LE DIJE QUE PARECÍA “TINACO” Y LA CAMBIÉ POR UNA “FRESA”. AHORA ELLA ES MILLONARIA Y YO NO TENGO NI PARA EL METRO.

PARTE 1

 

Capítulo 1: El Espejismo de la Perfección

Me llamo Emiliano. Hace algunos años, si caminabas por las calles del centro de la Ciudad de México y preguntabas por mí, todos sabían quién era. “El Inge Emiliano”, me decían, aunque nunca terminé la carrera. Tenía un negocio de importación de electrónica que crecía como la espuma, vestía camisas de marca planchadas al almidón y siempre olía a perfume caro, de esos que dejan estela cuando pasas.

Me encantaba que la gente me mirara. Me alimentaba de la envidia de los demás. Mi camioneta, mi reloj, y por supuesto, mi esposa: Citlali.

Citlali era la definición de la belleza mexicana clásica. Piel morena, ojos grandes y bondadosos, y una voz tan suave que te calmaba con solo decir “buenos días”. Cuando nos casamos, las tías decían que éramos la pareja de telenovela. “Belleza y dinero”, decían. En esos primeros años, yo la trataba como si fuera de cristal. La llevaba al supermercado de la mano, le abría la puerta del coche y le decía frente a todos: “Miren nada más qué suerte tengo, la mujer más guapa de la colonia es mía”.

Ella se sonrojaba, bajaba la mirada y me decía: “Ay, Emiliano, cállate que me chiveas”. Pero a mí me encantaba. O al menos, me encantaba cómo me hacía ver ante los demás.

Todo era perfecto en nuestro pequeño reino de superficialidad hasta que Citlali quedó embarazada. Recuerdo el día que me dio la noticia; sus ojos brillaban más que nunca. —Emiliano, vamos a ser papás —me dijo, temblando de emoción. Yo la levanté en brazos, feliz. “¿Un hijo mío? ¡Va a ser el heredero del imperio!”.

Pero después del parto, la realidad golpeó mi vanidad. El cuerpo de Citlali cambió drásticamente. Su vientre, antes plano, quedó suave y abultado. Sus caderas se ensancharon. Su cara se redondeó. Ya no le cerraban sus vestidos entallados. Y yo, en lugar de ver a la madre de mi hijo, empecé a ver un defecto en mi “imagen perfecta”.

Al principio fueron comentarios sutiles. —Oye, amor, ¿no crees que deberías pedir ensalada en lugar de tacos? —Ese vestido como que ya no te favorece, ¿no? Se te marca la lonja.

Citlali intentaba reírse, pero yo veía cómo se le apagaba el brillo en los ojos. Una noche, teníamos una cena importante. Ella salió del cuarto con un vestido rojo que solía encantarme. —¿Cómo me veo? —preguntó tímida. Hice una mueca de disgusto. —Híjole, Citlali. El rojo te hace ver… masiva. Mejor ponte algo negro, dicen que el negro adelgaza. Ella bajó la cabeza. —Pero siempre dijiste que el rojo era tu favorito en mí. —Lo era cuando te quedaba —mascullé, revisando mi celular—. Ahora parece que traes una funda de coche. Cámbiate.

Esa fue la primera vez que le rompí el corazón, pero no sería la última.

Capítulo 2: La Broma que Destruyó Todo

Los meses pasaron y mi crueldad creció al mismo ritmo que mi ego. Llegaba tarde a casa a propósito para no verla. Cuando ella me servía mi platillo favorito, Mole de Olla, yo lo empujaba. —Demasiada grasa. Con razón estás como estás —le decía. Ella se iba a llorar al cuarto del bebé, Iker, mientras yo me quedaba viendo la tele, sintiéndome la víctima porque mi esposa ya no era una modelo.

Ella intentó todo. Se levantaba a las 5 de la mañana a correr por la Alameda, tomaba jugos verdes, se mataba de hambre. Pero mi desprecio era un pozo sin fondo. Nada de lo que hiciera era suficiente.

El punto de quiebre llegó un domingo. Mi compadre Toño celebraba su cumpleaños en un jardín de fiestas por el sur de la ciudad. Había mucha gente: socios, amigos de la infancia, y sus esposas, todas arregladas, operadas y “perfectas”.

Citlali iba con un vestido discreto, intentando pasar desapercibida. Estábamos en la mesa principal, bebiendo tequila y riendo. —Oye, Emiliano —dijo uno de mis amigos, ya medio borracho—, dale un beso a tu mujer, que están muy callados. ¡Que se vea el amor!

El ambiente se tensó. Yo miré a Citlali, que comía un poco de arroz con pena. Solté una risa seca y cruel. —¿Amor? No, compadre. Ahorita no puedo acercarme mucho, no vaya a ser que me coma a mí también. Si ven que Citlali no tiene llenadera.

Hubo un silencio incómodo, pero algunos soltaron risitas nerviosas. Yo, envalentonado por el alcohol y mi propia estupidez, continué: —Es que miren nada más… Antes era una varita de nardo, y ahora parece tinaco de azotea mal amarrado. Me sale más caro vestirla que brincarla.

