
PARTE 1
Capítulo 1: El Ritual de los Nomeolvides
Nunca sabrá lo que esa banca realmente significa. O al menos, eso pensaba yo mientras la observaba desde la ventana tintada de mi camioneta blindada.
Mi nombre es Gabriel y, para el resto de la Ciudad de México, soy el “Arquitecto de Hierro”, el tipo que construye los rascacielos en Reforma y Santa Fe. Pero en ese momento, escondido tras el cristal polarizado, solo era un hombre con el pecho cerrado por la angustia. Era la tercera vez en la semana que veía a esa chica. Vestía un suéter enorme, de esos tejidos a mano que compras en Coyoacán, y colocaba con una delicadeza infinita un ramo de flores silvestres sobre la vieja madera de la banca.
Se me heló la sangre cuando vi qué flores eran. Nomeolvides. Las favoritas de Sofía.
—Señor —dijo Beto, mi chofer y hombre de confianza, rompiendo el silencio—, la junta con los inversionistas asiáticos empieza en quince minutos. Si no llegamos, se cae el trato.
Mis dedos temblaron sobre la pantalla de mi celular. Una sola llamada bastaría. Podía poner seguridad privada. Podía cercar el área con vallas de “Propiedad Privada”. Podía prohibir que cualquier extraño tocara el memorial de Sofía. Esa banca era lo único físico que me quedaba de ella, mi último anclaje a la realidad antes de que el dinero y la soledad me consumieran.
En lugar de eso, guardé el teléfono en el bolsillo de mi saco Armani.
—Cancela mis reuniones de hoy, Beto. Todas.
—¿Incluso la de la señorita Lorena? —preguntó él, mirándome por el retrovisor con preocupación.
—Especialmente esa.
La bruma de la mañana cubría el Parque de los Olivos, ese pequeño pulmón verde al sur de la ciudad que mi empresa estaba a punto de devorar, mientras Mariana (aún no sabía su nombre) se alejaba de la banca situada bajo la sombra de un viejo jacaranda que empezaba a soltar sus flores violetas.
Ella miró hacia atrás una vez, con una sonrisa triste y dulce en los labios. Nadie sabía de su ritual matutino. O eso creía ella. Se ajustó su bufanda, totalmente ajena a que yo, el “dueño” de todo ese terreno, la observaba con el corazón en la garganta. Ajena a que su simple acto de belleza acababa de cambiar el destino de un proyecto de cincuenta millones de dólares.
Mariana colocó el ramo, alisando los pétalos con dedos manchados de tierra. Ese se había convertido en su ritual diario antes de irse a trabajar paseando perros por la colonia Roma. Había algo en ese lugar que la llamaba, una paz que la hacía sentir menos sola en una ciudad monstruosa donde nadie te mira a los ojos.
Bajé de la camioneta. El aire fresco de la mañana golpeó mi rostro. Mi presencia allí era una contradicción: zapatos italianos pisando chicles viejos y pasto húmedo. Me acerqué a la banca y toqué las flores frescas. Tres años de luto, tres años de sentirme un fantasma en mi propia vida, y ahora aparecían estas ofrendas misteriosas justo cuando mi propia vicepresidenta, Lorena, me presionaba para demoler este lugar y construir “Plaza Olivos”, un centro comercial de lujo.
Mis dedos trazaron la pequeña placa de bronce, medio oculta por la hiedra que había crecido salvaje: En memoria de Sofía, quien amaba la vida y las cosas simples.
Tres años habían pasado desde que perdí a mi prometida por una condición cardíaca no detectada. Fue fulminante. Un día planeábamos la boda, y al siguiente, yo estaba eligiendo un ataúd. Esta banca, el último lugar donde comimos helados de Santa Clara y reímos antes de su diagnóstico, era mi santuario.
Tomé los nomeolvides. Sus delicados pétalos azules despertaron algo en mí que creía extinto. No era dolor. Era curiosidad. ¿Quién dejaría estas flores exactas? ¿Alguien que conocía a Sofía? ¿O era el destino jugándome una broma cruel?
Saqué mi teléfono y marqué. Mi voz salió más dura de lo que pretendía.
—Lorena, alguien ha estado dejando flores otra vez.
Capítulo 2: El Encuentro
—Seguro es mantenimiento del parque, Gabriel —la voz de Lorena sonaba irritada, aunque trataba de disimularlo con ese tono profesional que había perfeccionado—. Hablando del parque, los inversionistas necesitan tu firma final para el proyecto hoy. Nos estamos retrasando y sabes cómo se ponen los del banco.
Me quedé mirando la banca. El conflicto se dibujó en mi rostro. El proyecto transformaría este parque viejo y nostálgico en concreto y cristal. Borraría esta banca. Borraría mis recuerdos. Mi empresa, “Constructora Huerta”, necesitaba este trato. Mis socios lo exigían. Si no construíamos, la empresa quebraría.
—Necesito más tiempo —dije finalmente. Me sorprendí a mí mismo.
—Gabriel —la voz de Lorena se suavizó estratégicamente, ese tono meloso que usaba cuando quería manipularme—, han pasado tres años. Sofía querría que siguieras adelante. Este desarrollo es tu nuevo comienzo, tu oportunidad de soltar el pasado y… bueno, de que nosotros miremos al futuro.
Apreté el ramo de flores con fuerza, rompiendo un tallo.
—Te veo en la oficina más tarde —respondí cortante y colgué antes de que pudiera insinuar algo más sobre “nosotros”.
En su oficina en Santa Fe, con vista a toda la ciudad contaminada pero hermosa, Lorena aventó su celular sobre el escritorio de cristal. Sus uñas perfectas, pintadas de rojo sangre, tamborilearon con frustración. Su mirada se desvió a una foto que tenía escondida en un cajón: una versión más joven de ella misma, parada junto a mí en un evento de caridad, mirándome con ojos de adoración mientras yo solo tenía ojos para Sofía.
Volvió a mirar los planos de “Plaza Olivos”. Dobló deliberadamente la esquina del papel donde estaba dibujada la banca de Sofía, como si al hacerlo pudiera borrarla de la existencia con un plumazo.
—Tres años es suficiente —susurró, con una determinación que rayaba en la desesperación—. Ahora es mi turno, Gabriel. Y no voy a dejar que una banca vieja o una fantasma me lo quiten.
Esa tarde, Mariana regresó a la banca durante su descanso para comer una torta de tamal. Se sorprendió al ver que sus flores habían desaparecido. Una señora mayor que vendía semillas para las palomas notó su confusión.
—Se las llevó un caballero, mijita —le dijo la señora—. Un hombre alto, de traje caro. Se veía muy conmovido. Lloraba por dentro, se le notaba en los ojos.
Mariana se sonrojó.
—No sabía que a alguien le importara.
—Esa banca significa algo para la gente —dijo la anciana con sabiduría—. Más de lo que te imaginas.
Mariana asintió y se alejó rápido, pensando que tal vez debería buscar otra banca mañana. Pero algo en ese lugar la jalaba como un imán.
A la mañana siguiente, llegué más temprano de lo habitual. Estaba decidido a descubrir quién era ella.
Esperé, parcialmente oculto tras el tronco del viejo jacaranda. Cuando la vi acercarse con un pequeño ramo, esta vez de margaritas blancas, sentí un vuelco en el estómago.
—Disculpa —llamé, dando un paso al frente.
Mariana dio un salto, casi tirando las flores.
—¡Perdón! Yo no… quiero decir, puedo irme si molesto a alguien…
—No, por favor —hice un gesto hacia la banca—. Solo me preguntaba quién ha estado dejando las flores.
