices a ella ahora?

Respiré hondo. Sabía que cualquier cosa que dijera se iba a viralizar. —Le digo que gracias. Porque su duda fue mi gasolina.

En ese momento, el murmullo de la zona mixta cambió de tono. Se volvió un silencio tenso, de esos que presagian tormenta.

Yuki acababa de entrar.

Caminaba sola. Sin el entrenador maldito. Sin nadie de su federación. Llevaba su mochila al hombro y la mirada fija al frente. Parecía un soldado marchando hacia el fusilamiento.

Los periodistas japoneses se le fueron encima. Y eran brutales. No entendía lo que decían, pero el tono era acusatorio. Vi cómo le ponían las grabadoras casi en la nariz.

Un periodista americano gritó en inglés: —Yuki! Did you choke? Was the pressure too much? (¡Yuki! ¿Te asfixiaste? ¿Fue mucha presión?)

Yuki se detuvo. —No comments —dijo bajito.

What about your statement regarding Mexican runners? Do you regret it? (¿Qué hay de tu declaración sobre las corredoras mexicanas? ¿Te arrepientes?)

Yuki se congeló. Vi su espalda tensarse. Sabía que estaba recordando nuestra conversación en el cuartito blanco. Sabía que estaba al límite.

Se giró hacia las cámaras. Sus ojos estaban rojos. —¿Arrepentirme? —Su voz sonó rota, amplificada por veinte micrófonos—. ¿Por qué?

—Porque perdiste —dijo alguien cruelmente desde atrás.

Yuki asintió despacio. —Sí. Perdí. —Hizo una pausa larga, dolorosa—. Yo no dije eso para insultar a Valeria. Lo dije porque necesitaba creerlo. Porque si dejaba entrar una sola duda en mi cabeza… todo el castillo de naipes se caería.

Los periodistas se quedaron callados. No esperaban esa honestidad. Esperaban excusas, no psicoanálisis.

—Llevo tres años sin perder —continuó Yuki, y ahora le temblaba la barbilla—. Tres años donde no se me permite ser humana. Ustedes me llaman “La Máquina”. Me llaman “La Dama de Hielo”. —Se señaló el pecho—. Pero aquí adentro… aquí adentro tengo miedo todos los días. Miedo de fallarle a mi país. Miedo de que mi padre no me hable si no traigo el oro.

¡Zaz! Ahí estaba. La confesión.

—Hoy ese miedo se hizo realidad. Una mexicana me ganó. —Me buscó con la mirada entre la multitud. Me encontró—. Y no solo me ganó en las piernas. Me ganó en la cabeza.

Capítulo 6: La Ruptura del Cristal

Lo que pasó después no estaba en el guion de nadie.

Yuki rompió la fila de periodistas. Ignoró los gritos de los oficiales de prensa que le decían que regresara a su zona. Caminó hacia donde yo estaba, invadiendo el espacio de la prensa mexicana.

Los camarógrafos se empujaban para tener el mejor ángulo. Yo sentí que el corazón se me salía. ¿Qué iba a hacer? ¿Pegarme? ¿Insultarme?

Se plantó frente a mí.

Estábamos a medio metro. Podía ver el sudor seco en su frente. Podía ver que tenía una cicatriz pequeña en la ceja izquierda. Detalles que nunca ves en la tele.

—Valeria —dijo. Su pronunciación de mi nombre fue extrañamente suave.

—Yuki.

—En el cuarto… allá adentro… —Empezó a hablar en inglés para que todos entendieran—. Me defendiste. Nadie me defiende. Todos esperan que yo sea fuerte. Tú viste que soy débil y aun así… me diste agua.

Sentí un nudo en la garganta. —No eres débil, Yuki. Solo eres una persona.

—No. Tú no entiendes. —Negó con la cabeza, desesperada—. Yo corro para que me quieran. Si gano, me quieren. Si pierdo, no soy nadie.