La carcajada general estalló, pero fue una risa fea, hiriente. Citlali se congeló. El tenedor cayó de su mano haciendo un ruido metálico contra el plato. Se puso roja, luego pálida. Me miró con unos ojos que ya no tenían amor, solo un dolor profundo e infinito.

—¿Por qué dices eso? —susurró, con la voz quebrada. —Ay, ya, no seas dramática. Es una broma —le dije, restándole importancia—. Si no quieres que se rían, pues deja de comer.

Citlali se levantó despacio. No gritó. No hizo un escándalo. Solo tomó su bolsa y salió del jardín caminando con la cabeza en alto, aunque yo sabía que por dentro estaba destrozada.

Cuando llegué a casa esa noche, borracho y molesto porque ella se había ido “sin permiso”, la encontré en la sala. Tenía dos maletas grandes y a Iker en brazos. —¿A dónde vas con el niño? —pregunté, arrastrando las palabras. —Me voy, Emiliano. —¿Te vas? —Solté una carcajada—. ¿A dónde vas a ir tú? Si no trabajas, si no eres nadie sin mí. Regresa al cuarto y deja de hacer berrinche. —Prefiero no ser nadie en la calle, que ser la burla en mi propia casa —me dijo con una firmeza que nunca le había escuchado—. Te amé cuando no tenías nada, Emiliano. Cuando vendías discos piratas en el metro. Pero tú ya no eres ese hombre. Ahora solo eres un envase vacío.

Se dio la media vuelta y salió. Escuché el taxi arrancar. Me serví otro trago y pensé: “Mejor. Me quitó un peso de encima. Ahora sí voy a vivir la vida que me merezco”.

¡Qué equivocado estaba! Si hubiera sabido que esa noche estaba firmando mi sentencia de muerte, habría corrido tras ese taxi de rodillas.

PARTE 2: LA CAÍDA Y EL ESPEJISMO

 

CAPÍTULO 3: EL ECO DE LA CRUELDAD

 

Los días en nuestra casa en la colonia Del Valle se habían convertido en un campo de batalla silencioso. No había gritos constantes, no había platos rotos, pero había algo peor: una indiferencia helada que yo, Emiliano, administraba con la precisión de un cirujano.

Citlali intentaba desesperadamente recuperar al hombre con el que se había casado. Recuerdo una mañana en particular. Ella se había unido a un grupo de señoras que hacían zumba en el parque de los Venados. Regresó a casa empapada en sudor, con la cara roja por el esfuerzo, pero con una chispa de esperanza en los ojos que hacía mucho no veía.

Yo estaba en el comedor, revisando correos en mi iPad y tomando un café expreso. Ella entró, respirando agitadamente. —Emiliano —dijo, tratando de sonreír—, hoy aguanté la clase completa. La instructora dice que tengo buena resistencia.

Levanté la vista apenas un segundo, escaneando su cuerpo envuelto en ropa deportiva que, a mi juicio cruel, no le favorecía. —Pues a ver si se nota pronto, ¿no? —solté con desdén—. Porque sudar no es lo mismo que adelgazar. No te vayas a comer tres tortas ahorita para “recuperar energías”.

Su sonrisa se desmoronó instantáneamente. Fue como ver una flor marchitarse en cámara rápida. —Solo me voy a tomar un licuado —susurró, bajando la cabeza y caminando hacia la cocina.

Yo no sentí culpa. En ese momento, sentía que le estaba haciendo un favor. “Alguien tiene que decirle la verdad”, pensaba. Mi ego me decía que yo era el premio y que ella tenía que trabajar duro para merecerme. Qué equivocado estaba.

La situación llegó a su punto de no retorno unas semanas después. Había organizado una reunión en la casa para ver el Clásico Nacional. América contra Chivas. Invité a mis socios, a mis compadres del club de golf y a sus esposas. Quería presumir mi pantalla de 85 pulgadas, mi bar surtido y mi éxito.

Citlali se había pasado todo el día cocinando. Hizo tinga, pata, chicharrón en salsa verde, guacamole. La casa olía delicioso. Cuando llegaron los invitados, ella salió de la cocina con una charola llena de tostadas. Llevaba un vestido azul marino que intentaba disimular su figura, pero yo solo veía “fallas”.

—¡Qué hubo, mi Emi! —gritó el “Beto”, uno de mis socios más odiosos pero con más dinero—. Oye, qué bien te tratan, hermano. Mira nada más este banquete. Citlali sonrió tímidamente y ofreció la charola. —Bienvenida, Citlali —dijo la esposa de Beto, una mujer operada y estirada que siempre me caía mal, pero que representaba el estatus que yo quería—. Te ves… repuesta. ¿Estás comiendo bien, verdad?

El comentario llevaba veneno, y todos lo notaron. Hubo un silencio incómodo. Citlali se puso roja de vergüenza. Yo tenía dos opciones: defender a mi esposa, la madre de mi hijo, la mujer que me apoyó cuando yo no tenía ni para el metro… o unirme a la manada.

Elegí ser un cobarde.

Solté una carcajada fuerte, golpeando la mesa. —¿Repuesta? —dije, mirando a Citlali con burla—. Nombre, si Citlali no come, ella devora. Le digo que deje algo para los invitados, pero creo que se está comiendo mis ganancias.

