
PARTE 1: EL SECRETO DEL TERCER PISO
Capítulo 1: El Silencio en la Mansión de San Pedro
Me llamo Luz Elena Herrera. Tengo 62 años y, la verdad, siento que he vivido tres vidas en una. Vengo de un ejido chiquito cerca de Saltillo, de esos donde el polvo se te mete hasta en el alma, pero llevo más de veinte años acá en Monterrey, buscándome la vida. Desde los 17 años no he hecho otra cosa que limpiar casas ajenas. He tallado pisos de mármol en San Pedro Garza García, he pulido plata que vale más que mi casa entera, y he visto cosas… bueno, he visto de todo. Lujos que marean, soledades espantosas disfrazadas de riqueza, y secretos que las familias ricas guardan bajo siete llaves. Pensé que a mi edad ya nada me podía espantar. Pero fíjense lo que es la vida, nunca imaginé que me iba a topar de frente con una historia de terror real, una que me sacudió hasta los huesos y me cambió para siempre.
Esta historia que les voy a contar empezó como cualquier otro trabajo, una chamba más para pagar la renta, y terminó convirtiéndose en una misión de justicia que puso a prueba mi fe y mi valor como mujer.
Don Julián Mendoza es el dueño de una de esas casonas impresionantes en el fraccionamiento Del Valle, acá en San Pedro. Es un señorón de 70 años, viudo desde hace cinco, y muy respetado en los círculos empresariales de Monterrey. Heredó una acerera de su papá y la hizo crecer hasta que se volvió una de las más importantes del norte. Llevo ocho años trabajando para él y, la verdad sea dicha, es un buen patrón. Es justo, paga bien y a tiempo, me trata con respeto, de “usted”, y en Navidad siempre se luce con el aguinaldo.
La casa donde vive es una cosa bárbara. Tres pisos, ocho recámaras, salas por todos lados, una biblioteca que huele a madera fina, una cocina donde cabría mi casa entera y un jardín que parece parque público. Pero fíjense qué curioso, una casa tan grandota para tan poca gente. Don Julián vive ahí nada más con su nuera, Rebeca. Ella es una mujer de 42 años que se casó con Mauricio, el único hijo de Don Julián. Mauricio murió en un accidente de carro muy feo hace tres años en la carretera a Saltillo. Una tragedia. Pero Rebeca se quedó a vivir ahí. Don Julián la adora, dice que es como la hija que nunca tuvo y que no tiene corazón para pedirle que se vaya, que ella es su único vínculo con su hijo muerto.
Rebeca… ay, Rebeca. Es todo lo que uno espera de una mujer de la alta sociedad regiomontana. Siempre impecable, “fresa” como dicen los muchachos, con ropa de marca, joyas discretas pero carísimas, y unos modales que parecen de realeza. Estudió en el extranjero, habla inglés que parece gringa y le maneja toda la agenda social a Don Julián desde que él enviudó. “Luz Elena”, me decía siempre Don Julián con ojos de orgullo, “Rebeca es una bendición, me ayuda con todo, hasta en los negocios le pido opinión porque es muy trucha para los números”.
Yo siempre asentía, calladita, “sí, señor, claro que sí”. Pero la mera verdad es que desde el principio hubo algo en Rebeca que no me cuadraba. Era la manera en que me miraba, o más bien, la manera en que no me miraba, como si yo fuera un mueble más que había que sacudir. Y luego cómo me hablaba, siempre dando órdenes secas, sin un “por favor” ni un “gracias”. Pero lo peor era cómo cambiaba cuando Don Julián no estaba presente. Se le quitaba lo amable y se le notaba una frialdad en los ojos que daba miedo.
—Luz Elena, ¿ya terminó la biblioteca? —me preguntaba con ese tonito suyo. —Sí, señora Rebeca. —No me diga “señora”, dígame “licenciada”, que para eso estudié maestría. —Sí, licenciada, perdón. —Y fíjese bien cuando limpie mi cuarto, no quiero que ande husmeando en mis cosas personales. Nomás aspire y sacuda por encimita. —Como usted diga, licenciada.
Así eran mis días. Iba los lunes, miércoles y viernes. La casa era enorme pero como casi no había gente, no se ensuciaba mucho. Lo más pesado era mantener brillantes los pisos de mármol y que no hubiera ni una mota de polvo en los muebles antiguos. Pero había algo que siempre me llamó la atención: el silencio. Nunca vi que tuvieran visitas familiares. Ni hermanos de Don Julián, ni papás de Rebeca. Para ser una casa tan grande, se sentía muy sola, muy triste.
Un día, con la confianza de los años, le pregunté a Don Julián por su familia. Me dijo que sus papás ya habían fallecido hacía mucho. Su papá de un infarto joven, y su mamá, hace 15 años. Que tenía una hermana en McAllen pero que estaban peleados por la herencia. Y la familia de Rebeca, pues que vivían en Guadalajara y casi no venían desde que murió Mauricio porque les daba mucha tristeza la casa. Entendí entonces por qué se sentía ese vacío. Dos personas solas en un palacio, cargando sus duelos.
Pero todo cambió una mañana de octubre, hace exactamente un año. Don Julián me avisó que tenía que viajar de urgencia a la Ciudad de México porque un sobrino suyo se había puesto muy grave.
—Luz Elena, voy a estar fuera como una semana —me dijo, ya con la maleta en la puerta—. Rebeca se queda encargada de todo. Ella le dirá qué hace falta. —Sí, patrón. Que tenga buen viaje y ojalá su sobrino se mejore. —Gracias, mija. Cuídeme la casa, por favor.
El primer día sin Don Julián, todo estuvo normal. Llegué a las siete, hice lo mío, Rebeca igual de fría y distante. Pero el segundo día… el segundo día noté algo raro.
Estaba yo en el segundo piso, pasando el trapeador en el pasillo, cuando escuché un ruido. Era muy suavecito, como si alguien arrastrara los pies con mucha dificultad, o como si estuvieran moviendo una caja pesada muy despacio. El ruido venía de arriba, del tercer piso.
Esa área de la casa era casi territorio prohibido para mí. Don Julián me había dicho que ahí solo había bodegas con cosas viejas, adornos de Navidad y trebejos que ya no usaban, y que no era necesario subir a limpiar seguido.
—¡Licenciada! —grité desde la escalera—. ¿Está usted allá arriba? Nadie me contestó. Al rato escuché su voz desde abajo, en la cocina: “¿Qué pasó, Luz Elena? Estoy acá abajo preparándome un café”.
Pero el ruido allá arriba seguía. Y ya no sonaba a cajas. Sonaban a pasos lentos, pesados. Pasos humanos.
Mi curiosidad pudo más que mi prudencia. Pensé que a lo mejor se había metido un animal, un gato o un mapache, que luego se meten por los techos en esa zona tan arbolada. Subí las escaleras hacia el tercer piso.
Era un área que conocía poco. Se sentía el ambiente pesado, diferente al resto de la casa que siempre olía a lavanda. Ahí arriba olía a encierro, a polvo viejo, y a algo más… un olor humano rancio, penetrante, como cuando entras a un cuarto donde alguien ha estado enfermo mucho tiempo sin abrir las ventanas.
Caminé por el pasillo. Había tres puertas. Abrí las dos primeras: cuartos llenos de cajas, muebles tapados con sábanas blancas que parecían fantasmas, mucho polvo. Nada raro.
