
CAPÍTULO 1: LA MAÑANA QUE TODO SE ROMPIÓ
Durante seis meses, mi rutina fue sagrada, casi religiosa. A las 5:00 a.m. sonaba mi alarma en ese pequeño cuarto de azotea que rentaba por tres mil pesos al mes en una de las colonias más bravas de la ciudad. Me levantaba con el cuerpo entumecido, el frío de la mañana colándose por las ventanas que no cerraban bien, y empezaba el ritual: preparar dos tortas de frijoles con huevo, calentar agua para el café soluble y meter todo en mi mochila junto con mi uniforme de enfermería.
A las 6:15 a.m., sin falta, yo estaba en la parada del camión, esa que está justo enfrente de una lavandería que quebró hace años y ahora solo acumula grafiti y basura.
Ahí estaba él. Don Jorge.
Siempre en el mismo lugar, sobre un cartón aplanado de refrigerador, envuelto en una cobija de lana que alguna vez debió ser gris pero ahora era del color del asfalto. Tenía 68 años, la barba blanca y desaliñada, y la piel curtida por el sol y el smog de la ciudad. Para el resto del mundo, Don Jorge era invisible. La gente pasaba a su lado acelerando el paso, cruzaban la calle para no olerlo, o simplemente fingían que ese bulto de ropa vieja no era un ser humano.
Yo no.
—Buenos días, Don Jorge —le decía yo, extendiéndole el termo y la torta envuelta en servilleta.
—Buenos días, mi niña —respondía él, con una voz rasposa pero educada, intentando alisarse el cabello sucio como si estuviera recibiendo a una visita en su sala y no en la banqueta.
Esa era mi vida. Trabajo, cansancio, deudas, y esos diez minutos de plática con un anciano que me contaba historias imposibles mientras esperábamos el camión.
Hasta que llegó ese martes.
Eran las 6:00 a.m. Yo estaba a punto de salir, con las tortas ya preparadas en la mochila. Entonces escuché los golpes. Tres golpes secos, metálicos. No sonaban como los nudillos de un vecino. Sonaban a autoridad.
Mi estómago se hizo un nudo. “Ya me encontraron”, pensé. Debía dos meses de renta y tenía un préstamo en el banco que había dejado de pagar para poder comer. Pensé que venían a embargarme, a quitarme lo poco que tenía: un colchón en el suelo y una parrilla eléctrica.
Me acerqué a la puerta temblando. Miré por el agujero de la chapa.
Me quedé helada. No eran cobradores. No era la policía.
Eran militares. Y no cualquier tipo de soldados. Eran tres oficiales con uniforme de gala, esos que solo ves en los desfiles del 16 de septiembre o en las noticias cuando pasa algo muy grave. Sus medallas brillaban incluso en la penumbra de mi pasillo despintado.
—Abre la puerta, por favor —dijo una voz firme desde el otro lado. No era una petición, era una orden disfrazada de cortesía.
Abrí lentamente. El rechinido de las bisagras oxidadas pareció un grito en el silencio del edificio.
Frente a mí estaba un hombre alto, de unos 50 años, con el cabello gris cortado al ras y una mirada que parecía atravesarme. Llevaba las insignias de un Coronel. Detrás de él, dos oficiales más jóvenes permanecían en posición de descanso, con las manos en la espalda, mirando al frente como estatuas.
—¿Señorita Alejandra Martínez? —preguntó el Coronel.
—S-sí… —tartamudeé, aferrándome al marco de la puerta para no caerme—. ¿Qué pasa? ¿Hice algo malo?
El Coronel me escaneó de arriba a abajo. Vio mi uniforme de enfermería arrugado, mis ojeras, mis tenis gastados. Luego, su mirada se suavizó, solo un poco.
—Soy el Coronel Ramírez. Venimos por el asunto de Jorge Flores.
Mi mente se puso en blanco. ¿Jorge Flores? No conocía a ningún Jorge Flores. Solo conocía a…
—¿Don Jorge? —susurré, sintiendo que la sangre se me iba a los talones—. ¿El señor de la calle?
—Así es —dijo el Coronel, su tono se volvió grave, casi solemne—. Necesitamos que venga con nosotros.
—¿A dónde? —pregunté, retrocediendo hacia mi cuarto. El pánico empezaba a subirme por la garganta—. Yo no he hecho nada. Solo le doy de comer. ¡Es un vagabundo! ¡No tiene a nadie!
El Coronel dio un paso adelante, invadiendo mi espacio personal, y bajó la voz.
—Señorita, ese hombre no es un vagabundo cualquiera. Y lo que usted ha estado haciendo… alimentar a un hombre que oficialmente lleva muerto veinte años… ha llamado la atención de personas muy poderosas.
—¿Muerto? —repetí, sin entender nada.
—Tiene cinco minutos para vestirse —dijo el Coronel, mirando su reloj—. El General la está esperando. Y créame, al General no le gusta esperar.
Cerré la puerta en sus caras y me recargue contra ella, respirando agitadamente. Mi corazón latía tan fuerte que me dolían las costillas. Miré la mochila sobre la mesa, donde la torta de Don Jorge seguía caliente.
“¿Quién eres realmente, Jorge?”, pensé. Y por primera vez en seis meses, tuve miedo de la respuesta.
CAPÍTULO 2: HAMBRE Y DIGNIDAD
Para entender por qué estaba yo temblando frente a tres militares esa mañana, tengo que contarles cómo empezó todo. Tengo que contarles sobre el hambre.
No el hambre que sientes cuando se te pasa la hora de la comida. Hablo del hambre real. Esa que te despierta a las 3 de la mañana con un calambre en el estómago, esa que te hace contar las monedas para ver si te alcanza para un bolillo o si mejor guardas los cinco pesos para el pasaje del día siguiente.
Hace seis meses, yo estaba tocando fondo.
Tenía 22 años, trabajaba doble turno: de 7 a 3 en el área de limpieza y cocina de un hospital público, y de 4 a 11 de la noche acomodando anaqueles en un supermercado. Dormía cuatro horas al día. Y aún así, no me alcanzaba.
La renta de mi “departamento” (un cuarto de 4×4 metros con un baño donde la regadera era un tubo saliendo de la pared) se comía casi todo mi sueldo. El resto se iba en pagar la deuda de los medicamentos de mi mamá, que había fallecido un año antes, dejándome sola en el mundo con una montaña de facturas.
Recuerdo perfectamente la primera vez que vi a Don Jorge.