Las risas estallaron en la sala. Risas de borrachos, risas crueles. —¡Ay, Emiliano, qué manchado! —dijo alguien entre carcajadas. Pero yo no paré. La adrenalina de ser el “gracioso” del grupo me intoxicó. —Es la verdad. Mírenla. Antes era una guitarra, ahora es un tololoche. Ya le dije que si sigue así, le voy a tener que cobrar renta por metro cuadrado que ocupa en la cama.

Citlali se quedó paralizada en medio de la sala. La charola temblaba en sus manos. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no eran lágrimas de tristeza, eran de una humillación tan profunda que le quemaba el alma. Me miró, y por primera vez en años, no vi amor en su mirada. Vi decepción.

Dejó la charola sobre la mesa con un golpe seco que silenció las risas por un segundo. Se dio la vuelta y caminó hacia la recámara sin decir una palabra. —¡Uy, se enojó la patrona! —gritó Beto. —Déjala —dije yo, sirviéndome otro tequila—. Al rato se le pasa con un chocolate.

La fiesta siguió, pero el ambiente se sentía pesado. Cuando el último invitado se fue, entré a la recámara, mareado y arrogante. Citlali estaba sacando ropa del clóset y metiéndola en unas bolsas negras de basura. —¿Qué haces? —pregunté, aflojándome la corbata. —Me voy, Emiliano. Me recargué en el marco de la puerta y me reí. —¿Te vas? ¿A dónde? No seas ridícula. Son las dos de la mañana. Deja ese drama para tu telenovela.

Ella se detuvo y me enfrentó. Sus ojos estaban hinchados, pero su voz era firme, una firmeza que me desconcertó. —Me humillaste frente a todos. Me trataste como si fuera un objeto defectuoso. Yo soy tu esposa, Emiliano. Soy la madre de Iker. —Solo fue un chiste, Citlali. Tienes la piel muy delgada… bueno, metafóricamente, porque de lo demás te sobra.

Ella cerró los ojos y respiró hondo, como si estuviera tomando fuerza de algún lugar divino. —Te amé cuando vendías fundas de celulares en el Eje Central. Te amé cuando vivíamos en ese cuarto de azotea donde se metía el agua. Te amé cuando nadie daba un peso por ti. Pero tú… tú te has convertido en un monstruo. Te has enamorado de tu propio reflejo y ya no hay espacio para nadie más.

—¡Pues lárgate! —grité, herido en mi orgullo—. ¡Lárgate si tanto te molesta! A ver quién te mantiene. A ver quién quiere a una mujer que se descuidó tanto. ¡Me estás haciendo un favor!

Citlali cargó a Iker, que dormía ajeno a todo, tomó sus bolsas y caminó hacia la puerta. Antes de salir, se giró una última vez. —Ojalá nunca sientas lo que yo sentí hoy, Emiliano. Porque el día que la vida te cobre esta factura, no vas a tener con qué pagarla.

Cerró la puerta. El sonido del cerrojo hizo eco en la casa vacía. Me serví otro trago y brindé con mi propio reflejo en el espejo. —Salud por la libertad —dije. Pero el tequila me supo amargo.


CAPÍTULO 4: ORO FALSO Y BARRO AUTÉNTICO

 

La mañana siguiente, la casa se sentía extraña. No había olor a café, no se escuchaban las caricaturas de Iker en la televisión. Había un silencio sepulcral que intenté llenar prendiendo el estéreo a todo volumen.

“Mejor así”, me dije. “Sin estorbos”.

No pasó ni un mes cuando conocí a Valeria. Fue en la inauguración de un restaurante en Masaryk. Ella estaba en la barra, con un vestido plateado que parecía hecho de luz líquida. Era rubia, alta, con esa nariz perfilada que cuesta cincuenta mil pesos y una actitud de reina del mundo.

Me acerqué con mi mejor traje y mi reloj más caro visible. —¿Esperas a alguien o puedo invitarte un trago? Ella me escaneó. Sus ojos recorrieron mi marca de ropa, mis zapatos italianos y mi reloj suizo. Aprobó el examen. —Me llamo Valeria —dijo con una voz estudiada, ronca y sensual. —Emiliano. Y creo que acabo de encontrar lo que le faltaba a mi vida.

Valeria era todo lo opuesto a Citlali. Era “fresa”, sofisticada, viajada. No sabía cocinar ni un huevo estrellado, pero sabía pedir champaña en francés. Me enganché como un adolescente. Sentía que con ella a mi lado, mi imagen estaba completa. Ella era el trofeo que le decía al mundo: “Emiliano triunfó”.

Empezamos a salir y mi vida se convirtió en una pasarela. Cenas en los mejores lugares, fines de semana en Tulum, ropa de diseñador. Valeria no pedía, Valeria exigía. —Bebé, necesito ese bolso Louis Vuitton. Es edición limitada. —Claro, mi amor. Lo que tú quieras.

Mis amigos me aplaudían. —¡Ahora sí, Emi! ¡Te conseguiste una de primera división! —me decía Beto. Y yo me inflaba como pavo real.

Nos casamos a los seis meses. Una boda espectacular. Pero mientras yo vivía en mi nube de superficialidad, ignoraba las grietas que empezaban a aparecer.

