Capítulo 1: El Rugido del León en Polanco
El eco de la porcelana rompiéndose fue como un disparo en la paz artificial del restaurante “El Olimpo”. Patricio Mercado no era un hombre de medias tintas; cuando algo no le gustaba, el mundo entero debía enterarse. A sus 34 años, el CEO de Mercado Global se había ganado el apodo de “El Carnicero” no por su gusto por la carne, sino por la forma en que desmembraba empresas competidoras hasta dejarlas en los huesos.
Aquella noche, la Mesa 1 era un campo minado. Patricio ya había despachado a tres meseros. El pecado del último fue servir el agua con la mano “incorrecta”, rompiendo su concentración mientras analizaba la caída del yen en su tablet.
Elena Benítez observaba desde la cocina. Sabía que su momento había llegado. Con 26 años y una vida que se caía a pedazos, Elena no le tenía miedo a un hombre con traje caro. Ella había conocido el verdadero poder antes de que Mercado se lo arrebatara a su familia. Su padre, David Benítez, alguna vez fue el rey de la tecnología en México, hasta que una jugada sucia de Mercado Global lo dejó en la calle y con un derrame cerebral del que aún no despertabatodo por completo.
Elena necesitaba el dinero para las medicinas de su padre. Necesitaba la venganza para su alma.
—Yo voy —dijo Elena, ajustándose el mandil con una calma que erizó la piel de sus compañeros.
Caminó por el salón de mármol y madera oscura con la frente en alto. Al llegar a la mesa, no agachó la cabeza. Sirvió el agua con una precisión quirúrgica. Patricio ni siquiera la miró al principio, pero ella soltó la bomba:
—Si sigue vendiendo en corto antes de que abra Tokio, va a perder más que solo su paciencia, señor Mercado.
El silencio que siguió fue absoluto. Patricio levantó la vista. Sus ojos azules, famosos por ser tan fríos como un balance contable, se clavaron en ella.
Capítulo 2: El Desafío de los 20 Minutos
—¿Qué dijiste, mesera? —la voz de Patricio era un susurro peligroso.
—Dije que el mercado es volátil y que usted parece estar ignorando los indicadores de riesgo —respondió Elena, sosteniéndole la mirada—. Pero supongo que prefiere que me limite a ofrecerle el menú.
Patricio soltó una risa seca, desprovista de humor. Estaba intrigado. Nadie le hablaba así. Nadie se atrevía.
—Eres valiente o muy estúpida —dijo él, cerrando su tablet—. Hagamos algo. Quiero un risotto de trufa blanca. Lo quiero perfecto. Y lo quiero en 20 minutos. Si fallas, te aseguro que no volverás a servir ni un café en esta ciudad. Si lo logras… ponle tú el precio a la propina.
Elena aceptó. Lo que Patricio no sabía era que Elena no solo sabía de finanzas por ósmosis; había crecido entre los mejores chefs del mundo cuando su padre aún era rico.
En la cocina, Elena fue un torbellino. Usó técnicas que dejaron al Chef Mario con la boca abierta. Doble sartén, agitación constante, control térmico absoluto. Mientras el arroz soltaba su almidón, Elena recordaba las noches de hospital de su padre, la falta de dinero para las terapias, el odio que sentía por el hombre sentado en la Mesa 1.
Entregó el plato a los 19 minutos con 40 segundos.
Patricio probó. El sabor era celestial, la textura perfecta. Pero lo que realmente lo desarmó fue cuando Elena, en un descuido, dejó ver un relicario que colgaba de su cuello. Él notó sus zapatos viejos y reparados, contrastando con su lenguaje de graduada de Harvard.
—¿Quién eres realmente, Elena Benítez? —preguntó él, extendiéndole un cheque por 400 mil pesos.
—Soy la persona que acaba de salvar su noche —respondió ella, ocultando el temblor de sus manos al tomar el dinero—. Y quizá la única que le dirá la verdad en esta ciudad de mentirosos.
Patricio la miró por largo tiempo. Había algo en ella que lo llamaba, una chispa de algo que él mismo había perdido hacía mucho tiempo.
—Mañana a las 7 a.m. en mi oficina. Mi asistente renunció hoy. Necesito a alguien que sepa de física, de arroz y de cómo no tenerme miedo. No llegues tarde.
Elena salió del restaurante con el cheque en la mano y el corazón acelerado. El plan estaba funcionando. Había entrado en la boca del lobo. Ahora, solo faltaba cerrarla.