Yo llevaba dos semanas caminando hacia la parada del camión con la cabeza agachada, tratando de ignorarlo. Es lo que hacemos todos en la ciudad, ¿no? Nos ponemos una armadura. Vemos el sufrimiento ajeno y miramos hacia otro lado porque si nos detenemos, sentimos que nos vamos a ahogar con ellos.
Pero esa mañana de marzo fue diferente. Yo había preparado una torta extra porque el pan estaba a punto de echarse a perder. Sabía que no me la iba a comer; con el estrés del hospital se me cerraba el estómago.
Llegué a la parada. Él estaba ahí, despierto, con esos ojos azules, sorprendentemente claros y limpios en medio de tanta suciedad, mirándome fijamente. No me pedía dinero. No extendía la mano. Solo observaba. Tenía una dignidad extraña, como un rey exiliado sentado sobre basura.
—Disculpe —dije, rompiendo mi propia regla de no hablar con extraños—. Hice mucha comida y… ¿quiere esta torta?
Él miró la torta envuelta en papel aluminio, luego me miró a los ojos. Se tomó un momento largo, incomodo.
—Tú la necesitas más que yo, niña —dijo. Su voz era tranquila, educada.
Me sorprendió. La mayoría de la gente en la calle toma lo que sea con desesperación.
—Eso es debatible —respondí, forzando una sonrisa cansada—. Pero se la estoy ofreciendo. Si no la quiere, la voy a tirar.
Él asintió lentamente, como si estuviera aceptando un tratado de paz, y tomó la torta con ambas manos, con una delicadeza que me partió el alma.
—Gracias, señorita Alejandra.
Me quedé helada.
—¿Cómo sabe mi nombre?
Señaló mi gafete del hospital que colgaba de mi mochila.
—Soy Jorge. Jorge Flores. A sus órdenes.
Desde ese día, no pude parar. Aunque yo misma a veces cenaba solo un vaso de agua para que me alcanzara el dinero para comprar jamón y huevo, no podía dejar de llevarle el desayuno. Se convirtió en lo único “bueno” de mi día. Lo único humano.
Mientras comía, él hablaba. Al principio pensé que estaba loco, que la demencia senil o el alcohol le habían quemado el cerebro. Me contaba historias rarísimas.
—En mis tiempos de piloto —decía, mirando hacia la nada mientras masticaba despacio—, volábamos senadores a lugares que no aparecen en los mapas. La Sierra Madre esconde muchos secretos, niña.
—Sí, Don Jorge, claro —le seguía yo la corriente, checando la hora en mi celular.
—Trabajé para una agencia de tres letras —susurró una vez, guiñándome un ojo—. No te puedo decir cuál, pero esa gente no olvida caras. Y yo vi cosas… cosas por las que hombres con trajes caros matarían por mantener ocultas.
Yo solo asentía. “Pobre viejo”, pensaba. Se inventa una vida de película para no afrontar que duerme sobre cartones mojados.
Pero la ciudad no perdona. Una mañana de abril, vi cómo la crueldad tiene cara de éxito.
Un tipo joven, un “mirrey” con traje impecable y zapatos que costaban más que todo lo que yo ganaba en un año, pasó caminando rápido, hablando por celular. Don Jorge tenía una pierna un poco estirada hacia la banqueta. El tipo, en lugar de rodearlo, pateó su cobija con asco, tirando el poco café que le quedaba en su vaso de unicel.ím
—¡Quítate estorbo! —gritó el tipo sin dejar de hablar por teléfono.
Algo se rompió dentro de mí.
—¡OYE! —grité. Mi voz salió más fuerte de lo que creía capaz.
El tipo se detuvo y volteó, mirándome con desprecio.
—¿Qué te pasa, gata? —me escupió.
—Es una persona —dije, temblando de rabia, acercándome a él—. Podría ser tu abuelo. Pídele una disculpa.
El tipo se rió, una risa seca y fea.
—Es basura. Y tú también por defenderlo.
Se dio la vuelta y se fue. Yo me quedé ahí, con las lágrimas de impotencia quemándome los ojos. Me agaché para ayudar a Don Jorge a limpiar el café derramado. Mis manos temblaban.
—No tenías que hacer eso, mi niña —dijo él suavemente.
—Sí, sí tenía —respondí, sorbiendo los mocos.
Él me tomó de la mano. Su piel estaba fría, pero su agarre era firme, sorprendentemente fuerte para un anciano enfermo.
—Tienes fuego adentro —dijo, mirándome con una intensidad que me asustó—. Eso es bueno. Vas a necesitarlo.
—¿Necesitarlo para qué? —pregunté, confundida.
—Para cuando vengan —respondió, volviendo a mirar hacia la calle vacía—. Porque van a venir. Y cuando lo hagan, Alejandra, necesito que seas valiente.
En ese momento pensé que hablaba de la policía o de la muerte. No tenía idea de que estaba hablando de su pasado.
Dos meses después, cuando el dinero se me acabó por completo y recibí el aviso de desalojo final, estuve a punto de rendirme. Esa noche, miré mi refrigerador vacío: solo quedaban dos huevos y tres rebanadas de pan.
Tenía que elegir: o comía yo, o comía él.
Mi estómago rugió, doliendo. Podía comerme esos huevos, tener fuerzas para mi turno doble, y decirle a Don Jorge que hoy no hubo desayuno. Él entendería.
Pero luego recordé sus ojos. Recordé cómo partía su torta a la mitad y me ofrecía un pedazo diciendo: “Lo justo es justo”.
Cerré los ojos, respiré hondo y puse los huevos a cocer. Al día siguiente, le llevé el desayuno como siempre.
Fue la última semana normal de mi vida. Porque Don Jorge no estaba loco. Sus historias no eran fantasía. Y el sobre que me entregó tres días antes de que los militares tocaran a mi puerta… ese sobre contenía la llave de una conspiración que estaba a punto de estallarme en la cara.
CAPÍTULO 3: EL SILENCIO DEL ASFALTO
El lunes siguiente, la banqueta estaba vacía.
Llegué a la parada a las 6:15 a.m., como un reloj, con el termo caliente y las tortas en la mochila. Pero el cartón de Don Jorge no estaba. Su bolsa negra de basura con sus pocas pertenencias tampoco. Ni siquiera quedaba la mancha de humedad donde solía sentarse. Era como si la ciudad se lo hubiera tragado.
Sentí un frío extraño en el pecho. Me dije a mí misma: “Seguro se movió de lugar. La policía hace redadas a veces”. Me subí al camión con el corazón estrujado y la torta intacta en la mochila.
