
(PARTE 1 DE 4)
CAPÍTULO 1: EL SILENCIO BAJO LA LLUVIA
¿Qué clase de hombre te pide el divorcio en el entierro de tu madre mientras llevas siete meses cargando a su hijo en el vientre?
La gente dice que uno presiente cuando la desgracia te respira en la nuca. Dicen que se te eriza la piel o que el corazón te da un vuelco. Pero esa mañana en Guadalajara, yo no sentía nada de eso. No era una premonición lo que tenía atorada en la garganta; era un cansancio que me llegaba hasta los huesos, un dolor sordo en lugares donde la pena no suele tocar.
Estaba parada al borde de la fosa, con las manos apretando mi vientre abultado, intentando respirar despacio para que el bebé no sintiera mi angustia. El aire estaba pesado, húmedo. Había llovido toda la noche y el olor a tierra mojada y flores de cempasúchil marchitas me revolvía el estómago.
Mi familia estaba ahí, reunida en pequeños círculos bajo paraguas negros. Tíos, primos, vecinas de la colonia que conocían a mi madre desde hace treinta años. Todos susurraban, se pasaban pañuelos, se limpiaban las lágrimas. Pero yo no escuchaba nada. Mi mundo entero se había reducido a ese cajón de madera caoba pulida donde descansaba mi madre, “La Jefa”, como le decíamos de cariño.
Tragué saliva, intentando deshacer el nudo que me impedía gritar. Instintivamente, me incliné un poco hacia mi esposo, Esteban. Él era mi ancla. O se suponía que debía serlo.
Deslicé mis dedos fríos buscando los suyos, esperando un apretón de vuelta. Esperaba algo cálido. Algo humano. Algo que me dijera: “Aquí estoy, flaca, no te vas a caer”.
Pero Esteban no se movió.
Estaba rígido, tieso como una estatua. Tenía la mirada clavada en algún punto lejano, más allá de las lápidas, más allá de la gente que rezaba el Rosario. Su mandíbula se tensaba rítmicamente, pero no me miró. Ni una sola vez.
—¿Estás bien? —le susurré. Mi voz sonó pequeña, ridícula, como la de una niña perdida.
Esteban soltó un suspiro corto, como si mi pregunta le hubiera molestado, como si yo fuera un mosquito zumbándole en el oído.
—Estoy bien. Solo cansado.
¿Cansado? Esa palabra retumbó en mi cabeza. Últimamente la decía mucho. “Estoy cansado”, “tengo mucho estrés en la oficina”, “estoy agobiado”. Y cada vez que la decía, sentía que se alejaba un kilómetro más de mí.
Yo, en mi ingenuidad, se lo atribuía al trabajo, a las horas extras para ahorrar para el bebé, a los nervios de ser papá primerizo. Pero parada ahí, con el lodo manchando mis zapatos, algo se sintió mal. No “mal” de tristeza. Mal de peligro.
Mi tía Lorena se acercó y me puso una mano en el hombro.
—Mija, si necesitas sentarte, traemos una silla. Estás muy pálida.
—Estoy bien, tía —mentí—. Solo necesito un minuto.
Lorena asintió con esa mirada de lástima que me partía el alma y se alejó para darme espacio. Me giré de nuevo hacia Esteban, rogando internamente que esta vez me mirara. Que me limpiara una lágrima. Que hiciera algo.
En ese momento, su celular vibró en el bolsillo de su pantalón de vestir.
Esteban dio un respingo. Fue leve, pero lo noté. Lo vi sacar el teléfono rápido, cubriendo la pantalla con la mano como si estuviera escondiendo un secreto de estado.
Parpadeé, confundida. ¿En serio estaba revisando mensajes justo ahora? ¿Mientras el padre estaba bendiciendo el cuerpo de mi madre?
—Esteban, por favor… —susurré, sintiendo que las lágrimas volvían a subir—. ¿Puedes estar conmigo? Solo te pido eso.
No contestó. Guardó el teléfono con un suspiro de fastidio que ni siquiera trató de disimular. Y cuando finalmente se dignó a mirarme, su cara no tenía ternura. No tenía apoyo. Ni siquiera tenía tristeza.
Estaba vacía. Me miraba como si yo fuera una extraña llorando en la calle, no su esposa de cinco años.
Sentí que el pulso se me aceleraba. El bebé dio una patada fuerte, como si él también sintiera el rechazo.
—¿Podemos hablar después de esto? —le dije, casi suplicando—. Necesito decirte cómo me siento.
—Ahora no, Noemí —me cortó en seco.
Su tono no fue a gritos, pero el frío en su voz me hizo temblar más que la lluvia.
El padre comenzó a decir las últimas palabras: “Polvo eres y en polvo te convertirás…”. La gente empezó a persignarse.
Yo me quedé quieta, mirando la placa dorada con el nombre de mi mamá: Teresa Mendoza. Traté de aferrarme a las oraciones, pero sentía a Esteban barajando los pies a mi lado. Miró hacia el estacionamiento de reojo.
Esa mirada. Esa maldita mirada distante. La mirada de alguien que preferiría estar en el infierno antes que estar a tu lado.
—Apenas me has mirado en toda la semana —le reclamé en un susurro.
Esta vez, la máscara de Esteban se rompió. La indiferencia dio paso a la irritación pura.
—Noemí —masculló entre dientes—. ¿Podemos no hacer un drama aquí?
—¿Un drama? —repetí, sintiendo que el aire me faltaba—. Estoy enterrando a mi mamá, Esteban.
Abrió la boca para contestar, pero se detuvo. Su mano tembló. Volvió a mirar hacia la salida del panteón. Y ahí fue cuando mi estómago se apretó de una forma que nada tenía que ver con el embarazo.
Una comprensión silenciosa y terrible cayó sobre mí como una losa de concreto.
Esteban no estaba cansado. Esteban no estaba estresado. Esteban no quería estar ahí.
No conmigo. No hoy. No en el momento más doloroso de mi vida.
Respiré hondo, tratando de calmarme, pero él ya se estaba girando, dándome la espalda ligeramente. Sentí que algo dentro de mí cambiaba de lugar. Era un peso nuevo, más denso que el luto.
Lo que yo no sabía, no todavía, era que ese peso era solo el comienzo. La verdad que Esteban escondía en su teléfono estaba a punto de golpearme más fuerte que la muerte misma.
CAPÍTULO 2: LA PUÑALADA POR LA ESPALDA
El sonido de la tierra cayendo sobre el ataúd fue lo que casi me dobla las rodillas.
Es un sonido sordo, definitivo. El sonido del “nunca más”. Me abracé a mi vientre con fuerza, como si quisiera proteger a mi hijo de la realidad de que nunca conocería a su abuela.
Cuando terminó la ceremonia, los familiares comenzaron a pasar uno por uno para dejar rosas blancas sobre la tumba.
Yo caminé lento. Cada paso me costaba la vida. Esperé a que Esteban caminara conmigo, que me tomara del brazo como cualquier esposo decente haría.
No se movió.