Pero al final del pasillo había una tercera puerta, una de madera gruesa, que siempre había visto cerrada. Me acerqué pensando que sería otro clóset. Pero cuando estuve frente a ella, escuché algo que me heló la sangre.
Del otro lado de la puerta, alguien estaba llorando. No era un llanto fuerte, era un gemido ahogado, constante, el sonido de una tristeza profunda y vieja.
Toqué la puerta suavemente con los nudillos. —¿Hay alguien ahí? —pregunté, con la voz temblorosa.
El llanto se detuvo en seco. Silencio total. Un silencio que pesaba más que el ruido. —¿Está bien? ¿Necesita ayuda? —insistí, pegando el oído a la madera.
Nada. Traté de girar la perilla, pero la puerta estaba cerrada con llave. ¿Por qué estaría cerrada con llave una bodega en el tercer piso si supuestamente solo vivían dos personas en la casa y una estaba de viaje?
Bajé las escaleras muy preocupada y busqué a Rebeca. La encontré en la sala, leyendo una revista de modas como si nada.
—Licenciada… perdón que la moleste. —¿Qué pasa ahora, Luz Elena? —dijo sin levantar la vista de la revista. —Es que… ¿hay alguien más en la casa? Rebeca levantó la vista despacio, con esa mirada suya que te hacía sentir chiquita. —¿Alguien más? ¿Como quién? —No sé… es que escuché ruidos en el tercer piso. Y me pareció escuchar a alguien llorando en el cuarto del fondo.
Vi cómo se tensó. Fue solo un segundo, un parpadeo donde sus ojos perfectos mostraron una chispa de miedo, pero enseguida recuperó su postura de reina.
—Ay, Luz Elena, por Dios. Esas deben ser las tuberías. Esta casa ya es vieja, a veces hace ruidos extraños con el cambio de temperatura. —Pero licenciada, no sonaban como tuberías… y la puerta del fondo está cerrada con llave.
Rebeca cerró la revista de golpe y me miró fijamente. Ya no había amabilidad fingida en su cara. —Esa puerta ha estado cerrada desde que murió Mauricio. Don Julián guardó ahí algunas cosas muy personales de su hijo y no quiere que nadie, absolutamente nadie, las toque. ¿Entendido? —Sí, licenciada, pero… —Pero nada. Mire, Luz Elena, el tercer piso no necesita limpieza. Enfóquese en la planta baja y el segundo piso. Tengo una cena importante mañana y quiero que la plata del comedor esté impecable. Póngase a pulirla ahorita mismo.
Me estaba corriendo. Me estaba dando una tarea tardada para que me olvidara del asunto y me mantuviera lejos de allá arriba. “Sí, licenciada”, le dije y me fui a la cocina por el pulidor de plata.
Pero mientras tallaba las charolas hasta verme la cara en ellas, no podía dejar de pensar en lo que había escuchado. Yo ya estoy vieja, pero no estoy sorda ni loca. Alguien estaba llorando detrás de esa puerta. Y no eran las tuberías. Era una persona que sufría.
Capítulo 2: La Voz de la Tumba
Los siguientes dos días fueron un juego del gato y el ratón. Yo trataba de encontrar un pretexto para subir al tercer piso cuando Rebeca no estuviera cerca, pero ella parecía tener un radar. Si yo iba hacia las escaleras, ella aparecía de la nada pidiéndome que le planchara una blusa urgente, o que limpiara otra vez los vidrios de la sala porque según ella tenían manchas.
—Luz Elena, ¿puede reorganizar toda la despensa? Se me hace que está muy desordenada —me dijo el jueves por la mañana.
Era evidente que me estaba dando trabajo extra a propósito. Me quería mantener ocupada, cansada y, sobre todo, lejos del tercer piso. Su nerviosismo era palpable. Ya no salía tanto a sus clases de pilates ni a sus cafecitos con amigas. Se la pasaba en la casa, vigilando cada movimiento que yo hacía.
Pero Dios aprieta pero no ahorca. El viernes por la tarde, Rebeca recibió una llamada. La vi ponerse tensa. Al parecer, un médico especialista que llevaba meses esperando le había abierto un hueco en su agenda de última hora y tenía que irse ya si quería alcanzar la cita.
—Luz Elena, tengo que salir de urgencia. Regreso en dos horas. Quiero que cuando vuelva la cocina esté rechinando de limpia. —Claro que sí, licenciada. Váyase con cuidado.
Apenas escuché que el portón eléctrico se cerró detrás de su camioneta BMW, solté el trapo de la cocina. Era mi oportunidad. Tal vez la única que tendría antes de que regresara Don Julián.
Subí las escaleras al tercer piso. El corazón me latía tan fuerte que sentía los golpes en la garganta. El silencio de la casa se sentía diferente ahora, cargado de tensión. El olor rancio del tercer piso me golpeó de nuevo al llegar al pasillo.
Me acerqué a la puerta cerrada del fondo. Pegué el oído contra la madera fría. Nada. Silencio absoluto.
Toqué muy suave con la punta de los dedos.
—¿Hay alguien ahí? —susurré—. Si hay alguien, por favor conteste. Yo no soy mala. Yo puedo ayudar.
Esperé. Pasaron unos segundos que se sintieron como horas. Y entonces, escuché el ruido. Algo se movió del otro lado. Como si alguien se estuviera arrastrando con mucho esfuerzo por el suelo hasta llegar a la puerta. Pude escuchar una respiración agitada, cansada, pegada a la rendija de abajo.
Y después, una voz. Una voz que me puso la piel de gallina. Era muy débil, rasposa por la falta de uso, casi un hilo de voz.
—¿Quién es? —preguntó la voz de una mujer. Una mujer muy, muy mayor.
Tragué saliva. —Soy Luz Elena. Trabajo aquí en la casa, limpiando. ¿Usted quién es, señora? ¿Por qué está ahí encerrada?
Hubo una pausa larga. Sentí el miedo de la persona al otro lado.
—Yo… yo soy Dolores —dijo al fin. —¿Dolores? —pregunté, confundida—. Señora Dolores, ¿está usted bien? ¿Quién la encerró ahí?
La voz tembló más. —No puedo… no puedo hablar mucho. Ella se enoja mucho si hablo. —¿Quién se enoja? ¿La licenciada Rebeca?
Escuché un sollozo ahogado del otro lado. —Sí. Rebeca. Ella me tiene aquí.
Se me heló la sangre. Mis sospechas eran ciertas. Rebeca tenía secuestrada a una anciana en el tercer piso.
—Shhh, shhh, no llore señora. Dígame una cosa, ¿cuánto tiempo lleva ahí adentro?
La respuesta que me dio me dejó fría. —No sé… mucho tiempo. Perdí la cuenta de los años. Desde que mi hijo se fue.
—¿Su hijo? ¿Quién es su hijo, señora?
—Julián… Julián Mendoza.
Me tuve que recargar en la pared porque sentí que me iba a caer de espaldas. No podía creer lo que estaba escuchando.
—Un momento, señora… ¿Usted me está diciendo que es la mamá de Don Julián?
—Sí, mijita. Soy Dolores Mendoza, la madre de Julián.
El mundo se me vino encima. Mi cabeza no podía procesar la información.
—Pero señora… ¡eso es imposible! Don Julián me dijo que su mamá se murió hace 15 años. Yo he visto la foto de usted en el estudio, con una veladora que él le prende.
