PARTE 1
CAPÍTULO 1: El Silencio que Grita
Me llamo Jimena y necesito contarte sobre el día que morí. Bueno, técnicamente no morí, aunque eso era lo que todos en esa habitación esperaban. Especialmente las personas que juraron amarme. Dios, cómo deseaban que mi corazón dejara de latir para siempre.
Todo comenzó a las 16 horas de labor de parto. Dieciséis horas interminables, un calvario que ninguna clase de psicoprofiláxis te prepara para enfrentar. Sentía como si mi cuerpo se estuviera desgarrando desde adentro, como si mis caderas se partieran con la fuerza de un terremoto. Las contracciones venían en olas tan violentas que, por momentos, perdía la noción de dónde estaba.
Estaba en una clínica privada al sur de la Ciudad de México, de esas que huelen a lavanda y dinero, pero en ese momento, el lujo no servía de nada contra el dolor.
Andrés, mi esposo, estaba de pie en la esquina de la sala de parto. Recuerdo buscar su mirada a través de mis ojos nublados por las lágrimas y el sudor. Estaba desesperada por un poco de consuelo, por sentir su mano apretando la mía, por escuchar un “échale ganas, flaca”.
Pero él no me estaba mirando.
Andrés estaba en su celular. Tecleando furiosamente con esa postura encorvada que ponía cuando quería ocultar algo. Yo gritaba de agonía, sentía que me moría, y él estaba revisando WhatsApp.
El doctor Ramírez repetía una y otra vez que todo estaba bien, que los primeros bebés tardan, que yo era fuerte. Pero entonces, la atmósfera cambió. Lo sentí antes que nadie. Un calor repentino, húmedo y excesivo extendiéndose debajo de mí.
La cara de la enfermera pasó de la calma profesional al pánico absoluto en un segundo. Se puso blanca como el papel.
Presionó el botón de emergencia y, de repente, la habitación se llenó de gente. Batas blancas, gritos, órdenes médicas que retumbaban en mis oídos como ecos lejanos.
—¡Está teniendo una hemorragia masiva! —gritó el doctor Ramírez, su voz perdiendo toda la compostura—. ¡La presión está cayendo! ¡La perdemos!
Mi visión comenzó a desenfocarse. Era como si alguien estuviera bajando lentamente el interruptor de la luz en mi cerebro. Los bordes de mi vista se oscurecieron. El “bip-bip” constante del monitor cardíaco se aceleró hasta convertirse en un pitido largo, agudo e interminable.
Y en ese momento, justo cuando todo se desvanecía hacia el negro absoluto, escuché la voz de Andrés.
No estaba llorando. No había pánico en su tono. No había amor. Solo una pregunta plana, fría, casi burocrática:
—¿El bebé está bien?
No preguntó: “¿Mi esposa está bien?”. No gritó: “¡Sálvenla, por favor, hagan algo!”. Solo le importaba el bebé. O tal vez, lo que el bebé representaba.
Esa frase debió habérmelo dicho todo. Pero entonces, ya no hubo nada.
Oscuridad total. Silencio absoluto.
Pensé que eso era todo. Pensé que había cruzado al otro lado. Que estaba muerta.
Pero entonces, empecé a escuchar cosas. Voces amortiguadas. El sonido metálico de unas ruedas chirriantes sobre el linóleo. Y frío. Un aire gélido golpeando mi piel desnuda.
Traté de abrir los ojos. Traté de gritar. Traté de mover aunque fuera el dedo meñique.
Nada funcionaba.
Mi cuerpo se había convertido en una prisión de carne y hueso, y yo estaba atrapada en la celda más profunda, gritando en silencio mientras el mundo exterior me daba por muerta.
CAPÍTULO 2: El Velorio de los Vivos
Sentí cómo me jalaban una sábana sobre la cara. La textura áspera de la tela contra mi nariz, contra mis labios secos. El olor a desinfectante industrial se me metió hasta el cerebro.
Escuché la voz cansada del doctor Ramírez: —Hora del deceso, 3:47 a.m.
Y yo gritaba dentro de mi cabeza con una fuerza que creí que haría estallar mi cráneo: “¡No estoy muerta! ¡Estúpido, estoy viva! ¡Estoy aquí!”.
Pero ningún sonido salió de mi garganta. Ni un gemido. Nada se movió.
Sentí el movimiento de la camilla. Me llevaban a alguna parte. Las ruedas vibraban y cada pequeña imperfección del piso resonaba en mis huesos. La morgue. ¡Dios mío, me llevaban a la morgue!
El terror que sentí en ese momento es algo que no le deseo ni a mi peor enemigo. Me pasaron a una mesa de metal. Estaba helada. Podía sentir cada grado de ese frío penetrando mi espalda, pero no podía temblar. No podía tener piel de gallina.
Escuché al encargado de la morgue tarareando una canción de banda, algo de Grupo Firme, mientras movía instrumentos metálicos. Se preparaba para… para lo que sea que le hacen a los cuerpos.
Mi mente corría a mil por hora. “Así es como termina. Consciente pero paralizada mientras me abren o me meten en un refrigerador”.
De repente, la voz del encargado cortó mi pánico. —¡Ay, cabrón!
El ruido de una bandeja cayendo al suelo.
—¡Doctor! ¡Doctor! —gritó el hombre, corriendo hacia el pasillo—. ¡Creo que tiene pulso! ¡Le juro que sentí un pulso!
Las siguientes horas fueron un caos borroso. Me llevaron de vuelta a urgencias a toda velocidad. Escuchaba máquinas pitando, gente corriendo, órdenes urgentes. Y a lo lejos, la voz de Andrés, fingiendo preocupación: —¿Qué está pasando? Me dijeron que ya… que ya se había ido.
Luego, un especialista, el neurólogo, le explicó la situación a Andrés con un tono profesional que me heló la sangre más que la morgue.
—Señor, su esposa está en lo que llamamos un “Síndrome de Enclaustramiento” o Locked-in Syndrome. Es una condición extremadamente rara provocada por el shock y la falta de oxígeno. Está en un coma profundo, pero existe la posibilidad de que pueda escuchar y procesar lo que sucede a su alrededor, aunque no pueda responder de ninguna manera.
Hubo una larga pausa. Yo esperaba que Andrés se rompiera, que llorara de alivio porque no estaba muerta.
—¿Se va a recuperar? —preguntó Andrés. Su tono no era de esperanza. Era de impaciencia.
—Es poco probable —dijo el doctor con sinceridad brutal—. Quizás un 5% de probabilidad. Podría estar así meses, años… o tal vez nunca despierte.