—Son solo flores silvestres —dijo ella con voz suave—. Nada especial. Las corto del terreno baldío que está cerca de mi casa.
Estudié su rostro. No había reconocimiento en sus ojos. Ella no sabía quién era yo. No sabía que yo era el “monstruo” corporativo que iba a destruir su parque.
—Soy Gabriel —dije, extendiendo mi mano.
Ella dudó un segundo antes de estrecharla. Su mano era áspera, trabajadora, cálida.
—Y esta banca… está dedicada a alguien muy especial para mí.
Los ojos de Mariana se abrieron como platos al notar finalmente la placa.
—Ay, Virgen santa. Lo siento tanto. No tenía idea de que era un memorial. Qué falta de respeto, buscaré otro lugar.
—Por favor, no lo hagas —insistí—. Me gustaría saber… ¿por qué elegiste esta banca?
Mariana dudó, luego se sentó en el borde.
—Encontré este lugar hace un año. Paseaba a los perros de un cliente rico de por aquí. Algo en este sitio… se sentía en paz. Empecé a dejar flores porque… sentía que la banca las merecía. Que alguien aquí necesitaba saber que no estaba olvidado.
Su sinceridad me golpeó. En mi mundo de mentiras, ella era verdad pura.
—Son exactamente el tipo de flores que ella hubiera amado —dije en voz baja—. Sofía. Mi prometida.
El rostro de Mariana se suavizó.
—Lamento mucho tu pérdida, Gabriel.
Mientras hablábamos, ninguno de los dos notó el auto deportivo de Lorena deteniéndose en la entrada del parque. Ni la vimos bajar la ventanilla, mirándonos con furia fría.
PARTE 2
Capítulo 3: Un Mundo Diferente
Durante las siguientes dos semanas, mi vida se dividió en dos realidades irreconciliables. Por las mañanas, era simplemente Gabriel, el hombre que conversaba en una banca del parque con Mariana, la paseadora de perros. Por las tardes, volvía a ser el CEO frío y distante que peleaba en salas de juntas para salvar mi empresa, aunque mi corazón ya no estaba en la demolición.
Mariana me hablaba de su vida. De cómo luchaba para pagar la renta de su pequeño departamento en la Doctores, de sus sueños de abrir un refugio para animales callejeros, de cómo rescataba plantas que la gente tiraba a la basura.
—Las cosas rotas también tienen valor, Gabriel —me dijo una mañana mientras compartíamos un café de olla que ella había traído en un termo abollado—. Solo necesitan que alguien las vea con cariño.
Sus palabras resonaban en mi cabeza. Yo era una cosa rota. Y ella me estaba viendo con cariño.
Un día, impulsivamente, le pedí un favor.
—Tengo que salir de viaje de negocios a Monterrey. Necesito a alguien que cuide a Bruno.
—¿Tienes perro? —sus ojos se iluminaron.
—Un Golden Retriever malcriado que cree que es el dueño del penthouse. Mi ama de llaves está enferma. ¿Podrías…? Te pagaré el triple de tu tarifa.
—Lo haré encantada. Pero cobra lo justo, ni un peso más.
Le di mi tarjeta con la dirección. Penthouse Torre Altus. Ella abrió los ojos al leer la dirección de uno de los edificios más exclusivos de la ciudad, pero no dijo nada.
Ese fin de semana, Mariana entró en mi mundo. Mientras yo estaba atrapado en reuniones aburridas, ella estaba en mi casa. Me mandaba fotos de Bruno durmiendo panza arriba. Pero hubo una foto que no me mandó, una escena que supe después.
Mariana, explorando la sala, tropezó con una mesa y tiró un portarretrato. Al levantarlo, vio la foto: Sofía y yo, riendo en esa misma banca del parque. Sofía tenía en las manos un ramo de nomeolvides.
Cuando regresé del viaje, encontré mi departamento cambiado. No había muebles nuevos, pero había vida. Las cortinas estaban abiertas, dejando entrar la luz. Había un pequeño jarrón con flores silvestres en la isla de granito de la cocina.
—Tu casa es hermosa, Gabriel —me dijo cuando fui a pagarle—, pero se sentía muy sola. Bruno y yo tratamos de darle un poco de calor.
La invité a cenar. No como empleado y patrón, sino como… amigos. O algo más.
Capítulo 4: La Veneno de Lorena
Lorena no era tonta. Notaba mi cambio de actitud. En las juntas, yo empezaba a cuestionar los planos.
—¿Por qué tenemos que tirar todos los árboles de la sección norte? —pregunté en una reunión—. Podríamos integrar el parque al diseño.
—Gabriel, eso cuesta dinero. Y espacio comercial —respondió Lorena, golpeando la mesa con su pluma—. Estás perdiendo el foco. ¿Es por esa chica?
—Mi vida privada no te incumbe, Lorena.
—Me incumbe cuando pones en riesgo un proyecto de cincuenta millones.
Esa tarde, Lorena decidió actuar. Sabía mis horarios, sabía que yo estaría atrapado en el tráfico. Fue al parque.
Mariana estaba allí, esperando nuestra cita habitual en la banca. Lorena bajó de su auto, impecable en un traje sastre de diseñador, y caminó hacia ella con una sonrisa de depredador.
—Hola, tú debes ser Mariana —dijo, extendiendo una mano que no esperaba ser estrechada.
—Sí… ¿la conozco?
—Soy Lorena, socia de Gabriel. Y su… bueno, casi familia. —Lorena se sentó, invadiendo el espacio personal de Mariana—. Gabriel me ha hablado mucho de ti. Le divierte mucho sus charlas contigo.
—¿Le… divierte? —Mariana se encogió.
—Sí, bueno, ya sabes cómo es él. Está pasando por una etapa difícil. El duelo lo hace aferrarse a cosas… pintorescas. —Lorena suspiró teatralmente—. Pobre Gabriel. La culpa lo está matando.
—¿Culpa?
—¿No te contó? —Lorena fingió sorpresa—. Oh, Dios. Asumí que lo sabías. Sofía no murió de una enfermedad, querida. Murió en un accidente de auto. Gabriel iba manejando. Estaban discutiendo porque él quería posponer la boda. Él siente que la mató.
Mariana palideció.
—Por eso quiere destruir este parque —continuó Lorena, clavando el puñal—. Quiere construir el centro comercial para borrar cada recuerdo de ella. Demolerá esta banca la próxima semana. ¿No te lo dijo?
—Él… él dijo que el parque era especial.
—Es especial para su culpa. Pero ya se aburrió. Gracias por entretenerlo estas semanas, le has servido de distracción antes de la demolición. Pero ahora, los adultos tenemos que trabajar.
Mariana se levantó, con los ojos llenos de lágrimas. Se sentía utilizada, una tonta que creyó que un millonario podría interesarse en ella y en sus flores.
—Dígale que no se preocupe. No volveré a molestar.
Capítulo 5: El Silencio y la Verdad
Gabriel intentó llamar a Mariana esa noche. Buzón de voz. Le mandó mensajes. “Visto”, pero sin respuesta. Fue a la banca al día siguiente. Vacía. Al segundo día, tampoco estaba.
La desesperación se apoderó de mí. Fui a la dirección que tenía en su contrato de paseadora. Era una vecindad humilde en la Doctores. Toqué la puerta. Una vecina salió.
—Mariana se fue unos días al pueblo de su abuela. Dijo que necesitaba aire. Estaba muy triste, joven.
Regresé a la oficina hecho una furia, pero también confundido. ¿Qué había pasado?