Capítulo 3: El Monolito de Cristal y la Víbora de Oficina
La sede de Mercado Global en la Ciudad de México no era solo un edificio; era un monolito de acero y cristal que parecía querer perforar el cielo contaminado de la capital. Para cualquier peatón que caminara por el Paseo de la Reforma, era solo un rascacielos más; pero para el mundo financiero, era una fortaleza inexpugnable donde se decidía el destino del dinero en el país.
Elena Benítez estaba frente al vestíbulo a las 6:45 a.m.. Llevaba una falda de tubo gris carbón y una blusa blanca impecable que había comprado la noche anterior en una barata, gastando sus últimos ahorros. No era ropa de diseñador, pero estaba tan bien entallada que la usaba como si fuera una armadura de combate. Incluso se había comprado unos tacones profesionales sensatos; se habían acabado los días de caminar sobre suelas desgastadas.
Al pasar su tarjeta de identificación por el torniquete, el pitido verde le dio acceso al reino del hombre que odiaba.
—Tú debes ser la nueva víctima —dijo una voz arrastrada detrás de ella.
Elena se giró para ver a una mujer que parecía haber sido retocada con Photoshop antes de salir de su casa. Tenía el cabello rubio recogido en un moño severo, un maquillaje impecable y un traje que probablemente costaba más que toda la educación universitaria de Elena.
—Soy Elena, la nueva asistente personal del Sr. Mercado —respondió ella, tratando de mantener la voz firme.
—Sé perfectamente quién eres —replicó la mujer con una mueca de asco, recorriéndola con la mirada de arriba abajo. —Soy Lydia Grant, Vicepresidenta de Comunicación. Yo manejo la imagen de esta empresa y, francamente, que Patricio haya contratado a una mesera para manejar su oficina es una pesadilla de relaciones públicas a punto de estallar. Si llegas a derramar café sobre un contrato, ni te molestes en empacar. Lárgate sola.
—Yo no tomo café, Srta. Grant —respondió Elena mientras entraba al elevador y presionaba el botón del piso 50. —Y yo nunca derramo nada.
El viaje en el elevador fue gélido y silencioso. Cuando las puertas se abrieron en el piso superior, el caos la golpeó de frente. Los teléfonos no paraban de sonar, los analistas corrían por los pasillos con tablets en mano y el tablero electrónico que corría por la pared mostraba que los mercados asiáticos se estaban desplomando, exactamente como Elena había predicho la noche anterior en el restaurante.
Elena caminó directamente al escritorio fuera de las enormes puertas dobles de la oficina del CEO. Estaba cubierto de pilas de papeles sin archivar.
—Mercado está de un humor de perros —advirtió Lydia, quien la había seguido, mientras revisaba su reflejo en el celular. —Lo del yen tiene a todos al borde del colapso. Hoy va a despedir gente. Intenta no ser la primera.
Elena ignoró el veneno de la mujer y llamó a la puerta.
—Adelante —tronó la voz de Patricio.
La oficina era inmensa, con ventanales de piso a techo que ofrecían una vista panorámica de todo el valle de México. Patricio caminaba de un lado a otro con un manos libres puesto, hablando en un mandarín fluido y acelerado. Al ver a Elena, le hizo una señal para que esperara y luego hizo un gesto cortante con la mano hacia su garganta.
Señaló una tablet sobre su escritorio. Era una transmisión en vivo de una negociación con un proveedor en Berlín. El traductor estaba sufriendo, balbuceando palabras sin sentido. Patricio se arrancó el auricular con frustración.
—No ceden con los aranceles de envío —le dijo a Elena sin saludarla—. Si no cerramos esto para el mediodía, la cadena logística se colapsa. Llegas temprano.
—Dijo a las 7:00 a.m. Son las 6:58 —respondió Elena mientras empezaba a organizar el desorden de papeles en pilas perfectas. —Y no están cediendo porque está negociando en inglés. Herr Bauer, el proveedor, es de la vieja escuela. Respeta más la cultura que los contratos.
Patricio entrecerró los ojos.
—Y supongo que también hablas alemán.
—Mi padre insistía en que aprendiera idiomas. Decía que el mundo era muy pequeño para hablar solo uno —respondió Elena con una punzada de dolor en el pecho. Tomó la tablet. —¿Me permite?
Patricio dudó, pero asintió.
—Guten Morgen, Herr Bauer —dijo Elena con un acento impecable—. El Sr. Mercado habla ahora a través de una nueva voz. Entendemos sus preocupaciones sobre los aranceles.