Ese día trabajé como autómata. Mi jefa en la cocina del hospital, Doña Tere —una señora de 60 años que había visto de todo y tenía un corazón de oro escondido bajo un carácter de los mil demonios—, me notó rara.
—¿Qué traes, mija? —me preguntó mientras pelábamos papas.
—Nada, Doña Tere. Es el señor… Don Jorge. No estaba hoy.
—Ay, muchacha. Esa gente va y viene. No te encariñes. La calle es muy dura y la gente desaparece sin dejar rastro.
Pero yo no podía dejarlo así. Al salir de mi segundo turno, a las 11 de la noche, en lugar de irme a dormir, caminé hasta el albergue municipal que está a diez cuadras. Mis pies me mataban, pero necesitaba saber.
La recepcionista ni me volteó a ver.
—Busco a un señor mayor, Jorge Flores, 68 años —dije, casi suplicando.
—Si no se registró, no está —dijo ella masticando chicle—. No somos agencia de detectives.
Fui a dos hospitales más esa semana. Nada. Nadie sabía de un Jorge Flores. Para el sistema, él no existía.
Al séptimo día, hice algo que parecía tonto. Escribí una nota en un papel de estraza: “Espero que esté bien. Le guardé su café. – Ale”. Fui a la parada y dejé la nota atorada en la grieta de la pared donde él solía recargarse, debajo de una piedra. Me sentí ridícula dejándole cartas a un fantasma.
Pero esa tarde, cuando bajé del camión de regreso, él estaba ahí.
Casi me caigo al bajar corriendo. Estaba más flaco, pálido como la cera, y temblaba.
—¡Don Jorge! —grité, corriendo hacia él.
Él levantó la vista. Sus ojos azules estaban vidriosos.
—Alejandra… —susurró.
—¿Dónde estaba? ¡Lo busqué por todos lados!
—Tuve… un asunto —dijo, y su voz sonó como lija—. Ya estoy aquí.
Entonces lo vi. En el dorso de su mano derecha había una cicatriz fresca, rosada. No era un raspón de la calle. Era un corte limpio, quirúrgico, con puntos de sutura perfectos.
—¿Qué le pasó en la mano? —pregunté, señalando la herida.
Él escondió la mano rápidamente bajo la cobija sucia.
—Nada. Un viejo accidente que da lata. No preguntes, niña. Es mejor que no sepas.
CAPÍTULO 4: EL SOBRE BLANCO
Nos quedamos en silencio un momento. El ruido de los cláxones y los microbuses parecía lejano. Don Jorge respiraba con dificultad, como si cada bocanada de aire le costara dinero.
Metió su mano sana en el bolsillo interno de su chamarra roída y sacó un sobre.
Era un sobre blanco, sellado, un poco arrugado. Tenía una dirección escrita con letra temblorosa pero elegante, de esas caligrafías antiguas que ya no se ven.
—Si algo me pasa… —dijo, extendiéndome el sobre—, necesito que envíes esto.
Me le quedé viendo al sobre como si fuera una bomba.
—¿Qué quiere decir con “si algo me pasa”? Usted no se va a ir a ningún lado, Don Jorge.
—Prométemelo —me interrumpió, con una fuerza en la voz que me obligó a mirarlo a los ojos—. Alejandra, prométemelo. No lo abras. Solo échalo al correo si yo ya no estoy.
Lo tomé. Pesaba más de lo que parecía.
—Lo prometo —dije, guardándolo en mi bolsa con cuidado.
Él suspiró y se recargó en la pared, cerrando los ojos. Parecía que se acababa de quitar un peso de encima, un peso que llevaba cargando décadas.
—Buena chica… —murmuró—. Ahora vete, vas a perder tu camión.
Me fui, pero todo el camino sentí el sobre quemándome en la bolsa. No tenía idea de que, en ese papel, Don Jorge acababa de firmar mi sentencia y mi salvación al mismo tiempo.
CAPÍTULO 5: LA CAÍDA
Dos semanas después, el miedo se hizo realidad.
Estaba sirviéndole el café, como todas las mañanas. Él me estaba contando una de sus historias raras sobre “operaciones en la selva” y “hombres que no existen”, cuando de repente, se calló.
Su mano empezó a temblar violentamente. El vaso de café se le resbaló y cayó al suelo, salpicando mis tenis de líquido hirviendo.
—¿Don Jorge?
Sus ojos se pusieron en blanco. Su cuerpo se puso rígido y luego colapsó hacia un lado, golpeando el concreto con un ruido seco que nunca voy a olvidar.
—¡DON JORGE! —grité, tirándome al suelo junto a él.
Estaba convulsionando. La gente en la parada se hizo para atrás. Nadie ayudaba. Un señor sacó su celular, pero no para llamar al 911, sino para grabar.
—¡Llamen a una ambulancia! ¡Maldita sea, llamen a una ambulancia! —le grité a la fila de gente.
Alguien finalmente marcó. Los minutos se hicieron eternos. Yo sostenía su cabeza para que no se golpeara contra la banqueta, llorando, diciéndole que resistiera.
—Quédese conmigo, por favor, quédese conmigo.
Cuando llegaron los paramédicos de la Cruz Roja, lo subieron a la camilla rápido.
—¿Es familiar? —preguntó uno de ellos, un chico joven con cara de cansancio.
—Soy su nieta —mentí. No lo pensé. Simplemente salió de mi boca. Sabía que si decía que era una conocida, no me dejarían subir.
—Súbale, rápido.
Me subí a la ambulancia. Mientras la sirena aullaba por las calles de la ciudad, le tomé la mano. Estaba helada.
CAPÍTULO 6: CLASIFICADO
Llegamos al Hospital General. El caos de la sala de urgencias era el de siempre: gente gritando, camillas en los pasillos, olor a alcohol y enfermedad.
Lo metieron a un cubículo y una enfermera me detuvo en el mostrador de admisión. Una mujer con cara de pocos amigos y uñas largas tecleaba en una computadora vieja.
—Nombre del paciente —dijo sin mirarme.
—Jorge Flores.
—¿Seguro social? ¿ISSSTE? ¿Seguro Popular?
—No… no tiene. Es indigente.
La mujer dejó de teclear y me miró por encima de sus lentes.
—Señorita, si no tiene documentos ni seguro, solo lo podemos estabilizar y luego lo trasladamos al albergue. No hay camas.
—¡Se está muriendo! —grité, golpeando el mostrador—. ¡Es un veterano! ¡Él sirvió al país!
No sé por qué dije eso. Quizás por las historias que me contaba. Quizás porque en el fondo, yo le creía.
