ME CREÍAN UN “VIEJO INÚTIL” EN SILLA DE RUEDAS: CUANDO EL GENERAL ESCUCHÓ MI CLAVE, SE CUADRÓ ANTE MÍ

PARTE 1: EL FANTASMA DE LA SIERRA

 

CAPÍTULO 1: LA CALMA ANTES DEL HURACÁN

 

El aire olía a sal, humedad y cerveza tibia. Así huelen las noches en Veracruz cuando la tormenta amenaza con romper el cielo, pero decide esperar un poco más. La cantina “El Faro” estaba a reventar. El zumbido de las pláticas se mezclaba con el bajo retumbante de un corrido que sonaba en la rockola vieja del fondo.

Yo estaba donde siempre. En la mesa de la esquina, la que está pegada a la pared de ladrillo despintado. Es el único lugar desde donde puedes ver la puerta principal y la salida de emergencia de la cocina sin tener que girar el cuello. Viejas mañas. Mañas que te mantienen vivo cuando ya no deberías estarlo.

Tenía mi silla de ruedas frenada y un vaso de tequila añejo, sin limón y sin sal, descansando entre mis manos. Mis manos… llenas de cicatrices que parecen mapas de carreteras que nadie quiere recorrer. La gente pasaba y me ignoraba. Para ellos, solo era parte del mobiliario: el viejo lisiado que viene a gastar su pensión. Mejor así. La invisibilidad ha sido mi mejor armadura durante los últimos veinte años.

Beto, el cantinero, un tipo robusto con tatuajes de anclas en los antebrazos, me rellenó el vaso sin preguntar. —¿Mala noche, Don Joaquín? —preguntó, limpiando la barra con un trapo gris. —Larga vida, Beto —respondí. Mi voz sonó rasposa, como grava arrastrada por el río.

En el otro extremo del local, el ambiente cambió. La puerta de madera y vidrio se abrió de golpe y entraron cinco o seis muchachos. Jóvenes, ruidosos, con ese corte de cabello a rapa a los costados que grita “soy militar” a kilómetros de distancia. Eran Marinos. O al menos, llevaban el uniforme del ego puesto, aunque vistieran de civil.

Se reían fuerte, golpeaban las mesas, pedían cubetas de cerveza como si fueran dueños del lugar. Los observé por el reflejo del espejo sucio detrás de la barra. Me recordaban a nosotros. A mi escuadrón. Antes de que supiéramos el precio que cobra la patria.

Uno de ellos, un cabo alto, de tez morena clara y una sonrisa de comercial de dentista, me vio. Le dio un codazo a su compañero y señaló mi rincón. —Wachen al abuelo —dijo, y no le importó bajar la voz—. Creo que se escapó del asilo naval.

Las risas de sus compañeros fueron como gasolina. El cabo, envalentonado por la audiencia y las dos cervezas que ya traía encima, caminó hacia mí. Sus botas hacían eco, un sonido que solía infundirme respeto, pero que ahora solo me causaba lástima.

Se paró frente a mi mesa, bloqueándome la visión de la salida. Primer error táctico, muchacho. Nunca arrincones a un animal, aunque parezca herido. —Buenas noches, señor —dijo, con un tono que chorreaba sarcasmo—. ¿Esa gorra de Operaciones Especiales la venden en el tianguis o viene con la silla?

Beto dejó de limpiar la barra. La música pareció bajar de volumen, o quizás fue mi cerebro enfocándose, filtrando el ruido irrelevante. —Déjalo en paz, Cabo —advirtió Beto desde la barra.

El muchacho ni lo miró. Seguía clavado en mí. —Tranquilo, solo quiero saber su historia. ¿Qué te pasó, viejo? ¿Te caíste de la hamaca? ¿O te disparaste en el pie para cobrar la pensión?

Sentí esa vieja chispa en el estómago. No era enojo. Era algo más frío. Era la sensación metálica de la adrenalina preparándose para el combate. Levanté la vista lentamente. Mis ojos, cansados de ver cosas que harían vomitar a este niño, se clavaron en los suyos. —Hijo —dije, suave, casi un susurro—. El último hombre que me habló con ese tono está enterrado en una fosa común en Tamaulipas, y ni su madre sabe dónde llorarle.

El cabo parpadeó. Por un segundo, vi la duda en su cara. Pero el orgullo es un veneno potente. Soltó una carcajada nerviosa. —Uy, qué miedo. Un viejo rudo. A ver, si eres tan chingón, ¿cuál era tu unidad? ¿Cocina? ¿Logística?

Suspiré. Dejé el vaso en la mesa con un clac seco. —¿Has escuchado hablar de las claves de mando, muchacho?

Él rodó los ojos. —Obvio. Todos tenemos una. Yo soy “Tiburón”.

Asentí levemente. —”Tiburón”. Lindo nombre. El mío no era tan… comercial.

Me incliné hacia adelante. La silla rechinó. El aire entre nosotros se volvió denso, pesado, eléctrico. —Mi clave era Segador Uno.

El cabo frunció el ceño, confundido. Pero detrás de él, en la mesa de los veteranos, un Sargento Primero se levantó de golpe, tirando su silla al suelo.

—¿Qué dijiste? —preguntó el Sargento, con la voz temblorosa.

El cabo volteó, molesto. —¿Qué te pasa, mi Sargento? Es solo un viejo loco inventando… —¡Cállate el hocico! —le gritó el Sargento, pálido como un papel—. ¿Dijiste Segador Uno?

Yo no respondí. Solo volví a tomar mi tequila. —Eso es un mito —susurró el Sargento, mirando a sus compañeros—. Operación “Noche de Obsidiana”. Sierra Madre, 2002. Dijeron que Segador Uno limpió un campamento entero del cártel él solo cuando su equipo fue emboscado. Dijeron que murió ahí.

El cabo me miró de nuevo, pero ya no había burla. Había miedo. Ese miedo primitivo de saber que estás parado frente a un depredador natural. —¿Tú… tú eres ese fantasma? —balbuceó.

Sonreí. Una sonrisa triste, sin alegría. —Los fantasmas también tenemos sed, hijo.

