PARTE 1: EL FANTASMA EN EL JARDÍN
CAPÍTULO 1: LA MANCHA EN EL PAISAJE
La luz del sol de mayo caía pesada y dorada sobre las “Islas” de Ciudad Universitaria, en el sur de la Ciudad de México. Era esa clase de luz que parece bendecir todo lo que toca, haciendo que el verde del pasto brille con una intensidad irreal y que los edificios de la Rectoría parezcan monumentos eternos.
El aire olía a perfume caro, a arreglos florales y a esa electricidad estática que produce el orgullo colectivo. Cientos de familias mexicanas abarrotaban los jardines. Padres con sus mejores trajes, madres con vestidos de domingo abanicándose con los programas de mano, y los graduados… un mar de togas azules y negras, riendo, gritando, vivos.
Para el hombre oculto en la sombra de un viejo árbol de pirul, a unos cincuenta metros de la multitud, esa luz no era una bendición. Era un reflector policial.
Marcos se ajustó la chamarra. Era una prenda que alguna vez fue verde olivo, ahora desteñida hasta un gris triste, manchada de aceite de motor y tierra de mil banquetas. Sus botas, un par de casquillos industriales que rescató de un basurero en Iztapalapa, estaban unidas con cinta canela.
Se sentía como una cucaracha en un pastel de bodas. Una mancha de carbón en una sábana de seda blanca.
Llevaba tres días sin comer algo caliente. Su estómago era un nudo apretado que ya ni siquiera dolía; solo ardía, un fuego sordo y constante. Sus manos, con los nudillos negros de mugre incrustada en los pliegues de la piel, temblaban ligeramente. No por el frío, ni por el hambre, sino por el miedo.
Tenía miedo de que lo vieran. Pero tenía más miedo de no verlas a ellas.
—Oye, tú.
La voz sonó a sus espaldas, cortante y fría como el acero de un cuchillo. No necesitó voltear para saber quién era. Conocía ese tono. Era el tono de la autoridad cuando mira hacia abajo.
Marcos se giró lentamente.
Frente a él, bloqueando el sol, estaba el Capitán Morales. Pertenecía a la seguridad privada contratada para el evento, pero su postura y su uniforme táctico gritaban formación militar. Botas boleadas hasta parecer espejos, corte de cabello a rape, mandíbula tensa. Lo miraba con un desprecio tan puro que casi se podía tocar.
—Mírate nada más —dijo Morales, arrugando la nariz como si oliera algo podrido—. ¿De verdad crees que alguien quiere que estés aquí?
Marcos bajó la mirada. Sabía cómo funcionaba esto. Si respondía, lo golpearían. Si no respondía, lo sacarían. Perdería de todas formas.
—Solo estoy mirando —su voz salió rasposa, como si tuviera grava en la garganta. Llevaba días sin hablar con nadie.
—¿Mirando? —Morales soltó una risa seca, sin humor—. Aquí no hay nada para ti, indigente. Esta es una zona para gente decente. Familias. No para borrachos que se orinan en los árboles.
El Capitán dio un paso adelante, invadiendo su espacio personal. Olía a loción, a menta y a prepotencia.
—Lárgate ahora mismo o llamo a los de la patrulla para que te lleven a los separos por alterar el orden. Y créeme, ellos no van a ser tan amables.
El hombre de la calle no se movió. Su mirada volvió a buscar el escenario a lo lejos, esquivando el hombro del capitán. Allá, entre la multitud, dos chicas acababan de ponerse de pie. Eran idénticas. El cabello castaño brillando al sol, la misma altura, la misma forma de inclinar la cabeza.
El mundo entero de Marcos se redujo a esos dos puntos lejanos. El ruido de la banda de guerra, los gritos, el tráfico de Insurgentes a lo lejos… todo se volvió estática. Solo existían ellas.
La paciencia de Morales, que ya era poca, se rompió.
—¡Te estoy hablando, cabrón!
El capitán estiró la mano y agarró a Marcos por el brazo izquierdo. Sus dedos se clavaron en el bíceps con una fuerza innecesaria, una presión diseñada para lastimar y dominar.
Marcos tropezó. Estaba débil. Sus piernas no tenían la fuerza de antes. Morales lo jaló con violencia hacia atrás, arrastrándolo lejos de la valla de seguridad.
—¡A la chingada de aquí! —gritó Morales, disfrutando el poder.
En el jaloneo, la tela vieja y podrida de la chamarra de Marcos cedió. La manga se deslizó hacia arriba, exponiendo el antebrazo flaco y curtido por el sol.
Y entonces, el tiempo se detuvo.
No fue una metáfora. Para el Capitán Morales, el mundo dejó de girar.
Su mirada cayó sobre el brazo desnudo del vagabundo. Ahí, bajo la capa de suciedad, había una historia escrita en tinta negra. La tinta estaba vieja, un poco borrosa, pero era inconfundible para cualquiera que hubiera portado un uniforme.
Eran unas coordenadas geográficas. Una fecha: 12 de Noviembre, 2011. Y un emblema.
No era un tatuaje carcelario. No era una santa muerte mal dibujada. Era el águila real devorando a la serpiente sobre un ancla cruzada por un fusil. El emblema de la Unidad de Operaciones Especiales (UNOPES) de la Armada de México.
Y debajo del emblema, en letras góticas pequeñas, un indicativo. Un “Call Sign”.
Morales sintió que la sangre se le iba a los talones. Su agarre se aflojó instantáneamente, sus dedos perdieron fuerza como si hubiera tocado un cable de alta tensión. Dio un paso atrás, con los ojos desorbitados, mirando el tatuaje y luego a la cara del vagabundo, tratando de conectar los puntos, tratando de entender cómo era posible.
Ese indicativo era una leyenda en los barracones de entrenamiento. Se contaban historias de ese hombre en las fogatas, en los cursos de supervivencia en la selva lacandona, en las noches frías de patrulla en Tamaulipas.
Morales movió los labios, pero no salió voz al principio. Tuvo que tragar saliva, con la garganta seca por el terror repentino.
—¿Segador…? —susurró, con un hilo de voz—. ¿Segador 6?
Marcos Daniel Herrera, el hombre que ahora dormía bajo puentes y comía sobras, levantó la vista. En sus ojos ya no había miedo. Había un cansancio infinito, antiguo, el cansancio de mil batallas.
—Ese hombre murió hace mucho, Capitán —dijo Marcos con suavidad—. Ahora solo déjeme verlas. Por favor.
CAPÍTULO 2: LAS ESTRELLAS SOBRE LA NARVARTE
Cuatro años antes, el nombre “Segador 6” era solo un fantasma que Marcos usaba para espantar sus propias pesadillas.
En ese entonces, Marcos Daniel Herrera lo tenía todo. No hablaba de dinero, aunque no les faltaba nada, sino de lo que realmente importa en México: la familia.
Vivían en un departamento amplio en la colonia Narvarte, en un edificio viejo pero sólido, de esos con techos altos y pisos de duela que crujen con cariño. Tenía a Clara, su esposa. Clara, cuya mano en su nuca era lo único capaz de detener los temblores que a veces le atacaban las manos cuando escuchaba un escape de coche sonar demasiado fuerte.