Una semana después, Mariana regresó a la ciudad. No podía dejar sus compromisos con los perros. Fui al parque a esperarla, no en la banca, sino en la entrada. Cuando la vi, supe que algo se había roto. Caminaba encorvada, sin luz.
—¡Mariana! —grité.
Ella intentó huir, pero la alcancé.
—¿Por qué? —le pregunté, sujetándola suavemente del brazo—. ¿Qué hice?
—Suéltame, Gabriel. —Su voz temblaba—. Ya sé todo. Sé lo del accidente. Sé que vas a demoler el parque la próxima semana. Sé que solo fui un pasatiempo para tu culpa.
Me quedé helado.
—¿De qué estás hablando? ¿Qué accidente? Sofía murió de una endocarditis. Su corazón falló mientras dormía. Y yo… yo no voy a demoler el parque.
Mariana se detuvo. Me miró a los ojos, buscando la mentira, pero solo encontró mi desesperación.
—Lorena me dijo… dijo que ibas manejando. Que peleaban. Y que la demolición empieza el lunes.
La sangre me hirvió. Entendí todo en un segundo. La manipulación, los celos, la crueldad.
—Sube al auto —le dije, abriendo la puerta de mi camioneta—. Necesito que veas algo.
—No voy a ir contigo a ningún lado.
—Mariana, por favor. Vamos a ir a la oficina. Necesito que seas testigo de esto. Si después de hoy quieres irte y no volver a verme, lo aceptaré. Pero dame una hora.
Capítulo 6: La Caída de Lorena
Entramos a la sala de juntas de “Constructora Huerta” como una tormenta. Estaban todos: los inversionistas japoneses, el consejo directivo y, en la cabecera, Lorena, sonriendo como si ya hubiera ganado.
Al verme entrar con Mariana, vestida con sus jeans y tenis, el silencio fue sepulcral.
—Gabriel, llegas tarde —dijo Lorena, nerviosa—. Y… veo que traes visitas inapropiadas.
Caminé hasta la cabecera, conecté mi laptop al proyector y la miré.
—Señores —dije con voz firme—, ha habido un cambio de planes. El proyecto “Plaza Olivos” queda cancelado definitivamente.
Hubo un grito colectivo.
—¡Estás loco! —chilló Lorena, poniéndose de pie—. ¡Tenemos contratos! ¡Las máquinas llegan el lunes!
—Las máquinas no tocarán ni una brizna de pasto —respondí—. He decidido donar el terreno a la ciudad bajo un fideicomiso perpetuo. Será un parque protegido. Y además… —miré a Lorena—, Sofía no murió en un accidente de auto. Murió en su cama. Y tú lo sabías.
Los murmullos llenaron la sala.
—Lorena —continué, acercándome a ella—, le mentiste a esta mujer. Usaste la memoria de mi prometida muerta para manipular un negocio. Falsificaste mi firma en la orden de demolición anticipada. Tengo los registros aquí.
Proyecté los documentos en la pantalla. La firma era una falsificación clara.
—Estás despedida, Lorena. Y te sugiero que llames a tu abogado, porque te voy a demandar por fraude corporativo y difamación.
Lorena miró a su alrededor. Nadie la defendió. Sus aliados políticos bajaron la mirada. Con el rostro rojo de ira y humillación, tomó su bolso Louis Vuitton y salió de la sala, no sin antes lanzar una mirada de odio a Mariana, quien permanecía de pie, asombrada, en la esquina de la sala.
Capítulo 7: Un Nuevo Comienzo
El silencio en la sala tras la salida de Lorena fue denso.
—Señor Huerta —dijo uno de los inversionistas—, esto es un suicidio financiero.
—No —respondí, mirando a Mariana—. Es una inversión en el alma. Haremos otros proyectos. Construiremos hospitales, escuelas. Pero no destruiremos lo que importa.
Salí de la sala, tomando la mano de Mariana. No la solté hasta llegar al elevador.
—¿Hiciste todo eso… por mí? —preguntó ella cuando las puertas se cerraron.
—Lo hice por Sofía. Y lo hice por ti. Pero sobre todo, lo hice por mí. Me estabas enseñando a vivir de nuevo, y casi dejo que te alejaran.
Regresamos al parque esa tarde. El sol se ponía, bañando la ciudad en tonos naranjas y violetas. Nos sentamos en la banca.
—Lorena tenía razón en una cosa —dije—. Tenía que dejar ir el pasado. Pero no destruyéndolo. Sino transformándolo.
Saqué del bolsillo una pequeña caja. Mariana se tensó.
—No, no es un anillo —reí nerviosamente—. Es una llave.
—¿Una llave de qué?
—Hay un local viejo en la esquina del parque. Era de mi abuelo. Quiero que lo abras.
—¿Yo? ¿Abrir qué?
—Ese refugio de animales del que hablabas. O una floristería. O un café donde la gente pueda venir a sentarse y ver el parque. Lo que tú quieras. Yo pongo el capital, tú pones el corazón.
Mariana lloró. No lágrimas tristes, sino de alivio y esperanza.
Capítulo 8: El Jardín de Sofía
Seis meses después.
El “Café y Jardín: Nomeolvides” estaba a reventar. Era un lugar pequeño, lleno de luz, plantas colgantes y fotos de perros en adopción en las paredes. El olor a café de Veracruz recién molido llenaba el aire.
Mariana estaba detrás de la barra, riendo con un cliente mientras preparaba un latte. Se veía radiante. Ya no se escondía en suéteres gigantes.
Yo estaba en una mesa de la esquina, trabajando en los planos de un nuevo edificio sustentable, con Bruno dormido a mis pies.
Dejé el lápiz y miré por la ventana. A lo lejos, en el centro del parque renovado, la banca de madera seguía allí. Ahora tenía una placa nueva junto a la original.
La original decía: En memoria de Sofía. La nueva decía: Donde los finales se encuentran con los nuevos comienzos.
Vi a una pareja joven sentarse en la banca. El chico le dio una flor a la chica. Sonreí.
Mariana se acercó a mi mesa, me dio un beso en la frente y puso una taza de café frente a mí.
—¿En qué piensas? —preguntó.
—En que las flores silvestres son más fuertes de lo que parecen —le dije, tomando su mano—. Crecen a través del concreto si es necesario.
—Solo necesitan un poco de luz —respondió ella.
Esa noche, cerramos el café juntos. Caminamos hacia la banca, como hacíamos cada noche. Dejamos un ramo fresco de nomeolvides. No como un acto de luto, sino de gratitud.
Sofía siempre sería parte de mi historia. Pero Mariana era mi presente y mi futuro.
Lorena se mudó a Monterrey y nunca supimos más de ella. La empresa perdió dinero ese trimestre, pero ganamos algo que no tiene precio: un propósito.
Tomé a Mariana de la cintura y miramos las luces de la Ciudad de México encenderse una a una.
—Gracias —le susurré.
—¿Por qué?
—Por dejar flores en una banca vacía.
A veces, el acto más pequeño de bondad puede derribar imperios y construir amores. Nunca subestimes el poder de un ramo de flores, ni la fuerza de un corazón que se niega a olvidar.
Si esta historia te tocó el corazón, compártela. Nunca sabes quién necesita leer esto hoy para no perder la esperanza.
PARTE 2: EL ENCUENTRO DE DOS MUNDOS
CAPÍTULO 3: El Penthouse y la Chica del Suéter
Durante las siguientes dos semanas, mi vida, que solía ser una línea recta de eficiencia corporativa y soledad programada, se empezó a desdibujar. Me encontré cancelando almuerzos en el Club de Industriales solo para poder escapar veinte minutos al Parque de los Olivos.