La mujer del otro lado de la puerta empezó a llorar con más fuerza, un llanto lleno de desesperación y amargura.
—Él… él no sabe que estoy aquí, Luz Elena. Él cree que estoy muerta.
—¿Cómo que cree que está muerta?
—Rebeca. Fue Rebeca. Ella le dijo que yo me morí. Organizó un funeral falso y todo mientras Julián estaba de viaje de negocios.
¡Dios mío santísimo! ¡Qué clase de monstruo hace eso! ¿Organizar un funeral falso? ¿Tener a tu propia suegra encerrada como un animal durante 15 años mientras tu esposo y tu suegro lloran su muerte frente a una tumba vacía?
—Pero… ¿por qué? ¿Por qué haría algo tan maldito? —logré preguntar, con lágrimas en los ojos.
La voz de Doña Dolores se volvió más firme, cargada de un rencor antiguo. —Porque yo sé cosas de ella, mijita. Cosas terribles. Cosas que no quería que mi hijo Julián supiera por nada del mundo.
—¿Qué tipo de cosas, señora?
—No te puedo decir ahorita. Ella puede regresar en cualquier momento. Si te encuentra hablando conmigo, nos va a ir muy mal a las dos.
—Tenemos que llamar a la policía. ¿Tiene teléfono ahí adentro?
—¡No! Ella me quitó todo. No tengo teléfono, no tengo radio, no tengo televisión. No tengo ventanas, están tapadas. Solo tengo oscuridad y este olor a encierro.
En ese momento, mi celular vibró en mi bolsa. Era una notificación, pero me hizo saltar del susto. Miré la hora. Rebeca llevaba una hora fuera. Podía regresar en cualquier momento.
—Señora Dolores, escúcheme bien —le dije pegada a la puerta—. No sé cómo, pero yo la voy a sacar de ahí. Se lo juro por mi madre que está en el cielo. No la voy a dejar sola.
—Gracias, mijita… gracias. Ten cuidado con ella. Es mala, muy mala.
—Voy a bajar antes de que llegue. Pero voy a volver. Resista, por favor.
Bajé las escaleras corriendo y me metí a la cocina. Me puse a tallar la estufa con una furia que no sabía que tenía. Mis manos temblaban, no de miedo, sino de rabia. Pura rabia.
Esa noche, en mi cuartito de renta, no pegué el ojo. Le daba vueltas y vueltas al asunto. ¿Cómo era posible tanta maldad? ¿Cómo había logrado esa mujer engañar a un hombre tan listo como Don Julián durante tanto tiempo? ¿Qué secretos tan terribles guardaba Doña Dolores para merecer un castigo peor que la cárcel?
Y lo más importante: ¿qué iba a hacer yo? Si iba a la policía ahorita, ¿me iban a creer? Yo soy una simple empleada doméstica, una “nadie” para la justicia de este país. Rebeca era una señora de sociedad, con dinero, con abogados, con contactos. Era su palabra contra la mía. Si yo fallaba, esa pobre señora se iba a morir ahí encerrada y yo iba a terminar en la calle o peor.
Pero si no hacía nada… si me hacía de la vista gorda para proteger mi pellejo, entonces yo era igual de basura que Rebeca.
Pensé en mi propia madre, que en paz descanse. Pensé en cómo me hubiera sentido si alguien me la hubiera arrebatado así. Y ahí mismo tomé mi decisión. Iba a salvar a Doña Dolores, aunque fuera lo último que hiciera en esta vida. No sabía cómo, pero lo iba a hacer. Y esa tal “licenciada” Rebeca iba a pagar cada lágrima que había hecho derramar a esa pobre anciana.
PARTE 2
Capítulo 3: Un Caldo de Pollo para el Alma
Al día siguiente, llegar a trabajar fue una tortura. Tuve que ponerme mi mejor máscara, esa que usamos las mujeres cuando tenemos el corazón roto o el miedo encima, pero no podemos dejar que se note. Saludé a Rebeca con un “Buenos días, licenciada” que me salió más falso que una moneda de tres pesos, pero ella ni cuenta se dio. Estaba muy ocupada gritándole a alguien por teléfono sobre unos depósitos bancarios.
La miré de reojo mientras servía el café. Ya no veía a la mujer elegante y “fresa” de siempre. Veía a un monstruo. Veía a la carcelera de su propia suegra. Me dieron ganas de escupirle en el café, se los juro, pero me aguanté. Necesitaba ser inteligente, no impulsiva.
Mi plan era sencillo pero peligroso. Necesitaba que Rebeca se largara de la casa un buen rato para poder subir a hablar con Doña Dolores y, sobre todo, para darle de comer. Esa pobre mujer me había dicho que tenía hambre, y en mi pueblo dicen que las penas con pan son menos. Pero con hambre, las penas matan.
Dios es muy grande y escuchó mis plegarias. A eso de las diez de la mañana, Rebeca bajó las escaleras hecha un huracán, vestida con un traje sastre impecable y oliendo a perfume caro.
—Luz Elena, tengo una junta con los notarios que va a durar toda la mañana y probablemente me quede a comer con ellos. No me espere. Pero eso sí, quiero que limpie a profundidad los baños de las visitas, ¿entendido? —Sí, licenciada. Vaya con Dios —le dije, y por dentro pensé: “ojalá no regrese pronto”.
Apenas escuché el motor de su camioneta alejarse, corrí a la cocina. No me puse a limpiar baños, ¡qué esperanza! Me puse a picar verdura. Saqué pollo, zanahoria, calabacita, cilantro y papas. Puse a cocer todo en la olla grande. Hice una salsa molcajeteada y me puse a echar tortillas a mano en el comal, de esas que se inflan bonito.
El olor a caldo de pollo casero inundó la cocina. Era olor a hogar, a cariño, a mamá. Algo que esa casa fría no había olido en años.
Serví un plato bien generoso, envolví las tortillas calientitas en una servilleta de tela y llené un termo con agua de limón fresca. Subí las escaleras al tercer piso rogándole a todos los santos que Rebeca no hubiera olvidado nada y se regresara.
Llegué a la puerta del fondo. —Señora Dolores, soy yo, Luz Elena —susurré—. Le traje comida.
Escuché el movimiento adentro, esos pasos arrastrados que me partían el alma. —Luz Elena… ay, hija, huele a gloria —dijo la voz quebrada desde adentro.
—Señora, la puerta sigue cerrada. Pero vi que abajo hay un espacio, una rendija un poco ancha. Voy a intentar pasarle las tortillas y voy a buscar la manera de pasarle el caldo. ¿Tiene usted algún plato plano allá adentro o algo?
—Tengo un plato de plástico viejo que me dejó ella… espérame.
Con mucha paciencia y maniobrando como pude, logré pasarle las tortillas aplastaditas y fui vaciando el caldo poco a poco en su plato a través de un embudo improvisado que hice con papel aluminio. Fue difícil, se tiró un poco, pero logró comer.
—Dios te bendiga, muchacha —la escuché decir entre bocados, llorando—. Tenía años… años que no probaba comida caliente. Ella solo me trae sobras frías una vez al día. A veces sándwiches duros, a veces lo que deja en el plato.
Se me hizo un nudo en la garganta. —Coma despacito, señora. Y mientras come, necesito que me cuente todo. Tengo tiempo. Rebeca no va a volver hasta la tarde. Necesito saber cómo pasó todo esto para ver cómo la sacamos.