—Eso es mentira —le dije, olvidándome de las cámaras—. Corres porque vuelas, guey. Te vi en la pista. Eres arte. Eso no se va con una medalla de plata.

Yuki cerró los ojos. Dos lágrimas gordas se escaparon y rodaron por sus mejillas. —Tú corres con alegría —susurró—. Te vi sonreír en los últimos 50 metros. Yo hace años que no sonrío corriendo. Se me olvidó cómo se siente.

El silencio en la zona mixta era sepulcral. Hasta los fotógrafos habían dejado de disparar para escuchar.

—Enséñame —me pidió Yuki. Fue una súplica—. Enséñame a correr sin miedo.

—Cuando quieras —le sonreí, con lágrimas en los ojos también—. Pero primero tienes que perdonarte a ti misma por perder hoy.

Yuki me miró fijamente. Respiró hondo, como si estuviera tomando la decisión más difícil de su vida.

Dio un paso atrás. Juntó los talones de sus zapatillas. Puso las manos rígidas a los costados de sus piernas.

Y se inclinó.

No fue una inclinación casual. Fue una reverencia “Saikeirei”. La más profunda. 90 grados. La reverencia que se le hace al Emperador o a Dios. O a alguien a quien respetas más que a tu propia vida.

Mantuvo la reverencia durante cinco segundos eternos. Nadie respiraba.

Cuando se enderezó, ya no era la “Dama de Hielo”. Era Yuki Tanaka, una chica de 20 años que acababa de quitarse una armadura de mil toneladas.

—No hay mexicana que me gane —repitió su frase famosa, pero ahora con una sonrisa triste—. Excepto tú. Gracias por despertarme.

Se dio la vuelta y se alejó. Los periodistas se abrieron paso con un respeto que no tenían cinco minutos antes.

Yo me quedé ahí parada, con la boca abierta y el corazón hecho puré. Mi mamá me apretó la mano fuerte. —Eso vale más que el oro, hija —me susurró.

Capítulo 7: Lo Que Nadie Vio en el Hotel

Pensé que ahí terminaba la historia. Que cada quien se iba a su hotel y ya. Pero la vida siempre tiene un epílogo oscuro.

Dos horas después, llegamos al hotel de los atletas. Era un edificio enorme donde se hospedaban todas las delegaciones. El lobby era un caos de gente celebrando, maletas y entrenadores borrachos de felicidad o de tristeza.

Yo iba con mi medalla guardada en el bolsillo (no quería presumir) y una bolsa de hielo en la rodilla. Me dirigía al elevador cuando escuché gritos.

Venían de un pasillo lateral, cerca de los salones de conferencias.

Eran gritos en japonés.

Reconocí la voz. Era el entrenador.

Me asomé con cuidado. No quería ser chismosa, pero algo en mi pecho me decía que tenía que ver.

Ahí estaban. En un rincón oscuro del pasillo, lejos de la gente.

El entrenador tenía a Yuki acorralada contra la pared. Le estaba gritando en la cara, manoteando. Yuki estaba parada firme, mirando al frente, recibiendo los gritos como si fueran lluvia.

Pero entonces, vi algo que me heló la sangre.

El entrenador levantó la mano. No para señalar. Para golpear.

—¡HEY! —El grito me salió de las entrañas.

Corrí hacia ellos. Se me olvidó el dolor de rodilla. Se me olvidó que era una atleta olímpica y me convertí en una fiera de Iztapalapa.

Me puse en medio. —¡Tócala y te juro que te rompo la mano! —le grité en inglés, con los ojos inyectados de furia.

El entrenador se detuvo con la mano en el aire. Me miró, sorprendido. Luego miró a Yuki.

Yuki no me miraba a mí. Miraba a su entrenador. Y por primera vez, sus ojos no tenían miedo. Tenían lástima.

It’s over (Se acabó) —dijo Yuki en voz baja pero firme.

El entrenador bajó la mano, confundido. —¿Qué?

I quit. You are fired. (Renuncio. Estás despedido). —Yuki dio un paso al frente, obligándome a hacerme a un lado—. Ya no soy tu máquina. Y ya no soy tu víctima. Vete.