CAPÍTULO 2: LA LLEGADA DEL GENERAL

 

El silencio en “El Faro” era absoluto. Nadie bebía. Nadie hablaba. Incluso la rockola parecía haber entendido que no era momento para la banda sinaloense. El Sargento Primero se acercó lentamente y, con un movimiento instintivo, se cuadró y me saludó militarmente.

—Mi Teniente Coronel… o lo que haya sido su rango, señor. Nos dijeron que usted y su unidad habían sido borrados del mapa. Murió en combate. —Oficialmente, sí —respondí, girando el vaso—. Es más barato pagar un funeral simbólico que explicar por qué enviaron a doce hombres a un matadero sin extracción.

El cabo, el tal “Tiburón”, tragó saliva tan fuerte que se escuchó. —Señor, yo… no sabía. Perdóneme. Pensé que… —Pensaste que lo que ves es lo que hay —lo corté—. Ese es el problema de tu generación. Creen que la guerra son los videos de TikTok y los desfiles. La guerra real, muchacho, es silencio. Es oscuridad. Y es vivir el resto de tus días sabiendo que sobreviviste cuando los mejores hombres no lo hicieron.

Beto, el cantinero, rompió la tensión. —Señor Joaquín, la casa invita la botella. Por favor.

Agradecí con un gesto, pero mi paz duró poco. Las luces azules y rojas inundaron las ventanas de la cantina. No era la policía municipal. Eran camionetas Suburban, negras, blindadas, con placas federales.

La puerta se abrió y el aire de la lluvia entró de golpe, seguido por cuatro escoltas armados hasta los dientes con rifles de asalto R-15. Se desplegaron en abanico, profesionales, rápidos. Y luego entró él.

El General de División Arturo “El Halcón” Ramírez.

Su uniforme estaba impecable, a pesar de la lluvia. Sus botas brillaban tanto que podías verte reflejado en ellas. Pero su rostro… su rostro era el de un hombre que acaba de ver a un muerto caminar.

—¡Todo el mundo fuera! —ordenó uno de los escoltas. —¡Negativo! —ladró el General—. ¡Que se queden! Quiero que vean esto.

El General caminó hacia mi mesa. El sonido de sus pasos era el único reloj en el mundo en ese momento. Se detuvo a dos metros de mi silla. Me miró de arriba abajo, analizando cada cana, cada arruga, y la manta que cubría lo que quedaba de mis piernas.

—Joaquín —dijo. Su voz era una mezcla de furia y alivio—. Maldito hijo de perra. —Mi General —respondí, sin soltar mi trago—. O debería decir, ¿Cabo Ramírez? Ha pasado tiempo desde que te saqué de ese agujero en Culiacán.

Un murmullo recorrió la cantina. ¿El viejo de la silla de ruedas había salvado al General de División?

Ramírez ignoró a la audiencia. Se inclinó sobre la mesa, apoyando los puños. —Rompiste el protocolo, Segador. Tienes una orden de “Desaparición Activa”. Si Inteligencia Naval se entera de que estás aquí, bebiendo tequila y asustando a mis reclutas, van a venir por ti. Y esta vez no será para darte una medalla.

—Que vengan —dije, sintiendo el fuego en la garganta—. Ya me cansé de esconderme, Arturo. Me cansé de ser un secreto sucio del gobierno. —No es solo tu vida, idiota. Es la seguridad nacional. Lo que tú sabes, lo que viste en la Operación Obsidiana… eso puede tumbar gobiernos.

Me reí. Fue una risa seca, dolorosa. —¿Gobiernos? Arturo, lo que vi esa noche no fue política. Fue traición. Nos vendieron. Y tú lo sabes.

El General golpeó la mesa. —¡Cállate! —Miró a su alrededor, dándose cuenta de que había demasiados oídos. Bajó la voz a un susurro sibilante—. No tienes idea de lo que has despertado al decir tu clave en voz alta. Los sistemas de monitoreo de voz… te detectaron hace diez minutos.

—¿Y? —Y que hay un equipo de “Limpieza” en camino. No son de los míos, Joaquín. Son contratistas. Mercenarios. Vienen a borrar el cabo suelto.

Miré mi reloj. —Entonces tengo unos quince minutos, ¿verdad? —Tienes cinco —corrigió el General, sacando su arma de cargo y poniéndola sobre la mesa, deslizándola hacia mí—. Y necesitas moverte. Ahora.

En ese instante, el vidrio de la entrada estalló. Un punto láser rojo cruzó el humo del cigarro y se posó justo en mi pecho.

—¡Al suelo! —grité, y mi cuerpo reaccionó con una velocidad que mi silla de ruedas no debería permitir.

Me lancé al piso, arrastrando al General conmigo, justo cuando una ráfaga de balas destrozó la pared de ladrillo donde había estado mi cabeza un segundo antes. Los gritos de los reclutas llenaron el aire. El caos había comenzado.

—Bienvenido a la fiesta, Arturo —le grité sobre el ruido de los cristales rotos—. Como en los viejos tiempos.

El General me miró, con el polvo del yeso en la cara, y por primera vez en años, sonrió. —Odio los viejos tiempos, Segador.

Pero yo sabía que mentía. Porque para hombres como nosotros, la guerra nunca termina. Solo se toma un descanso. Y mi descanso… se acababa de terminar.

PARTE 2: LA SANGRE NO SE OLVIDA

 

CAPÍTULO 3: FUEGO EN EL PUERTO

 

El sonido de un cuerno de chivo (AK-47) destrozando una barra de madera es inconfundible. Es un ruido seco, violento, que te hace vibrar los dientes. En “El Faro”, el caos reinaba.

—¡Abajo! —grité de nuevo, arrastrándome con los codos por el suelo lleno de vidrios rotos y aserrín.

Mis piernas no responden, pero mis brazos… mis brazos han cargado compañeros muertos por kilómetros de selva. Jalé al General Ramírez hacia la protección de una mesa de billar de roble macizo. Las balas silbaban sobre nuestras cabezas, reventando las botellas de licor detrás de la barra. El olor a tequila derramado se mezcló con la pólvora quemada. Una combinación que me trajo recuerdos que preferiría mantener enterrados.