Del otro lado de la puerta, mientras comía con la desesperación de quien ha pasado hambre de verdad, Doña Dolores empezó a hablar. Y lo que me contó fue peor que cualquier telenovela.
—Mira hija, yo he vivido en esta casa desde que mi hijo Julián enviudó de su primera esposa, Patricia. Ella murió de cáncer cuando mi nieto Mauricio tenía apenas 15 años. Julián estaba destrozado, no sabía qué hacer con un adolescente rebelde y una empresa gigante. Me pidió que me viniera a vivir con ellos para ayudarlo a criar al muchacho.
—¿Y usted aceptó?
—¡Claro! Era mi sangre. Yo tenía 60 años, estaba fuerte. Fui la madre de Mauricio. Lo enderecé, lo cuidé, lo vi graduarse de la universidad. Éramos una familia feliz, Luz Elena. Hasta que llegó ella.
—¿Rebeca?
—Sí. Rebeca apareció cuando Mauricio tenía 25 años. Era preciosa, eso no se lo quito. Parecía una muñequita. Mauricio se enamoró perdidamente. Ella se portaba como una santa, amable, educada, siempre atenta con Julián y conmigo. Nos engañó a todos. Era una “mosquita muerta”.
—¿Cuándo se dio cuenta usted de que era mala?
—Al principio solo eran detalles. Gastaba mucho dinero. Mauricio ganaba bien en la empresa de su papá, pero no para el nivel de vida que ella exigía. Viajes a Europa, ropa de diseñador, joyas… Yo me preguntaba de dónde salía tanto dinero. Y luego… luego encontré los papeles.
—¿Qué papeles, señora?
—Un día que ella salió, entré a su despacho buscando una factura que se había perdido. Y en un cajón con llave, que dejó mal cerrado por descuido, encontré unas pólizas de seguro.
—¿Seguros de vida?
—Seguros millonarios, Luz Elena. Había sacado seguros de vida a nombre de Mauricio, a nombre de Julián… y a nombre mío. ¡Por cantidades que ni te imaginas! Y lo peor es que nosotros no habíamos firmado nada. Había falsificado nuestras firmas.
Sentí un escalofrío. Esa mujer no solo era ambiciosa, era calculadora. Estaba apostando a la muerte de su propia familia política.
—¿Y usted le dijo a alguien? —le pregunté pegada a la puerta.
—Ese fue mi error, hija. Fui con Mauricio. Le mostré los papeles. Le dije: “Hijo, tu mujer está planeando algo malo, mira esto”.
—¿Y qué hizo él?
—No me creyó —la voz de Doña Dolores se quebró—. Se enojó conmigo. Me dijo que yo estaba celosa, que yo era una vieja metiche que no quería que él fuera feliz. Fue y se lo contó a Rebeca. Y desde ese día… desde ese día firmé mi sentencia. Ella supo que yo la había descubierto y empezó la guerra. Pero no una guerra a gritos, no. Una guerra silenciosa. Una guerra para volverme loca.
Capítulo 4: La Telaraña de Mentiras
Me quedé sentada en el piso frío del pasillo, escuchando horrorizada. Lo que Rebeca hizo después no fue golpearla ni correrla. Fue algo mucho más cruel. Fue tortura psicológica. Hoy en día los chavos le dicen “gaslighting”, pero en mis tiempos le decíamos “hacer de chivo los tamales” o simplemente volver loca a la gente.
—Empezó despacito —continuó Doña Dolores—. Si yo decía “hoy llovió en la mañana”, ella decía delante de Mauricio: “Ay suegra, ¿cómo cree? Si ha habido un sol espléndido todo el día”. Y Mauricio le creía a ella. Si yo decía “vi tal noticia en la tele”, ella decía “esa noticia es de hace diez años, suegra, ya se le están cruzando los cables”.
—¡Qué desgraciada! —se me escapó decir.
—Me escondía mis cosas. Me escondía mis lentes, mis llaves, y luego las ponía en lugares raros, como dentro del refrigerador o en el bote de la basura, para que cuando Mauricio las encontrara pensara que yo las había puesto ahí por demencia senil. Poco a poco, mi propio nieto, al que yo crié, empezó a mirarme con lástima. Empezó a creer que yo estaba perdiendo la razón.
—¿Y Don Julián? ¿Su hijo no la defendía?
—Julián viajaba mucho. Se la pasaba trabajando para pagar los caprichos de Rebeca. Cuando él estaba, ella me trataba como reina. Me servía el té, me acomodaba el cojín. Era la nuera perfecta. Nadie sospechaba nada. Yo estaba sola contra ella.
—¿Y luego qué pasó con Mauricio? —pregunté con miedo a la respuesta.
Doña Dolores guardó silencio un momento. Escuché cómo respiraba hondo, como si le doliera el alma recordar.
—Mauricio murió hace tres años. Dijeron que fue un accidente automovilístico en la carretera. Que iba a exceso de velocidad y se salió en una curva. Pero yo sé que no fue accidente, Luz Elena.
—¿Por qué lo dice, señora?
—Porque unas semanas antes de morir, Mauricio vino a mi cuarto llorando. Me pidió perdón. Me dijo: “Abuela, tenías razón. Encontré cosas. Rebeca no es quien pensamos”. Me dijo que iba a pedir el divorcio y que iba a denunciarla por fraude en la empresa.
—¡Entonces ella lo sabía!
—Claro que lo sabía. La noche antes del accidente, los escuché discutir a gritos. Ella le gritaba que si la dejaba lo iba a destruir. Al día siguiente, Mauricio salió muy alterado en el coche… y nunca regresó. Yo creo que ella le hizo algo al carro, o que mandó a alguien a sacarlo del camino. No tengo pruebas, pero tengo la certeza de una madre.
—¿Y después del funeral?
—Después del funeral, ella ya no tuvo freno. Julián estaba devastado por la muerte de su único hijo. Cayó en una depresión terrible. Y Rebeca aprovechó. Se hizo cargo de todo: de la casa, de las cuentas, de mí. Un mes después de enterrar a Mauricio, vinieron por mí.
—¿Quiénes?
—Dos hombres grandotes. Entraron a mi cuarto en la noche. Rebeca estaba con ellos. Me inyectaron algo que me dejó mareada. Me sacaron de la casa cargando y me llevaron a un lugar horrible, una casa de seguridad en un barrio feo. Me tuvieron ahí encerrada tres meses, en un cuartucho sin ventanas.
—¡Santísimo Dios! ¿Y Don Julián no la buscó?
—Eso fue lo más diabólico de su plan. Mientras yo estaba secuestrada en ese agujero, Rebeca organizó mi funeral.
No me cabía en la cabeza. —¿Pero cómo? Se necesita un cuerpo, un acta de defunción…
—El dinero lo compra todo, hija. Compró un acta de defunción falsa que decía que me había dado un infarto fulminante. Compró a la gente de la funeraria. Compró todo. Le dijo a Julián que yo había muerto mientras dormía. Compraron un ataúd cerrado, supuestamente porque “yo me veía muy mal” y era mejor recordarme viva. Llenaron el cajón con piedras o libros para que pesara. Y mi hijo… mi pobre hijo Julián lloró y enterró una caja llena de basura pensando que era su madre.