Patricio observó, estupefacto, cómo Elena navegaba la conversación. No solo traducía; encantaba al hombre al otro lado de la pantalla. Le preguntó por sus viñedos en el valle del Rin y hasta hizo un chiste sobre el clima en Baviera. En diez minutos, el rostro hosco de Herr Bauer se suavizó y soltó una carcajada.
—Dígale al Sr. Mercado que aceptamos los términos —dijo Bauer en alemán—. Y dígale que finalmente contrató a alguien con modales.
Elena terminó la llamada.
—Trato cerrado. Los envíos se reanudan mañana.
Patricio se sentó en el borde de su escritorio, cruzando los brazos. La luz de la mañana resaltaba los ángulos afilados de su rostro. Por un segundo, no parecía el tirano despiadado que todos conocían; parecía un hombre genuinamente impresionado.
—¿Quién era tu padre realmente? —preguntó en voz baja. —Las meseras no hablan mandarín ni alemán. No entienden de logística internacional.
Elena se congeló. Estaba entrando en la zona de peligro. Su padre era David Benítez, el dueño de Benítez Tech, la empresa que Patricio Mercado había absorbido de forma hostil, desmantelado por partes y llevado a la bancarrota hacía cinco años. El estrés de perder el trabajo de toda su vida le había provocado a su padre un derrame del que nunca se recuperó del todo. Ella estaba ahí para encontrar pruebas de que esa absorción había sido ilegal.
—Era un maestro —mintió Elena con suavidad—. Me enseñó que el conocimiento es lo único que nadie te puede embargar.
Patricio la estudió por un largo momento, buscando una grieta en su fachada.
—Toma tu libreta —dijo levantándose y abotonándose el saco—. Vamos a salir.
Capítulo 4: El Almuerzo de los Tiburones y el Expediente Rojo
—¿A dónde vamos? —preguntó Elena mientras intentaba seguirle el paso acelerado hacia el elevador.
—Arturo Pendleton está en la ciudad. El magnate petrolero —explicó Patricio—. Está despachando en el St. Regis. Se niega a firmar el contrato de derechos de perforación porque piensa que soy un “niño de ciudad sin alma”. Vas a ayudarme a convencerlo de lo contrario.
—¿Yo? ¿Por qué?
—Porque tienes una forma de desarmar a la gente —dijo Patricio antes de que las puertas del elevador se cerraran—. Y a Pendleton le encantan las caras inteligentes. No me hagas arrepentirme de esto.
Elena tomó su libreta y, al salir, pasó frente al escritorio de Lydia Grant. La vicepresidenta esperaba verla salir llorando, pero en lugar de eso, vio a Elena caminando hombro con hombro con el CEO. Los ojos de Lydia se cerraron en dos rendijas de odio. Tomó su teléfono y marcó un número privado.
—Necesito una investigación de antecedentes de Elena Benítez. Profunda. Quiero saberlo todo: dónde estudió, con quién sale y qué es lo que está escondiendo.
El Hotel St. Regis era un palacio de dinero viejo: candelabros de cristal, cortinas de terciopelo y el olor a puros caros. Arturo Pendleton estaba teniendo un almuerzo privado en el salón de la biblioteca. Cuando Patricio y Elena llegaron, Pendleton ya llevaba tres whiskys encima. Era un hombre masivo, con un sombrero vaquero blanco y una energía que llenaba toda la habitación.
—¡Mercado! —rugió Pendleton—. Ya te dije que no voy a firmar nada. No confío en un hombre que nunca ha tenido tierra bajo las uñas.
—Arturo —dijo Patricio con una sonrisa profesional que no llegaba a sus ojos—. Te traigo una propuesta revisada. Y traje a mi asociada, la señorita Benítez.
Pendleton miró a Elena.
—¿Asociada? Se ve muy joven para ser un tiburón como tú.
—No soy un tiburón, Sr. Pendleton —dijo Elena dando un paso al frente—. Soy la que se encarga de que los tiburones estén bien alimentados.
Pendleton soltó una carcajada que retumbó en las paredes.
—Me gusta esta niña. Siéntate, linda. Tómate algo.
El almuerzo fue un campo minado. Pendleton interrogó a Patricio sobre futuros del petróleo, regulaciones ambientales y favores políticos. Patricio respondió con datos fríos y duros, pero Pendleton parecía aburrido. Entonces, la conversación cambió de tono.