—¡Están entrando por el frente! —gritó Arturo, sacando su radio táctico—. ¡Código Rojo! ¡Oficial bajo fuego en el sector cuatro! ¡Necesito apoyo aéreo ahora!

—No te van a responder, Arturo —le dije, revisando el cargador de su pistola—. Quienes enviaron a estos tipos cortaron tus comunicaciones hace cinco minutos. Estamos solos.

En la esquina, el cabo “Tiburón” y sus amigos estaban hechos bolita en el suelo, temblando. El miedo se huele. Y ellos apestaban a pánico.

—¡Ustedes! —les grité. Mi voz de mando salió natural, oxidada pero potente—. ¡Si quieren vivir para cobrar su próxima quincena, levanten la cabeza!

El cabo me miró, con los ojos llorosos y la cara llena de polvo. —¡No tenemos armas, señor! ¡Estamos de civil!

—Tienen manos, ¿no? —señalé la barra—. ¡Beto tiene una escopeta recortada debajo de la caja registradora! ¡Muévete, cabrón! ¡Cúbreme el flanco izquierdo!

El muchacho dudó un segundo. Pero algo en mi mirada, o quizás el instinto de supervivencia, lo hizo reaccionar. Se arrastró hacia la barra mientras las balas seguían mordiendo la madera sobre nosotros.

—Arturo, ayúdame a subir —ordené.

El General me miró como si estuviera loco. —¿Qué vas a hacer? ¿Rendirte? —Voy a enseñarles por qué me dicen Segador.

Me izó. Apoyé mi peso en la mesa de billar. Tenía una línea de visión clara hacia la puerta destrozada. Tres sombras tácticas avanzaban entre el humo. Profesionales. Se movían en formación.

Respiré hondo. El mundo se detuvo. El dolor de mi espalda desapareció. El ruido se apagó. Solo existía el latido de mi corazón y la mira del arma.

Uno. Disparé. La bala impactó al primero en el cuello, justo donde el chaleco antibalas no protege. Cayó sin hacer ruido.

Dos. El segundo mercenario giró hacia mí. Demasiado lento. Dos disparos al pecho, uno a la cabeza. Técnica Mozambique. Cayó de espaldas.

El tercero se cubrió detrás del marco de la puerta y lanzó algo cilíndrico hacia adentro. —¡Granada! —gritó Beto desde la barra.

No era una granada de fragmentación. Era humo. Gas lacrimógeno.

—¡A la cocina! ¡Todos a la cocina! —ordené, mientras mis ojos empezaban a arder.

Tiburón llegó a mi lado, tosiendo, y sin que yo se lo pidiera, agarró mi silla de ruedas plegada que estaba tirada cerca. —¡Súbase, Jefe! —gritó, con la adrenalina transformándole la cara.

Me ayudaron a subir a la silla. El gas llenaba el local. “Tiburón” empujaba la silla, el General cubría la retaguardia disparando a ciegas hacia el humo, y los otros reclutas abrían paso tirando mesas.

Llegamos a la cocina. El olor a grasa vieja y chiles secos nos recibió. —¡La puerta trasera da al callejón de los contenedores! —gritó Beto, con la escopeta en mano.

—Espera —lo detuve, agarrándole el brazo—. Si son buenos, y parece que lo son, tendrán un equipo esperando atrás. Es la maniobra estándar de “Yunque y Martillo”. Nos empujan por el frente para aplastarnos atrás.

—¿Entonces qué hacemos? —preguntó Arturo, limpiándose la sangre de un corte en la frente.

Miré alrededor. Había un montacargas viejo que usaban para bajar barriles al sótano de la bodega. —No vamos a salir. Vamos a bajar.

—¿Al sótano? —exclamó uno de los reclutas—. ¡Nos vamos a acorralar solos!

—No, hijo —dije, quitándole el seguro a la pistola—. Vamos a donde las ratas conocen el camino. Los túneles de contrabando de la época de la Revolución pasan por debajo de este edificio.

El General me miró, sorprendido. —¿Cómo sabes eso? —Porque yo los usaba para mover equipo “no oficial” en los 90, Arturo. Antes de que te hicieras General y olvidaras cómo ensuciarte las botas.

Empujamos el montacargas. Las balas empezaron a atravesar la puerta de la cocina. La madera se astillaba y volaba por todos lados.

—¡Bajen! —ordené.

Mientras descendíamos al oscuro y húmedo sótano, escuché las botas de los mercenarios entrar a la cocina. Habíamos ganado unos minutos. Pero la noche apenas empezaba. Y Veracruz, bajo la lluvia, es un laberinto donde es muy fácil desaparecer para siempre.

CAPÍTULO 4: LA SOMBRA DEL TRAIDOR

 

El sótano olía a tierra mojada y a secretos antiguos. Beto encendió una linterna vieja que parpadeaba. Estábamos rodeados de barriles de cerveza y cajas de refresco vacías. En el fondo, oculto tras un estante de vinos lleno de telarañas, estaba el acceso al túnel.

—Ayúdenme a mover esto —dijo Arturo. Los reclutas, temblando pero obedientes, empujaron el estante.

Un agujero negro se abrió en la pared. El aire que salía de ahí era frío, casi cadavérico. —Esto lleva al drenaje pluvial que desemboca cerca de los astilleros abandonados —expliqué, revisando cuántas balas me quedaban. Tres. Maldita sea.

Mientras avanzábamos por el túnel, con “Tiburón” empujando mi silla sobre el suelo irregular y fangoso, el silencio nos permitió pensar. El eco de nuestras respiraciones agitadas llenaba el espacio.

—¿Quiénes eran esos tipos, mi General? —preguntó Tiburón, con la voz quebrada—. No eran narcos. Llevaban equipo táctico de primera.

Arturo no contestó. Me miró a mí. —Diles, Joaquín. Diles por qué casi los matan hoy.

Suspiré, sintiendo el peso de veinte años de mentiras en mis hombros. —No vienen por ustedes, muchachos. Vienen por mí. Porque soy una cabo suelto que debió haberse quemado hace dos décadas.