—Sin papeles no puedo hacer nada —dijo ella fríamente.
En ese momento, un médico pasó detrás de ella. El Dr. Jiménez, un hombre canoso con bata blanca. Se detuvo al escuchar mis gritos.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó.
—Dice que el vagabundo es veterano, doctor. Pero no trae identificación.
El Dr. Jiménez me miró. Vio mi uniforme de enfermería manchado de café y tierra. Vio mi desesperación.
—Dame su nombre completo y fecha de nacimiento, si la sabes —me dijo.
—Jorge Alan Flores. 1957 —dije, recordando lo que Don Jorge me había dicho una vez.
El doctor se acercó a la computadora.
—Déjame ver… —tecleó algo en el sistema nacional de salud. Nada. Luego, frunció el ceño y abrió otra ventana, una base de datos diferente.
—Doctor, no tenemos tiempo… —empezó a decir la recepcionista.
—Espera —dijo el doctor. Su cara cambió. De aburrimiento pasó a incredulidad.
La pantalla parpadeó en rojo.
—¿Qué es eso? —preguntó la recepcionista, asustada.
El Dr. Jiménez se ajustó los lentes y leyó en voz baja, pero yo alcancé a escuchar.
—Acceso restringido. Expediente SEDENA Nivel 1. Clasificado.
El doctor se giró lentamente hacia mí. Me miró como si yo fuera un fantasma o una espía.
—¿Quién es este hombre en realidad, señorita? —preguntó con voz temblorosa.
—No lo sé —susurré, con el miedo recorriéndome la espalda—. Solo le llevo el desayuno.
—Ingrésenlo a Terapia Intensiva. Ahora mismo —ordenó el doctor, ignorando a la recepcionista—. Y nadie toca ese expediente. Yo me encargo de hablar a la dirección.
CAPÍTULO 7: EL CUADERNO DE LA VERDAD
A Don Jorge lo trataron como a un rey caído en desgracia. Lo pasaron a una habitación privada, algo imposible en un hospital público saturado. El Dr. Jiménez personalmente supervisó su suero.
Cuando despertó, dos días después, yo estaba ahí, durmiendo en una silla incómoda.
—Alejandra… —su voz era apenas un susurro.
Salté de la silla.
—Aquí estoy, Don Jorge. Está en el hospital. Lo van a cuidar.
Él miró a su alrededor, vio los monitores, el suero, las sábanas limpias.
—Encontraron mi archivo… —dijo, cerrando los ojos—. Ya saben que sigo vivo.
—El doctor vio algo en la computadora. Algo “clasificado”. Don Jorge, ¿qué hizo usted? ¿Quién es?
Él intentó sonreír, pero fue una mueca dolorosa. Señaló la mesita de noche donde habían puesto su bolsa de plástico con la ropa sucia.
—Ahí… mi cuaderno.
Busqué en la bolsa y saqué una libreta pequeña, de esas de taquigrafía, con las pastas de cuero gastadas.
—Tómalo —dijo—. Mi memoria se está yendo, Ale. A veces no sé qué año es. Pero ahí… ahí escribí lo que es verdad. Nombres, fechas, lugares.
—¿Para qué es esto?
—Es mi seguro de vida. Y ahora… es el tuyo. Guárdalo junto con el sobre.
Me dio miedo. Mucho miedo. Pero guardé la libreta en mi mochila.
—Usted se va a poner bien —le dije, tomándole la mano.
—Ya estoy cansado, mi niña. He corrido mucho tiempo. —Me apretó la mano débilmente—. Gracias por las tortas. Eran las mejores.
Esa fue la última vez que hablamos.
CAPÍTULO 8: LA FOTO Y EL GENERAL
Don Jorge murió un martes de agosto, de un paro cardíaco mientras dormía.
Me llamaron a las 5:00 a.m.
—Señorita Martínez, lo sentimos mucho. El paciente Flores falleció.
Colgué el teléfono y me quedé parada en medio de mi cuarto oscuro. No lloré. El dolor era demasiado grande para llorar. Sentí un hueco en el pecho, como si me hubieran arrancado una parte de mí misma.
Fui al hospital a recoger sus cosas. Me entregaron la bolsa de plástico. La cobija, la ropa vieja… y un sobre pequeño que yo no había visto antes, dirigido a mí.
Lo abrí ahí mismo, en el pasillo del hospital.
Adentro había una sola fotografía. Era vieja, en blanco y negro.
En la foto, un hombre joven y apuesto, con uniforme militar, estaba de pie en medio de la selva. A su lado, dándole la mano, estaba un hombre que reconocí de inmediato. Un político famoso, un Senador que salía en las noticias todo el tiempo hablando de honestidad y progreso.
Le di la vuelta a la foto. Tenía una fecha: Chiapas, 1994. Y una frase escrita: “Ellos saben lo que hicimos”.
Me fui a mi casa temblando. Saqué el sobre grande, el que me había hecho prometer que enviaría. La dirección decía:
General Victoria Sandoval. Secretaría de la Defensa Nacional. Oficina del Inspector General.
Dudé. Sabía que si enviaba eso, no había vuelta atrás. Pero había hecho una promesa.
Fui a la oficina de correos y deposité el sobre en el buzón. Sentí que estaba lanzando una botella al mar en medio de una tormenta.
Pensé que ahí acabaría todo. Que Don Jorge sería solo un recuerdo triste.
Pero dos semanas después, a las 6:00 a.m., escuché los golpes en mi puerta.
El Coronel Ramírez estaba ahí. Y mi vida como Alejandra, la enfermera invisible, había terminado.
—Tiene que venir con nosotros —repitió el Coronel en mi puerta.
No tuve opción. Me subí a la camioneta negra blindada que esperaba afuera. Mientras avanzábamos por las calles de la ciudad, escoltados por dos motocicletas, abrí mi mochila y toqué la libreta de cuero de Don Jorge.
“Tienes fuego adentro”, me había dicho. “Vas a necesitarlo”.
Llegamos a un edificio enorme, imponente. Me llevaron por pasillos interminables hasta una oficina con banderas de México y aire acondicionado congelante.
Detrás de un escritorio enorme, estaba ella. La General Victoria Sandoval. Una mujer de hierro, con el cabello gris impecable y ojos que parecían rayos láser.
—Siéntese, señorita Martínez —dijo, señalando una silla.
Sobre su escritorio estaba el sobre que yo había enviado. Abierto. Y la foto.
—¿Sabe usted quién era realmente el hombre al que le llevaba el desayuno? —preguntó la General.