Valeria no tenía empatía. Era fría. Recuerdo una tarde que mi madre, Doña Lucha, vino a visitarnos. Mi madre es una mujer de pueblo, sencilla, con manos curtidas por el trabajo. Trajo una olla de tamales que había hecho especialmente para mí. —Mijo, te traje los de rajas que te gustan —dijo mi mamá con su sonrisa tierna.

Valeria entró a la cocina, arrugando la nariz como si oliera a basura. —Oye, Emiliano, dile a tu mamá que no traiga esa comida grasosa a mi casa. Luego la cocina huele a puesto de garnachas por tres días. Mi sangre hirvió, pero no por defender a mi madre. Hirvió de vergüenza porque Valeria tuviera razón según mis nuevos estándares retorcidos. —Mamá, por fa, llévatelos. Aquí estamos a dieta —le dije a mi propia madre, empujándola suavemente hacia la salida.

Vi cómo los ojos de mi madre se llenaban de lágrimas, igual que los de Citlali aquella noche. —Hijo, el dinero te cambió el corazón por una piedra —me dijo antes de irse. Cerré la puerta y abracé a Valeria, diciéndome a mí mismo que eran “daños colaterales” del éxito.

Mientras tanto, en algún lugar de Iztapalapa, la realidad de Citlali era muy distinta. Ella me lo contaría mucho tiempo después, pero en esos meses, Citlali tocó fondo. Vivía en un cuarto de azotea de tres por tres metros. Sin muebles, durmiendo en un colchón prestado con Iker.

Lloró mares. Se miraba al espejo y se odiaba. Escuchaba mis insultos en su cabeza una y otra vez: “Tinaco”, “Inútil”, “Nadie te va a querer”. La depresión la mantuvo en cama una semana entera, apenas levantándose para darle de comer al niño.

Pero el hambre es canija, y el amor de madre es más fuerte que cualquier tristeza. Un día, Iker le pidió leche y no había. Citlali revisó su monedero: veinte pesos. No tenía nada más. Se secó las lágrimas, se lavó la cara y tomó una decisión.

—No voy a dejar que mi hijo pase hambre por culpa de un hombre que no vale nada —se dijo.

Con esos veinte pesos compró masa y unos chiles. Hizo gorditas. Salió a la calle, con Iker amarrado a su espalda con un rebozo, y se puso afuera de una obra en construcción. —¡Gorditas calientes! ¡Recién hechas!

Su voz temblaba al principio. Le daba vergüenza. Ella había sido la esposa del “Ingeniero Emiliano”, y ahora vendía comida en la banqueta. Pero cuando el primer albañil probó su comida, abrió los ojos sorprendido. —Oiga, seño, esto está buenísimo. Deme otras dos.

Ese día vendió todo. Ganó cien pesos. Al día siguiente invirtió esos cien y ganó trescientos. Citlali tenía un don. Su sazón no era normal; tenía ese toque de “hogar” que la gente extrañaba. Poco a poco, la mujer que yo había roto empezó a pegarse a sí misma, pieza por pieza. Ya no le importaba si estaba gorda o flaca. Sus brazos se volvieron fuertes de amasar, sus piernas resistentes de caminar.

Empezó a sentirse orgullosa. Cada moneda que ganaba era suya. Nadie se la regalaba, nadie la humillaba por ella. Encontró un grupo de apoyo en la iglesia local. Mujeres que, como ella, habían sido rotas por la vida. Allí entendió que su valor no estaba en la talla de su vestido, sino en la fuerza de su espíritu.

Mientras Citlali construía cimientos de roca, yo estaba construyendo castillos sobre arena movediza. El estilo de vida de Valeria era insostenible. Mis tarjetas de crédito estaban al tope. Empecé a sacar dinero de la empresa para pagar sus viajes, sus joyas, sus caprichos. —Es una inversión —me decía a mí mismo—. Tengo que mantener la imagen. Si ven que tengo dinero, más clientes llegarán.

Pero los clientes no llegaban. Al contrario, mi arrogancia los alejaba. Empecé a tratar mal a mis empleados, a llegar tarde, a descuidar los pedidos. Y Valeria… Valeria era un pozo sin fondo. Nunca era suficiente. —Emiliano, mi amiga se fue a Dubai. ¿Por qué nosotros no vamos? —Emiliano, este coche ya tiene un año, necesito el nuevo.

Yo sentía la soga apretando mi cuello, pero mi orgullo no me dejaba frenar. No quería admitir que me había equivocado. No quería admitir que extrañaba la paz, que extrañaba llegar a casa y que alguien me preguntara “¿cómo te fue?” con interés real, no solo para ver si había traído regalos.

Una noche, llegué a casa estresado. Una aduana me había retenido mercancía y necesitaba medio millón de pesos para liberarla. No los tenía. Encontré a Valeria en la sala, hablando por teléfono, riendo coquetamente. —Cuelga, tenemos que hablar —le dije seco. Ella me miró con fastidio y colgó. —¿Qué quieres? Estoy ocupada. —Necesito que le bajemos a los gastos, Valeria. La empresa está pasando por un bache. Necesito que devuelvas el reloj que te compré ayer. Valeria se levantó del sofá como si le hubiera dado una cachetada. —¿Qué? ¿Estás loco? Yo no devuelvo nada. Si no puedes mantenerme, dímelo de una vez. No me casé contigo para vivir miserias. —¡Es temporal! —grité—. ¡Solo apóyame! Citlali me apoyaba cuando comíamos atún y galletas. ¿Por qué tú no puedes?