—¿Qué pasó en la Operación Obsidiana? —insistió el Sargento Primero, que caminaba cojeando un poco—. La leyenda dice que te enfrentaste a un ejército.

—La leyenda es una mierda —escupí—. No fue un enfrentamiento. Fue una carnicería.

Cerré los ojos y, por un momento, dejé de ver el túnel oscuro y volví a ver la selva negra de la Sierra Madre.

—Año 2002. Nos mandaron a rescatar a dos “consultores” extranjeros secuestrados por un grupo paramilitar. Inteligencia dijo que eran doce hostiles. Pan comido. Entrar y salir.

Hice una pausa, tragando la bilis que me subía a la garganta. —Cuando llegamos al punto de extracción, no había doce. Había más de cien. Y no eran campesinos con machetes. Tenían entrenamiento de Fuerzas Especiales, visión nocturna, morteros. Nos estaban esperando. Sabían nuestros nombres, nuestras frecuencias de radio, nuestras rutas de escape.

El túnel se quedó en silencio, solo roto por el goteo del agua. —Nos vendieron —dijo Arturo, con amargura—. Alguien en el Alto Mando filtró la operación a cambio de dinero o poder. Nunca supimos quién.

—Perdí a mi equipo en los primeros diez minutos —continué, con la voz vacía—. “Lobo”, “Cuervo”, “Santo”… todos cayeron. Me quedé sin munición, rodeado. Me dieron por muerto cuando un mortero me voló las piernas y me enterró bajo los escombros de una cabaña.

—Pero sobreviviste —dijo Tiburón, con admiración.

—Sobreviví porque la ira te mantiene caliente cuando la sangre se te escapa —lo miré—. Me arrastré tres días por el monte hasta llegar a una carretera. Cuando desperté en el hospital militar, Arturo estaba ahí. Me dijo que la misión había sido clasificada como “inexistente”. Que oficialmente, yo había muerto en un accidente de entrenamiento.

—Era la única forma de protegerte —interrumpió el General—. Si los que nos traicionaron sabían que estabas vivo, irían a rematarte al hospital. Te dimos una identidad nueva, una pensión discreta y te dijimos que te callaras.

—Y me callé —dije, apretando los puños sobre mis rodillas inútiles—. Me callé mientras veía en las noticias cómo los responsables ascendían, se hacían políticos, se daban la gran vida. Hasta hoy.

Llegamos al final del túnel. Una reja de metal oxidado nos separaba del exterior. Se escuchaba la lluvia torrencial y el sonido lejano de las sirenas.

—¿Por qué hoy? —preguntó Beto—. ¿Por qué dijiste tu clave?

—Porque estoy cansado de ser un fantasma, Beto. Y porque vi algo en las noticias ayer. Uno de los hombres que nos vendió… acaba de ser nombrado Asesor de Seguridad Nacional.

Arturo se detuvo en seco. —¿Estás hablando de Valenzuela? —El mismo.

El General palideció. —Joaquín, si Valenzuela se entera de que estás vivo… va a quemar todo Veracruz con tal de encontrarte. Él firmó la orden de la Operación Obsidiana.

—Lo sé —sonreí, cargando mi última bala en la recámara—. Por eso salí de las sombras. Para que venga por mí.

Abrimos la reja. Salimos a la noche, bajo un puente cerca de los muelles. La lluvia nos golpeó la cara. Estábamos empapados, sucios y cansados.

De repente, el teléfono encriptado del General sonó. Una sola vez. Luego, se encendió solo y mostró un mensaje de texto. Arturo lo leyó y sus ojos se abrieron como platos.

—No puede ser… —susurró.

—¿Qué pasa? —pregunté.

Arturo me mostró la pantalla. El mensaje era corto, pero lo cambió todo.

“Dile a Segador Uno que no está solo. La Catrina también sobrevivió. Y tiene los archivos.”

Sentí un escalofrío que no tenía nada que ver con el frío de la lluvia. —Elena… —susurré.

Elena Vargas. Clave: “La Catrina”. La única mujer en nuestro escuadrón. La francotiradora que cubrió nuestra retirada. La vi caer por un barranco cuando el helicóptero explotó. Llevaba veinte años llorándola cada Día de Muertos.

—Está viva —dijo Arturo, incrédulo—. Y parece que ha estado ocupada recolectando pruebas.

En ese momento, tres camionetas se detuvieron sobre el puente, arriba de nosotros. Las luces de búsqueda barrieron el área.

—Nos encontraron —dijo Tiburón, retrocediendo.

Miré a los reclutas, al General, y a mi silla de ruedas cubierta de lodo. —Bien —dije, sintiendo una fuerza nueva—. Si Elena está viva, esto ya no es una misión suicida. Es una misión de rescate. Y nadie se queda atrás.

Miré al Cabo. —¿Tiburón? —¿Sí, señor? —respondió firme. —Deja de temblar. Hoy te vas a graduar de Marino de verdad. ¿Sabes manejar lanchas rápidas?

El muchacho asintió, mirando hacia el muelle donde varias embarcaciones pesqueras y turísticas se mecían violentamente. —Mi tío es pescador. Manejo lo que sea.

—Perfecto —señalé una lancha con motor fuera de borda—. Nos vamos al mar.

—¿Al mar? —preguntó Arturo—. ¿Con este huracán entrando?

—Es el único lugar donde sus drones no pueden vernos por la lluvia y el oleaje —ajusté mi gorra—. Además, si vamos a morir, prefiero que sea peleando contra las olas que ejecutado en un callejón.

Los motores de las camionetas rugieron arriba. Empezaron a bajar por la ladera.

—¡Muévanse! —grité.

La cacería había comenzado. Y el Segador acababa de encontrar una razón para vivir más allá de la venganza: Esperanza.

PARTE 2: LA SANGRE NO SE OLVIDA (CONTINUACIÓN)

 

CAPÍTULO 5: LA TORMENTA PERFECTA

 

El muelle era un infierno de agua y viento. Un “Norte” violento azotaba la costa de Veracruz, con ráfagas que hacían rechinar las grúas de carga como si fueran huesos rompiéndose.