No era solo por la banca. Era por ella.
Mariana y yo comenzamos una extraña danza de conversaciones tímidas. Al principio, apenas hablábamos del clima o de la contaminación de la ciudad, pero poco a poco, las barreras cayeron. Me contó sobre su “imperio” de paseadora de perros: una red de doce canes de la colonia Roma y la Condesa que dependían de ella para ver la luz del sol. Me habló de su pequeño departamento en la Doctores, un lugar donde el agua se iba dos veces por semana, pero que ella había llenado de plantas rescatadas de la basura.
—La gente tira cosas increíbles, Gabriel —me dijo una mañana, mientras compartíamos unos churros que ella había comprado en un puesto callejero—. Tiran helechos porque se ven tristes, o mesas porque tienen un rayón. No entienden que con un poco de agua y barniz, todo tiene una segunda vida.
Sus palabras se me quedaron grabadas. Yo era un experto en demoler lo viejo para construir lo nuevo. Ella era una experta en sanar lo roto.
Ese contraste me fascinaba. En mi mundo de Santa Fe, todo era desechable: los edificios, los contratos, incluso las relaciones. Si algo no servía, lo reemplazabas. Mariana operaba bajo una lógica completamente diferente.
Un martes, la situación con mi perro, Bruno, se complicó. Mi ama de llaves, la señora Tere, tuvo una emergencia familiar en Puebla y tuvo que irse indefinidamente. Bruno, un Golden Retriever de tres años con más energía que un niño con sobredosis de azúcar, no podía quedarse solo en el penthouse todo el día.
Fue un impulso. O tal vez, una excusa.
—Oye, Mariana —le dije, mientras veíamos a una ardilla subir por el jacaranda—. Mencionaste que tu agenda estaba llena, pero… tengo un problema.
Ella me miró con esos ojos grandes y expresivos, sacudiéndose las migajas de azúcar de las manos.
—¿Qué pasa? ¿Problemas en el paraíso de los rascacielos? —bromeó.
—Es Bruno. Mi perro. Mi ama de llaves se fue y no tengo con quién dejarlo. Las guarderías caninas de mi zona son… impersonales. Lo encierran en jaulas “de lujo”, pero jaulas al fin y al cabo.
Los ojos de Mariana brillaron.
—¿Tienes un perro? ¿Tú? —Me escaneó de arriba abajo, mirando mi traje de setenta mil pesos—. Te imaginaba más tipo gato persa. O pez exótico.
Me reí. Fue una risa real, algo que me dolía en el pecho por la falta de costumbre.
—Es un Golden. Y es un desastre. ¿Podrías cuidarlo? Te pagaré lo que sea. El triple de tu tarifa habitual. Necesito que vayas a mi casa, lo saques, juegues con él. Te daré las llaves.
Mariana se puso seria un momento. La oferta económica era tentadora, lo sabía. Podía verla haciendo cálculos mentales para la renta.
—Lo haré, Gabriel. Pero cobro lo justo. Ni un peso más, ni un peso menos. No soy una caridad, soy una profesional.
Saqué mi tarjetero y escribí el código de acceso y la dirección en el reverso de una tarjeta de presentación.
—Torre Paradox, Santa Fe. Penthouse 40.
Ella tomó la tarjeta y leyó la dirección. Sus cejas se alzaron. La Torre Paradox era uno de los edificios más exclusivos y caros de la ciudad. Una fortaleza de cristal para la élite.
—Vaya —murmuró—. Vives lejos del parque.
—Sí. Pero aquí es donde me siento cerca de… ya sabes.
Ese fin de semana, Mariana cruzó la frontera invisible que separa a los que viajan en metro de los que viajan en helicóptero.
Según me contó después (y según vi en las cámaras de seguridad que, avergonzado, revisé esa noche), llegó nerviosa. El conserje la miró mal por su ropa sencilla, pero el pase de seguridad que le dejé le abrió las puertas. El elevador privado la llevó directo al piso 40.
Cuando las puertas se abrieron, se encontró con mi mundo: un espacio inmenso, minimalista, con pisos de mármol italiano y ventanales de doble altura que mostraban la Ciudad de México como una maqueta brillante y contaminada a sus pies.
No había desorden. No había vida. Solo muebles de diseño incómodos y arte abstracto que costaba más que su edificio entero.
—¡Bruno! —llamó ella, su voz haciendo eco en la sala vacía.
Bruno salió derrapando por el pasillo, una bola de pelo dorado feliz de ver a cualquier ser humano. Casi la tira al suelo a lengüetazos.
—Bueno, al menos tú tienes sangre caliente —le dijo ella al perro, rascándole la panza.
Mariana pasó la tarde allí. Jugó con Bruno, le sirvió su comida orgánica (que probablemente costaba más que la despensa de ella) y luego, curiosa, comenzó a explorar.
Se sentía como una intrusa en un museo. Todo era frío. Gris, blanco, negro. Acero y vidrio. Mientras caminaba por la sala principal, mirando los premios de arquitectura en una vitrina (“Premio Nacional de Vivienda”, “Innovación Urbana 2022”), dio un paso atrás sin mirar y su cadera golpeó una mesa auxiliar.
Clanc.
Un portarretrato de plata cayó al suelo, boca abajo.
Mariana soltó un grito ahogado y se apresuró a levantarlo, rezando para que el cristal no se hubiera roto. Lo giró con cuidado.
El cristal estaba intacto. Pero lo que vio la dejó helada.
Era una foto tomada tres años atrás. En ella, yo no llevaba traje. Llevaba jeans y una playera polo, y me veía cinco años más joven, no por la edad, sino por la expresión. Estaba riendo a carcajadas, con la cabeza echada hacia atrás. A mi lado, sentada en la misma banca del parque donde Mariana y yo nos veíamos, estaba ella.
Sofía.
Era hermosa de una manera clásica y atemporal. Pelo oscuro, ojos brillantes. Pero lo que hizo que el corazón de Mariana se detuviera fue lo que Sofía tenía en las manos.
Un ramo de flores. Margaritas, encaje de reina y, prominentemente, nomeolvides azules. Un ramo idéntico, flor por flor, al que Mariana había dejado esa mañana.
—Ay, Dios mío… —susurró Mariana en la soledad del penthouse.
No era solo una coincidencia. Era como ver un fantasma. Sofía miraba a la cámara con el mismo tipo de amor por las cosas simples que Mariana sentía.
En ese momento, la puerta del elevador se abrió.
Llegué antes de lo previsto, aflojándome la corbata, cansado de pelear con proveedores de cemento. Me detuve en seco al ver a Mariana allí, parada en medio de mi sala con la foto de Sofía en las manos, como si hubiera descubierto un secreto de estado.
—Yo… lo siento mucho —dijo ella rápidamente, dejando la foto en la mesa como si quemara—. Se cayó y… solo quería ver si estaba bien.
Me acerqué lentamente. El silencio en el departamento era pesado. Miré la foto y luego a Mariana.
—Esa es Sofía —dije, mi voz ronca.
—Era preciosa —dijo Mariana, con un tono de reverencia—. Y… le gustaban las flores silvestres.
—Las amaba —corregí, pasando un dedo por el marco de plata—. Decía que las rosas de invernadero eran aburridas porque eran perfectas. Le gustaban las flores que luchaban por crecer en las grietas de la banqueta. Decía que eso era carácter.
Mariana sonrió tristemente.
—”Persistencia en lugares inesperados”. Así les llamo yo.