Mi tía Lorena me vio dudar. —¿Quieres que vaya contigo, mi amor? —No, tía. Lo necesito a él.
Me giré hacia Esteban. Estaba mirando sus zapatos lustrados, con las manos hundidas en los bolsillos, ajeno al dolor que flotaba en el aire.
Caminé hacia él, con la voz temblorosa. —Esteban, por favor. Es mi mamá. Acompáñame a dejar la flor. Ni parpadeó. —Ya te dije que estoy aquí, Noemí. —Físicamente —murmuré, sintiendo la rabia mezclarse con el llanto—. Pero no estás conmigo.
Soltó aire por la nariz, ese sonido de impaciencia que hace alguien cuando se le acaba el tiempo en el parquímetro. Por primera vez en toda la mañana, me clavó los ojos. Y lo que vi ahí hizo que se me helara la sangre.
—Ya basta, Noemí —dijo en voz baja, pero dura. —¿Basta? ¿Basta de qué? —pregunté, atónita. ¿Basta de mi dolor? ¿De mi llanto? —Ven conmigo —dijo él—. Vamos allá atrás. Lejos de la gente.
Dudé. Su mandíbula estaba tensa. No quería consolarme; quería decirme algo que no quería que los demás escucharan.
Lo seguí. Nos alejamos unos veinte metros, hacia una zona de tumbas antiguas y olvidadas, donde la hierba estaba alta y descuidada. La lluvia arreció, golpeando el paraguas que mi tío me había prestado. Esteban ni siquiera buscó refugio. Se quedó bajo el agua, luciendo irritado, casi desesperado.
Apreté el mango del paraguas hasta que mis nudillos se pusieron blancos.
—Esteban, ¿qué te pasa? —le solté, ya sin poder contenerme—. Has estado distante por meses. Casi no me hablas. Duermes en el sofá. Pensé que era el bebé, pensé que era dinero… pero ahora, aquí, actúas como si te diera asco estar cerca de mí.
Silencio. Solo el ruido de la lluvia.
—Por favor —dije, y mi voz se quebró—. Di algo.
Esteban se pasó la mano mojada por la cara, quitándose el agua de los ojos, y me miró. —No puedo seguir haciendo esto.
Mi corazón dio un vuelco extraño. —¿Hacer qué? ¿Este matrimonio?
Las palabras me golpearon físicamente. Parpadeé, segura de que había escuchado mal por el ruido de la tormenta.
—Esteban, no digas eso. No ahora. No aquí. —Hablo en serio —dijo, y su voz no tembló—. Quiero salirme. Quiero el divorcio.
El paraguas se me resbaló de los dedos. Cayó al pasto mojado y rebotó una vez. El agua helada me empezó a empapar la cara, la ropa, el alma, pero apenas la sentía.
—No puedes estar diciéndome esto en el entierro de mi madre —susurré. —No lo planeé así —masculló, mirando hacia un árbol cercano—. Simplemente salió. —¿Entonces por qué ahora? —grité, y mi voz hizo que un par de cabezas se giraran a lo lejos—. ¿Por qué hoy, maldita sea?
Esteban levantó la barbilla, desafiante. —Porque estoy harto de fingir. Ya no puedo más.
Sentí un mareo violento. Mi mano fue instintivamente a mi panza, protegiendo al bebé de las palabras de su padre. —¿Qué cambió? —pregunté, apenas audible.
Dudó. Fue solo una fracción de segundo, pero lo vi. Esa duda que confirma que hay un secreto sucio detrás.
—Todo. No soy feliz. No lo he sido en mucho tiempo. —¿Así que me dejas ahora? ¿Con siete meses de embarazo? ¿Cuando acabo de ver cómo entierran a mi madre? —Debí decirlo antes —respondió, desviando la mirada—. Pero no quería pelear.
Di un paso hacia él, buscando la verdad en su cara. —¿Hay alguien más?
Esteban se congeló. No fue dramático. No fue de telenovela. Fue sutil. Sus ojos se abrieron un milímetro más. Su respiración se detuvo un segundo.
Se me cortó el aire. —Lo hay… —susurré, sintiendo que el piso se abría bajo mis pies.
No lo negó. No trató de tranquilizarme. Ni siquiera tuvo la decencia de parecer avergonzado. Las lágrimas, que antes eran de duelo, ahora eran de pura agonía. —¿Cuánto tiempo, Esteban? ¿Cuánto? —le exigí.
Tragó saliva. —Casi un año.
El mundo me dio vueltas. Un año. Todo mi embarazo. Mientras yo compraba mamelucos y pintaba el cuarto, él estaba con otra. Mientras yo cuidaba a mi madre en el hospital en sus últimos días, él estaba en otra cama.
Mis rodillas cedieron. Me agarré de la lápida más cercana para no caer de boca al suelo.
—¡Noemí! —escuché el grito de mi tía Lorena a lo lejos.
Ella corrió hacia nosotros, seguida de mis primos. Me rodearon mientras yo temblaba incontrolablemente, empapada y rota.
—¿Qué le hiciste? —le gritó Lorena a Esteban, poniéndose en medio como una leona. Esteban dio un paso atrás, cobarde. —Le dije la verdad. —¡La verdad! —bramó mi tía—. ¡La estás matando! ¡Mira cómo está!
Me dejé caer al pasto húmedo, abrazando mi vientre, llorando con un dolor tan profundo que sentía que me iba a desgarrar por dentro. No pensaba en la lluvia. Pensaba en el hombre que estaba a dos metros de mí, el hombre que me juró amor eterno frente al altar, y que ahora me miraba como si fuera un estorbo.
Esteban soltó el aire lentamente, miró hacia el estacionamiento y dijo las palabras finales: —Me voy.
Lorena casi se le lanza encima, pero mis primos la detuvieron. Desde el suelo, con la voz rota y la dignidad hecha pedazos, susurré: —Por favor… no te vayas así.
Esteban no se dio la vuelta. No se agachó. No se despidió de su hijo no nato. Simplemente caminó.
Sentí que algo dentro de mí se fracturaba para siempre. Una grieta que ningún médico podría arreglar.
Lo vi subir a su auto a lo lejos. Lo vi arrancar y salir del panteón, dejándome tirada entre las tumbas.
Esteban cree que está conduciendo hacia su libertad. Cree que va hacia una vida mejor. Pero lo que él no sabe es que acaba de cometer el error financiero y moral más grande de su existencia. Porque mientras él huye, mi tía Lorena está a punto de abrir un sobre que mi madre dejó.
Y ese sobre… ese sobre lo cambia todo.
(PARTE 2 DE 4)
CAPÍTULO 3: LA CASA DE LAS MENTIRAS
Esteban llegó a su coche con el cabello empapado y el corazón martilleándole contra las costillas, como si quisiera salirse de su pecho. Sus pasos eran rápidos, irregulares, casi tropezando con el asfalto mojado del estacionamiento, tratando de huir no solo de Noemí, sino de lo que acababa de hacer.