Esperé las súplicas. Esperé el “haga todo lo posible, doctor”. En su lugar, escuché a Andrés suspirar y decir: —Necesito hacer unas llamadas.
Y se alejó. El sonido de sus pasos alejándose fue el primer golpe de realidad. Pero el segundo golpe fue mucho peor.
Escuché los tacones de ELLA. Doña Margarita. Mi suegra.
Siempre supe que no le caía bien. Desde que Andrés me presentó, ella me miraba como si fuera poca cosa, como si mi apellido o mi cuenta bancaria no fueran suficientes para su “precioso hijo”. Pero la frialdad en su voz ese día fue algo demoníaco.
Entró a la habitación donde me tenían conectada a mil cables.
—¿Entonces? ¿Ya es un vegetal? —preguntó Margarita, como si estuviera preguntando si la carne del mercado estaba fresca.
—Señora, no usamos ese término —respondió el doctor, claramente incómodo—. Su nuera es un ser humano.
—Sí, sí, muy conmovedor. Pero, ¿cuánto tiempo la mantenemos así? —presionó ella—. ¿Cuál es el protocolo? Esto cuesta una fortuna diaria y el seguro tiene límites.
—Señora Mitchell, le repito, está viva.
—Para fines prácticos está muerta, doctor. Solo está gastando aire y dinero. Le pregunto, ¿cuáles son nuestras opciones?
El doctor suspiró, vencido por la insistencia de la vieja bruja. —Después de 30 días, si no hay mejoría, la familia puede discutir opciones sobre el soporte vital.
—¿30 días? —repitió Margarita—. Perfecto. Eso es manejable. Un mes pasa volando.
Salieron de la habitación y me quedé sola con el pitido de las máquinas y mis propios gritos mentales. Me sentía en el infierno. Pero el infierno tiene muchos niveles, y yo apenas estaba en el primero.
Por un milagro, o tal vez una maldición divina, una enfermera había dejado un monitor de bebé encendido en mi habitación, y la otra unidad receptora estaba en la sala de espera privada, justo afuera de mi puerta. El volumen estaba alto. Podía escuchar todo lo que pasaba en el pasillo.
Escuché la voz de Andrés. La voz de Margarita. Y una tercera voz. Una voz melosa y fingida que reconocí al instante.
Brenda. La “asistente ejecutiva” de Andrés. La mujer con la que yo sospechaba que él se acostaba desde hacía meses, aunque él siempre me llamó loca y celosa tóxica.
—Esto es… esto es perfecto, de hecho —estaba diciendo Margarita.
—¿Perfecto? —Andrés sonaba confundido—. Mamá, Jimena está en coma.
—Exacto, hijo. Piensa con la cabeza fría —dijo Margarita—. Está como muerta. Tú tienes al bebé. Tendrás el dinero del seguro de vida, que por cierto, es bastante jugoso. Y Brenda… —hizo una pausa dramática—, Brenda por fin puede ocupar el lugar que le corresponde.
—Pero… todavía está viva técnicamente —dijo Andrés. Y noté algo horrible: no sonaba horrorizado por la idea. Sonaba dudoso, como alguien que calcula si le conviene invertir en un negocio riesgoso.
—No por mucho —intervino Brenda. Su voz era suave, casi cariñosa—. Los hospitales odian mantener a pacientes así. Dale los 30 días. Luego firmamos los papeles para desconectarla. Todo legal. Limpio. Nadie sospechará nada. Vas a ser el viudo trágico y valiente.
—¿Y sus papás? —preguntó Andrés—. Los papás de Jimena van a querer verla. Viven en Guadalajara, van a venir volando.
—Yo me encargo de esos rancheros —dijo Margarita con desprecio—. Les diremos que ya murió. Ataúd cerrado, cremación inmediata, todo el show. Para cuando lleguen, solo habrá cenizas. Nunca sabrán la diferencia.
—¿Estás segura de esto, mi amor? —le preguntó Brenda a Andrés. Casi podía verla acariciándole el brazo.
—Estoy seguro —respondió él después de un segundo. Y esa confirmación me rompió el corazón en mil pedazos—. Quiero esa vida contigo. La casa, el dinero… todo. Jimena siempre fue un obstáculo.
Yo estaba gritando dentro de mi cabeza. Gritaba tan fuerte que pensaba que las paredes iban a temblar. “¡Malditos! ¡Asesinos! ¡Los estoy escuchando!”.
Pero mi cuerpo seguía inmóvil, plácido, como una muñeca rota.
Pasaron tres días. Tres días de tortura psicológica. Una enfermera entró hablando con otra mientras me cambiaban el suero.
—Pobrecita la bebé —susurró una—. Le pusieron Madison. ¿Madison? No. Mi hija se iba a llamar Sofía. Yo había elegido ese nombre.
—La abuela es una controladora de lo peor —dijo la otra enfermera—. Le cambió el nombre en el registro civil ayer mismo. Dijo que “Sofía” era nombre de pobre. Y no deja que los abuelos maternos entren.
—¿Qué? —la primera enfermera sonaba indignada.
—Sí. Los papás de la paciente vinieron desde Guadalajara y la seguridad del hospital los sacó. La suegra dejó órdenes estrictas: “No visitas no autorizadas”. Les dijeron que volvieran a su pueblo.
—Y viste a la otra… la tal Brenda —continuó el chisme—. Ya se pasea con la bebé como si fuera su madre. Es enfermo. La pobre mujer no está ni fría y ya la reemplazaron.
“No está ni fría”. Esas palabras resonaron en mi mente. Era un fantasma atrapado en mi propio cadáver, viendo cómo desmantelaban mi vida pieza por pieza.
Al quinto día, mi papá logró llamar a la estación de enfermería. Escuché a la recepcionista. —Lo siento, Don Jorge. No está en la lista. Sí, entiendo que es su padre, pero el esposo tiene la tutela legal y médica. No puedo hacer nada.
Una hora después, escuché a Margarita al teléfono, parada justo en la puerta de mi habitación, asegurándose de hablar fuerte.
—Jorge, lamento tanto tener que decirte esto por teléfono… —fingió un sollozo—. Jimena no lo logró. Falleció esta madrugada. Fue… fue muy pacífico. Andrés está destrozado. Vamos a hacer algo muy íntimo, solo la familia directa. Yo te aviso cuando tengamos las cenizas.
Colgó. Y soltó una risa corta y seca. —Listo. Asunto arreglado.
Mis padres pensaban que estaba muerta. Yo no podía decirles que estaba viva. Lágrimas rodaron por mis mejillas. Era lo único que mi sistema nervioso autónomo permitía. Una enfermera se acercó y me las limpió con un pañuelo. —Shh, tranquila —dijo—. Son solo reflejos. No sientes nada.