—Sabes, Mercado —dijo Pendleton mirando fijamente a Patricio—, el carácter de un hombre se define por lo que protege. Tú no proteges nada; solo adquieres. Por eso no te voy a vender. Vas a destripar mi compañía como si fuera un pescado.
La mandíbula de Patricio se tensó.
—Yo optimizo la eficiencia, Arturo.
—Tú destruyes legados —replicó Pendleton—. Como hiciste con Benítez Tech hace unos años. Buena compañía. Gran hombre, David Benítez. Lo aplastaste solo para quedarte con sus patentes.
Elena dejó de respirar. Su tenedor chocó contra el plato con un sonido metálico que resonó en el silencio repentino. Patricio no notó su reacción; estaba demasiado concentrado en Pendleton.
—David Benítez era débil —dijo Patricio con voz gélida—. Se apalancó de más. Yo le hice un favor al mercado al sacarlo de la jugada.
Elena sintió una oleada de náuseas y una rabia tan fuerte que tuvo que aferrarse a la mesa para que no le temblaran las manos. ¿Débil? Su padre era el hombre más bondadoso del mundo. Patricio había manipulado el precio de las acciones para forzar una llamada de margen. Fue un robo, simple y llano.
—¿Estás bien, linda? Te pusiste pálida —preguntó Pendleton.
—Yo… solo necesito un momento —tartamudeó Elena—. El calor.
—Sal a caminar —dijo Patricio con desdén, sin siquiera mirarla—. Ve por los contratos al coche.
Elena huyó de la habitación. Al llegar al pasillo, se apoyó contra la pared de mármol frío, jadeando por aire. Quería gritar, quería regresar y apuñalar a Patricio Mercado con el cuchillo de la carne. “Concéntrate”, se dijo a sí misma. “Estás aquí por las pruebas. Si reaccionas ahora, lo pierdes todo”.
Se compuso y salió hacia la limusina que esperaba afuera. El chofer, un hombre serio llamado Frank, asintió al verla.
—El Sr. Mercado necesita el archivo Pendleton —dijo ella.
Frank abrió el maletín en el asiento trasero. Mientras Elena buscaba la carpeta azul, vio un expediente rojo debajo. Estaba marcado como: CONFIDENCIAL. SOLO PARA SUS OJOS. PROYECTO ÍCARO.
Su corazón empezó a latir con fuerza. Sabía que no debía, pero si Frank la veía…
—Frank, ¿podrías traerme una botella de agua de la cajuela? Me siento un poco mareada por el sol —pidió Elena, llevándose la mano a la frente.
—Por supuesto, señorita Benítez.
En cuanto el chofer se bajó, Elena se movió con la velocidad de un rayo. Levantó la carpeta azul y abrió la roja. Sus ojos escanearon el contenido frenéticamente. Era una lista de cuentas fantasma, empresas fachada utilizadas para ocultar adquisiciones hostiles.
Y ahí, a mitad de la lista, estaba: PROYECTO ÍCARO. Objetivo: Benítez Tech. Método: Sabotaje interno vía miembro de la junta J.P. Estatus: Liquidado.
Elena sacó su teléfono y tomó una foto de la página. Cerró la carpeta justo cuando la puerta del chofer se abría.
—Aquí tiene, señorita —dijo Frank entregándole el agua.
—Gracias, Frank —sonrió Elena, aunque sentía los labios entumecidos.
Ya lo tenía. La prueba. Sabotaje interno. Patricio no solo había sido más listo que su padre; había sobornado a alguien de la junta para hundir la empresa desde adentro. Eso era ilegal. Eso era cárcel.
Regresó al hotel. El almuerzo estaba terminando. Patricio estaba estrechando la mano de Pendleton.
—Está bien —decía Pendleton—. Tu chica tiene agallas, y tú… bueno, tal vez no seas tan malo. Firmaré, pero trata bien a mi gente.
—Siempre lo hago —mintió Patricio. Se giró hacia Elena—. ¿Tienes los papeles?
Elena se los entregó. Su mano rozó la de él por accidente y, por un segundo, sintió una descarga eléctrica que la asqueó. Era una atracción física estúpida y traicionera hacia el monstruo que había destruido a su familia.
—Buen trabajo hoy —dijo Patricio mientras caminaban hacia el coche—. Le agradaste a Pendleton. Eres un activo valioso.
—Mi objetivo es complacer, señor —dijo Elena, apretando el celular en su bolsillo. La foto en su galería quemaba como brasas en su conciencia.
—Esta noche es la gala del Museo Soumaya —dijo Patricio revisando su reloj—. Es de etiqueta. Vendrás conmigo.