Y tenía a las gemelas. Ema y Sofía.
En ese entonces tenían catorce años. Eran pura energía, extremidades largas y risas escandalosas.
Marcos recordaba una noche específica con una claridad que dolía. Era un viernes. El smog de la ciudad había dado una tregua y el cielo sobre la CDMX estaba inusualmente despejado.
Él estaba en la azotea del edificio, sentado en una silla de plástico blanca, con un libro viejo y desgastado en las manos. Era una “Guía de Astronomía Amateur”, un libro que su propio padre le había comprado en una librería de viejo en el centro hacía treinta años. Ese libro había viajado con él a Irak (en un intercambio con los Marines), a la selva de Chiapas, y a las sierras calientes de Sinaloa. Tenía manchas de café, de lluvia y, en la página 42, una mancha oscura que Marcos sabía que era sangre seca de un compañero.
—Papá, hace frío —se quejó Ema, saliendo por la puerta de la azotea envuelta en una cobija de Tigre.
—El frío te despierta el cerebro, mija —respondió Marcos sin apartar la vista del cielo.
Sofía venía detrás, trayendo tres tazas de chocolate caliente Abuelita que humeaban en la noche fresca.
—Ten —dijo Sofía, dándole una taza y sentándose en el suelo a su lado, recargando la cabeza en su pierna.
Ema se sentó al otro lado. Marcos, el hombre que había liderado equipos de extracción en las zonas más peligrosas del narcotráfico, se sentía en ese momento como el hombre más seguro del planeta. Rodeado por sus mujeres.
—¿Ven eso? —señaló hacia arriba, hacia un punto brillante sobre los tinacos del edificio vecino—. Eso es Venus.
—No inventes, papá, es un avión que va al aeropuerto —dijo Ema, siempre escéptica.
—No parpadea —corrigió Marcos con voz suave—. Las estrellas titilan porque su luz atraviesa la atmósfera y se distorsiona. Los planetas no. Los planetas brillan fijo. Así es como sabes qué es real y qué no.
Clara apareció minutos después. No dijo nada. Solo se acercó por detrás y abrazó a Marcos por los hombros, besándole la coronilla. Olía a jabón neutro y a hogar.
—Cuéntales de Orión —susurró ella al oído.
Y Marcos lo hizo. Con su dedo índice, trazó el cinturón del cazador en el cielo chilango. Les habló de Betelgeuse, la estrella roja que estaba a punto de explotar, y de Rigel, la azul. Les contó historias de guerreros celestiales, historias que él usaba para calmar a sus hombres antes de una redada.
—El cazador siempre está alerta —les dijo, mirando a sus hijas—. Pero no caza porque odie a la presa. Caza para proteger a los suyos.
—¿Como tú? —preguntó Sofía, mirándolo con esos ojos grandes y oscuros.
Marcos sintió un nudo en la garganta. —Yo ya no cazo, mi amor. Yo ya colgué el rifle. Ahora solo soy… papá.
Esas noches eran su santuario. Después de veinte años en la Marina, después de ver cosas que harían vomitar a una persona normal, esos momentos de paz eran la prueba de que el sacrificio había valido la pena.
Marcos había entrado a la Heroica Escuela Naval Militar a los dieciocho años, un chico flaco de Veracruz con hambre de mundo. Su padre le dijo que no duraría ni un mes. Marcos duró veintidós años.
Se volvió un experto. Un fantasma. Tenía una calma sobrenatural bajo fuego. Cuando las balas zumbaban como abejas furiosas alrededor, cuando los gritos de “¡Emboscada!” llenaban la radio, el pulso de Marcos bajaba. Su mente se volvía clara como el agua.
Lo reclutaron para las Fuerzas Especiales (FES). Luego lo seleccionaron para la unidad de élite que trabajaba directamente con inteligencia de alto nivel. Se ganó su indicativo, “Segador 6”, en la sierra de Durango, durante una operación que oficialmente nunca existió.
Pero la misión que lo convirtió en leyenda, la que hizo que el Capitán Morales palideciera al ver su tatuaje, ocurrió en 2011.
La llamaron “Operación Noche Triste”.
Un cártel había tomado el control de un pequeño pueblo en la Tierra Caliente de Michoacán. Habían secuestrado a dos agentes de inteligencia y a una familia local que intentó protegerlos. El pueblo estaba fortificado. Entrar ahí era un suicidio.
El alto mando ordenó esperar apoyo aéreo. Pero Marcos escuchó por la radio interceptada lo que les estaban haciendo a los prisioneros. No tenían tiempo.
—Voy a entrar —le dijo a su Teniente. —Es una orden esperar, Sargento. Te van a matar. —Si esperamos, ellos mueren. Si entro, tal vez mueran ellos, pero yo me llevo a todos los narcos que pueda al infierno conmigo.
Entró solo. Siete horas después, cuando los helicópteros Black Hawk finalmente llegaron, el pueblo estaba en silencio.
Marcos salió caminando de entre el humo, cargando a una niña de cinco años en un brazo y apoyando al agente herido en el otro. Tenía tres impactos de bala en el chaleco, un rozón en la cabeza que le sangraba profusamente y la mirada vacía de quien ha visto al diablo y le ha escupido en la cara.
Salvó a seis personas ese día. Le dieron la Condecoración al Valor Heroico. Lo ascendieron. Lo llamaron héroe.
Pero los héroes también se rompen.
Para el 2015, se retiró. Las pesadillas eran demasiadas. Despertaba gritando órdenes a hombres que ya estaban muertos. Buscaba su rifle debajo de la cama.
Clara lo salvó. Ella y las niñas. Con paciencia infinita, con amor duro, lo trajeron de vuelta. Consiguió trabajo como jefe de seguridad de una empresa en Polanco. La vida era buena. La vida era normal.
Hasta ese maldito 12 de junio de 2019.
Clara iba al mercado de Coyoacán. Solo iba por fruta y flores. Un “Junior”, hijo de un político influyente, venía en su BMW a 140 kilómetros por hora sobre División del Norte. Iba borracho y drogado. Se pasó el alto.
El impacto fue seco y brutal. El coche de Clara quedó reducido a chatarra en un segundo. Ella murió al instante. El conductor salió con un collarín y una multa que su papá pagó esa misma tarde.
Marcos estaba en una junta cuando sonó el teléfono. Cuando llegó al hospital, no lo dejaron verla. “Es mejor que la recuerde como era”, le dijo un médico con lástima.
En el funeral, Marcos no lloró. Estaba en modo combate. Rígido, alerta, esperando una amenaza que pudiera neutralizar. Pero no puedes dispararle a la muerte. No puedes emboscar a la tristeza.
Esa noche, en la azotea, las estrellas no brillaban. El cielo estaba negro, muerto. Ema y Sofía lloraban abrazadas en su cuarto. Marcos se sentó en la silla de plástico, con el libro de astronomía en las manos, y esperó a que el dolor pasara. Pero el dolor no pasó. El dolor se convirtió en un monstruo.