Se me salieron las lágrimas de puro coraje. Imaginar a Don Julián, ese hombre bueno, llorando frente a una tumba vacía mientras su madre estaba secuestrada… era imperdonable.
—¿Y cómo regresó aquí?
—Un día, Rebeca fue por mí a esa casa de seguridad. Me dijo: “Vas a regresar a tu casa, Dolores. Pero vas a vivir en el tercer piso. Y si haces un solo ruido, si tratas de gritar, si tratas de contactar a Julián… él se muere”.
—¿La amenazó con matarlo?
—Peor. Me dijo: “Julián tiene el corazón débil por la tristeza de perder a Mauricio y a ti. Si él se entera de golpe que estás viva, que todo fue una mentira, le va a dar un infarto ahí mismo y se va a morir. Y tú vas a ser la culpable de matar a tu propio hijo”.
Esa era la cadena. Esa era la prisión mental. Doña Dolores no gritaba, no golpeaba la puerta, no hacía ruido, porque tenía terror de matar a su hijo de la impresión. Rebeca la tenía controlada con el amor de madre.
—Me dijo que estoy “protegida” aquí —continuó Dolores con voz amarga—. Que el mundo de afuera es peligroso para una vieja loca como yo. Pero la verdad es que me tiene aquí para que no hable. Para que Julián no se entere de los seguros que cobró, ni de los robos que ha hecho en la empresa, ni de lo que pasó con Mauricio. Soy su rehén, Luz Elena. Soy un cabo suelto que no se atrevió a matar, así que decidió enterrarme en vida.
Me levanté del suelo. Sentía una fuerza nueva en el cuerpo. Ya no tenía miedo. Tenía una misión.
—Señora Dolores —le dije pegada a la cerradura—, escúcheme bien. Rebeca cree que ganó. Cree que usted es una vieja débil y que yo soy una sirvienta ignorante. Pero se equivocó. Usted está viva y yo estoy aquí. Ya comió, ya tiene algo en la panza. Ahora necesitamos recuperar su fuerza.
—¿Qué vas a hacer, muchacha? No te arriesgues por mí.
—Me voy a arriesgar por las dos. Y por Don Julián. Pero necesitamos ser listas. Ella regresa hoy en la tarde. Mañana voy a traer herramientas. Voy a ver cómo abro esta puerta. Y cuando Don Julián regrese de su viaje, usted misma le va a contar la verdad. Pero no de golpe. Lo vamos a hacer con cuidado.
—Luz Elena… gracias.
En ese momento escuché el sonido inconfundible del portón eléctrico abriéndose. ¡Rebeca había regresado antes de tiempo!
—¡Ya llegó! —susurré—. Escóndase y no haga ruido. Me llevo el plato la próxima vez.
Bajé las escaleras volando, con el corazón en la boca. Apenas alcancé a llegar a la planta baja y agarrar una escoba cuando Rebeca entró por la puerta principal. Me miró con sospecha, olfateando el aire.
—Huele a comida… —dijo, arrugando la nariz—. ¿Qué cocinó, Luz Elena? —Un caldito de pollo para mí, licenciada. Es que me sentía un poco mal del estómago. —Mmm. Pues ventile la casa. No quiero que mis muebles huelan a fonda barata.
“Vas a pagar, bruja”, pensé mientras abría las ventanas. “Te juro que vas a pagar”. Pero solo dije: —Sí, licenciada. Ahorita mismo se va el olor.
La guerra había empezado. Y yo, Luz Elena Herrera, armada con mi escoba y mi fe, estaba dispuesta a ganarla.
Capítulo 5: La Máscara se Rompe
La adrenalina me duró un par de días, pero el miedo siempre regresa cuando cae la noche. Yo seguí con mi plan hormiga. Aprovechaba cada descuido, cada baño que Rebeca se daba, cada llamada larga, para subir corriendo al tercer piso. Ya no solo le llevaba comida, sino también dignidad. Le subí una cobija limpia porque la que tenía olía a humedad. Le subí unas toallitas húmedas para que se aseara, un peine, y lo más importante: las medicinas correctas.
Porque esa era otra maldad de la “licenciada”. Revisando el botiquín del baño de visitas, encontré los frascos de las medicinas que Doña Dolores necesitaba para la presión y la diabetes. Estaban llenos, sin abrir. Rebeca tenía las medicinas ahí, pero no se las daba. En su lugar, le daba unas pastillas genéricas que, cuando busqué el nombre en internet con mi celular, resultaron ser sedantes suaves. La tenía drogada, lenta, confundida a propósito.
—Tómese esto, señora —le decía yo pasándole las pastillas buenas por debajo de la puerta—. Va a ver que se va a sentir mejor de la cabeza. —Gracias, mijita. Ya siento que se me está quitando la niebla —me decía ella.
Y sí, a los pocos días, la voz de Doña Dolores cambió. Ya no sonaba temblorosa y perdida. Sonaba firme, enojada, lúcida. Estaba recuperando a la patrona.
Pero la suerte no dura para siempre, y el diablo nunca duerme.
Fue un martes. Rebeca me había dicho que iba al salón de belleza y que tardaría tres horas. Yo me confié. Preparé unos huevos con jamón bien calientitos y subí al tercer piso con la charola, sintiéndome muy segura.
Iba llegando al último escalón cuando escuché un click metálico detrás de mí. No fue la puerta de entrada. Fue la puerta de una de las bodegas del segundo piso.
Me giré despacio y sentí que el alma se me iba a los pies.
Ahí estaba Rebeca. No se había ido. Estaba parada en medio del pasillo, con los brazos cruzados y una sonrisa que no le llegaba a los ojos. Una sonrisa de tiburón.
—¿A dónde vas con tanta prisa, Luz Elena? —preguntó suavemente.
Me quedé helada. La charola me temblaba en las manos. Los cubiertos tintinearon, delatando mi terror. —Yo… este… iba a ver si había ratones arriba, licenciada. Para ponerles veneno… y traje esto para atraerlos.
Rebeca soltó una carcajada seca, sin alegría. Caminó hacia mí despacio, taconeando en el mármol. Tac, tac, tac. Cada paso era un golpe en mi pecho.
—No me insultes, Luz Elena. ¿Crees que soy estúpida? —llegó hasta mí y de un manotazo violento tiró la charola.
El plato se rompió en mil pedazos. Los huevos con jamón quedaron embarrados en la alfombra persa del pasillo. El jugo de naranja salpicó mis zapatos y sus tacones de marca.
—¡Llevas días alimentando a la vieja! —gritó, y su cara se transformó. Se le desfiguró el rostro bonito y salió la verdadera Rebeca, la fiera acorralada—. ¡Te he estado vigilando! ¡Sé que subes!
Yo no supe qué hacer. Mi instinto fue agachar la cabeza, como siempre nos enseñan a los pobres, pero luego me acordé de Doña Dolores encerrada allá arriba. Me acordé de mi mamá. Y levanté la cara.
—Sí, licenciada. Le llevo comida porque usted la tiene muerta de hambre.
Rebeca abrió los ojos sorprendida. No esperaba que la sirvienta le contestara. —¡Tú no sabes nada! ¡Esa mujer está loca! ¡Es un peligro!
—La única loca y peligrosa aquí es usted —le dije, y me sorprendí de mi propia voz firme—. Tener encerrada a su suegra… decirle a su marido que está muerta… eso es de gente sin alma.