—¡Suban al viejo a la lancha, rápido! —gritó Arturo, cubriendo nuestra posición con su arma de cargo, disparando hacia la oscuridad del puente.

Tiburón y otro recluta, un muchacho macizo al que llamaban “Roca”, me levantaron. Odiaba esto. Odiaba ser un bulto que otros tenían que cargar. Mis piernas colgaban inútiles mientras me pasaban por la borda de una lancha pesquera de fibra de vidrio, bautizada irónicamente como “La Bendición”.

—¡Cuidado con la cabeza! —gritó Tiburón, depositándome en el suelo de la cubierta, empapado y resbaloso por el aceite y la lluvia.

—¡Déjame en la popa! —ordené, arrastrándome hacia el motor—. ¡Necesito ver quién nos sigue!

Arriba, en el puente, los faros de las camionetas iluminaron el muelle. Figuras negras descendían por la ladera de concreto, deslizándose como arañas tácticas. Eran rápidos. Demasiado rápidos.

—¡Arranca esa madre, Tiburón! —bramó el General, saltando a la lancha justo cuando una bala rebotaba en la barandilla de metal, sacando chispas a centímetros de su cara.

El motor fuera de borda tosió, ahogado. —¡No arranca! —gritó el cabo, peleando con la cuerda de encendido.

Las balas empezaron a golpear el agua alrededor de nosotros, levantando géiseres pequeños que se mezclaban con la lluvia. Plic, plic, plic. El sonido de la muerte tocando a la puerta.

—¡Es el ahogador, imbécil! —le grité desde el suelo—. ¡Métele el choke y dale gas a fondo!

Tiburón obedeció. El motor rugió con un estruendo glorioso, escupiendo humo negro. —¡Sujetese, mi General! —gritó el muchacho.

La lancha salió disparada hacia la negrura del Golfo, golpeando las olas con una violencia que me sacudió hasta los dientes. Atrás, en el muelle, vi a los mercenarios llegar al borde. Uno de ellos levantó un rifle de francotirador.

—¡Zigzaguea! —ordené.

Tiburón viró bruscamente a la izquierda. Un segundo después, una bala trazadora pasó silbando por el espacio donde había estado la cabeza de Arturo.

Nos adentramos en la tormenta. El oleaje era brutal. Olas de tres metros nos levantaban y nos dejaban caer en vacíos oscuros. El agua salada me empapaba la cara, mezclándose con el sudor frío. Pero estábamos vivos.

Arturo se arrastró hasta mí, sujetándose de lo que podía. —¡Están locos si nos siguen aquí! —gritó sobre el viento—. ¡Ni siquiera los narcos salen con este tiempo!

Miré hacia la costa, que ya solo era una línea de luces borrosas desapareciendo. —Ellos no son narcos, Arturo. Son “Limpiadores”. Si tienen la orden, nos seguirán hasta el infierno.

Y tenía razón. A lo lejos, entre la cortina de lluvia, vi dos luces potentes moverse sobre el agua. Lanchas interceptoras. Más rápidas, más modernas y probablemente armadas con ametralladoras montadas.

—Nos están cazando —dije, sintiendo esa calma fría que solo llega cuando aceptas que vas a morir—. Tiburón, ¿cuánto combustible tiene esta cosa?

El cabo miró el indicador, iluminado apenas por la luz de un rayo. —¡Medio tanque, señor! ¡Y bajando rápido con este oleaje!

—No vamos a llegar a mar abierto —dijo el General, mirando las luces enemigas acercarse—. Nos van a alcanzar en diez minutos.

Cerré los ojos. Pensé en Elena. En “La Catrina”. Si estaba viva, tenía que estar cerca. Ella nunca se alejaba demasiado de su objetivo.

—Dame el teléfono, Arturo —le extendí la mano. —¿Qué? ¡No hay señal aquí! —Es un satelital militar, ¿no? Funciona hasta en el culo del mundo si sabes triangularlo. Dámelo.

El General me pasó el dispositivo mojado. Mis dedos, entumecidos por el frío y la artritis, bailaron sobre las teclas. No marqué un número. Marqué una frecuencia. Una frecuencia muerta que habíamos acordado usar hace veintitrés años, en caso de que el mundo se acabara.

—¿Qué haces? —preguntó Roca, vomitando por la borda debido al mareo. —Rezando —murmuré—. Rezando para que los fantasmas contesten.

Puse el altavoz. Solo se escuchaba estática. Shhhhhhh. Y el rugido del mar.

Las lanchas enemigas estaban a menos de un kilómetro. Podía ver sus reflectores buscándonos.

—¡Vamos, Elena! —gruñí—. ¡Contesta, maldita sea!

De repente, la estática se cortó. Un sonido agudo, tres pulsos cortos, tres largos, tres cortos. SOS. Y luego, una voz. Una voz que no había escuchado en dos décadas, pero que reconocería entre mil gritos.

—…Aquí Catrina… Veo tu señal, Segador. Llegas tarde, viejo.

Sentí que el corazón se me paraba. —Elena… tenemos compañía. Dos interceptoras. Estamos en una cáscara de nuez a cinco millas de la costa.

—Lo veo —respondió ella. Su voz sonaba tranquila, como si estuviera tomando café en su sala—. Diríjanse al Vector 3-0-5. Hacia la Isla de Sacrificios.

—¡Eso es un suicidio! —gritó Tiburón—. ¡Esa zona está llena de arrecifes! ¡Con esta tormenta nos vamos a estrellar!

—Hazlo, hijo —ordené, mirando fijamente la radio—. Si ella lo dice, hay un camino.

Tiburón giró el timón. La lancha crujió, luchando contra la corriente. Las interceptoras enemigas aceleraron al ver nuestro cambio de rumbo. Empezaron a disparar. Las balas picaban el agua a nuestro alrededor como granizo mortal.

—¡Confía en mí, Joaquín! —dijo la voz de Elena—. Llévalos a los arrecifes. Yo me encargo del resto.

CAPÍTULO 6: FRECUENCIA FANTASMA

 

La Isla de Sacrificios es un lugar con historia. Antiguo centro ceremonial totonaca, luego faro, luego zona restringida. Rodeada de corales afilados que han hundido galeones españoles y barcos modernos por igual. Entrar ahí de noche y con tormenta es una sentencia de muerte.