Le temblaban las manos al intentar meter la llave. Por un segundo, vio su propio reflejo en la ventanilla oscura: tenía los ojos desorbitados, el pecho agitado. Parecía un loco. O peor, un criminal que acaba de huir de la escena del crimen.
Pero en lugar de regresar, en lugar de correr hacia su esposa embarazada que se había colapsado en el lodo, sacó su teléfono.
La pantalla iluminó la penumbra del coche. Un mensaje de WhatsApp brillaba ahí, exigente:
“Clara: ¿Ya vienes? No puedo seguir esperando. Me duele la espalda y necesito saber si ya lo hiciste.”
Esteban apretó la mandíbula hasta que le dolió. Escribió rápido, con los dedos torpes por el frío: “Ya voy. Ya está hecho.”
Se subió al asiento del conductor y azotó la puerta. El silencio dentro del sedán lo envolvió de golpe. Ya no había llantos, ni la voz del padre rezando, ni los susurros de los parientes de Noemí mirándolo como si fuera un monstruo. Por un segundo, sintió alivio. Un alivio egoísta y sucio.
Arrancó el motor y salió del panteón, incorporándose al tráfico pesado de la Avenida Vallarta. Los limpiaparabrisas luchaban contra la lluvia, pero no podían borrar la imagen de Noemí cayendo de rodillas.
Apretó el volante con fuerza, tanta que los nudillos se le pusieron blancos. —Va a estar bien —murmuró para sí mismo, como un mantra—. Tiene a su familia. Son un muégano, nunca la dejan sola.
Lo repitió en voz alta, casi gritando para convencerse: —¡Ella va a estar bien!
Pero las palabras sonaban huecas en el interior del coche. Aún así, siguió conduciendo. Cruzó la ciudad hacia una colonia más modesta, lejos de la casa bonita que compartía con Noemí. Llegó a una calle estrecha, llena de baches llenos de agua sucia, y se estacionó frente a una casita de fachada despintada en la colonia Santa Teresita.
Era un lugar temporal. Pequeño, húmedo. A Clara no le gustaba. Ella siempre le decía que merecían algo mejor, algo con luz, con jardín, algo digno. Pero el sueldo de Esteban apenas daba para mantener dos vidas al mismo tiempo.
Respiró hondo antes de bajar. Corrió bajo la lluvia y golpeó la puerta de metal.
Clara abrió casi al instante. Llevaba el cabello teñido de rubio recogido en un chongo mal hecho y una camiseta extragrande que se estiraba al límite sobre su vientre de ocho meses. Se veía cansada. Tenía los tobillos hinchados y ojeras marcadas. Pero cuando vio a Esteban, una sonrisa de alivio le cruzó la cara.
—Por fin llegas —susurró, jalándolo de la camisa mojada hacia adentro.
Esteban entró. La casa olía a humedad y a aromatizante barato de lavanda. Clara cerró la puerta y lo besó. Fue un beso rápido, posesivo, casi desesperado. Pero cuando se separó, le escaneó la cara como un radar buscando señales de peligro.
—¿Qué pasó? Te ves… te ves mal.
Esteban forzó una media sonrisa que parecía más una mueca de dolor. —Se lo dije.
Los ojos de Clara se abrieron de par en par. —¿Lo hiciste? ¿De verdad? —Sí, se acabó —dijo él, quitándose el saco empapado y tirándolo sobre una silla de plástico—. Le dije a Noemí que quiero el divorcio.
Clara puso ambas manos sobre su vientre enorme y soltó un suspiro largo, como si hubiera estado conteniendo la respiración todo el día. —Por fin. Te juro que pensé que te ibas a acobardar. Pensé que la pena te iba a ganar.
Esteban se encogió de hombros, evitando mirarla a los ojos. —Tenía que pasar en algún momento.
Clara arqueó una ceja, cruzándose de brazos con dificultad debido a su panza. —¿Y cómo fue? ¿En pleno entierro, Esteban? Eso no es… no es lo ideal.
—Ella me acorraló —estalló él, a la defensiva—. Empezó a preguntar qué me pasaba. No dejaba de insistir. Me estaba volviendo loco ahí parado. No podía seguir mintiéndole en la cara mientras enterraban a su madre.
—¿Y cómo se lo tomó? —preguntó Clara, inclinando la cabeza.
Esteban no contestó de inmediato. Caminó hacia la pequeña cocineta, fingiendo interés en un vaso de agua que había sobre la mesa. Clara lo siguió, caminando con esa marcha de pato característica de las últimas semanas de embarazo, con una mano en la espalda baja.
—Esteban —insistió—. ¿Cómo se lo tomó?
Él tragó saliva. El agua no pasaba. —Mal. Muy mal. —Bueno, obviamente —dijo Clara, rodando los ojos—. Estás dejando a una embarazada en un cementerio. Nadie te va a aplaudir por eso.
Esteban se giró y le lanzó una mirada fulminante. —Tú querías esto. Tú me presionaste para que lo hiciera hoy.
Clara levantó las manos en señal de paz. —Yo quería que tomaras una decisión. No te dije que lo anunciaras a gritos mientras ella lloraba sobre el ataúd. Eso fue tu decisión.
Él se pasó una mano por el cabello mojado, frustrado. —Me sentía asfixiado. No podía respirar.
Clara se acercó más. Su tono cambió. Ya no era suave; ahora había algo metálico en su voz, algo territorial. Como si quitarle el marido a otra mujer no fuera suficiente triunfo; necesitaba poseerlo por completo.
—Siéntate —le ordenó, guiándolo al sofá hundido que habían comprado de segunda mano—. Cuéntame todo. ¿Qué te dijo?
Esteban se dejó caer en los cojines viejos. —Me preguntó si había alguien más.
La expresión de Clara se tensó. —¿Y qué le dijiste? —No le mentí —respondió él, mirando al suelo—. Le dije que sí.
Clara parpadeó, sorprendida. —¿Le dijiste de mí? —No le dije tu nombre. Pero ella lo sabe. No es tonta.
Clara volvió a acariciar su vientre. —Bueno, ya está. Se tendrá que acostumbrar. No le queda de otra. —Clara, tiene siete meses de embarazo —dijo él, y la voz le salió rasposa.
Clara frunció el ceño. —Y yo tengo ocho. ¿Cuál es la diferencia? Mi hijo también necesita a su padre.
Esteban la miró. Realmente la miró. Y por primera vez en meses, algo incómodo se movió en su estómago. No era culpa, ni siquiera remordimiento. Era duda.
Clara había sido maravillosa al principio. Divertida, atrevida, llena de vida. Con ella se sentía joven otra vez, lejos de las responsabilidades y la rutina tranquila de Noemí. Pero ahora, con el bebé a punto de nacer y viviendo en esa casa prestada, Clara ya no era ligera. Era presión. Presión constante.
—¿Cuándo le vas a decir del bebé? —preguntó Clara de repente.
La sangre de Esteban se heló. —No se lo voy a decir. —¿Cómo que no? —Noemí no necesita saber eso ahorita. Apenas estamos viendo lo del divorcio. Si le digo que vas a tener un hijo mío un mes antes que ella… la voy a destruir.