El tipo se quedó mudo. Rojo de ira, pero impotente. Sabía que si hacía algo, yo armaría un escándalo mundial. Masculló algo en japonés y se fue caminando rápido hacia el elevador.

Yuki se recargó en la pared y se deslizó hasta el suelo. Se cubrió la cara con las manos.

Me senté a su lado. En el piso alfombrado del hotel. —¿Estás bien? —le pregunté por segunda vez en el día.

Yuki se quitó las manos de la cara. Estaba sonriendo. Una sonrisa cansada, pero libre. —Nunca me había atrevido a contestarle —me dijo—. Siempre hacía lo que él decía. Comer, dormir, correr, callar.

—Pues hoy corriste y hablaste —le dije, dándole un empujoncito con el hombro.

—Gracias a ti —me miró—. Cuando te vi en la pista… cuando vi que no tenías miedo de mí… entendí que el miedo es una elección.

Sacó de su bolsillo algo. Era un pequeño amuleto japonés, una bolsita de tela roja bordada. —Es un Omamori —me explicó—. Es para la buena suerte y la protección. Mi abuela me lo dio. Quiero que lo tengas tú.

—No manches, Yuki, es de tu abuela.

—Tómalo. Tú me diste algo más valioso hoy. Me diste mi vida de regreso.

Lo tomé. Se sentía cálido en mi mano. —¿Qué vas a hacer ahora? —le pregunté.

Yuki miró hacia el techo. —Voy a desaparecer un rato. Voy a comer pizza. Voy a dormir hasta las 10 de la mañana. Y voy a buscar quién soy cuando no estoy corriendo.

Nos quedamos ahí sentadas en silencio un rato más. Dos rivales, dos mundos, unidas por el piso de un hotel y el peso de la libertad.

Capítulo 8: La Carta y La Montaña

La mañana siguiente, el mundo se había vuelto loco. El video de la reverencia tenía 50 millones de vistas. Mi Instagram había colapsado. Me llamaron del presidente, de marcas de zapatos, de programas de chismes.

Pero yo solo buscaba una cosa en mi celular.

El post de Yuki.

Lo publicó a las 8:00 AM. Una foto simple. Ella, vestida con ropa de calle (jeans y una playera blanca), comiéndose una hamburguesa gigante con la boca manchada de cátsup. Se veía feliz. Se veía niña.

El texto decía: “Ayer perdí una medalla de oro. Pero encontré a Yuki. Anuncio mi retiro indefinido de la competición profesional. Gracias a mi rival, @ValeriaRun, por enseñarme que ganar no sirve de nada si pierdes tu alma en el proceso. No es un adiós al deporte, es un hola a la vida. Nos vemos en el camino.”

Lloré leyendo eso mientras desayunaba mis chilaquiles.

SEIS MESES DESPUÉS

La vida siguió. Gané otras carreras. Perdí otras. La fama es una espuma que baja rápido.

Pero un día, recibí un correo. Asunto: ¿Corremos? De: Yuki T.

“Hola Valeria. Estoy en México. Específicamente en el Nevado de Toluca. Me dijeron que aquí es donde se forjan los campeones. ¿Te animas a una carrera? Sin cámaras. Sin relojes. Solo tú y yo.”

No lo pensé dos veces. Agarré mi coche y subí al volcán.

El aire estaba helado y delgado. El paisaje era gris y majestuoso. Y ahí estaba ella. Ya no se veía frágil. Tenía las mejillas sonrosadas por el frío y el cabello suelto. Llevaba unos tenis viejos y llenos de lodo.

—¡Llegaste! —gritó cuando me vio, y corrió a abrazarme.

Nos abrazamos con la fuerza de viejas amigas. —Te ves bien, Yuki —le dije. Y era verdad. Brillaba.

—Me siento viva —me contestó—. Ya no corro por tiempos. Corro por esto. —Señaló las montañas, las lagunas, el cielo infinito—. Corro para sentir.