Pero tener a dos lanchas con ametralladoras calibre .50 detrás de ti también lo es.

—¡Veo las rocas! —gritó Tiburón, con los ojos desorbitados. La espuma blanca de las olas rompiendo contra el coral brillaba en la oscuridad.

—¡Sigue derecho! —le grité—. ¡No desaceleres!

—¡Nos vamos a matar! —lloró Roca.

—¡Cállate y agárrate! —bramó el General.

Las lanchas enemigas, confiadas en su tecnología y sus cascos reforzados, nos siguieron. No conocían el terreno. Nosotros tampoco, pero teníamos un ángel guardián.

—¡Ahora, Segador! —la voz de Elena crepitó en el teléfono—. ¡Corte de motores y viraje a estribor en tres, dos, uno…!

—¡Corta motor! ¡Gira todo a la derecha! —ordené.

Tiburón mató el motor y giró el volante con todas sus fuerzas. La lancha derrapó sobre una ola gigante, pasando a escasos metros de una aguja de roca negra que sobresalía del agua como un diente de tiburón.

Las interceptoras que venían detrás, a toda velocidad, no tuvieron tiempo de reaccionar. La primera intentó virar, pero la inercia y el viento la empujaron. Escuchamos el impacto. Fue un sonido horrible: metal y fibra de vidrio desgarrándose contra la piedra milenaria. Una explosión de fuego iluminó la noche cuando su tanque de combustible reventó.

La segunda lancha frenó en seco, evitando el choque, pero quedando atrapada en la turbulencia de los arrecifes.

—¡Blanco fijado! —dijo Elena por la radio.

Desde la oscuridad de la isla, en algún punto alto cerca del viejo faro, un destello iluminó la lluvia. No fue un rayo. Fue el fogonazo de un rifle de alto poder.

Un segundo después, el motor de la segunda lancha enemiga explotó. Un tiro perfecto. Quirúrgico.

—¡Dios santo! —exclamó Arturo, mirando la escena con la boca abierta—. Sigue siendo la mejor.

Nuestra lancha quedó flotando en una pequeña poza de calma detrás de la barrera de arrecifes. El silencio volvió, solo interrumpido por el viento y el crepitar del fuego de la lancha enemiga hundiéndose.

—Bienvenidos a mi isla, caballeros —dijo Elena por la radio—. Hay un muelle viejo en la cara norte. Los espero con toallas secas. Y espero que hayas traído tequila, Joaquín.

Tiburón arrancó el motor de nuevo, con las manos temblando tanto que apenas podía sostener el timón. Nos dirigimos lentamente hacia la sombra del faro.

Cuando atracamos, una figura nos esperaba bajo la lluvia. Llevaba un poncho militar y un rifle Barrett M82 apoyado en el hombro como si fuera un paraguas. Me ayudaron a bajar. Mis ruedas se atascaron en la madera podrida del muelle, pero no me importó. Rodé hacia ella.

Elena Vargas. “La Catrina”. Había envejecido. Su cabello, antes negro azabache, ahora tenía mechones plateados. Tenía una cicatriz nueva que le cruzaba la ceja izquierda. Pero sus ojos… esos ojos oscuros e inteligentes seguían siendo los mismos que me miraron antes de saltar del helicóptero hace veinte años.

Se acercó a mí. No dijo nada. Solo se inclinó y me abrazó. Un abrazo fuerte, desesperado, de esos que intentan pegar todos los pedazos rotos de una vida.

—Pensé que estabas muerta —le susurré al oído, sintiendo que mis propias barreras se desmoronaban.

—Y yo pensé que te habías vuelto un viejo amargado —se separó y me sonrió, con los ojos húmedos—. Bueno, acerté en lo de amargado.

Miró a Arturo. El General se quitó la gorra, avergonzado. —Elena… yo…

—Ahórratelo, Arturo —dijo ella, secamente—. Sé que firmaste los papeles de mi defunción. Sé que fue para protegernos. No te culpo por eso. Te culpo por no haber tenido los huevos de buscarme antes.

—No sabíamos por dónde empezar —se defendió él.

—Bueno, ahora ya están aquí. Y trajeron cola —señaló el mar en llamas—. Valenzuela no va a estar contento. Esos eran sus mejores hombres.

—¿Tienes los archivos? —pregunté, yendo al grano.

Elena asintió. Su expresión se endureció. —Tengo todo, Joaquín. Grabaciones, transferencias bancarias, órdenes firmadas. La Operación Obsidiana no fue solo una traición. Fue un sacrificio. Nos usaron de cebo para que un cártel rival pudiera mover tres toneladas de cocaína por la frontera mientras el ejército estaba ocupado “rescatándonos”.

Los reclutas escuchaban, pálidos. Tiburón parecía que iba a vomitar de nuevo. —¿Nuestro propio gobierno? —preguntó el muchacho.

—No todo el gobierno, hijo —dijo Elena, mirándolo con ternura—. Solo las partes podridas. Pero la podredumbre llega hasta la cabeza. Valenzuela ahora es Asesor de Seguridad Nacional. Es intocable.

—Nadie es intocable —dije, sintiendo cómo la ira vieja se convertía en un plan—. Si tenemos las pruebas, podemos exponerlo.

—No es tan fácil —Elena nos hizo señas para que la siguiéramos hacia el faro—. Si publicamos esto en internet, lo borrarán en segundos y nos matarán con un dron antes de que le demos “compartir”. Necesitamos entregarlo en mano. A alguien que no puedan comprar.

—¿El Presidente? —sugirió Arturo.

Elena soltó una carcajada amarga. —Por favor. ¿Crees que llega hasta ahí sin saber quién le paga la campaña? No. Necesitamos hacerlo público de una forma que no puedan detener. En vivo. A nivel nacional.

Entramos en la base del faro. Estaba lleno de equipos de radio, servidores y pantallas. Elena había montado su propio centro de comando.

—Mañana es el Día de la Marina —dijo Elena, señalando un calendario en la pared—. Va a haber un desfile en el puerto. Valenzuela va a estar ahí, en el palco de honor, recibiendo una medalla por su “servicio a la patria”.