Clara lo miró fijamente, con los ojos entrecerrados. —¿Y qué planeas? ¿Esconder a nuestro hijo? —No dije eso. Dije que voy a esperar. —Esteban, ella merece saber —dijo Clara, levantando la voz. —¡Ella apenas puede mantenerse en pie! —gritó él—. No le voy a echar más leña al fuego hoy.
Clara soltó una risa seca, sin humor. —Parece que te importa mucho protegerla. —¡Basta, Clara! Estoy haciendo lo que puedo. —No —le respondió ella, señalándolo con el dedo—. Estás haciendo lo que te conviene para no sentirte el villano. Pero ya eres el villano, Esteban. Acéptalo. Y ahora que las cosas son reales, tienes miedo.
Él se puso de pie, incapaz de quedarse quieto. —No tengo miedo. —Estás aterrorizado —le disparó ella—. Te da miedo lo que la gente va a decir. Te da miedo que te juzguen. Te da miedo haberte equivocado.
Esteban la miró, con el pecho apretado. Ella no estaba del todo equivocada. Clara suavizó un poco la expresión, bajando la voz.
—Solo necesito que estés aquí al cien por ciento, Esteban. Por mí. Por este bebé. Dijiste que nos elegías a nosotros. —Y lo hice —murmuró él, frotándose el cuello. —Entonces actúa como tal.
Por un momento, la habitación quedó en silencio, salvo por la lluvia golpeando la ventana de aluminio. Esteban miró a Clara. Miró su vientre enorme. Miró la sala pequeña que olía a talco y a comida recalentada.
Y un miedo silencioso se instaló en sus huesos. Un miedo al que no podía ponerle nombre todavía. Había caminado lejos de Noemí pensando que entraba a un nuevo comienzo, fresco y emocionante. En cambio, había entrado a una vida que ya estaba llena de demandas que no sabía si podía cumplir.
Pero esta nueva vida apenas comenzaba a mostrar sus dientes. Y Esteban no tenía idea de que, mientras él se ahogaba en dudas en esa casa rentada, al otro lado de la ciudad, el destino de Noemí estaba a punto de dar un giro de 180 grados.
CAPÍTULO 4: EL SOBRE QUE PESABA UNA TONELADA
Noemí iba recostada en el asiento trasero de la camioneta de su primo, con la mejilla pegada contra el cuero frío. Ya no lloraba. No podía. Su cuerpo se había vaciado por completo, como si alguien hubiera quitado el tapón de su alma y dejado que todo se escurriera por el desagüe. Le dolía el pecho, literalmente. Le ardía la garganta y sentía los ojos hinchados, como si tuviera arena bajo los párpados.
La tía Lorena iba sentada a su lado, sosteniéndole la mano con fuerza, como si tuviera miedo de que si la soltaba, Noemí se desmoronaría en mil pedazos ahí mismo.
—Respira despacio, mi niña —le susurraba Lorena—. Inhala, exhala. Todo va a pasar.
Noemí asintió débilmente. El bebé le dio un pequeño golpe en las costillas, un recordatorio brutal de que no estaba sola, por más vacía que se sintiera. “Aquí estoy, mamá”, parecía decirle. Y eso dolía más que cualquier cosa.
Cuando llegaron a su casa, la lluvia había bajado un poco, convirtiéndose en una llovizna molesta y gris. Noemí bajó despacio, con una mano en la espalda y otra en el vientre.
El porche le pareció ajeno. Como si estuviera entrando a la casa de un extraño. El tapete de “Bienvenidos” que Esteban había escogido el año pasado seguía ahí, burlándose de ella. La manguera del jardín que él había dejado desenrollada la semana pasada seguía tirada en el pasto, como una serpiente verde. Todo se veía dolorosamente normal, pero su mundo estaba en ruinas.
Adentro, su tío Jorge la ayudó a llegar al sofá. Lorena corrió por una cobija gruesa y la envolvió, tal como lo hacía la madre de Noemí cuando ella se enfermaba de niña.
Noemí se quedó mirando a la pared, con las palabras atoradas en la garganta. Durante un largo rato, nadie dijo nada. La sala estaba en silencio, solo se escuchaba el zumbido suave del refrigerador en la cocina.
Finalmente, Noemí rompió el silencio con un hilo de voz. —Ni siquiera volteó a verme cuando se fue.
Lorena le apretó la mano. —Un hombre que puede caminar así, dándote la espalda en un momento como este… ese hombre no te merece, mi vida. Es basura.
Noemí negó con la cabeza, incrédula. —Yo pensé que me amaba, tía. De verdad lo creí.
Su tío Jorge, un hombre de pocas palabras y carácter fuerte, se sentó en la mesa de centro frente a ella. Se inclinó hacia adelante, con los codos en las rodillas. —El amor no te deja tirada en un cementerio, mija. Eso no es amor. Lo que sea que ese cabrón sintiera, no era amor. Era conveniencia.
Las palabras de su tío fueron duras, pero necesarias. Cortaron el aire como un cuchillo. Noemí se llevó las manos a la cara. —¿Qué voy a hacer? ¿Cómo voy a criar a este niño sola?
Lorena se acercó más, maternal. —Vas a respirar. Vas a tomar las cosas una hora a la vez. Y vas a recordar que tienes a toda esta familia detrás de ti. No estás sola. Nunca has estado sola.
Noemí se limpió las mejillas con el dorso de la mano. —¿Fue algo que hice? ¿Algo que no le di? —¡No! —dijo Lorena con firmeza—. Esto es culpa de él. De su cobardía.
Noemí se recargó en el sofá, temblando. Recordó la mirada de Esteban. Fría. Distante. Irritada. Recordó cómo escondía el celular. —Me estuvo mintiendo —susurró—. No era trabajo. No era estrés. Era otra mujer.
Su tío Jorge se enderezó, con la cara roja de coraje. —¿Te lo confesó? —No lo negó —dijo Noemí, y las lágrimas volvieron a brotar, silenciosas y amargas—. Un año, tío. Lleva un año viéndole la cara de estúpida a su esposa.
El silencio llenó la habitación otra vez. Pero ahora no era un silencio de tristeza, era un silencio de indignación.
—Yo no vi nada —se lamentó Noemí—. Estaba tan ciega… confiaba tanto en él. —Mi amor, estabas cuidando a tu madre enferma. Estabas preparando la llegada de tu bebé. No estabas buscando traiciones porque tú tienes un corazón bueno —dijo Lorena—. Él se aprovechó de eso.
Noemí sorbió por la nariz. —Le di todo lo que tenía. Todo.
El tío Jorge miró al suelo, pensativo. Luego habló con voz grave. —Tu madre no te crio para ser el segundo plato de nadie, Noemí. Teresa te crio para ser una reina. Y las reinas no lloran por los bufones.
Esas palabras encendieron una chispa pequeña dentro de ella. Muy pequeña, pero real. Una grieta por donde podía entrar algo de luz. Noemí no se sentía fuerte todavía, pero algo dentro de ella se agitó. Un hilo de dignidad.
