
(PARTE 1 DE 4)
CAPÍTULO 1: LA TORMENTA EN POLANCO
Cuatro horas antes de que su vida cambiara para siempre, el despertador de Sofía Hernández sonó a las 4:30 a.m. con la misma violencia de siempre. Lo apagó de un manotazo, respirando el aire frío de su pequeño cuarto en una vecindad de Iztapalapa. El techo tenía manchas de humedad que formaban mapas de países inexistentes, muy lejos de los rascacielos de cristal de Reforma donde trabajaría esa noche.
Del otro lado de la cortina que separaba su “cuarto” de la sala, escuchó esa tos. Esa maldita tos seca y profunda que llevaba meses desgarrando los pulmones de su madre.
—¿Jefecita? ¿Estás bien? —preguntó Sofía, sintiendo ese nudo en el estómago que ya era costumbre.
—Estoy bien, mi niña —la voz de Elena salió débil, rasposa—. Córrele que se te va el camión.
Sofía se puso su uniforme negro, que había lavado a mano la noche anterior para ahorrar agua. Se miró en el espejo roto del baño. A sus 25 años, las ojeras bajo sus ojos contaban la historia de alguien que carga el peso del mundo. Trabajaba doble turno: en la mañana en una fonda económica y en la noche en “El Cielo”, el restaurante más exclusivo de Polanco.
Se acercó a la cama de su madre. Elena estaba pálida, delgada como una hoja de papel, pero aún conservaba esa belleza digna, con su cabello castaño rojizo ahora veteado de canas prematuras.
—¿Te toca en la zona VIP hoy? —preguntó Elena, tratando de sonreír.
—Sí, hay un evento privado. Puros “peces gordos”. Empresarios, políticos… ya sabes, de los que gastan en una botella lo que nosotras comemos en un año. Las propinas van a estar buenas.
Elena le tomó la mano. Sus dedos rozaron la muñeca de su madre, donde la tinta desvanecida de un viejo tatuaje asomaba. Una rosa de los vientos. Sofía conocía ese tatuaje de memoria.
—Junta para tus libros, mija. No gastes en mis medicinas hoy.
—Mamá, necesitas ver a un especialista. El doctor del Simi ya no es suficiente. Esa tos no es normal.
—No hay dinero, Sofi. Las deudas del hospital del año pasado todavía nos ahogan.
Pero Sofía sabía la verdad matemática y cruel: ganaba el salario mínimo más propinas. La renta en la Ciudad de México estaba por las nubes, la comida, los servicios… y ahora, la salud de Elena. Sofía había dejado la carrera de Pedagogía en la UNAM hace dos años, cuando su madre enfermó. Su sueño de ser maestra se sentía como una vida ajena.
—Voy a conseguir ese dinero, má. Te lo juro.
Mientras tanto, al otro lado de la ciudad, en un penthouse con vista al Bosque de Chapultepec, Alejandro de la Garza se ajustaba los gemelos de oro de su camisa.
A sus 45 años, Alejandro era una leyenda. Dueño de un imperio de telecomunicaciones y bienes raíces. Tenía una fortuna estimada en miles de millones de dólares. Tenía poder, respeto y miedo de sus competidores. Pero mientras miraba la inmensidad de la Ciudad de México desde su ventana blindada, se sentía vacío.
—Señor, el chofer está listo —dijo su asistente por el interfono—. La cena en “El Cielo” es a las 8:00 p.m.
—Gracias.
Alejandro se subió la manga del saco y miró su muñeca. 14 de junio del 2000. La fecha en que todo se rompió.
Hacía 25 años, en los jardines de la UNAM, él era solo Alex, un estudiante becado de Arquitectura que se había enamorado perdidamente de Elena, la estudiante de Letras más brillante y hermosa de la facultad. Se habían tatuado juntos esa fecha, jurando que serían el norte del otro para siempre.
Pero entonces, Elena se embarazó.
Eran unos niños. Alejandro sintió el pánico cerrarle la garganta. Su padre, un hombre duro y clasista que había construido su propia fortuna a base de crueldad, lo amenazó: “Si te quedas con esa muerta de hambre y arruinas tu futuro con un escuincle, te desheredo. Te olvidas de la firma, te olvidas de todo”.
Alejandro, joven y cobarde, le dio dinero a Elena. Le dijo que “no era el momento”, que eran muy jóvenes. Ella tomó el dinero con lágrimas en los ojos y desapareció. Dos semanas después, lo llamó para decirle que había perdido al bebé. Que todo había terminado.
Cuando él intentó buscarla para pedirle perdón, para decirle que se había equivocado, ella ya no estaba. Se había esfumado en el monstruo que es la Ciudad de México.
—Vamos —dijo Alejandro al aire vacío de su mansión. Esa noche cerraría un trato de 400 millones de pesos, pero daría todo su dinero por volver a ver a Elena una vez más.
CAPÍTULO 2: EL CRISTAL ROTO
El restaurante “El Cielo” vibraba con esa energía particular del dinero viejo. El olor a perfumes importados y cortes de carne Wagyu llenaba el aire. Sofía se movía entre las mesas como un fantasma eficiente, esquivando a hombres que hablaban fuerte y mujeres que la miraban como si fuera parte del mobiliario.
—¡Oye, niña! ¡Más hielo! —le gritó un tipo con camisa desabotonada hasta el pecho, un “Mirrey” clásico.
—En seguida, joven.
Sofía apretó los dientes. La invisibilidad era su superpoder y su maldición. Su supervisora, una mujer tensa llamada Karla, la jaló del brazo.
—Sofía, te necesito en la mesa 1. Es Alejandro de la Garza.
El estómago de Sofía dio un vuelco. Todos sabían quién era. El “Tiburón de Reforma”.
—¿Yo? Pero si siempre atiendo la terraza.
—El mesero principal no llegó. Tú no te pones nerviosa y no tiras las cosas. Solo sonríe, sírveles el vino y no los mires a los ojos a menos que te hablen. Es gente muy pesada.
Sofía asintió, alisó su delantal y caminó hacia la zona VIP, separada por cuerdas de terciopelo.
En la mesa del rincón, con la mejor vista, había tres hombres. Pero sus ojos se clavaron en el de en medio. Alejandro de la Garza emanaba una autoridad silenciosa. No necesitaba gritar como sus acompañantes para que se notara quién mandaba.