La miré, realmente la miré. En medio de mi sala fría, ella era la única cosa real además del perro.
—Ella habría querido conocerte, Mariana. Tienen… la misma mirada.
Fue un momento cargado de algo que no pude identificar entonces. Dolor compartido, tal vez. O el inicio de algo nuevo que me aterraba admitir.
CAPÍTULO 4: Caminatas, Cafés y Secretos Corporativos
Durante los siguientes días, la dinámica cambió. Mariana seguía cuidando a Bruno mientras yo trabajaba, pero nuestras interacciones se volvieron más largas.
Yo inventaba excusas para regresar temprano a casa. “El tráfico está terrible”, le decía a mi secretaria, y salía huyendo a las 4:00 PM para llegar a Santa Fe y encontrar a Mariana tirada en la alfombra persa jugando con Bruno.
La invité a quedarse a comer. Pedimos pizza, algo que no había entrado en mi departamento en años. Comimos sentados en el suelo de la sala, con Bruno intentando robar orillas de masa.
—Entonces —dijo ella, limpiándose salsa de tomate de la comisura del labio—, ¿siempre quisiste ser el rey del concreto?
—No siempre —admití, tomando un trago de vino—. Cuando conocí a Sofía, teníamos planes diferentes. Ella era arquitecta paisajista. Odiaba mis rascacielos. Me llamaba “El Destructor de Horizontes”.
Mariana se rió.
—Me cae bien Sofía.
—Su sueño era cambiar la empresa desde adentro. Hacer edificios que respiraran. Jardines verticales, captación de lluvia, integración comunitaria. Queríamos… queríamos hacerlo juntos.
El dolor me golpeó, familiar y agudo.
—Pero cuando ella murió… —mi voz se quebró—, me enojé con el mundo. Y me dediqué a construir muros. Más altos, más fuertes. Si llenaba la ciudad de concreto, tal vez no sentiría tanto el vacío.
Mariana dejó su rebanada de pizza y, en un gesto que me desarmó, puso su mano sobre la mía. Su palma estaba áspera por el trabajo, caliente y viva.
—No puedes tapar el dolor con cemento, Gabriel. Eventualmente, la hierba vuelve a crecer a través de él. Siempre gana la naturaleza.
Nos quedamos así un momento, mano con mano, en el silencio del piso 40.
Mientras tanto, en las oficinas de “Constructora Huerta”, la tormenta se estaba gestando.
Lorena, mi vicepresidenta y antigua compañera de universidad, notaba mi ausencia. Notaba que mis firmas en los documentos tardaban en llegar. Y sobre todo, notaba que en las juntas de planeación para “Plaza Olivos”, yo estaba haciendo preguntas incómodas.
—Gabriel —dijo ella una mañana, entrando a mi oficina sin tocar. Llevaba una tablet y una expresión de pocos amigos—. Los contratistas necesitan la aprobación para la demolición. Tenemos que tirar los árboles del sector norte la próxima semana para que entren las excavadoras.
Levanté la vista de los planos. Por primera vez en meses, lo que veía en el papel me repugnaba. Un centro comercial genérico. Tiendas de franquicia. Estacionamientos subterráneos. Justo encima de donde Mariana y yo nos sentábamos. Justo encima del memorial de Sofía.
—No vamos a tocar el sector norte todavía —dije.
Lorena se detuvo en seco.
—¿Perdón? El estudio de suelo ya está hecho. Retrasar eso nos costará dos millones de pesos en multas por inactividad.
—Entonces paga la multa. Quiero revisar el diseño.
—¿Revisar el diseño? —Lorena soltó una risa nerviosa y afilada—. Gabriel, llevamos dos años planeando esto. Es tu proyecto insignia. “El renacer de Huerta”. ¿Qué te pasa?
Me levanté y caminé hacia la ventana.
—Tal vez no quiero que mi legado sea otro centro comercial, Lorena. Tal vez quiero algo que respire.
—Estás hablando como ella —dijo Lorena con veneno en la voz—. Como Sofía. Creí que ya habías superado esa etapa hippie. Esto es un negocio, Gabriel. No un jardín botánico.
—Es mi empresa, Lorena. Y es mi decisión. Busca a los ingenieros estructurales. Quiero ver si podemos salvar los árboles viejos.
Lorena salió de mi oficina azotando la puerta, pero yo sabía que no se quedaría tranquila. Lorena era ambiciosa. Había estado enamorada de mí (o de mi puesto) desde la universidad, y siempre vio a Sofía como un obstáculo. Ahora que Sofía no estaba, pensó que el camino estaba libre.
Pero había aparecido un nuevo obstáculo. Una paseadora de perros con un suéter tejido.
Esa tarde, Lorena hizo su jugada. Investigó. No le costó mucho averiguar quién estaba visitando mi penthouse. Las bitácoras de seguridad eran claras: Mariana López. Visitante frecuente.
Lorena esperó. Sabía que yo tenía una junta con el banco a las 5:00 PM y que Mariana solía sacar a pasear a Bruno al parque cercano a esa hora antes de irse.
Cuando Mariana estaba poniendo la correa a Bruno en el lobby del edificio, el auto deportivo de Lorena se detuvo frente a la entrada de cristal.
Lorena bajó, impecable, con sus gafas de sol de marca y una sonrisa que no auguraba nada bueno. Se acercó a Mariana, quien luchaba por mantener quieto a un Bruno emocionado.
—Qué perro tan lindo —dijo Lorena, quitándose las gafas—. Debes ser la ayuda contratada. Mariana, ¿verdad?
Mariana asintió, intimidada por la presencia agresiva de esa mujer.
—Sí, cuido a Bruno. ¿Es usted amiga de Gabriel?
—Amiga, socia… confidente. Soy Lorena. Prácticamente manejo su vida desde que… bueno, desde que él dejó de funcionar bien.
Mariana frunció el ceño.
—Gabriel funciona muy bien.
—Ay, querida. Es tierno que lo defiendas. Pero no tienes idea de con quién estás tratando. Gabriel es un hombre roto. Y tú… —Lorena la miró con desdén, barriendo con la mirada sus tenis desgastados—, tú eres solo su último mecanismo de defensa. Una distracción pintoresca antes de que vuelva a la realidad.
—No soy una distracción. Somos amigos.
—¿Amigos? —Lorena soltó una carcajada cruel—. Por favor. Él es el dueño de la mitad de la ciudad. Tú recoges los desechos de su perro. En cuanto empiece la demolición del parque la próxima semana, se olvidará de ti y de tus florecitas.
Mariana sintió un frío en el estómago.
—¿Demolición? ¿La próxima semana? Gabriel dijo que estaba revisando los planos…
—Gabriel te dice lo que quieres oír para tenerte contenta. Pero las máquinas ya están pagadas. El lunes a primera hora, ese parque y tu querida banca se convierten en escombros. Es negocio, niña. Así funciona el mundo real.
Lorena se dio la vuelta, su cabello perfecto ondeando como una bandera de guerra.
—Disfruta tus últimos días jugando a la casita en el penthouse. Se va a acabar pronto.
Dejó a Mariana parada en la acera, con Bruno tirando de la correa y el corazón roto en mil pedazos. La duda había sido plantada, y las raíces del veneno de Lorena crecían rápido.
PARTE 3: LA MENTIRA Y EL DERRUMBE
CAPÍTULO 5: El Silencio en la Línea
Esa noche, marqué el número de Mariana tres veces. Tres veces me mandó directo a buzón.