Lorena se puso de pie de repente. —Hay algo más de lo que tenemos que hablar —dijo con suavidad—. Pero primero toma un poco de agua.
Noemí parpadeó, confundida por el cambio de tono. —¿De qué hablas?
—Voy por los papeles —dijo Lorena, dirigiéndose al pasillo—. Tu mamá quería que los tuvieras. Me hizo jurar que te los daría hoy, pasara lo que pasara.
Noemí frunció el ceño. —¿Papeles? ¿Qué papeles?
Su tío Jorge intercambió una mirada con Lorena. Una de esas miradas de adultos que guardan un secreto pesado. —¿Papeles de qué, tío? —preguntó Noemí, sintiendo una nueva ola de ansiedad.
Lorena regresó de la recámara principal trayendo un sobre amarillo, grande y abultado. Estaba tan lleno que tenía dos ligas elásticas para mantenerlo cerrado. Lo colocó con cuidado sobre el regazo de Noemí, como si fuera de cristal.
—Tu madre dejó algo —dijo Lorena, con voz temblorosa por la emoción—. Y me hizo prometer que te lo entregaría justo después del entierro.
Noemí miró el sobre. Su corazón latía dolorosamente contra sus costillas. —¿Qué es esto? —Es todo lo que ella nunca te dijo —respondió su tío—. Todo lo que ella guardó para que tú y Esteban no dependieran de nadie… aunque ahora, gracias a Dios, es solo para ti.
Noemí tragó saliva. El peso del sobre en sus piernas se sentía irreal. —No entiendo nada.
—Lo vas a entender —murmuró Lorena—. Y Noemí… esto va a cambiar las cosas. Va a cambiarlo todo.
Noemí tocó el borde del papel con la punta de los dedos. Tenía miedo de abrirlo. ¿Eran deudas? ¿Problemas legales? ¿Secretos oscuros de su madre? —¿Es algo malo? —preguntó con voz pequeña.
Lorena negó lentamente con la cabeza, y una sonrisa triste pero orgullosa apareció en su rostro. —No, mi vida. Es todo lo contrario.
Noemí exhaló, temblorosa. Por primera vez desde que salió del cementerio, la opresión en su pecho se aflojó un milímetro. No sabía qué había ahí adentro. No podía imaginarse nada que pudiera arreglar el hecho de haber perdido a su madre y a su esposo el mismo día.
Pero la mirada de Lorena no era de lástima. Era de seguridad. Y eso, por sí solo, hizo que el pulso de Noemí se acelerara.
Pero antes de que ella pudiera romper el sello de ese sobre, la verdad sobre quién era realmente Teresa Mendoza —y el futuro que había construido en silencio para su hija— estaba a punto de poner el mundo de Noemí de cabeza. Y de paso, firmar la sentencia de arrepentimiento eterno de Esteban.
(PARTE 3 DE 4)
CAPÍTULO 5: LA HERENCIA DE LA JEFA
Noemí miraba el sobre amarillo sobre sus rodillas como si fuera un animal peligroso que pudiera morderla en cualquier momento. La sala se sentía más pesada, más quieta. Incluso el ruido de la lluvia afuera parecía haber bajado el volumen en señal de respeto.
Lorena se sentó a su lado, frotándole la espalda con movimientos circulares, mientras el tío Jorge observaba con una expresión indescifrable, cruzado de brazos, recargado en el marco de la puerta.
—¿Alguien puede abrirlo por mí? —susurró Noemí—. Mis manos… no dejan de temblar.
—Claro, mi niña —dijo Lorena.
Con cuidado, retiró las ligas elásticas y abrió la solapa. Dentro había una pila ordenada de documentos. Algunos estaban escritos a máquina, otros a mano con la letra inconfundible de su madre, y otros tenían sellos oficiales de bancos que Noemí nunca había pisado en su vida.
Lorena sacó la primera hoja y la puso sobre la mesa de centro. —Empieza por esto —dijo el tío Jorge, señalando el papel—. Es de la notaría, tiene fecha de hace apenas dos semanas.
Noemí respiró hondo, tratando de que el aire entrara en sus pulmones apretados, y leyó la primera línea en voz alta. —Este es el último testamento y voluntad de Teresa Mendoza…
Su voz se quebró al pronunciar el nombre de su madre, pero se obligó a seguir. Se lo debía. Lorena señaló un párrafo a la mitad de la hoja. —Lee ahí.
Noemí entrecerró los ojos, hinchados de tanto llorar, y leyó: “Dejo la totalidad de mi patrimonio, incluyendo todas las propiedades, inversiones, cuentas bancarias y tenencias personales, a mi única hija, Noemí Benton Mendoza.”
Noemí frunció el ceño, confundida. —¿Patrimonio? ¿Cuál patrimonio, tía? Si la casa ni siquiera está pagada del todo.
El tío Jorge soltó un suspiro largo y sonoro. —Noemí, tu madre no vivía la vida que tú creías.
—Ella trabajó en la ferretería del centro durante veinte años, tío. Ganaba el mínimo. —Eso fue por elección —intervino Lorena con suavidad—. A ella le gustaba trabajar. Le gustaba sentirse útil. La mantenía con los pies en la tierra.
Noemí negó con la cabeza. —Esto no tiene sentido. Cuando yo era niña, a veces comíamos frijoles toda la semana para que me alcanzara para los uniformes. —Porque ella estaba ahorrando e invirtiendo cada centavo —dijo Lorena—. Tu madre venía de la nada, Noemí. Y tenía pánico de que alguien se acercara a ti solo por interés. Quería que crecieras fuerte, independiente, que supieras lo que cuesta ganarse el pan.
Noemí volvió a mirar el papel, sintiendo que el corazón le latía en la garganta. —¿De cuánto estamos hablando?
Lorena sacó otro documento del sobre. Era un resumen financiero de tres páginas con logotipos de bancos internacionales. Lo deslizó sobre la mesa. —Tal vez quieras recargarte bien en el respaldo —advirtió el tío Jorge.
Noemí pasó la primera página. Había columnas de números, listas de terrenos en zonas industriales que ahora valían oro, cuentas de inversión en dólares, y acciones de empresas tecnológicas compradas en los noventa, cuando no valían nada. Cuando llegó al final de la segunda página, su respiración se detuvo.
El número final tenía demasiados ceros. —Esto dice… esto dice diez mil millones de pesos —susurró, sintiendo que la sangre se le iba de la cara.
—Esa es la última valuación —confirmó Lorena—. Tu madre fue una genio para los negocios en silencio. Compró terrenos cuando nadie los quería. Invirtió en empresas que todos ignoraban. Y dejó que el interés compuesto hiciera el resto.
A Noemí le zumbaban los oídos. —¿Diez mil millones? —repitió, incrédula.
El tío Jorge se acercó y se hincó frente a ella, tomándola de las manos. —Tu madre quería decírtelo antes, pero cuando enfermó… decidió esperar. Quería protegerte. Quería esperar el momento en que más necesitaras fuerza.