Empezó con una copa para dormir. Luego fue la botella entera. Dejó de ir a trabajar. Dejó de hablar. Veía a sus hijas y veía a Clara. Veía el dolor en sus ojos y sentía que era su culpa. Él, el gran “Segador 6”, el hombre que podía salvar a cualquiera, no pudo salvar a su propia esposa.
La culpa se volvió tóxica. Empezó a creer que sus hijas estarían mejor sin él. Que él era una carga, un borracho triste que manchaba la memoria de su madre.
Seis meses después del accidente, una madrugada de diciembre, Marcos tomó una decisión de cobarde. O de valiente, según como se viera. Metió una foto de las niñas y su libro de astronomía en una mochila vieja. Dejó las llaves del departamento, las tarjetas de crédito y una nota en la mesa de la cocina.
Perdónenme. Las amo. Estarán mejor sin mí.
Salió a la calle y caminó hasta que sus pies sangraron. Se perdió en la inmensidad de la Ciudad de México, convirtiéndose en una sombra más.
Y ahora, cuatro años después, estaba aquí. Frente a un Capitán engreído que no tenía idea de quién era, a punto de ser expulsado del único momento que le daba sentido a su miserable existencia.
Morales seguía mirándolo, con la boca entreabierta.
—¿Es usted…? —balbuceó el Capitán, bajando la voz—. ¿Es usted Herrera?
Marcos cerró los ojos un segundo, sintiendo el peso de su pasado caer sobre él como una losa de concreto.
—Ya no importa quién fui —dijo Marcos, abriendo los ojos—. Solo déjeme verlas recibir su diploma. Luego me iré y no me volverán a ver. Se lo juro por mi vida.
Pero el destino, caprichoso y cruel, tenía otros planes.
Porque a diez metros de distancia, un hombre de traje gris, escoltado por dos guardaespaldas, se había detenido al escuchar el alboroto. Era el Almirante Retirado Guzmán, invitado de honor de la ceremonia. Y Guzmán tenía muy buen oído. Y una memoria aún mejor.
PARTE 2: EL REGRESO DEL GUERRERO
CAPÍTULO 3: CUADRÁNDOSE ANTE LA MISERIA
El Almirante Roberto Guzmán no caminaba; patrullaba. A sus sesenta y cinco años, con el cabello blanco cortado al ras y un traje gris hecho a la medida que apenas podía contener la anchura de sus hombros, seguía imponiendo el mismo respeto que cuando comandaba la Tercera Región Naval en Veracruz.
Había visto de todo. Huracanes que borraban costas, decomisos de toneladas en alta mar y combates cerrados donde la línea entre la vida y la muerte era más delgada que un cabello. Pero nada lo preparó para lo que sus ojos, entrenados para detectar anomalías, estaban viendo en ese rincón de las “Islas” de Ciudad Universitaria.
Vio al Capitán Morales, un hombre joven y arrogante a quien Guzmán consideraba un “soldado de escritorio”, pálido como un muerto, retrocediendo ante un vagabundo.
Pero Guzmán no vio a un vagabundo.
Su memoria táctica, esa que nunca olvida una cara o un nombre, se activó como una computadora vieja pero infalible. Reconoció la postura. Los hombros caídos no por debilidad, sino por el peso del mundo. La forma en que las manos del hombre colgaban a los costados, listas, letales, incluso en la derrota.
Y luego escuchó el susurro de Morales: “¿Segador 6?”
Guzmán sintió una descarga eléctrica en la columna. Se abrió paso entre la gente. Su escolta personal intentó seguirlo, pero él los detuvo con un gesto seco de la mano. Esto era personal.
—¿Qué está pasando aquí? —la voz de Guzmán retumbó, grave y rasposa, cortando el aire tenso.
El Capitán Morales dio un brinco. Se cuadró instintivamente, temblando.
—¡Señor Almirante! —tartamudeó Morales, sudando frío—. Nada, señor. Solo… solo estaba procediendo a retirar a este indigente. Se coló en la zona VIP y está molestando a las familias.
Guzmán ignoró a Morales como se ignora a un mosquito. Sus ojos oscuros se clavaron en el hombre sucio recargado en el árbol.
Marcos Daniel Herrera levantó la vista. Sus ojos se encontraron. Hubo un segundo de silencio absoluto, donde el ruido de la graduación pareció desaparecer.
—¿Herrera? —preguntó Guzmán, con un tono que mezclaba incredulidad y dolor—. ¿Sargento Maestre Marcos Herrera?
Marcos bajó la cabeza, avergonzado. Quería que la tierra se abriera y se lo tragara. No quería ser visto así. No por un superior. No por el hombre que le había entregado su medalla hacía tantos años.
—Solo soy un espectador, Almirante —murmuró Marcos, su voz quebrada—. Ya me iba.
El Capitán Morales, intentando recuperar el control, intervino nerviosamente.
—¿Lo conoce, señor? Este hombre dice que sirvió, pero mírelo… apesta a alcohol barato y basura. Seguramente se robó esa chamarra de algún bazar. Es un peligro para…
—¡Cierra la boca! —rugió Guzmán. El grito fue tan potente que varias personas en las filas cercanas voltearon asustadas.
Guzmán dio dos pasos largos y quedó frente a Marcos. No le importó el olor rancio, ni la mugre, ni la barba enmarañada. Vio más allá. Vio Michoacán en 2011. Vio los reportes de inteligencia. Vio al hombre que cargó a sus compañeros heridos a través del infierno.
Lentamente, con una solemnidad que heló la sangre de los presentes, el Almirante Guzmán se irguió. Juntó los talones de sus zapatos caros. Endureció la espalda. Y llevó su mano derecha a la sien.
Se cuadró.
Un Almirante de la Armada de México, una leyenda viva, saludando militarmente a un vagabundo en medio de un jardín universitario.
El silencio se extendió como una mancha de aceite. La gente dejó de abanicarse. Los murmullos cesaron. El Capitán Morales parecía haber sufrido una embolia; tenía la boca abierta y los ojos desorbitados.
—Almirante… —la voz de Marcos tembló. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Por instinto, su cuerpo reaccionó. A pesar del dolor en las articulaciones, a pesar de la vergüenza, Marcos se enderezó. Sus talones chocaron (o lo intentaron, amortiguados por la cinta canela de sus botas). Y devolvió el saludo.
Fue un saludo perfecto. Nítido. Disciplinado. El saludo de un hombre que nunca dejó de ser soldado, aunque el mundo lo hubiera olvidado.
Guzmán bajó la mano y, rompiendo cualquier protocolo sanitario o social, extendió los brazos y abrazó al vagabundo.
Lo abrazó fuerte. Sin importarle manchar su traje italiano de mil dólares.
—Perdónanos, hijo —susurró Guzmán al oído de Marcos, con la voz ahogada—. Te fallamos. El país te falló.
Marcos se tensó al principio, pero luego se rompió. Un sollozo seco escapó de su pecho.
—No, señor —dijo Marcos—. Yo me fallé a mí mismo.