Si tan solo supiera que sentía todo. El odio empezaba a crecer en mi pecho, desplazando al dolor.
Para el día siete, Brenda se había mudado a mi casa. Lo supe porque las enfermeras, benditas sean con sus chismes, lo comentaron. —¿Puedes creerlo? Hicieron una fiesta anoche. Una “Bienvenida a la Bebé”. Con la madre en coma. —Dicen que la amante estaba usando un vestido de la paciente.
El vestido. Mi vestido. Un vestido de diseñador que compré para el bautizo. Brenda se lo había puesto para celebrar mi “muerte” anticipada en mi propia casa.
Estaba atrapada en una pesadilla. Pero lo peor estaba por venir. Porque al día 20, descubrí que la traición de Andrés y Margarita era mucho más profunda y oscura de lo que jamás imaginé.
El doctor Ramírez solicitó una reunión urgente con Andrés en el pasillo.
—Señor Mitchell, hay algo de lo que no le informamos el día del parto debido al caos y a que usted… bueno, usted dijo que no lo molestáramos con detalles médicos.
—¿Qué pasa ahora? —Andrés sonaba aburrido.
—Es sobre el parto. Su esposa no tuvo una niña.
El silencio fue absoluto.
—¿Qué? —preguntó Andrés.
—Su esposa tuvo gemelas —dijo el doctor—. Dos niñas. La segunda nació con bajo peso y ha estado en la incubadora de cuidados intensivos en otro piso todo este tiempo. Ya está estable. Está lista para ir a casa.
—¿Gemelas? —la voz de Andrés tembló—. ¿Tengo… dos hijas?
—Sí. Y necesitamos saber el nombre de la segunda para el registro.
Andrés no dijo nada por un momento. Luego escuché pasos apresurados. Margarita y Brenda llegaron minutos después. Les contó la noticia.
—¿DOS? —gritó Margarita—. ¿Cómo que dos? ¡Esto arruina todo!
—No lo sabía, mamá, te lo juro —balbuceó Andrés.
—Una niña es manejable —siseó Margarita como una serpiente—. Una niña da lástima. El “viudo con su huerfanita”. Pero ¿dos? Dos es un problema. La gente va a preguntar dónde estaba la otra. Van a indagar. Y si indagan, van a encontrar cosas que no queremos que encuentren. Como las cuentas en las Islas Caimán o el hecho de que Brenda vive contigo desde la semana pasada.
—¿Entonces qué hacemos? —preguntó Brenda, con miedo en la voz.
Hubo un silencio terrible. Y entonces, Doña Margarita dijo la frase que hizo que mi corazón casi se detuviera de verdad.
—Nos deshacemos de ella.
—¿Qué? —Andrés sonaba sorprendido.
—La segunda niña. La vendemos. Tengo una amiga en Monterrey, una mujer con mucho dinero y sin hijos que ha estado buscando “adoptar” por vías privadas. Pagará dos millones de pesos, en efectivo, sin preguntas.
—¿Vender a mi hija? —dijo Andrés.
—No es tu hija, imbécil. Es un cabo suelto —replicó Margarita—. Con ese dinero pagamos tus deudas de juego y nos aseguramos de que Brenda y tú vivan como reyes. Nadie sabe que existe esa niña excepto el hospital. Y al hospital le diremos que la daremos en adopción cerrada. Yo arreglo los papeles.
Mi monitor cardíaco empezó a pitar violentamente. La alarma de taquicardia se disparó. Las enfermeras corrieron a mi habitación.
—¡Su ritmo cardiaco está por las nubes! —gritó una—. ¡Parece que está teniendo un ataque de pánico!
—Imposible, está en coma —dijo otra.
Pero yo no estaba en pánico. Estaba furiosa. Una furia roja, caliente, asesina. Iban a vender a mi hija. Iban a vender a mi bebé como si fuera un coche usado.
En ese momento, algo se rompió dentro de mí. O tal vez, algo se arregló. La rabia es una fuente de energía muy poderosa. Más poderosa que el miedo. Más poderosa que la medicina. Tenía que despertar. Tenía que despertar y matarlos a todos.
PARTE 2
CAPÍTULO 3: El Milagro del Odio
La alarma de mi monitor cardíaco seguía sonando, llenando la habitación con un ritmo frenético que imitaba mi desesperación. Las enfermeras lograron estabilizarme, pero el daño ya estaba hecho. O mejor dicho, el cambio ya estaba hecho.
—Fue una reacción al estrés, doctor —escuché decir a una de las enfermeras, una mujer mayor llamada Lupita, que siempre me hablaba con cariño mientras me limpiaba—. Le juro que su ritmo se disparó justo cuando esas personas estaban discutiendo afuera. Ella escucha. Yo sé que ella escucha.
El doctor Ramírez suspiró, sonando agotado. —Lupita, por favor. Es médicamente improbable. Son reflejos del tallo cerebral. La familia está bajo mucha presión, es normal que discutan. No te metas en líos.
—No son discusiones normales, doctor —insistió Lupita, bajando la voz—. Están hablando de vender a la niña. A la gemela que nadie sabe que existe.
Hubo un silencio helado. —Cuidado con lo que dices —advirtió el doctor, pero noté la duda en su voz—. Esas son acusaciones muy graves contra una familia muy poderosa. Si te escuchan, te despiden y te boletinan para que no trabajes en ningún hospital de la ciudad. Enfócate en tu trabajo. Mañana es el día 30. Mañana se acaba todo.
Mañana. Me quedaban menos de 24 horas. Mañana firmarían los papeles para desconectarme. Mañana mi muerte dejaría de ser una metáfora para convertirse en un hecho clínico. Y mañana, mi pequeña hija, esa gemela secreta que acababa de descubrir que tenía, desaparecería en el mercado negro de Monterrey.
El miedo intentó paralizarme de nuevo, pero ya no había espacio para el miedo. Solo había rabia. Una rabia pura, destilada, tóxica. Dicen que el amor mueve montañas, pero déjenme decirles algo: el odio es un combustible nuclear.
Me concentré en mi mano derecha. “Muévete”, le ordené. Nada. “Maldita sea, muévete. Por tus hijas. Por Sofía y por la otra bebé. Muévete”.
Visualicé la cara de Margarita, con su sonrisa hipócrita y sus collares de oro. Visualicé a Andrés, el cobarde que prometió cuidarme y ahora vendía a mi sangre para pagar deudas de juego. Visualicé a Brenda, paseándose por mi casa, tocando mis cosas, viviendo mi vida.
La noche cayó sobre el hospital. El silencio de la madrugada solo era roto por el zumbido del aire acondicionado y los pasos lejanos en el pasillo.