—Nunca dijo nada —murmuró Noemí, con lágrimas nuevas corriendo por sus mejillas—. Ni una palabra. Vivía con su suéter viejo y sus zapatos remendados.
—No quería que Esteban lo supiera —dijo Lorena con cuidado, midiendo sus palabras—. No quería que él, ni nadie, moldeara tu futuro por conveniencia.
Noemí dio un respingo. —¿Ella no confiaba en él? —Tu madre tenía un sexto sentido para la gente falsa, mija —dijo Lorena—. Y mira cuánta razón tenía.
Noemí volvió a mirar los documentos. Toda su vida, cada sacrificio, cada “no me alcanza”, cada esfuerzo de su madre cobró un nuevo sentido. No habían sido pobres. Su madre había sido una estratega. Había estado construyendo una muralla de seguridad alrededor de su hija, ladrillo por ladrillo, en absoluto secreto.
—Hay algo más —dijo el tío Jorge. —¿Más? —preguntó Noemí, sintiendo que ya no le cabía más asombro en el cuerpo.
Lorena sacó un sobre más pequeño, color crema. Tenía escrito “Para mi Noemí” con la letra curva y elegante de su madre. —Te escribió una carta —dijo Lorena—. La noche antes de entrar en coma.
Noemí tomó el sobre con manos temblorosas. Lo abrió y desdobló la hoja de papel de cuaderno. La voz de su madre resonó en su cabeza tan clara como si estuviera sentada a su lado.
“Mi dulce Noemí: Si estás leyendo esto, es que ya no estoy contigo, y perdóname por dejarte tan pronto. Pasé mi vida enseñándote a valerte por ti misma porque sabía que un día podrías necesitarlo. La gente puede sorprendernos con bondad, sí, pero también con egoísmo. No quería que nadie se aprovechara de tu corazón noble. Das demasiado, mi niña. A veces das de más. Quería que tu futuro estuviera blindado. No importa quién se quede a tu lado o quién decida irse…”
Noemí tuvo que detenerse para limpiarse las lágrimas que caían sobre el papel.
“…no quería que el mundo, ni ningún hombre, tuviera poder sobre tu paz. Esta herencia es para ti y para mi nieto. Úsala con sabiduría. Protégela. Y recuerda lo que vales.”
Noemí leyó la última línea en un susurro: “Naciste para levantarte sobre el dolor, no para ahogarte en él. Te ama, Mamá.”
Bajó la carta, apretándola contra su pecho. Sintió un calor extraño expandiéndose dentro de ella. No era felicidad, porque el duelo seguía ahí, desgarrador. Pero era algo más. Era poder. Por primera vez en horas, se enderezó. Se secó la cara con el dorso de la mano.
—Ella guardó todo esto para mí —dijo, con la voz más firme—. Para mí y para mi bebé. —Así es —dijo el tío Jorge—. Y ahora, tú tienes el control. Esteban te dejó pensando que te dejaba en la calle. No tiene idea de que te dejó sentada en un trono.
Noemí miró hacia la ventana, donde la lluvia seguía cayendo. Pero ya no se sentía como una tormenta que la ahogaba. Se sentía como una limpieza. Esteban había elegido su camino. Había elegido la traición y la mentira. Y Noemí, gracias a la última jugada maestra de su madre, estaba a punto de demostrarle al mundo que no necesitaba a nadie para salir adelante.
Mientras tanto, al otro lado de la ciudad, Esteban estaba a punto de recibir la noticia que convertiría su “liberación” en la peor pesadilla financiera y moral de su vida.
CAPÍTULO 6: EL PRECIO DE LA TRAICIÓN
Esteban estaba sentado en el borde del sofá de Clara, con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza entre las manos, mirando el piso de linóleo desgastado como si ahí estuvieran las respuestas a su desastre.
La casa se sentía asfixiante. Pequeña, húmeda, llena de cosas amontonadas. Clara iba y venía de la cocina a la sala, con una mano en la espalda baja, resoplando de dolor y de impaciencia.
—¿Y bien? —dijo Clara, rompiendo el silencio tenso—. ¿Cuál es el plan ahora? ¿Te vas a quedar aquí ya de fijo? Necesitamos ver dónde vas a poner tu ropa, no cabemos.
Esteban se pasó las manos por la cara, exasperado. —No lo sé, Clara. Dame un respiro. —¿Qué no sabes? —preguntó ella, deteniéndose en seco—. ¿Qué hay que pensar? Ya lo hiciste. Ya la dejaste.
—Lo sé —masculló él—. Pero necesito tiempo para procesarlo. Clara soltó una risa burlona. —¿Tiempo? Esteban, tengo ocho meses de embarazo. Este niño puede nacer en cualquier momento y tú sigues actuando como si estuvieras decidiendo qué camisa ponerte.
—¡Ya sé! —gritó él, poniéndose de pie de un salto—. ¡Deja de presionarme!
Clara retrocedió un paso, sorprendida por el grito, pero luego su expresión se endureció. —No me grites. Tú tomaste esta decisión. Tú quisiste esto. —Quise salir de una mentira —dijo él, bajando la voz—. Pero no pensé que se sentiría así.
—¿Así cómo? ¿Con culpa? —le espetó ella—. ¿Te estás arrepintiendo? Porque si estás pensando en volver con ella… —No es eso —dijo Esteban, desviando la mirada—. Es que… verla caer así. En el lodo. Fue brutal.
—Fue necesario —dijo Clara fríamente—. Ahora eres libre.
¿Libre? Esteban miró a su alrededor. Miró las paredes despintadas, el techo con manchas de humedad, la pila de facturas sin pagar sobre la mesa. Miró a Clara, que lo observaba con una mezcla de necesidad y exigencia. No se sentía libre. Se sentía atrapado en una nueva jaula, solo que esta era más pequeña y más sucia.
Antes de que pudiera responder, tres golpes secos y fuertes sonaron en la puerta de metal. ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!
Clara se sobresaltó. —¿Esperas a alguien? —No —dijo Esteban, frunciendo el ceño.
Abrió la puerta esperando ver a un vecino o un cobrador. Pero quien estaba parado ahí, bajo la llovizna, era Jorge, el primo de Noemí. Jorge no estaba sonriendo. No estaba enojado, lo cual era peor. Tenía esa calma peligrosa de alguien que viene a ejecutar una sentencia. Llevaba una chamarra de cuero mojada y los puños apretados a los costados.
Esteban sintió que se le secaba la boca. —Jorge… ¿qué haces aquí? —Tenemos que hablar —dijo Jorge, con voz grave.
—Mira, si vienes a reclamarme por lo del panteón… —Vengo por eso —interrumpió Jorge, dando un paso adelante que obligó a Esteban a retroceder hacia adentro de la casa—. Y por algo más.
Esteban miró a Clara, que observaba desde atrás con los ojos muy abiertos. —No quiero problemas aquí, Jorge. —El problema ya lo causaste tú, cabrón —dijo Jorge, entrando sin pedir permiso.