—¿Lista para perder otra vez? —bromeé, atándome las agujetas.

Yuki soltó una carcajada. Una carcajada sonora que rebotó en el cráter del volcán. —Hoy no hay ganadoras, mexicana. Hoy solo hay dos locas corriendo en un volcán.

—Va. A la cuenta de tres.

—Uno… —Dos… —¡Tres!

Salimos corriendo. No hubo disparo de salida. No hubo público. Solo el crujido de la grava bajo nuestros pies y nuestra respiración mezclándose con el viento frío.

Corrimos lado a lado. Sin intentar rebasarnos. A veces ella iba adelante, a veces yo. Nos reíamos cuando tropezábamos. Nos detuvimos a ver el lago.

En ese momento, entendí todo.

La gente piensa que el deporte es sobre vencer al otro. Sobre decir “soy mejor que tú”. Pero eso es mentira. El deporte es un lenguaje. Ese día en el estadio, Yuki y yo tuvimos una conversación violenta y hermosa sin decir una palabra. Ella me dijo “tengo miedo” y yo le dije “yo también, pero corre”.

Y hoy, corriendo en el silencio de la montaña, nuestra conversación era diferente. Hoy nos decíamos: “Somos libres”.

Yuki tenía razón. No hay mexicana que le gane. Porque para ganarle a alguien, tienes que estar compitiendo contra él. Y nosotras ya no competimos.

Nosotras volamos juntas.

Y esa… esa es la mejor medalla que me he colgado en la vida.

FIN

HISTORIA PARALELA: LA CARRERA INVISIBLE

Capítulo 1: La Jaula de Oro

Dicen que ten cuidado con lo que deseas, porque se puede cumplir. Yo deseaba ser campeona. Deseaba que el mundo supiera mi nombre. Y sucedió. Pero nadie te dice que la fama tiene un sabor metálico, como a sangre seca en la boca.

Tres meses después de mi carrera “secreta” con Yuki en el Nevado de Toluca, yo estaba sentada en una silla de maquillaje en un estudio de la Ciudad de México. Hacía un calor infernal por las luces.

—¡Corte! —gritó el director, un tipo con bufanda aunque estábamos a 28 grados—. ¡Valeria, estás sudando! ¡Maquillaje, quítenle el brillo!

Una chica corrió hacia mí con una brocha llena de polvo.

—Perdón, es que hace calor… —empecé a decir.

—Valeria, eres la imagen de “Hydra-Sport” —me interrumpió el director, molesto—. Las campeonas no sudan feo. Las campeonas brillan. Queremos glamour, no realidad.

Me quedé callada mientras me empanizaban la cara. Me sentía como un payaso. Llevaba puestos unos tenis que costaban lo que mi mamá ganaba en dos meses, pero no podía correr con ellos porque eran “prototipos de exhibición”.

Mi teléfono vibró en mi bolsillo. Lo saqué a escondidas.

Era un mensaje de voz. De Yuki.

Desde que se había quedado en México, Yuki viajaba como fantasma. A veces me mandaba fotos de cenotes en Yucatán, a veces de desiertos en Sonora. Pero este mensaje era diferente.

Le di play y me pegué el teléfono a la oreja.

“Vale. Tienes que venir. No es una petición. Te necesito. Estoy en la Sierra Mixteca, en Oaxaca. En un pueblo que no aparece en Google Maps. Trae tus tenis viejos. Los que usabas antes de ser famosa. Te espero.”

Se escuchaba viento de fondo. Y risas de niños.

—¡Acción en cinco! —gritó el director.

Me levanté. Me arranqué la capa de plástico que me cubría la ropa.

—¿A dónde vas? —preguntó el director, atónito.

—A sudar feo —le dije—. Y a buscar mis tenis viejos. Renuncio.

Salí del estudio dejando atrás un contrato de medio millón de pesos y a un director gritando groserías. No me importó. El tono de voz de Yuki me había despertado. No sonaba como la Yuki triste del hotel, ni como la Yuki zen del volcán. Sonaba como alguien que acaba de descubrir fuego.