—Buenas noches, caballeros. Soy Sofía y los atenderé esta noche. ¿Les ofrezco algo de tomar para empezar?
—Tráenos la botella de Don Perignon más cara que tengas, muñeca —dijo uno de los acompañantes, un hombre joven con cara de pocos amigos llamado Beto—. Estamos celebrando que Alejandro acaba de comprar media ciudad.
Alejandro ni siquiera sonrió. Seguía revisando correos en su celular.
—En seguida —dijo Sofía.
Cuando regresó con la botella y las copas, Beto seguía hablando.
—¿Te imaginas, Alex? 400 millones. Oye, niña —le dijo a Sofía mientras ella servía—, ¿sabes cuánto dinero hay en esta mesa? Probablemente más de lo que toda tu colonia va a ganar en diez vidas.
Sofía sintió el calor subirle a las mejillas. La humillación ardía, pero pensó en la tos de su madre. En las medicinas.
—Aquí tienen, caballeros.
Fue entonces cuando lo vio.
Alejandro estiró el brazo para tomar su copa y la manga de su saco se recorrió unos centímetros. Ahí estaba.
La rosa de los vientos. Tinta negra, un poco desvanecida por los años. Y debajo, la fecha.
Sofía se quedó paralizada. El tiempo se detuvo. Su mente viajó a las historias que su madre le contaba a medias. “Fue en la universidad”, decía Elena con la mirada perdida. “Éramos jóvenes. Él tenía miedo”.
Elena nunca le dijo el nombre completo. Solo le dijo que era un hombre poderoso ahora, que vivía en un mundo diferente. Sofía siempre imaginó que era un empleado de gobierno o un gerente de banco. Nunca… nunca él.
La fecha coincidía. El diseño era idéntico, línea por línea.
La ira burbujeó dentro de ella, mezclada con un miedo terrible. Ese hombre, ese multimillonario sentado ahí bebiendo una copa que costaba más que la renta de su vecindad, podía ser la respuesta a todas sus plegarias o el villano de su historia.
Tenía que saberlo. Si se equivocaba, la despedirían. Si tenía razón…
—¿Se le ofrece algo más? —preguntó Alejandro sin mirarla, notando que ella seguía ahí parada.
—Señor… —Sofía sintió que las rodillas le temblaban—. Perdón, es que… vi su tatuaje.
Beto soltó una carcajada.
—Uy, Alex, ya ligaste. Hasta la mesera quiere contigo.
Pero Alejandro levantó la vista, molesto por la interrupción.
—¿Qué tiene mi tatuaje?
—Mi madre… —Sofía tuvo que aclarar su garganta para que la voz le saliera—. Mi madre tiene uno igual. Idéntico. Misma fecha. Se lo hizo en la UNAM.
El silencio que siguió fue absoluto. Alejandro dejó el celular sobre la mesa lentamente. Sus ojos grises se clavaron en los de ella, buscando una mentira, una broma.
—¿Cómo se llama tu madre? —preguntó, con voz ronca.
—Elena. Elena Hernández.
El impacto fue físico. Alejandro palideció como si hubiera visto un fantasma. Su mano, que sostenía la copa de champaña, tembló violentamente.
—¿Elena? —susurró—. Pero… ella perdió al bebé.
—No, señor —dijo Sofía, y una lágrima traicionera rodó por su mejilla—. No lo perdió. Tengo 25 años.
¡CRASH!
La copa cayó de la mano de Alejandro, estallando contra el suelo. El sonido hizo que los comensales de las mesas cercanas saltaran. El líquido dorado se esparció por el mármol, pero a Alejandro no le importó. Se puso de pie tan rápido que tiró su silla hacia atrás.
—¿Qué estás diciendo? —Alejandro se acercó a ella, ignorando a sus socios, ignorando al gerente que corría hacia ellos—. Elena me dijo… ella me llamó y me dijo que había abortado. Que ya no había bebé.
—Ella mintió —dijo Sofía, ahora con más fuerza, la rabia dándole valor—. Ella sabía que usted no nos quería. Usted le dio dinero para deshacerse de mí. Así que ella tomó el dinero y huyó para protegerme. Para criarme sola.
—¿Sola? —Alejandro parecía estar teniendo un ataque de pánico—. ¿Dónde está? ¿Dónde está Elena? La busqué… te juro que la busqué por años cuando me arrepentí, pero desapareció.
—Está en casa. Y se está muriendo.
La frase cayó como una losa de concreto entre ellos.
—¿Qué? —Alejandro la tomó de los hombros, desesperado—. ¿De qué hablas?
—Está muy enferma. Probablemente sea cáncer, pero no tenemos dinero para los estudios, mucho menos para el tratamiento. Trabajo 14 horas al día y no me alcanza. Ella se está apagando, señor. Mientras usted bebe champaña de diez mil pesos, mi madre se está muriendo en un cuarto húmedo en Iztapalapa.
Alejandro miró a la joven frente a él. Vio los ojos de Elena. Vio esa barbilla obstinada que él mismo veía en el espejo todas las mañanas.
—Llévame con ella —dijo él.
—¿Qué? No, estoy trabajando, no puedo…
—¡Al diablo el trabajo! —gritó Alejandro, sacando su cartera. Tiró un fajo de billetes sobre la mesa sin contarlos—. Vámonos. Ahora.
—Alex, espérate —intervino Beto, levantándose—. ¿Estás loco? Es una estafa, güey. Te están aplicando la clásica. ¿Vas a irte con una mesera a una zona peligrosa? Te van a secuestrar.
Alejandro se volvió hacia su socio con una mirada tan furiosa que Beto retrocedió.
—Cállate. Si es mentira, no pierdo nada. Pero si es verdad… si esa mujer es Elena y ella es mi hija… he perdido 25 años. No voy a perder ni un minuto más.
Alejandro agarró a Sofía suavemente del brazo.
—Por favor. Llévame con ella. Te lo ruego.
Sofía vio la desesperación en los ojos del hombre más poderoso de México. Ya no parecía un tiburón. Parecía un hombre que se estaba ahogando.
—Está bien —susurró ella—. Pero le advierto… mi mundo no es como el suyo.
—No me importa —dijo él, caminando hacia la salida sin mirar atrás—. Vamos a casa.