Alrededor de las 2:00 a.m., escuché de nuevo. Eran ellos. Habían vuelto, probablemente borrachos de celebración anticipada.
—Ya tengo el notario listo para mañana a las 10:00 a.m. —era la voz pastosa de Andrés—. Llega, certifica que no hay respuesta cerebral, firmamos el consentimiento y… clic. Se apagan las luces.
—¿Y la compradora de Monterrey? —preguntó Brenda.
—Llega a las 11:00. Hacemos el intercambio en el estacionamiento del sótano 3. Es discreto. Ella trae el efectivo en una maleta deportiva, nosotros le damos a la niña con los papeles falsos que consiguió mi madre. Y listo. Dos millones libres de polvo y paja.
—¿Y si alguien nos ve?
—Nadie nos va a ver. Todo el mundo va a estar distraído con el “trágico fallecimiento” de mi esposa. Va a ser un día muy triste —Andrés soltó una risita burlona—. Voy a tener que llorar mucho para las cámaras.
Sentí una oleada de calor subir por mi cuello. No era fiebre. Era la fuerza de voluntad rompiendo las barreras químicas de mi cerebro.
“¡NO!”. El grito resonó en mi mente como un trueno. “¡NO SE VAN A LLEVAR A MIS HIJAS!”.
Concentré toda mi energía, toda mi vida, todo mi ser en la punta de mi dedo índice derecho. Imaginé que era un gatillo. Imaginé que si lo apretaba, todo explotaría.
Y entonces, sucedió. Un espasmo. Pequeño. Insignificante para el universo, pero monumental para mí.
Lupita, la enfermera, estaba sentada en la esquina leyendo una revista bajo la luz tenue. Se detuvo. Levantó la vista. —¿Señora Jimena?
Lo hice de nuevo. Esta vez con más fuerza. Mi dedo se levantó y cayó sobre la sábana. Lupita soltó la revista y corrió hacia mí. Me tomó la mano. —Si puedes escucharme… aprieta mi mano. Por favor, mi hija, aprieta mi mano.
Le di todo lo que tenía. No fue un apretón fuerte, fue apenas una caricia, una presión débil. Pero fue voluntaria.
Lupita ahogó un grito. —¡Dios mío! ¡Doctor! ¡Guardia! ¡Alguien!
El doctor de guardia nocturna, un joven residente llamado Martínez, entró corriendo, frotándose los ojos. —¿Qué pasa? ¿Otra falsa alarma?
—Mírela —dijo Lupita, llorando—. Le pedí que apretara mi mano y lo hizo.
El doctor Martínez se acercó, escéptico. Sacó una linterna y me revisó las pupilas. —Señora Mitchell… Jimena. Si me escucha, intente mover los ojos hacia la izquierda.
Fue como levantar una pesa de cien kilos con los párpados, pero lo hice. Mis ojos giraron a la izquierda. El doctor dejó caer la linterna. —Santa madre de Dios. Está despierta.
—No solo está despierta —dijo Lupita, con una firmeza feroz—. Está furiosa. Mírele la cara, doctor. Esa mujer quiere sangre.
Y tenía razón. En ese momento, a las 3:15 a.m. del día 29, Jimena la víctima murió. Y nació Jimena la vengadora.
CAPÍTULO 4: El Regreso de la Muerte
El caos que siguió fue controlado, pero intenso. El doctor Martínez, comprendiendo la gravedad de lo que Lupita le había contado sobre los planes de la familia, tomó una decisión que le salvaría la carrera y me salvaría la vida.
—Bloqueen la puerta —ordenó—. Nadie entra. Ni el esposo, ni la suegra, ni el director del hospital si es que aparece. Nadie. Código Plata en esta habitación.
Me quitaron el tubo de la garganta. Fue una sensación horrible, arcadas y dolor, pero cuando el aire entró por mi propia cuenta en mis pulmones, sentí el sabor de la libertad.
—Agua —fue mi primera palabra. Mi voz sonó como si hubiera tragado vidrios rotos. Me dieron un sorbo con una esponja.
—Jimena —dijo el doctor Martínez, acercándose—. Necesitamos llamar a tu esposo. Es el protocolo.
—¡NO! —mi voz salió ronca, pero con una autoridad que sorprendió a todos—. No lo llamen. Llamen a la policía. Llamen al Ministerio Público. Y llamen a mis padres.
El doctor y Lupita intercambiaron miradas. —Señora… sus padres… —Lupita dudó—. Nos informaron que ellos saben que usted… bueno, su esposo les dijo que usted falleció hace semanas.
Cerré los ojos un momento para contener las lágrimas. Malditos desgraciados. Les habían robado a mis padres la esperanza. —Están en Guadalajara —susurré—. Tienen que llamarlos. Díganles que estoy viva. Díganles que vengan ya. Y traigan a una trabajadora social. Ahora.
Pasaron cuatro horas. Cuatro horas donde recuperé la sensibilidad en mis brazos, donde pude sentarme con ayuda. Cuatro horas donde les conté todo.
La trabajadora social, una mujer dura llamada Licenciada Vargas, escribía frenéticamente en su libreta mientras su cara se endurecía más y más con cada detalle.
—¿Está diciendo que planearon vender a la segunda gemela por dos millones de pesos? —preguntó Vargas. —Los escuché. En el sótano 3. Hoy a las 11:00 a.m.
—Eso es trata de personas —dijo Vargas—. Y conspiración para cometer homicidio. Señora, esto es gravísimo. Necesitamos pruebas. Su testimonio es fuerte, pero en un juicio, un buen abogado dirá que usted estaba alucinando por el coma.
—Tengo pruebas —dije, señalando hacia mi bolsa de efectos personales que estaba arrumbada en un rincón—. Mi celular. Andrés es tan estúpido que nunca canceló mi plan de datos ni revisó mi nube.
Meses antes, cuando empecé a sospechar de la infidelidad, instalé cámaras de seguridad ocultas en mi casa. Cámaras que se activaban por movimiento y voz. Yo tenía acceso desde mi celular.
Lupita me trajo el teléfono. Con dedos temblorosos, lo desbloqueé. Ahí estaba. Videos de las últimas semanas. Brenda probándose mi ropa. Margarita y Andrés en la sala de mi casa, contando fajos de billetes que habían sacado de mi caja fuerte. Y un video de anoche. Una conversación en la cocina de mi casa.
En la pantalla del celular: Margarita: “¿Estás seguro que la compradora es de fiar?” Andrés: “Totalmente. Ya hizo el depósito de garantía. Mañana nos deshacemos de la niña y desconectamos a Jimena. Dos pájaros de un tiro.”