Capítulo 2: El Pueblo de las Nubes

Llegar a donde estaba Yuki fue una odisea. Un vuelo a Oaxaca, cuatro horas en autobús guajolotero junto a señoras con gallinas, y luego dos horas en una camioneta de redilas que olía a gasolina y mezcal.

El pueblo se llamaba San Mateo de las Nubes. Y el nombre no mentía. Estaba tan alto en la sierra que la niebla caminaba por las calles de tierra como si fuera un perro callejero.

Cuando bajé de la camioneta, con el cuerpo molido, la vi.

Yuki estaba en la cancha de basquetbol del pueblo. Pero no estaba sola. Estaba rodeada de unos veinte niños y niñas. Todos morenitos, chaparritos, con esa mirada intensa de la gente de la sierra.

Yuki llevaba una falda larga, típica de la región, pero con sus tenis de correr. Estaba enseñándoles… ¿karate?

No. Me acerqué más.

Kokyu (Respiración) —decía Yuki en español con su acento marcado—. Inhalen el cielo. Exhalen el miedo.

Los niños la obedecían con una seriedad absoluta. Yuki levantó la vista y me vio. Su cara se iluminó, pero no corrió a abrazarme. Me hizo una seña para que me uniera al círculo.

—Llegas tarde a la clase, Rivera —me dijo sonriendo.

—El tráfico estaba pesado —bromeé, dejando mi maleta en el polvo—. ¿Qué es esto, Yuki? ¿Ahora eres maestra rural?

—Observa —me dijo, señalando a una niña en particular.

La niña tendría unos doce años. Llevaba un vestido rosa deslavado y huaraches de llanta. Estaba parada en el extremo de la cancha.

—¡Corre, Nayeli! —gritó Yuki.

La niña salió disparada.

Se me cayó la mandíbula. No tenía técnica “olímpica”. Braceaba un poco chueco. Pero la velocidad… la explosividad… era algo sobrenatural. Sus pies apenas tocaban el cemento. Era como ver a un colibrí en cámara rápida. Cruzó la cancha y regresó en segundos, sin jadear.

—No manches —susurré.

—Tiene doce años —dijo Yuki en voz baja—. Y corre 10 kilómetros diarios para ir a la escuela. Subiendo el cerro.

—Es un diamante —dije, sintiendo esa emoción que solo te da ver talento puro.

—Sí —dijo Yuki, y su cara se oscureció—. Pero hay un problema. Alguien más ya la vio.

—¿Quién?

—Unos “cazatalentos” de la ciudad. Vinieron la semana pasada. Le ofrecieron dinero a su papá. Quieren llevársela a un centro de alto rendimiento en la capital.

—¿Y eso qué tiene de malo? —pregunté—. Es una oportunidad. Así empecé yo.

Yuki me miró con dureza. —No, Valeria. No es como tú empezaste. Tú tenías a tu mamá y a tu entrenador de barrio. Estos tipos… son de una agencia. Quieren firmar un contrato de exclusividad por diez años. Quieren ser dueños de sus piernas antes de que cumpla trece.

Sentí un escalofrío. Sabía de qué hablaba. Los vampiros del deporte.

—¿Qué vamos a hacer? —pregunté, porque ya sabía que Yuki no me había llamado solo para ver el paisaje.

—Vamos a correr —dijo ella—. Mañana es la fiesta del santo del pueblo. Hay una carrera tradicional. Los agentes van a venir a presionar al papá de Nayeli. Quieren verla competir contra “nadie” para confirmar su inversión.

—¿Y nosotras?

—Nosotras vamos a correr con ella. No contra ella. Con ella. Vamos a enseñarles a esos tipos que el espíritu no se compra.

Capítulo 3: Los Buitres de Traje

Al día siguiente, el pueblo amaneció oliendo a copal y a mole. Había música de banda en el kiosco. Pero la vibra festiva se rompió cuando llegó una camioneta negra, polarizada y reluciente, que contrastaba violentamente con el adobe de las casas.