Mientras salían del restaurante, bajo la mirada atónita de la alta sociedad mexicana, Sofía no sabía si estaba cometiendo el error más grande de su vida o si acababa de salvarla.
Lo que ninguno de los dos sabía era que el reencuentro con Elena desataría secretos aún más dolorosos, y que el dinero de Alejandro no sería suficiente para arreglar lo que estaba roto. La verdadera prueba apenas comenzaba.
(PARTE 2 DE 4)
CAPÍTULO 3: EL DESCENSO A LOS INFIERNOS (O A LA REALIDAD)
El trayecto desde Polanco hasta Iztapalapa fue un viaje entre dos galaxias distintas que, inexplicablemente, ocupan el mismo espacio geográfico en la Ciudad de México.
Alejandro y Sofía iban sentados en la parte trasera de una camioneta Mercedes blindada, escoltados por otro vehículo de seguridad. El aire acondicionado estaba a una temperatura perfecta, los asientos de piel olían a nuevo y el silencio era tan denso que se podía cortar con las tijeras de podar del jardinero de Alejandro.
Sofía mantenía las manos apretadas sobre su regazo, tratando de que no temblaran. Miraba por la ventana polarizada cómo las luces de las boutiques de lujo y los restaurantes de cinco estrellas daban paso, poco a poco, a avenidas mal iluminadas, baches que hacían brincar incluso a la suspensión alemana de la camioneta y grafitis que gritaban historias de pandillas y olvido.
Alejandro no miraba por la ventana. Miraba sus propias manos. Manos que habían firmado fusiones corporativas, que habían estrechado las de presidentes, pero que ahora se sentían inútiles.
—¿Cómo es ella ahora? —preguntó Alejandro de repente, rompiendo el silencio. Su voz sonaba ronca, pequeña.
Sofía se giró para mirarlo. En la penumbra del auto, ya no parecía el “Tiburón de Reforma”. Parecía un hombre asustado.
—Es fuerte —respondió Sofía, con un deje de orgullo en la voz—. Más fuerte que tú. Más fuerte que cualquiera que conozcas en tu club de golf.
Alejandro asintió, aceptando el golpe.
—Trabajó tres turnos cuando yo era niña para que no me faltara nada. Me enseñó a leer antes de entrar al kínder. Me ayudaba con la tarea a las dos de la mañana, aunque se estuviera cayendo de sueño. —Sofía tragó saliva—. Ella es la mejor persona que conozco. Y la vida ha sido muy injusta con ella.
—Ella era así antes también —murmuró Alejandro, con la mirada perdida en el recuerdo—. Brillante. Leía a Cortázar en voz alta. Quería ser escritora. Ayudaba a los compañeros que iban a reprobar sin cobrarles un peso. Yo iba a reprobar Economía… ella me salvó el semestre. Y yo…
—Y tú la dejaste sola —terminó Sofía. No había veneno en su voz, solo una verdad fría y dura.
—Sí. Lo hice.
La camioneta se detuvo frente a un edificio de cinco pisos de color gris despintado, con ropa tendida en las ventanas y cables de luz enmarañados cruzando la fachada como telarañas negras. Un grupo de chicos en la esquina dejó de platicar para mirar los autos de lujo con una mezcla de curiosidad y hostilidad.
El chofer, un hombre corpulento llamado Rogelio, se giró nervioso.
—Señor, con todo respeto, esta zona no es segura para el vehículo. Deberíamos…
—Apaga el motor, Rogelio. Y espera aquí. Si alguien se acerca, diles que vienen conmigo.
Alejandro abrió su propia puerta antes de que el chofer pudiera reaccionar. El olor de la calle lo golpeó: una mezcla de tacos de suadero, drenaje y gas exhausto. Era el olor de la ciudad real, la que él solía ver solo desde la ventana de su helicóptero.
Sofía bajó tras él, sintiéndose extraña al ver su mundo cotidiano a través de los ojos de este extraño millonario.
—Quinto piso —dijo ella, señalando hacia arriba—. No hay elevador.
—No me importa.
Comenzaron a subir. Las escaleras de concreto estaban gastadas por décadas de pisadas. En el tercer piso, se toparon con la señora Rodríguez, que bajaba cargando una bolsa de basura. Se detuvo en seco al ver a Sofía acompañada por un hombre que vestía un traje que costaba más que todo el edificio.
—Buenas noches, mija —dijo la vecina, con los ojos como platos, escaneando a Alejandro de pies a cabeza—. ¿Todo bien?
—Sí, Doña Mari. Es… un asunto del trabajo.
—Ándale pues. Con cuidado.
Siguieron subiendo. La respiración de Alejandro se hizo pesada al llegar al cuarto piso. No por el esfuerzo físico, él corría maratones en Boston y Nueva York. Era el peso de la culpa. Cada escalón era un recordatorio de lo que Elena había tenido que subir y bajar, embarazada, sola, cargando el súper, cargando a una niña, cargando la vida entera sobre su espalda.
Sofía se detuvo frente a la puerta de metal despintada del departamento 502. Le temblaban las manos tanto que se le cayeron las llaves. El ruido metálico resonó en el pasillo vacío.
Alejandro se agachó inmediatamente para recogerlas. Sus dedos rozaron los de Sofía al entregárselas.
—Sofía —dijo él, deteniéndola un segundo antes de que metiera la llave en la cerradura—. Antes de entrar… quiero que sepas algo. Pase lo que pase ahí dentro, me grite lo que me grite… voy a ayudar. Las cuentas médicas, el tratamiento, todo. Eso no depende de si ella me perdona o no. ¿Entiendes?
Sofía lo miró a los ojos. Buscó una mentira, pero solo encontró angustia.
—¿Por qué? ¿Por culpa?
—Porque fallé una vez. No voy a fallar dos veces. Y porque nadie debería morir por ser pobre en un país donde gente como yo tiene tanto.
Sofía asintió lentamente, respiró hondo y giró la llave.
El sonido del cerrojo abriéndose sonó como el disparo de salida de una carrera que ninguno de los dos estaba listo para correr.