La Licenciada Vargas vio el video y su boca se abrió ligeramente. —Esto es oro puro —dijo—. Con esto no salen bajo fianza nunca.
—Hay más —dije—. Quiero ver a mis hijas. Ahora.
Trajeron a las bebés. Cuando entraron con las dos incubadoras portátiles, sentí que mi corazón volvía a latir de verdad por primera vez. Sofía, mi primogénita, robusta y hermosa. Y la segunda bebé. Mi pequeña sorpresa. Era más chiquita, más frágil, pero tenía una mirada guerrera. —Se llamará Victoria —dije llorando mientras tocaba su manita a través del cristal—. Porque ganamos.
A las 7:00 a.m., llegaron mis padres. La escena fue desgarradora. Mi madre entró y al verme sentada, se desmayó en los brazos de mi padre. Cuando reaccionó, los gritos de llanto se escucharon en todo el piso. —¡Me dijeron que eras cenizas! —lloraba mi mamá, besándome la cara, las manos, el pelo—. ¡Me entregaron una urna, Jimena! ¡Tengo una urna en la sala de la casa!
—Es mentira, mamá. Todo fue mentira. Son cenizas de chimenea o de perro, yo qué sé. Pero estoy aquí.
Mi padre, un hombre de campo, de pocas palabras pero de carácter fuerte, tenía los ojos inyectados de sangre. —Los voy a matar —dijo con voz baja—. Voy a bajar ahora mismo y los voy a matar con mis propias manos.
—No, papá —lo detuve, tomándolo del brazo—. Eso es lo que ellos harían. Nosotros vamos a hacer algo peor. Vamos a dejar que ellos mismos se destruyan.
Miré el reloj. Eran las 9:30 a.m. El “Show Final” de Andrés estaba programado para las 10:00. Vendrían con el notario. Vendrían a firmar mi sentencia de muerte y luego bajarían a vender a mi hija.
Le pedí al doctor Martínez y a la Licenciada Vargas un favor especial. —Quiero que todo parezca normal —dije—. Apaguen las luces. Conéctenme de nuevo al monitor, pero bajen el volumen. Quiero estar acostada, con los ojos cerrados. Quiero que entren creyendo que ganaron.
—Es arriesgado —dijo la policía que acababa de llegar—. Podrían intentar algo antes de que entremos.
—Necesito ver sus caras —insistí—. Necesito que confiesen frente a testigos. Necesito que sepan que fui YO quien los hundió.
A las 9:55 a.m., todos tomaron sus posiciones. Dos agentes de la policía judicial se escondieron en el baño de la habitación. La Licenciada Vargas se quedó detrás de la cortina divisoria. Mis padres se ocultaron en la sala de médicos contigua, viendo todo por el monitor de seguridad.
Yo me acosté. Cerré los ojos. Y controlé mi respiración. Escuché los pasos en el pasillo. Eran inconfundibles. El taconeo arrogante de Margarita. Los pasos pesados de Andrés. Y el perfume barato y excesivo de Brenda que se colaba por debajo de la puerta.
La puerta se abrió. —Buenos días —dijo Andrés con esa voz falsa de tristeza—. Venimos a… a despedirnos. Y traemos al notario para los trámites finales.
—Pase, por favor —dijo Lupita, actuando su papel a la perfección, aunque le temblaba la voz—. La paciente está lista.
Sentí que se acercaban a la cama. Sentí el aliento de Andrés cerca de mi oído. —Adiós, amor —susurró. Y luego, con un tono mucho más bajo y cruel, añadió—: Gracias por el dinero. Brenda y yo lo vamos a disfrutar mucho.
Ese fue el detonante. Abrí los ojos. De golpe. Y clavé mi mirada directamente en la suya.
Andrés dio un salto hacia atrás como si hubiera tocado un cable de alta tensión. —¡AHHH! —gritó, tropezando con sus propios pies y cayendo al suelo.
Margarita soltó un grito ahogado y se llevó la mano al pecho. Brenda se quedó congelada, con la boca abierta, pálida como un fantasma.
Me incorporé lentamente en la cama, haciendo rechinar los resortes a propósito. El silencio en la habitación era absoluto, solo roto por la respiración agitada de los culpables.
Sonreí. No fue una sonrisa bonita. Fue la sonrisa de un tiburón que acaba de oler sangre en el agua.
—Hola, mi amor —dije con voz clara y potente—. ¿Te sorprende verme? Creí que estabas ansioso por mi “funeral”.
—Pero… pero… —Andrés balbuceaba desde el suelo, incapaz de articular palabra—. Tú… tú estabas…
—¿Muerta? ¿Vegetal? —incliné la cabeza—. No, Andrés. Solo estaba escuchando. Escuché todo. Lo de la casa. Lo del seguro. Lo de Brenda probándose mi ropa. Ah, y mi parte favorita: escuché cuánto vale mi hija para ti. Dos millones, ¿verdad?
Margarita reaccionó primero. Su instinto de supervivencia era rápido. —¡Está delirando! —gritó, mirando al notario que estaba temblando en la esquina—. ¡Es un efecto post-traumático! ¡No sabe lo que dice! ¡Doctor, sedela!
—Nadie me va a sedar, bruja —escupí las palabras.
—¡Vámonos! —gritó Brenda, jalando a Margarita hacia la puerta—. ¡Tenemos que irnos!
Brenda giró el picaporte e intentó abrir la puerta para huir, pero se encontró con una pared humana. Dos agentes de la policía judicial bloquearon la salida, con las manos en sus armas. Y detrás de ellos, mis padres. Mi padre tenía una mirada que podría haber derretido el acero.
—Nadie sale de aquí —dijo el agente—. Andrés Mitchell, Margarita de la Garza y Brenda López. Quedan detenidos.
La habitación se llenó de gritos, pero yo solo sentía una paz inmensa. El juego había terminado. Y yo tenía el control remoto.
CAPÍTULO 5: La Jaula de Oro se Derrumba
La habitación del hospital se transformó en un escenario de crimen en cuestión de segundos. El aire estaba cargado de electricidad, miedo y el dulce aroma de mi victoria.
Andrés seguía en el suelo, mirándome como si fuera una aparición demoníaca. Margarita, recuperando su postura altiva, intentó jugar su última carta: la de la “señora influyente”.
—¡Sueltenme! —gritó cuando un oficial le tomó el brazo—. ¡Ustedes no saben quién soy yo! ¡Conozco al Fiscal General! ¡Esto es un atropello! ¡Voy a hacer que los despidan a todos, bola de inútiles!