Miró el lugar con desprecio evidente, luego clavó sus ojos en Esteban. —No vengo a golpearte, aunque ganas no me faltan. Vengo a darte un aviso. —¿Un aviso?
Jorge sacó un papel doblado del bolsillo interior de su chamarra. —Deberías saber lo que Noemí acaba de descubrir. —¿De qué hablas? —Del testamento de su madre.
Esteban parpadeó, confundido. —¿El testamento de la señora Teresa? ¿Y eso qué tiene que ver conmigo? Ella no tenía nada, solo la casa vieja esa.
Jorge soltó una risa corta y seca. —Eso es lo que ella quería que creyeras. Levantó el papel y lo sacudió ligeramente. —Noemí es la heredera universal. De todo.
—¿De todo qué? —preguntó Esteban, sintiendo una punzada de inquietud en el estómago. —Propiedades, inversiones, cuentas en el extranjero. Jorge hizo una pausa dramática, disfrutando el momento. —Estamos hablando de más de diez mil millones de pesos, Esteban. Quinientos millones de dólares.
El silencio que siguió fue absoluto. Se podía escuchar el goteo de una llave en la cocina. Esteban sintió que las piernas se le convertían en gelatina. —¿Qué? —susurró, con la voz ahogada—. Eso es imposible. Teresa trabajaba en una ferretería.
—Era dueña de la ferretería —corrigió Jorge—. Y de la manzana entera. Y de muchas cosas más. Pero ella sabía que tú eras un interesado. Sabía que no valías la pena. Y por eso lo escondió.
Esteban se quedó boquiabierto. Diez mil millones. Noemí… su Noemí. La mujer que recortaba cupones para el supermercado. La mujer que lloró cuando no pudieron pagar las vacaciones el año pasado. La mujer a la que acababa de abandonar en el lodo hacía tres horas.
—Déjame ver eso —dijo Esteban, estirando la mano hacia el papel, movido por un instinto de codicia pura.
Jorge retiró la mano rápido, como si Esteban tuviera lepra. —Ni lo sueñes. Ella no quiere que toques nada. Y yo estoy aquí para asegurarme de que no te acerques.
Jorge se acercó un paso más, invadiendo el espacio personal de Esteban. —No se te ocurra aparecerte pidiendo perdón. No se te ocurra decir que lo pensaste mejor. Ella ya sabe quién eres. Te largaste cuando pensaste que no tenía nada. Ahora que lo tiene todo, te quedas fuera.
Esteban estaba pálido como un papel. —Yo… yo no sabía. —Claro que no sabías —escupió Jorge—. Por eso es justicia divina.
Jorge miró a Clara, que estaba pegada a la pared, con una mano en la boca, pálida del susto. —Felicidades —le dijo Jorge con sarcasmo—. Te quedaste con el premio gordo. Disfrútalo.
Jorge dio media vuelta y salió de la casa, azotando la puerta tras de sí.
Esteban se quedó paralizado en medio de la sala. El eco del portazo resonaba en sus oídos, pero más fuerte resonaba la cifra. Diez mil millones.
Lentamente, se giró hacia Clara. Ella lo miraba con una expresión de horror absoluto. —Dime que es mentira —susurró ella—. Dime que ese tipo está loco.
Esteban negó con la cabeza, sintiendo ganas de vomitar. —No… Jorge no miente con cosas así. Es verdad.
Clara se dejó resbalar por la pared hasta quedar sentada en el suelo. —¿Me estás diciendo que tu ex esposa… la que acabas de dejar hoy… es multimillonaria? —Sí —dijo él, con la voz rota.
—¿Y tú la dejaste justo antes de que le dieran el dinero? Esteban no contestó. No hacía falta. Su silencio llenó la habitación como un gas venenoso.
Clara soltó un grito ahogado de frustración y se agarró la cabeza. —¡Eres un imbécil, Esteban! ¡El imbécil más grande del mundo!
Esteban se cubrió la cara con las manos. Acababa de cometer el error de su vida. No solo había perdido a su esposa y a su hijo. Había cambiado un imperio por una casita húmeda y llena de deudas. Y lo peor de todo es que el arrepentimiento apenas comenzaba a mostrar sus colmillos.
(PARTE 4 DE 4)
CAPÍTULO 7: EL INFIERNO EN CASA
Esa noche, la lluvia no paró. Y dentro de la cabeza de Esteban, la tormenta era todavía peor.
Estaba acostado en el sofá incómodo de Clara, mirando al techo manchado de humedad. No podía cerrar los ojos. Cada vez que lo intentaba, veía el número: diez mil millones. Y luego veía la cara de Noemí, empapada y destrozada, mirándolo con esa mezcla de amor y dolor que ahora le quemaba la conciencia.
Se giró hacia la pared, apretando los puños. —Soy un idiota —susurró en la oscuridad—. Un maldito idiota.
A las siete de la mañana, Clara salió de la recámara. Se veía terrible. Los ojos hinchados, el cabello enmarañado. Caminaba arrastrando los pies, con una mano en la espalda baja. Se recargó en el marco de la puerta y lo miró con desprecio.
—No dormiste nada —dijo, con voz ronca. —No —admitió él. —¿Y bien? —Clara cruzó los brazos sobre su panza—. ¿En qué piensas tanto? ¿En cómo vas a volver con ella?
Esteban se sentó, frotándose la cara con frustración. —No empieces, Clara. —¡Es que es obvio! —gritó ella, perdiendo la paciencia—. Desde que ese tipo vino a restregarte los millones en la cara, no eres el mismo. Estás aquí, pero tu cabeza está allá, en la mansión que seguramente se va a comprar.
—¡Estoy preocupado por el futuro! —explotó Esteban—. ¡Por nuestro futuro! —¿Ah, sí? —Clara soltó una risa amarga—. ¿O estás preocupado porque te diste cuenta de que cambiaste un palacio por esta pocilga?
Esteban se puso de pie, incapaz de soportar la verdad en las palabras de ella. —Voy a salir a tomar aire. —¡No te atrevas a irte! —le gritó Clara mientras él agarraba las llaves—. ¡Esteban!
Él azotó la puerta y salió a la calle mojada. Necesitaba escapar. De Clara, de la casa, de su propia estupidez. Manejó sin rumbo por Guadalajara. Pasó por la Minerva, por Chapultepec. Veía gente caminando, yendo a trabajar, viviendo vidas normales. Todos parecían tener un propósito. Él sentía que su vida se había descarrilado y estaba cayendo por un barranco.
Se estacionó frente a un parque y recargó la frente en el volante. Su celular vibró. Era un mensaje de Germán, un compañero de la oficina que solía cubrirlo cuando se escapaba con Clara.
“Güey, ya me enteré de lo del funeral. Te pasaste de lanza. Nadie en la oficina quiere hablar contigo. Mejor ni te aparezcas hoy.”
Esteban aventó el celular al asiento del copiloto. Hasta en el trabajo. La noticia había corrido como pólvora. Era el villano de la historia. El hombre que abandonó a la embarazada en el panteón. Y para colmo, el villano pobre.