El nombre salió de mi boca sin pensarlo. El silencio que siguió fue mortal. Valeria soltó una risa fría, venenosa. —Ah, con que comparándome con la gorda esa. Pues mira, Emiliano, yo no soy ella. Yo no soy conformista. Si tú no puedes darme el nivel que merezco, créeme que hay una fila de hombres allá afuera que sí pueden.

Esa noche durmió en el cuarto de huéspedes. Yo me quedé en la cama principal, mirando el techo, sintiendo por primera vez el terror real de que mi vida de oropel estaba a punto de colapsar. Y en el fondo de mi mente, una imagen me atormentaba: Citlali sonriendo, ofreciéndome un plato de mole, con una mirada llena de amor que yo, estúpidamente, había despreciado.

PARTE 2: EL PRECIO DE LA TRAICIÓN

 

CAPÍTULO 5: LA ESTOCADA FINAL

 

La caída no sucedió de la noche a la mañana; fue una agonía lenta y dolorosa. Mi empresa, “Electrónica Emi”, que alguna vez fue la joya de la colonia, empezó a sangrar.

Primero fueron los proveedores. —Inge, ya no le podemos fiar. Nos debe tres facturas —me dijo Don Rigo, mi proveedor de confianza de toda la vida. Yo, con mi soberbia intacta, le grité: —¡Pues no me fíes! Al cabo que hay miles como tú. Pero no los había. Y los que había, cobraban el doble.

En casa, la situación con Valeria era insoportable. Ella vivía en una realidad paralela. Mientras yo hacía malabares para pagar la nómina de mis empleados, ella llegaba con bolsas de Palacio de Hierro. —Mira, bebé, me compré unos zapatos divinos. Solo costaron doce mil pesos. ¡Una ganga!

Sentí un nudo en el estómago. —Valeria… no tengo para pagar la luz del local. ¿En serio te gastaste doce mil pesos en zapatos? Ella rodó los ojos, aburrida. —Ay, Emiliano, qué flojera contigo y tu pobreza mental. Si trabajaras más y te quejaras menos, tendríamos para todo. No me arruines mi vibra.

Esa noche, no pude dormir. Miraba el techo, sudando frío. Sabía que el SAT (Hacienda) me estaba buscando por inconsistencias. Sabía que debía meses de renta. Sabía que estaba al borde del abismo.

El golpe mortal llegó un martes gris. Llegué a la oficina temprano para intentar negociar un préstamo. Mi contador, el licenciado Ramírez, me esperaba en la puerta. Estaba pálido, temblando.

—¿Qué pasa, Ramírez? ¿Por qué esa cara? —Señor… tiene que ver esto.

Entramos y me mostró la pantalla de la computadora. La cuenta bancaria de la empresa. Esa cuenta donde debíamos tener casi dos millones de pesos para pagar impuestos y liquidaciones. Saldo: $450.00 MXN.

El mundo se me vino encima. Las rodillas me fallaron y tuve que agarrarme del escritorio. —¿Qué es esto? ¿Un error del sistema? —No, señor —Ramírez tragó saliva—. Hubo tres transferencias internacionales anoche. A una cuenta en Panamá. Y… bueno, la tarjeta corporativa adicional, la que tiene su esposa, fue usada para retirar el límite de efectivo en cajeros y joyerías.

Sentí que me faltaba el aire. Saqué mi celular y marqué el número de Valeria. “El número que usted marcó se encuentra apagado o fuera del área de servicio”.

Salí corriendo de la oficina, me subí a mi camioneta (que ya debía tres mensualidades) y volé hacia la casa. Me pasé dos semáforos en rojo. El corazón me latía tan fuerte que pensé que me daría un infarto ahí mismo.

Al llegar, la puerta del garaje estaba abierta. Mal presagio. Entré corriendo. —¡Valeria! —grité. Silencio.

Subí las escaleras de dos en dos. Entré a la recámara principal. Parecía que había pasado un huracán. Los cajones estaban abiertos y tirados en el piso. El clóset, donde guardaba sus abrigos de piel y vestidos de diseñador, estaba vacío. La caja fuerte, esa que estaba escondida detrás del cuadro, estaba abierta de par en par. Se había llevado todo. El efectivo de emergencia, los relojes de mi abuelo, mis cadenas de oro.

En la cama, perfectamente tendida, había una nota escrita en una hoja de servilleta. Me acerqué con las manos temblando. Decía:

“Emiliano: Me aburrí. Me voy con alguien que sí pueda mantenerme como la reina que soy. No me busques, ya estoy lejos. Ah, y gracias por el financiamiento de mi nueva vida. PD: Tenías razón, tu ex cocinaba mejor. Tú no sirves ni para eso.”