Negué con la cabeza, incapaz de hablar.
—Jorge Flores fue el mejor agente de inteligencia que este país ha tenido. Salvó mi vida en 1994. Y salvó la vida de ese Senador que ve en la foto. —Señaló la imagen—. Pero cuando se retiró, el sistema lo borró. Le quitamos todo. Lo dejamos morir en la calle.
La General se puso de pie y caminó hacia la ventana.
—Su carta… ha provocado un terremoto aquí adentro. Hay gente muy nerviosa. Gente poderosa que no quiere que se sepa por qué Jorge Flores tuvo que desaparecer.
Se giró hacia mí.
—Él le dejó algo más, ¿verdad? Un cuaderno.
Mi corazón se detuvo. ¿Cómo sabía?
—Si lo tiene, entréguemelo —dijo la General, extendiendo la mano—. Por su propia seguridad.
Yo apreté mi mochila contra mi pecho. Recordé la dignidad de Don Jorge. Recordé cómo el tipo del traje pateó su cobija. Recordé que él confió en mí cuando nadie más lo hizo.
—No —dije. Mi voz temblaba, pero mis manos no.
La General arqueó una ceja, sorprendida.
—¿Disculpe?
—Él me lo dio a mí. Dijo que era su verdad. Y no se la voy a dar a la gente que lo olvidó.
El Coronel Ramírez dio un paso hacia mí, amenazante, pero la General levantó la mano para detenerlo. Me miró fijamente durante un minuto eterno. Luego, sonrió levemente.
—Tiene agallas, niña. Jorge sabía elegir a sus aliados.
—¿Qué va a pasar ahora? —pregunté.
—Ahora… —La General se sentó—. Ahora usted va a testificar ante el Senado. Y vamos a hacer que este país recuerde a Jorge Flores, aunque tengamos que quemar medio gobierno para lograrlo.
CAPÍTULO 9: NO ME PIDAN QUE MIENTA
Todo pasó muy rápido después de mi reunión con la General Sandoval. De pronto, yo no era Alejandra la enfermera con deudas; era “la testigo clave”. Me instalaron en un hotel cerca de Reforma y un equipo de asesores de imagen —gente que olía a perfume caro y nunca había pisado un hospital público— intentó “prepararme”.
—Mira, Ale —me dijo una asesora de comunicación, ajustándome un saco azul marino que me picaba—, cuando te pregunten los senadores, enfócate en el patriotismo de Don Jorge. No hables mucho de tu situación económica, ni de que él dormía en la basura. Eso se ve… político. Queremos un mensaje positivo.
Me arranqué el saco y lo tiré a la silla.
—¿Positivo? —pregunté, sintiendo que la sangre me hervía—. Don Jorge comía de la basura. Yo a veces no comía para darle a él. La pobreza no es política, es real. Si quieren que hable, voy a decir la verdad.
La asesora se quedó callada, incómoda. La General Sandoval, que estaba en la esquina de la habitación tomando café, soltó una risita.
—Déjala hablar —ordenó la General—. Si le quitamos su verdad, esto es solo teatro. Ella va a decir lo que tenga que decir.
El día de la audiencia, el Senado parecía un coliseo romano. Había cámaras por todos lados, reporteros gritando preguntas y senadores sentados en sus curules de madera fina, mirándome como si fuera un bicho raro. Yo me senté frente al micrófono. Mis manos sudaban frío sobre la mesa.
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———————PROMPT PARA VIDEO IA——————- Create a realistic video shot on an iPhone 15 Pro Max, vertical format (9:16). The scene is inside a solemn, wood-paneled government hearing room (resembling the Mexican Senate). A young Mexican woman (22 years old) stands behind a witness table with a microphone, looking fierce and emotional, tears welling in her eyes but expression angry. In front of her, out of focus, are blurred figures of politicians in suits sitting on a raised dais. The camera is handheld, slightly shaky as if filmed by someone in the audience. The lighting is artificial TV studio lighting mixed with ambient indoor light. The atmosphere is extremely tense, capturing the moment of a passionate outburst. No text.
—————-PROMPT PARA IMAGEN IA (PORTADA)————— A hyper-realistic photo taken with an iPhone 15 Pro Max of a weathered gray tombstone in a military cemetery in Mexico. On top of the cold stone sits a simple, homemade sandwich wrapped in wax paper and a yellow flower. In the background, out of focus, a young woman in a nurse’s uniform stands with her head bowed in respect, and an elderly military officer salutes. The lighting is soft, golden hour sunlight filtering through trees. The mood is melancholic but peaceful. Documentary style, raw texture.
———–TÍTULO DE LA PUBLICACIÓN————- “RANK MEASURES AUTHORITY, CHARACTER MEASURES WORTH”: CÓMO UNA ENFERMERA Y UN VAGABUNDO CAMBIARON LA LEY
—————HISTORIA COMPLETA (PARTE 3 – FINAL)—————-
CAPÍTULO 10: EL JUICIO DE LA VERGÜENZA
El salón de sesiones estaba helado. La General Sandoval habló primero. Con voz firme, leyó el expediente real de Don Jorge: misiones en Centroamérica en los 90s, rescates de diplomáticos, operaciones que salvaron vidas. Confirmó que, por un “error administrativo” y porque su expediente era tan secreto que el sistema no lo leía, el gobierno lo había declarado muerto hace 20 años, dejándolo sin pensión, sin salud y sin hogar.
Un murmullo recorrió la sala. Luego, fue mi turno.
—Señorita Martínez —dijo el Senador García, un hombre con cara de pocos amigos que presidía la comisión—, entendemos que usted ayudó al señor Flores. Es admirable. Pero estamos aquí para discutir presupuesto. El erario no puede mantener a cada persona que vive en la calle. ¿Qué sugiere usted? ¿Que el gobierno pague hoteles para todos?.
Sentí un golpe en el estómago. El senador estaba tratando de hacerme ver como una niña ingenua que pedía caridad. El miedo se me quitó de golpe. Lo que sentí fue rabia. Rabia pura.
Me acerqué al micrófono. El rechinido hizo que todos guardaran silencio.
—No estoy hablando de “todas las personas”, senador —dije, y mi voz salió más fuerte de lo que esperaba—. Estoy hablando de Jorge Flores. Un hombre que arriesgó su vida para que usted pudiera estar sentado en esa silla cómoda.
El senador intentó interrumpirme, pero no lo dejé.
—Ustedes le hicieron una promesa cuando lo mandaron a la guerra. Le prometieron que lo cuidarían. Yo no le prometí nada, solo lo vi cuando todos ustedes volteaban la cara.