De repente, el celular volvió a sonar. No era un mensaje. Era una llamada. Clara. Lo dejó sonar. No quiero hablar contigo, pensó. Sonó otra vez. Y otra. A la quinta llamada, contestó de mala gana.
—¿Qué quieres, Clara? —¡Esteban! —Su voz era un grito agudo, lleno de pánico—. ¡Ven rápido! —¿Qué pasa? —¡Es el bebé! —gimió ella—. ¡Me duele mucho! ¡Creo que algo se rompió!
El estómago de Esteban se fue al suelo. —¿Rompiste fuente? —¡No sé, hay sangre! ¡Ven ya, por favor!
Esteban arrancó el coche haciendo rechinar las llantas. El miedo sustituyó a la culpa en un segundo. Manejó como loco, pasándose dos altos, esquivando camiones. Cuando llegó a la casa, encontró a Clara tirada en la alfombra de la sala, doblada del dolor.
—¡Ayúdame! —lloró ella, aferrándose a su pierna.
Esteban la cargó como pudo. Pesaba, pero la adrenalina le dio fuerzas. La subió al coche y arrancó hacia el hospital más cercano. —Aguanta, Clara. Ya vamos a llegar.
—Me duele… me duele mucho —gemía ella—. Es el estrés, Esteban. Es todo este maldito estrés.
Él apretó el volante. Es mi culpa, pensó. Todo era su culpa. Cuando llegaron a Urgencias, era un hospital público saturado. Gente esperando en los pasillos, olor a desinfectante barato y desesperación. —¡Necesito un médico! —gritó Esteban—. ¡Está embarazada y sangrando!
Las enfermeras corrieron con una camilla. Se llevaron a Clara a través de las puertas dobles. —¡Usted espere aquí! —le ordenó un guardia de seguridad, deteniéndolo con el brazo.
Esteban se quedó parado en medio de la sala de espera, jadeando. Miró a su alrededor. Las sillas de plástico rotas, las paredes despintadas. Y no pudo evitar pensar: Si estuviera con Noemí… si no hubiera sido un imbécil… estaríamos en el mejor hospital privado de la ciudad. Estaríamos seguros.
Se dejó caer en una silla, cubriéndose la cara con las manos sucias de tierra y sudor. La realidad le cayó encima con todo su peso. No solo había perdido el dinero. Había perdido la paz. Había perdido la dignidad. Y ahora, estaba a punto de perder la única razón por la que había destruido su vida: la familia que intentaba construir con Clara.
CAPÍTULO 8: EL FINAL DEL JUEGO
Pasaron tres horas eternas. Esteban caminaba de un lado a otro en la sala de espera, ignorando las miradas de lástima de las otras personas. Finalmente, un médico con bata arrugada salió y preguntó por los familiares de Clara.
Esteban corrió hacia él. —Soy yo. ¿Cómo está? ¿Cómo está el bebé?
El médico se quitó los lentes, cansado. —Logramos detener el sangrado. Fue un desprendimiento parcial, provocado por un pico de presión arterial muy fuerte. Seguramente por estrés agudo. Esteban tragó saliva. —¿Pero están bien?
—Por ahora sí —dijo el médico serio—. Pero ella necesita reposo absoluto. Cero emociones fuertes. Cero disgustos. Si vuelve a alterarse, podríamos tener que hacer una cesárea de emergencia y el bebé es prematuro todavía.
—Entiendo —murmuró Esteban—. Reposo absoluto. —Y otra cosa —dijo el médico, mirando la ropa arrugada de Esteban—. Necesita un ambiente tranquilo. Si tienen problemas en casa, resuélvanlos. Porque la próxima vez no va a tener tanta suerte.
Esteban asintió, derrotado. Entró a ver a Clara. Estaba pálida, conectada a un suero, con los ojos cerrados. Se sentó a su lado en silencio. Clara abrió los ojos lentamente.
—Casi lo perdemos —susurró ella, con lágrimas resbalando por sus sienes. —Lo sé —dijo Esteban, tomándole la mano. Estaba fría. —Esto es por tu culpa —dijo ella, sin fuerza, pero con veneno—. Por tu indecisión. Por tu arrepentimiento.
Esteban bajó la cabeza. —No voy a irme, Clara. Me voy a quedar. —Más te vale —dijo ella—. Porque ahora sí estamos solos. Tú y yo. Y este bebé. No hay millones que nos salven.
Esteban sintió un nudo en la garganta. Salió al pasillo para buscar un café de máquina. Mientras esperaba que el vaso de cartón se llenara, sacó su celular. Tenía que hacerlo. Sabía que no debía, pero sus dedos se movieron solos.
Abrió el chat de Noemí. Su foto de perfil ya no era la de ellos dos juntos. Ahora era un fondo blanco, vacío. Escribió: “Noemí, sé que no tengo derecho a escribirte. Clara está en el hospital. Casi pierde al bebé. Estoy viviendo un infierno. Solo quería decirte que… me alegra que tú estés bien. Que tengas seguridad. Perdóname.”
Le dio enviar. El mensaje quedó con una sola palomita gris. Esperó. Un minuto. Dos. Diez.
De repente, la palomita se puso azul. Su corazón dio un vuelco. Lo había leído. Vio los tres puntitos escribiendo… Esteban contuvo la respiración. ¿Qué le diría? ¿Lo insultaría? ¿Le daría una oportunidad de explicarse?
El mensaje llegó. Pero no era de Noemí.
“Este es el teléfono de la Licenciada Lorena Mendoza. Noemí está descansando y no va a leer tus mensajes. Por instrucciones de nuestros abogados, cualquier comunicación a partir de ahora será a través de ellos para el trámite de divorcio. No vuelvas a molestarla. Ella ya no te necesita. Para nada.”
Y luego, la foto de perfil desapareció. Bloqueado.
Esteban se quedó mirando la pantalla negra de su celular. La Licenciada Lorena. Su tía. La mujer que siempre desconfió de él, ahora tenía el control total.
Se recargó en la pared fría del hospital y se deslizó hasta el suelo. Ahí estaba la verdad final. Noemí no solo era rica. Noemí era libre. Ella iba a tener a su bebé rodeada de amor, de seguridad, de los mejores médicos, en una casa llena de luz. Su hijo crecería sin carencias, protegido por el legado de una abuela que vio el futuro.
Y él… él se quedaba aquí. Con las deudas. Con el remordimiento. Con una relación que había empezado como una aventura excitante y ahora se sentía como una cadena perpetua. Se había quedado, como decía su abuela, como el perro de las dos tortas. Sin la esposa leal y sin la vida de lujos.
Esteban cerró los ojos y dejó que una lágrima solitaria rodara por su mejilla. Aprendió la lección de la peor manera posible: Uno no sabe lo que tiene hasta que lo ve perderse… y en su caso, hasta que ve cuánto valía realmente.
Noemí Benton no se levantó porque heredó millones. Se levantó porque se quitó de encima el peso muerto que era él. El dinero solo fue el accesorio. La verdadera riqueza de Noemí fue siempre su dignidad. Y esa, Esteban jamás la podría comprar.
FIN