Nos miramos. Arturo, Elena y yo. Los tres supervivientes de una época olvidada.

—¿Estás pensando lo mismo que yo? —preguntó Arturo, con una sonrisa nerviosa.

—Vamos a secuestrar la señal del desfile —dije—. Vamos a poner el video de la traición en las pantallas gigantes del evento, frente a toda la prensa nacional e internacional.

—Y luego —añadió Elena, acariciando el cerrojo de su rifle—, vamos a ir a saludarlo personalmente.

—Es una locura —susurró Tiburón—. Es traición.

Me giré hacia el cabo. —No, hijo. Traición es dejar que el hombre que mató a tus hermanos se ponga una medalla en el pecho. Esto… esto es justicia.

Afuera, la tormenta rugía más fuerte. Pero adentro, el plan estaba en marcha. La “Operación Fantasma” acababa de nacer. Y Segador Uno estaba listo para su última misión.

CAPÍTULO 7: EL DESFILE DE LAS MENTIRAS

 

El amanecer en Veracruz limpia los pecados de la noche anterior. El cielo estaba de un azul insultante, despejado, como si el huracán nunca hubiera existido. El Malecón brillaba bajo el sol, adornado con banderas tricolores gigantes y gradas metálicas listas para recibir a los políticos.

Era el Día de la Marina. El día del orgullo. El día perfecto para una ejecución pública de la verdad.

—¿Están listos? —preguntó Elena por el auricular. Ella se había quedado atrás, en una posición elevada desde un hotel abandonado con vista al presídium. Su rifle estaba guardado; hoy su arma era una laptop conectada a la red de transmisión del evento.

—Estamos en posición —respondí.

Me miré en el reflejo de un escaparate. Ya no llevaba mi ropa vieja y sucia. Llevaba mi uniforme de gala. Me quedaba un poco grande ahora que he perdido peso y músculo, pero las medallas… las medallas pesaban igual. Tiburón me había conseguido una silla de ruedas nueva, prestada “temporalmente” del hospital naval.

—Se ve con madre, mi Teniente —susurró Tiburón, empujando la silla. Él también iba de gala, impecable, tragándose los nervios.

—Camina derecho, hijo. Si dudas, te comen —le dije.

Entramos al perímetro de seguridad. Había vallas metálicas, perros detectores de explosivos y policías militares cada cinco metros. El General Arturo iba a nuestro lado, caminando con esa autoridad que solo dan las estrellas en el hombro. Aún no sabían que era un hombre marcado. La burocracia es lenta; la orden de arresto seguramente estaba atascada en algún escritorio en la Ciudad de México. Teníamos una ventana de tiempo muy pequeña.

—Alto ahí —nos detuvo un oficial de la Guardia Nacional en el acceso VIP—. Necesito sus pases.

Arturo se adelantó, fulminante. —¿Pases? ¿Me estás pidiendo pases a mí, Teniente? Traigo a un héroe de guerra condecorado para saludar al Secretario. ¿Quieres ser tú el que le explique a la prensa por qué le negaste la entrada a un veterano en silla de ruedas?

El guardia dudó. Miró mis piernas, mis medallas oxidadas, mi cara de perro viejo. La culpa y el respeto son llaves maestras en este país. —Disculpe, mi General. Adelante. Gracias por su servicio.

Pasamos. Estábamos dentro.

El ambiente era festivo. Familias con banderitas, bandas de guerra ensayando, el olor a esquites y pólvora. Pero mi vista estaba clavada en el escenario principal. Ahí estaba él. Valenzuela.

El nuevo Asesor de Seguridad Nacional. Traje italiano, sonrisa de tiburón, saludando de mano a los almirantes. Se veía tan limpio. Tan respetable. Me dieron ganas de vomitar.

—El enlace de video está debajo de la tarima principal —susurró Arturo—. Necesito cinco minutos para conectar el transmisor de Elena.

—Yo te cubro —dijo “Roca”, el otro recluta, que se había infiltrado como parte del equipo de logística cargando cajas de agua.

Nos separamos. Tiburón me llevó hasta la primera fila, reservada para “invitados especiales”. Nadie cuestionó mi presencia. Al contrario, la gente se hacía a un lado. Un lisiado en uniforme es un imán de lástima y respeto. Perfecto para esconderse a plena vista.

Valenzuela tomó el micrófono. Su voz resonó en las bocinas gigantes que cubrían todo el puerto. —Pueblo de México —empezó, con esa falsa humildad que ensayan frente al espejo—. Hoy honramos a los que dieron todo. A los que sacrificaron su sangre para que nosotros tengamos paz…

Apreté los reposabrazos de mi silla hasta que los nudillos se me pusieron blancos. —Hipócrita —mascullé.

—Atención, Segador —la voz de Elena crepitó en mi oído—. Arturo conectó el dispositivo. Estoy dentro del sistema. Tienen un firewall pesado, pero… listo. Tengo control de las pantallas gigantes y el audio.

—Espera mi señal —ordené.

Valenzuela seguía hablando. —…porque no hay mayor honor que la lealtad. La lealtad a la institución, la lealtad a la patria…

No pude más. El momento era ahora. —¡Tiburón! —le dije al muchacho—. Súbeme.

—¿Qué? ¿A la tarima, jefe? —¡A la maldita tarima! ¡Ahora!

Tiburón no lo pensó. Empujó la silla hacia la rampa de acceso lateral. Dos escoltas intentaron detenernos. —¡Atrás! —les grité con mi voz de mando, esa que hace que hasta los perros se sienten—. ¡Soy el Teniente Coronel Joaquín Méndez, clave Segador Uno, y vengo a saludar a mi viejo amigo!

Valenzuela se detuvo a mitad de una frase. Me vio. Sus ojos se abrieron como platos. El color se le fue de la cara. Era como ver a un fantasma subir del infierno.

—¡Déjenlo pasar! —gritó Valenzuela, intentando mantener la compostura, aunque le temblaba la mano que sostenía el micrófono—. Es… es un honor recibir a nuestros veteranos.