—Señor, no tengo un vestido para…
—Hice que una estilista enviara tres opciones a tu departamento —la interrumpió él—. Te esperan con el portero. Elige uno y prepárate para las 8:00 p.m.
Elena se detuvo en la acera.
—¿Envió ropa a mi departamento? ¿Cómo sabe dónde vivo?
Patricio abrió la puerta del coche y le dedicó una mirada enigmática.
—Yo lo sé todo, Elena. Por eso soy el CEO. No llegues tarde.
Capítulo 5: Veneno en el Soumaya
El trayecto hacia el Museo Soumaya fue una tortura silenciosa. Patricio no dejaba de revisar su reloj, ajeno a la tormenta que se desataba en mi pecho. Al llegar, la estructura plateada del museo brillaba bajo las luces de Polanco, recordándome que estaba entrando al epicentro del poder que había aplastado a mi padre.
Cuando entramos, la opulencia me abrumó. Meseros que se veían tan cansados como yo hace 24 horas pasaban charolas de canapés. Les dediqué una sonrisa de solidaridad que nadie más notó. Patricio, en cambio, se movía como un tiburón en su pecera, saludando a políticos y empresarios con una frialdad envidiable.
Lydia Grant apareció como una herida abierta en su vestido carmesí. Sus ojos estaban fijos en mi vestido azul, ese que Patricio había elegido personalmente para mí.
—No sabía que el servicio estaba invitado —soltó Lydia, su voz goteando veneno.
—Elena es mi invitada, Lydia. Compórtate —respondió Patricio, usando ese tono bajo y peligroso que solía reservar para las juntas de consejo.
Pero Lydia no iba a comportarse. Ella había hecho su tarea. Se acercó a mí, lo suficiente para que pudiera oler su perfume costoso y su envidia.
—Hice algunas llamadas, Elena… —susurró, pero lo suficientemente fuerte para que los invitados cercanos escucharan—. O debería decir, Elena Benítez. Hija de David Benítez.
Sentí que el piso desaparecía. Patricio se giró hacia mí, sus ojos buscando una negación que yo no podía darle. Lydia sonrió con triunfo y, en un movimiento ensayado, dejó caer su copa de vino tinto directamente hacia mi pecho.
Esperé el impacto frío, la humillación final frente a toda la élite de México. Pero no llegó. Patricio se movió con una agilidad que desafiaba la lógica, interponiéndose entre el vino y yo. La mancha roja se expandió sobre su camisa blanca como una herida de bala.
—Lárgate. Estás despedida de Mercado Global. Efectivo inmediatamente —le dijo a Lydia, quien retrocedió horrorizada al darse cuenta de que había perdido su jugada.
Patricio me tomó del brazo y me arrastró hacia la salida. No me preguntó por mi padre. No me preguntó si era cierto. Solo me subió al auto y le ordenó a Frank que nos llevara a su penthouse en Santa Fe.
Capítulo 6: La Fortaleza de Cristal
El penthouse de Patricio era exactamente como él: vasto, minimalista y terriblemente frío. Los pisos de concreto pulido y el arte abstracto en las paredes gritaban soledad. No había fotos, no había recuerdos, solo una vista impresionante de una ciudad que él creía poseer.
Se sirvió un whisky y me entregó un vaso con agua, pero no se alejó. Se quedó invadiendo mi espacio, sus ojos azules quemando los míos.
—David Benítez —dijo, y el nombre pesó como una losa entre nosotros. —Por eso sabías lo de la logística. Creciste en ese mundo.
—Él era un buen hombre, Patricio —respondí, levantando mi muro defensivo—. Él trataba a sus empleados como familia. Y tú… tú trataste su empresa como un cadáver al que podías destripar.
Patricio bebió de su vaso, sin apartar la mirada.
—¿Eso es lo que te contó? Tu padre era un ingeniero brillante, pero era demasiado blando para la guerra. Se negó a despedir gente cuando el sector colapsó en 2018. Pidió préstamos personales para pagar la nómina. Cuando yo adquirí la empresa, ya estaba muerta. Yo solo firmé el acta de defunción.
—¡No solo la firmaste! —grité, sintiendo las lágrimas de rabia—. Lo humillaste. Destruiste su reputación. Tuvo un derrame el día que se cerró la venta. Ahora apenas puede hablar y vive en una clínica del gobierno porque el seguro que TÚ cancelaste no cubrió su rehabilitación.
Por primera vez, vi una grieta en la máscara de hierro de Patricio. Un shock genuino registró en su rostro.