Caí de rodillas. Un grito desgarrador salió de mi garganta, un sonido animal, mezcla de furia y dolor. No lloraba por amor. Lloraba porque me di cuenta de que fui el tonto más grande de México. Había cambiado a una mujer que hubiera dado la vida por mí, por una ladrona que me dejó sin calzones.

Esa noche, solo, en una casa vacía que ya no podía pagar, entendí el verdadero significado de la palabra soledad. No tenía dinero. No tenía amigos (porque todos eran amigos del dinero, no míos). No tenía familia. Estaba completamente arruinado.


CAPÍTULO 6: EL FONDO DEL POZO Y EL VUELO DEL ÁGUILA

 

Los meses siguientes fueron un borrón de vergüenza y miseria. El banco me quitó la casa. La agencia me quitó la camioneta. Tuve que vender hasta la ropa de marca para poder comer.

Terminé rentando un cuarto de azotea en una vecindad por la colonia Doctores. Irónico, ¿no? El mismo tipo de lugar del que saqué a Citlali burlándome de ella, ahora era mi palacio. Conseguí trabajo como “chalán” en un taller mecánico. Yo, el “Ingeniero”, ahora pasaba los días lleno de grasa, tirado bajo coches viejos, recibiendo órdenes de un jefe que ni la primaria había terminado.

—¡Órale, Emiliano! ¡Pásame la llave de cruz, muévete que pareces tortuga! —me gritaba el maestro mecánico. —Sí, jefe, ahí voy —respondía yo, bajando la cabeza, tragándome mi orgullo con cada palabra.

Cada noche, al llegar a mi cuartucho, comía atún directo de la lata y pensaba en ella. En Citlali.

Mientras yo me hundía en el lodo, Citlali estaba tocando el cielo. No fue magia. Fue sudor. Después de meses vendiendo gorditas en la banqueta, la fama de su sazón explotó. La gente hacía fila de dos cuadras solo para probar su “Taco de la Abuela”. Un día, una señora elegante bajó de un coche último modelo y probó sus guisados.

—Oye, mujer, esto es oro molido —le dijo la señora—. Soy dueña de una empresa de banquetes para eventos corporativos. Necesito a alguien que maneje la cocina mexicana auténtica. ¿Te interesa?

Citlali tuvo miedo al principio, pero pensó en Iker. Su hijo ya iba al kínder y necesitaba uniformes, libros, un futuro. Aceptó.

Con el anticipo que le dieron, rentó un pequeño local formal. Nada lujoso, pero limpio y digno. Lo pintó ella misma de color rosa mexicano y le puso un letrero de madera: “Cocina Citlali: Sazón de Hogar”.

El día de la inauguración, no hubo prensa ni drones como en mi boda con Valeria. Pero hubo algo más valioso: comunidad. Estaban las vecinas que le prestaron ollas cuando no tenía. Estaba el cura de la iglesia que le dio ánimos. Estaban sus clientas fieles. Y estaba Iker, corriendo feliz con un globo en la mano, gritando: “¡Es el restaurante de mi mamá!”.

Citlali cortó el listón con lágrimas en los ojos. No eran lágrimas de tristeza. Eran lágrimas de quien ha caminado sobre vidrios rotos y ha llegado al otro lado sin desangrarse. Ese día, ella se miró en el espejo del baño de su local. Llevaba un vestido sencillo floreado. Seguía teniendo curvas, seguía sin ser una modelo de revista. Pero se vio hermosa. Se vio poderosa. —Lo lograste, chaparrita —se dijo a sí misma—. Sin él. A pesar de él.

Mientras ella celebraba, yo vivía mi momento más bajo. Era Navidad. Las calles de la ciudad estaban llenas de luces y gente feliz comprando regalos. Yo tenía cincuenta pesos en la bolsa. No quería estar solo, así que hice lo único que me quedaba: fui a casa de mi madre.

Toqué la puerta con vergüenza. Mi madre, Doña Lucha, abrió. Me vio flaco, barbón, con la ropa desgastada. No me regañó. No me dijo “te lo dije”. Las madres mexicanas tienen ese corazón que perdona lo imperdonable. —Pásale, mijo —dijo suavemente—. Acabo de calentar ponche.

Me senté en la mesa de la cocina, esa misma mesa que Valeria había despreciado. Lloré. Lloré como un niño chiquito recargado en el pecho de mi madre. —Mamá, lo perdí todo. Soy una basura. Mi madre me acarició el pelo sucio. —No perdiste todo, Emiliano. Perdiste lo que te sobraba: la soberbia. Ahora que estás vacío, es cuando puedes empezar a llenarte de cosas que sí valen la pena.

—La extraño, mamá —sollocé—. Extraño a Citlali. Extraño a mi hijo. —Ella está bien, mijo. Está volando alto. Y tú… tú tienes que aprender a caminar de nuevo antes de intentar volar.

Esa noche, dormí en mi antigua cama de soltero. Por primera vez en años, dormí sin pastillas, sin alcohol. Dormí con la paz del que ya no tiene nada que perder, porque ya lo ha perdido todo. Pero el destino, que es caprichoso, no había terminado con nosotros. Faltaba el encuentro final. El momento donde la vida nos pondría cara a cara para cerrar el ciclo. Y yo no sabía si estaba listo para ver en lo que ella se había convertido.