Bajaron tres tipos. Dos con trajes “sport” carísimos y uno con una cámara de video profesional. Eran los agentes.

Los reconocí. Uno de ellos era famoso en el medio. Le decían “El Tiburón” Méndez. Había representado a varios futbolistas que terminaron arruinados.

Se acercaron a donde estábamos calentando. Cuando nos vieron a Yuki y a mí, se quedaron de piedra.

—¡No puede ser! —gritó El Tiburón, quitándose los lentes de sol—. ¡Valeria Rivera y Yuki Tanaka! ¿En este agujero?

—Más respeto, Méndez —le dije, amarrándome mis tenis viejos—. Este “agujero” tiene mejor aire que tu oficina.

El tipo soltó una carcajada falsa. —¡Esto es oro puro! Olviden a la niña un segundo. ¡Imaginen la foto! Las campeonas mundiales corriendo en la miseria. ¡El contraste! ¡La narrativa! —Se giró hacia su camarógrafo—. ¡Graba todo! ¡Quiero primeros planos de sus zapatos sucios!

Nayeli, la niña prodigio, estaba escondida detrás de las faldas de su mamá. Se veía aterrorizada. Los tipos de la cámara la apuntaban como si fuera una presa.

Yuki dio un paso al frente. Su postura cambió. Ya no era la maestra zen. Era la Samurai que había enfrentado a su entrenador en el hotel.

—No vas a grabar nada —dijo Yuki en un español perfecto y frío.

—¿Perdón? —Méndez la miró con burla—. Mira, muñeca, estás en vía pública. Y además, ya casi tengo firmado al papá de la niña. Esa escuincla es de mi propiedad.

Vi cómo a Yuki se le tensaba el cuello. —Ella no es propiedad. Ella corre porque es libre.

—Corre porque tiene hambre —replicó Méndez con crueldad—. Y yo le voy a dar de comer. A cambio de su alma, claro. Pero así funciona el negocio. Ustedes lo saben mejor que nadie. ¿O a poco tú corres por amor al arte, Valeria? ¿Cuánto te pagaron por el comercial de ayer?

El golpe fue bajo y certero. Me dolió. Porque tenía razón. Yo era parte del sistema.

Miré a Nayeli. Me miraba con esos ojos grandes, esperando que yo hiciera algo. Que la salvara o la condenara.

—Ya no —dije, y sentí que algo se rompía dentro de mí, pero era una ruptura buena, como un cascarón—. Ya no corro por dinero.

—¿Ah, no? —Méndez se cruzó de brazos—. Pruébalo. Te ofrezco cien mil pesos ahorita si ganas esta carrera de pueblo. Cien mil para ti, cien mil para la japonesa. Solo tienen que humillar a los locales. Quiero ver la diferencia entre unas profesionales y unos… aficionados.

La gente del pueblo nos miraba. El silencio era total.

Yuki y yo nos miramos. No tuvimos que decirnos nada. Esa conexión telepática que nació en la pista olímpica estaba más viva que nunca.

—Aceptamos correr —dijo Yuki.

—¡Excelente! —Méndez aplaudió—. Preparen las cámaras.

—Pero no aceptamos tu dinero —intervine yo—. Y no vamos a correr en tu circuito.

—¿Cómo?

—La carrera tradicional no es en la calle —dijo Yuki, señalando hacia arriba—. Es hasta la Cruz del Cerro. Son 15 kilómetros verticales. Sendero de cabras.

Méndez miró hacia la montaña. La cima estaba cubierta de niebla espesa. —Mis cámaras no pueden subir allá. Los drones pierden señal.

—Exacto —dije sonriendo—. Si quieres ver si Nayeli vale la pena… vas a tener que subir caminando, cabrón.

Capítulo 4: La Carrera en la Niebla

La señal de salida fue un cohete de feria. ¡PUM!

Salimos.