—¿Clínica del gobierno? Eso es imposible —frunció el ceño.
—Es la realidad —dije, sacando mi teléfono—. Así que sí, te mentí. No vine a ese restaurante a servir risotto. Vine a buscar algo que pudiera usarse para destruirte.
Abrí la foto que le había tomado al expediente en la limusina. Se la puse frente a la cara: Proyecto Ícaro. Sabotaje interno.
—No solo le ganaste, Patricio. Hiciste trampa. Tenías un topo en su junta directiva.
Patricio miró la pantalla. Leyó el nombre: “Sabotaje interno vía Simon Banks”. Su rostro se puso pálido, casi gris. Dejó el vaso sobre la mesa con un golpe seco.
—En mi vida había visto ese documento —susurró, y por la forma en que su voz tembló, supe que por primera vez en toda la noche, me estaba diciendo la verdad.
Capítulo 7: El Beso en la Boca del Lobo
El aire en el penthouse de Santa Fe estaba cargado de una electricidad que no tenía nada que ver con el lujo. Patricio caminaba de un lado a otro, pasando una mano por su cabello perfectamente peinado, ahora desordenado por la angustia. La revelación de que Simon Banks, su mano derecha, era el topo que destruyó Benítez Tech y el que ahora planeaba hundir a Mercado Global, lo había dejado en shock.
—Simon me dijo que tu padre quería retirarse —susurró Patricio, deteniéndose frente al ventanal que dominaba la ciudad—. Me dijo que la adquisición hostil era solo un trámite para evitar impuestos. Me mintió en la cara durante años.
Elena sintió que el odio que había cultivado durante cinco años empezaba a transformarse en algo más complejo. Patricio no era el villano de su historia, sino otra pieza en el tablero de un psicópata corporativo.
—Tienes la evidencia, Elena —dijo Patricio, acercándose tanto que ella podía oler el whisky y el miedo en su aliento—. Como CEO, soy legalmente responsable de lo que mis oficiales hacen. Si mandas esa foto al Wall Street Journal o a la fiscalía, estoy acabado. Mi legado desaparecerá en un segundo.
Él le devolvió el teléfono. El botón de “enviar” estaba ahí, listo para ejecutar la venganza que Elena tanto había soñado. Ella miró la pantalla y luego miró a Patricio. Recordó cómo él se interpuso para recibir el vino de Lydia, protegiéndola sin pensarlo. Recordó el esfuerzo que hizo por el risotto de veinte minutos.
Cerró el teléfono y lo dejó sobre la mesa de mármol.
—No voy a destruirte a ti, Patricio —dijo ella con voz firme—. Vamos a destruir a Simon Banks. Juntos.
El alivio en los ojos de Patricio fue casi doloroso de ver. Dio un paso más, acortando la distancia, y tomó el rostro de Elena entre sus manos. Sus pulgares acariciaron sus pómulos antes de besarla. No fue un beso de película romántica; fue un beso desesperado, hambriento, alimentado por la adrenalina de estar al borde del abismo y encontrar un aliado en medio de los lobos.
Pero la pasión fue interrumpida por el chillido estridente del intercomunicador. El portero gritaba aterrorizado que no podía detenerlos. Segundos después, la puerta del penthouse voló en pedazos.
—¡Patricio Mercado, queda usted arrestado por fraude de valores, malversación y espionaje corporativo! —gritó un agente del FBI mientras una docena de hombres armados invadían el lugar.
—¡Es una mentira! —gritó Elena, tratando de intervenir, pero un agente la obligó a retroceder—. ¡Él no sabía nada!.
Mientras le ponían las esposas, Patricio la miró con una urgencia feroz.
—¡Elena, escucha! Simon no confía en la nube. Guarda todo en papel. Busca su libro negro. ¡Búscalo o estamos muertos!.
Capítulo 8: El Secreto en el Depósito de Azcapotzalco
Elena se quedó sola en el penthouse, rodeada por el eco de las botas del FBI y el silencio gélido del fracaso. Sabía que no tenía tiempo para llorar. Simon Banks ya debía estar celebrando su victoria, creyendo que con Patricio en la cárcel, el camino estaba libre para quedarse con el imperio.
Bajó al estacionamiento, donde Frank, el chofer, la esperaba con el motor encendido. El hombre estaba pálido; él también había visto cómo se llevaban a su jefe.
—Frank, necesito saber a dónde va Simon Banks cuando no quiere que nadie lo encuentre —ordenó Elena mientras subía al asiento trasero.