CAPÍTULO 4: LA VERDAD DUELE MÁS QUE LA MENTIRA
El departamento era minúsculo. Apenas entraban, la sala y la cocina se fusionaban en un solo espacio reducido. Pero estaba impecable. Había libros apilados en cada rincón disponible y fotos de Sofía en las paredes: su graduación de la prepa, su primer día de trabajo, sus cumpleaños.
El aire olía a Vick VapoRub y a té de canela.
—¿Sofi? ¿Ya llegaste? —la voz de Elena venía desde la recámara, separada solo por una cortina de tela—. Llegaste temprano. ¿Te dejaron salir antes?
Sofía no pudo responder. Se hizo a un lado para dejar pasar a Alejandro.
Él dio dos pasos dentro del departamento y se sintió como un gigante torpe en una casa de muñecas. Sus ojos se adaptaron a la penumbra y se dirigieron hacia la cama donde Elena estaba recostada, con un libro viejo en el regazo.
Elena levantó la vista, esperando ver a su hija.
Cuando vio a Alejandro, el libro se le resbaló de las manos y cayó al suelo con un golpe seco.
El tiempo se congeló.
Elena había envejecido, sí. Estaba pálida, enferma. Pero sus ojos… esos ojos verdes seguían siendo los mismos que lo habían cautivado en la biblioteca central hacía 25 años. Se quedó mirándolo, con la boca entreabierta, incapaz de procesar que el fantasma que la había perseguido en sueños durante dos décadas estaba ahí, de carne y hueso, en su humilde recámara de Iztapalapa.
—No… —susurró ella, llevándose una mano al pecho—. No puede ser. Estoy alucinando por la fiebre.
—Soy yo, Elena —la voz de Alejandro se quebró. Dio un paso adelante, pero se detuvo, sin saber si tenía derecho a acercarse—. Soy yo.
Elena reaccionó con una mezcla de terror y furia. Intentó sentarse, jalando la cobija para cubrirse, avergonzada de que él la viera así: enferma, pobre, vulnerable.
—¿Qué haces aquí? —Su voz salió débil pero afilada—. ¡Sofía! ¿Qué hiciste?
Sofía entró corriendo y se puso al lado de su madre, tomándole la mano.
—Mamá, perdón. Vi su tatuaje. Tenía que hacerlo. Tienes que entender…
—¡No tenías derecho! —gritó Elena, y el esfuerzo le provocó un ataque de tos violento que sacudió su cuerpo frágil.
Alejandro se movió instintivamente para ayudarla, pero Elena levantó una mano para detenerlo.
—¡No me toques! —jadeó ella entre toses—. ¡No te acerques!
—Elena, por favor —Alejandro tenía lágrimas en los ojos—. Solo quiero hablar.
—¿Hablar? —Elena se rió, un sonido amargo y triste—. ¿De qué vamos a hablar después de 25 años, Alejandro? ¿De cómo me diste un cheque y me dijiste que “resolviera el problema”?
—¡Hablemos de que me mentiste! —Alejandro no pudo contenerse más—. ¡Me dijiste que habías perdido al bebé! ¡Me dijiste que ya no había nada!
—¡Porque tú no querías nada! —gritó ella—. ¡Tú eras un niño rico con miedo a papi! Si te hubiera dicho la verdad, ¿qué habrías hecho? ¿Me habrías odiado por arruinar tu vida perfecta? ¿Tu padre me habría quitado a la niña?
—¡Yo te amaba!
—¡No lo suficiente! —La frase de Elena resonó en las paredes despintadas—. Me amabas, pero amabas más tu futuro, tu herencia y tu comodidad. Y yo no iba a permitir que mi hija creciera siendo el “error” de un millonario, despreciada por tu familia. Preferí que no tuviera padre a que tuviera un padre que se avergonzara de ella.
Alejandro sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Se dejó caer en una silla de madera vieja que crujió bajo su peso. Se cubrió el rostro con las manos.
—La busqué… —dijo él, llorando abiertamente—. Cuando me dijiste que habías abortado… me rompí. Me di cuenta de lo imbécil que había sido. Te busqué por meses. Contraté investigadores. Pero desapareciste.
—Me fui a Puebla. Luego a Veracruz. Trabajé limpiando casas, lavando platos… Me escondí porque tenía miedo de que volvieras y te dieras cuenta de que te había mentido. Tenía miedo de que me la quitaras.
El silencio volvió a caer sobre la habitación, solo interrumpido por la respiración agitada de Elena y los sollozos silenciosos de Alejandro. Sofía miraba de uno a otro, sintiendo que su propia historia se reescribía frente a sus ojos.
—¿Es mía? —preguntó Alejandro finalmente, levantando la vista. Sus ojos estaban rojos, hinchados. Miró a Sofía—. Necesito que me lo digas mirándome a los ojos. ¿Es mi hija?
Elena miró a Sofía. Le acarició el cabello con ternura infinita.
—Mírala, Alejandro. Tiene tu barbilla. Tiene tu terquedad. Y cuando se enoja… frunce el ceño igual que tú.
Elena suspiró, rindiéndose ante la verdad.
—Sí. Es tu hija. Sofía es tu hija.
Alejandro soltó un gemido de dolor y alegría al mismo tiempo. Miró a Sofía como si fuera un milagro. Una hija. Una mujer adulta, inteligente y valiente que llevaba su sangre. Y se había perdido todo. Sus primeros pasos, sus primeras palabras, sus graduaciones, sus caídas. Todo.
—Tengo una hija… —susurró—. 25 años…
—Y ahora tienes la oportunidad de salvar a su madre —interrumpió Sofía, con voz firme. Se secó las lágrimas—. Ya basta de drama. Ya basta del pasado. Mamá se está muriendo, Alejandro. Y tú tienes el dinero para evitarlo.
Elena negó con la cabeza débilmente.
—No quiero su dinero. No quiero su caridad. Hemos sobrevivido solas todo este tiempo.
—¡Esto no es sobre ti, mamá! —Sofía estalló—. ¡Es sobre mí! ¡No quiero quedarme huérfana! ¡No quiero enterrarte porque eres demasiado orgullosa para aceptar ayuda!
Alejandro se levantó. Su postura cambió. El dolor seguía ahí, pero ahora había determinación. El empresario había vuelto.
—Sofía tiene razón. Elena, escúchame bien. No es caridad. Es una deuda. Te debo 25 años de manutención. Te debo 25 años de no haber estado ahí. Voy a pagar todo.