Rebeca me agarró del brazo con una fuerza que me dolió. Me clavó las uñas perfectas en la piel. —Escúchame bien, gata igualada. Tú no entiendes cómo funciona el mundo. Yo hice lo que tenía que hacer para salvar a esta familia.
—¿Salvarla? ¡La destruyó! Mató a su esposo de tristeza, engañó a Don Julián…
—¡Cállate! —me zarandeó—. Mauricio era un débil. Iba a arruinarnos. Iba a entregar la empresa, iba a confesar estupideces fiscales que nos habrían mandado a la quiebra. Y la vieja… la vieja chismosa iba a ayudarlo. ¡Yo protegí el patrimonio! ¡Yo aseguré el futuro! Gracias a mí, Julián sigue siendo millonario. Gracias a mí, tú tienes trabajo.
En ese momento me di cuenta de que Rebeca no solo era mala. Estaba convencida de que era la heroína de su propia historia. Creía de verdad que sus crímenes eran “necesarios”. Eso la hacía más peligrosa todavía.
—¿Y ahora qué? —le pregunté, retándola—. ¿Me va a encerrar a mí también?
Rebeca me soltó con asco y se limpió las manos en su pantalón. —No, Luz Elena. Contigo va a ser diferente. Si abres la boca, si le dices una sola palabra a Julián cuando regrese… te voy a destruir.
—No le tengo miedo. Don Julián me va a creer.
—¿Ah sí? —se rió con desprecio—. ¿A quién crees que le va a creer Julián? ¿A su nuera educada, con maestría, que ha estado a su lado llorando sus penas? ¿O a la sirvienta vieja y sin estudios?
Se acercó a mi oído y susurró su veneno: —Si hablas, voy a decir que te robaste las joyas de mi suegra. Voy a decir que tú descubriste que estaba viva y trataste de extorsionarnos. Tengo cámaras, Luz Elena. Puedo editar lo que sea. Te voy a meter a la cárcel tantos años que vas a olvidar cómo se ve el sol. Y no solo a ti… voy a averiguar dónde vive tu familia en Saltillo y les voy a hacer la vida imposible. Tengo dinero para comprar jueces, policías y lo que me dé la gana.
Sentí un frío en la espalda. Sabía que era capaz. Sabía que en este país, lamentablemente, el dinero manda.
—Tienes una opción —dijo, volviendo a su tono “amable”—. Olvida lo que viste. Sigue limpiando. Cuando Julián regrese, actúa normal. Y en un mes, te despido con una liquidación jugosa para que te largues a tu pueblo y no vuelvas nunca. Es eso, o la cárcel. Tú decides.
Se dio la vuelta y empezó a bajar las escaleras, pisando los restos de la comida sin importarle. —Limpia este cochinero, Luz Elena. Y que quede bien. No quiero manchas.
Me quedé ahí parada, temblando de coraje y de miedo. Limpié los huevos con jamón llorando de impotencia. Sentía que me había puesto una bota en el cuello. ¿Qué iba a hacer? ¿Arriesgar mi libertad y la seguridad de mi familia por una señora ajena? ¿O agachar la cabeza, agarrar el dinero e irme, dejando a Doña Dolores pudrirse en ese cuarto?
Esa noche fue la más larga de mi vida.
Capítulo 6: El Código Secreto
Al día siguiente, miércoles, Don Julián regresaba de su viaje por la tarde. Yo llegué temprano, con ojeras de no haber dormido, pero con una decisión tomada.
No me iba a dejar.
Rebeca pensó que me había asustado. Me saludó con una sonrisa burlona en la cocina. —¿Pensaste en mi oferta, Luz Elena? —Sí, licenciada. —¿Y? —Voy a seguir trabajando. Necesito el dinero. —Sabía que eras lista —dijo, dándome una palmadita en la mejilla que sentí como una cachetada—. Mientras te portes bien, no pasará nada.
Se fue a arreglarse para recibir a Don Julián. Yo aproveché que se metió a bañar con la música a todo volumen para subir al tercer piso una última vez. No llevaba comida, llevaba prisa.
—Señora Dolores —susurré en la puerta—. No tenemos mucho tiempo. Rebeca ya sabe que yo sé. Me amenazó.
—¡Vete, hija! —me contestó ella angustiada—. No quiero que te haga daño. ¡Huye!
—No me voy a ir sin usted. Hoy regresa Don Julián. Y hoy se acaba esto. Pero necesito su ayuda.
—¿Qué puedo hacer yo desde aquí encerrada?
—Escúcheme bien. Rebeca dice que si le cuento a Don Julián de golpe, le va a dar un infarto. Y puede que tenga razón. Es una noticia muy fuerte. Además, ella va a decir que yo miento, que soy una ratera, que usted está loca. Necesito una prueba. Algo que Rebeca no pueda negar.
—¿Qué tipo de prueba?
—Necesito un secreto, señora. Algo que solo usted y su hijo sepan. Algo que ni Rebeca, ni la difunta esposa de Don Julián, ni nadie más en el mundo sepa. Una memoria de madre e hijo.
Hubo un silencio del otro lado. Escuché a Doña Dolores murmurar, buscando en sus recuerdos de hace 70 años.
—El gatito… —dijo de pronto. —¿Qué gatito? —Cuando Julián tenía 7 años, vivíamos en una casa con un árbol muy grande en el patio. Un día se subió un gatito callejero y no podía bajar. Julián se subió a rescatarlo. El gatito saltó, pero Julián se resbaló y se cayó desde muy alto.
—¿Y qué pasó?
—Se rompió el brazo derecho. Fue una fractura fea. Pero Julián estaba aterrorizado de que su papá lo regañara por andar subiéndose a los árboles y por arriesgarse por un animal sucio. Su papá era muy estricto. Así que hicimos un pacto.
—¿Qué pacto?
—Le dijimos a su papá y a todo el mundo que se había caído jugando fútbol en la escuela. Nadie supo nunca la verdad. Solo él y yo sabemos que ese brazo se rompió por salvar a un gatito pinto. Julián siempre me decía: “Mamá, ese es nuestro secreto de honor”.
Se me iluminó la cara. Era perfecto. —Eso es, señora. Eso es lo que necesito. Prepárese, porque pronto va a ver a su hijo.
Bajé justo a tiempo. A las 6 de la tarde llegó Don Julián. Venía cansado pero contento, traía regalos. —¡Hola familia! —gritó al entrar.
Rebeca corrió a abrazarlo como si fuera la esposa amantísima. —¡Suegro! ¡Qué bueno que llegó! Lo extrañamos tanto. La casa se siente vacía sin usted. —Gracias, hija. Yo también las extrañé. ¿Cómo estuvo todo? —Perfecto, suegro. Todo en orden. Luz Elena me ayudó muchísimo, ¿verdad Luz Elena?
Me clavó la mirada. —Sí, señor. Todo muy tranquilo —dije, sintiendo náuseas de tanta hipocresía.
Cenaron juntos. Yo serví la mesa escuchando cómo Rebeca le mentía en su cara, contándole cosas que no pasaron, inventando problemas domésticos. Don Julián la escuchaba con cariño, sin sospechar que estaba cenando con el diablo.
Pero entonces, ocurrió el milagro que yo estaba esperando.