Guzmán se separó, lo tomó por los hombros y lo sacudió levemente. Luego, giró lentamente hacia el Capitán Morales. Su mirada había cambiado. Ya no era de sorpresa, era de furia fría.
—Capitán Morales —dijo Guzmán, con una calma aterradora—. ¿Sabe usted a quién acaba de intentar sacar a la fuerza como si fuera basura?
—No… no señor. No tenía identificación… —balbuceó Morales.
—Este hombre —dijo Guzmán, elevando la voz para que los curiosos escucharan—, es el Sargento Maestre Marcos Herrera. Condecorado con la Medalla al Valor Heroico. Es el hombre que entró solo a un pueblo tomado por el cártel para sacar a seis personas, incluyendo a dos agentes nuestros. Este hombre tiene más honor en su dedo meñique sucio que tú en todo tu maldito cuerpo uniformado.
El color desapareció del rostro de todos los que escuchaban. Una señora que minutos antes había mirado a Marcos con asco, se llevó la mano a la boca, avergonzada.
—Pero señor… —intentó excusarse Morales—, el protocolo de seguridad…
—¡Al diablo tu protocolo! —escupió Guzmán—. Si este hombre quiere sentarse en la primera fila, tú le vas a ceder tu silla. Si quiere agua, tú se la vas a servir. ¿Me entendiste?
—¡Sí, señor! —gritó Morales, cuadrado, humillado hasta la médula.
Guzmán volvió a mirar a Marcos, su expresión suavizándose.
—¿Por qué estás aquí, Marcos?
Marcos señaló con la cabeza hacia el escenario, donde la ceremonia continuaba ajena al drama.
—Mis hijas, señor. Ema y Sofía. Se gradúan hoy de Medicina.
Guzmán sonrió. Una sonrisa triste pero orgullosa.
—Entonces no deberías estar escondido detrás de un árbol. Vamos.
—No, señor, por favor —suplicó Marcos, retrocediendo—. Míreme. No puedo dejar que me vean así. Les arruinaré el día. Creen que estoy muerto o perdido. Es mejor así. Solo quiero verlas recibir el papel y me iré.
Guzmán negó con la cabeza.
—Un padre nunca arruina nada con su presencia, Marcos. Y un héroe nunca se esconde.
Pero antes de que pudiera arrastrarlo hacia los asientos, algo sucedió. El destino, que ya había movido suficientes piezas, decidió dar el jaque mate.
El sonido de los altavoces retumbó en las Islas.
“A continuación, llamamos al estrado a las alumnas con mención honorífica…”
Y entonces, el locutor leyó los nombres.
CAPÍTULO 4: EL GRITO QUE ROMPIÓ EL PROTOCOLO
En el escenario, bajo la carpa blanca que protegía a los graduados del sol inclemente, Ema y Sofía Herrera estaban sentadas una junto a la otra.
Debería haber sido el momento más feliz de sus vidas. Seis años de desvelos, de guardias interminables en hospitales públicos, de estudiar anatomía hasta que les sangraban los ojos. Lo habían logrado. Eran doctoras.
Pero había dos sillas vacías en la sección de invitados que pesaban más que el diploma que iban a recibir.
—Ojalá mamá estuviera aquí —susurró Sofía, jugueteando nerviosa con la borla de su birrete.
Ema le apretó la mano. Ema siempre había sido la fuerte, la que tomó el rol de líder cuando su papá desapareció. Pero hoy, su armadura estaba agrietada.
—Ella está aquí, Sofi. En algún lado.
—¿Y él? —preguntó Sofía, con la voz apenas audible.
Ema tensó la mandíbula. —No hables de él. Hoy no.
—Lo extraño, Ema. A pesar de todo. A veces sueño que toca la puerta y entra con ese libro viejo de estrellas.
—El papá que conocíamos murió cuando mamá murió, Sofi. El hombre que se fue… ese hombre nos abandonó. No pienses en él.
El maestro de ceremonias se acercó al micrófono.
“Herrera, Ema. Mención Honorífica.” “Herrera, Sofía. Mención Honorífica.”
Las dos se pusieron de pie. Los aplausos fueron educados, cálidos. Caminaron hacia el centro del escenario para recibir sus títulos de manos del Rector.
Pero mientras caminaban, algo extraño sucedió en la zona del público, hacia la izquierda, cerca de los árboles. El murmullo de la gente había crecido. No eran aplausos. Era conmoción.
Ema, que tenía una vista de águila, miró de reojo. Vio a un grupo de gente de pie, rompiendo la formación. Vio el brillo de un traje gris. Y vio…
Se detuvo en seco a medio camino.
—Ema, camina —susurró Sofía, chocando levemente con ella.
—Sofi… mira —dijo Ema, señalando discretamente.
Sofía miró.
A cincuenta metros de distancia, la multitud se había abierto como el Mar Rojo. En el centro del círculo, había un hombre de traje gris abrazando a un… ¿vagabundo?
Pero no era cualquier hombre de traje. Sofía reconoció al Almirante Guzmán. Lo habían visto en las noticias muchas veces; era una figura pública respetada.
¿Por qué el Almirante Guzmán estaba abrazando a un indigente?
Y entonces, el viento, ese viento caprichoso de la Ciudad de México que lleva chismes y secretos, trajo fragmentos de una voz potente. La voz del Almirante.
“…Sargento Herrera… héroe…”
El mundo de Sofía se detuvo. El diploma en sus manos se sintió repentinamente irrelevante.
—¿Escuchaste eso? —preguntó, sintiendo que las rodillas le fallaban.
Ema estaba pálida. Sus ojos estaban fijos en la figura desaliñada que intentaba esconderse detrás del Almirante. Esa chamarra. Esa maldita chamarra verde olivo deslavada. Ema la conocía. Había jugado a esconderse dentro de ella cuando tenía cinco años.
—Es él —dijo Ema. No fue una pregunta. Fue una sentencia.
El Rector, un hombre amable con toga negra, les extendía los diplomas, sonriendo, esperando que avanzaran.
—Señoritas Herrera, ¡felicidades! Por favor, acérquense.
Pero las hermanas Herrera ya no estaban en la ceremonia.
Sin decir una palabra, sin ponerse de acuerdo, hicieron lo impensable. Lo que nadie hace en una graduación solemne de la UNAM.
Sofía soltó el diploma que aún no había agarrado bien. El papel cayó al suelo del escenario. Ema se quitó el birrete y lo lanzó a un lado.
—¡Papá! —el grito de Sofía rasgó el aire. Fue un grito visceral, infantil, lleno de dolor y esperanza.
El sonido retumbó en los micrófonos del escenario, amplificándose por todas las bocinas de las Islas. Miles de personas guardaron silencio.
Marcos, allá abajo en el pasto, escuchó el grito. Se estremeció como si le hubieran disparado. Levantó la vista hacia el escenario justo a tiempo para verlas.
Las vio bajar las escaleras del escenario corriendo, tropezando con sus togas largas. Las vio saltar la pequeña valla decorativa de flores.