El oficial, un hombre moreno y robusto que claramente había lidiado con cientos de “Doñas Margaritas” en su carrera, ni se inmutó.
—Señora, puede conocer al Papa si quiere, pero está detenida por tentativa de trata de menores, fraude y conspiración. Y le sugiero que se calle, porque todo lo que diga está siendo grabado.
—¿Trata de menores? —Margarita soltó una risa nerviosa y aguda—. Eso es ridículo. No tienen pruebas. Son delirios de una mujer con daño cerebral.
—¿Pruebas? —intervine yo. Mi voz todavía estaba rasposa, pero cada palabra salía disparada como una bala—. Licenciada Vargas, ¿le mostramos lo que encontraron mis cámaras?
La trabajadora social levantó mi celular con la grabación en pausa. Margarita palideció. Se dio cuenta de que su conversación en la cocina, esa donde negociaba el precio de mi hija como si fuera ganado, estaba ahí, en alta definición.
Brenda, la “valiente” amante que se había paseado por mi casa como reina, se derrumbó. Literalmente. Se dejó caer en una silla de visitas y empezó a llorar histéricamente, con el maquillaje corriéndosele por toda la cara.
—¡Yo no sabía nada! —chilló Brenda—. ¡Ellos me obligaron! ¡Andrés me dijo que era legal! ¡Yo solo quería ayudar!
Andrés, al escucharla, levantó la cabeza desde el suelo, con los ojos llenos de furia. —¿Tú no sabías? —le gritó a su amante—. ¡Tú fuiste la que buscó a la compradora en Facebook! ¡Tú fuiste la que dijo que dos bebés eran “demasiado trabajo”!
—¡Cállate! —gritó Margarita, dándole una cachetada a su propio hijo—. ¡Cállate, imbécil!
Era patético. Y maravilloso. Se estaban devorando entre ellos como ratas acorraladas.
—Hay algo más —dijo el oficial de policía, sacando su radio—. Comandante, ¿ya tienen el paquete?
Una voz distorsionada respondió por la radio: —Afirmativo. Detuvimos a una mujer en el sótano 3. Traía una maleta con dos millones en efectivo y una silla de auto vacía. Confesó que venía a “recoger un encargo” de la señora Margarita de la Garza.
El color abandonó por completo el rostro de mi suegra. Se tambaleó y tuvo que sostenerse de la pared. La trampa se había cerrado perfectamente. No solo tenía sus palabras; tenía a la compradora. Tenía el dinero. Tenía la cadena completa del crimen.
—Esposénlos —ordenó el oficial.
El sonido del metal cerrándose alrededor de las muñecas de Andrés fue la música más hermosa que había escuchado en mi vida. Él me miró, con los ojos llenos de lágrimas falsas.
—Jimena… mi amor… por favor —balbuceó—. Estaba confundido. El estrés… mi mamá me presionó. Tú sabes que te amo. Podemos arreglar esto. Tenemos hijas…
Sentí una oleada de asco tan profunda que casi vomito. —Tú no tienes hijas —le dije, mirándolo directo a los ojos—. Tú tenías mercancía. Ellas son MIS hijas. Y en cuanto a ti… espero que te pudras.
—¡Jimena! —gritó mientras lo levantaban a la fuerza—. ¡Soy su padre!
—Fuiste su padre —corregí—. Ahora solo eres un expediente judicial.
Sacaron a los tres de la habitación. Margarita iba maldiciendo, amenazando con demandar al hospital. Brenda iba sollozando como una niña pequeña. Y Andrés iba con la cabeza gacha, derrotado.
Cuando la puerta se cerró y el silencio regresó a la habitación, la adrenalina que me había mantenido en pie desapareció de golpe. Mi cuerpo, aún débil tras un mes de inmovilidad, colapsó contra las almohadas.
Mi madre corrió hacia mí y me abrazó. Mi padre se acercó y me besó la frente, llorando en silencio. —Se acabó, mi niña —dijo mi papá—. Se acabó. Esos desgraciados no te van a volver a tocar nunca.
Pero yo sabía que no se había acabado. Apenas empezaba. Tenía que recuperarme. Tenía que aprender a caminar de nuevo. Tenía que enfrentar un juicio. Y lo más importante: tenía que criar a dos bebés yo sola.
Miré hacia las incubadoras donde mis dos milagros dormían ajenos al caos. —Tráiganmelas —pedí—. Necesito tocarlas.
Lupita y otra enfermera me pasaron a Sofía y a Victoria. Mis brazos estaban débiles, pero mi voluntad las sostuvo. Sentir su calor, su respiración, su olor a bebé… eso curó mi alma más rápido que cualquier medicina.
—Les prometo una cosa —les susurré—. Nadie nunca les va a hacer daño. Mamá está aquí. Y mamá es una fiera.
CAPÍTULO 6: Renacer de las Cenizas
Los días siguientes fueron una mezcla borrosa de dolor físico y trámites legales. La noticia estalló en los medios como una bomba.
“Mujer despierta del coma para detener la venta de su propia hija”. “El escándalo de la familia Mitchell: Tráfico de menores en la alta sociedad”.
Los noticieros estaban en la puerta del hospital 24/7. Mi cara, o al menos una foto vieja de mi Facebook, estaba en todos lados. La gente estaba indignada. En un país como México, donde la justicia a veces parece un mito, mi historia resonó porque era la fantasía de todos: ver a los corruptos caer en el acto.
Pero dentro de la habitación 405, la realidad era menos glamorosa. La recuperación fue brutal. Mis músculos se habían atrofiado. Tenía que aprender a sostener una cuchara, a sentarme sin marearme, a dar pasos cortos con una andadera.
El dolor era constante, pero cada vez que sentía ganas de rendirme, miraba a mis gemelas. Ellas eran mi motor.
Mis padres no se despegaron de mí. Mi papá, que siempre fue un hombre de campo rudo, se convirtió en un experto en cambiar pañales y sacar el aire a los bebés. Mi mamá, con su paciencia infinita, me alimentaba cuando mis manos temblaban demasiado.
A la semana, recibí la visita del abogado de la familia, el Licenciado Cordero. Era un hombre viejo que había trabajado con el padre de Andrés, pero que, para mi sorpresa, llegó con una actitud muy diferente a la que esperaba.
—Señora Jimena —dijo, quitándose el sombrero—. Vengo a entregarle esto.
Puso una carpeta sobre mi mesa.
—¿Qué es? —pregunté, desconfiada.
—Es la renuncia de Andrés a la patria potestad. Y la cesión completa de los bienes mancomunados.
Lo miré sorprendida. —¿Por qué? Andrés nunca regalaría nada.