Mientras servía el postre, Rebeca soltó la bomba. —Suegro, qué pena molestarlo apenas llegando, pero fíjese que me salió un problema con unas propiedades de mi familia en Guadalajara. Un lío de notarios. Me están exigiendo que vaya personalmente a firmar. —Caray, hija. ¿Y es urgente? —Sí, mucho. Tengo que irme mañana mismo temprano y me quedaría allá hasta el domingo. No quería dejarlo solo… —No te preocupes por mí, Rebeca. Vete a arreglar tus asuntos. Luz Elena me cuida, ella cocina mejor que nadie. Sirve que descanso.
Casi se me cae la jarra de agua. Rebeca se iba. Se iba tres días. Se sentía tan segura de tenerme amenazada, tan confiada en su poder, que iba a dejar la portería sola. Creyó que yo era una miedosa. Creyó que el dinero y la amenaza de cárcel me tendrían calladita.
Grave error, licenciada. Grave error subestimar a una mujer que no tiene nada que perder más que su dignidad.
Rebeca me miró con una sonrisita cómplice. —Ya escuchaste, Luz Elena. Me voy mañana. Te encargo mucho a mi suegro. Y recuerda… que todo siga en orden.
—No se preocupe, licenciada —le contesté, mirándola a los ojos—. Yo me encargo de que todo se ponga en su lugar.
Ella entendió sumisión. Yo quise decir justicia.
A la mañana siguiente, muy temprano, Rebeca salió con su maleta de diseñador, lentes oscuros y su aire de superioridad. El Uber la recogió para llevarla al aeropuerto. Cerré la puerta detrás de ella y le puse doble llave. Respiré hondo. El aire de la casa se sentía más ligero de golpe.
Fui a la cocina, me preparé un café bien cargado y esperé a que Don Julián bajara a desayunar. Sabía que lo que iba a pasar en la siguiente hora podía terminar en tragedia o en milagro. Podía darle un infarto, podía correrme por loca, o podía recuperar a su madre.
A las 9 en punto, Don Julián bajó, fresco y bañado. Se sentó a la cabecera de la mesa y abrió su periódico. —Buenos días, Luz Elena. ¿Unos huevitos rancheros, por favor? —Sí, don Julián. Pero antes… necesito hablar con usted.
Dejó el periódico a un lado y me miró extrañado. Nunca le pedía hablar así. —Claro, mujer. ¿Qué pasa? ¿Necesitas un adelanto? ¿Algún problema familiar? —No, señor. Es sobre usted. Y sobre su familia.
Me quité el delantal. Mis manos temblaban, pero mi voz no. —Don Julián, yo llevo 8 años sirviéndole. ¿Alguna vez le he mentido? —Nunca, Luz Elena. Eres la honestidad andando. —¿Y cree que yo sería capaz de jugar con sus sentimientos o de inventar algo cruel? —Por supuesto que no. Me estás asustando. ¿Qué pasa?
Tomé aire. —Don Julián… lo que le voy a decir va a sonar imposible. Va a pensar que estoy loca. Pero le juro por la vida de mis hijos que es verdad.
Él se puso serio. Se quitó los lentes. —Dímelo ya. —Su mamá… Doña Dolores… no está muerta.
El silencio que siguió fue terrible. Don Julián se quedó petrificado. Su cara pasó de la confusión al enojo en un segundo. —Luz Elena, eso no es gracioso. Mi madre murió hace 15 años. Yo la enterré. No te permito que juegues con su memoria.
Se levantó de la silla, ofendido. —¡No estoy jugando! —grité, bloqueándole el paso—. ¡El funeral fue falso! ¡El ataúd estaba vacío! Rebeca la tiene encerrada en el tercer piso, en el cuarto del fondo. ¡Lleva 15 años ahí arriba, señor!
Don Julián se puso rojo de furia. —¡Estás despedida! ¡Lárgate de mi casa! ¡Cómo te atreves a inventar semejante barbaridad! Rebeca es una santa, ella cuidó a mi madre hasta el final. ¡Vete ahora mismo!
Me agarró del brazo para sacarme, igual que Rebeca, pero yo no me moví. —¡Pregúnteme por el gatito! —grité desesperada.
Don Julián se detuvo en seco. Me soltó el brazo lentamente. —¿Qué dijiste?
—El gatito pinto, señor. El del árbol. Cuando usted tenía 7 años. Pregúnteme cómo se rompió el brazo derecho en realidad. No fue jugando fútbol, ¿verdad?
Don Julián palideció. Se puso blanco como un papel. Se tuvo que agarrar de la mesa porque las piernas le fallaron. —¿Cómo… cómo sabes eso? —susurró—. Nadie sabe eso. Ni mi esposa lo sabía. Solo mi mamá…
—Ella me lo contó ayer, señor. A través de la puerta. Porque ella está viva. Y está esperando que su hijo vaya a sacarla de ese infierno.
Don Julián me miró con unos ojos llenos de lágrimas y terror. —Llévame —dijo con un hilo de voz—. Llévame arriba ahora mismo.
Capítulo 7: El Abrazo que Tardó 15 Años
Subir esas escaleras fue el viaje más largo de la vida de Don Julián. Yo iba atrás de él, con el manojo de llaves maestras que había conseguido y un desarmador escondido en el delantal, por si acaso. El patrón se agarraba del barandal como si pesara una tonelada. Se le escuchaba la respiración agitada, entre miedo y esperanza.
Llegamos al tercer piso. El olor a encierro y humedad nos golpeó de frente. Don Julián se detuvo en seco y volteó a verme con los ojos aguados.
—Si esto es una mentira, Luz Elena… —empezó a decir, pero no pudo terminar. —Toque la puerta, patrón —le dije suavemente.
Don Julián se acercó a la madera vieja y puso la mano temblando. —¿Mamá? —preguntó, con una voz de niño chiquito.
Hubo un silencio que duró una eternidad. Y luego, el sonido más hermoso del mundo. —¿Julián? —la voz de Doña Dolores sonó fuerte, clara—. ¿Eres tú, mi hijito?
Don Julián soltó un gemido que me partió el alma. Se dejó caer de rodillas frente a la puerta, pegando la frente a la madera. —¡Mamá! ¡Soy yo! ¡Soy Julián! ¡Abre la puerta, por favor!
—No puedo, mi amor… no tengo la llave. Ella la tiene.
Don Julián se levantó como un toro. La furia le ganó a la tristeza. Empezó a golpear la puerta con el hombro, desesperado. —¡Voy a tirarla! ¡Quítate de ahí, mamá!
—¡Espere, don Julián! —le grité—. No hace falta violencia. Yo me encargo.
Saqué el desarmador y una horquilla gruesa que usaba para el chongo. Había visto en internet cómo botar chapas viejas y llevaba días practicando con la puerta de la alacena. “Diosito, ilumíname las manos”, recé. Metí el metal, giré con fuerza, escuché un click y luego otro más fuerte. La chapa cedió.
Empujé la puerta y se abrió rechinando.
La imagen que vimos nunca se me va a olvidar. El cuarto estaba en penumbra, con las ventanas tapadas con tablas. En una esquina, sentada en un sillón viejo y roído, estaba Doña Dolores. Estaba flaquita, con el pelo blanco y largo, vestida con ropa que le quedaba grande. Pero sus ojos… sus ojos brillaban con la misma luz de siempre.
—¡Julián!
—¡Mamá!
Don Julián corrió y se abrazó a ella. Los dos lloraron a gritos. Fue un llanto de esos que limpian el alma, un llanto de quince años acumulados. Yo me quedé en la puerta, llorando también, dándole gracias a la Virgen. Ver a ese hombre poderoso, dueño de empresas, hecho un niño en los brazos de su madre, me confirmó que el dinero no vale nada comparado con esto.