Éramos unos cincuenta. Hombres, mujeres, niños y nosotras dos. Yuki y yo salimos a ritmo suave. No queríamos ganar. Queríamos proteger.

Nos colocamos a los lados de Nayeli. Ella iba respirando agitada, nerviosa por la presencia de los agentes que intentaban seguirnos trotando torpemente al principio.

—Tranquila, Naye —le dije—. Solo corre. Como si fueras a la escuela.

—Tengo miedo —susurró ella.

—El miedo es gasolina —le dijo Yuki, repitiendo la lección que había aprendido—. Úsalo.

Empezamos a subir. El camino se volvió estrecho y empinado. Piedras sueltas, raíces, lodo. Los agentes y sus cámaras se quedaron atrás a los 500 metros, buifando y maldiciendo.

Nos adentramos en el bosque. El ruido de la banda y de la gente se apagó. Solo se escuchaba nuestra respiración y el sonido de los huaraches de Nayeli golpeando la tierra. Pla, pla, pla.

Era un ritmo hipnótico.

Yuki iba sonriendo. Se le notaba en la cara que amaba esto. Saltaba sobre las raíces como si bailara. Yo iba sufriendo un poco más (la altura pega duro), pero me sentía viva. Mis pulmones ardían, pero era un ardor limpio, no el ardor tóxico de la ciudad.

A mitad del camino, la niebla nos tragó.

Ya no veíamos más allá de tres metros. El mundo desapareció. Éramos solo tres sombras moviéndonos hacia arriba.

Nayeli empezó a acelerar.

Era natural. En la subida, donde nosotras (con toda nuestra tecnología y entrenamiento) empezábamos a flaquear, ella se hacía fuerte. Conocía cada piedra. Sabía dónde pisar.

—¡Se nos va! —me gritó Yuki, riendo.

—¡Pues alcánzala! —le respondí.

Apretamos el paso. Pero no para rebasarla. Sino para verla. Ver correr a Nayeli en su elemento era ver poesía. No corría con técnica de laboratorio. Corría con el instinto de sus ancestros.

Llegamos a la parte más alta. El aire era tan frío que dolía. Nayeli se detuvo en la Cruz. Se giró para vernos. No estaba cansada. Estaba radiante.

Llegamos nosotras, jadeando, con las manos en las rodillas.

—Nos ganaste —dijo Yuki, haciendo una pequeña reverencia ante la niña.

Nayeli sonrió. Le faltaba un diente de leche. —No les gané —dijo—. Ustedes me esperaron.

—No, Naye —le dije, limpiándome el sudor—. Tú vuelas. Esos tipos de abajo… te quieren cortar las alas. Te quieren poner en una jaula y vender boletos para verte.

Nayeli bajó la mirada a sus huaraches. —Mi papá necesita el dinero.

Yuki se acercó a ella. Se quitó su reloj. Un reloj GPS que valía una fortuna. —El dinero se consigue —dijo Yuki—. Pero la libertad no se compra. Escúchame bien, Nayeli. Tú vas a ser campeona. Pero a tu manera. No dejes que nadie te diga que no vales si no tienes tenis de marca. Tus pies son más fuertes que cualquier zapato.

En ese momento, entre la niebla, escuchamos ruidos. Méndez, el agente, había logrado subir. Venía solo, sin el camarógrafo, rojo como un tomate, con el traje desgarrado y lleno de lodo.

Llegó a la cima y se tiró al suelo, casi vomitando.

—¡Lo… lo tengo! —balbuceó, sacando su celular—. ¡Tengo la foto! ¡Ustedes tres… aquí arriba!

Levantó el teléfono con mano temblorosa.

Yuki me miró. Yo miré a Yuki.

Sin decir una palabra, las dos nos movimos. Nos colocamos frente a Nayeli, tapándola completamente. Como un escudo humano.

—Quítate, japonesa —gruñó Méndez—. Quiero a la niña.