—Andrés está en el Reclusorio Norte, en el área de protección, porque los otros reclusos se enteraron de que intentó vender a su hija… y bueno, digamos que en la cárcel no ven con buenos ojos a los que lastiman niños. Está desesperado por cualquier trato que reduzca su sentencia o le consiga un traslado.
Sentí una punzada de satisfacción oscura. El karma no tardó ni una semana.
—Además —continuó el abogado—, congelamos las cuentas de la señora Margarita. La Unidad de Inteligencia Financiera encontró movimientos muy extraños. Parece que su intento de venta no era el primero. Están investigando si hubo otros “negocios” en el pasado.
Se me heló la sangre. ¿Margarita ya había hecho esto antes? ¿Con otros nietos? ¿Con hijos de empleados? La maldad de esa mujer no tenía fondo.
—Quiero el divorcio —dije firmemente—. Y quiero una orden de restricción de por vida. Quiero que sus apellidos desaparezcan de las actas de mis hijas. Ellas llevarán mis apellidos. Solo los míos.
—Eso se puede arreglar —dijo el abogado—. Con la evidencia que tiene, ningún juez se atreverá a negarle nada. Usted tiene el sartén por el mango, señora.
Esa noche, mientras arrullaba a Victoria, pensé en lo cerca que estuve de perderlo todo. Si no hubiera escuchado. Si no hubiera peleado contra mi propio cuerpo.
Mi celular sonó. Era una notificación de Facebook. Alguien había creado un grupo de apoyo: “Justicia para Jimena y las Gemelas”. Tenía más de 100,000 miembros en tres días.
Leí los comentarios. Mujeres de todo México compartiendo sus historias, enviándome oraciones, ofreciendo ayuda, ropa, asesoría legal. No estaba sola.
Pero hubo un mensaje que me llamó la atención. Era de una ex-empleada doméstica de Margarita, una señora llamada Rosario.
“Señora Jimena, gracias a Dios usted despertó. Yo trabajé para Doña Margarita hace 5 años. La vi hacer cosas terribles. Si necesita un testigo más para hundirla, yo voy. Esa mujer es el diablo y tiene que pagar”.
Le mostré el mensaje a mi papá. —Parece que vamos a tener fila de testigos —dijo él.
—Que vengan todos —respondí—. No voy a dejar piedra sobre piedra. Voy a desmantelar su imperio de mentiras hasta que no quede nada.
A los 45 días, me dieron el alta. Salir del hospital fue una experiencia surrealista. Había cámaras, sí, pero mis padres y la seguridad del hospital hicieron una barrera humana.
Salí en silla de ruedas, con una bebé en cada brazo. El sol de la Ciudad de México me golpeó la cara y sentí que era la primera vez que respiraba aire puro en años.
No regresé a la casa que compartía con Andrés. Esa casa estaba manchada. No quería que mis hijas crecieran entre esas paredes donde su padre planeó venderlas. Nos fuimos a un departamento que mis padres rentaron cerca de los tribunales. Un lugar temporal, pero seguro.
La primera noche fuera del hospital, acosté a las niñas en sus cunas nuevas. Me senté en el sofá, con las piernas doloridas por la terapia física, y me permití llorar. No por tristeza, sino por liberación.
Lloré por la Jimena ingenua que murió en ese parto. La Jimena que creía en el amor romántico, que confiaba ciegamente, que buscaba la aprobación de su suegra. Esa mujer ya no existía.
Me sequé las lágrimas y miré mi reflejo en el espejo de la sala. Estaba más delgada, tenía ojeras profundas y una cicatriz de la cesárea que aún dolía. Pero mis ojos… mis ojos eran diferentes. Eran ojos de acero.
Mañana empezaba la primera audiencia preliminar. Iba a ver a Andrés y a Margarita vestidos de beige, tras un cristal blindado.
Y no iba a tener piedad.
CAPÍTULO 7: El Juicio del Siglo
El día del juicio llegó tres meses después. La Ciudad de México amaneció nublada, pero dentro de los juzgados orales, el ambiente ardía. Había tanta prensa afuera que tuvimos que entrar por una puerta trasera escoltados por seguridad.
Cuando entré a la sala, apoyada en un bastón elegante que todavía necesitaba para caminar, se hizo un silencio sepulcral. Mis padres caminaban detrás de mí como dos guardaespaldas. Me senté junto al fiscal y esperé.
Entonces, los trajeron.
Primero entró Brenda. Ya no era la mujer despampanante que se paseaba por mi casa. Llevaba el uniforme beige del reclusorio de Santa Martha Acatitla, sin maquillaje, con el pelo opaco y atado en una cola de caballo triste. No se atrevió a levantar la vista.
Luego entró Andrés. Mi “esposo”. Había perdido al menos diez kilos. Tenía un ojo morado mal disimulado —regalo de bienvenida de sus compañeros de celda, supuse—. Cuando me vio, intentó hacer una mueca que parecía una súplica, pero yo solo le devolví una mirada de hielo.
Y al final, Doña Margarita. La gran dama de sociedad. Verla fue un choque. Sin sus tintes de salón, sus raíces grises eran evidentes. Sin sus joyas, se veía pequeña, frágil, una anciana amargada. Pero sus ojos… sus ojos seguían destilando veneno. Me miró con un odio tan puro que casi pude sentirlo quemándome la piel.
El juicio fue brutal.
El fiscal no tuvo piedad. Reprodujo los videos de seguridad en las pantallas gigantes de la sala. Ahí estaba Andrés, en alta definición, diciendo: “Dos pájaros de un tiro”. Ahí estaba Margarita negociando el precio de mi hija.
La sala se llenó de murmullos de asco. El juez tuvo que pedir orden dos veces.
Pero el golpe de gracia no fueron los videos. Fueron los testigos. Primero, la mujer de Monterrey, la “compradora”. Había aceptado un trato con la fiscalía para reducir su sentencia. —La señora Margarita me contactó —dijo la mujer llorando en el estrado—. Me dijo que era una adopción “gris”, que la madre había muerto y que el padre no podía cuidar a dos. Me aseguró que era un acto de caridad… costoso.
Margarita gritó desde su asiento: —¡Mentirosa! ¡Tú me rogaste!
—¡Silencio! —ordenó el juez.
Y luego, entró Rosario, la ex-empleada doméstica. Su testimonio fue el clavo final en el ataúd de los Mitchell.
—Yo trabajé para la señora Margarita hace seis años —dijo Rosario con voz temblorosa pero firme—. Un día, la escuché hablando con un notario corrupto. Estaban falsificando el testamento de su difunto esposo para dejar a sus otros hijos fuera y que todo quedara para Andrés. Ella siempre ha falsificado papeles. Ella siempre ha creído que la ley no aplica para ella. Y… —Rosario hizo una pausa y me miró—, ella siempre dijo que la señora Jimena era “demasiado poca cosa” y que había que buscar la forma de quitarle todo.