CAPÍTULO 7: EL ENCUENTRO INEVITABLE

 

El destino tiene un sentido del humor muy macabro. Unos meses después de esa triste Navidad en casa de mi madre, mi jefe del taller mecánico me gritó desde la oficina.

—¡Emiliano! ¡Deja ese vocho y lávate las manos! Nos salió una urgencia. Se le descompuso la camioneta de reparto a una clienta muy importante en la colonia Roma. Quiere que vayamos ya porque tiene un evento. ¡Muévete!

Me limpié la grasa con una estopa sucia, agarré la caja de herramientas y me subí a la camioneta destartalada del taller. No tenía idea de que ese viaje iba a ser el más largo de mi vida.

Llegamos a un edificio precioso, una casona antigua remodelada con un letrero elegante en la entrada: “Corporativo Gastronómico C.O.”. Había gente entrando y saliendo, cargando arreglos florales y cajas de vino. —Órale, Emiliano, la camioneta está allá atrás —me ordenó mi jefe—. Es esa blanca, la nueva. Cámbiale la batería y checa el alternador. Y hazlo rápido, que la dueña es muy exigente.

Me metí debajo del cofre. El sol pegaba fuerte. Estaba sudando, con la cara manchada de aceite, batallando con una tuerca oxidada. De repente, escuché el taconeo. Unos pasos firmes, seguros, se acercaban por el pavimento. Y luego, esa voz. Esa voz que yo había silenciado tantas veces, ahora sonaba con una autoridad que me heló la sangre.

—Toño, asegúrate de que los Chiles en Nogada salgan a tiempo. No quiero excusas. El evento del Gobernador es a las 3:00 PM.

Se me cayó la llave inglesa. El ruido metálico resonó contra el piso. Me asomé lentamente por un costado del cofre. Ahí estaba. No era la Citlali tímida que se escondía en la cocina. No era la mujer que lloraba porque su esposo le decía gorda. Era una emperatriz. Llevaba un vestido sastre color marfil que resaltaba su piel morena. Su cabello, antes siempre amarrado en un chongo descuidado, ahora caía en ondas perfectas sobre sus hombros. Tenía un brillo en los ojos que no era maquillaje; era poder.

Mi jefe corrió hacia ella, quitándose la gorra con respeto. —¡Buenas tardes, Patrona! Aquí mi chalán ya está arreglando la unidad. En diez minutos queda.

Citlali se detuvo y miró hacia la camioneta. Miró hacia donde yo estaba escondido, temblando como un perro asustado. —Gracias, maestro —dijo ella—. Que quede bien, por favor.

Intenté agacharme más, hacerme invisible, desaparecer de la faz de la tierra. Pero el destino no me iba a dejar escapar tan fácil. —¡Emiliano! —gritó mi jefe—. ¡Sal de ahí y dile a la señora qué le falta a la camioneta!

No tuve opción. Salí de atrás del cofre. Lento. Humillado. Llevaba mi overol azul lleno de grasa negra. Tenía las uñas sucias. Me había dejado la barba porque no tenía ni para rastrillos decentes. Me levanté y quedé frente a ella.

El mundo se detuvo. Los ruidos de la calle se apagaron. Solo existía su mirada clavada en la mía. Citlali no parpadeó. No hubo gritos, no hubo drama. Hubo un silencio pesado, denso. Sus ojos recorrieron mi figura miserable, de pies a cabeza. Y luego, una sombra de reconocimiento cruzó su rostro.

—¿Emiliano? —preguntó, no con burla, sino con una incredulidad genuina. —Hola, Citlali —mi voz salió ronca, quebrada.

Mi jefe se quedó con la boca abierta. —¿Se conocen, jefa? Citlali no le contestó. Seguía mirándome. Yo esperaba que me gritara, que me corriera, que llamara a seguridad. O peor, que se riera de mí como yo me había reído de ella tantas veces.

Pero Citlali ya no operaba desde el rencor. Ella estaba en otro nivel. —Termina el trabajo, Emiliano —dijo con voz suave pero firme—. Cuando acabes, ve a mi oficina. Necesitamos hablar.

Se dio la media vuelta y entró al edificio, dejando una estela de perfume caro en el aire. Yo me quedé ahí, temblando, con la llave inglesa en la mano, sintiendo que el corazón se me iba a salir del pecho. Sabía que el juicio final había llegado.

CAPÍTULO 8: EL SABOR DEL ARREPENTIMIENTO

 

Terminé de arreglar la camioneta con las manos temblando. Mi jefe no dejaba de hacerme preguntas, pero yo no escuchaba nada. Me lavé las manos lo mejor que pude en una llave del patio y camine hacia la entrada de servicio. —La señora lo espera —me dijo un guardia de seguridad, mirándome con desconfianza.

Entré a su oficina. Era un espacio amplio, con ventanales grandes y aire acondicionado. Había fotos en la pared: Citlali recibiendo un premio de gastronomía, Citlali inaugurando un restaurante, y la más grande… una foto de ella abrazada con Iker. Iker, mi hijo. En la foto ya se veía grande, de unos seis años, sonriendo con los dientes chimuelos. Una punzada de dolor me atravesó el alma. Me había perdido todo.