Pensé que tal vez se había quedado sin batería, algo común con ese teléfono viejo que tenía la pantalla estrellada. Le mandé un mensaje: “Bruno te extraña. Y yo también. ¿Todo bien?”.
Aparecieron las dos palomitas azules de “Visto”. Pero no hubo respuesta.
El silencio de Mariana era más ruidoso que el tráfico de Periférico a las seis de la tarde.
Al día siguiente, salí de la oficina en medio de una crisis con los proveedores de vidrio para ir al parque. Necesitaba verla. Necesitaba sentarme en la banca y que ella me dijera que el mundo no era tan horrible como parecía desde mi piso 40.
Pero la banca estaba vacía.
Solo había un par de palomas picoteando migajas donde solíamos sentarnos. Esperé una hora. Revisé mi reloj cien veces. Nada.
La desesperación tiene un sabor amargo, metálico. Esa noche fui a la dirección que tenía en su contrato de paseadora, una vecindad vieja pero colorida en la colonia Doctores.
Toqué el timbre desgastado. Salió una señora mayor con un delantal lleno de harina.
—¿Busca a Marianita? —preguntó, mirándome con desconfianza. Mi traje y mi reloj llamaban demasiado la atención en ese barrio—. No está, joven. Se fue.
—¿Se fue? ¿A dónde?
—Dijo que se iba al pueblo de su abuela, en Michoacán. Que necesitaba aire porque aquí se asfixiaba. Se fue llorando, joven. Se veía muy mal.
Sentí una patada en el estómago. ¿Qué había pasado? Hace 48 horas estábamos comiendo pizza en mi alfombra y riéndonos.
Regresé a la oficina hecho una furia, pero también confundido. Mi mente de ingeniero trataba de encontrar la lógica, la pieza que faltaba en el mecanismo.
Pasó una semana. Una semana eterna.
El lunes por la mañana, día en que Lorena había programado el inicio de las obras preliminares (algo que yo había ordenado detener, pero que ella insistía en empujar), recibí una alerta de la recepción de mi edificio corporativo.
“Señor Huerta, hay una señorita aquí. Dice que viene a devolver unas llaves. No tiene cita, pero insiste en dejarlas e irse”.
—¡Que no se vaya! —grité al interfón—. ¡Bajo ahora mismo!
Bajé los 40 pisos sintiendo que el elevador iba demasiado lento. Cuando las puertas se abrieron en el lobby de mármol, la vi. Mariana estaba parada junto al mostrador de seguridad, vestida con sus jeans y tenis, luciendo pequeña y frágil contra la inmensidad de mi torre corporativa.
—¡Mariana!
Ella se giró. Sus ojos estaban rojos, hinchados. Al verme, su expresión se endureció. Dejó mis llaves sobre el mostrador de granito con un golpe seco.
—Aquí tienes. Bruno queda en buenas manos, le dejé instrucciones a tu portero.
Se dio la media vuelta para salir, pero corrí y la alcancé antes de que cruzara las puertas giratorias. La tomé suavemente del brazo.
—¡Espera! —supliqué—. ¿Qué te pasa? ¿Por qué te fuiste? ¿Qué te hice?
Ella se soltó de mi agarre con fuerza, como si mi tacto le quemara.
—¿Qué me hiciste? —Su voz temblaba, llena de dolor y rabia contenida—. Me mentiste, Gabriel. Me hiciste creer que eras diferente. Que te importaba el parque. Que te importaba… yo.
—Me importas, Mariana. Me importas muchísimo. Y el parque…
—¡Deja de mentir! —gritó, y varios empleados de traje se detuvieron a mirar—. Lorena me lo contó todo.
El nombre de Lorena cayó entre nosotros como una bomba.
—¿Lorena? ¿Qué te dijo?
Mariana me miró con una mezcla de lástima y horror.
—Me dijo la verdad sobre Sofía. Me dijo que no murió de una enfermedad. Me dijo que murió en un accidente de auto. Que tú ibas manejando. Que peleaban porque tú no querías casarte.
Me quedé helado. El mundo se detuvo. Sentí que la sangre se me drenaba de la cara. Era una mentira tan vil, tan retorcida, que me dejó sin aliento.
—Y me dijo —continuó Mariana, con lágrimas rodando por sus mejillas—, que usas el trabajo para tapar tu culpa. Que vas a demoler el parque hoy mismo para borrar el recuerdo de lo que hiciste. Que yo solo fui tu entretenimiento mientras llegaban las excavadoras.
La indignación reemplazó al shock. La furia me calentó la sangre. Entendí todo en un segundo. La manipulación maestra. Lorena sabía exactamente dónde golpear para destruirme.
—Mariana, escúchame —dije, mi voz peligrosamente baja y firme—. No te vayas.
—No quiero escuchar más mentiras de millonarios aburridos.
—No te estoy pidiendo que me creas a mí. Te estoy pidiendo que creas en tus propios ojos. Sube conmigo. Ahora.
—No voy a ir a ningún lado contigo.
—Mariana, por favor. Dame diez minutos. Vamos a entrar a esa sala de juntas. Si después de lo que vas a ver ahí sigues pensando que soy un monstruo, te juro por la memoria de Sofía que te dejaré ir y nunca más te buscaré. Pero te mereces la verdad.
Ella dudó. Me miró a los ojos, buscando al Gabriel que le había abierto la puerta de su casa, no al CEO que describía Lorena. Finalmente, asintió levemente.
—Diez minutos.
CAPÍTULO 6: La Caída de Lorena
El ambiente en el piso ejecutivo era tenso. Se podía oler el miedo de los asistentes. Hoy era la gran junta final de “Plaza Olivos”.
Caminé por el pasillo con pasos largos, ignorando los saludos de los secretarios. Mariana caminaba a mi lado, abrazándose a sí misma, sintiéndose fuera de lugar entre tanta opulencia, pero con la barbilla en alto.
Llegamos a la puerta doble de caoba de la sala de juntas principal. Escuché la voz de Lorena al otro lado.
—…y por eso, señores inversionistas, a pesar de las dudas emocionales de Gabriel, he tomado la decisión ejecutiva de proceder. Las máquinas están entrando al parque en este momento. Es por el bien de la compañía. Gabriel me lo agradecerá cuando se le pase el duelo.
Empujé las puertas con ambas manos. Se abrieron con un estruendo que hizo saltar a la mitad de la mesa.
Estaban todos: los representantes del banco, los socios japoneses, el consejo directivo. Y en la cabecera, sentada en mi silla, estaba Lorena. Sonreía con suficiencia, señalando un cronograma en la pantalla gigante.
Al verme entrar con Mariana, su sonrisa vaciló por un microsegundo, pero se recuperó rápido.
—Gabriel —dijo, con ese tono condescendiente que usaba últimamente—. Llegas tarde. Y veo que traes… visitas. Creo que la señorita paseadora se equivocó de entrada, la puerta de servicio está abajo.
El silencio en la sala fue sepulcral. Mariana se puso roja, pero no bajó la mirada.
Caminé hasta la cabecera. Lorena no se movió.
—Levántate —le dije.
—Gabriel, estamos en medio de una presentación crucial…
—Dije que te levantes de mi silla. Ahora.
Hubo algo en mi voz que la hizo obedecer. Se puso de pie, alisándose la falda, intentando mantener la dignidad.
Conecté mi celular al sistema de proyección. En la pantalla gigante, donde antes brillaban las cifras de ganancias de Lorena, apareció un documento escaneado.
—Señores —dije, girándome hacia la mesa—. Ha habido un intento de fraude masivo en esta compañía.
Un murmullo recorrió la sala. Lorena palideció.