—La niña no está —dije yo, cruzándome de brazos—. Solo estamos nosotras. Y tú no tienes derechos de imagen sobre nosotras sin contrato. Si tomas esa foto, te demandamos por tanto dinero que vas a tener que vender hasta tus riñones.

Méndez bajó el teléfono. Nos miró con odio. —Están cometiendo un error. Esa niña es una mina de oro.

—Esa niña es una niña —dijo Yuki—. Y mientras nosotras estemos aquí, nadie la va a tocar.

Méndez se levantó, sacudiéndose la tierra con rabia. —Están locas. Las dos arruinaron sus carreras y ahora quieren arruinar la de ella.

—Nuestras carreras apenas empiezan —le contesté—. Y son carreras que tú nunca vas a poder ver, ni grabar, ni vender.

El tipo nos miró una última vez, escupió al suelo y empezó a bajar la montaña, derrotado por la montaña y por dos mujeres que habían dejado de tener precio.

Capítulo 5: El Pacto de la Sierra

Cuando bajamos al pueblo, la fiesta seguía. El papá de Nayeli nos esperaba, preocupado.

Yuki habló con él. No sé qué le dijo exactamente. Pero vi que Yuki sacó una tarjeta de su mochila y se la dio. No era de una agencia. Era el contacto de una fundación en Japón que apoyaba a atletas rurales sin pedir nada a cambio.

—No necesitan irse a la ciudad —le explicó Yuki—. Ella puede entrenar aquí. En su tierra. Y cuando esté lista, nosotras vendremos por ella para llevarla a las competencias. Pero bajo nuestras reglas. No las de ellos.

El papá asintió, con lágrimas en los ojos. Abrazó a su hija.

Esa noche, Yuki y yo nos sentamos en el techo de la casa donde nos quedábamos. Se veían tantas estrellas que mareaba.

—¿Crees que hicimos lo correcto? —pregunté—. A lo mejor Méndez tenía razón. El dinero le hubiera cambiado la vida.

—El dinero cambia la vida, sí —dijo Yuki, mirando la Vía Láctea—. Pero a veces te quita la vida. Mira a tu alrededor, Valeria. Nayeli es feliz. Si se la hubieran llevado hoy, en dos años sería una máquina triste, como yo lo fui.

—¿Y ahora qué? —le pregunté—. Renuncié a mi patrocinador. Seguramente me van a demandar. Estoy desempleada.

Yuki se rió y sacó una botella de mezcal que había comprado en el pueblo. —No estás desempleada. Eres cofundadora.

—¿De qué?

—De “El Club de los Corredores Invisibles”. —Brindó al aire—. Vamos a buscar talentos, Valeria. Pero no para venderlos. Para protegerlos. Vamos a ser los guardianes que nosotras nunca tuvimos.

Choqué mi vasito de plástico con el suyo. —Suena a que no vamos a ganar ni un peso.

—No —sonrió Yuki, y sus ojos brillaban más que las estrellas—. Pero vamos a dormir muy bien por las noches.

Bebimos el mezcal. Quemaba rico.

Y ahí, en medio de la nada, entendí que la historia no había terminado con la carrera en el estadio. Esa carrera fue solo el prólogo. La verdadera historia era esta. La que nadie veía. La carrera invisible para salvar el alma del deporte, un niño a la vez.

—Por cierto —dijo Yuki después un rato—. Corres lento en subida. Tienes que entrenar más.

Le di un empujón que casi la tira del techo. —Y tú respiras muy fuerte, pareces locomotora.

Nos reímos hasta que nos dolió la panza. Dos campeonas mundiales, sin medallas, sin patrocinadores, pero con el corazón lleno.

Al día siguiente, empezamos a entrenar a los niños del pueblo. Y les juro por mi vida, que nunca me había sentido tan ganadora como cuando vi a Nayeli rebasarme en la niebla, libre y salvaje, sabiendo que nadie iba a cortar sus alas mientras Yuki y yo estuviéramos ahí para cuidarle la espalda.

FIN DE LA HISTORIA PARALELA

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