Citlali estaba sentada detrás de un escritorio de caoba. —Siéntate —me dijo, señalando una silla frente a ella. Me senté, cuidando de no manchar la tela fina con mi ropa sucia.

—La vida da muchas vueltas, ¿verdad, Emiliano? —rompió el silencio. Bajé la cabeza. —Sí. Da muchas vueltas. —Te ves… cansado —dijo ella, sin sarcasmo. —Estoy acabado, Citlali. Perdí todo. La empresa, la casa, el dinero. Valeria me robó y se largó. Estoy viviendo en un cuartucho y trabajo de sol a sol para medio comer.

Ella asintió lentamente, juntando las manos sobre el escritorio. —Lo sé. Me enteré hace tiempo. —¿Lo sabías? —levanté la vista, sorprendido—. ¿Y no te alegraste? —Al principio, sí —confesó—. Cuando supe que te había dejado en la calle, sentí una satisfacción fea. Pensé: “Por fin paga”. Pero luego… luego me dio tristeza. Porque eres el padre de mi hijo. Y porque nadie merece caer tan bajo, ni siquiera tú.

Me resbalé de la silla y caí de rodillas frente a su escritorio. El orgullo ya no existía en mí. —Citlali, perdóname. Fui un estúpido. Fui un ciego. Tenía a la mejor mujer del mundo y la traté como basura por perseguir una fantasía. Te juro que he cambiado. Te juro que si me das una oportunidad, voy a ser el hombre que te mereces. Déjame volver. Déjame ver a Iker.

Lloré. Lloré con mocos y lágrimas, ensuciando la alfombra de su oficina. Citlali se levantó, rodeó el escritorio y se paró frente a mí. —Levántate, Emiliano.

Me puse de pie, esperando un abrazo, esperando el milagro. Pero ella mantuvo su distancia. —Te perdono, Emiliano. De verdad. Ya no tengo odio en mi corazón. El odio pesa mucho y yo necesito viajar ligera para llegar a donde voy. Suspiró y me miró directo a los ojos. —Pero no vamos a volver. —¿Por qué? —supliqué—. Puedo cambiar, puedo… —Porque tú no me quieres a mí, Emiliano —me interrumpió—. Tú quieres lo que ves ahora. Quieres a la mujer exitosa, a la “Patrona”, a la que se ve bien del brazo. Pero yo sigo siendo la misma mujer que pesaba diez kilos más y que te servía el mole con amor. Y a esa mujer… a esa mujer la destruiste.

Se acercó a la ventana y miró hacia la calle. —Yo no soy un premio de consolación para cuando te fallan tus planes de grandeza. Yo soy el plato fuerte. Y tú… tú ya perdiste tu turno en la mesa.

Las palabras me golpearon más fuerte que cualquier insulto. Era la verdad absoluta. —¿Y mi hijo? —pregunté en un susurro. —Iker está bien. Sabe quién es su papá. Nunca le hablé mal de ti, porque eso sería envenenarlo a él. Si quieres verlo, tendrás que hacerlo bien. A través de un juez, pagando pensión, visitándolo decentemente. No así, no dando lástima. Primero arréglate tú, Emiliano. Sánate tú. Y luego buscas a tu hijo.

Sacó un sobre de su cajón y me lo extendió. —Toma. —No quiero tu dinero —dije, aunque lo necesitaba desesperadamente. —No es limosna. Es el pago por el arreglo de la camioneta, más una propina generosa. Tómalo. Cómprate ropa limpia, córtate el pelo y busca un trabajo donde no te escondas.

Tomé el sobre. Me quemaba en las manos. —Gracias —dije, con la voz ahogada. —Vete, Emiliano. Tengo una junta.

Caminé hacia la puerta. Antes de salir, me giré. Ella ya estaba revisando unos documentos, concentrada, poderosa, ajena a mi miseria. —Citlali… —dije. Ella levantó la vista una última vez. —Te ves hermosa —le dije. Y por primera vez en mi vida, se lo dije no por su cuerpo, sino por su alma. Ella sonrió, una sonrisa pequeña y triste. —Lo sé. Y lo mejor es que ya no necesito que tú me lo digas para creerlo.

Salí del edificio. El sol de la tarde en la Ciudad de México me pegó en la cara. Abrí el sobre. Había cinco mil pesos. Me senté en la banqueta y lloré una última vez. Pero luego, me sequé las lágrimas. Miré el billete. Miré el edificio donde la mujer que alguna vez fue mía estaba conquistando el mundo.

Me levanté. Fui a una peluquería de barrio. Me rasuré. Me corté el pelo. Me compré una camisa barata pero limpia. No recuperé a Citlali. Nunca lo haría. Ese barco había zarpado hacía mucho tiempo. Pero ese día, mientras caminaba solo por la avenida Insurgentes, entendí la lección más cara de mi vida: Nunca humilles a quien te ama por cómo se ve, porque la vida da muchas vueltas, y el día de mañana, esa persona puede ser la mano que te dé de comer cuando tú no tengas nada.

El karma no es venganza. El karma es justicia. Y yo… yo por fin estaba pagando mi deuda.

FIN.

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