Me puse de pie. Las cámaras empezaron a disparar flashes.
—Yo cumplí mi promesa con una torta de huevo y un café soluble, senador. Ustedes rompieron la suya con papeles y burocracia que lo enterraron en vida.
CAPÍTULO 11: LO QUE VALE UNA PERSONA
El silencio en la sala fue absoluto. Podías escuchar el zumbido del aire acondicionado. El Senador García se puso rojo, abrió la boca y la volvió a cerrar. Nadie se atrevía a hablarle así a un político en su propia casa.
—Si necesitamos probar que un ser humano vale la pena solo cuando descubrimos que era un héroe de guerra —continué, con la voz quebrada—, entonces estamos perdidos. Don Jorge no era un héroe por sus medallas. Era un héroe porque, aunque el mundo lo trató como basura, él nunca perdió su dignidad. Él partía su única comida a la mitad para dármela a mí. Eso es honor. ¿Ustedes saben qué es eso?.
Me senté, temblando. La Senadora Pérez, que estaba al otro lado, se limpió una lágrima discretamente.
La General Sandoval se levantó de inmediato y tomó el micrófono.
—Señor Presidente —dijo la General—, efectivo inmediatamente, mi oficina destinará 5 millones de pesos del fondo de decomisos para crear el Fideicomiso Jorge Flores. Vamos a buscar a cada veterano perdido en el sistema. Y quiero nombrar a Alejandra Martínez como enlace civil para supervisar que ese dinero llegue a quien lo necesita.
Los reporteros se volvieron locos. Al salir del Senado, me rodearon.
—¡Alejandra! ¿Cómo se siente ser famosa? —me gritó uno.
Me detuve y miré a la cámara.
—No quiero ser famosa. Quiero que recuerden a Jorge. Y quiero que la próxima vez que vean a alguien durmiendo en un cartón, no lo panteen. Mírenlo a los ojos. Podría ser el hombre que salvó a su país.
CAPÍTULO 12: PEQUEÑAS COSAS
Pasaron seis meses. Mi vida cambió, pero no tanto como pensarían.
Sigo viviendo en la misma colonia, aunque ahora en un departamento con agua caliente y sin goteras. Trabajo tres días a la semana en el hospital y dos días dirigiendo la Fundación Jorge Flores.
Hemos encontrado a más de 200 veteranos que vivían en la miseria. Les conseguimos pensión, casa y terapia.
El otro día, una chica joven llegó a la oficina. Se llamaba Sara, exmilitar, dada de baja por una lesión. Estaba desesperada, el sistema la traía dando vueltas. Le serví un café y saqué el viejo cuaderno de cuero de Don Jorge, ese que tenía todos los trucos para navegar la burocracia.
—Vamos a arreglar esto, Sara —le dije.
—¿Por qué me ayudas? —me preguntó llorando.
—Porque alguien me enseñó que las cosas pequeñas no son pequeñas.
Ayer fui al Panteón Militar. Finalmente le dieron a Don Jorge el entierro que merecía. Su lápida blanca brillaba bajo el sol. Me arrodillé y saqué de mi bolsa lo único que tenía sentido llevarle: una torta de huevo envuelta en servilleta y un café.
—Misión cumplida, Don Jorge —susurré.
El viento movió las hojas de los árboles y, por un segundo, juraría que olí su loción de barbero antiguo y escuché su voz rasposa diciendo: “Tienes fuego, niña. Eso es bueno”.
Regresé a la parada del camión esa tarde. Ya no estaba Don Jorge, pero vi a un chico nuevo, muy joven, sentado en el mismo lugar con un letrero que decía “Tengo hambre”.
La gente pasaba rápido, ignorándolo. Yo me detuve. Saqué la otra mitad de mi torta.
—¿Tienes hambre? —le pregunté.
El chico me miró con desconfianza.
—Sí, jefa.
Le di la torta y me senté a su lado en la banqueta, sin importarme ensuciar mi uniforme nuevo.
—Cuéntame tu historia —le dije—. Tengo tiempo hasta que pase el camión.
Porque al final, eso es lo que Don Jorge me dejó. No fue dinero, ni fama, ni leyes con su nombre. Me dejó la capacidad de ver. Y mientras alguien vea a los invisibles, su memoria nunca va a morir.
(FIN)
TÍTULO: EL CUADERNO DE LOS FANTASMAS: EL CASO DEL SOLDADO DE NIEBLA (Una historia perdida de los archivos de la Fundación Jorge Flores)
CAPÍTULO 1: LA SALA DE ESPERA
Habían pasado ocho meses desde la audiencia en el Senado. La Fundación Jorge Flores operaba ahora desde una oficina real, no un rincón prestado en el hospital. Estábamos en un edificio antiguo en la colonia Roma, con pisos de madera que crujían y techos altos que hacían eco a las voces de los hombres y mujeres rotos que cruzaban nuestra puerta todos los días.
Mi vida se había convertido en una montaña rusa de papel y emociones. Ya no limpiaba mesas en la cafetería, pero a veces extrañaba la simplicidad de trapear el piso y saber que, al menos, esa mancha ya no estaba. Aquí, las manchas eran invisibles y mucho más difíciles de borrar.
Ese martes lluvioso, la recepción estaba llena. El olor a ropa húmeda y café barato impregnaba el aire. Yo estaba revisando la solicitud de un ex cabo de infantería que necesitaba una prótesis, cuando mi asistente, una chica voluntaria llamada Sofía, entró a mi oficina con cara de susto.
—Ale, hay alguien afuera… no quiere hablar con nadie más. Y trae… trae algo que te va a interesar.
—Sofí, tengo tres reuniones y la auditoría del SAT. Dile que haga una cita.
—Dice que conoció al “Fantasma”.
Solté la pluma. El “Fantasma”. Así le decían algunos en la calle a Don Jorge antes de que el mundo supiera su nombre .
Salí a la recepción. Sentado en una esquina, lejos de los demás, había un hombre joven, no mayor de 25 años. Llevaba una sudadera con capucha gris, jeans rotos y abrazaba una mochila contra su pecho como si llevara lingotes de oro. Estaba temblando, pero no de frío. Temblaba con esa vibración constante de quien lleva demasiada adrenalina —o demasiado miedo— en la sangre.
Me acerqué despacio.
—Hola, soy Alejandra.
El chico levantó la vista. Sus ojos eran oscuros, profundos y estaban inyectados en sangre. No dijo nada. Solo metió la mano en su mochila y sacó un objeto envuelto en un pañuelo sucio. Lo desenvolvió sobre sus rodillas.