Sacó su celular.
—¿Cómo se llama el médico que necesitan?
—Dr. Ramírez, en el Hospital Ángeles… pero la consulta cuesta 2,500 pesos y los estudios son como 20 mil… —dijo Sofía rápidamente.
—Olvida el dinero. —Alejandro ya estaba marcando un número—. Voy a hacer que la trasladen al Hospital ABC de Santa Fe. Los mejores oncólogos de México están ahí. Mi chofer va a subir ahora mismo para ayudarnos a bajarla.
—No puedo irme así… mi trabajo… —murmuró Elena.
—Tu trabajo ahora es vivir —dijo Alejandro, acercándose a la cama. Esta vez, Elena no lo detuvo. Él se arrodilló junto a ella y, con una delicadeza infinita, tomó su mano delgada y áspera—. Elena, por favor. Déjame hacer esto. Déjame hacer una cosa bien en mi maldita vida.
Elena lo miró. Vio las arrugas alrededor de sus ojos, las canas en su sien. Vio el arrepentimiento genuino. Y por primera vez en 25 años, dejó caer la armadura.
—Tengo miedo, Alex —confesó ella en un susurro—. Creo que es grave.
—Yo también tengo miedo —dijo él, apretando su mano—. Pero no vas a estar sola. Nunca más. Te lo juro por mi vida.
Minutos después, los vecinos de la vecindad en Iztapalapa no daban crédito a lo que veían. El hombre más rico de la televisión bajaba las escaleras cargando en brazos a la señora Elena, como si fuera una pluma, mientras su hija corría detrás con una bolsa de ropa.
La subieron a la camioneta blindada.
Mientras el auto arrancaba, dejando atrás la calle oscura, Sofía miró a Alejandro. Él tenía la mano de Elena entrelazada con la suya, aferrándose a ella como si fuera su única ancla a la tierra.
—Gracias —le susurró Sofía.
—No me des las gracias —respondió él sin apartar la vista de Elena—. Apenas estoy empezando a pagar.
Pero el destino tiene un sentido del humor retorcido. Justo cuando parecía que la ayuda había llegado, el teléfono de Alejandro sonó. Era un mensaje de texto de su abogado personal.
“Señor, las noticias están volando. Alguien tomó una foto en el restaurante. Twitter está explotando. Dicen que tiene una hija ilegítima. La junta directiva está convocando a una reunión de emergencia. Quieren su cabeza.”
Alejandro apagó el teléfono.
—¿Qué pasa? —preguntó Sofía, notando su tensión.
—Nada que importe más que esto —mintió él.
Pero sabía que la guerra apenas comenzaba. Había recuperado a su familia, pero estaba a punto de perder su imperio. Y lo peor de todo: aún no sabían qué tenía Elena realmente.
(PARTE 3 DE 4)
CAPÍTULO 5: EL PRECIO DE LA POBREZA
Tres días después, Sofía se encontraba de pie en el lobby del Hospital ABC de Santa Fe, sintiéndose como una intrusa en otro planeta. Todo brillaba. Los pisos de mármol estaban tan pulidos que podía ver su propio reflejo cansado en ellos. Había obras de arte abstracto en las paredes y gente caminando con ropa deportiva de marca y cafés de Starbucks en la mano, como si estar en un hospital fuera una actividad social más.
—Señorita Hernández —una mujer con un blazer impecable se acercó con una tablet—. Soy la coordinadora de pacientes del Dr. Valladares. Su madre está terminando los estudios de imagenología. Si gusta acompañarme a la sala privada.
Sofía la siguió por un laberinto de pasillos silenciosos. No olía a alcohol ni a enfermedad, olía a lavanda y aire purificado. Pensó en la clínica del seguro popular donde habían estado hace meses: filas de seis horas, sillas de plástico rotas y doctores que ni siquiera te miraban a la cara por el agotamiento.
La llevaron a una sala de espera privada que parecía más la sala de estar de una mansión. Sillones de piel, televisión de pantalla plana y una vista panorámica de los rascacielos de Santa Fe.
Ahí estaba Alejandro. Estaba de pie junto a la ventana, hablando por teléfono en voz baja pero furiosa.
—Me importa un carajo lo que digan las acciones, Beto. Diles que si convocan a una votación sin mí, los demando… Sí, ya sé que es un escándalo. No, no voy a dar una declaración de prensa negándolo. ¡Cierra la boca y haz tu trabajo!
Colgó el teléfono con fuerza y se pasó las manos por el cabello, despeinándose su corte perfecto. Cuando vio a Sofía, su expresión se suavizó instantáneamente.
—Perdón —dijo él, exhalando pesadamente—. Los buitres de la junta directiva están nerviosos.
—Dicen en las noticias que tus acciones bajaron un 8% hoy —dijo Sofía. Lo había visto en el celular mientras venía en el Uber que Alejandro le había pagado.
—El dinero va y viene —respondió él, restándole importancia, aunque Sofía notaba las ojeras bajo sus ojos—. ¿Cómo estás tú? ¿Dormiste algo?
—No mucho. Tengo miedo, Alejandro. El doctor dijo que hoy nos daban el diagnóstico final. Si es cáncer terminal…
—No te adelantes. Aquí tienen la mejor tecnología de Latinoamérica. Vamos a pelear.
En ese momento, la puerta se abrió. El Dr. Valladares, un hombre canoso con autoridad tranquila, entró seguido de Elena, que venía en una silla de ruedas empujada por una enfermera.
Sofía corrió hacia su madre. Elena se veía pálida, pero limpia, con una bata de algodón suave en lugar de la ropa desgastada de siempre.
—¿Mamá?
Elena tenía los ojos llorosos. Miró a Sofía y luego a Alejandro.
—Siéntense, por favor —dijo el doctor.
El corazón de Sofía se detuvo. Alejandro se quedó de pie, tenso como un resorte, detrás del sillón donde se sentó Sofía.
—Revisamos las tomografías, los análisis de sangre y la biopsia pulmonar —comenzó el Dr. Valladares, mirando unos papeles—. Señora Hernández, usted llegó aquí en un estado crítico. Su capacidad respiratoria estaba al 40%.
Alejandro apretó el respaldo del sillón de Sofía. Sus nudillos estaban blancos.