—¡No, no vengan! —susurró Marcos, retrocediendo, chocando contra el tronco del árbol—. ¡No me vean! ¡Estoy sucio!
Intentó darse la vuelta para huir. La vergüenza era más fuerte que el amor en ese momento. No quería que olieran su fracaso.
Pero el Almirante Guzmán lo agarró del brazo. Esta vez no fue un agarre violento, sino firme, de camarada.
—Aguanta, infante —le ordenó Guzmán con voz suave—. Mantén la posición. Esa es una orden.
Marcos se quedó quieto, temblando de pies a cabeza.
Las vio venir. Corriendo sobre el pasto, con las togas ondeando como capas de superhéroes. La gente se apartaba, atónita, abriéndoles paso.
Llegaron jadeando, con los rostros bañados en lágrimas y maquillaje corrido. Se detuvieron a dos metros de él.
El silencio fue absoluto.
Marcos las miró. Eran hermosas. Eran mujeres hechas y derechas. Y él era una ruina.
—Hola, hijas —dijo, con la voz rota, bajando la mirada hacia sus botas rotas—. Perdón. Perdón por venir así. Perdón por todo. Ya me voy, no quería…
No pudo terminar la frase.
Sofía se lanzó contra él. No le importó la mugre. No le importó el olor a sudor rancio y calle. Se estrelló contra su pecho con la fuerza de un tren de carga, rodeando su cuello con los brazos, enterrando la cara en esa barba sucia que tanto le picaba.
—¡Papá! ¡Eres tú, eres tú! —lloraba Sofía, gritando contra su pecho.
Ema se quedó parada un segundo más, mirándolo, evaluando el daño, viendo lo delgado que estaba, las cicatrices nuevas, la tristeza infinita en sus ojos. Y su corazón duro se derritió. Se unió al abrazo, rodeándolos a los dos, aferrándose a la espalda de la vieja chamarra.
—Idiota —sollozó Ema, apretándolo fuerte—. Viejo idiota. ¿Dónde estabas? Te buscamos tanto.
Marcos Daniel Herrera, el hombre de acero, el “Segador 6”, sintió cómo las piernas le fallaban. Cayó de rodillas al pasto, arrastrando a sus hijas con él. Y allí, en el suelo, abrazado a lo único bueno que había hecho en su vida, lloró.
Lloró como no había llorado en el funeral de Clara. Lloró cuatro años de soledad, de frío, de hambre y de culpa. Lloró con aullidos roncos que salían desde el fondo de su alma.
—Las amo —repetía una y otra vez, ahogado en llanto—. Las amo tanto. Pensé que me odiaban. Pensé que estaban mejor sin mí.
—Nunca —dijo Sofía, acariciándole la cabeza sucia como si fuera un niño—. Nunca estamos mejor sin ti, papá.
El Almirante Guzmán se sacó un pañuelo de seda del bolsillo y se secó disimuladamente los ojos. Miró a su alrededor.
La multitud estaba en silencio, pero muchos estaban grabando con sus celulares. Otros lloraban abiertamente. El Capitán Morales miraba al suelo, incapaz de levantar la vista.
Guzmán se aclaró la garganta, recuperando su voz de mando. Se dirigió a la gente, que miraba la escena con una mezcla de morbo y reverencia.
—Señores —dijo Guzmán, su voz proyectándose sin necesidad de micrófono—. Lo que ven aquí no es un espectáculo. Es el regreso de un héroe a su hogar. Un poco de respeto.
Y entonces, sucedió algo que nadie planeó.
Empezó con un padre de familia en la primera fila. Un hombre mayor, quizás también veterano. Comenzó a aplaudir. Lento. Fuerte.
Luego se unió su esposa. Luego los graduados cercanos. Y en cuestión de segundos, las Islas de Ciudad Universitaria estallaron en una ovación atronadora. Miles de personas aplaudiendo, no a los diplomas, no a los promedios, sino al amor de un padre roto y al perdón de sus hijas.
Marcos, aún de rodillas, abrazado a sus niñas, levantó la vista. A través de las lágrimas, vio el cielo de la Ciudad de México. Y por primera vez en cuatro años, le pareció que, aunque fuera de día, podía ver las estrellas. No parpadeaban. Brillaban fijas.
Era real.
Pero la historia no terminaba ahí. Porque cuando una leyenda regresa de entre los muertos, el pasado suele venir a cobrar cuentas. Y Marcos Herrera tenía muchas cuentas pendientes.
CAPÍTULO 5: LA CAMIONETA BLINDADA Y EL SILENCIO EN EL PERIFÉRICO
La salida de Ciudad Universitaria fue un borrón de luces y gritos. El momento de la reunión había sido puro instinto, pero la realidad regresó de golpe, y la realidad en México puede ser abrumadora.
Cientos de celulares los grababan. Marcos sentía cada lente como la mira de un francotirador. Se encogió, intentando hacerse pequeño entre sus dos hijas, protegiendo su cara con las manos sucias.
—¡Atrás! ¡Denles espacio! —ladraba el Almirante Guzmán, abriéndose paso con la autoridad de un rompehielos.
Sus escoltas formaron un perímetro rápido alrededor de la familia reunida.
—Suban a mi camioneta —ordenó Guzmán, señalando una Suburban negra blindada que se había estacionado sobre la banqueta, ignorando a los de tránsito—. No pueden irse en Uber con este circo.
Ema y Sofía no discutieron. Empujaron suavemente a su padre hacia el asiento trasero de piel impecable.
Al entrar, Marcos se quedó rígido. El aire acondicionado golpeó su cara, frío y con olor a “nuevo”. Miró el asiento de cuero color crema y luego miró sus pantalones, manchados de grasa, lodo y orina seca de perro callejero.
—Voy a ensuciar —murmuró, deteniéndose con un pie adentro y otro afuera. La vergüenza le quemaba más que el sol.
—¡Sube ya, papá! —dijo Ema, empujándolo por la espalda sin asco, pero con urgencia.
La puerta pesada se cerró, sellando el ruido del mundo exterior. El silencio dentro de la blindada era absoluto, solo roto por el suave zumbido del motor.
El Almirante se subió al asiento del copiloto. —A la Colonia del Valle —instruyó al chofer—. Y rápido.
El vehículo arrancó, incorporándose a Insurgentes Sur.
Durante los primeros diez minutos, nadie habló. El contraste era brutal. Dos doctoras recién graduadas, con sus vestidos elegantes y peinados de salón, sentadas junto a un espectro que olía a alcantarilla.
Marcos se pegó a la ventana, tratando de no tocar a sus hijas, tratando de no contaminar su éxito. Miraba pasar la ciudad: el Metrobús, los edificios de oficinas, los puestos de tacos. Todo seguía igual, y sin embargo, él se sentía como un alienígena que acababa de aterrizar en un planeta hostil.
Sofía rompió el silencio. No con palabras, sino con un gesto.
Extendió su mano manicurada y tomó la mano de su padre. La mano de Marcos era una garra áspera, con las uñas negras y callos duros como piedras. Sofía entrelazó sus dedos con los de él.