Era un termo. Un termo de acero inoxidable, abollado en un costado, con la tapa roja.
El aire se me escapó de los pulmones. Yo conocía ese termo. Yo se lo había comprado a Don Jorge en un tianguis tres meses antes de que muriera, porque el suyo ya no cerraba bien .
—¿Dónde conseguiste esto? —pregunté, mi voz apenas un hilo.
—Él me lo dio —dijo el chico. Su voz era ronca, como si no la hubiera usado en días—. Dijo que si algún día me perdía en la niebla, buscara a la chica de las tortas.
Me senté a su lado en el suelo, ignorando las miradas de los demás.
—¿Cómo te llamas?
—Mateo.
—Mateo, ¿qué necesitas?
—Necesito que me ayuden a desaparecer —susurró—. O me van a matar, igual que intentaron matarlo a él.
CAPÍTULO 2: FLASHBACK – LA LECCIÓN DE LA TORMENTA
Hace 7 meses (Durante los desayunos con Don Jorge)
Aquella mañana de mayo, el cielo de la Ciudad de México decidió caerse a pedazos. No era lluvia, era un diluvio bíblico. Las alcantarillas de la avenida estaban tapadas y el agua subía peligrosamente sobre la banqueta.
Llegué a la parada 47 empapada a pesar del paraguas. El viento volteaba todo. Busqué a Don Jorge. Su cartón habitual era una sopa de papel mojado.
Lo encontré de pie bajo el pequeño alero de la lavandería cerrada, apretujado contra la cortina metálica para no mojarse. Temblaba de frío.
—¡Don Jorge! —grité para hacerme oír sobre el trueno—. ¡Venga, vámonos! ¡Lo invito a desayunar a la cafetería de la esquina!
Él negó con la cabeza, aferrándose a su bolsa de plástico negra donde guardaba su vida entera .
—No puedo entrar ahí, niña. Me van a correr. No quiero que pases vergüenzas por mi culpa.
—¡Me vale gorro la vergüenza! ¡Se va a enfermar!
—El agua limpia, Alejandra —dijo él, con esa calma exasperante que tenía—. A veces, lo único que puedes hacer es quedarte quieto y dejar que la tormenta pase. Si corres, te resbalas. Si te quedas quieto, te mojas, pero sigues de pie.
Me quedé ahí con él. Cerré mi paraguas porque el viento lo iba a romper de todos modos. Saqué el termo con café caliente y nos lo pasamos el uno al otro como si fuera una pipa de la paz, mientras el agua nos empapaba los tenis.
—¿Sabe? —le dije, tiritando—. A veces siento que mi vida es pura lluvia. Debo renta, debo luz, debo vida.
Don Jorge me miró. El agua le escurría por la barba blanca, pero sus ojos brillaban con intensidad.
—La deuda más grande no es la del dinero, mi niña. Es la del miedo. —Señaló hacia la calle inundada donde los coches pasaban levantando olas de agua sucia—. Todos ellos corren porque tienen miedo de mojarse los zapatos caros. Tú y yo… nosotros ya estamos mojados. Ya no tenemos nada que perder. Eso nos hace peligrosos. Y eso nos hace libres.
Ese día, llegué al hospital chorreando agua y con gripe, pero con una sonrisa extraña. Don Jorge tenía razón. Cuando ya estás empapado, la lluvia deja de asustarte.
CAPÍTULO 3: EL EXPEDIENTE FANTASMA
De vuelta en el presente, llevé a Mateo a mi oficina y cerré la puerta. Le serví café y le puse una caja de galletas enfrente. Comió como si no hubiera visto comida en una semana, con esa desesperación animal que yo conocía bien.
—Mateo, necesito que me digas la verdad. ¿Quién te persigue?
—No sé sus nombres. Solo sé sus rangos —dijo, limpiándose las migajas de la boca—. Fui parte de una unidad de “limpieza” en la Sierra. Nos decían que éramos apoyo logístico. Pero hace seis meses, vimos algo que no debíamos. Un aterrizaje.
—¿Un avión?
—Un helicóptero. Sin matrícula. Bajaron cajas. Muchas cajas. Y las subieron a camiones del… —se detuvo y miró a la cámara de seguridad falsa que tenía en la esquina—. Camiones oficiales.
Se me heló la sangre. Me sonaba demasiado a las historias que Don Jorge contaba y que yo creía que eran fantasía: “Volábamos a lugares que no existen en los mapas” .
—Mi teniente dijo que no vimos nada. Pero a la semana siguiente, dos de mis compañeros tuvieron “accidentes”. Uno en moto, otro un asalto. Yo deserté. He estado viviendo en azoteas desde entonces.
—¿Por qué fuiste con Don Jorge?
—Porque una noche, en un albergue, lo escuché hablar dormido. Decía coordenadas. Claves viejas. Me acerqué a él. Me dijo que él también había visto cosas que no debía. Me dijo: “Si la cosa se pone fea, busca a la niña de las tortas. Ella tiene el libro” .
El libro.
Saqué de mi cajón el pequeño cuaderno de cuero gastado que Don Jorge me había dado antes de morir. Ese cuaderno que yo había defendido ante la General Sandoval como si fuera mi vida.
Lo abrí. Las páginas estaban llenas de la letra temblorosa de Jorge. Nombres, fechas, y secuencias de números que yo nunca había entendido .
—Dime la fecha de lo que viste, Mateo.
—14 de febrero de este año.
Busqué en las últimas páginas. Don Jorge había seguido escribiendo hasta casi el final. Encontré una entrada con fecha de febrero. No decía mucho, solo una serie de números: 45-90-Z. Y al lado, un nombre: “El Cerrajero”.
—¿Te suena “El Cerrajero”? —le pregunté a Mateo.
Él palideció.
—Es una leyenda. Dicen que es el que arregla los archivos. El que borra a la gente del sistema para que parezca que nunca sirvieron.
—Pues vamos a buscarlo —dije, cerrando el cuaderno con un golpe seco—. Porque Don Jorge no escribió esto para recordar el clima. Lo escribió para que nosotros pudiéramos pelear.
CAPÍTULO 4: LA BÚSQUEDA DEL CERRAJERO
La General Sandoval estaba en Washington en una conferencia, así que estaba sola en esto. Si le llamaba a sus subordinados, corría el riesgo de alertar a las mismas personas de las que Mateo huía.