—¿Es cáncer? —preguntó Sofía, con la voz hecha un hilo. —En la otra clínica dijeron que era casi seguro que fueran tumores…
El doctor se quitó los lentes y sonrió levemente.
—No, Sofía. No es cáncer.
El mundo se detuvo por un segundo. Sofía sintió que las piernas le fallaban, incluso estando sentada.
—¿Qué?
—Es una neumonía crónica severa, complicada por una tuberculosis latente que se reactivó debido a la desnutrición extrema y el estrés sistémico. —El doctor miró a Elena con seriedad—. Señora, su cuerpo se estaba apagando porque no tenía combustible ni defensas. Es una enfermedad de la pobreza, si me permiten la franqueza. La falta de alimentación adecuada, el frío, el estrés laboral y la falta de tratamiento oportuno la llevaron al borde del colapso.
Sofía empezó a llorar. No eran lágrimas de tristeza, eran de un alivio tan violento que le dolía el pecho.
—¿Se va a curar? —preguntó Alejandro, con la voz ronca.
—Es completamente tratable —asintió el médico—. Con el régimen de antibióticos que ya iniciamos, reposo absoluto, terapia respiratoria y una dieta hipercalórica, debería recuperarse al 100% en unos seis meses. Pero…
El doctor hizo una pausa y miró a Elena severamente.
—Usted estuvo a semanas de morir, señora Hernández. Si hubiera seguido trabajando en esas condiciones, su corazón hubiera fallado antes de fin de mes. Necesita cambiar su estilo de vida drásticamente. Nada de trabajo, nada de estrés, nada de frío.
Cuando el doctor salió, el silencio en la habitación era denso.
Elena se cubrió la cara con las manos y sollozó.
—Pensé que me iba a morir… pensé que iba a dejar sola a mi niña…
Sofía abrazó a su madre, enterrando la cara en su cuello. Ambas lloraban, liberando dos años de terror acumulado.
Alejandro observaba la escena desde la ventana, dándoles su espacio. Pero Sofía vio su reflejo en el vidrio. El hombre más rico de México estaba llorando en silencio.
Se acercó a ellas lentamente y se arrodilló frente a la silla de ruedas de Elena.
—Escuchaste al doctor —dijo Alejandro, con voz firme pero gentil—. Es una enfermedad de la pobreza. Eso se acabó. Elena, nunca más vas a pasar frío. Nunca más vas a tener hambre. Nunca más vas a trabajar hasta desmayarte.
—Alejandro, no puedo… —empezó a protestar Elena.
—Cállate, por favor —la interrumpió él, tomando sus manos—. No es una negociación. Mi estupidez y mi cobardía te pusieron en esa situación. Mi dinero no puede comprar el tiempo, pero puede comprar salud. Y voy a gastar cada centavo que tengo si es necesario para que estés bien.
Elena lo miró a los ojos y, por primera vez, asintió.
—Está bien —susurró—. Está bien.
Esa noche, mientras Sofía veía a su madre dormir tranquilamente en una cama de hospital que parecía una nube, conectada a suero y monitores, sintió que podía respirar por primera vez en años. Pero al mirar su celular, vio las noticias.
“Escándalo en Grupo Garza: Accionistas exigen la renuncia de Alejandro de la Garza tras revelarse vida secreta y negligencia corporativa.”
Alejandro estaba salvando a su madre, pero al hacerlo, se estaba destruyendo a sí mismo.
CAPÍTULO 6: UNA OFERTA IMPOSIBLE DE RECHAZAR
Dos semanas después, la vida de Sofía se había convertido en una rutina extraña. Pasaba las mañanas en el hospital con Elena, quien recuperaba el color en las mejillas día a día, y las tardes intentando ignorar los mensajes de sus ex compañeros de trabajo preguntándole si era verdad que era “la heredera secreta”.
Un martes por la tarde, Alejandro apareció en la habitación. Ya no llevaba traje. Vestía unos jeans oscuros y un suéter de cachemira gris. Se veía más joven, pero también más vulnerable.
—Tu mamá está en terapia respiratoria —dijo él—. ¿Tienes hambre? Vamos por un café.
Bajaron a la cafetería del hospital. Alejandro pidió dos americanos y se sentaron en una mesa apartada. Él colocó un sobre manila grueso sobre la mesa.
—Quería enseñarte algo —dijo, empujando el sobre hacia ella.
Sofía lo miró con desconfianza.
—¿Qué es esto? ¿Un cheque para que me aleje?
Alejandro sonrió con tristeza.
—Ábrelo.
Sofía abrió el sobre. Adentro no había un cheque. Había papeles con el logotipo de la Universidad Iberoamericana y un juego de llaves con un llavero de piel.
—¿Qué…?
—Hablé con la rectoría de la Ibero —explicó Alejandro—. Y también con tus antiguos profesores de la UNAM para conseguir tus revalidaciones. Tienes una beca completa. Matrícula, libros, estancia, todo pagado para que termines tu licenciatura en Pedagogía o lo que tú quieras estudiar. Empiezas el próximo semestre si tú quieres.
Sofía sintió un nudo en la garganta. Su sueño. El sueño que había enterrado bajo pilas de platos sucios y cuentas por pagar.
—Y las llaves… —continuó él— son de un departamento en la colonia Condesa. Está a diez minutos de la universidad y cerca del hospital. Es pequeño, pero tiene dos recámaras. Una para ti y una para tu mamá cuando la den de alta. Está a mi nombre, pero es para ustedes.
Sofía dejó los papeles sobre la mesa. La ira y la gratitud peleaban dentro de ella como dos perros rabiosos.
—No puedo aceptar esto, Alejandro.
—¿Por qué no?
—¡Porque es demasiado! —Sofía alzó la voz, provocando que un par de doctores voltearan a verla—. No puedes simplemente aparecer después de 25 años y empezar a tirar dinero para arreglar tu conciencia. Crees que con esto compras mi perdón? ¿Crees que con un departamento borras el hecho de que no estuviste cuando me caí de la bici, o cuando me rompieron el corazón, o cuando no teníamos qué comer?
Alejandro se quedó quieto, recibiendo cada palabra como si fueran golpes físicos.
—Tienes razón —dijo él suavemente—. No puedo comprar tu perdón. Y honestamente, no creo merecerlo.