—Gabriel, ¿qué estás haciendo? Estás inestable… —intentó intervenir.
—¡Cállate! —Mi grito retumbó en las paredes de cristal—. Has hablado suficiente. Ahora vas a escuchar.
Señalé la pantalla.
—Este es el certificado de defunción de Sofía. Causa de muerte: Insuficiencia cardíaca congénita. Falleció mientras dormía. No hubo accidente de auto. No hubo alcohol. No hubo pelea. Fue una tragedia médica silenciosa.
Me giré hacia Mariana, que estaba parada junto a la puerta, con las manos cubriéndose la boca, leyendo el documento proyectado. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero esta vez eran diferentes. Eran lágrimas de alivio. De comprensión.
Volví a mirar a Lorena.
—Le mentiste a esta mujer. Usaste la muerte de mi prometida, la tragedia más grande de mi vida, para manipularla y alejarla de mí. Inventaste una historia de culpa y sangre solo para proteger tu ego y tu comisión.
—Yo… solo trataba de protegerte… —balbuceó Lorena, retrocediendo.
—Y esto —cambié la diapositiva en la pantalla— es la orden de demolición que se envió ayer a los contratistas. Miren la firma al final. Dice “Gabriel Huerta”.
Hice zoom en la firma.
—Yo no firmé esto. Estaba en Querétaro supervisando una obra. Mi pasaporte y los registros de peaje lo prueban. Esta firma es una falsificación.
El representante del banco se puso de pie, ajustándose las gafas.
—¿Está usted diciendo, Señor Huerta, que la Vicepresidenta falsificó su autorización para iniciar una obra ilegal?
—Estoy diciendo exactamente eso. Y estoy diciendo que el proyecto “Plaza Olivos” se cancela. Hoy.
Lorena estalló.
—¡No puedes hacer esto! ¡Es un proyecto de cincuenta millones de dólares! ¡Vas a llevar la empresa a la ruina por una estúpida banca y una gata igualada!
El insulto flotó en el aire. Lorena se tapó la boca, dándose cuenta demasiado tarde de que había perdido la compostura.
Miré a Mariana. Ella ya no se veía intimidada. Me miraba con orgullo.
—La empresa no se va a la ruina —dije con calma—. Vamos a reorientar el proyecto. El terreno será donado a la ciudad. Haremos un parque sustentable, un pulmón urbano. Ya tengo a los arquitectos trabajando en ello. Será más barato, nos dará beneficios fiscales y, lo más importante, nos dará dignidad. Algo que esta empresa perdió hace tiempo.
Me acerqué a Lorena, invadiendo su espacio personal.
—Lorena, estás despedida. Por fraude, por falsificación de documentos y por conducta no ética. Seguridad te escoltará a tu oficina para que recojas tus cosas personales. Tienes diez minutos antes de que cancele tus accesos. Y reza para que no te denuncie penalmente.
Dos guardias de seguridad entraron a la sala. Lorena, con lágrimas de rabia corriendo por su maquillaje perfecto, miró a su alrededor buscando apoyo. Nadie la miró a los ojos. Tomó su bolso y salió escoltada, taconeando con furia, derrotada por su propia ambición.
Cuando la puerta se cerró tras ella, la tensión en la sala se rompió.
—Señor Huerta —dijo el inversionista japonés en un español perfecto—, si su plan de parque sustentable es sólido, nos interesa. La imagen pública de la ecología vale más que un centro comercial hoy en día.
—Es sólido —aseguré—. Lo diseñé pensando en ella.
Señalé la pantalla, que había cambiado a un fondo de pantalla: una foto de Sofía. Y luego miré a Mariana.
—Y pensando en los que todavía están aquí.
Salí de la sala de juntas dejando a los ejecutivos discutiendo el nuevo plan. Mariana me esperaba en el pasillo. Ya no había barreras, ni secretos, ni mentiras entre nosotros.
Me acerqué a ella. Estaba temblando.
—¿Me perdonas? —preguntó ella con un hilo de voz—. Por creerle. Por pensar que tú podrías…
—No tienes nada que perdonar —le dije, tomándole las manos. Estaban frías—. Ella era experta en mentir. Yo soy experto en construir muros y no dejar que nadie entre. Fue mi culpa por no ser claro contigo desde el principio.
—Gabriel… el parque… ¿de verdad lo salvaste?
—No solo lo salvé. Va a ser tuyo. Bueno, nuestro. De la ciudad. Pero sobre todo, de la chica que le lleva flores a los recuerdos.
Ella se lanzó a mis brazos. No me importó quién nos viera. No me importó que mi traje se arrugara o que mis empleados murmuraran. La abracé como si fuera lo único que me mantuviera pegado a la tierra.
—Vámonos de aquí —le susurré al oído.
—¿A dónde?
—A nuestra banca. Creo que le debemos unas flores a Sofía. Y tú y yo tenemos que hablar de ese café que querías poner.
—¿Café? Yo nunca dije…
—No, pero lo pensaste. Y yo tengo un local vacío justo enfrente del parque que necesita una dueña con buen gusto para las plantas rescatadas.
Bajamos en el elevador, y por primera vez en tres años, al ver los números descender hacia la planta baja, no sentí que me hundía. Sentí que estaba aterrizando.
PARTE 4: DONDE LOS RECUERDOS FLORECEN
CAPÍTULO 7: Las Llaves del Futuro
El viaje en el elevador hacia el estacionamiento fue silencioso, pero no era ese silencio incómodo de antes. Era un silencio cargado de electricidad, de alivio. Mariana seguía aferrada a mi mano como si fuera su salvavidas, y yo no tenía ninguna intención de soltarla.
—Tengo hambre —dijo ella de repente, rompiendo la tensión—. Mucha hambre. Pelear con vicepresidentas malvadas da hambre.
Solté una carcajada.
—¿Qué se te antoja? Puedo llevarte a Pujol, a Quintonil… donde quieras. Hoy soy libre.
Ella negó con la cabeza mientras subíamos a mi camioneta.
—No. Quiero tacos. De canasta. Y un Boing de guayaba.
—Tacos de canasta serán.
Comimos sentados en el cofre de mi camioneta blindada, estacionados en una calle lateral de la Roma. Yo, con mi traje de setenta mil pesos manchado de salsa verde, y ella con sus tenis viejos, viendo pasar la vida. Nunca me había sabido tan rica la comida.
—Gabriel —dijo ella, limpiándose la boca con una servilleta de papel—, lo que dijiste arriba… sobre el local. ¿Era en serio?
Me puse serio.
—Totalmente. Hay un espacio en la esquina de Colima y la calle del parque. Era de mi abuelo. Lo usaba como almacén de materiales hace cuarenta años. Está abandonado, lleno de polvo y ratas, probablemente. Pero la estructura es buena.
—¿Y qué quieres hacer con él?
—Yo no quiero hacer nada. Yo construyo edificios aburridos. Pero tú… tú tienes una visión. Hablaste de un refugio, de un lugar donde la gente se sintiera segura.
Metí la mano en el bolsillo interior de mi saco y saqué un juego de llaves antiguas de hierro.
—No es un regalo, Mariana. No quiero ser tu “sugar daddy” ni nada de eso. Es una inversión. Yo pongo el local y el capital inicial. Tú pones el trabajo, la administración y el alma. Seremos socios. 50-50.
Ella tomó las llaves. Sus manos temblaban ligeramente.
—Yo no sé nada de negocios, Gabriel. Apenas sé cobrar mis paseos de perros.