Cuando se calmaron un poco, Don Julián le agarró la cara con las dos manos. —Perdóname, mamá… perdóname por ser tan ciego. Yo te enterré… yo fui a tu funeral…
—No fue tu culpa, mijo. Tú no sabías. Rebeca es el diablo, es muy lista. —¿Cómo sobreviviste? ¿Cómo aguantaste tanto tiempo aquí sola?
Doña Dolores me miró y sonrió. —No estuve sola al final. Dios me mandó un ángel con escoba y trapeador.
Don Julián volteó a verme y, por primera vez en ocho años, no me vio como la empleada. Me vio como a una igual. Se levantó, caminó hacia mí y me dio un abrazo que me tronó los huesos. —Gracias, Luz Elena. Te debo la vida. Todo lo que tengo es tuyo.
—No me debe nada, patrón. Ahora vámonos de aquí. Esa mujer puede volver o mandar a alguien.
Bajamos a Doña Dolores despacito. Don Julián la cargó en brazos escaleras abajo, como si fuera de cristal. La acostamos en la recámara principal, la de Don Julián, porque él dijo que ella nunca más iba a dormir en un cuarto feo.
Esa misma tarde se armó la revolución. Don Julián no llamó a la policía de inmediato. Llamó a su abogado de confianza y a un investigador privado, un tipo serio que había sido federal.
—Quiero refundirla en la cárcel, licenciado —le dijo Don Julián al abogado, con una voz fría que daba miedo—. Pero primero quiero saberlo todo. Quiero saber cuánto me robó, con quién se alió y cómo diablos falsificó la muerte de mi madre.
El investigador y el contador de la empresa se pusieron a trabajar. En el estudio de la casa, forzaron la caja fuerte que Doña Dolores había mencionado. Ahí estaba todo. Copias de las actas de defunción falsas, recibos de sobornos al registro civil, transferencias millonarias a cuentas en paraísos fiscales… y lo peor: cartas de amor de Rebeca con otro hombre. Un socio de la competencia.
Resultó que Rebeca no solo había robado. Había estado vendiendo secretos de la empresa de Don Julián a la competencia durante años. El desfalco era de más de 20 millones de pesos. Y la muerte de Mauricio… encontraron correos donde ella hablaba de “deshacerse del estorbo” semanas antes del accidente.
—Es una psicópata —dijo el investigador, revisando los papeles—. No tiene empatía, no tiene remordimientos. Para ella, ustedes eran solo cajeros automáticos.
Capítulo 8: Justicia Divina
El domingo llegó. Se suponía que Rebeca regresaba de Guadalajara por la noche. Don Julián tenía todo planeado. Había patrullas de la ministerial escondidas cerca de la casa. Él quería verle la cara cuando entrara y descubriera que su teatro se había caído.
Pero Rebeca, astuta como una serpiente, presintió algo. O tal vez tenía cámaras ocultas que no encontramos y nos vio sacar a Doña Dolores.
A mediodía, el investigador recibió una alerta. —Don Julián, se activó una alerta migratoria. Rebeca no está en Guadalajara. Está en el aeropuerto de la Ciudad de México. Compró un boleto de ida a París que sale en dos horas. Se está fugando.
—¡Deténganla! —gritó Don Julián—. ¡Que no se suba a ese avión!
Fueron las dos horas más tensas de mi vida. Estábamos todos en la sala: Don Julián, Doña Dolores (ya bañada y con ropa limpia), el abogado y yo, pegados al teléfono.
Finalmente, sonó el celular del investigador. Puso el altavoz. —Señor Mendoza… la tenemos. La Guardia Nacional la detuvo en la sala de abordar.
Todos soltamos el aire. —¿Qué dijo? —preguntó Don Julián. —Nada. Se puso a gritar que era un error, que ella era una viuda respetable. Pero cuando le mostramos la orden de aprehensión por privación ilegal de la libertad y fraude, se quedó callada. Y luego… se empezó a reír. —¿Se rió? —Sí, señor. Una risa de loca. Dijo que usted era un estúpido y que disfrutó cada centavo que le gastó.
Doña Dolores, sentada en el sillón, cerró los ojos y se persignó. —Dios la perdone, porque yo no puedo.
El juicio fue un escándalo nacional. Los periódicos le pusieron “La Nuera del Diablo” o “El Caso de la Suegra Fantasma”. Salieron a la luz todas las porquerías que hizo. Sobornó a un médico corrupto para el acta de defunción, pagó a los de la funeraria para sellar el ataúd con piedras.
Rebeca fue sentenciada a 30 años de prisión sin derecho a fianza. Dicen que en la cárcel se la pasa sola, que nadie la quiere porque hasta entre las presas hay códigos, y maltratar a una madre es lo peor que puedes hacer. Se le acabó la ropa de marca, se le acabaron los tintes de pelo y se le acabó la soberbia. Ahora es solo un número más.
La casa de los Mendoza cambió por completo. Ya no hay silencio. Don Julián mandó tirar la puerta del tercer piso y remodeló todo para que no quedaran recuerdos de ese calabozo.
Doña Dolores se recuperó increíblemente rápido. A sus 88 años, tiene más energía que yo. Le volvieron los colores a la cara, subió de peso y, lo más importante, recuperó su lugar como la matriarca.
Un año después de la pesadilla, Don Julián nos llevó a todos a Mazatlán. Sí, a mí también. —Tú eres familia, Luz Elena —me dijo cuando me dio mi boleto de avión—. Y la familia viaja junta.
Ver a Doña Dolores meter los pies en el mar por primera vez en su vida, a los casi 90 años, fue el regalo más bonito que me ha dado Dios. Se reía como niña cuando las olas la tocaban. Don Julián la sostenía del brazo, mirándola con una adoración absoluta.
Esa noche, cenando frente al mar, Don Julián levantó su copa. —Brindo por las segundas oportunidades —dijo con la voz quebrada—. Brindo por mi madre, que es un roble. Y brindo por Luz Elena, la mujer valiente que me enseñó que la lealtad no se compra con dinero, se demuestra con acciones.
Doña Dolores me agarró la mano por encima de la mesa. —Y yo brindo porque nunca es tarde para que se haga justicia.
Hoy sigo trabajando con ellos, pero ya no soy la sirvienta. Soy el ama de llaves, la administradora y, sobre todo, la compañera de Doña Dolores. Desayunamos juntas, vemos las novelas, y nos reímos acordándonos de cómo vencimos al mal con un plato de caldo de pollo y un desarmador.
Esta historia se las cuento no para presumir, sino para que abran los ojos. A veces, el mal se disfraza de ropa elegante y buenos modales. A veces, tenemos al enemigo durmiendo en la recámara de al lado. Pero también, a veces, los héroes no llevan capa, llevan delantal.
Cuiden a sus viejitos. Escúchenlos. No dejen que nadie los aparte ni los maltrate. Porque una madre es lo más sagrado que tenemos, y quien se mete con una madre, se mete con la justicia divina. Y esa, créanme… esa nunca falla.
Soy Luz Elena Herrera, y esta fue mi historia. Gracias por leerme. Y recuerden: la verdad siempre, siempre sale a la luz, aunque la encierren bajo tres llaves.
FIN