—No te vas a volver a ir —dijo ella, mirando al frente. No era una pregunta. Era una amenaza dicha con amor.
Marcos tragó saliva. Sentía un nudo en la garganta del tamaño de una nuez. —Mírenme —susurró—. Soy un desastre. No deberían haberme visto así. Debí haberme quedado muerto para ustedes.
—Cállate —dijo Ema desde el otro lado. Su tono era más duro que el de Sofía, más parecido al del propio Marcos cuando era sargento—. Si te hubieras muerto, nos habríamos enterado. Pero te fuiste. Te fuiste y nos dejaste solas con la casa, con las deudas y con el silencio.
Las palabras dolieron más que cualquier bala que hubiera recibido en Michoacán.
—Ema… —intentó intervenir Sofía.
—No —la cortó Ema, girándose para mirar a su padre a los ojos—. Tiene que saberlo. Lloramos por ti un año entero, papá. Pensamos que te habías suicidado. Fuimos a la morgue tres veces a identificar cuerpos de indigentes que se parecían a ti. ¿Sabes lo que es eso? ¿Tener veinte años y ver cadáveres esperando que uno sea tu papá para poder descansar?
Marcos bajó la cabeza hasta que su barbilla tocó su pecho. Las lágrimas volvieron a caer, silenciosas, limpiando surcos en la mugre de sus mejillas.
—Lo siento —fue lo único que pudo decir—. Soy un cobarde. No podía soportar verlas y ver a su madre en ustedes. Me rompí, Ema. Simplemente me rompí.
El Almirante Guzmán, desde el asiento delantero, carraspeó incómodo pero respetuoso.
—Sargento —dijo Guzmán sin voltear—, romperse no es el problema. El problema es no querer arreglarse. Y hoy, usted dio el primer paso.
El teléfono de Ema vibró. Luego el de Sofía. Luego el del chofer.
Sofía sacó su celular. Su cara se iluminó con la luz azul de la pantalla y su expresión cambió de tristeza a asombro.
—No puede ser… —murmuró.
—¿Qué pasa? —preguntó Ema.
Sofía giró la pantalla hacia ellos. Era un video en TikTok.
El título, en letras amarillas y rojas, decía: “EL ALMIRANTE SE CUADRA ANTE VAGABUNDO EN LA UNAM: LA HISTORIA OCULTA DEL COMANDO SEGADOR”.
El video ya tenía 2 millones de vistas. En él, se veía claramente el momento en que Guzmán saludaba militarmente a Marcos. Se veía el abrazo. Se veían los tatuajes cuando Marcos levantaba el brazo para devolver el saludo.
Los comentarios corrían a una velocidad vertiginosa: “Wey, se me puso la piel chinita.” “¿Quién es ese señor? Alguien encuentre su nombre.” “Ese tatuaje es de las Fuerzas Especiales, mi tío tenía uno igual.” “Héroe nacional olvidado. Qué vergüenza de país.”
Marcos miró la pantalla con horror. —No… —susurró—. No quería esto.
Guzmán se giró, su rostro serio. —Ya es tarde para el anonimato, hijo. México ya sabe quién eres. Y créeme, cuando este país ama a alguien, lo ama con fuerza. Pero también atrae a los buitres. Vamos a tener que protegerte.
La camioneta entró en una calle tranquila de la Del Valle y se detuvo frente a un edificio de departamentos moderno.
—Llegamos —dijo Ema—. Vamos a casa.
Marcos dudó. —No puedo entrar ahí. Voy a ensuciar todo.
Ema abrió la puerta de la camioneta. —Vas a entrar, te vas a bañar, y te vas a comer una sopa. Y si intentas correr, te juro que te amarro a la cama. Soy doctora, sé dónde duele.
Por primera vez en cuatro años, Marcos sintió algo parecido a una sonrisa tirando de la comisura de sus labios. —Sí, mi Sargento —susurró.
CAPÍTULO 6: AGUA NEGRA Y PIEL DE MAPA
El departamento de las gemelas era un santuario de orden y limpieza. Pisos de porcelanato blanco, muebles minimalistas, olor a lavanda y desinfectante.
Marcos se quedó parado en el tapete de la entrada, temblando. Se sentía como un virus gigante a punto de infectar una sala de operaciones estéril.
Ema no le dio tiempo de pensar. Fue al baño principal y abrió la llave de la regadera. El vapor empezó a salir, caliente y acogedor.
—Entra —le ordenó a su padre, señalando el baño—. Deja la ropa en el suelo. Toda. Esa basura va directo al incinerador.
Marcos entró al baño y cerró la puerta. Se miró en el espejo grande sobre el lavabo. Lo que vio lo asustó.
No era solo la barba de profeta bíblico o el pelo gris enmarañado. Era lo que había debajo. Los pómulos sobresalían como cuchillas. Los ojos estaban hundidos en cuencas oscuras. Su piel tenía ese tono amarillento y grisáceo de la desnutrición severa y la exposición constante al sol y al smog.
Empezó a desvestirse. La chamarra militar cayó al suelo con un ruido sordo. Pesaba. Pesaba por la mugre y por los recuerdos. La camiseta, que alguna vez fue blanca, se deshizo en sus manos. Los pantalones, rígidos de suciedad.
Cuando quedó desnudo, el espejo le devolvió la imagen de un mapa de guerra. Su cuerpo era una cartografía de violencia.
La cicatriz de bala en el hombro (Michoacán, 2011). La quemadura en el muslo (Veracruz, 2008). La marca larga y fea en las costillas donde lo habían apuñalado por unos tenis hace dos años en la Merced. Las llagas abiertas en los pies por caminar kilómetros diarios.
Entró a la regadera. El agua caliente lo golpeó y Marcos soltó un gemido. Dolía. Su piel estaba tan curtida y sensible que el agua se sentía como agujas. Pero también se sentía como gloria.
El agua que corría hacia el desagüe no era gris. Era negra. Espesa. Marcos tomó el jabón y empezó a tallar. Talló con furia. Quería quitarse la calle de encima. Quería quitarse el olor a fracaso. Quería quitarse cuatro años de “no ser nadie”.
Talló hasta que la piel se puso roja. Talló hasta que sangró un poco de las viejas costras. Lloró bajo el chorro de agua, dejando que sus lágrimas se mezclaran con la suciedad que se iba por la coladera.
Afuera, en la sala, Ema y Sofía revisaban la mochila vieja que su padre había dejado en la entrada.
Sofía se puso guantes de látex (costumbre profesional) y abrió el cierre oxidado. El olor a humedad salió de golpe.
—¿Qué hay? —preguntó Ema, sirviendo dos tequilas dobles. Uno para ella, uno para su hermana. Los necesitaban.
Sofía sacó el contenido, pieza por pieza, colocándolo sobre la mesa de centro de cristal.
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Una foto enmarcada en plástico barato. Estaba rayada, pero se veía clara: Ema y Sofía a los 14 años, con uniformes de softbol, sonriendo abrazadas a su mamá.
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Unas placas de identificación militar (Dog Tags). Marcos D. Herrera. O Positivo. Católico.