Llegué al centro del escenario. Quedé frente a él, ante miles de personas y docenas de cámaras de televisión transmitiendo en vivo a todo el país. El silencio se hizo en el Malecón.

—Joaquín… —susurró Valenzuela, fuera del micrófono, sudando frío—. ¿Qué haces aquí? Estás muerto. Te pagamos para que estuvieras muerto.

Sonreí. —El dinero se acabó, Valenzuela. Pero la memoria no.

Me giré hacia el micrófono. Él intentó quitármelo, pero le agarré la muñeca. Mi agarre ya no era el de antes, pero el miedo lo paralizó.

—¡Elena, ahora! —grité.

CAPÍTULO 8: LA VERDAD SANGRA

 

Las pantallas gigantes detrás de nosotros, que mostraban el escudo nacional, parpadearon. La imagen se cortó y apareció estática. Luego, un video granuloso, con fecha de 2002. Visión nocturna. Verde y negro.

El sonido inundó el Malecón. Gritos. Disparos. Y una voz clara dando órdenes por radio. La voz de Valenzuela, veinte años más joven.

> “Aquí Águila Real. Aborten la extracción. Repito, aborten. Dejen al equipo Segador en tierra. El pago ha sido confirmado. Los ‘Z’ necesitan el corredor libre. Que se mueran ahí.”

El público ahogó un grito colectivo. En el video, se veía a mi equipo siendo masacrado. Se escuchaba a “Santo” pidiendo ayuda. Se escuchaba mi voz gritando coordenadas que nadie iba a responder.

Valenzuela estaba petrificado. —¡Corten eso! —gritó, ahora sí en pánico—. ¡Es un montaje! ¡Es Inteligencia Artificial! ¡Apaguen las pantallas!

Pero nadie se movió. Los técnicos estaban bloqueados por el hackeo de Elena. Y los Marinos presentes… los Marinos estaban viendo y escuchando cómo un alto mando vendía a sus hermanos.

El video cambió. Ahora aparecían documentos bancarios. Transferencias a cuentas en las Islas Caimán a nombre de Valenzuela, fechadas el día después de la masacre. Firmas. Órdenes selladas. Todo.

—No es IA, Valenzuela —dije, mi voz amplificada retumbando en el puerto—. Es tu letra. Es tu voz. Es la sangre de mis hombres en tus manos.

Valenzuela intentó correr. Pero el General Arturo salió de las sombras del backstage, con su pistola de cargo en la mano, apuntando al suelo pero listo para usarla. —Alto ahí, Secretario —dijo Arturo.

Los escoltas de Valenzuela, confundidos, miraron a su jefe y luego miraron las pantallas. Un Capitán de los escoltas, un hombre con cara de pocos amigos, se quitó el auricular.

—Señor —dijo el escolta, mirando a Valenzuela con asco—, ¿es eso cierto?

—¡Soy tu superior! —chilló Valenzuela—. ¡Mátalo! ¡Mata al lisiado! ¡Es una orden!

El Capitán miró mi silla de ruedas. Miró mis medallas. Me miró a los ojos. Lentamente, enfundó su arma y dio un paso atrás. —No recibo órdenes de traidores —dijo.

La multitud estalló. No en aplausos, sino en furia. Empezaron a gritar. “¡Justicia! ¡Justicia!”.

Valenzuela se vio acorralado. Intentó abalanzarse sobre mí, quizás pensando que era el eslabón débil. —¡Te voy a matar yo mismo, maldito tullido!

Pero no llegó. Tiburón se interpuso como una pared de concreto. Con un movimiento fluido, le aplicó una llave de brazo y lo estampó contra el suelo del escenario. —¡Suelo! —gritó Tiburón, con la rodilla en la espalda del político—. ¡Nadie toca al mando!

Las sirenas empezaron a sonar. No venían por mí. Venían por él. La Policía Naval subió al escenario. Esposaron a Valenzuela mientras él gritaba amenazas que ya no asustaban a nadie.

Me quedé ahí, en medio del caos, respirando el aire salado. Sentí una mano en mi hombro. Era Arturo. —Se acabó, hermano —dijo, con los ojos rojos—. Se acabó la guerra.

Miré hacia el hotel lejano donde sabía que estaba Elena. Levanté la mano en un saludo silencioso. Sabía que ella estaba sonriendo.

Horas después, cuando el sol empezaba a caer y el escándalo ya era noticia mundial, me llevaron al borde del muelle. Tiburón empujaba mi silla. Roca y Arturo caminaban al lado.

El mar estaba tranquilo.

—¿Qué va a pasar ahora, mi Teniente? —preguntó Tiburón. Seguramente nos esperaba un juicio marcial por insubordinación, hackeo y secuestro de señal. Pero extrañamente, no tenía miedo.

—No lo sé, hijo —dije, sacando una petaca de mi chaqueta—. Pero por primera vez en veinte años… no me importa.

Tiburón se puso frente a mí. Se quitó la gorra. —Señor… quiero pedirle perdón. Por lo de la cantina. Por burlarme. No sabía…

Lo detuve levantando la mano. —Ya lo sabes. Eso es lo que importa. Ahora tienes una historia real que contar. No dejes que la olviden.

Bebí un trago largo y se la pasé. Él bebió y se la pasó a Arturo. Miré el horizonte. Las olas iban y venían, indiferentes a nuestras pequeñas victorias. Pero mis fantasmas… mis fantasmas ya no gritaban. “Lobo”, “Cuervo”, “Santo”. Por fin estaban en silencio. Por fin podían descansar.

—Vámonos —dije, girando la silla—. Tengo hambre y Beto seguro ya abrió la cantina.

Mientras nos alejábamos, un niño que pasaba con su mamá me señaló. —Mira, mamá. Un soldado.

La madre me miró, vio el cansancio en mi cara, vio al General y a los jóvenes Marinos escoltándome. —No, mi amor —le dijo—. Ese no es un soldado. Es un héroe.

Sonreí. No por la palabra héroe, que me queda grande, sino porque al final del día, la verdad es lo único que nos hace libres. Y yo, Joaquín Méndez, Segador Uno, por fin era libre.

FIN.

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