Frank dudó un segundo antes de responder.
—Tiene una unidad de almacenamiento privada en una zona industrial de Azcapotzalco. Dice que es su “cava de vinos”, pero nunca lo he visto sacar una botella de ahí.
—Lévame ahí. Ahora.
El trayecto fue una carrera contra el reloj por las avenidas de la CDMX. Llegaron a un complejo de bodegas grisáceas rodeado de alambre de púas. Elena usó la tarjeta maestra que Patricio le había dado para emergencias y logró entrar al área de seguridad. Corrió por los pasillos iluminados por lámparas fluorescentes que zumbaban hasta llegar a la unidad 404.
Tenía un candado de acero masivo. Elena miró a su alrededor, desesperada, y tomó un extintor de incendios de la pared. Con un grito que descargó toda su frustración, golpeó el candado una, dos, tres veces, hasta que el metal cedió.
Adentro no había vino. Había filas de archivadores llenos de secretos sucios. Buscó frenéticamente en la sección de 2018, bajo una caja de “recibos de impuestos”. Y ahí estaba: un cuaderno de cuero negro.
Al abrirlo, el corazón le dio un vuelco. Era el diario de un monstruo. “Transferencia al miembro de la junta J.P.”, “Sabotaje Benítez Tech”, “Firma de Mercado falsificada en documento 44A”. Simon no solo había destruido a su padre; había falsificado la firma de Patricio para que pareciera el culpable de todo.
—Sabía que no tardarías mucho en encontrarlo, Elena.
La voz aceitosa de Simon Banks resonó desde la entrada de la bodega. Elena se giró y lo vio parado ahí, con sus lentes impecables y una pistola pequeña pero letal apuntándole directamente al pecho.
—De mesera a espía corporativa… qué currículum tan interesante —dijo Simon, entrando lentamente—. Dame el libro.
—Esto prueba que tú le robaste a mi padre, Simon —dijo Elena, apretando el cuaderno contra su pecho—. Y prueba que le pusiste una trampa a Patricio.
—Patricio es un arrogante que se cree Dios. Necesitaba que lo bajaran de su nube —respondió Simon con un encogimiento de hombros—. ¿Y tu padre? Fue solo daño colateral. Los negocios son negocios.
—¡No son negocios, son vidas! —gritó Elena.
—Dame el libro o te disparo aquí mismo y le diré a la policía que entraste a robar y actué en defensa propia —Simon levantó el arma.
Elena miró el arma y luego el extintor que había dejado en el suelo a los pies de Simon. No era una peleadora, pero era una hija luchando por su padre y una mujer luchando por el hombre que amaba.
—¿Quieres el libro? —preguntó ella, extendiéndolo.
Simon se distrajo un segundo buscando el cuaderno con su mano libre. Fue el único error que cometió. Elena pateó el extintor con todas sus fuerzas. El cilindro de metal rodó por el concreto y golpeó las canillas de Simon. Él aulló de dolor y el arma vaciló.
Elena se lanzó sobre él, tacleándolo contra los estantes de metal. El arma salió disparada por el suelo. Elena la pateó lejos, debajo de unos muebles pesados, y corrió hacia la salida.
—¡Frank! —gritó por el celular mientras corría por el pasillo—. ¡Enciende el coche!.
Salió de la bodega justo cuando un disparo impactaba en el marco de la puerta detrás de ella. Se lanzó al asiento trasero de la limusina y Frank arrancó quemando llanta, perdiéndose en la noche de la ciudad.
—¿A la policía, señorita? —preguntó Frank, mirándola por el retrovisor con los ojos como platos.
—No —dijo Elena, limpiándose el sudor y la sangre de la cara, sus ojos endurecidos por la determinación—. Patricio ya está en una celda y la policía no me va a creer. Vamos a ir a donde Simon no pueda esconderse. Vamos a la asamblea de accionistas de Mercado Global. Empieza en dos horas y van a votar para quitar a Patricio como CEO. Vamos a arruinarles la fiesta.
Capítulo 9: La Ejecución en la Sala de Juntas
La sala de juntas de Mercado Global, ubicada en lo más alto de un rascacielos de Reforma, era el escenario de una traición final. Los veinte miembros del consejo estaban listos para votar la destitución de Patricio. Simon Banks, con una venda oculta bajo su pantalón y una sonrisa de satisfacción, presidía la reunión.
—Es una desgracia, pero debemos distanciarnos de Patricio Mercado inmediatamente —decía Simon con una falsa tristeza.