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Y un libro.
Sofía jadeó al verlo. —El libro —susurró.
Era la “Guía de Astronomía Amateur”. El mismo libro que él les leía en la azotea. El lomo estaba reforzado con cinta adhesiva. Las páginas estaban hinchadas por la humedad.
Sofía lo abrió con cuidado. Dentro de la portada, cayeron varios papeles doblados. Eran hojas de cuaderno, arrugadas y escritas con una letra pequeña y apretada, a veces difícil de leer por el temblor de la mano.
Sofía desdobló una. Tenía fecha de “Navidad, 2021”.
“Queridas hijas. Hoy hace mucho frío bajo el puente de Churubusco. Vi a una familia pasar en un coche con regalos en el techo y me acordé de cuando les compré las bicicletas. Espero que estén comiendo pavo. Espero que no me odien tanto como yo me odio hoy. Feliz Navidad. Papá.”
Sofía se llevó la mano a la boca, ahogando un sollozo. —Nos escribía… —dijo, pasándole la carta a Ema—. Nunca las envió, pero nos escribía.
Ema leyó la nota. Sus ojos de doctora, analíticos y fríos, se llenaron de lágrimas. —No nos olvidó —dijo Ema—. Solo estaba perdido.
De repente, un ruido fuerte vino del baño. Un golpe seco. Como un cuerpo cayendo contra los azulejos.
—¡Papá! —gritó Ema, tirando la carta y corriendo hacia la puerta.
—¡Papá! —Sofía la siguió.
Ema abrió la puerta sin dudarlo. El vapor salió en una nube blanca. Marcos estaba tirado en el piso de la regadera, desnudo y vulnerable, con el agua cayendo sobre su espalda. Estaba consciente, pero pálido, boqueando por aire, con la mano apretada contra su pecho izquierdo.
—¡Sofi, el maletín médico, ahora! —gritó Ema, entrando a la regadera con todo y vestido de graduación y tacones.
Cerró la llave del agua y sostuvo la cabeza de su padre. Su piel ardía. —Papá, mírame. ¿Qué sientes? ¿Brazo dormido? ¿Pecho oprimido?
Marcos abrió los ojos. Estaban vidriosos. —No… no es el corazón —susurró, con los dientes castañeteando—. Es… hambre. Y frío. Tengo mucho frío.
Ema le tomó el pulso. Estaba acelerado y filiforme. Hipoglucemia severa. Deshidratación. Agotamiento extremo. Su cuerpo, que había funcionado con pura adrenalina durante la graduación, finalmente había colapsado al sentirse seguro.
—Ayúdame a sacarlo —dijo Ema cuando Sofía llegó con el equipo.
Entre las dos, cargaron el peso muerto de su padre. Lo secaron con toallas blancas que quedaron manchadas de inmediato. Lo llevaron a la cama de visitas.
Ema le canalizó una vía intravenosa en el brazo derecho con una destreza impresionante. Sofía preparó una solución de glucosa y electrolitos.
—Tiene fiebre —dijo Sofía, poniendo el termómetro—. 39.5. Ema, mira sus pies. Tiene una infección fuerte en el talón derecho. Podría ser sepsis si no tenemos cuidado.
—Antibióticos, ahora. Y antipiréticos.
Trabajaron durante una hora en silencio, no como hijas, sino como el equipo médico eficiente en el que se habían convertido. Le limpiaron las heridas, le inyectaron vitaminas, lo cubrieron con tres cobertores.
Finalmente, Marcos dejó de temblar. Su respiración se volvió regular, aunque rasposa. Dormía.
Ema se dejó caer en una silla junto a la cama, con el vestido mojado y el maquillaje arruinado. Sofía se sentó a los pies de la cama, acariciando el pie vendado de su padre a través de la cobija.
—Casi lo perdemos —dijo Sofía—. Si se hubiera quedado en la calle una semana más…
—Lo sé —dijo Ema, mirando el suero gotear—. Su cuerpo está al límite.
El timbre del departamento sonó. Las dos se miraron. Nadie sabía dónde vivían, excepto el Almirante Guzmán.
Ema se levantó, se quitó los tacones y caminó descalza hacia la puerta. Miró por la mirilla. No era el Almirante.
Era una mujer joven, con un chaleco de prensa y un camarógrafo detrás. Y detrás de ellos, se veía a un par de personas más con celulares.
—¿Cómo carajos nos encontraron? —siseó Ema.
El video viral. Alguien había rastreado la placa de la camioneta o las había reconocido a ellas. El internet era un detective aterrador.
—¿Qué hacemos? —preguntó Sofía desde el pasillo.
Ema miró hacia la habitación donde su padre dormía, frágil y roto. Luego miró a la puerta donde los buitres ya estaban tocando.
—Protegerlo —dijo Ema, y sus ojos brillaron con esa misma determinación fría que tenía el “Segador 6” antes de entrar en combate—. Nadie entra aquí.
Pero no sabían que el problema no era solo la prensa. El video había llegado a ojos de personas mucho más peligrosas. En algún lugar del norte del país, un hombre con cicatrices viejas y memoria larga estaba mirando su teléfono, pausando el video justo en la cara de Marcos.
—Mira nada más —dijo el hombre, con una sonrisa que no auguraba nada bueno—. El Segador salió de su tumba.
CAPÍTULO 7: LOS BUITRES Y EL CÓDIGO DE LA SIERRA
Ema se pegó a la puerta de madera, su oído pegado a la mirilla. Afuera, la reportera y el camarógrafo de un noticiero local no se rendían.
—¡Doctoras Herrera! ¡Solo queremos un minuto para hablar del conmovedor reencuentro con su padre! ¡México quiere saber si el ‘Segador 6’ está recibiendo ayuda!
Ema gruñó. La adrenalina de la tarde se estaba convirtiendo en una rabia helada. No eran solo periodistas. Eran buitres. Estaban husmeando en su dolor, intentando convertir la tragedia de su padre en rating.
—Ya no estamos en el hospital, Sofi —dijo Ema, sin moverse de la puerta—. No podemos darles de alta. Tenemos que proteger el perímetro.
Sofía se acercó, sus ojos de médica analizando la situación con frialdad. Su padre dormía profundamente, el suero goteando lentamente en el silencio.
—La prensa no es el problema. El Almirante Guzmán lo dijo: los buitres grandes. La gente que sabe leer el código.
El celular de Ema vibró. Era un número desconocido, pero la imagen de contacto era el emblema de la Marina. Era Guzmán.
Ema salió al balcón para tomar la llamada.
—Almirante, ya tenemos a mi papá con suero y antibióticos. Pero la prensa está afuera.
La voz de Guzmán, al otro lado, era tensa, sin rastro de la calidez que mostró en UNAM. —Olvídese de la prensa, doctora Herrera. Lo que me preocupa es lo que la prensa le enseñó a la gente equivocada.
—¿A qué se refiere, Almirante?
—El tatuaje, Ema. Alguien grabó un close-up del tatuaje de su padre. Las coordenadas. La fecha: 12 de noviembre de 2011. Esa fecha no es solo una medalla. Es el día que El Cuervo murió… o eso creímos.