Pasé dos noches sin dormir descifrando el cuaderno. Resultó que los números no eran coordenadas, eran números de teléfono antiguos, incompletos. Don Jorge, en su genialidad paranoica, había usado un cifrado simple: los números correspondían a versos de canciones de José Alfredo Jiménez que solíamos tararear en la parada.
Logré armar un número local. Marqué.
—¿Bueno? —contestó una voz rasposa, de fumador empedernido.
—Busco al Cerrajero. De parte del Fantasma de la Parada 47.
Hubo un silencio largo.
—El Fantasma está muerto.
—Pero su cuaderno no. Y tengo a un chico aquí, un tal Mateo, que dice que vio pájaros sin matrícula en la Sierra.
El hombre al otro lado soltó una risa seca.
—Nos vemos en una hora. Mercado de Jamaica. Puesto de flores “La Abundancia”. Ve sola.
Dejé a Mateo encerrado en la oficina con llave y comida para tres días.
—Si no regreso en dos horas —le dije a Sofía—, le hablas a este número. Es la línea directa de la General.
El Mercado de Jamaica es un laberinto de colores y olores. Flores, elotes, muerte y vida mezclados. Llegué al puesto. Un hombre anciano, en silla de ruedas, estaba arreglando un ramo de girasoles. Le faltaba una pierna.
—¿Tú eres la enfermera? —preguntó sin mirarme.
—Soy Alejandra.
—Jorge hablaba mucho de ti. Decía que tenías agallas, aunque hacías un café terrible.
Sonreí con tristeza.
—Era café soluble barato. Hacía lo que podía.
—Soy “El Cerrajero”. O lo era. Yo falsificaba las bajas médicas para proteger a los muchachos que sabían demasiado. Les daba una identidad nueva para que el sistema no los matara. Jorge fue mi mejor obra… hasta que su mente se rompió y se escapó a la calle.
—Mateo necesita ayuda. Lo quieren borrar, pero de la manera mala.
El anciano me miró. Tenía los ojos grises, cansados de ver tanta corrupción.
—No puedo darle una identidad nueva, niña. Ya no tengo acceso a las impresoras. Pero puedo darte algo mejor. El archivo real de su unidad. La orden de operación firmada.
—¿Cómo tienes eso?
—Porque yo nunca borro nada sin guardar una copia. Es mi seguro de vida. Igual que ese cuaderno.
Metió la mano bajo las flores y sacó una USB vieja y oxidada.
—Aquí está la bitácora de vuelos de ese día. Si esto sale a la luz, ruedan cabezas de generales. Úsalo con cuidado. Jorge murió protegiendo secretos como este.
CAPÍTULO 5: LA NEGOCIACIÓN
Regresé a la oficina con la USB quemándome el bolsillo. Pero no podía simplemente publicarlo en internet. Si lo hacía, matarían a Mateo antes de que el video cargara. Necesitaba apalancamiento.
Llamé al contacto que la General Sandoval me había dejado para “emergencias extremas”. Un Teniente Coronel del área jurídica.
La reunión fue en mi oficina. El Teniente Coronel, un hombre rígido llamado Vargas, llegó con dos escoltas.
—Señorita Martínez, ¿para qué es este circo? Tenemos reportes de que alberga a un desertor.
—No es un desertor —dije, poniendo la USB sobre el escritorio—. Es un testigo protegido de la Fundación.
—Entréguemelo. Será juzgado por una corte marcial.
—No lo creo —conecté la USB a mi laptop y giré la pantalla. Mostré el documento escaneado: la bitácora de vuelo del 14 de febrero, firmada por un General de División que Vargas conocía muy bien—. Porque si Mateo pisa una celda, este archivo llega a la prensa, al Presidente y a la Corte Internacional en menos de cinco minutos.
Vargas se puso pálido. Leyó la pantalla. Sudó.
—Esto… esto es material clasificado nivel 1. Tener esto es traición a la patria.
—Traición es usar soldados mexicanos para cargar cajas ilegales —respondí, sintiendo el “fuego” del que hablaba Don Jorge subir por mi garganta —. Esto es lo que va a pasar, Coronel. Usted va a procesar la baja de Mateo por “motivos médicos honorables”. Le va a dar su pensión completa retroactiva. Y va a borrar cualquier orden de búsqueda en su contra.
—Eso es chantaje.
—No, Coronel. Es justicia burocrática. Aprendí del mejor. —Toqué el cuaderno de cuero sobre mi mesa—. Ustedes tienen las armas, pero nosotros tenemos la memoria. Y la memoria es más peligrosa.
Vargas me miró con odio, pero luego miró la pantalla otra vez. Sabía que estaba acorralado.
—Tengo que hacer unas llamadas —dijo, sacando su celular.
—Hágalas. Aquí espero. Tengo café y galletas.
CAPÍTULO 6: EL FINAL DEL DÍA
Tres horas después, Mateo salió de la oficina con un documento temporal sellado que lo acreditaba como veterano en retiro con pensión por discapacidad. Vargas se había ido, furioso, pero derrotado.
Mateo lloraba en silencio, abrazando su mochila.
—Gracias —me dijo—. No sé cómo pagarte.
—No me pagues a mí. —Saqué el termo abollado de Don Jorge que Mateo había traído—. Págale a él. Vive una vida buena. Sé feliz. Eso es lo que más les duele a los que te querían destruir.
Mateo se fue. Me quedé sola en la oficina. Ya era de noche. La lluvia había empezado de nuevo, golpeando los cristales de la vieja casona.
Abrí el cuaderno de Don Jorge una última vez. Busqué la página donde había encontrado el número del Cerrajero. Abajo, en una letra casi ilegible, había una nota que no había visto antes:
“Alejandra: Si estás leyendo esto y usaste al Cerrajero, significa que te metiste en problemas grandes. Bien hecho. No dejes que te asusten los trajes caros. Recuerda: ellos trabajan para el país, pero tú trabajas para la gente. Cómete un sándwich y sigue peleando.”
Cerré el cuaderno y sonreí. Mis deudas personales ya estaban pagadas, tenía un sueldo, tenía un departamento. Pero Don Jorge tenía razón. La verdadera riqueza no era esa.
La verdadera riqueza era poder mirar a un general a los ojos y no parpadear, porque sabes que tienes la verdad de tu lado.
Me levanté, apagué la luz y salí a la lluvia. Esta vez no abrí el paraguas. Dejé que el agua me mojara la cara, recordando esa mañana en la parada del autobús, cuando un viejo “loco” me enseñó que, a veces, la única forma de sobrevivir a la tormenta es volverse parte de ella.
(FIN DE LA HISTORIA PARALELA)