Metió la mano en su bolsillo y sacó su celular. Buscó algo y se lo mostró a Sofía.
Eran fotos. No de él en revistas de negocios, sino fotos viejas, escaneadas. Fotos de un chico joven y una chica pelirroja riendo en las islas de Ciudad Universitaria. Comiendo tortas en el pasto. Abrazados bajo la lluvia.
—Mira mis ojos ahí —dijo Alejandro, señalando a su versión joven—. Estaba feliz. Realmente feliz. No tenía un peso en la bolsa, viajaba en metro, pero tenía a tu madre y tenía sueños.
Deslizó la pantalla para mostrar una foto reciente de él en la portada de la revista Expansión, con el título “El Hombre del Año”.
—Ahora mira esa foto. Tengo billones de dólares. Aviones, casas, empleados. Y mira mis ojos. Están muertos, Sofía. Pasé 25 años construyendo un imperio sobre un cementerio de arrepentimientos.
Guardó el celular y la miró fijamente.
—No te estoy dando esto para comprarte. Te lo estoy dando porque tú eres la única parte de mí que no está corrompida. Eres brillante, Sofía. Tu madre me contó que tenías promedio de 9.8 en la prepa. Que querías cambiar el sistema educativo de México.
Alejandro se inclinó hacia adelante.
—Yo sacrifiqué mi felicidad por miedo y ambición. No voy a dejar que tú sacrifiques tu futuro por necesidad. No cometas mi error. No elijas sobrevivir cuando puedes vivir.
Sofía miró las llaves sobre la mesa. Pensó en su cuarto húmedo en Iztapalapa. Pensó en los libros que había dejado de leer. Pensó en su madre, que por fin iba a tener una vida digna.
—¿Y qué pasa con tu empresa? —preguntó Sofía, cambiando de tema—. Leí que te quieren quitar el puesto de CEO.
Alejandro se encogió de hombros.
—Que se lo queden. He pasado media vida haciendo ricos a otros. Si el precio de recuperarlas a ustedes es perder la silla presidencial de Grupo Garza… es una ganga.
Sofía lo miró, buscando algún rastro de mentira, pero solo vio cansancio y una extraña paz.
—No te voy a decir “papá” —dijo ella, con voz dura pero con los ojos brillantes.
Alejandro sonrió, una sonrisa pequeña y genuina.
—Con que me digas “Alex” me conformo. O “ese señor que paga las cuentas”. Lo que tú quieras.
Sofía tomó las llaves. El metal se sentía frío en su mano, pero prometía un calor que nunca había tenido.
—Lo voy a aceptar —dijo ella—. Por mi mamá. Y por mí. Pero esto no arregla todo. Vamos a tener que trabajar mucho en… esto. Lo que sea que somos.
—Familia —dijo Alejandro—. Somos una familia rota, desordenada y complicada. Pero somos familia.
Esa noche, Sofía llevó a Elena (en silla de ruedas y con permiso especial) a la terraza del hospital. Le contó sobre la oferta. Sobre la universidad. Sobre el departamento en la Condesa.
Elena lloró, pero esta vez de felicidad pura.
—Tómalo, mi amor —le dijo, acariciándole la cara—. Rompe el ciclo. Yo limpié pisos para que tú no tuvieras que hacerlo. Él está poniendo los escalones, pero tú eres la que va a subir.
Sofía miró las luces de la Ciudad de México extendiéndose hasta el horizonte. Por primera vez en su vida, la ciudad no parecía un monstruo que quería devorarla. Parecía un mapa lleno de posibilidades.
Pero la paz duró poco.
Al día siguiente, cuando Sofía llegó al hospital, encontró un caos. Periodistas con cámaras estaban bloqueando la entrada. Seguridad estaba tratando de contenerlos.
—¡Es ella! ¡Es la hija bastarda! —gritó un reportero, apuntándole con un micrófono.
Alguien había filtrado su identidad. Alguien había filtrado la dirección del hospital. Y Sofía supo, con un escalofrío, que la guerra corporativa de Alejandro acababa de convertirse en una guerra personal. Y ella estaba justo en la línea de fuego.
(PARTE 4 DE 4)
CAPÍTULO 7: LA CAÍDA DEL IMPERIO (Y EL NACIMIENTO DE UNA LEYENDA)
El flash de las cámaras cegaba a Sofía. Los micrófonos se empujaban como lanzas contra el cristal de las puertas automáticas del hospital.
—¡Señorita! ¿Es verdad que su madre fue amante de De la Garza? —¡Sofía! ¿Cuánto dinero le pidió para guardar silencio?
Sofía retrocedió, sintiendo que el aire le faltaba. El mundo, que apenas empezaba a acomodarse, volvía a girar violentamente.
De repente, una mano firme se posó en su hombro. No era seguridad. Era Alejandro.
Llevaba el mismo suéter gris, pero su postura había cambiado. Ya no era el hombre vulnerable de la cafetería. Había vuelto a ser el “Tiburón”, pero esta vez, no defendía acciones en la bolsa. Defendía a su manada.
—Quédate aquí —le ordenó suavemente a Sofía—. No salgas hasta que yo te diga.
Alejandro empujó las puertas de cristal y salió a la escalinata del hospital.
El ruido fue ensordecedor. Gritos, preguntas, insultos. Él levantó una mano y, con ese carisma magnético que lo había hecho millonario, logró que el silencio se hiciera poco a poco.
—Tienen cinco minutos —dijo Alejandro, con una voz que resonó sin necesidad de micrófono—. Y luego se largan de aquí, porque hay gente enferma intentando sanar.
Un reportero de un diario sensacionalista gritó: —¡Alejandro! La Junta Directiva dice que ocultaste una hija ilegítima y que usaste fondos de la empresa para pagar su silencio. ¿Vas a renunciar?
Alejandro sonrió. Una sonrisa fría y afilada.
—Corrección. No oculté a una hija ilegítima. Oculté mi propia estupidez.
Las cámaras hicieron zoom.
—Hace 25 años cometí el error más grande de mi vida. Dejé ir a la mujer que amaba y a la hija que no tuve el valor de conocer por miedo a perder mi estatus. —Alejandro miró directamente a la cámara de la televisora más importante—. Ustedes preguntan si voy a renunciar. La respuesta es no.
Murmullos de asombro.