—Tú sabes de gente. Sabes de cuidado. Sabes que las cosas rotas valen la pena. Eso es lo único que importa. Los números… los números los aprendes. O contrato a alguien que los haga por ti. Pero el corazón del negocio no se puede contratar.
Mariana apretó las llaves contra su pecho.
—Un café —murmuró, sus ojos brillando con una idea que nacía en ese instante—. Un café lleno de plantas. Donde la gente pueda adoptar perros, o simplemente sentarse a leer sin que los corran por no consumir. Un lugar que huela a tierra mojada y a canela.
—Suena perfecto.
—¿Y cómo le pondremos?
La miré a los ojos. Sabía la respuesta antes de decirla.
—Eso lo decides tú. Pero creo que ya sabes el nombre.
Esa tarde fuimos al local. Estaba, efectivamente, hecho un desastre. Telarañas, humedad, oscuridad. Pero Mariana no vio eso. Ella entró y empezó a señalar: “Aquí va la barra”, “Aquí pondremos helechos colgantes”, “Aquí una foto gigante de Bruno”.
La vi moverse entre el polvo, iluminada por los rayos de sol que se colaban por las tablas de las ventanas, y supe que estaba viendo el futuro. Mi futuro.
CAPÍTULO 8: El Jardín de los Nomeolvides
Seis meses después.
El aroma a café de Veracruz recién molido y pan horneado se escapaba por las puertas abiertas del local, atrayendo a los oficinistas y a los vecinos por igual. El letrero de madera tallada a mano sobre la entrada decía: “Café El Jardín de Sofía – Café, Plantas y Segundas Oportunidades”.
El lugar estaba a reventar. Era un espacio que desafiaba la lógica de la ciudad: lleno de verde, con enredaderas cayendo del techo y macetas en cada rincón disponible. En una esquina, había un corralito donde dos perros rescatados dormían la siesta con pañuelos que decían “Adóptame”.
Mariana estaba detrás de la barra, moviéndose con una confianza que no tenía seis meses atrás. Llevaba un delantal de mezclilla con el logo del café y flores bordadas. Se reía con un cliente mientras le servía un latte con arte de espuma en forma de hoja.
Yo estaba sentado en mi mesa habitual, en la esquina, con mi laptop abierta. Seguía dirigiendo “Constructora Huerta”, pero las cosas habían cambiado. Ya no construíamos centros comerciales depredadores. Ahora nos especializábamos en recuperación de espacios urbanos y arquitectura verde. Ganábamos menos dinero, sí, pero dormía mucho mejor por las noches.
Bruno estaba echado a mis pies, recibiendo caricias de cada persona que pasaba.
Dejé de teclear y miré por el gran ventanal que daba al Parque de los Olivos. El parque estaba irreconocible, pero en el buen sentido. No había concreto. Había caminos de grava, más árboles, un área de juegos hecha de madera reciclada y, en el centro, protegida como un santuario, nuestra banca.
Había gente sentada en ella. Una abuela leyéndole a su nieto. Una pareja de novios tomados de la mano. La banca estaba viva.
Mariana se acercó a mi mesa, aprovechando una pausa en la fila de clientes. Me puso una taza de café americano enfrente y me dio un beso rápido en la mejilla.
—¿Estás trabajando o solo finges para verte intelectual? —bromeó.
—Estoy revisando los planos para el nuevo hospital en Iztapalapa. Queremos poner jardines terapéuticos en la azotea. Idea tuya, por cierto.
—Me deben regalías por esa idea —rio ella.
Se sentó frente a mí un momento, suspirando de cansancio pero con una sonrisa satisfecha.
—Vino Lorena hoy —dijo de repente.
Me tensé.
—¿Lorena? ¿Aquí?
—Sí. Pasó temprano, antes de que llegaras. Se veía… diferente. Menos perfecta. Llevaba ropa normal.
—¿Qué quería? ¿Problemas?
—No. Pidió un café para llevar. Miró el lugar, miró el parque. Me dijo que el café estaba bueno. Y me dejó esto.
Mariana deslizó una servilleta de papel sobre la mesa. Tenía algo escrito con pluma azul.
“Tenían razón. El concreto se agrieta, pero las raíces sostienen. Felicidades. – L.”
Me quedé mirando la nota. Lorena había encontrado su propia forma de redención, o al menos, de paz. Se había mudado a Monterrey para empezar de cero en una firma pequeña. Me alegraba por ella. El odio es una carga muy pesada para llevarla siempre.
—Creo que todos merecen una segunda oportunidad —dijo Mariana, tomando mi mano sobre la mesa.
—Incluso los millonarios tontos que no ven lo que tienen enfrente —añadí.
—Especialmente ellos.
Esa tarde, cerramos el café juntos. El sol comenzaba a ponerse, tiñendo el cielo de la Ciudad de México de esos colores violetas y naranjas que solo se ven aquí debido al smog y la altura, una belleza tóxica y sublime.
Caminamos hacia el parque, como hacíamos cada noche antes de irnos a casa (nuestra casa, porque Mariana se había mudado conmigo hacía un mes, aunque seguía conservando su depa “por si acaso me harto de tus ronquidos”, decía).
Llevábamos un ramo fresco. No eran flores compradas. Eran flores que Mariana cultivaba ahora en el pequeño invernadero trasero del café. Nomeolvides, margaritas y nubes.
Nos acercamos a la banca. Estaba vacía, esperándonos.
La madera estaba tibia por el sol de la tarde. Nos sentamos en silencio, hombro con hombro. Coloqué el ramo junto a la placa original.
En memoria de Sofía, quien amaba la vida.
Y justo debajo, brillaba la nueva placa que habíamos instalado hacía unas semanas:
Y para Mariana, quien nos enseñó a vivirla de nuevo.
—¿Crees que a ella le gustaría el café? —preguntó Mariana, recargando su cabeza en mi hombro.
Miré las flores azules, meciéndose suavemente con el viento de la tarde. Recordé la risa de Sofía, su energía, su amor por lo auténtico. Y luego sentí la calidez de Mariana a mi lado, su respiración tranquila, su mano entrelazada con la mía.
El pasado y el presente no estaban en guerra. Estaban conviviendo. Sofía era la raíz que nos sostenía, y Mariana era la flor que había crecido hacia el sol.
—Le encantaría —respondí con seguridad—. Diría que por fin hice algo bien en mi vida.
—Hiciste muchas cosas bien, Gabriel. Solo necesitabas un empujoncito.
—Un empujoncito y unas flores robadas de un terreno baldío.
Nos reímos. El sonido de nuestra risa se mezcló con el ruido lejano de la ciudad, los cláxones, los vendedores ambulantes, la vida que seguía su curso frenético. Pero en esa pequeña burbuja verde, bajo el viejo jacaranda, había paz.
Me giré hacia ella, tomé su rostro entre mis manos y la besé. No fue un beso de película. Fue un beso real, con sabor a café y a promesas cumplidas.
—Vámonos a casa —dijo ella al separarnos—. Bruno debe estar muriendo de hambre, aunque comió hace dos horas.
—Vamos.
Nos levantamos, dejando las flores en la banca como guardianes de nuestra historia. Mientras caminábamos de regreso, vi mi reflejo en el escaparate del café. Ya no veía al “Arquitecto de Hierro”. Veía a un hombre que había aprendido que las estructuras más fuertes no son las que se hacen de acero, sino las que se construyen con amor, perdón y memoria.
Y así, entre el ruido de la ciudad y el silencio de las flores, entendí que nadie se va del todo mientras haya alguien que deje un ramo de nomeolvides en su lugar favorito.
FIN.