La defensa intentó desacreditarla, pero el daño estaba hecho. Habían pintado el retrato de un monstruo calculador, no de una abuela desesperada.
Me tocó subir al estrado al final. El abogado de Margarita, un tipo caro y agresivo, intentó confundirme.
—Señora Jimena, ¿no es verdad que usted estaba bajo fuertes medicamentos y que pudo haber alucinado o malinterpretado las conversaciones?
Me incliné hacia el micrófono. —Licenciado, puedo haber estado medicada, pero las cámaras de seguridad no alucinan. El dinero en la maleta no es una metáfora. Y el hecho de que mi esposo no le puso nombre a mi segunda hija durante un mes no es una confusión. Es una confesión. Ellos no veían a una hija, veían un cheque al portador.
El abogado se quedó callado. No tenía nada.
Cuando el juez anunció que se retiraba a deliberar, Andrés rompió el protocolo. Se puso de pie y gritó: —¡Mamá me obligó! ¡Jimena, te juro que fue ella! ¡Ella planeó todo!
Margarita se giró y le escupió en la cara a su propio hijo. —¡Cobarde! ¡Poco hombre! ¡Siempre fuiste un inútil!
Los guardias tuvieron que separarlos. Madre e hijo, devorándose entre sí en su ruina. Fue la escena más patética y satisfactoria que he visto en mi vida.
CAPÍTULO 8: La Sentencia y el Vuelo de las Mariposas
Tres días después, regresamos para la sentencia.
El juez, un hombre de rostro severo que no había mostrado ninguna emoción durante el proceso, se ajustó los lentes y leyó el veredicto.
—A la acusada Brenda López: Culpable de complicidad en tentativa de trata de personas y fraude. Se le sentencia a 8 años de prisión sin derecho a fianza.
Brenda soltó un alarido y se cubrió la cara. Su vida de lujos y “influencer” aspiracional se había acabado.
—Al acusado Andrés Mitchell: Culpable de tentativa de trata de menores agravada por parentesco, fraude, y violencia familiar equiparada. Se le sentencia a 25 años de prisión. Además de la pérdida definitiva de la patria potestad.
Andrés se desplomó en su silla. Lloraba como un niño, moco tendido, suplicando perdón. Nadie lo escuchó. 25 años. Cuando saliera, sería un viejo, y sus hijas ni siquiera sabrían quién era.
—A la acusada Margarita de la Garza: Culpable de autoría intelectual en trata de menores, falsificación de documentos, fraude y tentativa de homicidio (por la conspiración para desconectar el soporte vital con dolo). Se le sentencia a 40 años de prisión.
Margarita no lloró. Se quedó rígida, con la barbilla en alto, desafiante hasta el final. 40 años. Tenía 62. Iba a morir en la cárcel. Su soberbia sería su única compañera en una celda de 2×2.
—Se cierra la sesión —dijo el juez, golpeando el mazo.
Ese sonido, el golpe seco de la madera, fue el sonido de mis cadenas rompiéndose para siempre.
Salí del juzgado y las cámaras me rodearon. Esta vez, no me escondí. Me paré frente a los micrófonos, con mis padres a mi lado.
—¿Jimena, cómo te sientes? —gritó un reportero. —¿Qué le dices a las madres que te están viendo? —preguntó otra.
Respiré hondo, mirando al cielo gris de la ciudad que empezaba a abrirse para dejar pasar un rayo de sol.
—Me siento viva —dije—. Y a las madres les digo: confíen en su instinto. Aunque todos les digan que están locas, que exageran, que no es para tanto. Ustedes saben. Y si alguien intenta dañar a sus hijos, quemen el mundo si es necesario para salvarlos. Porque no hay fuerza más grande en este universo que una madre que defiende a sus crías.
…
SEIS MESES DESPUÉS
Estoy sentada en una banca en el Parque México. Es primavera y las jacarandas están en flor, pintando el suelo de morado.
Sofía y Victoria están en una manta frente a mí, intentando gatear. Tienen seis meses y son idénticas, excepto que Victoria tiene un lunar chiquito en la barbilla y Sofía se ríe mucho más fuerte.
Ya no uso el bastón. Hago terapia tres veces a la semana y he recuperado el 95% de mi movilidad. Escribí un libro. Se llama “El Sueño Profundo: Cómo sobreviví a mi propia muerte”. Es un bestseller. Con las ganancias, abrí una fundación para ayudar a mujeres que sufren violencia económica y legal por parte de sus parejas.
Andrés me manda cartas desde la cárcel. Las rompo sin abrirlas. No me interesa su arrepentimiento. Margarita intentó apelar su sentencia alegando demencia senil. El juez se rio de la solicitud y le aumentó la multa económica. Todo su dinero, el que no se gastó en abogados, fue incautado para pagar las reparaciones del daño. Ese dinero está ahora en un fideicomiso intocable para la universidad de mis hijas.
Mis padres vendieron su casa en Guadalajara y se mudaron al departamento de al lado. Mi papá es el abuelo más consentidor del mundo y mi mamá dice que estas niñas le devolvieron diez años de vida.
Miro a mis hijas. Sofía acaba de agarrar una flor caída y se la intenta comer. Victoria la mira y se ríe.
Pensar que estuvieron a punto de ser separadas. Pensar que estuvieron a punto de ser huérfanas con madre viva. Pensar que yo estuve en una caja de metal fría, escuchando cómo me borraban.
Ellos querían enterrarme. Querían que fuera un recuerdo, una foto en la repisa para limpiar su conciencia. Pero cometieron el error clásico de los villanos arrogantes: olvidaron que las semillas también se entierran. Y en la oscuridad, bajo la presión, las semillas echan raíces.
Yo florecí en la oscuridad. Me alimenté de su veneno y lo convertí en antídoto.
Andrés intentó destruirme. Margarita intentó venderme. Brenda intentó reemplazarme.
Hoy, ellos están tras las rejas, viendo la vida pasar a través de barrotes oxidados. Y yo… yo estoy aquí. Bajo el sol. Viendo a mis hijas crecer.
Soy Jimena. Soy madre. Y soy invencible.
Si esta historia te hizo hervir la sangre y luego te llenó de esperanza, dale like y comparte. Nunca sabes quién necesita leer esto para abrir los ojos. Y recuerda: el karma no tiene menú, te sirve lo que te mereces. Y a veces, el karma viene disfrazado de una madre encabronada que despertó del coma.
FIN.