Justo cuando el presidente del consejo iba a tomar el voto final, las puertas se abrieron con tal violencia que el sonido retumbó como un trueno. Yo, Elena Benítez, entré al salón. Mi apariencia era un desastre: el vestido azul medianoche estaba desgarrado, mi cara tenía manchas de polvo de la bodega de Azcapotzalco y mi cabello era un caos. Parecía una sobreviviente, y en muchos sentidos, lo era.
—¡Detengan esta votación! —anuncié, mi voz resonando con una autoridad que no sabía que tenía.
Simon se puso de pie, gritando por seguridad, pero no me moví. Levanté el libro de cuero negro para que todos lo vieran.
—Si me sacan, perderán la única oportunidad de salvar este imperio de una condena federal —sentencié.
Caminé hacia el frente y puse el libro sobre la mesa. Les mostré las notas de Simon, los registros de las cuentas offshore y, lo más importante, las pruebas de que él había falsificado la firma de Patricio en los documentos del Proyecto Ícaro.
—Simon Banks no solo destruyó Benítez Tech —dije, mirando a cada consejero a los ojos—, sino que usó esta empresa para sus propios robos. Aquí está el video de él disparándome hace dos horas para intentar ocultar este libro.
El rostro de Simon pasó de la arrogancia al terror absoluto. Intentó correr hacia la salida, pero Frank, mi chofer y ahora mi protector, bloqueó la puerta con su enorme figura.
—No hay a donde ir, Sr. Banks —dijo Frank con voz grave.
Capítulo 10: Un Nuevo Comienzo en Chapultepec
Tres meses pasaron. La tormenta legal finalmente se había calmado. Simon Banks estaba tras las rejas enfrentando décadas de prisión, y Patricio había sido exonerado de todos los cargos.
Era una tarde clara de primavera en el Bosque de Chapultepec. Yo empujaba la silla de ruedas de mi padre, David, por los senderos pavimentados. Él se veía más fuerte cada día; su habla estaba mejorando gracias a los mejores terapeutas del país.
—Mira los patos, papá —le dije con ternura.
—Hermoso —logró articular él, con una sonrisa que me devolvió el alma al cuerpo.
Una figura se acercó por el camino: alto, con un suéter azul marino casual y jeans oscuros. Patricio Mercado parecía otro hombre; ya no tenía esa mirada de depredador, sino una de paz. Se arrodilló junto a la silla de mi padre con total respeto.
—Buenas tardes, Sr. Benítez —dijo Patricio. Mi padre lo miró, luego me miró a mí y asintió con aprobación.
Patricio se puso de pie y tomó mi mano.
—¿Cómo estuvo la junta de hoy? —pregunté bromeando.
—Aburrida —sonrió él—. Sin ti irrumpiendo por las puertas, solo son viejos hablando de dividendos. Te extrañamos.
—Estoy ocupada —señalé a mi padre—. Tengo un nuevo trabajo dirigiendo la Fundación de Rehabilitación Benítez.
—Lo sé —dijo Patricio con seriedad—, yo soy tu mayor donante.
Sacó una pequeña caja de terciopelo de su bolsillo. No era un diamante ostentoso, sino una banda elegante con un zafiro del color del vestido que usé la noche que lo salvé.
—Elena, me serviste un risotto imposible, salvaste mi empresa y mi vida —susurró—. Pero sobre todo, me enseñaste que el poder real no viene de una cuenta de banco, sino del corazón. Necesito una socia para la vida. ¿Aceptarías?.
Miré a mi padre, quien levantó un pulgar en señal de aprobación. Miré al hombre que había aprendido a ser humano.
—Solo si prometes una cosa —dije con una chispa de travesura—. Nada de crudo de hamachi. Es terrible.
Patricio soltó una carcajada auténtica que hizo que la gente en el parque volteara a vernos. Deslizó el anillo en mi finger y, bajo la sombra de los árboles milenarios de Chapultepec, nos besamos, sellando una historia que empezó con odio y terminó con la justicia más dulce de todas.
FIN
Esta fue la increíble historia de Elena Benítez y Patricio Mercado. De una mesera valiente a una mujer que derribó un imperio de corrupción, Elena demostró que la verdadera fuerza está en la verdad. Si te gustó esta historia de superación y justicia, ¡dale like y compártela! ¿Tú qué hubieras hecho con el libro negro? Déjanos tu comentario aquí abajo y no olvides suscribirte para ver nuestro próximo drama de romance y traición. ¡Gracias por leernos!