—No voy a renunciar… porque ya renuncié hace una hora.
El silencio fue total. Alejandro de la Garza, el rey de las telecomunicaciones, acababa de abdicar al trono en vivo y en directo nacional.
—Vendí mis acciones esta mañana —continuó—. Todas. He dejado el Consejo de Administración. Ya no soy el CEO de Grupo Garza. Se pueden quedar con el edificio, con los aviones y con las sillas de piel.
Alejandro se volvió hacia las puertas de cristal, donde Sofía lo miraba atónita.
—Me quedo con lo único que tiene valor real. Me quedo con mi familia. Y si alguien vuelve a acosar a mi hija o a su madre, van a descubrir que no necesito ser el CEO de una empresa para destruir carreras. Tengo suficientes abogados y suficiente dinero propio para ser su peor pesadilla. ¿Quedó claro?
Nadie respondió. Alejandro dio media vuelta y regresó al hospital.
Cuando las puertas se cerraron, el ruido exterior se apagó. Sofía lo miraba con la boca abierta.
—¿Renunciaste? —susurró ella—. ¿De verdad vendiste todo?
Alejandro soltó un suspiro largo, como si se hubiera quitado una armadura de plomo.
—Vendí mi participación mayoritaria. Me quedé con lo suficiente para que vivamos tranquilos unas diez vidas. —Le guiñó un ojo—. Pero sí. Estoy desempleado.
—Pero… era tu vida. Tu imperio.
—No, Sofía. Eso era mi jaula. —Alejandro le puso las manos en los hombros—. Mi vida está aquí. En este hospital. Y en ese departamento en la Condesa donde vas a estudiar. Y en las cenas de los domingos que espero que tengamos.
Sofía sintió que las lágrimas volvían, pero esta vez eran diferentes. Se lanzó a los brazos de su padre. Fue un abrazo torpe al principio, lleno de años de distancia, pero que se cerró con fuerza.
—Gracias, papá —susurró ella contra su pecho.
Alejandro cerró los ojos, apretándola fuerte. Era la primera vez que escuchaba esa palabra dirigida a él. Y valía más que los 400 millones de dólares del contrato que había perdido.
CAPÍTULO 8: EL NUEVO NORTE
Un año después.
El auditorio de la Universidad Iberoamericana estaba lleno. Familias, flores, togas y birretes.
En la quinta fila, Alejandro de la Garza sostenía un iPhone grabando video vertical, mientras Elena, sentada a su lado, se secaba las lágrimas con un pañuelo bordado.
Elena se veía radiante. Había recuperado su peso, su cabello brillaba y llevaba un vestido elegante color azul rey. Ya no había rastro de la tos, ni del miedo. Trabajaba medio tiempo administrando una pequeña librería en Coyoacán, un sueño que siempre había tenido.
—¡Sofía Hernández! —anunció el rector.
Sofía subió al estrado. Llevaba la toga con orgullo. Había terminado el primer año de su carrera con honores, revalidando materias a una velocidad impresionante.
Cuando bajó del estrado con su reconocimiento, corrió hacia ellos.
—¡Lo logré! —gritó, abrazando a Elena.
—Estoy tan orgullosa de ti, mi cielo —dijo Elena, besándole la mejilla.
Alejandro se unió al abrazo.
—Felicidades, licenciada en proceso —dijo él, sonriendo de oreja a oreja.
Después de la ceremonia, fueron a cenar. No a “El Cielo” en Polanco, ni a un puesto callejero. Fueron a un restaurante acogedor en la Roma, con luces cálidas y música suave.
Sobre la mesa, Alejandro puso una carpeta.
—Tengo un regalo de graduación adelantado —dijo él.
—Alex, ya pagaste la universidad y el departamento —reprochó Elena, aunque sonreía—. Ya es mucho.
—Esto no es para Sofía. Es para las dos. O más bien, para los tres.
Abrió la carpeta. En la primera página había un logotipo: una rosa de los vientos estilizada, igual al tatuaje que compartían. Debajo decía: FUNDACIÓN RUMBO NORTE.
—¿Qué es esto? —preguntó Sofía.
—Mi nuevo trabajo —dijo Alejandro, con un brillo en los ojos que nunca tuvo cuando dirigía Grupo Garza—. He pasado el último año estructurando esto. Es una fundación dedicada a proveer servicios de salud de alta especialidad y becas universitarias para familias de bajos recursos en la Ciudad de México.
Miró a Elena.
—Nadie debería tener que elegir entre comer o curarse una neumonía. Nadie.
Luego miró a Sofía.
—Y nadie con talento debería dejar la escuela para mantener a su familia.
Sofía recorrió el documento con la mirada. Presupuesto, objetivos, alianzas con hospitales. Era un proyecto masivo.
—Quiero que ustedes sean parte del consejo —dijo Alejandro—. Yo pongo el dinero y la gestión administrativa. Pero ustedes ponen el corazón. Ustedes saben qué se necesita realmente en las calles. Yo viví en una burbuja; necesito que ustedes me guíen.
Elena tomó la mano de Alejandro sobre la mesa.
—Lo haremos —dijo ella firmemente—. Juntos.
Sofía miró a sus padres. Dos personas que se habían amado, se habían lastimado, se habían perdido y, contra todo pronóstico, se habían encontrado de nuevo. No eran una familia tradicional. Alejandro vivía en su penthouse (aunque ahora más modesto), y ellas en la Condesa. No estaban casados, tal vez nunca lo estarían de nuevo. Pero había amor. Había respeto. Y había un propósito.
Sofía levantó su copa de vino.
—Por los segundos actos —dijo ella.
—Por el norte —respondió Alejandro, tocándose la muñeca donde el tatuaje seguía marcando el rumbo.
—Por la familia —finalizó Elena.
Brindaron. El sonido del cristal chocando fue suave, nada que ver con aquella copa rota en Polanco que había iniciado todo.
Afuera, la Ciudad de México seguía siendo caótica, ruidosa y difícil. Pero en esa mesa, bajo la luz cálida, todo estaba en paz.
Sofía miró su propio reflejo en la ventana. Ya no veía a la mesera invisible. Veía a una mujer con futuro. Y supo, con certeza absoluta, que la brújula finalmente había dejado de girar. Habían llegado a casa.
FIN