Ema sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con el frío de la noche. Ella había crecido escuchando los susurros de las operaciones de su padre. Sabía que El Cuervo era un capo brutal, el objetivo principal de la “Operación Noche Triste,” el hombre que Marcos supuestamente había neutralizado en Michoacán.
—¿Está diciendo que El Cuervo sigue vivo?
—No lo sé. Pero su jefe de seguridad, un sargento traidor que le vendió información crucial, sí está vivo. Lo apodan “El Sastre”. Era un cobarde, pero está sediento de venganza contra el hombre que lo expuso y que casi mata a su jefe. El Sastre vio el video. Lo sé. Mi gente interceptó una comunicación encriptada con una sola palabra: “Segador”.
El corazón de Ema se aceleró. Su hermoso, limpio, seguro departamento en la Del Valle se había convertido de pronto en un campo de batalla.
—Almirante, ¿qué hacemos?
—Yo enviaré dos elementos a proteger su edificio en media hora. Ustedes no salgan. Y no dejen que su padre se entere de esto… aún. Necesita estabilizarse.
Ema colgó y regresó a la sala. Sofía la miró. —¿Malas noticias? —El infierno acaba de tocar a la puerta.
En ese momento, Marcos se despertó. El efecto del suero y los antibióticos era inmediato. Se sentía menos débil, pero más consciente del peligro.
Se levantó de la cama como un resorte, la bata de baño que le había puesto Sofía colgando de su cuerpo flaco. Buscó instintivamente su rifle, su cuchillo, su equipo. No encontró nada más que una lámpara de buró y un vaso de agua.
El pánico silencioso del guerrero desarmado se apoderó de él. Caminó al cuarto de las niñas. —¡Ema! ¡Sofía!
—Aquí estamos, papá —dijo Sofía, acercándose con una jeringa en la mano.
Marcos la agarró por los brazos, sus ojos desorbitados. —¿Por qué está la prensa afuera? ¿Alguien me siguió?
—Tranquilo. Es solo el video de la graduación. Eres famoso, papá —intentó bromear Ema.
Pero Marcos no estaba bromeando. Su mente militar ya había procesado la amenaza.
—Ustedes no entienden. Si yo estoy aquí, la gente que creí muerta sabe que estoy vivo. Saben dónde estoy. Están en peligro. ¡Tienen que sacarme de aquí!
Marcos caminó hacia la puerta, abriendo el pestillo.
—¡No! —gritaron las dos al unísono.
Ema se paró frente a la puerta abierta. Afuera, en el pasillo, ya había dos hombres de civil, corpulentos, con manos grandes, discretamente colocados junto a la escalera. Eran los infantes de Marina de Guzmán.
—Es tarde, papá. Estás cercado. Pero no por ellos —dijo Ema, señalando a los infantes de Marina—. Estás cercado por nosotras.
CAPÍTULO 8: EL PADRE SENTINELA Y LA PROMESA DE LA NARVARTE
La confrontación fue breve, pero definitiva.
Marcos intentó abrirse paso. La necesidad de protegerlas era más fuerte que su propia debilidad. Era el código del cazador que les había contado en la azotea: Caza para proteger a los suyos. Y para él, eso significaba desaparecer de nuevo.
—¡Déjame ir, Ema! —rogó, pero no usó la fuerza. Nunca usaría la fuerza contra ellas.
Ema, la doctora recién graduada, se cuadró.
—Usted no va a ninguna parte, Sargento. Ya no es una opción. Usted ya intentó el camino de huir. Le costó cuatro años de vida y casi lo mata. Esta es su nueva misión: quedarse.
—No entienden la amenaza —dijo Marcos, con un temblor en la voz.
—Sí la entendemos —intervino Sofía, con lágrimas en los ojos—. Entendemos que el hombre que entró solo en el infierno para salvar a seis personas, no va a ser un cobarde que abandona a sus hijas en el purgatorio.
Marcos se desplomó contra la pared. Se deslizó hasta sentarse en el suelo. —¿Y si las matan por mi culpa?
Ema se arrodilló frente a él, tomó su rostro entre sus manos. —Entonces lucharemos, papá. Somos Herrera. Somos tus hijas. ¿Crees que después de ver cómo te enfrentabas a la muerte en Fallujah… digo, en Michoacán… íbamos a quedarnos sentadas esperando un milagro? No. Tú nos enseñaste a pelear, papá. Ahora, ¿qué vas a hacer? ¿Vas a dejar que te cuidemos, o vas a correr?
Marcos miró a sus hijas. Vio la determinación en sus ojos, la misma que él había inculcado. La misma fibra de acero que lo había hecho famoso. Vio a Clara en ellas.
Y en ese momento, Marcos Daniel Herrera, el Segador 6, se rindió. Pero no a la derrota. Se rindió al amor.
—¿Cuál es la orden, Doctoras? —dijo, con voz grave, volviendo a ese tono de obediencia militar que tanto extrañaba.
Ema sonrió, una sonrisa de triunfo agotado. —La orden es la siguiente, Sargento. Primero: Bañarse y afeitarse. Segundo: Comer pozole y dormir. Tercero: Mañana, vamos a demandar al “junior” que mató a mamá, vamos a pedirle al Almirante Guzmán que te meta en un programa de protección de testigos, y vamos a poner una denuncia contra el Capitán Morales. Y cuarto: Vamos a vivir. Sin miedo.
Al día siguiente, la transformación fue completa.
Marcos se miró en el espejo. Ema le había cortado el pelo y le había rasurado la barba. Bajo la suciedad y la mata de pelo, reapareció el rostro duro y cincelado del Sargento Herrera. El mentón cuadrado. Los ojos claros. Las cicatrices de guerra, ahora limpias, se veían con más detalle. Ya no era el vagabundo. Era el hombre que se había perdido.
Sofía le había comprado ropa nueva: unos jeans limpios y una camisa azul. Se sintió ligero, pero extrañamente desnudo.
Esa noche, la familia se sentó a la mesa del comedor por primera vez. Comieron tacos al pastor que Sofía había traído de contrabando, ignorando el peligro de los buitres afuera.
Después de la cena, Marcos abrió el “Libro de Astronomía Amateur”. Estaba en la misma página de la Operación Noche Triste, la página manchada de sangre.
Ema y Sofía se sentaron a su lado, como lo hacían en la azotea de la Narvarte, hace tantos años.
—¿Qué vamos a ver hoy, papá? —preguntó Sofía, su cabeza apoyada en su hombro limpio.
Marcos sonrió. —Hoy no vamos a ver estrellas, hijas. Hoy vamos a trazar el mapa. El mapa para llegar de aquí, a la justicia.
Marcos cerró el libro. La amenaza de “El Sastre” seguía ahí. La atención del país estaba sobre ellos. El camino sería largo y peligroso. Pero esta vez, no estaba solo. Tenía a sus dos centinelas, a sus dos guerreras.
Y el Segador 6 aprendió que su misión más importante no era matar al enemigo, sino vivir para su familia.
FIN.
